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EDUARDO IZAGUIRRE GODOY. ESPIRALES Y UN TRAZO El hilo ...

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<strong>EDUARDO</strong> <strong>IZAGUIRRE</strong> <strong>GODOY</strong>.<br />

<strong>ESPIRALES</strong> Y <strong>UN</strong> <strong>TRAZO</strong><br />

<strong>El</strong> <strong>hilo</strong> de humo subía haciendo espirales. Perdóneme, le dijo al Dr. Alvarado luego de<br />

encender el cigarrillo, no lo puedo evitar. Supongo que es un hábito, algo que no es posible<br />

olvidar, y exhaló una densa nube que se fue extendiendo por encima de ellos. Alvarado cogió el<br />

bolígrafo y se dispuso a anotar el hallazgo, pero apenas escribió la palabra cigarro en su libreta, le<br />

superpuso una línea gruesa y comenzó a dibujar pequeños círculos que encerraban otros más<br />

pequeños, para luego remarcar cada esfera una y otra vez. No se preocupe, Tomás, yo también<br />

fumo. Tan pronto escuchó aquello, Tomás extrajo de su media derecha una cajetilla de cigarros,<br />

arrugada y casi vacía, para ofrecérsela al doctor, pero éste la rechazó muy amablemente porque no<br />

era de fumar todo el tiempo y menos le gustaba en horas de trabajo, así que se contentó con sentir<br />

el olor del tabaco quemado alrededor. ¿A ti ese olor no te estimula la memoria, Tomás? ¿Hay<br />

alguna imagen, algún sentimiento nuevo en ti cuando fumas?<br />

Sí, dijo Tomás con el cigarro entre sus labios, hay algo doctor. Pero no sé si es significativo,<br />

porque es como este lugar. Es decir, es en una oficina muy parecida. También hay un tipo, el<br />

dueño del lugar, cuyo rostro se me presenta como borrado, pero fuma, y mucho. Tanto que el<br />

único aroma que predomina es el de los cigarrillos que respira. Su nombre es… creo que es… no,<br />

imposible recordarlo. No sé por qué, pero podría asegurar que es alguna clase de médico, o doctor,<br />

no sé. Quizás un abogado. Y nos tratamos de igual a igual porque no soy su paciente ni su cliente,<br />

eso es seguro. Puede que hasta seamos colegas usted y yo, Dr. Alvarado. En fin, el tema es que<br />

estamos discutiendo. Me habla iracundo desde el borde de su escritorio y extiende los brazos al<br />

tiempo que expele gotitas de saliva con cada grito. A pesar de saber que se extralimita en el<br />

volumen de su voz, me es imposible escucharle. Luego se para, y va a sus cajones por cigarrillos.<br />

Se pone uno en la boca y demora en activar su encendedor. Lo intenta varias veces, y no se cansa<br />

de repetir el movimiento, concentrado, la cara roja. Pero yo sí me escucho, claramente, y le digo<br />

que es un imbécil, que todo fue su culpa. Él se ofusca más. Parece que reclama, niega con la<br />

cabeza mientras sigue vociferando. Y yo le grito, y aclaro que la noche anterior habría sido como<br />

cualquier otra si él no se hubiese dejado llevar.<br />

Esa noche llegamos hasta un bar en el centro, el de costumbre. Nos sentamos a la barra y<br />

pedimos una cerveza. Esperamos. Al principio, el público era mínimo, una que otra pareja, pero<br />

en un par de horas se atestó, al punto que la gente permanecía de pie entre las mesas, espacio que<br />

utilizaban las chicas para llevar los tragos. Hasta ese momento las candidatas eran muchas, pero<br />

ninguna nos apetecía realmente. Y las descubrimos ya con el aburrimiento instalado y haciendo<br />

mella. Eran dos, en una de las mesas al lado del baño. Jóvenes, pero no niñas. Conversaban muy<br />

efusivas, sonriendo abiertamente. Estaban aligeradas por el alcohol. Primero se acercó él.<br />

Carismático, encantador, casi siempre lograba que las chicas se nos unieran o, como en este caso,<br />

que nos invitaran a su mesa. Imposible recordar el tema de conversación o cómo era la voz o cara<br />

de la mujer que me correspondía. Menos aún cuánto tiempo estuvimos sentados en esa mesa,<br />

hablando, con el humo del tabaco envolviéndolo todo, con tragos cortos y cervezas que volvían a<br />

llenarse sin que el contenido se extinguiera primero. Y el somnífero. Él era el encargado de<br />

aplicarlo, de dejar caer un par de gotas. No vi el momento en que lo hizo. Las invitamos a mi casa,<br />

pero no aceptaron. Les dijimos entonces que las acercábamos a las suyas y, convencidas a medias,<br />

aceptaron. Fuimos al auto y allí ambas se desvanecieron casi al mismo tiempo. Era hacer lo de<br />

siempre, nada más. Quitarles la ropa, tomar algunas fotos, tocarlas. Esperar a que despertaran<br />

para llevarlas a su destino, guau qué borrachera, ¿por dónde estamos?, ¿tanto tiempo pasó?, hemos


conversado un montón, y seguir con la vida. Pero no sé en qué momento él decidió que no era<br />

suficiente y se aferró al cuello de su chica. Lo noté en la piel amoratada, en la ausencia de aliento.<br />

A él le crucé el rostro con mi puño y de inmediato hice un intento desesperado por revivirla. No<br />

había retorno. Fui absorbido por una dolorosa desesperación, y tuvimos que acabar con la otra<br />

mujer también...<br />

<strong>El</strong> Dr. Alvarado observaba cómo el cigarrillo de Tomás se había ido consumiendo, con la<br />

ceniza a punto de quebrarse, mientras éste permanecía con la mirada perdida en algún punto de la<br />

pared blanca a espaldas del doctor. ¡Tomás!, dijo Alvarado por tercera vez, y por fin pudo<br />

conseguir la atención de su paciente quien, nervioso, sólo atinó a dejar caer lo que quedaba de su<br />

cigarro. Me contabas sobre tus reclamos al tipo de la oficina, que había hecho algo mal la noche<br />

anterior a la pelea que tuvieron. Tomás se reacomodó en la silla, y pegó su columna al respaldar.<br />

¿Qué pasó luego? Insistió Alvarado. A Tomás, los labios le pedían un cigarro y esta vez sus ojos<br />

escudriñaban al doctor. Creo que recibí un golpe… y después me encontré aquí, en este sanatorio<br />

de mierda, sin saber quién soy. Alvarado sonrió. Intentó tranquilizar a su paciente con una serie<br />

de conceptos psiquiátricos que definían su problema y le recomendó mucha paciencia, Tomás,<br />

mucha paciencia.<br />

— No me llame Tomás… no lo haga nunca más.<br />

<strong>El</strong> Dr. Alvarado no se inmutó por la reacción. Veo que tu recuperación muestra progresos<br />

impresionantes, le dijo condescendiente, y en su libreta, al primer círculo que dibujó, le agregó<br />

líneas para representar un cuerpo, brazos y piernas. Y de un trazo, separó la cabeza. Se terminó la<br />

sesión, dijo luego.


<strong>El</strong> columpio de los recuerdos<br />

Andrea Hdez. Mingorance<br />

No tengo infancia. Donde otros tienen recuerdos, yo solo tengo un enorme espacio en<br />

blanco. En ocasiones caigo en mi cama desesperado y temblando por el esfuerzo de intentar<br />

rellenar ese vacío pero no consigo recordar nada.<br />

Solo sé que un día desperté y tenía 18 años. Me levanté en una casa vacía y ahí empezó mi<br />

vida. A veces pienso que nunca podré recuperar la memoria, algo que han insinuado algunos de<br />

los muchos médicos que he visitado. Sin embargo, Chloe, mi psicóloga, piensa que muy pronto<br />

podré recuperar los recuerdos de mi infancia.<br />

Por eso se encuentra ahora caminando a mi lado en dirección a alguna parte. ¿A dónde<br />

vamos? , pregunté nada más entrar en su consulta. <strong>El</strong>la no contestó, solo me guiñó un ojo y me<br />

guió hasta la calle. Después de casi un año de terapia, Chloe se ha convertido en amiga además ser<br />

mi psicóloga.<br />

— ¿Cuántos años tienes?— me preguntó el primer día que acudí a su consulta<br />

—Tengo siete años— respondí convencido<br />

<strong>El</strong>la me miró con una ceja levantada y me dijo que eso era imposible. Yo le respondí que<br />

hacia siete años desde aquel día que me desperté en un solitario rincón con la mente y el estomago<br />

completamente vacíos.<br />

— ¿Y qué hiciste?— me preguntó<br />

—Comer<br />

Cuando por fin Chloe se paró, profirió un ligero suspiro me dirigió una mirada de<br />

satisfacción. Estábamos frente a un parque infantil lleno de niños que correteaban por los<br />

columpios mientras los padres se quedaban a una distancia prudente sin quitarle ojo a cada<br />

movimiento de sus retoños.<br />

— Ésta va a ser tu terapia de hoy— dijo antes de que pudiera preguntar qué diablos<br />

hacíamos allí<br />

Me llevó hasta un banco libre donde nos sentamos a contemplar el paisaje. Entonces me<br />

contó que había averiguado que de pequeño solía ir a ese parque. “Todas las tardes, después de<br />

clase, tu abuelo te traía aquí para que jugaras con los demás niños. Ahora quiero que lo mires<br />

atentamente”.<br />

Hice lo que me pedía y nos quedamos en silencio mirando el parque hasta que empezó a<br />

atardecer. Los niños y sus padres se habían ido marchado y los columpios ahora estaban<br />

abandonados y silenciosos. De repente Chloe se levantó y se fue a sentar en uno de los columpios.<br />

Yo la imité y me senté en otro.<br />

Me empecé a balancear lentamente. Cierra los ojos, me pidió Chloe, e intenta sumergirte en


ese lago blanco que hay en tu memoria. Así lo hice y tras unos segundos abrí los ojos para decirle<br />

que no funcionaba, seguía sin recordar. Sin embargo ella ya no estaba allí, en su lugar y<br />

meciéndose tranquilamente en el columpio, se encontraba un hombre anciano. Tenía facciones<br />

dulces y una mirada inteligente y serena.<br />

Quise detener el balanceo pero mis pies apenas rozaban el suelo. Así que me quedé<br />

observando al anciano mientras mi columpio iba y venía.<br />

— Hugo, deja de balancearte tanto, te vas a marear— dijo el anciano con una voz amable<br />

— No, abuelo. ¡Quiero llegar hasta arriba y dar la vuelta! Iker me ha dicho que si das la<br />

vuelta te llegas a otro universo<br />

— A otro universo…— dijo pensativo el abuelo— pero, ¿para qué quieres ir a otro universo<br />

si ni siquiera conoces el tuyo propio?<br />

— Pues no sé, para ver a los marcianos por ejemplo<br />

<strong>El</strong> abuelo se rió y contempló el horizonte. De repente, mis pies rozaron el suelo y pude<br />

parar de balancearme. Contemplé el perfil de mi abuelo que sonreía sin sonreír.<br />

— ¿Abuelo?— dije dudando un instante<br />

Él se viró hacia mí. Cuánto has crecido Hugo fue lo único que dijo.<br />

— Quiero recuperar mi infancia— dije—, quiero recuperarte a ti<br />

— Eso es imposible Hugo, solo puedes disfrutar de tus recuerdos<br />

— Pero no tengo recuerdos<br />

Él me miró con un brillo en los ojos. ¿Estás seguro?, preguntó. Entonces se levantó<br />

dificultosamente del columpio y se dirigió hacia la salida. Un niño pequeño caminaba alegremente<br />

a su lado. Juraría que durante un breve instante, el niño volvió la cara y me miró a los ojos. Pero los<br />

últimos rayos de sol me cegaban débilmente y no estoy muy seguro.<br />

— ¿Y bien?— Chloe volvía a estar a mi lado, sentada en el columpio donde antes estaba mi<br />

abuelo<br />

Respiré hondo y sonreí<br />

— Ya nos podemos ir.


LAS AGUAS ENLAZADAS. XXXI. Antonio Martín Sosa.<br />

(Uno de los tipos de amnesia es denominada amnesia de fuente, el que la sufre, hasta donde yo sé, puede<br />

recordar cierta información pero no recuerda nada de cómo la obtuvo ni dónde. <strong>El</strong> presente ejercicio es una<br />

hiperbolización de esos datos sin origen, un juego de la ficción).<br />

Va por ti<br />

Lo de la gallina sucedió después de la tormenta que ahogó a Trufa, la perrita a la que mi<br />

hermana susurraba como a su propia sombra, Luisa se oscureció días y días bajo los parrales hasta<br />

que papá la sentó en la cocina y obligó a olvidar, papá era así de bruto, no soporté nunca la forma<br />

en que tomaba café, me salía de la sala, subía a la azotea y me apoyaba en el parapeto, desde<br />

nuestra casa gozábamos de unas vistas que en verano eran, no se lo puede, Doctor, imaginar,<br />

primero nuestras fincas y el estanque, seguían platanera y naranjos ajenos, las dos montañas y<br />

entre ellas el lejano mar abriéndose a mi futuro cuaderno de bitácora, mío y de Trufa, pasado el<br />

tiempo, durante semanas enteras, busqué esas dos montañas, las fincas, el estanque y los naranjos,<br />

y nada, Doctor, yo también la amaba, a Trufa, quiero decir, y lloré, pero de noche, solo en mi cuarto,<br />

creo que a Luisa, y a mí en cierto modo, le ayudó que me hablara de Trufa y nos unió más, tenga<br />

usted en cuenta que no salíamos, esto pasó, no sé, hace cuántos años, y todo uno lo ve en un<br />

borroso tapiz, a través de una cortina de irreverente humo, Trufa apareció en un charco de agua, la<br />

gallina contemplaba el bello cadáver, debo señalarle que salvo por los puercos y los conejos la finca<br />

que justo daba a nuestro patio inferior era poblada por los animalitos, Trufa, gatos, uf, muchísimos<br />

gatos, incluso los pájaros pollos parecían nuestros, los llegué a conocer por sus trazos en el aire, no<br />

todos vuelan igual pero les hubiese traicionado si les hubiese puesto un nombre, el gallo, polluelos<br />

de seis o siete gallinas, a una de rojo plumaje preferíamos, en los domingos especiales no entraba<br />

en el sorteo para la sopa, por decirlo de alguna manera, bonita gallina, sí señor, curioso que los<br />

detalles no pero la visión de conjunto se me pierda, por ejemplo, una tarde de vendimia yo me<br />

escapé hacia las cepas revisadas y me asusté al ver una grandiosa gallina, eché a correr, desde<br />

aquel momento miré mal esas plumas, otra cosa eran las de la gallina roja, mamá le sacaba<br />

fotografías y uno pensaba que hasta la gallina posaba para ella, fíjese usted, no sé si lo comenté ya,<br />

que salíamos muy poco y uno se divertía con nimiedades así, Luisa y yo crecimos mirándonos y<br />

cuando abandonamos la escuela las miradas se convirtieron, no sé no sé, en sibilinas palabras, por<br />

eso los ojos que me hablaron desde Luisa la mañana que descubrimos el cadáver de Trufa fueron<br />

para mí una lanza en cuyo brillo leí que la gallina había sido otra lanza, la que se había clavado en<br />

el corazón de Trufa, verá usted, la verdad es que la gallina se atravesaba y entonces pareció<br />

sentenciar yo he sobrevivido a la tormenta, tú no, refiriéndose a la perrita, qué tormenta de verano<br />

señor, papá no había vivido ninguna como aquélla, ni mamá, hala, a llover a llover, con aparato<br />

eléctrico y todo, aparato eléctrico, qué curiosa expresión, bueno, imagínese el tema, Luisa y yo<br />

levantados, pero quién despertaba a quién, quién entraba en el cuarto de quién y con un toque en<br />

el hombro levántate venga, quién el primero en usar la ducha, o si los dos juntos, debió de ser así,<br />

papá y mamá dormían hasta tarde, no se creerá, pero mi hermana y yo aun de adolescentes nos<br />

levantábamos temprano para subir a la azotea a cantar, sobre todo en julio y agosto, la canción que<br />

perfeccionamos más que ninguna, la de la mochila azul, qué pena que mi memoria no guardara las<br />

otras, la de ojitos dormilones, pues sí, me dejó tal inquietud, hasta creo que los gatos se<br />

acurrucaban entre nuestras piernas para oírnos, y bajas calificaciones, qué escenita, Doctor, Luisa y<br />

yo atravesamos el patio, los gatos nos seguían, o nosotros a ellos, quién a quién seguía, da igual,<br />

subimos las escaleras hacia la azotea a la izquierda y a la derecha el inmenso charco, frente a las<br />

conejeras y bajo el poderoso aguacatero, yo me jugaba en ese árbol, no siempre, no se crea, sobre<br />

todo en sobremesas cuando sabía que mi hermana miraba la televisión y mamá y papá se echaban<br />

la siesta, bueno, allí, en medio del charco de la lluvia Trufita, Luisa no se lo pensó y con los tenis<br />

nuevos entró en el charco y arrastró el cuerpo, cómo se llaman esos perros, perdone, ahora mismo,<br />

eso es, pastores alemanes, Trufa era una pastor alemán, se dice así o debo ponerlo también en


femenino, de acuerdo, Doctor, sigo, Luisa abrazó a la perrita y empezó a llorar, pronto mamá y<br />

papá subieron en bata, habrían oído el neblinoso llanto, y separaron a mi hermana de Trufa y a la<br />

perrita la cubrieron con unos plásticos y a Luisa la bajamos a la cocina donde a papá le entraron<br />

unos ciscos a los ojos que le hicieron llorar, mamá preparó una tilita y nos anunció que vendría otra,<br />

vayamos buscando un nombre, subí luego a donde el cadáver y levanté el plástico para verle el<br />

hocico helado, me despedí sin que nadie me viera en ese instante, logré pronunciar una palabra,<br />

cómo había sido, quise saber, cómo había sido aquella tragedia, volví al charco mortal y no vi nada<br />

raro, bueno, sí, pero después le cuento, no vi nada raro en un principio, nadie había entrado a<br />

nuestras fincas y había matado, ni palos o estacas o piedras sangrantes, imposible que de estas<br />

últimas hubiera pues la perrita no presentaba heridas profundas, ni restos de veneno, quizá si<br />

hubiese sido envenenada, supuse, la perrita hubiera vomitado, tampoco hubo señales de vómitos<br />

ni defecaciones acuosas, sí me extrañó encontrar a la gallina haciéndose la listilla y la muerta,<br />

sonreía, no me pregunte cómo sonríe una gallina, le juro que sonreía, además una mariposa se vino<br />

a posar sobre la cabecita de la gallina y le voy a decir que el cuadro era bello, no lo niego, las<br />

plumas, las alas multimañosas, me gusta esa palabra, Doctor, dónde la habré leído o escuchado,<br />

quién me la habrá nombrado, perdemos el origen de lo vivido, se acuerda usted de la primera vez<br />

que abrió una puerta, qué cosas y quién las mueve, la voz de mamá llamándome desbarató el<br />

maridaje mariposa­gallina, violados pájaros pollos alzaron un vuelo sin gracia desde mi árbol,<br />

mamá me pidió que preparase la pala y una bolsa grande de las de basura, había bolsas de basura<br />

no sé para qué, tirábamos nuestros desperdicios detrás de las conejeras, curioso no era desde luego<br />

ver subidas en la cumbre del improvisado vertedero a las gallinas, las sopas tan sabrosas, la<br />

ceremonia qué lenta, papá había levantado tierra en una de las fincas al lado del muro de piedras<br />

que las delimitaba, sí fue doloroso introducir el cadáver en la bolsa y luego enterrarlo, Luisa,<br />

porque lo había seguramente visto en la televisión, cogió un puñadito de tierra, en ese momento<br />

papá y mamá se miraron, dejémosla, y lo echó sobre la bolsa hundida, el gato mayor había llegado<br />

a mis pies y se frotaba, papá empezó a devolver la tierra a la tierra, por describirlo de alguna<br />

forma, pero mamá y Luisa se alejaron, mamá casi era la que llevaba a Luisa, yo me quedé<br />

ayudando a papá y pronto allí no había pasado nada, nadie se hubiese dado cuenta si no fuera<br />

porque al día siguiente mi hermana unió dos palitos cruzados con una verga y puso unas floritas,<br />

alguna vez incluso impedí que se volara una foto de Trufa junto a las rosas, se me borró, Doctor, lo<br />

que pasó ese día de la muerte de la perrita desde el desayuno hasta el almuerzo del duelo callado,<br />

perdone, todo es muy disperso o no es importante, ni siquiera sé si fue verdad, el gallo cantó<br />

triunfal en torno a las diez, había mejorado el tiempo, pero no me marché a nadar, más tarde sí,<br />

creo que mi hermana se encerró esas horas movedizas en su cuarto, tras la sopa a Luisa y a mí nos<br />

apeteció como segundo una ensalada, no quisimos llenarnos demasiado porque habíamos<br />

decidido ir al estanque, lo típico, recojo la mesa y me voy de la cocina, Luisa lava los cubiertos y los<br />

vasos y se va de la cocina, papá lava los platos y se va de la cocina, mamá lo ordena todo y se va de<br />

la cocina, no sé si en este orden el lavado pero mamá ordenaba al final, ella y papá no tardaban en<br />

entrar en su dormitorio, el café se lo toman hacia las tres, Luisa enciende la televisión y espera su<br />

telenovela venezolana, para mí aquella sobremesa era una de ésas, ya me entiende, así que me subí<br />

al árbol y el juego acabó con un látigo cálido de mi savia cayendo a lo que quedaba de charco,<br />

plop, sobre cuántas espaldas años después caería ese látigo fecundo, hacia cuántos pubis<br />

descendería mi vía láctea, o nalgas o labios, la gallina apareció y se burlaba, no me pregunte cómo<br />

se burla una gallina pero se burlaba, se lo juro, Doctor, me bajé a la hora en que terminaba Luisa de<br />

ver la tele, mi hermana y yo fuimos al estanque, y ahí, Doctor, enlacé la sopa, el charco, el semen, el<br />

estanque y la lluvia, y me zambullí y casi toqué el fondo, nunca llegué, y al ascender y nadar en un<br />

crol peculiar le rocé el hombro a mi hermana, su dulce hombro, ella me sonrió, a ver quién aguanta<br />

más bajo el agua, yo aguanté más, sentí un falso sabor en mi boca, me sangraba la nariz, me salí y<br />

esperé un momento antes de volver a meterme, mientras, observaba los dieciséis arbóreos años de<br />

Luisa, la gallina también los observaba, y los míos, desde el otro lado del estanque. No le fue difícil<br />

ahogarnos.


