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EL CUENTO DEL MES Sandra Russo EL OTRO LADO DE LA VIA ...

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<strong>EL</strong> <strong>CUENTO</strong> D<strong>EL</strong> <strong>MES</strong><br />

<strong>Sandra</strong> <strong>Russo</strong><br />

<strong>EL</strong> <strong>OTRO</strong> <strong><strong>LA</strong>DO</strong> <strong>DE</strong> <strong>LA</strong> <strong>VIA</strong><br />

La clínica queda en Quilmes, pero del otro lado de la vía.<br />

Quilmes Oeste, cuando yo era chica, era otro mundo. Vivir del otro lado<br />

de la vía era ser diferente, tener otras costumbres, otros ritos, como ser<br />

de otro club.<br />

Mi madre lentamente fue trasladándose al otro lado de la vía. Sus<br />

confusiones empezaron hace años, los reemplazos de una palabra por<br />

otra fueron llegando como gotas, una tras otra. Sus esfuerzos por retener<br />

una idea terminaban irritándola.<br />

La veía luchar contra ese vacío que se le plantaba en la cabeza como una<br />

semilla maligna. El vacío crecía desmadejado en esa mente que despacio,<br />

sin tregua, se enredaba con imágenes de diferentes épocas de su vida.<br />

Hace unas semanas un ataque la mantuvo hablando sin parar días y<br />

noches enteras.<br />

Allí estaban, delante de sus ojos, invisibles para mí pero carnales y<br />

evidentes para ella, sus hermanos, su padre, su casa de la infancia.<br />

Estaba internada en una clínica común, a la que van los enfermos que<br />

deben guardar cama.<br />

La gente loca no es bien recibida en esas clínicas. Altera al resto. La<br />

habían atado a la cama y habían levantado las barandas. Ella las<br />

empujaba y me decía: “Estamos detenidas porque vos no sabés<br />

conducir”. Mi madre nunca fue muy piadosa conmigo, de modo que no


me extrañó que atribuyera su estado a mi falta.<br />

Eso somos las mujeres, después de todo. Lo que no tenemos, lo que no<br />

sabemos, incluso lo que no perdimos.<br />

El brote se extendió y fue tan arrasador que muy pronto la derivaron a la<br />

clínica que está del otro lado de la vía. Un lugar apacible en el que los<br />

enfermos no guardan cama, y tampoco sabría decir si guardan algo.<br />

¿Qué es la locura? ¿Dónde queda ese otro lado, ese revés de la trama que<br />

estampa la locura en los ojos de quienes la padecen? ¿Por qué los locos<br />

parecen guantes dados vuelta, como decíamos los jóvenes de ayer?<br />

Un guante dado vuelta no puede esconder nada: el guante dado vuelta<br />

exhibe la obscenidad de su interior, la forma tosca de sus costuras.<br />

Todo lo que los cuerdos callamos, lo que velamos, lo que suavizamos, lo<br />

que pretextamos, lo que disimulamos, ellos lo muestran. La enfermedad<br />

los priva de los escondites y de las estructuras.<br />

Fluyen, ahí, casamientos y velorios, muertes y nacimientos, amores y<br />

dolores, ternura y ferocidad, la carne viva de los sentimientos, de lo que<br />

no se pudo digerir, lo que quedó atascado en una historia, la horrenda y<br />

apabullante debilidad de alguien que soltó las riendas y sigue viviendo<br />

como un caballo desbocado, asomado al vértigo de sí mismo.<br />

Hoy llegué a la visita media hora antes. Pedí permiso porque tenía que ir<br />

a trabajar. Estaban todos cantando. A coro. Cantaban una canción de<br />

amor. Tenían puestas unas cintitas rojas en el cuello, como un mínimo<br />

vestuario de coristas extraviados que sin embargo perseguían la nota<br />

exacta. Mi madre estaba sentada y aplaudía.<br />

Ella nunca cantó. Ni cantó ni bailó. Esta tarde estaba sentada y sonreía,


mientras sus actuales compañeros de ruta disfrutaban ese rato previo a<br />

las visitas. Mi madre siempre se ocupó de su casa.<br />

Su casa fue su reparo pero también, sospecho, la baranda que la separó<br />

del mundo, la que la dejó detenida, aunque fue ella, ciertamente, la que<br />

no aprendió a conducir. Pienso en la que ella era, antes, cuando todavía<br />

la enfermedad no había asestado semejante puñalada en su centro. Fue<br />

una mujer compleja con una vida simple.<br />

Una mujer plegada que debe haber querido desplegarse. Cuando me<br />

vio, hoy a la tarde, llegar de improviso, me hizo señas para que me<br />

sentara a su lado a escuchar al coro. Mientras las dos aplaudíamos la<br />

segunda canción, acercó su cara a mi oído y me dijo: “A mí me hubiese<br />

gustado ir a la luna”.<br />

Cuando uno se familiariza un poco con la locura, no es tan difícil<br />

escuchar sus desvíos. “¿Y por qué no fuiste?”, le pregunté. “No me<br />

alcanzó la voz”, contestó ella.<br />

Y si me pongo a escribir esto es porque creo que hay un tipo de extravío<br />

que es el de mi madre pero no sólo el de ella.<br />

Y en su homenaje, me gustaría dedicar estas líneas a aquellas mujeres<br />

que quisieron ir a la luna pero llegaron al otro lado de la vía, a todas esas<br />

mujeres de esa generación difícil, tan inconsciente de sus derechos y sus<br />

límites, tan encerradas en sus cocinas y en sus mandados y en sus<br />

mandatos, a esas mujeres frágiles que adoraron y envidiaron que sus<br />

hijas fueran tan diferentes, casi como las hijas de las otras que ellas<br />

fueron sin saberlo.<br />

A esas mujeres a las que no les alcanzó la voz. Fuente: Página 12

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