Graciela Astesano<br />

<strong>El</strong> camino verde<br />

Como todos los días a las cuatro me encuentro con mi psiquiatra para intentar dilucidar<br />

mi vida, hace sólo dos meses que he emergido de las profundidades del coma, digo<br />

profundidades… pero no sé, sí, no sé absolutamente nada, soy un extraño para mi mismo, todos<br />

me conocen menos yo. O sea que, ni siquiera sé lo que es una profundidad, pero la escucho a mi<br />

mujer decirlo. Si hasta el aire y el sol son nuevos, ni que decir de mi esposa, de la que dicen que es<br />

mi mujer, que me mira desesperada cuando el enfermo soy yo, aunque lo que pienso me es difícil<br />

expresarlo, porque después de tanto tiempo en silencio se me habían atrofiado las cuerdas<br />

vocales… y antes de llegar hasta aquí, por la mañana hago gimnasia, luego veo a la foníatra o<br />

como se diga, y por último al loquero, así le dice otro paciente, lo escuché en la sala de espera.<br />

Cuando me tiro en el sillón y observo la cara del doctor, un hombre joven que se disfraza<br />

de viejo escondiéndose detrás de una barba entrecana, le veo las manos tan blancas y atrofiadas de<br />

no hacer nada, (esa palabra me la aprendí bien) a veces no entiendo lo que quiere de mí, y quisiera<br />

huir, pero dicen que tengo que recuperarme, aunque tenga ganas de escapar…<br />

Ya estamos con su ¡hola Juan! (dicen que me llamo Juan y la pérdida de memoria me vino<br />

por un aneurisma, esa palabra es la primera que aprendí, la segunda atrofia) vamos a seguir<br />

ordenando tu vida… Yo pregunto cómo se puede ordenar si uno no sabe dónde está el principio.<br />

<strong>El</strong> médico hace oídos sordos, y continúa:<br />

—Después de la hipnosis de ayer, ¿qué sensaciones tienes?<br />

—Como tener ninguna. Mi mujer, la que dice que es mi mujer, hablando con su madre,<br />

protestaba y la vieja le dijo: “en la salud y en la enfermedad, es un hombre joven o es que te<br />

olvidaste del juramento…” no entendí nada, sólo que soy un chaval, y que ella está harta. Yo la<br />

miro y no sé, no seré yo otro y esa no es mi mujer, no entiendo.<br />

Y sí, algo recordé, vi a una chica muy guapa con unos pelos largos casi rojos, la cara<br />

poblada de pecas, y reía con una boca chispeante mientras subía unas escaleras y yo ahí diciéndole:<br />

¡asesina…dinamitás mis horas!, era tan linda ¿quién será?<br />

—Eso es un avance, tenemos que insistir, ¿había sol, hacía frío?<br />

—<strong>El</strong> sol era ella. Olía a mar y chillaban las gaviotas… Y, una laguna negra, pero<br />

transparente, yo de niño con seis o siete años, entre los sapos con un bote de vidrio cogiendo a los<br />

sapitos, con otros chicos.<br />

—Renacuajos –dijo el doctor – ¿Puede ser su madre?<br />

— ¿La madre de los sapos? ¡no! No. No era mi mamá, ella es distinta, sino sería un<br />

depravado porque me gustaba mucho; tengo que encontrarla, a lo mejor esa es mi mujer.<br />

—Centrémonos, tú esposa es la que es, y tú estabas feliz y enamorado.<br />

—Si usted lo dice. Pero me da que no, yo la miro dormir y me da que no, la mía no es esa.<br />

Después de observarla largo rato me quedé frito… y me soñé a mi mismo en un largo pasillo de<br />

paredes amarillas con una alfombra azul, mi otro yo iba adelante y Juan, o sea yo detrás, llegaba a<br />

una habitación y la pelirroja lo abrazaba, los miré, me cerraron la puerta en la cara, y les gritaba<br />

soy yo Juan, abrieron y los dos se quedaron quietos sin reconocerme, al final el otro dijo: rajá de<br />

acá…<br />

—Has empezado a soñar y está bien porque estamos hilvanando recuerdos y esos nos<br />

conducirán a otros, no te atosigues lo fundamental es que afloren.<br />

—Entonces desperté, y vi los números fosforescentes del reloj, eran las cuatro, tardé en<br />

dormirme porque tenía ganas de llorar, después no me acuerdo… y a las seis otra vez, soñé con


un camino verde con sol, una antigua galería comercial con una puerta giratoria, entré y había<br />

tiendas de ropa, y un restaurante donde servían fish and chips, luego, los camareros con<br />

pantalones cortos pitaron y dijeron gritando: “quince minutos para comer”, salí corriendo porque<br />

todos los comensales tenían verrugas en la cara, entre las cejas, alrededor de los labios, en la punta<br />

de la nariz… hice un pase y me detuve en una librería; allí vendían bolígrafos de dos clases: uno<br />

azul, normal, y otro rojo que escribía suave y uno con el podía anotar todo en los libros incluso<br />

subrayar, la que lo vendía me hizo firmar, pero yo sólo hice un garabato…bueno, después pasaba el<br />

borde del bolígrafo sobre el libro y se borraba todo, quedaba limpio. Lo quise comprar y mi esposa<br />

me contestó que nunca lo tendría, que valía mucho y no se vende. Sí, era mi mujer y estaba<br />

acompañada con un niño sin cara, no hice caso, metí un gol y seguí caminando por unos pasillos<br />

marrones cada vez con menos luces abriendo puertas como si fueran habitaciones, hasta que ya no<br />

veía, entonces palpando las paredes encontré un picaporte y abrí, ¡qué alegría! ¿Sabe que había<br />

ahí? Mucho sol y un campo de fútbol lleno de gente y la pelirroja esperándome con el balón, ¡qué<br />

tía!…<br />

—Eso es significativo, un gran adelanto, muy bien.<br />

—No me importa si no vuelvo a jugar, pero a ella tengo que tratar de encontrarla, en la<br />

aleta de la nariz tenía un brillante.<br />

— Tranquilo que puede que la chica no exista, puedes haberla visto en una valla<br />

publicitaria, o en el cine.<br />

— ¡Qué no doctor! No es ni modelo ni actriz, lo sé porque es gordita. Las de la tele son<br />

famélicas como mi mujer, ésta es rellenita, está cañón y más simpática. Aunque no vuelva a jugar<br />

puedo trabajar de otra cosa y dedicarme a buscarla.<br />

—No hay que abrumarse Juan, tenemos que ser realistas eso fue un sueño, un juego de<br />

símbolos…<br />

—Que sí, que sí lo que usted diga.<br />

— ¿Qué piensas?<br />

—Cosas mías…Sé que hay un camino.<br />

—Lo recorreremos juntos, hasta que aflore toda tu vida, vas muy bien.<br />

—No, ese no; seguiré el camino verde y la encontraré.<br />

—<strong>El</strong> camino verde es una vieja canción, nada más.<br />

—Es una pista, yo la hallaré.


USTED MISMO.<br />

Por José Aguilar<br />

—Buenos días. Mi nombre es Marius Roentgen. Si lo prefiere, puede llamarme “doctor R”.<br />

Será más sencillo para usted, dadas las circunstancias ¿Le han explicado para qué estamos aquí?<br />

—Aproximadamente, pero…<br />

—Lo discutiremos ahora. Tenemos tiempo de sobra. Siéntese…¿PK325? ¿Es correcto?<br />

—Supongo que sí. Aunque creo que solían llamarme “Bernard”… me refiero a antes de<br />

mi… detención. Sí, ahora todo el mundo me llama así, PK325—hizo una pausa—. Disculpe ¿Me<br />

puede decir cuánto tiempo llevo aquí?<br />

Las habitaciones del Departamento de Psicoprogramación Anticipatoria eran todas<br />

similares: paredes lisas de color hueso, sin cuadros ni lámparas, ni siquiera huecos visibles para la<br />

ventilación. Sin marcas. La luz —de ese tono levemente violeta de los emisores estables de bajo<br />

consumo— provenía de un hueco perimetral a unos pocos centímetros del suelo. PK325/Bernard<br />

se sentó en uno de los dos grandes sillones negros que formaban el único mobiliario de la<br />

habitación. Al contacto con su espalda el sillón se reclinó con el leve sonido rosa de un mecanismo<br />

automático. <strong>El</strong> techo no tenía esquinas: era como una cúpula de suave curvatura, sin sombras, sin<br />

un solo punto donde poder fijar la mirada. La pantalla perfecta para proyectar sueños. O para<br />

desarmarlos.<br />

—<strong>El</strong> dossier indica un fallo en su módulo de memoria anticipatoria —dijo el doctor R<br />

mientras se sentaba según la Ortodoxia, a su espalda, meciéndose con un crujido rítmico y leve—,<br />

lo que familiarmente se conoce como “el injerto”. Desconocemos su magnitud pero puede ser un<br />

fallo completo, producido quizá por un virus o una mutación espontánea…<br />

—Ya se lo dije a los demás —interrumpió Bernard—. Con todo respeto, doctor R, creo que<br />

hay un error, yo no… no me parece que haya un fallo… es más bien como si…<br />

—Sí, entiendo —siguió el doctor—, usted ahora no puede admitir la situación. Es normal.<br />

Lo llamamos “amnesia paradójica de Feynman”. Se lo explicaré en un lenguaje sencillo con objeto<br />

de que me comprenda lo mejor posible.<br />

De hecho era la tercera vez que se lo explicaban. Primero fue el policía que lo detuvo en la<br />

autovía 623 cuando iba a casa con Mary y los niños —¿dónde estarían ahora?— y, después, en el<br />

Centro de Aislamiento, aquel tipo con la cara llena de costras amarillas le dio más detalles: según<br />

su información, al parecer obtenida mediante datos de telepsicometría panóptica, a él, al hombre<br />

que antes creía llamarse Bernard y ahora todo el mundo llamaba PK352, se le había jodido —eso<br />

dijo el policía— o claudicado —según el tipo costroso— el injerto occipital, el módulo biopsíquico<br />

encargado de proyectar su futuro, de organizar sus deseos, su voluntad. Bernard había olvidado su<br />

futuro. Un futuro exacto e inexorable. Como el propio Sistema.<br />

—…un fallo, por tanto, que impide dirigir su pulsión en la dirección adecuada para que<br />

usted colabore con el Sistema —continuó el doctor R—, lo que le convierte ahora, permítame que le<br />

sea franco, en un absoluto descontrolado, un peligro social, una, siento decírselo así, aberración<br />

conductual.<br />

—Sin embargo —Bernard balbuceaba—, mi vida… Mary, mi esposa, mis hijos… siento<br />

como si hubiera olvidado… como si no recordara… quererlos. Como si no los hubiera querido<br />

nunca.<br />

—Exactamente —exclamó R. —, yo no lo hubiera expresado mejor. Descuide, sólo necesita<br />

que lo reprogramemos, pero antes necesito que atienda a las siguientes frases. Contaré desde cinco<br />

y empezamos. Déjese llevar… ¿PK325?, sí, disculpe, llevo un día muy largo. Cinco, cuatro,…


Bernard ya había oído antes rumores sobre ese asunto. “Módulos emocionales” era como<br />

los denominaban entonces, en su juventud, cuando ingresó en Universitas­5 para su doctorado en<br />

Computación de Ocio. Bob, aquel muchacho tartamudo del seminario de Anime­3D, aseguraba<br />

que en la Universitas se utilizaba tecnología obsoleta, que los metacircuitos neuronales ya habían<br />

sido diseñados y que se decía que el TransGobierno planeaba comenzar a implantarlos en todos los<br />

nuevos nacidos en un próximo futuro. Quizá —pensó Bernard— Bob estaba en lo cierto, sólo que<br />

se equivocó en la apreciación temporal: ellos mismos, a lo mejor no todos, ya eran portadores,<br />

entonces, de algún tipo de injerto, tal vez un prototipo. Bernard se diluía poco a poco en el discurso<br />

del doctor R, una especie de mantra interminable, seguramente destinado a provocar algunas<br />

reacciones estandarizadas, a revertir su amnesia emocional, a establecer el grado de funcionalidad<br />

del injerto. Le pareció oír aquel nombre, Mary, repetido como un eco. ¿Mary?, quizá no la quisiera,<br />

quizá no la hubiera querido nunca realmente, tal vez sólo fuera el deseo que había generado el<br />

injerto durante todos aquellos años lo que le hizo invitarla aquella noche… y bailar, y besarla…<br />

Billy, Johanna, tal vez sus hijos también eran portadores: entre el parto y el momento de volver a ver<br />

a los niños siempre transcurría un tiempo, el protocolo de reconocimiento postnatal, quizá<br />

demasiado tiempo sólo para comprobar que los niños estaban sanos, una caja negra donde los<br />

médicos podían hacer tantas cosas. Tal vez tampoco sus hijos, tal vez esos niños tan cariñosos, tan<br />

responsables, esos hijos que nunca dejaban de hacer sus tareas, que nunca habían cruzado un<br />

semáforo en rojo, que nunca se quejaban al probar una comida nueva, tal vez ellos tampoco...<br />

***<br />

La Sublevación de los Libres pasaba por un momento complicado. Bernard sabía que la<br />

última oleada del ataque cibernético había sido un fracaso. Ensayaría otra estrategia. Quizá una<br />

estructura Freehand invertida. <strong>El</strong> Sistema tenía demasiados cortafuegos ocultos, barreras de cuarta<br />

generación y los nuevos Perseguidores capaces de detectar el origen de un ataque con una<br />

precisión y una velocidad casi diez veces mayor que sólo hacía dos meses. Mientras tanto, a la<br />

Sublevación, a Bernard, sólo le quedaba la opción de cambiar de escenario cada pocas horas, de<br />

casa en casa, entrando de noche en pisos francos, o convenciendo a personas que no conocían de<br />

nada de que en sus cerebros anidaban circuitos injertados que los hacían rehenes de un<br />

comportamiento intachable, rígido, un comportamiento esclavo y “políticamente neutro”, como<br />

dijo entonces, ya hacía tres años, el doctor R, justo antes de que el comando lo liberara en aquella<br />

arriesgada operación, en el centro mismo del Sistema, justo antes de conocer la verdad o, al menos,<br />

la verdad de los Libres, su verdad.<br />

Bernard no era un hombre de acción. Su papel consistía en diseñar ataques informáticos<br />

contra la Red de Computación Emocional para obtener Nuevos Libres, tal como la Sublevación<br />

denominaba a los ciudadanos cuyos injertos habían sido neutralizados. Hoy, mientras diseñaba un<br />

nuevo ciberataque, recordaba la última vez que vio a Mary, la primera vez que la vio de verdad.<br />

Ninguno de los dos tenía ya su injerto funcionando. <strong>El</strong> de Bernard lo había desactivado aquel día,<br />

mientras conducía por la autopista, su predecesor en el puesto, Bob el tartamudo, aquel genio de la<br />

computación, su maestro en subversión informática. A Mary, en cambio, la liberaron en la que<br />

había sido su casa, delante de él y de los niños. A Bernard le dolió ver cómo su rostro cambiaba, su<br />

nueva mirada, la que admitía que nunca hubo deseo entre los dos, al menos un deseo libre. Vio<br />

cómo la amnesia emocional se apoderaba de ella y aparecía ese llanto fluido y profundo, el que<br />

luego había visto tantas veces, en mucha más gente como Mary y como él mismo, el doloroso<br />

momento de ser Libres.<br />

En la pantalla parpadeaba, insistente, el módulo 2, indicando un nuevo objetivo detectado.<br />

Cambió la música del reproductor. Esto se merecía un clásico, sí, Coldplay vendría bien. La<br />

identificación no dejaba ninguna duda: la familia Roentgen. Ese cabrón vivía con una Familia<br />

Esclava, diseñada a su medida. ¿Qué deseos le habría implantado a su mujer, a sus hijos? ¿Cómo<br />

podían todos esos metafascistas soportar la idea de vivir rodeados de un amor cautivo, falso,


programado? Sonrió mientras apretaba el botón de desprogramación de Vanya, Robert y Conney<br />

Roentgen. Pensó en llamar a Billy y decírselo. <strong>El</strong>los dos habían regenerado una relación, ahora más<br />

distantes. Pero libres. Últimamente lo veía menos. A Billy le gustaba la adrenalina de la primera<br />

línea, las operaciones directas en los Centros de Aislamiento, en los Puntos de Detención. Como la<br />

que le liberó a él mismo. Comprobó otra vez la secuencia de desprogramación: tres Nuevos Libres.<br />

Imaginó la cara de Marius Roentgen cuando volviera a casa esa noche. Cuando el doctor viera el<br />

rostro húmedo de Vanya y de sus hijos, sus miradas vacías, interrogándolo. Esta vez le toca a usted,<br />

estimado doctor R. Usted mismo.


CLASE XXXI, EL TIEMPO EN LA FICCIÓN (II)<br />

Lilian Carolina Godínez Maldonado<br />

EN EL PARQUE<br />

—¿Usted se refiere a Cindy?<br />

—¿Cuándo?<br />

—Cuando dice “íbamos caminando hacia el parque” ¿está refiriéndose a Cindy?<br />

—No, no creo, creo que ella ya estaba en el parque. Pero ¿quién es Cindy?, he hablado de ella<br />

pero no recuerdo quién es.<br />

—Si lo mencionó de manera inconsciente es muy probable que efectivamente caminaba con ella<br />

por la calle cuando, algo les pasó. <strong>El</strong> terapeuta trató de tranquilizar a Pablo. —Vamos por partes<br />

Pablo, acomódese tranquilo, si lo prefiere puede recostarse y subir sus pies, tranquilícese verá<br />

como poco a poco va recordando. ─ Tengo entendido que hoy a eso de las ocho usted hizo una cita<br />

para verme en mi consultorio.<br />

—…Sí, si eso lo tengo muy claro, desperté desde las cinco, me sentía cansado, como que algo<br />

muy fuerte me hubiera caído encima, además de esa tristeza. Literalmente me sentía perdido, aún<br />

me siento así. ¿Hoy es jueves no?<br />

—No, hoy es viernes.<br />

—Bueno solo fue un día, uno no es ninguno, eso no significa que esté muy mal ¿verdad doctor?<br />

—Visité a mis padres el fin de semana pasado, almorcé con ellos como de costumbre y luego fui<br />

a casa.<br />

—¿No recuerda más?<br />

—Tengo eventos no muy claros, casi como flasheos... Sí, sí, eso es, estoy en una reunión, hay<br />

mucha gente y sí hay una chica conmigo, puede que sea la tal Cindy, estamos platicando normal<br />

pero, Pablo baja la mirada y como haciendo un esfuerzo, no recuerdo qué platicábamos.<br />

Aunque el doctor no quiere interrumpir se ve obligado a hacerlo, un momento de silencio muy<br />

largo se ha producido, y a Pablo literalmente hay que resetearlo.<br />

—Pablo, Pablo ¿me escucha?<br />

—¿Ah? Perdón es que estaba tratando de ordenar mis ideas.<br />

—Aja, y ¿qué recuerda?<br />

Luego de un momento con la cabeza viendo hacia abajo, Pablo levanta su mirada, sus ojos<br />

muestran una profunda tristeza, el psicoterapeuta puede percibir ese grito mudo de Pablo<br />

pidiendo auxilio.<br />

—Hay varios datos que se han mencionado y que pueden ayudarnos: Usted camina por una<br />

acera quizá con Cindy, un nombre que usted mencionó. También hay un parque en sus palabras,<br />

ahora la reunión y esa chica.<br />

—Cindy, Cindy, ese nombre viene a mi mente automáticamente pero no logro ubicarla. Sí eso<br />

es, una chica me acompaña por la calle, no podría decirle si es Cindy. Hay mucho calor, ella lleva<br />

puesto unos jeans, unos botines y una blusa blanca floja. Estamos caminando, pero no se hacia<br />

dónde…<br />

—¿Quizá hacia el parque?<br />

—¿<strong>El</strong> parque?, el parque, no, no recuerdo nada de un parque, porque menciona un parque.<br />

—Entonces ¿quizá hacia la reunión?<br />

—Puede ser, si podría ser, aunque… Pablo titubea, no, no puede ser hacia ninguna reunión.<br />

—¿Porque ahora tan categórico?<br />

—Estoy seguro que la chica de la reunión no es la misma, además su vestimenta no es igual.<br />

—Pablo, ¿recuerda con detalle lo que hizo hoy desde que se despertó?<br />

—Sí, sí ya le dije que sí, solo quiero que me ayude con los días anteriores, no se qué me pasa, me<br />

siento perdido, no me gusta esta sensación. Usted debe saber qué hacer, por favor ayúdeme.<br />

—Vea, hay eventos muy traumáticos que pueden hacer que se pierda la memoria, como una<br />

fuga para evitar el dolor. Descanse, quiero que con su mirada siga el movimiento de mi mano,


lentamente el terapeuta levanta dos dedos de su mano derecha y la mueve de un lado a otro; ahora<br />

quiero que cierre sus ojos y que descanse, respire profundo, saque el aire lentamente. Pidió varias<br />

repeticiones y continuo…<br />

—Ahora sí ¿Le gustaría hablarme de Cindy?<br />

—Cindy no está, me dejo y me siento solo, hay mucha gente, casi todos familiares de ella. Karla,<br />

su hermana, me acompaña.<br />

—¿Y el parque?<br />

—¿<strong>El</strong> parque? el parque… no se porqué me habla de un parque. No me gustan los parques.<br />

—Trate de recordar qué sucedió en el parque.<br />

—No sucedió nada, yo nunca voy a ningún parque, son peligrosos.


CLASE XXXI, <strong>El</strong> tiempo en la ficción II.­ <strong>El</strong> niño del reloj.­<br />

Loli Pérez.­<br />

Apenas amanecía, dos empleados de mantenimiento de playas la encontraron ovillada en la arena con<br />

rodillas encogidas sobre el pecho, los ojos muy abiertos, sin expresión alguna, como única identificación, alrede<br />

del cuello un cordón negro con unas letras plateadas, LAURA. Pronto llegó la policía, y los curiosos que anda<br />

por la mañana se arremolinaron alrededor, nadie la conocía, no tardó la ambulancia, la subieron en una camilla<br />

llevaron al hospital. La reconocieron concienzudamente, ojos, oídos, garganta, corazón, articulaciones, genital<br />

demás, le hicieron unos análisis, parecía estar bien, después de ducharse y ponerle un camisón azul, arruga<br />

impúdico, le pincharon un suero al brazo y se recostó en la cama articulada.<br />

Cuando se quedó sola, trató de recordar su visita a la consulta del psiquiatra. La recibió una enfermera<br />

cara de alcachofa, le hizo esperar un ratito en una sala, sentada en el sofá de poli­piel marrón, hundido, la me<br />

de mármol en medio, con las revistas de suplementos de periódicos atrasados, en las paredes láminas enmarca<br />

de Van Gogh. Estaba absorta en la lectura de un artículo, cuando la voz ronca de la enfermera la sobresaltó:­Pu<br />

pasar ya­. En la consulta, el doctor con el pelo gris y barba bien recortada, las mini­gafas de montura negra e<br />

punta de la nariz, la miró por encima de los lentes, a los ojos, la invito a tumbarse en el sofá, empezó a hablarle<br />

su voz suave, como de locutor nocturno de radio: ­A ver por donde empezamos, de qué le apetece hablarme, d<br />

infancia, o de la adolescencia... ¿qué recuerdo es el más antiguo de su infancia?<br />

­No sabría decirle...Umm...no logro recordar nada claro. ­A ver pasemos a su juventud, ¿tiene algún recue<br />

donde estudió, sus amigos? ­Umm..., nada hay como una nube que no me deja ver nada. ­¿Cual es el recuerdo<br />

más le ha afectado últimamente?­ ­La víspera de San Juan, recibí una carta, venía certificada y tuve que firm<br />

una cartulina rosa al cartero, dentro una foto antigua y una carta escueta...­Continúe... ¿de quién era la carta?<br />

En esos pensamientos estaba, cuando entró un desconocido en la habitación, alto bien parecido, y con mi<br />

penetrante. Laura entornó los ojos para dibujar mejor su imagen, ­¿Por qué pones esa cara?, ¿no me reconoc<br />

soy tu marido.­ <strong>El</strong>la lo observó con expresión incrédula, como si fuera un completo desconocido, ­ no te conoz<br />

­Llevamos cinco años casados, amorcito, nos conocemos desde el colegio, tú estabas colgada por mí, hasta<br />

unos días, que desapareciste misteriosamente.­<br />

­¿Tengo otra familia aquí o amigas?­<br />

­Bueno lo dejaste todo, trabajo, amigas, familia, para venirte a vivir conmigo a esta ciudad, después has ten<br />

amistades pasajeras...­­Qué ilusa, ¿de verdad hice yo todo eso, que dices?­; ­Sí, estabas muy enamorada.....­P<br />

ahora es como si no te conociera de nada.­<br />

­¿Qué recuerdas exactamente?­<br />

­ Lo que le he dicho a la policía, que salí de casa, y al cruzar el semáforo unos hombres de aspecto siniestro<br />

metieron en un coche, y después estaba en la playa, no recuerdo más.<br />

­Pero esos hombres ¿te hicieron algo?<br />

­No lo sé, no recuerdo el tiempo que me retuvieron, ni donde me llevaron, solo su olor fuerte a cuero, supongo<br />

me narcotizarían ¡yo qué se!­<br />

­ No te preocupes, ya todo pasó, ahora te recuperarás y volveremos a casa.­


A Laura, algo en su interior le decía que no podía regresar a ninguna parte con aquel individuo.<br />

­ ¿No recuerdo en qué trabajas, por qué lo dejáramos todo y nos vinimos aquí?<br />

­Soy enfermero del psiquiátrico de Los Ángeles Custodios, nos trasladamos aquí cuando conseguí una plaz<br />

tú estuviste ingresada por amnesia, yo te cuidé todo el tiempo. Ahora mira fijamente a este reloj, relá<br />

así…, cierra los ojos, respira hondo, te vas a encontrar muy bien, vamos a iniciar un viaje al pasado. A<br />

tienes siete años, ¿qué haces?<br />

­Mi abuelo me ha hecho un columpio y me mece en él mientras mi abuela me canta una canción, “Ya vienen<br />

monjas, cargaditas de toronjas, ya viene una, ya vienen dos... ­ Vale, deja ese recuerdo, ahora tienes cat<br />

años, estás en el colegio: ­ Hay un niño que me persigue y quiere ser mi novio, yo no quiero, es guapo<br />

malo, me enseña un reloj, y me dice que lo mire.­<br />

­Vamos a los dieciséis, estás en el instituto, con quién estás: ­Tengo una amiga, y nos reímos mucho, el niño<br />

reloj no deja de mirarnos, parece enfadado, pero a nosotras, solo de ver su cara, no podemos parar de reír.­<br />

­Ahora tienes veinte años, qué haces: ­ mi amiga no ha venido, pero el niño del reloj es ya un muchacho y<br />

sigue mirando muy fijo, y me pide que mire a su reloj con cadena, que sabe un juego muy divertido. <strong>El</strong><br />

del reloj me lleva a dar un paseo, cuando volvemos no recuerdo nada, desde que hemos jugado con su relo<br />

le tengo miedo, dice que es mi novio y a mi me gusta.­<br />

­Cuando yo cuente hasta tres, despertarás, no recordarás nada sobre el niño del reloj, solo a tu apuesto mar<br />

del que estás totalmente enamorada, y querrás encarecidamente irte a casa con él.<br />

­ <strong>El</strong> cabrón, hijo de puta, este cree que puede tenerme toda la vida hipnotizada, pensó para sus aden<br />

siguiéndole el juego.­ ­¡Un, dos, tres, duérmete, ya!…<br />

Y cerró los ojos, fingiendo un sueño profundo, casi aguantando la risa, ­ el capullo este no dejará nunc<br />

intentarlo, espero que no se de cuenta de que ya no le funciona el truquito del reloj.­ Laura siguió<br />

instrucciones, y al despertar le pidió que le trajera ropa de casa, los vaqueros, unos tenis y la camiseta ro<br />

ropa interior. Cuando él salió de la habitación, entró la chica de la foto antigua y le preguntó por qué no h<br />

pedido ayuda, ­¿es que estás hipnotizada de nuevo?­ ­No, desde que fui al psiquiatra que me indicabas e<br />

carta, ya sé como evitarlo.­ ¿Estás completamente segura, eres consciente de lo que has pasado?­ ; ­No quier<br />

recordarlo, fue horrible, cuando empezó la sesión y no podía recordar nada de mi pasado, entonces le en<br />

tu carta y la foto que nos hicimos con él , todo encajó, me ha dicho lo que tengo que hacer. ­No tenemos mu<br />

tiempo, te he traído algo de ropa, debemos marcharnos antes de que él vuelva.­<br />

­No voy a huir, ya no podrá conmigo, además conseguí unos polvitos, que quiero que pruebe con el whisky, n<br />

más lleguemos a casa, quiero ver como le sienta su propia medicina.


Paolo Chávez Cueto<br />

Clase XXXI – Amnesia<br />

Por alguna razón, se quedó parado frente al elevador. Veía un reflejo desconocido:<br />

pantalones de vestir, camisa blanca y una corbata oscura. Un tipo a quien le empezaba a faltar el<br />

cabello y muchas horas de sueño. Las puertas se abrieron y su figura desapareció. Se introdujo en<br />

la caja de metal y por instinto, apretó el número doce, como lo venía haciendo durante las últimas<br />

semanas.<br />

<strong>El</strong> doctor Martínez lo saludó con esa seguridad de los que se sienten en control. Ricardo,<br />

menos efusivo, le devolvió el gesto con esfuerzo.<br />

—La semana pasada empezamos a destejer tu niñez. ¿Podrías contarme un poco más? —<br />

fue lo primero que dijo el doctor Martínez mientras a través de sus gafas, revisaba unos<br />

papeles que iba deshojando de un fólder color café.<br />

—Al igual que la última cesión, veo fotografías, flashes, más no escenas completas —dijo<br />

por fin Roberto mientras seguía contemplando la inmensa lámpara que colgaba del techo.<br />

—Empecemos por ahí. ¿Qué ves?<br />

—Una piscina. Un jardín muy grande. Una casa redonda. Una carretera vacía. Cerros,<br />

montañas.<br />

—¿Te ves en alguna fotografía?<br />

—Sí. Apagando unas velitas. Hay muchos niños a mí alrededor —dijo entre risas.<br />

—¿Reconoces a alguno de ellos? —intervino el doctor mientras jugaba con un lápiz.<br />

—Creo que sí —dijo luego de permanecer en silencio y con los ojos cerrados —sí, a María,<br />

ella habitaba en la casa del frente.<br />

Un repentino mutismo se apoderó del ambiente. Sólo el ruido de algunas bocinas se colaba<br />

a través de las ventanas. De pie y con las manos en los bolsillos, el doctor Martínez comprobó que<br />

el cielo estaba totalmente despejado.<br />

—Ahora estoy en una ciudad distinta —dijo por fin Ricardo —Hay una mujer de cabellos<br />

claros en mi cama. Me pregunta si deseo café. La televisión muestra dibujos animados.<br />

Un llanto viene desde la habitación contigua.<br />

—¿Ves algo más?<br />

—Nieve. Es primera vez en mi vida que veo nieve.<br />

—¿Cómo se llama esa mujer que esta a tu lado y el niño que llora?<br />

—No sé —dice finalmente, mientras un fuerte suspiro abandona su cuerpo.<br />

—Ahora estoy en un aeropuerto. Tengo los cabellos largos y llevo una guitarra en la<br />

espalda. Estoy en la sala de espera. Una inmensa ventana me muestra un avión


lanquiazul —dice entre susurros.<br />

—¿Hay alguien contigo?<br />

—Una mujer joven de cabellos oscuros —hace una pausa, y aún con los ojos cerrados,<br />

continua —Estamos de la mano. Entre lágrimas nos damos un beso de despedida. Es muy<br />

bonita.<br />

—¿Recuerdas su nombre?<br />

—María. Sí, ella es María. Ahora la recuerdo —abre los ojos y se reincorpora en el asiento<br />

de cuero —Esa fue la última vez que nos vimos.<br />

—¿Y dónde esta ella ahora? —preguntó el doctor Martínez a la vez que dejaba descansar su<br />

cuerpo sobre la silla negra.<br />

—No sé. Me desperté un día y se me olvidó hasta su nombre —dijo con la mirada enterrada<br />

en la alfombra —<strong>El</strong>la sí era para mí —sentenció con los ojos abiertos de par en par.<br />

—Veo que tienes tarea para la próxima semana Ricardo —dictó el doctor Martínez a la vez<br />

que reposaba las gafas sobre los papeles.<br />

—Sí doctor, y la haré con mucho gusto. Pueda que el futuro me regale lo que me negó el<br />

pasado —dijo con una emoción hasta ese momento desconocida.<br />

—Poco a poco te iras conociendo mejor. Vamos a ver si pronto podemos dar con tu mujer.<br />

Ricardo abandonó la oficina con mayor confianza en si mismo, como si una<br />

inyección de autoestima le hubiese sido administrada. La puerta del elevador le mostró una<br />

figura apuesta, capaz de conquistar el mundo, y hasta con ganas de ir en busca de la<br />

redescubierta María


<strong>El</strong> sueño roto<br />

Mónica Mabel Balladore clase XXXI<br />

No quiero escucharla más, habla mucho, me confundo más, se culpa por haberme comprado la<br />

moto. Vuelve a repetirlo, me estalla el cerebro. Ya le he dicho que fue un accidente, seguramente yo<br />

tuve la idea, cuando ella se calla siento el placer del viento chocando con fuerza contra mi cara.<br />

Caminamos hacia el psiquiatra con mi madre, ella dice que lo es, yo todavía intento creerle.<br />

Después de un año de sesiones he aprendido el camino, pero esta vez me harán hipnosis así que<br />

ella insistió en acompañarme.<br />

—Pronto volverás y retomarás tu carrera— me dice, esperanzada, mientras señala con la<br />

mirada un grupo de estudiantes que asciende la escalinata de la Facultad de Medicina.<br />

—Sigo pensando que lo inventas, me cuesta creer que alguna vez pasé por aquí— le respondo<br />

dudando.<br />

Mi nombre es Federico, según mi documento de identidad he nacido en Buenos Aires y tengo<br />

22 años, si no fuera por las fotografías que vi y mi partida de nacimiento sospecharía que esta<br />

mujer me ha inventado una vida a su conveniencia. No hay duda que me quiere pero existe algo<br />

que esconde y que debo descifrar.<br />

—Es una bendición del cielo que te atienda el doctor Hernández, mediante la hipnoterapia ha<br />

conseguido resultados asombrosos en pacientes jóvenes―continúa mi madre.<br />

<strong>El</strong>la se dedica por entero a mí, fue quien estaba cuando desperté en el hospital. No podía<br />

moverme, tenía yesos y tubos, estaba sumergido en un dolor infinito, supuse que eso era el<br />

infierno. Insulté, llamó a la enfermera y me inyectó algo.<br />

—Buenas tardes— dice a la recepcionista— nos esperan para hipnoterapia.<br />

—Tome asiento, señora, el doctor Hernández hace pasar solos a los pacientes― hace un gesto<br />

hacia el sillón y me conduce, aliviado, por el pasillo.<br />

Siento una enorme satisfacción de entrar solo, ella suele responder por mí, luego vienen mis<br />

protestas, posteriormente mis gritos, más tarde el dolor, un pinchazo agudo. Sé de memoria cada<br />

consulta, no puedo recordar mi vida anterior pero sí este suplicio de traumatólogos y psiquiatras.<br />

<strong>El</strong> médico me saluda y me hace acostar sobre una camilla. Se nota que conoce toda mi historia,<br />

la que le ha contado mi madre. Yo le cuento que desconfío, que he venido elaborando una idea que<br />

se me hace certeza. <strong>El</strong> médico anota en una pequeña libreta. Me deja hablar, eso me agrada.<br />

Sospecho que ya la escuchó a ella pormenorizar sobre mi medicación, la psicoterapia, mis dolores<br />

de cabeza y mis insomnios.<br />

Yo tenía una moto nueva, conducía a alta velocidad porque llegaba tarde, pasé el semáforo en<br />

rojo, volé, se me pulverizó el fémur, permanecí inconsciente durante veinte horas. Mientras hablo<br />

creo que cuento la vida de otro.<br />

<strong>El</strong> médico me explica que yo no puedo recordar nada en esta condición presente, pero, como<br />

los análisis electroencefalográficos no detectaron secuelas de tipo orgánico, con seguridad lo haré<br />

en estado de hipnosis.<br />

Continúo acostado, me hace cerrar los ojos.<br />

—Ahora dormirás profundamente por ocho minutos sobre una alfombra de pétalos. Estás solo,<br />

dando cara a un cielo completamente azul, y los rayos del sol te están acariciando tibiamente<br />

mientras duermes de manera profunda, tanto que no escucharás ni mi voz. Una vez que pasen los<br />

ocho minutos, verás tus recuerdos, cuando eso pase podrás contármelos. Duerme Federico,<br />

duerme tranquilo.<br />

Yo duermo, creo, siento paz, alegría y levedad, juego al fútbol sobre un verde impecable. Me<br />

aplauden. La veo. Allí está ella, ¡sí! ¡ mi madre! ¡ me ha dicho una verdad incompleta! Salta<br />

gritando mi nombre cuando pateo el gol de la victoria. Beso mi figurita del Bati y la guardo.


Pensando que estoy en mi cama despierto en la camilla del doctor Hernández que me despide<br />

hasta la próxima sesión. Lo bueno pasa rápido, ya estoy del brazo de mi madre que hace una<br />

sucesión de preguntas sin esperar que le responda.<br />

—Te contaré en casa— le digo cuando hace una pausa para respirar.<br />

Cuando llegamos voy sin dudarlo hasta mi cuarto, al estante inferior de mi armario, levanto el<br />

papel que protege la madera, allí está escondida, la figurita de Gabriel Batistuta, “el batigol” mi<br />

ídolo durante el mundial “ITALIA 90”. Era para mí como un talismán, la estampita de un santo.<br />

Me quedo contemplándolo y la imagen del goleador con la camiseta albiceleste me lo revela todo.<br />

Mi madre, que estaba como mi sombra, se va hasta el altillo. Entonces suelto el llanto contenido.<br />

<strong>El</strong>la llega con una caja inmensa, juntos la colocamos sobre la cama.<br />

—Los ganaste vos— me dice.<br />

Hay trofeos de fútbol de todos los tamaños, fotografías mías levantándolos con orgullo, el<br />

equipo de la escuela, el de la sociedad de fomento y el de los amigos. Encuentro recortes de<br />

periódicos locales que se refieren a mí, muchos, encarpetados prolijamente por ella.<br />

—¡Mamá! ¿¡Por qué escondiste esto?!— le pregunto en un grito.<br />

—Lo decidí cuando el traumatólogo me informó que nunca podrías jugar fútbol<br />

profesionalmente. Era tu sueño.


Cuando no hay mañana<br />

Lucas Vesciunas<br />

A los veinte años, Víctor Macera fue llevado a una operación quirúrgica para intentar curar<br />

sus ataques de epilepsia. Había sufrido un accidente a los nueve años en el cual había sido<br />

atropellado por un hombre que circulaba en una bicicleta de color amarilla. A partir de ese día,<br />

Víctor empezó a sufrir convulsiones que tenían despistados a los especialistas de la ciudad de Las<br />

Flores.<br />

<strong>El</strong> día de la intervención, los médicos les extrajeron buena parte del hipocampo, una zona<br />

del lóbulo temporal directamente implicada en la creación de nuevos recuerdos para intentar<br />

frenar los ataques. Y lo consiguieron, pero a partir de ese momento, Víctor continuó su vida<br />

encerrado en el hospital de la ciudad y creyendo que aun tenía veinte años.<br />

Para Ernesto Bodnar, el psiquiatra encargado del tratamiento neurológico, trabajar con Víctor<br />

resultaba una experiencia muy dificultosa. La relación con su paciente no podía crecer, afianzarse<br />

ni madurar. No existía un compromiso entre ambos, porque este se rompía al cerrar la puerta de la<br />

habitación. Su entrada al cuarto, decorado con algunas margaritas en el rincón y con un gran<br />

ventanal por el que ingresaba el sol, resultaba un acto inaugural.<br />

- Buen día Víctor, ¿cómo se encuentra hoy? –pregunta Ernesto.<br />

- ¿Y usted quién es? –devolvía Víctor, una vez más.<br />

- Soy su psiquiatra.<br />

- ¿Sabe que a mi me gusta ir a la playa y ver la terminación de las olas? Me agradan las<br />

comparaciones, a pesar de que mi mamá dice que son malas, sobre todo cuando habló de<br />

mi hermano. En el verano, la mayor de las veces, cada ola llega más lejos que la anterior.<br />

- Ah si –exclama Ernesto­ ¿y dónde vio eso?<br />

- En la playa de Monte Hermoso, una ciudad pequeña a cien kilómetros de Bahía Blanca. La<br />

última vez que fuimos tenía diez años. Y papá se quejaba de que en esa playa o había<br />

mucho viento o el mar estaba lleno de aguas vivas.<br />

- ¿Cuántos años tenía?<br />

- Diez. Usted no me dijo quién era.<br />

Preso de su presente inmediato y con una memoria de no más de veinte segundos, Víctor<br />

circulaba entre la familiaridad y la extrañeza construyendo con Ernesto una relación efímera capaz<br />

de tomar direcciones inesperadas. Por su habitación desfilaban familiares y amigos que intentaban<br />

volver a recuperar su sentido del tiempo. Quienes tenían menos paciencia, terminaban por atacar a<br />

Víctor con gestos desesperantes y gritos. Los años solo pasaban para el entorno de Víctor.<br />

- Hoy es su cumpleaños y por eso le traje este libro de regalo –dijo Ernesto, mientras acercaba<br />

la silla a la cama.<br />

- ¿En serio? ¿Y mis papás no van a venir?<br />

- Dijeron que van a pasar mañana, hoy están fuera de la ciudad.<br />

- Ya es la segunda vez que me dejan solo en mi cumpleaños. Para los dieciocho también se<br />

fueron y tuve que festejarlo con mis tías. ¿Las conoce? Todavía no me vinieron a visitar. Son<br />

insoportables.<br />

- ¿Le gusta?<br />

- ¿Si me gusta que?<br />

- ¿<strong>El</strong> libro?<br />

- Sí, me encantan los regalos, aunque le soy sincero, nunca leí nada de Piglia.<br />

- No se preocupe, yo lo único que quiero es que lo lea y mañana me lo cuente a ver que le<br />

pareció.<br />

- No se preocupe doctor, ya me pongo a hojearlo.<br />

Ernesto trabajaba con Víctor convencido, por su amor a la profesión, de que podía encontrar<br />

algún rastro de memoria reciente. Sin embargo, por las tardes, la resignación se apoderaba de él<br />

ante la imposibilidad que mostraba su paciente de recordar siquiera pasajes de la conversación. A


pesar de ello, todos los días usaba la misma corbata.<br />

- Buen día Víctor, ¿Cómo está? –Ernesto, insistía en el saludo.<br />

- ¿Y usted quién es? –Víctor detuvo el recorrido de sus ojos en el guardapolvo del hombre<br />

que acababa de entrar a su cuarto.<br />

- Soy su psiquiatra.<br />

- <strong>El</strong> ultimo botón de su guardapolvo está desprendido<br />

- No me había percatado, siempre llevo todos los botones prendidos.<br />

- Por eso se lo digo –contestó Víctor.<br />

- Me alegra saber que recuerda como llevo el guardapolvo.<br />

- No lo recuerdo, simplemente creo que siempre lleva todos los botones prendidos. Yo soy<br />

muy observador, ¿sabe? Yo fui el primero de la familia en darse cuenta que mi madre<br />

estaba triste y que la culpa la tenía mi padre. Se pelearon cuando tenía quince años.<br />

- ¿Y usted cómo lo tomó?<br />

- ¿Y cómo lo voy a tomar? Mal. No tenía ganas de ir a la escuela, ni ver a mis amigos. Creo<br />

que papá lo tomo igual porque nunca más quiso volver a vernos. No se donde estará ahora,<br />

hubiera querido que me viera terminar la secundaria. ¿Lo podemos buscar cuando salga de<br />

aquí?<br />

- Sí, no se preocupe.<br />

- Perfecto. ¿Falta mucho para que me vaya de este hospital?<br />

- No mucho, necesitamos hacerle unos estudios para ver que esté todo ok.<br />

- ¿Tuvo alguna vez un accidente? –Víctor llevaba siempre los <strong>hilo</strong>s de la conversación.<br />

- No, ¿y usted?<br />

- Sí, uno muy grave. ¿No le contaron?<br />

- Quizás, pero me gustaría que me lo cuente usted.<br />

- Jugábamos a la pelota en la calle. Era temprano y pasaban pocos autos. Estábamos todos los<br />

chicos del barrio, cada uno ya sabía la hora del encuentro y su puesto en la cancha. Ese día,<br />

Fede, un nueve de área con muy poca técnica le pegó tan mal que la pelota cruzó la<br />

esquina. Mi hermano, que era el arquero, fue a buscarla. Yo era su numero dos, con una<br />

presencia al estilo Passarella, vió. ¿Lo conoce? Bueno, en fin, cuando lo vi venir, una<br />

bicicleta apareció a toda marcha en contramano. Corrí para evitar que se accidentará, y el<br />

que terminó herido fui yo. La bicicleta me arrolló, literalmente. De ahí en más, nunca me<br />

sentí del todo bien. ¿Le dijeron eso los médicos?<br />

- Sí, por eso queremos hacerle unos estudios para ver que esté todo bien.<br />

- Bueno, pero puedo pedirle que cuando me vengan a hacer los estudios me traigan la<br />

camiseta de River Plate. La dejé arriba de la cama antes de venir al hospital. Ah, y por favor,<br />

puedo también pedirle que se cambie la corbata, estoy cansado de verla.<br />

En la madrugada del lunes 5 de noviembre, Víctor Macera no se despertó. Esa misma<br />

mañana, los médicos a cargo de su tratamiento desde hacía más de 60 años, escanearon su cerebro<br />

en busca de nuevos paradigmas sobre el funcionamiento de la memoria. Tenía 82 años y una falla<br />

respiratoria se encargó de frenar la actividad de su cuerpo y su mente.<br />

“Es como el despertar de un sueño”, le gustaba decir a su psiquiatra. “Simplemente no<br />

recuerdo”. Y así, día tras día, la relación entre ambos volvía a construirse, siempre desde los<br />

cimientos y nunca alcanzando el techo. “Lo nuestro es como una relación amorosa”, le contestaba<br />

Ernesto. “Hay que construirla todos los días, con la diferencia de que nosotros nunca vamos a tener<br />

rencores por lo hecho el día anterior”.


Clase XXXI Miguel Ángel Falasca.<br />

¨ Las bandejas de comida han saltado por los aires. Las azafatas, aparentemente impávidas,<br />

corren a sus asientos y se abrochan, a trompicones, los cinturones de seguridad. Un oficial de<br />

abordo nos anuncia con la voz entrecortada que debemos adoptar la posición prevista para un<br />

aterrizaje de emergencia. Saltan las máscaras de oxigeno. Marta ya se ha colocado la suya. Yo me<br />

pongo la mía y luego, con manos temblorosas, ajusto la de Matías. Casi todos los pasajeros gritan<br />

con desesperación. <strong>El</strong> ala derecha, junto a nuestra ventana, acaba de partirse contra lo que parece<br />

ser una montaña. Creo que nada podrá evitar que nos estrellemos. Marta se aferra con fuerza a mi<br />

abrazo mientras yo intento proteger a Matías con todo mi cuerpo. <strong>El</strong> ruido de los motores es<br />

ensordecedor. Caemos en barrena. ¨<br />

­Despierte, Eugenio. Despierte.­ dijo el doctor Fontal haciendo el típico chasquido con los dedos.<br />

­¿Cómo ha ido doctor?<br />

­Bueno, ha entrado en trance y ha narrado un suceso. La regresión ha sido un hecho.<br />

­¿He dicho mi verdadero nombre? ¿Algún dato sobre mi identidad?<br />

­Aún es pronto para hacer una valoración. Debemos realizar más sesiones para tener una visión<br />

clara de lo que ocurrió.<br />

­¿Cuando volveremos a intentarlo?<br />

­La semana que viene. Ahora debe descansar.<br />

Cuando Eugenio salió de la consulta, el doctor Fontal cogió su pequeña grabadora, igual a las<br />

que usan los reporteros de periódico, y registró lo siguiente: ¨ <strong>El</strong> Paciente Eugenio Araujo sufre una<br />

amnesia lacunar retrógrada motivada por un evento traumático. He decido interrumpir esta<br />

primera sesión de hipnosis debido a una repentina taquicardia. Programaremos más sesiones para<br />

obtener un mayor conocimiento de las causas fundamentales de su trauma. ¨ Fontal guardó la<br />

grabadora en el primer cajón de su escritorio y, dando un sonoro portazo, abandonó la consulta.<br />

¨ Diría que hace mucho frío. Por mis movimientos, torpes y lentos, deduzco que tengo los pies<br />

helados. Es un sendero estrecho y resbaladizo. Cojo la nieve con las manos e intento derretirla para<br />

beber. <strong>El</strong> viento ulula igual que un lobo. <strong>El</strong> sol se puso hace un par de horas, pero la luna llena me<br />

alumbra el camino. He cogido la ropa de los muertos. Estoy cansado de llorar. Había brazos y<br />

piernas sueltas. Encontré al piloto decapitado. No he visto a nadie vivo. Los he buscado durante<br />

horas pero ni rastro. Al salir el sol, he decidido ir a por ayuda. Llevo tres días caminando. Lo sé<br />

porque cuento los amaneceres. Estoy a punto de desvanecer. ¿Qué ha ocurrido? ¿Qué hago aquí, en<br />

medio de este desierto helado? ¿Es una manta roja? Eso es, alguien me envuelve con una manta<br />

roja. Tranquilo, tranquilo, me dice. Parece ser un hombre mayor. Justo antes de cerrar los ojos veo<br />

como echa un tronco al fuego de la chimenea. ¨<br />

­Creo, Eugenio, que tenemos ya encuadradas las causantes de la amnesia que usted padece.­ dijo<br />

Fontal con un tono bastante gélido.<br />

­¿Que sucedió, doctor?<br />

­No puedo decírselo todavía. Primero quiero tener clara su identidad. Donde vivía. Cual era su<br />

trabajo.


­¿Debemos, entonces, realizar más sesiones?<br />

­Me temo que aún tendremos que realizar unas cuantas antes de obtener los datos necesarios.<br />

­Fue algo tremendo. ¿No, doctor?<br />

­No puedo decirle nada. Cuando sepamos con certeza los sucesos, lo prepararemos<br />

adecuadamente para revelárselos.<br />

­Lo se, doctor. Fue algo tremendo, puedo sentirlo.<br />

­Vaya a descansar. Todo se va a arreglar<br />

­Ojalá.<br />

¨He ido a la cocina a por cervezas frías. Beto me sigue a un metro distancia. Es un Labrador de<br />

pelo negro, se lo regalamos a Matías cuando cumplió los cinco años. La cocina es amplia, de unos<br />

veinticinco metros cuadrados, con muebles de madera en color cerezo y electrodomésticos grises,<br />

bastante nuevo todo. Abro la nevera y cojo unas cuantas botellas, una docena aproximadamente,<br />

que meto en una bolsa de plástico del Carrefour. A través de la ventana se ve la tranquila calle de<br />

un barrio residencial. Cuando suena el timbre grito:<br />

­Marta, Marta, ¿puedes ir tú?, que yo estoy con las cervezas.<br />

­Ya voy. Ya voy.<br />

Marta abre la puerta y saluda a Lola, una de nuestras vecinas, vive dos calles más arriba.<br />

­Pasa Lola, pasa.<br />

­¿Y el cumpleañero? ¿Donde está ese granuja?<br />

­En el jardín, con los demás. No sabe con que regalo jugar.<br />

­Espero que le guste lo que le he traído.<br />

­Seguro que sí, mujer. Seguro que sí.<br />

Cuando salgo de la cocina me cruzo con ellas y saludo a Lola.<br />

­Hey, Lolita, ¿cómo estás?<br />

­Muy bien, Martín.<br />

­¿Te echo una mano con esas cervezas?<br />

­Que va, que va. Tu ponte cómoda y disfruta.<br />

Atravesamos juntos el salón y salimos al jardín. Es un día totalmente despejado, con un sol<br />

primaveral que domina la escena. Hemos colocado la mesa de la cocina y la del salón en el porche.<br />

Los manteles y las servilletas tienen dibujos de los personajes de Walt Disney y hay un montón de<br />

globos de colores volando por el jardín. Dejo las cervezas encima de la mesa y, mientras cojo las<br />

hamburguesas crudas, hecho un vistazo a la tarta. Es de chocolate con dulce de leche y plátano y<br />

tiene la superficie adornada con un campo de fútbol donde jugadores del Madrid y del Barca<br />

aguardan el pitido inicial. En el círculo central, escrito con sirope de chocolate, bordeando una vela<br />

de color rojo que es un enorme ocho, se puede leer: Feliz Cumpleaños Matías.<br />

Las brazas ya están a punto cuando llego a la barbacoa. Pongo primero las hamburguesas y<br />

después los pinchitos de pollo. Matías se acerca a toda maquina.<br />

­Mira, papi. Mira lo que me ha regalado Lola.<br />

­Guau, tío. Es chulísima.<br />

­Es la número siete, papi. Como Raúl.<br />

Se pone la camiseta y vuelve corriendo a jugar al fútbol con Leandro, un amigo del colegio.


Mientras le doy la vuelta a la carne, Marta se acerca por mi espalda y me entrega una copa helada<br />

de Martini, rodeándome con sus brazos por el cuello. Ahora mordisquea el lóbulo de mi oreja<br />

izquierda y, tras rugir como una leona, dice:<br />

­Esto es para usted, señor rey del kamasutra. ¨


Marco Tulio Capica<br />

Lisset<br />

Trece antes de llegar al óvalo y desde ahí ocho, le digo, una vez en el diván, entre resuellos,<br />

pañuelo por la frente y arrugado, caliente en la mano. Un total de veintiún carros azules. Emilio<br />

con los ojos acuosos y ovoides detrás de los cristales cuyo grosor ya no me impresionaba, antes los<br />

había tenido por voluntariamente atroces, una muestra de que los doctores pueden darse el lujo de<br />

ser feos, incluso afearse, porque después de lo que han visto y saben sobre nosotros, eso, todo lo<br />

que sucede dentro, nada les parece, nada les puede parecer bonito. Su consultorio el orden de<br />

siempre, olor a libro viejo y aromatizador de cereza, a parquet encerado y a tinta.<br />

A Emilio le encantaba cambiar los adjetivos y donde sea que se encuentre en estos<br />

momentos ha de estar haciéndolo con la misma velada pedantería, con un profesionalismo laxo y<br />

huachafoso. La primera consulta fue después de los carnavales. “Carnavales” en este país significa<br />

muchas cosas, pero muy pocas realmente importantes. Para mí solo son los días previos a aquella<br />

etapa oscura de mi vida en la que mi mente quedó completamente vacía.<br />

—Vacía no— me corrigió— Incomunicada.<br />

Fue su mejor carta de presentación. Siempre tuve la seguridad, más allá de las apariencias y<br />

su ética laboral, de que era, antes que cualquier otra cosa, un hombre muy original y muy<br />

divertido.<br />

—¿Y bien, qué han traído esos carros azules?— me dice cuando me ve menos nervioso,<br />

cuando mi pañuelo húmedo desaparece en uno de los bolsillos de mi saco.<br />

Después de la primera cita, profundizamos en el método que habría de aplicarme para<br />

recuperar mi órgano de la socialización. Contigo puedo ahondar en el mismo método y no solo<br />

aplicarlo, me dijo —y lo repetiría innumerables veces—, porque eres el más reflexivo de mis<br />

pacientes. Todo eso mirando por la ventana la porción de la ciudad que se alcanza desde un piso<br />

once.<br />

No debía en ningún caso comenzar por el lado más obvio, con el contacto humano. No<br />

debía buscar alguien de mi pasado con quien conversar a gusto. Por más fina que fuese la llave, la<br />

cerradura no iba a ceder. Había que buscar un lugar distinto para entrar. ¿Por la ventana? Por la<br />

ventana, por ejemplo. ¿Y cuál es esa ventana?<br />

—Cualquiera. Es decir, cualquier cosa, menos el camino habitual. Olvídate de las personas.<br />

Te queda el resto del universo. Cosas. Animales. Teorías— vuelve a mirar hacia fuera, tal vez para<br />

darme un ejemplo de cómo debo hacerlo— No sé. Eso dependerá de ti. De hecho, esos objetos ya<br />

están ahí dentro, tú conoces su lenguaje. Solo debes sentirlo y entrar de nuevo para abrir la puerta<br />

desde dentro.<br />

¿Animales? <strong>El</strong>egí gatos. Cerca de mi casa hay un parque donde los abandonan. Fui día tras<br />

día, después de las seis, que es la hora en la que unas solteronas, sus madres, digamos, les llevan<br />

cazos llenos hasta el borde con unos purés indescifrables. No fue una elección al azar, pero<br />

tampoco podía saber —no lo recordaba, vaya— qué representaban para mí que no, por ejemplo, los<br />

perros. Supuse que mi mascota antes del accidente había sido un gato. O que en mi remota infancia<br />

había sufrido el ataque de un perro y que por eso había preferido luego los gatos, como quien se<br />

cambia al club rival resentido por un maltrato. Una cicatriz en la que busqué la forma de un<br />

colmillo, en la palma de mi mano, le servía en ese sentido a mi imaginación.<br />

Los gatos, sin embargo, no le sirvieron a mi memoria. Finalmente mi cabeza se llenaba de<br />

eso, de fantasías, pero no de recuerdos. Emilio me preguntó si prefería alguno. Le dije que sí, una<br />

gata de manchas sobre la espalda y orejas largas hasta ser ridículas.<br />

—Más que la gata en sí, me interesa cómo la has descrito. Manchas, orejas largas…—acotó,<br />

libreta en mano, voz neutra, directamente de sus libros.<br />

—Es solo lo que llama la atención. Los demás son bastante normales. No creo que haya un<br />

misterio detrás de mi preferencia— respondí con animus jodiendi.<br />

Me miró sobre sus gruesos cristales. La miopía acababa con cualquier posibilidad de orden.


Dijo:<br />

—Ningún gusto es gratuito.<br />

—No estoy diciendo que lo sean— ahora yo insistía deportivamente— Pero sí los hay<br />

comunes y corrientes.<br />

Era su oportunidad y la mía de escucharlo:<br />

—Comunes y corrientes, no. Universales y humanos.<br />

Probé luego con las cosas y tuve suerte desde el principio.<br />

—Salí con la mente predispuesta a destacar todo, Emilio, y a la vez solo una cosa. Y<br />

entonces la ciudad me cayó de golpe. Lo que para otros es solo el paisaje, fue para mí una<br />

avalancha de cosas: edificios, automóviles, árboles, aceras, pistas, trajes, cielo, nubes, sol y rayos de<br />

sol, automóviles… automóviles… Algo en los automóviles me atrapó. No me han prohibido<br />

conducir después del accidente, pero prefiero no hacerlo. Sabes que vengo caminando hasta acá,<br />

aunque no son pocas cuadras las que camino. Pero al ver los automóviles con estos nuevos ojos<br />

sentí un deseo irreprimible de subirme a uno, lo que desde luego hice con la imaginación, la dejé<br />

correr, como me aconsejaste, y una vez dentro vi un rostro, una mujer en el asiento del copiloto.<br />

Yo estaba entusiasmado. Él lucía satisfecho.<br />

—¿Cómo la imaginaste?<br />

Pensé un momento antes de responder, aunque la respuesta era una evidencia que me había<br />

seguido desde el momento mismo en que la tuve. Dije:<br />

—No, no la imaginé. Esta vez fue distinto. Regresaba. Había estado ahí siempre o al menos<br />

eso es lo que sentía, que recuperaba lo que alguna vez estuvo muy cerca.<br />

Un perfil casi nulo, de frente en cambio una sonrisa que por momentos era todo. Sonreía.<br />

Algo quería decirme. Hablaba de un tal Marco. Con puerilidad. Seguro un niño.<br />

Y desde entonces todo lo que llegó desde el pasado lo hizo en carros azules. Cuéntalos,<br />

aconsejaba Emilio, y con cada uno de ellos dime algo diferente.<br />

Hoy son veintiún carros azules.<br />

Nuevamente ella. Por fuera del carro hay luz y yo la llamo octubre.<br />

Me toma una mano. Brilla un aro en el de ella igual al mío. Una mano como animal<br />

dormido.<br />

Olor a flores. Es el olor de todo. A Flores, sin embargo. Yo huelo a ella.<br />

Es muy joven ahora. Sonríe cuando se lo digo. <strong>El</strong> estacionamiento de un colegio. Mil<br />

novecientos setenta y nueve (Emilio: ¿Cómo sabes qué año es?; yo: es 1979).<br />

Casa en los suburbios, aplaco el frío con un cigarrillo. De lejos, dos siluetas la escoltan.<br />

Tengo miedo. Un cerquillo irreal, maravillosamente irreal cubre mi frente y solo veo la mitad de<br />

cada cosa.<br />

Te presento a mis padres.<br />

¿Cuánto tiempo vamos a seguir así? Lisset, sin embargo. Su voz ronca. Yo huelo a ella.<br />

<strong>El</strong> olor del colchón. Otra vez. En el campo.<br />

Primeros días: ¿Qué les has dicho a tus padres?<br />

Nos vamos lejos. Hay una pequeña capilla. Es la mujer más bella del universo, más incluso<br />

que ella misma. Yo conduzco un carro azul, ella mira por la ventana el final de cualquier camino.<br />

Michelle. Reconozco la canción. Canto: Lisset, ma belle...Y en esa belleza, Lisset, yo busco la<br />

verdad. <strong>El</strong> cura no me entiende. Estamos en la cama. <strong>El</strong> cura no me entendió, ¿viste que no? <strong>El</strong>la<br />

solo me contempla en la oscuridad. Quizá.<br />

Muchos años después, quizá.<br />

Abre la puerta de una casa. Me gusta la casa como me gusta el mar. Porque está ella.<br />

Su padre dice: te lo dije cuando aterrizo en otros brazos, nuevamente tan jóvenes.<br />

Lisset, pero no Lisset. <strong>El</strong> mismo olor, la misma luz de octubre, la misma desesperanza,<br />

porque lo que busco está fuera de mi alcance.


¿A quién prefieres?, pregunta esta segunda versión de algo mío que yo llamo<br />

accidentalmente Lisset, y se me ocurre que si muere, si una de ellas muere, la otra no podría<br />

ocupar ese lugar, porque el vacío me pertenece (Emilio: ¿cómo se recuerda eso?; yo: hablaba<br />

demasiado, antes, ahora, da igual)<br />

Hasta el carro diecinueve que es un beso del que nace un hijo. Me descubro culpable. Y ella<br />

de pronto ya no está. (Emilio: ¿<strong>El</strong>la?, ¿cuál?; yo: las dos)<br />

Emilio asiente cuando termino de hablar. He recordado. Me cuenta lo que sabe sobre mí y<br />

todo tiene sentido.<br />

—Estás curado— me revela.<br />

Con la versión completa de los hechos, soy aun más culpable, pero de una manera tan clara<br />

que ya no me afecta.<br />

—Curado no. Despierto— era mi turno y por eso lo dije.<br />

Guardé los dos últimos carros para mí.<br />

En ellos pensé que podía regresar al olvido.


NOCHE DE SÁBADO<br />

Rafael Borrás<br />

Le miraba asustado desde la camilla en una consulta bañada por la inhóspita luz de los<br />

tubos de neón. Hubo entonces ocasión para que el médico lo observara detenidamente: sin<br />

alcanzar a saber el porqué, había algo en aquel anónimo desamparado que le resultaba<br />

doméstico.<br />

—Cuénteme, caballero, soy todo oídos —inició el psiquiatra.<br />

—¿Quién es usted? —se extrañó el del pijama—. No le he visto nunca. ¿Por qué he de<br />

contarle nada? ¡Déjeme en paz!<br />

—Ni falta que le hace conocerme. Soy médico, psiquiatra. Y puede llamarme Manuel,<br />

aunque sea lo que menos importa. —Y prosiguió resolutivo— Mire usted, amigo, llevo toda la<br />

semana de noches y me quedan sólo tres horas para terminar la última. Me dicen que está<br />

amnésico, lo que no dudo, y encima parece usted cansado. Pero le garantizo que, por mi parte,<br />

me bastarían una cama y veinticuatro horas por delante de sueño seguido para considerarme el<br />

ser más afortunado del planeta. Así que dispone de esas tres horas, junto con toda mi paciencia<br />

como propina, para que se ponga cuanto antes a contarme cosas. Porque, si no, me veré ante el<br />

enojoso dictamen de dejarle ingresado en observación, o, peor aún, remitirlo al juez, o a la<br />

Beneficencia, que ya veríamos. No sé si está al corriente de la bronca que ha organizado en<br />

plena vía pública y de que le pueden acusar de desacato a la autoridad.<br />

Aquel sábado por la noche en la sala de urgencias del Hospital Universitario, el parte de<br />

guerra – además de dos fiambres frescos y media docena de heridos de asfalto, un par de<br />

drogadictos en coma, un rumano con dos orificios de bala, una prostituta navajeada por su<br />

chulo y un conjunto heterogéneo de bultos dolientes o sangrantes sin clasificar – incluía un<br />

cuarentón de mirada terrosa y rasgos vulgares, revestido con un pijama color rata y luciendo un<br />

soberbio chichón violeta sobre la ceja izquierda. Una patrulla de la policía lo había recogido bajo<br />

un puente de la autopista, indocumentado, descalzo y con media cebolla y un mendrugo de pan<br />

en los bolsillos. Se resistió en principio a ser cacheado por los agentes y les respondió<br />

violentamente. Que no sabía quién era ni de dónde salía. Cuando lo divisaron estaba volcando<br />

un contenedor, y después les juró que unos extraterrestres llenos de tatuajes e imperdibles le<br />

habían robado la cartera, un batín y unas zapatillas.<br />

Una vez en el hospital y descartados alcohol, drogas y patologías severas – un chichón<br />

era una broma frente al panorama que presentaba el vestíbulo – el médico con mando en plaza<br />

decidió quitárselo cuanto antes de encima. Ordenó que le inyecataran un perdigonazo de<br />

Valium y que avisaran al psiquiatra de guardia para que se hiciera cargo, el cual apareció al<br />

poco bostezando y desgreñado.<br />

—Llévatelo donde quieras, Manolo, es todo tuyo —le soltó el jefe de servicio. Y Manolo<br />

tomó de mala gana el historial bajo el brazo y le pidió a un celador que le acompañara con el<br />

desmemoriado, ya más tranquilo y con una impoluta venda coronándole el cráneo, hasta su<br />

consulta. Era su responsabilidad meter un periscopio en aquella perola apepinada y determinar<br />

su futuro próximo.<br />

Y en el interrogatorio hubo sobre todo respuestas plagadas de vacilaciones y<br />

tartamudeos. Un pasado más o menos mediocre y sólo aproximadamente exacto: pequeñas islas<br />

de lucidez en un mar de oscuridades. Durante una hora larga rememoró a retazos un edificio de


oficinas con muchos despachos, las comidas de Navidad, un jefe inepto y castrante, las juergas<br />

de los viernes con los amigotes, el entierro de un compañero fulminado por un infarto, las<br />

hipotecas, algunas lejanas vacaciones, la guapa secretaria del colegio de sus hijos... Pocas<br />

nueces, concluyó Manolo.<br />

—¿Algún recuerdo más... moderno? —quiso saber, algo decepcionado. Y el de la camilla<br />

cerró los ojos en un esfuerzo ímprobo de concentración. Sí, prosiguió como un quiromántico,<br />

veo algo ocurrido muy recientemente. Una noche regresé tardísimo a casa, abrí el garaje con el<br />

mando y metí el coche. Subí la escalera interior hasta el salón y, en cuanto me adapté a la<br />

oscuridad, reparé en mi hijo sobre el sofá, bajo una manta, sobado como siempre delante de la<br />

tele después de cenar. Lo cargué en brazos hasta su cama. Volví al salón. En la mesita central<br />

restos de bocadillos de jamón y queso. Me dio pereza ensuciar platos, así que resolví que<br />

aquello me bastaba para reponer fuerzas. En lugar de cerveza me empiné la botella de vermut<br />

del armario de licores. Estaba fundido, pero la tele emitía una película de acción que aligeró mi<br />

cerebro. Al terminar apagué el televisor y subí la escalera en penumbras y, cuando crucé ante la<br />

habitación de mi hija, entré y le di un beso en el pelo que ella agradeció con normalidad, es<br />

decir, con un gruñido desde las tinieblas. En mi dormitorio tomé un pijama del armario – a<br />

oscuras, porque a mi mujer le despierta la luz de la lamparilla – me lavé los dientes y me deslicé<br />

junto a ella.<br />

—¿Cogió rápido el sueño? ¿Muchas horas? Es importante que me aporte más detalles de<br />

esa noche —insistió el médico. No, no... en principio no me dormí, el vermut me había animado.<br />

Me pegué a la espalda de mi esposa, la manoseé como sé que le agrada y consumamos el rito<br />

del débito conyugal sin que ella hiciera otra cosa que dejarse llevar y dedicarme algunos<br />

gemidos, creo que esta vez de sinceridad intermedia. No hubo ninguna sorpresa respecto a otras<br />

ocasiones. Bueno, sí, ahora que lo recuerdo, supuse que se había descuidado últimamente con la<br />

dieta porque le noté la cadera un poco más rellenita.<br />

—Muy bien, gracias. Prosiga. ¿Qué pasó por la mañana? —Y el del pijama se lanzó—<br />

Pues que me levanté muy temprano y bajé a la cocina a desayunar. A través de la ventana me<br />

tapó la visión del jardín un árbol que no recordaba en absoluto, y debajo había un estanque<br />

árabe con una estatua de piedra que tampoco reconocí. Paralizado de estupor escruté la estancia<br />

y los muebles y, como en un fogonazo terrible, advertí mi tremendo desliz. ¡Qué desastre! ¡Santo<br />

Cielo! Tal y como iba, en batín y zapatillas, corrí al garaje y escapé en coche a toda velocidad.<br />

Después de esto no recuerdo más que una finísima llovizna bajo un cielo encapotado, una curva<br />

cerrada y el tronco de una encina delante del parabrisas. Y luego el vacío. Y el hospital, claro.<br />

—Vaya, vaya..., curioso..., y..., ¿recuerda qué tipo de árbol era y a quién representaba la<br />

estatua del estanque? —inquirió lentamente el médico con una mirada de taladro.<br />

—¿Son importantes esos detalles? ¿Para qué?<br />

—Cuando se trata de una amnesia de su calado, mi querido amigo, cada dato concreto es<br />

oro molido para nosotros los científicos.<br />

—Sí, sí... eso lo recuerdo bien, quizá por el susto... Un magnolio y una Blancanieves.<br />

Manolo dio un respingo. De repente se le encendió un farol mental: en el parque infantil<br />

del complejo, años atrás, junto a un matrimonio con niños de edades parecidas a los suyos.<br />

Entre triciclos y pelotas el simpático marido – ¡Claro! ¡<strong>El</strong> mismo tipo! ¡Por fin sabía por qué le<br />

sonaba su cara! ¡Y el pijama! – se le había presentado como nuevo vecino, aunque de otro bloque<br />

de adosados. Todo encajaba; en aquella interminable colonia los chalés eran tan uniformes por<br />

fuera y por dentro que el muy gilipollas habría desembarcado la otra noche desde la autopista<br />

con la mente espesa, se distrajo y se equivocó de bloque; con el inventario final de colarse en su<br />

casa, comerse su jamón y su queso, beberse su vermut y cepillarse impunemente a su Mariola<br />

enfundado en su pijama.


Cinco minutos antes de acabar la guardia el psiquiatra sacaba por impresora su informe.<br />

“Diagnóstico: psicosis esquizofrénica. Muy irritable. Tendencias claramente violadoras.<br />

Tratamiento: se proponen dosis máximas de tranquilizantes y esterilización quirúrgica<br />

inmediata con amputación del músculo elevador del órgano”.<br />

—¡Ahora vas a saber tú lo que cuesta un peine, capullo! —sentenció para sí Manolo con<br />

una sonrisa indefinible.


LA CABRONA<br />

Sesión XXXI<br />

María Isabel Peral del Valle<br />

­Tengo la frente empapada en sudor.<br />

­Tenga un pañuelo para secarse.<br />

­Pañuelos…Veo algunos pañuelos blancos, de esos que agitan en los adioses de las<br />

películas añejas. Me voy de viaje. Que no se haga tarde… Mañanas recogiendo folletos de las<br />

agencias de viajes, mirando lugares y paisajes. Tardes deslizando mis dedos por el mapa,<br />

posándolos en un lugar y preguntándome ¿Qué tal se vivirá aquí? Al fin y al cabo vivo en una<br />

ciudad de provincias ¿Qué tal se vivirá en Barcelona? Pero el problema del idioma…. ¿Y en<br />

Madrid? … las viviendas están muy caras. Indecisa que soy. Así que: “aguantando como burro<br />

bajo el agua”. Espere que cuente…: “tarantantantos” bajo el agua… Un viajecito me sentará bien.<br />

­Se encuentra muuuuuy relajaaada, relajaaaaada…<br />

­Me mareo, no estoy para reflexiones profundas. ¡Cuánta gente ha venido hoy! Con lo sola<br />

que estoy siempre. Horas y horas esperando una llamada de algún alma caritativa y el teléfono<br />

mudo…Menos mal que tengo el botón de la asistencia telemática. Aunque no lo pulse, sale una voz<br />

por no se sabe que rincones de la casa: ¿doña Encarna, como estamos? Una voz alegre, como si no<br />

le pagasen para eso, como si me apreciara mucho. ¡Vamos…amigas de toda la vida!<br />

­No se agite. Respire profundamente: cinco, cuatro, tres…<br />

­¡Ufff! Que calor y estamos en febrero.<br />

­¿Quiere que encienda el aire acondicionado?<br />

­ Vaticinan que dentro de cincuenta años esto será un desierto. Es posible, pero…<br />

a mí qué? ! <strong>El</strong> que venga detrás que arree! Y hablando de los que vienen detrás…<br />

¿Ese coche? Parece que se han despistado en el cruce, ahora giran a la izquierda. ! Pero si es una<br />

boda! Voy de blanco, y virgen…él no es virgen…Más corrido que un mozo en sanfermines.<br />

Menuda cara de perro que lleva mi suegra, si lo llego a saber le dejo a su niño para ella solita.<br />

¿Quién me ha mandado meterme en esto? Mucho cuento, mucho cuento… de hadas. Ya me decía<br />

mi hermano Antonio que el Genraro era un fenicio, hasta el chaqué es prestado… le arrastra. Un<br />

fenicio. ¡Si yo le contara…!<br />

­A eso ha venido, cuente, cuente…<br />

­ […]<br />

­¿Recuerda alguna canción?<br />

­¿Una canción? No recuerdo ninguna.... La señorita Godoy me atiza con una regla en los<br />

dedos para que no los arquee sobre el piano. Prefiero hacer novillos e irme al parque donde<br />

se escucha esa canción: Yesterday. Ayer…ayer le dio un viagrazo a Genraro. ¡Claro a su<br />

edad y con una jaca!<br />

­¿Una jaca?<br />

­¿No sabe lo que es una jaca? Déjelo… Déjelo… Eso tenía que haber hecho yo, dejarlo, y no<br />

que… he cumplido con mi obligación. Criar a mis hijas. Pensé que lo mejor era llevarlas a colegios<br />

religiosos. Una se metió en los legionarios de no sé qué… los de Ceuta, no, otros legionarios y no<br />

la he vuelto a ver el pelo, dice que está con Cristo. O… meapilas …o… quema santos. Noches<br />

soñando con escaparme a un país asequible, con buen clima. Pero…! Si aquí vienen todos! Esto<br />

está a tope de extranjeros ¿A dónde ir… si la tierra se ha quedado vacía? Mis hijas quieren que<br />

me vaya de vacaciones. ..<br />

­Respire profundamente, uno… dos… tres… el aire le llega a los pulmones, al estómago, al<br />

vientre. Le pesan los párpados, la mandíbula se relaja, la lengua se le despega del paladar…<br />

­Ahora llega mi otra hija, la pequeña. Parece que va a una fiesta. Ha aparcado su<br />

descapotable y ha bajado con sus tacones de oro rompiendo el suelo. Un sastre que le calza como<br />

un guante. La melena muy cuidada, las uñas afiladas, muy… afiladas. <strong>El</strong> collar de perlas y los<br />

brillantes de mi madre. Mírala, parece una reina…! Que poderío! La sonrisa de parte a parte.


¡Cara costó la ortodoncia! Se parece cada día más a su papá, no solo en el físico también en lo<br />

psíquico. Es que los genes llevan su camino, le gusta un plato frío de venganza más que joder.<br />

Bueno…las dos cosas mezcladitas. Viene colgada del brazo de su suegra: la millones<br />

­¿Recuerda algún olor?<br />

­¿Un olor…? No sé. Huele a flores. Siempre quise largarme. Marcharme. Imaginaba<br />

paraísos de palmeras y flores, quizás por el Sur de los mares… aunque… dicen que hay<br />

machismo. No quiero más de eso, ya tuve bastante por el desnorte de los nortes. ¿Qué tal se vivirá<br />

en Miami? Pondría anuncio: “Señora sola, y con ciertos posibles” ¿Qué posibles? ¿Quién me<br />

mandaría hacer donación en vida? ¿Qué ha sido ese ruido?<br />

­Disculpe se me han caído las gafas. Relájese…Le pesan las piernas. Le pesan los brazos.<br />

Le pesa todo…5, 4, 3, profuuuuundo…2, 1…<br />

­Las gafas… se me han olvidado y cada día estoy más miope. Pero… sí, ahora la veo<br />

bien… ¡La que faltaba! : mi cuñada… ¿Tendrá valor? Parece una vaca cargada de aretes de oro.<br />

Menuda elementa. Con un golpe de suerte se ha convertido en pobre viuda rica. Es que los<br />

hombres de mi casa han sido unos peleles, menos mi padre: ¡cualquiera se atrevía! Mi amiga la del<br />

cubano dice que a nuestra generación nos han dado por delante y por detrás… ¿Habré llegado<br />

tarde…a todo? Creo que sí… por poco llego hoy tarde.<br />

­Respire…3, 2, 1…Continúe recordando… ¿Que siente…?<br />

­Siento…emoción… ¿Será la emoción del viaje? ¿Será ese chute extraño? Como si me<br />

hubiese tomado cuatro vinos. ¿Usted no siente estos efluvios aromáticos y alcohólicos?<br />

­¿Qué efluvios?<br />

­ Sigo oliendo a flores…Mi ramo es de azahar. Sí, quiero. Lo más bonito que tiene es el<br />

nombre: Genraro… <strong>El</strong> matrimonio me ha servido para dejar el pueblo. ¡Menudo putero el Genraro!<br />

Y a callar, para eso soy honrada. Dos hijas, tengo dos hijas…Comerás sopas. Sí, sopas…<br />

La “nena” me ha salido putifina, si hubiese salido putibasta sería peor… o mejor… nunca se sabe. Si<br />

fuese puta a secas tendría sentimiento de culpa y me llevaría en bandeja, como el hijo de la<br />

Vicenta que es maricón por gusto y no sabe en qué altar poner a su madre. Mi hija no me perdona<br />

que el Genraro me haya abandonado. ¿Qué culpa tengo de que esa furcia se lo haya hecho…?<br />

Según “la nena” no se abrirme de piernas. También me echa en cara que por ese motivo la<br />

economía de la casa sea tan ajustada. Ahora mi hija es rica por gananciales y esos caprichos los<br />

paga en carnes. Quiero decir, que ella sí sabe abrirse de piernas para que su marido abone<br />

religiosamente la cuota del club del golf. Ahora que me fijo… mi hija y mi cuñada se besan<br />

efusivamente. ¡No te digo! Mi cuñada nos puso un pleito de herencia, pero mi hija se lo ha<br />

perdonado todo. Ahora son intimas. No me extraña: un día mi “nena” apuntó en una agenda el<br />

nombre de todos mis enemigos y los llamó uno a uno para invitarlos a tomar el té…<br />

­No se agite. Respire profundamente: cinco, cuatro, tres…Ahora hábleme de su marido.<br />

­¿Mi marido? No la contó…Lo mataron.<br />

­¿En la guerra?<br />

­Sí, en la guerra…<br />

­¿Cómo fue?<br />

­En la guerra de la jaca y las pastillitas azules.<br />

­Lo siento.<br />

­Nada de eso. ¡Una alegría!<br />

­¡Ya!<br />

­Lo único es la soledad. La amiga de mi amiga se ha comprado un marido en Cuba, pero<br />

a los tres meses le ha tenido que poner las maletas en la calle. Ya se figura…Mis hijas quieren que<br />

me vaya de vacaciones. Un viajecito no me irá mal... Cuando la “nena” empezó a hacerme la vida<br />

imposible pensé que eran chiquillerías. Si, si, chiquillerías: años hostigándome. ¿Qué por qué?... si<br />

no lo sabe ella ¿cómo voy a saberlo yo? ¿Qué quiere decir la frase tiene mala leche? ¿A qué leche<br />

se refiere? No sé… Se lo preguntaré a Genraro.<br />

­3…2...1. Profuuuundooooo…


­¡Qué calor! ¿Por qué hace tanto calor en estos sitios? Con los pañuelos se secan el sudor.<br />

¿Huele a jazmines? ¡Ya quisiera yo que fuesen jazmines. ! Por fin me voy de viaje!<br />

Una paletada de cemento, otra y otra. Una lápida provisional y más flores: “Tus hijas no te<br />

olvidan.”<br />

­Hemos terminado por hoy. Contaré hasta cinco y se irá despertando. Se sentirá feliz, relajada y<br />

recordará…recordará…


<strong>El</strong> rostro de Papá<br />

Maximiliano Chirinos<br />

Los dedos largos y nerviosos del de la bata blanca y autoritaria bailaban indecisos sobre el<br />

botón rojo que la gerencia había hecho colocar en los escritorios desde donde las tristes<br />

reencarnaciones del célebre Napoleón eran interrogadas.<br />

Al otro lado de su inútil barrera de caoba yo deambulaba alto y confundido tratando de<br />

rememorar los hechos y circunstancias relacionados con el asesinato de mi idolatrado viejo. <strong>El</strong> de<br />

la bata me explicó que los médicos habían atribuido mi incapacidad de recordar el rostro de mi<br />

padre en virtud a la severa contusión encéfalo craneana causada en ese trágico episodio.<br />

Convenciéndolo que mejoraría mi evocación, el circunspecto y desconfiado especialista accedió a<br />

dejarme fumar.<br />

Así que empecé por recordar que yacía de pie en una gélida esquina que daba al malecón<br />

buscando resguardarme de una desorientadora llovizna. Del saco logré llevarme a la nariz un<br />

cigarro cubano tal como lo solía hacer mi progenitor todos los domingos durante veinte monótonos<br />

años.<br />

Se dejaba caer en su curtido trono frente a la playa y con rutina imperial elevaba la mano derecha<br />

esperando a que mi sincronizadísima mano le colocara el venerado cigarro. Con la mirada perdida<br />

en el mar, lo respiraba eternamente hasta arrebatarle el último rincón de sabor; mordía su base<br />

haciendo la mueca de un rabioso can y rumiaba una y otra vez hasta lanzar el esperado escupitajo.<br />

Sin embargo, por alguna razón, no lo encendía. Era entonces que descargaba sus férreos puños<br />

sobre mi solícita tez. Luego descubría no sólo que había estado inconciente por varios días sino que<br />

el veraz y doloroso espejo se mofaba susurrándome “cabeza de momia”.<br />

Todo comenzó uno de aquellos domingos en los que religiosamente me llevaba al cine. Las cada<br />

vez más intensas jaquecas de Mamá venían impidiendo que ella nos acompañase. Según<br />

chismearían los diarios, el encargado de llevar la película a la matinée estrelló su endeble<br />

motocicleta contra una sólida carroza haciendo añicos el carrete y, de paso, su frutada cabeza. Papá<br />

logró levantarme el ánimo con rebosantes golosinas usando el dinero de las entradas. Con una<br />

sonrisa de fotografía en la que le estrenaba al mundo mis relucientes dientes de hueso lo escolté a<br />

recoger las pastillas de mi convaleciente madre.<br />

Entramos en la casa, un profundo olor a habano nos penetró hasta las sienes y nuestras barbillas se<br />

estiraron a tal punto que sentimos que tocaron el piso: mi adolorida madre yacía gozosamente<br />

sometida a un extasiado sujeto que disfrutaba la última jineteada de su vida. Lo que pasó luego es<br />

algo de lo que tampoco me puedo acordar y de lo que nunca hablé con mi venerado padre. Sé que<br />

fue la primera vez que desperté con la cabeza vendada y la última noticia que tuve de Mamá…<br />

<strong>El</strong> de la bata dio tres aplausos con firmeza, yo corté la soga que me jalaba al pasado y volé hacia el<br />

ahora, enseguida escupí la base del cigarro que estuve masticando sobre la blanquísima pared en la<br />

que había estado sumergido por el tiempo que dura una sesión y de un ágil brinco salté del otro<br />

lado de la mesa. Uno de los aterrorizados dedos del especialista logró arañar la alarma, pero fue<br />

tarde para cuando lograron clavarme la jeringa en la espalda. Fijé la mirada en el suelo y mientras<br />

contemplaba cómo se desbordaba el rojizo estanque desde la sien de ese rígido y desfigurado<br />

hombre por fin pude recordar vívidamente el rostro de mi augusto padre… me lo imaginé<br />

tomando una eterna siesta en la esquina que daba al malecón...


Clase XXXI<br />

Akaki Akakievitch<br />

Mamá, papá, la novia y la madre que os parió.<br />

Bueno, doctor, yo la verdad es que me levanté y lo primero que ví fue la cara de ella. Me<br />

santigüé y recé un padre nuestro, eso no podía ser real. Yo, que recuerdo haberme casado varias<br />

veces(fíjate algunas cosas sí que no se me han borrado de la cabeza), con chicas hermosas, muy<br />

hermosas, aunque luego nunca llegara a funcionar. Pero, ¿esa?, hay mujeres y mujeres.<br />

Sin embargo allí no acabó todo porque cuando me dí la vuelta me encontré a un hombre de<br />

cincuenta años con la cabeza hacia atrás en el asiento, la boca abierta y medio acostado en mi cama<br />

¿Papá? Dios santo, ¿tú te imaginas que es encontrarte a una persona así en la cama? Es como comer<br />

chorizo y un helado de vainilla a la vez, que eso no quiere decir que lo haya probado claro; o<br />

encontrarte una barra de pan en el lugar de la escobilla del váter. Era…y claro, me quedé con una<br />

cara de gilipollas, a la que segundos después otra persona de cincuenta años que apareció por la<br />

puerta de la habitación respondió con una sonrisa enorme, que ocupaba media cara, como la de<br />

Joker. ¿Mamá? ¿Pero tú eras así?<br />

Al final decidí quedarme en la cama, con mi ¿novia?, aún no me lo creo; mi ¿padre? roncando<br />

a pleno pulmón por si fuera poco, de esos que empiezas con un pequeño silbido y terminan con un<br />

gruñido de León; y mi ¿madre? Con la sonrisa de silicona de la puerta. Recordé la película de<br />

Stallone, acorralado sin salida.<br />

¿Qué recuerdo de antes? Sí, que fui a una iglesia enorme y allí parecía haber algo importante,<br />

porque había mucha gente. Sudaba como un pollo y había un cura con cara de alcachofa(y no<br />

exagero) que me miró como un demonio, Lucifer o Satanás quién prefieras. ¿Qué habría dicho para<br />

que me mirara así? Luego aparece un símbolo extraño que de repente me nubló la vista. Era una C<br />

invertida entrelazada con otra C normal. Y se acabó, no hay más, todo negro, kaput. ¿Lo del diablo<br />

y el símbolo puede ser una pista, doctor? La verdad es que me resulta familiar pero no logro<br />

ubicarlo…Una mano de brocha gorda pasa por mi mente posponiendo una segunda capa. Pero se<br />

que la primera capa está debajo(yo antes hacía estas comparaciones ridículas) Además no puedo<br />

volver a casa porque estoy oficialmente autodesterrado a vivir en un motel de media estrella.<br />

¿Cómo? Ah, sí. A mi me dijeron que me había casado con “ella” y que de camino al altar me<br />

pegué un porrazo que se me borró la memoria. Cuando me levanté de aquella cama, lo primero<br />

que me dijo mi ¿madre? fue “te has casado con Laura”, a lo que yo contesté “¿Quién, ésta?, y una<br />

mierda. Por cierto, ¿tú tenías esa cara mamá?” Es que parece que nada encaja, como si fuera una<br />

pieza de otro puzle.<br />

<strong>El</strong> caso es que cada vez estoy más seguro de que se ha formado una conspiración a mi<br />

alrededor y nadie me quiere decir la verdad. Con eso de que me caí y no me acuerdo de muchas<br />

cosas parezco el tonto de la teleserie. Te digo que mi madre es la que maneja todo el cotarro, que<br />

me ha robado la novia y me ha plantado esa a mi lado. Te digo que mi madre…sí, bueno, quien sea<br />

la mujer de la sonrisa de silicona, ya tenía pronosticado enredarme con una chica como aquella<br />

desde que nací . Dinero, me juego a la ruleta rusa que ha elegido la hija de la familia con más pasta<br />

de toda la ciudad. Sería capaz de montar un complot con toda la familia para que sus planes se<br />

hicieran realidad. Sí, es posible.<br />

Pobre novia, seguro que me quería como las otras, Seguro que es mucho más guapa, ojos<br />

pequeños y pelo rizado. Una encantadora sonrisa y palabras tranquilizadoras. Algo así estaría<br />

bien, aunque después de perder ilusión por tirármela me buscaría a otra. Pero dónde estará<br />

secuestrada, dónde. Pobrecilla, seguro que está encerrada en una habitación. A oscuras. Pasándole


la comida por una rendija de la puerta y haciendo sus necesidades en una esquina.<br />

¿Cómo? Ya, para eso estoy aquí, para que me ayude usted. Am, vale, vale. Vayamos por partes.<br />

Antes de la imagen de la iglesia… ¿mi familia?, pero si yo me llevaba muy bien con mi<br />

familia(¿no?). Teníamos nuestros problemillas, pero sé que en el fondo me quieren, para ellos yo<br />

soy como el pilar de su vida, su joya del Nilo, la razón de su felicidad.<br />

Espera que le enseño una fotografía que tengo en la cartera. Coño, una carta rosa en mi<br />

bolsillo, qué raro, a ver que pone:<br />

“Mira hijo, seguramente en esos momentos estés algo confuso pero no te preocupes. <strong>El</strong> caso es<br />

que estábamos hasta los huevos de ti y cuando dijiste el “no quiero” en tu sexta boda no pude más<br />

que lanzarte mi bonito bolso de Chanel a la cabeza con tan buena suerte que, sin querer (debió ser<br />

la enorme hebilla de acero cromado con sus famosas “C”) te dejó más seco en el suelo que un<br />

espantapájaros. También tuvimos que separar a tu padre de ti antes de que te dejara morado<br />

porque no paraba de darte en el suelo cuando estabas inconsciente. Descubrimos que sufriste<br />

pérdida de memoria y qué gran idea tuvo tu novia(está muy bien no te preocupes), qué<br />

oportunidad grandiosa. Asi que te sedamos y mientras tú dormías plácidamente planeamos cómo<br />

deshacernos de tí y ser felices de una vez. Te puedo decir que todo el vecindario y conocidos,<br />

incluso el cura, no duraron en participar. Te hemos plantado en otra familia como un seto en el<br />

jardín. Es lo que pasa cuando se tiene dinero, cariño. Al final parece que todo ha salido muy bien y<br />

nos alegramos mucho.<br />

La casa, para tu regalo de cumpleaños. No nos busques, déjanos vivir, además será inútil. Si te<br />

acuerdas de algo, tú ignóralo. También te aviso que tengo mi bolso en la vitrina de trofeos y no<br />

dudaría en volver a usarlo. Espero que te guste la mujer con la que te has casado y pórtate bien con<br />

la familia.<br />

Capullo como te vuelva a ver te termino de dar la paliza y te…(escrito con otra letra)<br />

Un besito muy fuerte y no dudes que te queremos mucho.<br />

Mamá.”


CUMPLIR LAS CONSIGNAS<br />

­¡Me recupero, doctor, me recupero!,­ casi gritaba mientras abría la puerta cuyo rótulo anunciaba la consulta d<br />

Pereiras­. Se lo contaré rápidamente no vaya a ocurrir que se me olvide...ha sido ahora mismo. Estaba yo ahí<br />

esperando mi turno cuando de repente he sentido un vahído y casi a continuación, como suele ocurrirme, ha lle<br />

la visión. Algunos aspectos eran muy claros y definidos: Me hallaba con una mujer joven, de aspecto muy atra<br />

<strong>El</strong> recuerdo tiene algunas lagunas pero se perfectamente que tomábamos un taxi pues teníamos que atra<br />

apresuradamente la ciudad. Al llegar a una gran plaza bajábamos del taxi, entrando en el edificio de oficinas<br />

periódico local y entonces...<br />

­ ... y entonces yo, interrumpiéndole, le pregunté si por casualidad en esa visión suya no llevaba él un<br />

suéter rojo y la señorita que le acompañaba, debido a que había roto uno de sus tacones, cojeaba<br />

ostensiblemente... si hubieras visto su cara... por un momento.. .­confiesa Pereiras a su colega, el doctor<br />

López, quien todavía sonriendo intenta llamar la atención del camarero para que les lleve la cuenta.<br />

Como este no parece hacerles caso y entretanto se levantan, Pereiras continua explicando a su colega qu<br />

supuesto, tuvo que hacerle saber a su excitado interlocutor que aquello que le estaba contando coincidía ba<br />

exactamente con el argumento de la película que habían emitido la noche anterior en televisión. Y de qué ma<br />

tras ese primer momento, había sentido cierta desazón profesional al ver la cara del paciente ilumina<br />

oscurecerse rápida y sucesivamente, en una suerte de auge y caída de autoconfianza a velocidad lucif<br />

Lógicamente, el paciente pareció afectado. Pereiras intentó animarle y hacerle sacar la parte positiva del as<br />

aunque ni él mismo podía deducir en aquel momento cual podía ser. Aun así, acto seguido, y tal y como<br />

pensado, le reprendió ligeramente por la poca constancia que venía demostrando en el cumplimiento d<br />

obligaciones terapéuticas:<br />

­Le advertí que en un caso de amnesia global como la suya, la lectura diaria de su ficha personal y todas las<br />

consignas eran obligaciones que debían tomarse muy seriamente.<br />

<strong>El</strong> Doctor López asiente unánime mientras saca su billetera frente a la caja.<br />

­Pero si yo me lo tomo en serio, doctor, lo que ocurre es que esto es mas dificil de lo que parece. Mire usted,<br />

unos días me había yo amodorrado a la hora de la siesta cuando de súbito me despertó una de esas visione<br />

demoledoramente cristalina. Recordé una playa junto a un puerto náutico. Era verano y hacia un tiempo esplén<br />

Yo saludaba desde un pontón a los alegres ocupantes de un cercano velero que embocaba muy deportivamente<br />

su amarre. Luego unas bellas señoritas que en aquel momento no acertaba a identificar nos invitaron a unas be<br />

que mis amigos y yo disfrutamos a solaz en unas hamacas junto a la orilla. Mi ficha personal, doctor Pereira<br />

contradice nada de esto, vivo en una ciudad cercana a la costa. Tengo, segun dice ahí, un hermano que es propi<br />

de un pequeño barco velero, en fin, el recuerdo era tan real que estuve en un tris de llamarle a usted. Ha<br />

teléfono me dirigía cuando al incorporarme del sofá los vi allí, en el suelo... Bahía, República Domin<br />

Cancún,...ya sabe... folletos de viajes...que chasco doctor, que chasco.<br />

Cierra López la puerta de la cafetería y mientras caminan por el ancho pasillo en dirección a los ascensore<br />

Centro le comenta a su colega que con ser un caso dificil, no es menor la peculiaridad del personaje.<br />

­La primera vez que acudió a mi consulta vestía pantalón de pana y un grueso tabardo abotonado hasta el c<br />

No solo el caldeado ambiente en la consulta, sino el hecho de encontrarnos a finales de abril, y siendo la temper<br />

no mas fresca de lo habitual en estas fechas, hacía innecesaria semejante protección textil. Así le exprese mi op<br />

pero él no se mostró de acuerdo y, encabezonado, se justificaba diciendo que aquella mañana al ir a vestirse<br />

recordando si era el un hombre friolero o no, había preferido curarse en salud. Fíjate... genio y figura... diez mi<br />

tardé en convencerle de que se desprendiese del pesado barragán y lo colgase en el perchero junto a la puerta.<br />

Sin duda que es este un caso muy particular­ retoma el doctor Pereiras, mientras mira bobamente el botón que<br />

pared se enciende y apaga de forma intermitente como señal de que el ascensor está en el buen camino­ hace<br />

días acudió a mi consulta para la preceptiva sesión. Debo decir que fue esta reunión especialmente produ<br />

según me pareció a mi. Cuando ya nos encontrábamos finalizándola, María, mi secretaria, me pidió que salie<br />

momento pues tenía algún conflicto menor con su centralita. Así lo hice y tras solucionar el problema, ent<br />

nuevo en la consulta. En ese momento y para mi sorpresa, se giró y me recibió muy afable y con la mas cordial<br />

sonrisas.


­Buenos días, doctor, creo que he debido entrar y he visto que no estaba usted, así que me he acomodado yo m<br />

Espero que no le moleste. Cuando quiera empezamos...<br />

<strong>El</strong> ascensor llega a la planta nueve y los doctores enfilan el iluminado pasillo hacia la zona de consultas, mient<br />

doctor López le está contando a su colega como antes de despedirse ese primer día en el cual el paciente<br />

aparecido vestido con el tabardo, le renovó vivamente la sugerencia de que prestara especial atención<br />

consignas. <strong>El</strong> paciente, que ya encaminaba hacia la salida, prometió sinceramente hacerlo así, y mientras de esp<br />

a él, cogía el pomo de la puerta, vio como quedaba dubitativo un instante ante el grueso chaquetón allí colgado<br />

­Caramba, doctor, creo que hoy ha exagerado usted con su chaqueta... realmente la temperatura del día es ma<br />

agradable. En fin, gracias de nuevo y hasta la semana que viene ­dijo muy propiamente y cerrando la puerta tr<br />

si, desapareció.<br />

Entre ligeras sonrisas de comprensión y un cierto hastío de lo qué de monótono pueda tener su trabajo los do<br />

López y Pereiras se despiden en un cruce del pasillo y quedan para el día siguiente a la hora de comer en la caf<br />

de la planta baja.<br />

por sanchoses


Sisinio_ Hernán_ Aguilar Clase XXXI. <strong>El</strong> tiempo en la ficción (II)<br />

Esta es una versión grabada de la conversación entre el psiquiatra y el paciente cuya acta es el N<br />

°452 y fue escuchada y transcrita por un amigo del paciente.<br />

Creo que todo lo que le digo es verdad, aunque él no me crea. A veces me trae los diarios para<br />

verificar ciertos acontecimientos en los que aparentemente no tengo razón, y me dice que dije algo<br />

falso. Yo no recuerdo haber dicho algo falso hasta el momento.<br />

Le cuento que fui al colegio cuando ya no gobernaba un dictador conocido, pero él insiste que eso<br />

fue cuando ingresé a la universidad.<br />

Le digo que no y él me dice que sí. Saca la cuenta y tiene razón: en 1976, cuando ya estaba en la<br />

universidad murió el dictador, o no murió, no lo sé exactamente. Aun cuando no hubiera muerto<br />

todavía lo que sí sé es que me mudé, me fui a estudiar al extranjero y allí todo me era extraño y<br />

nuevo: el idioma, las comidas, el paisaje, etc.<br />

Aprendí el idioma en un verano muy caluroso, en un campo de vacaciones para colegiales, lo<br />

aprendí escuchando y repitiendo palabra por palabra. Si no entendía algo los muchachos<br />

inmediatamente me lo dibujaban en un papel. Por ejemplo, si no entendía la palabra perroquet, me<br />

dibujaban un loro. Aprendí el idioma en tres semanas. No es que tuviera entonces una memoria<br />

fabulosa sino un buen maestro en cada compañero. Al final, en la universidad me exoneraron de<br />

asistir al curso de idiomas. Tuve además la suerte de que no me exigieran trabajos escritos, pues los<br />

exámenes fueron todos orales. Me sentí de lo más contento y feliz cuando aprobé los exámenes.<br />

Puedo seguir contando detalles de ese año en que murió el dictador.<br />

Me acuerdo el nombre de los profesores, sobre todo de aquellos que eran medio raros como ese<br />

profesor de lógica que ingresaba al aula con anteojos ahumados, es decir, lentes de sol. ­según<br />

decían era un genio­ pero a mí me caía antipático, se reía a carcajadas cuando cometíamos errores o<br />

no entendíamos algo en sus clases. Terminé desaprobado en su curso. Ahora que me acuerdo, fue<br />

gracias a ese curso<br />

­que tenía que repetir en la segunda sesión de exámenes­ que conocí a una chica alemana que<br />

también desaprobó y que vivía en en la frontera franco­alemana. Estudiamos juntos cada mañana<br />

en su casa, y por las tardes nos íbamos de paseo, a nadar, a fiestas, al cine etc. Fue lo mejor que me<br />

sucedió gracias a ese profesor de gafas oscuras.<br />

Hicimos buenas migas con Anne todo ese verano. Su madre preparaba unos pasteles deliciosos.<br />

Nos enamoramos, pero creo que yo tenía muy metida la cabeza en los estudios y no le supe<br />

corresponder. Lo sentí mucho y lo siento que hayamos terminado así. La busqué, le escribí muchas<br />

cartas y tengo la leve sospecha de que su madre influyó en alguna medida, no lo sé.<br />

­Pero esa historia ya me la ha contado –dice el psiquiatra después de un largo silencio.. ¿No se<br />

llamaba Anja esa chica?<br />

<strong>El</strong> psiquiatra hace la cuenta y me hace retroceder diez años con mi historia de Anne.<br />

­Usted debió haberla conocido diez o doce años atrás por lo menos. Está usted hablando de otra


persona.<br />

­No lo sé, se me cruzan los nombres y las fechas. Anja, no pudo ser, me niego rotundamente. Anja<br />

era una chiquilla, imposible que sea ella,<br />

­Habría otra Anne, entonces –insiste el psiquiatra.<br />

­Puede ser, puede ser, claro, Anne Becker, a la que anduve cortejando por un tiempo, pero sin el<br />

menor asomo de éxito. Ahora que hablo de ella, la vi, pero no me acuerdo cuando. Estudiaba –<br />

creo­ filosofía y psicología en Münster. Hablamos por teléfono, es muy agradable charlar con ella.<br />

­Bueno, vamos aclarando algunas cosas. Según su curriculum...<br />

­¿Según qué?<br />

­Nada, nada –contesto el psiquiatra­<br />

­Dijo curriculum, es interesante. En mi caso hay realmente vacíos en mi curriculum.<br />

Siga, siga –dijo el psiquiatra­<br />

Porque tengo dos curriculum. Uno según mi partida de nacimiento y otro según mi partida de<br />

bautizo.<br />

­No le entiendo ¿Significa que no coinciden las fechas de ambas partidas?<br />

­Es muy probable.<br />

­¿Tiene dos edades, una diferente de la otra?<br />

­Creo que sí.<br />

­¿Puede recordar lo que sucedió con las partidas?<br />

­La verdad, no recuerdo lo que sucedió con eso de la partidas. Unas son supletorias de otras.<br />

Como se imaginará es un enredo.<br />

Si pudiera llamar a Anja ­sólo a ella­ se me aclararían muchas cosas de las que cuento aquí. Estoy<br />

seguro ella...<br />

­ ¿Anne o Anja? –interrumpe el psiquiatra.<br />

­ Perdón, Anne, ella recuerda todo lo que nos sucedió en ese verano maravilloso.


Páginas del asilo<br />

Alejandro Cotta<br />

CLASE XXXI<br />

Día I.­ Hoy han llegado al Refugio de Asilados de San Martín dos policías, un agente y un<br />

inspector. Es la primera vez que ocurre en los seis meses que llevo recogido aquí. Venían a hablar<br />

conmigo.<br />

La entrevista, en la que estuvo presente el Director, ha durado poco, sólo unos minutos<br />

porque, al parecer, no era a mí a quien buscaban.<br />

—¿Se llama usted Sebastián Hidalgo? ––,me ha preguntado el inspector.<br />

—No señor, mi nombre es Isidoro Marín.<br />

––Es el nombre con el que lo tenemos registrado, señor Inspector —intervino el director de<br />

centro––, nos lo proporcionó la Policía Local cuando nos lo trajo al Refugio.<br />

—¿No conoce a Sebastián Hidalgo?<br />

—No señor, no recuerdo a nadie con ese nombre.<br />

—Cual es su domicilio.<br />

––No tengo más domicilio que el Refugio, no tengo a nadie y hasta que llegué vivía en la<br />

calle, me habían robado y estoy sin dinero y sin un solo papel.<br />

Día II.­Cuando fueron a recogerme para el Albergue estaba dormido bajo unos cartones en<br />

el portal de una casa. Hacía frío y me despertaron las luces de las linternas. Enseguida, casi sin<br />

darme cuenta, estaba sentado en la parte trasera de un furgón de la policía municipal en el que a<br />

eso de las dos de la mañana me trasladaron al Refugio. Aquella noche, acostado en un camastro<br />

improvisado, cubierto con mantas cuarteleras dormí plácidamente hasta las siete de la mañana. Al<br />

despertar fue cuando adquirí la absoluta certeza de que soy Isidoro Marín, vagabundo sin dinero y<br />

alberguista de la beneficencia pública, según le había dicho a los policías aquella noche cuando<br />

me sacaron de entre las cajas de cartón.<br />

Día IIIº.­No dejo ni un solo día de escudriñar en los huecos que tengo en mi memoria. No<br />

recuerdo a mis padres no se si tengo hermanos o si nací en Madrid o ha venido de otro lugar. Esta<br />

ciudad me es conocida, pero no sé desde cuando. Un amigo que tengo desde que estoy aquí me<br />

dice que tengo una forma de hablar “mu fina” pareces un señorito o un picapleitos con tanto<br />

“agente de la autoridad” “tribunales de Justicia” “Sr. Inspector”… ¿De donde has salido, coño?<br />

Pienso mucho en todo esto, pero pronto me dan mareos, me agoto y a veces me entra un<br />

sueño irresistible.<br />

Día IVº.­Hace una semana he tenido otra visita. Esta vez no eran policías, pero sí gente rara:<br />

era una señora joven, un muchacho de unos quince años y un hombre casi de mi edad. <strong>El</strong>la dijo<br />

que se llamaba <strong>El</strong>ena, el Joven Juan y el hombre Ernesto. Yo no los he visto nunca y sin embargo<br />

empezaron a tratarme con gran familiaridad; hasta tal extremo que ella se empeñaba en que soy su<br />

marido, el muchacho en llamarme padre y el hombre me miraba y me decía hermano y todos<br />

insistían en que los recordara. Repito: no los conozco.<br />

Me ha sentado muy mal esta visita y le ha pedido al Director que no permita que vengan<br />

más a verme. He estado en cama, con pesadillas y fiebre cuatro días. He soñado con los visitantes y<br />

con la policía tenido fuertes dolores de cabeza y me he despertado con taquicardias.<br />

<strong>El</strong> médico del Refugio –creo que se llama Don Manuel­ quiere verme en cuanto me<br />

reponga. Va a enviarme a La Paz para que me hagan una Resonancia y un Tac.


Día Vº.­Hoy hace quince días que me hicieron las pruebas y el doctor de aquí quiere<br />

reconocerme con la ayuda de un compañero suyo de la Facultad. Mañana a las ocho y media me<br />

llevará una ambulancia al Hospital.<br />

Día VIº.­Cuando llegué a la Paz nos esperaban ya ambos doctores en la tercera planta, el<br />

Servicio de Psiquiatría. Don Manuel me presentó a su compañero, simplemente como “mi<br />

compañero Dr. Castellanos” pero yo le pregunté si era psiquiatra.<br />

––Verá, amigo —me contestó el Dr. Castellanos,— usted ha padecido una serie de síntomas<br />

que han preocupado a mi colega. Me ha descrito su cuadro clínico y por mi consejo le hemos hecho<br />

las pruebas que usted conoce. No se preocupe, usted está sano, no tiene ninguna lesión cerebral.<br />

Simplemente su mente ha borrado la parte desagradable de su memoria que contiene recuerdos<br />

que no desea admitir. Yo, en efecto, soy psiquiatra y usted sabe, porque es un hombre culto, que mi<br />

especialidad me capacita para volverle a usted a su propia identidad. Solo necesito su voluntad de<br />

colaboración.<br />

Puesto en manos del psiquiatra soporté varias sesione con él hasta que llegó un día en que<br />

mi mente, de pronto, comenzó a abrirse y las piezas sueltas de mi memoria se fueron<br />

distribuyendo ordenadamente, como en un puzzle, señalando mi nacimiento cincuenta años atrás,<br />

en la costa gaditana, seguido de una vida de niño feliz y de joven estudiante en Madrid, luego<br />

profesional del derecho y casado con aquella mujer que fue a visitarme al Refugio con nuestro hijo,<br />

en compañía de mi hermano. Todo fue fruto de mi deseo y empeño por recuperar mi identidad,<br />

unido a la labor constante del Dr. Castellanos.<br />

Sin embargo algo dentro de mi estaba fallando, tenía un miedo pasmoso a recorrer mi vida,<br />

a descubrir detalles y fechas y de pronto, en unas sesión con el psiquiatra, recordé. Puedo decir<br />

que volví a vivir, luchando conmigo mismo, el día 11 de marzo de 2004 en el que a las siete y media<br />

de la mañana, había ya subido a un tren en la estación de Atocha cuando en torno a mi todo se<br />

convirtió en estruendo y fuego, sangre y muerte y vagué por las calle de Madrid, sin rumbo,<br />

aquella noche ya no volví a casa, hasta que seis meses después un inspector de policía y un agente<br />

fueron al Refugio de Asilados de San Martín a preguntar por Sebastián Hidalgo.<br />

Sevilla a 11 de febrero de 2009


BARRILETES<br />

Alvaro Arrivillaga<br />

Clase XXXI<br />

−Que pase ya el paciente –dijo el doctor Morales a su asistente, y empezó a leer la ficha<br />

médica. Agotado, tras una larga jornada, se quitó la corbata. Tomó su taza de café y le dio una<br />

mirada a la clínica. Seguramente se preguntó cuando lograría ordenar tantos libros, cuadros y<br />

expedientes<br />

Pascual entró con paso tímido sin mirar a ninguna parte más que al suelo y se quitó el<br />

sombrero. Cuando llegó al centro de la sala se desplomó sin previo aviso. <strong>El</strong> doctor Morales apenas<br />

logró tomarlo de los brazos evitando que este cayera por completo al suelo, y como pudo lo<br />

acomodó en uno de los tres sillones que rodeaban una mesa de centro. Pensó en llamar a su<br />

asistente para que le llevara algo de tomar, pero optó por acercar su taza de café a los labios de<br />

Pascual. <strong>El</strong> aroma y el sabor que está desprendían recuperaron rápidamente a Pascual.<br />

−Café, como el de Rigoberta. Hace tiempo que no lo sentía en mi boca. <strong>El</strong>la lo preparaba<br />

con leña que cortaba desde lo alto de la montaña. Lo molía despacio, como dejando el olvido, y<br />

luego se quedaba moviéndolo con la cuchara en la olla de peltre desteñida y un poco oxidada<br />

donde permanecía al fuego, para que soltara más su olor. Luego lo soplaba varias veces antes de<br />

servírmelo en la taza blanca que me regalo la Rosenda para el día de la feria.<br />

−¿Quiere que le sirva un poco Pascual?<br />

− No. Recordar tanto en tan poco, me hace hervir la cabeza y me acelera el corazón –dijo<br />

mientras agachaba de nuevo la cabeza.<br />

<strong>El</strong> doctor Morales, se sentó y con un gesto invito a que Pascual hiciera lo mismo. Cruzó la<br />

pierna y leyendo el expediente que había tenido que dejar abruptamente en el escritorio, le<br />

preguntó datos generales sobre edad, lugar de nacimiento, y ocupación. Pero Pascual dio la misma<br />

respuesta a todas las preguntas: silencio. Así que el doctor Morales, asertivamente le tocó de<br />

nuevo el tema del café.<br />

−Esté es de San Marcos, pero dicen que en Chimaltenango también producen buen café.<br />

− No lo sé –contestó Pascual−. Jamás he estado ahí. Crecí entre la milpa, la papa y el tomate.<br />

<strong>El</strong> tomate rojo. Como la sangre que se quedó en mis manos. Me lavé muchas veces con el agua de<br />

la tinaja, para que me saliera este tinte rojo, pero nada. Lo hice también en el río, aquel que cae de<br />

la montaña. Me eche hasta tierra y aguardiente, pero no sale.<br />

−¿De quién era la sangre Pascual? ¿Se hizo usted alguna herida?<br />

Nuevamente Pascual quedó en silencio por un tiempo, viendo sus manos, con tristeza y con<br />

admiración al mismo tiempo.<br />

−Estas manos las apretaba mi mamá contra la tierra. Ásele duro. Duro. Me decía. Que el<br />

viento no se lleve nada. Yo quería correr a volar barriletes cuando oía el viento soplar. Pero a la<br />

Rosenda no le gustaban. No sé por qué no le gustaban, si los hacíamos juntos. Es una mierda que<br />

no le gustara volar barriletes.<br />

−¿Qué cultivaban allá en su tierra?<br />

−En los meses de calor, el melón se daba en cantidades. Pero la Rigoberta y yo cuidábamos<br />

de la mazorca. <strong>El</strong> frío de las mañanas entraba hasta los huesos, por eso la Rosenda no iba con<br />

nosotros sino hasta entrada la tarde, y nos llevaba el atol y las tortillas. Enséñame me decía. ¿A<br />

volar barriletes? le preguntaba yo emocionado. No, quiero hacer volcancitos de tierra, como la<br />

abuela.<br />

<strong>El</strong> doctor Morales apuntaba palabras en su expediente. Pero no podía dejar de ver los ojos<br />

de Pascual, que no quitaban la vista de sus propias manos. Parecía que le pesaban y las sostenía<br />

con esfuerzo. Le parecía que la entrevista le estaba costando. Estaba acostumbrado a que los demás<br />

pacientes hablaran y contaran todo, aunque el luego, como rompecabezas tuviera que armar pieza


por pieza., Pero Pascual, estaba ausente. Sus silencios eran el mar entre las islas de sus palabras.<br />

Pensó ser más directo y le preguntó:<br />

−¿Cuántos años tiene Rosenda?<br />

- −No corras alcancé a gritarle cuando vi las huellas de las botas. Eran como quince o quizás<br />

más. Ya nos habían dicho de la aldea vecina que andaban de patrulla. No corras le grité. Quédate quieta.<br />

En su mano le quedó la comida que nos llevaba.<br />

- −¿Era una mano grande o pequeña? preguntó el doctor Morales, con la idea de obtener más<br />

información sobre lo que estaba preguntando. Y para su sorpresa esta vez Pascual no guardo silencio.<br />

- −Su mano era pequeña, pero su coraje era grande. Lo supe cuando al final de insistirme tanto, la<br />

tomé y le apreté sus manos entre la tierra. Así mira Rosenda, le dije. Así me enseñó tu abuela. Primero<br />

haces un agujero en la tierra, con tus manos. Escarbás con las uñas. Luego metés la semilla. Siempre mete<br />

dos o tres, y ya juntás la tierra con tus dos manos y hacés un volcancito. Te parás y lo aplastás con el pie.<br />

Así, el viento no se lleva nada. Pero igual se fue. Se fue y la Rigoberta fue más valiente que yo. Corrió<br />

también para estar a su lado.Ya habían dicho que cuando nos ven de espalda, no lo piensan y tienen<br />

orden de matar.<br />

−Yo nunca aprendí a hacer barriletes –dijo el doctor Morales− cree usted Pascual que me<br />

puede enseñar la próxima vez que venga, yo le traigo las cosas para cortar y pegar.<br />

Nuevamente un silencio invadió a Pascual.<br />

− Ya no han viento doctor. La mazorca ya no se mueve como antes. La montaña allá arriba<br />

ya no sopla igual. No hay barriletes para volar. La abuela me enseño a volarlos y también a hacer<br />

los volcancitos con semilla adentro. La Rosenda no fue a volar barriletes esa tarde, prefirió<br />

llevarnos la comida. Quédate quieta, no corras le grite.


• Kitsch en do minor<br />

Geyser López<br />

En el pueblito de la esquina había un hombre que atendía a todos los enfermos. <strong>El</strong> hombre vestía<br />

siempre una bata blanca, y llevaba la cabeza como si los pelos fueran un par de intrusos, y las cejas<br />

raras como si fueran plumas de pájaro negro. Una tarde llegó a su consultorio una mujer que<br />

parecía de otro lado. <strong>El</strong>la se adentró hasta el lugarcito que servía de sala y tomó asiento sobre un<br />

catre que había en el medio. La mujer empezó hablar torpemente como si de la boca le chorreasen<br />

las palabras.<br />

— Doctor, Doctor, me han dicho que usted cura lo incurable. Sáneme este cuerpo, doctor.<br />

Sáneme el cerebro porque ya ni sé quién soy, ni cuándo nací, ni cómo he de seguir, así, con esta<br />

cara.<br />

La mujer traía prendido el rostro de colores, tenía la bemba tan roja que parecía que aquello ardía.<br />

¿Y los ojos? Parecían dos prostitutas, ¿y los cabellos? Eran como bichos vivos chamuscándose con<br />

fuego.<br />

—Dígame una cosa— dijo el médico con un aire aburrido. — ¿Cuántas veces vamos a repetir esto?<br />

—¿Pero doctor de qué me habla?<br />

— Muy bien, muy bien. Dígame lo que tenga que decir, se toma las pastillitas que yo le mande y<br />

espero no verla de nuevo, ¿me lo promete?<br />

—Solo si usted promete curarme la cara.<br />

—No prometo nada, pero bueno, dígame ahora, ¿qué es lo que le pasa?<br />

La mujer buscó relajarse en aquel camastro, se acomodó de medio lado, se enrolló como si fuera un<br />

feto y murmuró unas voces como si de repente hubiese quedado completamente ida.<br />

—Erase una vez, doctorcito…<br />

—¡Por Dios! Seriedad, ¿sí?<br />

— ¡Ay pero que humorcito!; y si me vuelve a desconcentrar juro que arreglamos esto a puños.<br />

—Continúe, por favor, continúe…<br />

La mujer de nuevo buscó el silencio y se acomodó, esta vez, con unos cojines debajo de la nuca.<br />

—Mire usted, doctorcito. Yo creo que me dejaron la cara así en la guerra…<br />

<strong>El</strong> doctor la observaba distraído.<br />

— No, perdone, yo creo que empezó mucho después de la segunda operación.<br />

—¿Podría definir un punto específico? — preguntó el doctor dejando escapar un largo bostezo.<br />

—Muy bien, doctor. Fue esta mañana, antes de ir a la mina, cuando me levanté y me di cuenta que<br />

había dormido solo. Siempre mañaneo, siempre despierto al despertador y cuando me levanté no<br />

vi a mi señora al lado. Pensé que ella regresaría en la madrugada puesto que muy entrada la tarde<br />

tuvimos una fuerte pelea y se fue de la casa, y bueno, la verdaita es que yo fui el culpable y pensé<br />

que cuando regresara, yo mismitico le iba a pedir sus perdones, pero no regresó. Creo que me<br />

quedé dormido esperándola, y bueno, fue esta mañana, antes de ir a la mina, cuando me levanté y<br />

me di cuenta que había dormido solo.<br />

—Sola, dirá, señorita Filomena.<br />

—Solo, Doctor, no me ofenda. Mire que estoy harto de que me estén tratando de marica.<br />

—Señorita Filomena ¿está consciente de lo que está diciendo?<br />

— Doctor me vuelve a tratar de mujer y le rompo la cara.<br />

—¡Desnúdese!<br />

—¿Como dice, doctor?<br />

— Así mismo, desnúdese, y si vemos que le guinda la cosa, entonces, yo lo declaro todo un varón.<br />

Mirando a todos lados, como si estuviese consciente de que un mar de gente pudiera estar


-<br />

espiándolos, la mujer se levantó, se aproximó al hombre, se puso justo al frente y despejó un poco<br />

la bata a la altura de las caderas. Mostró, en tres segundos, anatomías propias de la especie<br />

masculina. <strong>El</strong> doctor sin examinar, sorprendido, demandó que la mujer volviera de inmediato al<br />

catre. Luego preguntó:<br />

—¿Cómo quiere que lo llamemos entonces?<br />

— Filomeno, pues. Me cambia la letra final y yo feliz. Solo quiero que me llamen Filomeno.<br />

— Pero por su aspecto…delicado, Filomeno, eso puede traer malos entendidos en la institución. No<br />

creo que proceda tal demanda…<br />

—¿Ah no?, ¿porque no? Así mismito como a usted lo llamamos doctorcito, y hasta nos chequeamos<br />

nuestras soledades con usted… o ¿acaso quiere que nos veamos con Perolito?<br />

No, con Perolito no. Yo lo trato a usted como un varón y usted me trata como doctor, ¿de acuerdo?<br />

—No se diga más—respondió la mujer.<br />

—¿Ya terminó? — Y sin esperar respuesta, el hombre señaló una fila que empezaba a crecer en el<br />

fondo—Mire que hay otros que esperan. No es la única.<br />

—<strong>El</strong> único, dirá… Sí, queda algo más. Aun no he resuelto la cuestión por la que he venido.<br />

—Dese prisa, entonces,…<br />

—¿Cuándo se me quitará esta cara de maricón?<br />

—Uy, m’hijo, eso pasará si algún día salimos de aquí— respondió el viejo, esta vez, con la boca<br />

llena de verdades.<br />

La mujer no entendió. Sin mayor queja recogió el cuerpo y lo condujo hasta la otra sala donde una<br />

gorda arrullaba un kilo de estopa blanco al mismo tiempo que entonaba una canción de cuna. En<br />

sus brazos, la maraña de lino parecía un bebe, un bebe de algodón. 1<br />

1 En Pablas de Sicotense, un hombre luego de someterse al cambio de sexo, presentó un tipo de amnesia conocida<br />

como anterógrada; Por unos instantes el género masculino olvidó que se había convertido en mujer. Esta historia fue<br />

inspirada en ese caso.


Tres de enero de mil novecientos setenta<br />

Javier Ávila<br />

“Hace calor, en el interior de la habitación la iluminación es tenue, apenas<br />

suficiente como para impedir la oscuridad: la débil luz de una bombilla eléctrica<br />

proyecta confusas sombras sobre las paredes. <strong>El</strong> silencio es extraño, digamos<br />

que es un silencio de voces humanas, una afonía solo interrumpida por el<br />

lejano ladrido de algún perro. <strong>El</strong> chasquido electrónico del medidor de ritmo<br />

cardíaco es tan constante que al cabo de unos momentos se torna inaudible.<br />

Justo frente a la puerta hay una ventana pequeña, desde ella puede verse un<br />

playón de cemento y, más allá, las luces destellantes de dos patrullas<br />

policiales. Sobre una cama de hierro, justo a la izquierda del pasillo de ingreso,<br />

descansa el cuerpo inerte de una mujer enferma. Está esposada a la cama,<br />

tiene unos cincuenta años, el cabello negro enrulado, la frente amplia y la tez<br />

morena. Parece dormida, su rostro está pálido. Un hombre de mediana edad<br />

entra a la habitación y se sienta junto a ella, viste una chaqueta blanca, lleva<br />

un maletín abultado de libros y papeles. Junto con él llega un hombre mayor,<br />

tiene un aspecto cuidado, su canosa barba está prolijamente acicalada, aún<br />

así, las arrugas de sus ojos le dan a su rostro un aspecto apergaminado. Lleva<br />

puesto un chaleco marrón que hace juego con la camisa y los zapatos”.<br />

<strong>El</strong> Doctor Salazar terminó de leer la nota que había escrito la mujer y suspiró<br />

preocupado. Miró con ansiedad a su colega, quien no salía de su asombro.<br />

- ¿Cuándo escribió esto?-, preguntó <strong>El</strong> Dr. Rizzo mientras acariciaba<br />

nerviosamente su barba.<br />

Salazar miró la fecha actual en el calendario colgado tras la puerta del<br />

placard: diez de febrero de dos mil diez. Entonces contestó: - Hace dos años.<br />

En aquel entonces ni siquiera sabíamos de su existencia; por supuesto que<br />

tampoco ella había estado aquí-. Dijo esto y sacó de su maletín una carpeta<br />

con decenas de notas similares.<br />

- ¿Están seguros de que no tenía nada de información?<br />

- Por supuesto. Por más que la tuviera, sería imposible que manejara<br />

detalles tales como tu aspecto físico, o las características de la vestimenta que<br />

ambos traemos. Además, las dos patrullas del patio han sido apostadas<br />

imprevistamente, esa es una decisión que tomó el jefe de seguridad del<br />

hospital hoy. Y así podría continuar con miles de detalles.<br />

- Es increíble. Anticipa lo que va suceder en el futuro-, comentó Rizzo<br />

mientras miraba por la ventana: afuera, dos patrullas policiales hacían guardia.<br />

- Al principio, los policías pensaron que las notas que hallaron en su casa<br />

eran una especie de diario personal, pero cuando hicieron las pericias<br />

psiquiátricas el juez advirtió que sus escritos anticipaban hechos que<br />

sucederían más adelante.- Salazar respiró profundo y se masajeó las sienes,<br />

luego continuó: -Desde hace un año venimos reconstruyendo su pasado en<br />

base sus notas sobre el futuro.<br />

- Son como consultas psiquiátricas atemporales. La diferencia es que el<br />

paciente se comunica siempre desde el pasado en forma escrita-, comentó<br />

Rizzo esbozando una mueca de incomprensión.<br />

- Así es. Su cuadro se asemeja al de una amnesia retrógada. Lo extraño es<br />

que su mente está en permanente prospectiva: sin presente ni pasado. En sus<br />

relatos no hay linealidad temporal; hasta donde sabemos, escribe hechos<br />

vinculados a su entorno con saltos aleatorios hacia adelante de hasta treinta<br />

años, o más. Lo curioso es que en sus anticipaciones ella nunca es<br />

protagonista, o mejor dicho: en términos literarios, es un personaje secundario;


siempre se describe dormida, recostada, totalmente ajena a los hechos que<br />

van sucediendo.<br />

- ¿Porqué las esposas?-, preguntó <strong>El</strong> Dr. Rizzo.<br />

- Tiene accesos de violencia. Diariamente la paciente transita el mismo<br />

proceso: se despierta, tiene un brote violento y después, en el lapso de veinte<br />

o treinta minutos, escribe algo que sucederá mañana o dentro de varios<br />

años, quien lo sabe; luego duerme hasta el otro día y repite el ciclo. <strong>El</strong><br />

problema es que despierta furiosa y si no está controlada es capaz de<br />

destrozar la habitación. <strong>El</strong> primer día que la tuvimos aquí tuvo que ser<br />

dominada por dos policías, ambos terminaron gravemente golpeados.<br />

Salazar le extendió a su colega uno de los textos que acababa de sacar del<br />

maletín.<br />

– Fíjate en este documento. Fue una de las pruebas más contundentes que<br />

tuvo el fiscal para acusarla. Como te dije, al principio del juicio pensaron que<br />

era un escrito posterior al asesinato, pero más tarde advirtieron que estaba<br />

fechado veinte años antes.<br />

Rizzo tomo el papel y acercó a él sus ojos; la iluminación del cuarto era<br />

extremadamente débil. Carraspeó y comenzó a leer en voz alta:<br />

“<strong>El</strong> cielo llora el pasado en la negra noche de invierno. <strong>El</strong> fuego está<br />

encendido, la casa esta tibia, por sus pasillos callados ya no juegan los niños.<br />

La atmósfera huele a miedo, a voces apagadas, a cuerpos caídos en desgracia.<br />

En un rincón de la sala de estar yace dormida una mujer joven, tiene unos<br />

treinta años, el pelo enrulado y un aura de belleza oculta en el rostro. En su<br />

mano derecha sostiene un atizador; sus ropas, manchadas de sangre, están<br />

desgarradas. Los muebles han sido tumbados al piso, todo está revuelto, como<br />

si un huracán devastador se hubiera colado por las ventanas. Sobre la alfombra<br />

de tela oriental se esparcen los cadáveres de dos niños pequeños y su madre.<br />

Apenas si se distinguen sus formas, sus cabezas han sido perforadas y sus<br />

miembros triturados a golpes. <strong>El</strong> futuro es dolor, el cielo llora el pasado en la<br />

negra noche de invierno”.<br />

- Mató con un atizador a su hermana y sus dos sobrinos. <strong>El</strong> más chico tenía<br />

dos años y el mayor cuatro-, Susurró pesadamente Salazar. – Los encontró el<br />

padre de los niños, según su testimonio la escena que vio al entrar a la casa<br />

era tal cual está descripta en este texto.<br />

Un silencio profundo invadió a los dos médicos.<br />

- ¿Han intentado despertarla?, preguntó Rizzo.<br />

- Si, pero es inútil, siempre que lo intentamos sufre descompensaciones muy<br />

graves. Su ciclo biológico parece estar ajustado para estar conciente solo unos<br />

minutos al día, pero cuando despierta no habla, no responde preguntas, solo<br />

escribe-, contestó Salazar.<br />

- Muy bien, me gustaría ver con más detalle su historia clínica– dijo Rizzo. -<br />

Vendremos mañana con el equipo necesario para efectuar los primeros<br />

electroencefalogramas.<br />

Luego, ambos psiquiatras se levantaron lentamente, tomaron sus cosas,<br />

y salieron del cuarto. Al guardar las notas en su maletín, el Dr. Salazar no<br />

advirtió que una de las notas caía al suelo e iba a parar debajo de la cama. Era<br />

una hoja amarillenta, estaba fechada el tres de enero de mil novecientos<br />

setenta y decía:<br />

“La tarde ha caído y con ella se ha derrumbado el cielo. La pequeña habitación<br />

arde de ausencias. <strong>El</strong> tronar de las sirenas es cada vez más nítido; las<br />

enfermeras, curiosas, se arremolinan en el playón e intentan mirar la tragedia<br />

a través de la ventana. La fetidez del aire es irrespirable. Las penumbras


esconden la macabra visión de dos hombres degollados. Uno es de edad<br />

mediana y viste una chaqueta blanca, el otro es algo mayor y usa una barba<br />

prolijamente acicalada. En la cama de hierro duerme una mujer con las manos<br />

teñidas de rojo, tiene unos cincuenta años, el cabello negro enrulado, la frente<br />

amplia y la tez morena. Parece dormida, su rostro está pálido. La tarde ha<br />

caído y con ella se ha derrumbado el cielo”.<br />

Javier Ávila


Soldado perdido en campo de amapolas<br />

Por José Luis Rodríguez­Núñez<br />

Para: Coronel Matthews – 11ª División Acorazada – Ejército de los Estados Unidos de América<br />

De: Doctor en Psiquiatría Paul Andrews – Teniente – Hospital de Campaña<br />

Asunto: Trascripción interrogatorios prisionero nº 172/45<br />

Mauthausen (Austria), 15 de Junio de 1945<br />

Señor,<br />

<strong>El</strong> prisionero nº 172/45 fue hallado, gravemente herido en la cabeza, a dos millas del campo de<br />

concentración nazi denominado Mauthausen­Gusen, el 6 de Mayo del presente año, durante la<br />

campaña de liberación aliada. En el momento de su captura lucía uniforme de la SS Oberschütze<br />

(soldado de primera clase) sin documentación que aclarase su identidad.<br />

Tras diversas curas y reconocimientos, se le ha diagnosticado amnesia retrógrada post<br />

traumática. Ha sido sometido a un exhaustivo interrogatorio, para el que se le han suministrado<br />

algunas dosis de pentotal sódico, con el fin de facilitar su declaración. Ejerció de traductor el señor<br />

Fogel, voluntario de la Cruz Roja Internacional. En vista de las notas detalladas a continuación,<br />

solicito permiso para el traslado del herido a Viena, con el fin de continuar la investigación que nos<br />

aporte más datos de lo sucedido en el mencionado campo de concentración y proceder a una<br />

potencial identificación de sospechosos y colaboradores.<br />

Sesión del 3 de Junio:<br />

“Había muchos españoles en el campo de trabajo, eso lo recuerdo bastante bien. No sabría decir<br />

por qué, pero me resultaban muy simpáticos. Creo que eran comunistas, no tan peligrosos como<br />

otros enemigos políticos incorregibles del Reich. Eran tantos que se sospechaba que habían<br />

organizado algún tipo de resistencia clandestina en el interior del campo, así que continuamente<br />

eran interrogados y muchos de ellos eran conducidos a las duchas. Allí no sé qué pasaba con ellos,<br />

no lo rememoro con claridad. Sé que a la mayoría no volvía a verlos. Había uno bajito que nos<br />

ayudaba a identificar a los rebeldes. No recuerdo su nombre, aunque me parece que chapurreaba<br />

algo de alemán y un buen día desapareció. No se volvió a saber de él.”<br />

Sesión del 4 de Junio:<br />

“Recuerdo un campo muy verde, lleno de amapolas y una casa al fondo. Tengo la sensación de que<br />

he vivido allí, me resulta muy familiar. Lo asocio al rostro de una mujer muy rubia, de piel<br />

desgastada por el sol o el viento, no sé. Esa mujer me quiere mucho, lo siento claramente, sin<br />

embargo ahora no sé quién es. Me habla dulcemente y sus preciosos ojos azules, no, violetas, me<br />

acarician y me consuelan. Dice algo sobre la guerra, sobre el regreso, sobre los ausentes y se pone a<br />

llorar. Está muy triste y yo soy el que la consuela ahora. Recuerdo su aroma, huele a heno, a tierra,<br />

a humedad. Siento su calor y su tembloroso sollozo y oigo que repite un nombre, tal vez sea mi<br />

nombre, Hansi, Hansi…”<br />

Sesión del 6 de Junio:<br />

“En la cantera olía mal, a muerte, a descomposición. Los prisioneros parecían esqueletos andantes,<br />

andrajos que paseaban sin sentido entre las rocas. Recuerdo que muchos caían y algunos no se<br />

movían más. Un compañero mío parecía disfrutar con el espectáculo, me asustan todavía sus ojos<br />

de hielo y su extraña sonrisa. No me acuerdo de su nombre, pero sí de que en su uniforme había<br />

una calavera más brillante de lo normal y alguna insignia de capitán o teniente y que escupía a los<br />

prisioneros todo el rato, los insultaba y, cuando alguno caía, se abalanzaba sobre él y lo pateaba,<br />

riéndose a carcajadas. Me viene a la mente una vez que llovía y entre los enemigos había unas<br />

mujeres, bueno, creo que eran mujeres, por su aspecto tan cadavérico no estoy seguro. Entonces el


teniente se ensañó con ellas, estaba fuera de sí, las insultaba y las llamaba perras, piojosas, cerdas<br />

judías y veo claramente cómo cogió a un par de ellas y las zarandeó así, como si fueran muñecas,<br />

tan poco pesaban, y las lanzó por el aire, parecían talmente un pelele. Cuando aterrizaron no se<br />

movieron más y el teniente se retorcía de la risa, lloraba de la risa sin poderse contener.”<br />

Sesión del 10 de Junio:<br />

“Una tarde todo el mundo se puso nervioso, no estoy seguro del motivo. Me acuerdo de una larga<br />

fila de prisioneros que son conducidos a un edificio oscuro, al fondo del campo. Yo me encargo de<br />

evitar que se descontrolen, a culatazos si hace falta, pero uno de ellos se sale de la fila gritando y<br />

llorando, y se pone delante de mí, de rodillas, implorando algo en un idioma que no conozco. Me<br />

pongo muy nervioso y le repito varias veces que regrese a la cola, le amenazo con el fusil y le<br />

empujo con el pie. No acabo de ver bien su cara, creo que era moreno, es lo único que puedo<br />

recordar; moreno y pequeño y gime como un bebé. Otro compañero a mi lado se ríe y me señala<br />

algo en el fondo del patio, de donde surgen un par de soldados con perros. No sé cuántos son, no<br />

obstante aún puedo oír sus ladridos y sus gruñidos cuando los lanzan contra el enemigo, que<br />

empieza a gritar y a revolcarse por el suelo. Poco después se calla y queda tendido, inmóvil y<br />

cubierto de sangre. Alguien en la fila empieza a llorar y se calla ante las amenazas de mis<br />

compatriotas. Del edificio recuerdo que salía humo por una gran chimenea y había un hedor<br />

insoportable. No veo con claridad qué sucedía allí, donde mucha gente daba órdenes y cientos de<br />

detenidos eran golpeados e introducidos allí a la fuerza.”<br />

Sesión del 12 de Junio:<br />

“Sé que esta memoria sucedió hace relativamente poco tiempo, aunque no sé el día con certeza.<br />

Nos ordenaron destruir todos los papeles y documentos que pudiésemos, quemándolos,<br />

destrozándolos, daba igual el método. Había un par de mandos que supervisaban la operación y<br />

nos metían prisa todo el rato. A uno de ellos lo puedo vislumbrar más detalladamente: era bajo,<br />

rechoncho, con cara de buena persona, en cambio no paraba de gritarnos y amenazarnos para que<br />

continuásemos con el procedimiento. A mi lado siento una sombra; es un muchacho muy joven,<br />

que parece asustado y murmura todo el rato que él no debería estar aquí, que todo esto no tiene<br />

sentido, que vamos a perder la guerra. Para mí no deja de ser una sombra, sólo puedo reconocer su<br />

voz, con un fuerte acento del sur, y sus gestos repetidos sacando papeles de los archivos, a<br />

montones, arrojándolos a continuación a la gran hoguera que hay en el centro del patio. Es el<br />

mismo patio donde está el edificio oscuro y vuelvo a ver la inmensa fila de detenidos, sólo que<br />

ahora el olor es a papel ardiendo, a cenizas de papel y cartón y no es tan molesto. Entre los papeles<br />

no logro recordar con claridad nada, sé que hay fotos, fichas o listas, no sé. Hay una fotografía que<br />

me viene a la memoria: es un niño, con el pelo muy corto, que mira a la cámara aterrorizado. Junto<br />

a la imagen había también una estrella de los judíos. Me acuerdo que ardió enseguida.”


Juanma Beltrán ­ Clase XXXI – <br />

Una mañana soleada de verano trajeron a mi consulta a un hombre que no recordaba nada.<br />

Lo encontraron semiinconsciente en la playa, junto a una vieja barca de remos y una escultura de<br />

arena de gran belleza a medio hacer. La figura parecía representar un globo terráqueo con las<br />

tierras de la antigüedad dibujadas de forma precisa. Los agentes que llegaron hasta allí<br />

fotografiaron todo y los entendidos que las pudieron ver comentaron que era de gran calidad.<br />

Como era verano el hombre iba en bañador y no llevaba identificación, igual que la supuesta barca<br />

en la que llegó. Sus arrugas y su calva me recordaban las mías. Enseguida simpatizamos.<br />

­ Hacer figurillas de arcilla me relaja doctor. Reconozco muchas cosas de las que veo, y aunque sigo<br />

sin saber nada de mí, sé lo que es una barca, una playa y hacer una figura de arcilla. Sé lo que es la<br />

sangre y porqué estoy aquí.<br />

Mientras decía eso,dejaba una figura de arcilla sobre la mesa, otro globo terráqueo muy bien<br />

hecho, la verdad, pero ya los tenía repetidos. Siguió con su explicación.<br />

­ También sé lo que es un psiquiatra y un sanatorio mental. Y que a la policía le preocupa la sangre<br />

que encontraron.<br />

<strong>El</strong> comisario, con el que colaboraba a menudo, me pidió que le ayudara a recordar porque<br />

había algo inquietante cuando le encontraron: tenía restos de sangre propia y ajena, tanto en su<br />

cuerpo como en el bote encontrado en la playa.<br />

- Pero lógicamente no podemos acusarle de nada. No tenemos víctima.<br />

Le internamos en un sanatorio hasta que recuperara algo de su pasado que nos permitiera<br />

descubrir quién era. Debía ser alguien solitario, no había ninguna denuncia de desaparición<br />

coincidente con sus rasgos físicos. En el sanatorio no paraba de hacer pequeñas esferas de arcilla:<br />

más globos terráqueos.<br />

Cogiendo la figurilla que había dejado sobre mi mesa le pregunté si le interesaba el arte.<br />

Levantó los hombros con indiferencia: .<br />

­ ¿Por qué hizo aquel globo terráqueo en la playa? Sabe, estaba muy bien.<br />

­ Lo hice sin pensar. Al amanecer, el sol apretaba. Recuperé el conocimiento. Tuve una mala<br />

sensación, salté de la barca y un impulso me llevó a hacer aquella esfera de forma febril.<br />

Inmediatamente me sentí mejor, pero no tuve fuerzas para acabarla. Me desmayé de nuevo.<br />

Después, el hospital, ya sabe.<br />

Con terapia normal no avanzábamos, así que en la siguiente sesión, dos días después,<br />

empezamos una regresión hipnótica. Se tumbó sobre el diván.<br />

­ …Tres, dos, uno…¡ya!. Diríjase a un momento del pasado que esté relacionado con lo que le<br />

sucedió en la barca –mi voz era firme.<br />

Tras casi un minuto de silencio el amnésico comenzó a hablar, temblando.<br />

­ Estoy en un edificio que parece una facultad. (duda) Voy de una clase a otra con un chico bien<br />

parecido y los estudiantes con los que nos cruzamos por el pasillo parece que le tienen mucha<br />

estima. Los dos somos muy jóvenes, aún tengo pelo (se ríe).<br />

Calló durante unos segundos. Tras unas frases incoherentes continuó.<br />

­ Creo que es un chico popular. (silencio) No, lo sé. Lo admiro como el resto de la gente, por sus<br />

capacidades sociales más que por su talento. Como soy tan tímido, me siento importante a su lado.<br />

Me gusta que nos vean juntos.<br />

­¿No es raro que alguien tan popular vaya contigo que eres tan retraído?<br />

­ También sé que él aprecia mi arte. Es una simbiosis: yo le ayudo en las prácticas y él me deja ir<br />

con él. Creo que me atrae, pero a él le gustan las chicas. Y guapas.<br />

En esa sesión no pasamos de ahí. En las siguientes no avanzamos gran cosa, iba de un pasillo a<br />

otro de la facultad, pero ningún nombre ni nada identificable. Casi siempre iba con ese mismo<br />

chico.<br />

Pero ocurrió algo importante cuando se cumplió la quinta semana de su ingreso. Encontraron<br />

el cadáver de un importante escultor, un tal Eduarflé. Su cuerpo apareció a unos kilómetros de


donde encontraron al amnésico, casi oculto entre unas rocas. La marea lo habría llevado hasta allí.<br />

<strong>El</strong> análisis de la sangre hizo concluir a los forenses que era la misma que la encontrada en mi<br />

paciente. <strong>El</strong> comisario me telefoneó nervioso .<br />

Investigaron el entorno más cercano del escultor fallecido, nadie reconoció a mi<br />

desmemoriado, pero los compañeros de facultad de Eduarflé, sí. Se llamaba Otnelat y casi nadie<br />

podía decir nada de él. Aunque recordaban que tenía talento, nunca supo vender bien sus<br />

esculturas. Iba mucho con Eduarflé.<br />

Fui hasta el sanatorio a verle. Una foto de Eduarflé fue suficiente para crear en él una fuerte<br />

reacción. Se puso a llorar como un niño, era el mismo chico que veía en sus regresiones. Pero su<br />

propio nombre, Otnelat, no le decía nada ni a él mismo. <strong>El</strong> comisario me avisó, el tiempo iba en su<br />

contra. Tenía que ayudarle. Lo cité para el día siguiente en mi consulta. Ya con la nueva<br />

información la cosa avanzó bastante. Su memoria hizo un clic, aunque no muy fuerte.Resumo lo<br />

que sucedió en aquella sesión:<br />

­ Eduarflé y yo estamos remando. Estaba trabajando con él en su casa­taller de la playa y me dijo<br />

que le apetecía dar un paseo en barca. Es un atardecer tranquilo de verano. Siempre nos vemos a<br />

escondidas, hace años que Eduarflé no quiere me vean con él... (duda unos segundos) Eduarflé cae<br />

ensangrentado al agua (calla largo rato).<br />

No había más detalles. Si no conseguía más información, Otnelat estaría en serios apuros. <strong>El</strong><br />

comisario me apremió y me puse a investigar por mi cuenta en las vidas de los dos implicados. La<br />

información sobre Eduarflé era abundante; la de Otnelat era escasa, inexistente como escultor.<br />

Entre otras cosas, averigüé que la última exposición de Eduarflé fue suspendida por su<br />

desaparición. Un gran Atlas, ser mitológico que sostiene el mundo sobre sus hombros, iba a abrir la<br />

sala más importante de la exposición. La asociación fue casi inmediata: Atlas y el mundo. Un globo<br />

terráqueo era lo que había visto en la foto de la escultura de arena. Y también en las figurillas de<br />

arcilla que me traía incansablemente al despacho. Me acerqué hasta la casa­taller de Eduarflé en la<br />

playa. Al gran Atlas le faltaba la bola del mundo.<br />

Necesitaba otra regresión. Una última oportunidad para Otnelat. Forcé otro clic.<br />

­ …Tres, dos, uno (silencio). Otnelat, ¿por qué esa obsesión con el globo terráqueo?<br />

­ (duda unos segundos, yo le presiono) Eduarflé tiene que rematar su obra definitiva: el Atlas. Pero<br />

estoy cansado de no tener ningún reconocimiento de sus obras. Todas se las he hecho yo. Al<br />

atardecer me dice que demos un paseo en la barca. Sabe que no me puedo negar a nada de lo que<br />

me pide.<br />

­ ¿Qué ocurre en la barca Otnelat?<br />

­ Hemos discutido sobre la finalización de la obra. Yo no estoy motivado para acabarla. No<br />

entiende que lo que quiero es un poco más de cariño, reconocimiento por su parte, aunque ya sé<br />

que no está interesado en mí. (Llora) sólo le pido un poco de consideración.<br />

­¿Cómo se lo toma él?<br />

­ Piensa que quiero chantajearlo (muestra su indignación), delatar el fraude de toda su obra. Pero<br />

no es así, yo le quiero y sólo deseo que me considere un poco más.<br />

­ Sigue, por favor<br />

­ (Se seca las lágrimas) No merezco esto. Estoy muy nervioso, mirando al mar. Eduraflé sigue erre<br />

que erre, indignado. Viene muy rápido hacia mí y me sacude los hombros. Empieza a gritarme:<br />

. No<br />

tiene mucha fuerza pero me rebelo y empezamos a forcejear. Me lanza un puñetazo y me sangra la<br />

nariz. Le doy aún más fuerte y empieza a sangrar abundantemente de una ceja. Tengo más brío<br />

que él, pero en el forcejeo me hace una zancadilla. A la misma vez que caigo, el pierde el equilibrio.<br />

Se da con la popa en la cabeza antes de caer al agua; yo al golpearme sobre el ancla enrollada<br />

también pierdo el conocimiento. Mi Eduarflé (vuelve a llorar).<br />

Hace unos días, en la sección de cultura del periódico, veo a un Otnelat triste inaugurando<br />

su primera exposición; el Atlas terminado se ve al fondo. <strong>El</strong> impacto mediático de aquellos hechos<br />

ha permitido el reconocimiento de su obra. Un letrero a la entrada:


todo mi cariño>>. Tengo que llamarle un día de estos.


<strong>El</strong> caso de Jean Michell Genet<br />

Por Raúl Márquez<br />

<strong>El</strong> ciudadano francés Jean Michell Genet fue encontrado por una comisión de la policía del<br />

estado Mérida, el día 5 de agosto de 2008. Eran las dos y media de la madrugada,<br />

aproximadamente. Vagaba por la avenida Glorias Patrias, con las ropas deshilachadas, como un<br />

moribundo, casi arrastrándose, presentando un cuadro severo de deshidratación, según el informe<br />

posterior de los médicos de turno del Hospital Universitario. Horas después, se percatarían de lo<br />

peor. Y es que el día 6, un pasante de medicina que había vivido en Francia, al conversar con el<br />

susodicho, llegó a una conclusión inesperada: Jean Michell Genet presentaba signos de haber<br />

perdido la memoria, pues no supo decir quién era ni qué estaba haciendo en una ciudad<br />

venezolana a más de ocho mil kilómetros de su París natal. De eso me enteré cinco días después, al<br />

recibir un correo electrónico del Embajador de Francia en ese país, gran amigo mío, quien me pidió<br />

me encargase del caso y así aprovechas y conoces este gran país, fueron las últimas palabras de su<br />

email.<br />

<strong>El</strong> Air France aterrizó en Maiquetía a la hora señalada. Allí me esperaba un enviado de<br />

Victorín, quien me llevaría a Caracas, a la sede de la Embajada. Al siguiente día volé a Mérida. Al<br />

llegar al Hospital Universitario, me puse al tanto de todo, revisé las placas y estudios realizados a<br />

Genet, discutí los resultados con los médicos que practicaron los exámenes. No observé ninguna<br />

anomalía, coincidiendo con el grupo de neurólogos venezolanos, en que el origen de la amnesia<br />

debía ser psicoafectivo.<br />

La primera entrevista comenzó a las 9 de la mañana. Duró aproximadamente 25 minutos.<br />

Efectivamente, el tipo no recordaba nada. Sabíamos su nombre, edad y otros datos, gracias a su<br />

pasaporte. Decidí someterlo entonces a la Hipnoterapia. Era todo un reto para mí, pues era la<br />

segunda vez que iba a aplicar este tratamiento.<br />

En la sesión N°1, Genet me describió algunas imágenes de su infancia, pero no pudo<br />

precisar el nombre de sus familiares (ya sabíamos que tenía dos hermanas y que sus padres habían<br />

fallecido en un accidente automovilístico). Le pregunté por su estancia en Venezuela, con mirada<br />

perpleja me dijo que no tenía la mínima idea de lo que hacía aquí. Luego me habló de una mujer.<br />

Tuve que terminar abruptamente el encuentro para evitarle un posible ataque de pánico. Comenzó<br />

a decir incoherencias y a llorar de modo desesperado. La enfermera le aplicó un calmante.<br />

En horas de la tarde del día siguiente se llevó a cabo la sesión N° 2. Supe que Genet había<br />

cruzado parte de Europa en motocicleta, junto a grupo de compañeros de la Universidad de<br />

Toulouse. Me narró la crónica de ese periplo, lleno de aventuras sin par y mucha adrenalina. Al<br />

cabo de tres horas, fui conociendo detalles de su personalidad. Recuerdos inconexos me permitían<br />

cifrar varias hipótesis sobre su pasado, pero al mismo tiempo me presentaban nuevas lagunas en<br />

cuanto a su presente.<br />

En las sesiones tres y cuatro no adelantamos mucho. Imágenes yuxtapuestas, sin ningún<br />

<strong>hilo</strong> cronológico que las organizara en el tiempo. Por su manera de expresarse, sus gestos y<br />

ademanes, supe desde la primera consulta que Genet era un tipo cosmopolita, un conocedor del<br />

mundo, a pesar de sus 28 años. Un intelectual, tal vez un escritor.<br />

La mañana del día 19 de agosto recibí una llamada en mi habitación. Genet había muerto en<br />

una absurda circunstancia. Al parecer, se cayó en el baño, recibió un fuerte golpe en la cabeza y<br />

hasta ahí llegó su historia… Ha pasado un mes desde entonces. He aquí el reporte global de sus<br />

últimas memorias…<br />

“Un sol intenso, sí, una calle abarrotada de buhoneros y vendedores de C.D piratas, el capó<br />

de los coches resplandecientes bajo la canícula de agosto. Íbamos a un paseo; al fondo la torre Eiffel<br />

se iba ocultando en el horizonte, como el mástil de un barco que se aleja hacia países lejanos.<br />

Recuerdo que la llamé, una, dos, tres veces, pero no escuchó o no quiso coger el auricular.<br />

Recuerdo un campo de girasoles, y unos niños casi de mi edad jugando entre ellos. Un olor, doctor,<br />

un olor familiar, que me pone la piel de gallina y me provoca una nostalgia terrible, así es doctor,<br />

algo indefinido, una imagen, una presencia… También recuerdo el viaje: éramos doce adolescentes,


ajo la lluvia o bajo el sol. De París a Marsella, a Bruselas, a Ámsterdam, a Barcelona, a Madrid…<br />

La bitácora de una aventura cargada de pequeños accidentes, de paisajes de ensueño y gente<br />

maravillosa…<strong>El</strong>la y su cabello largo y suave, como para un comercial de champú, ella y su<br />

indecisión, y luego el viaje, 16 horas de sol de París a una ciudad que no recuerdo, y nuevamente<br />

ese olor familiar, doctor, esos espejismos, y los niños que corren tras un balón desinflado y el<br />

mundial de fútbol, recuerdo que por la tele lo comentaban a cada rato, el mejor mundial de la<br />

historia, y luego ella y su mirada triste, sus ojos que me pedían que los quisiera, y una música de<br />

acordeones vibrando en mis oídos, y un libro de Proust olvidado en una cama de hotel<br />

cualquiera…”<br />

Mediados de septiembre, otoño cae sobre la ciudad. Hace frío. Aunque he intentado olvidar<br />

el asunto de Genet, no puedo. Hace dos horas hablé con su hermana. Está muy triste, pues<br />

precisamente hoy cumplía los 29. A todas estas hay algo que me intriga, un papelito con el nombre<br />

de una mujer. Estaba dentro del pasaporte. Alejandra Díaz. Ayer leí en una página digital su<br />

nombre. La mujer en cuestión era la cabecilla de una banda de secuestradores cuyo radio de acción<br />

se centraba en Mérida, la ciudad andina venezolana donde ocurrió todo. ¿Será la misma?


LA NOTICIA<br />

Por Laura Luna<br />

- Doctor, la verdad es que no sé por dónde empezar.<br />

- No se preocupe, relájese y simplemente cuénteme lo que vaya recordando. No importa si lo<br />

que dice no tiene sentido<br />

- Hacía sol, de eso sí me acuerdo. Debía haber ido a comprar el periódico... es lo que hago<br />

todos los días sin excepción… pero luego el periódico no estaba entre las cosas que me<br />

devolvieron en el hospital… ni tampoco estaba dentro del bolso<br />

- ¿Recuerda a qué hora salió de casa?<br />

- No, pero siempre voy a por el periódico entre las 9 y las 10. Suelo ir a esa hora y luego me<br />

voy al bar de la esquina a tomar un café con leche y un pincho de tortilla, que es lo que<br />

desayuno siempre… Un momento! Recuerdo un coche con un ambientador verde colgado<br />

del retrovisor… un pino­peste de ésos… Se balanceaba en todas direcciones, pero de repente<br />

se estrelló contra el cristal… y luego todo se hizo oscuro…<br />

- Ése fue el momento en que la atropelló el coche. ¿Recuerda algo más de aquel día? ¿Algo<br />

que no esté relacionado con el coche?<br />

“¿Por qué me duele el pecho? Siento una congoja rara, que me oprime, pero el médico dijo que,<br />

salvo la pérdida de memoria, me encontraba bien, que no hay traumatismos, ni roturas de ningún<br />

tipo. Todo está en orden… No sé...”<br />

- Creo que hablé por el móvil. No sé con quién, la verdad, pero recuerdo que estaba sentada<br />

en el bar porque me puse a juguetear con una servilleta de papel mientras esperaba que me<br />

calentaran el pincho de tortilla. Claro que eso es lo que hago todas las mañanas, o sea que<br />

pudo haber sido cualquier otro día… pero juraría que fue ese día… sí… recuerdo el<br />

periódico sobre la mesa… sin abrir… lo cual es raro porque suelo ponerme siempre a leerlo<br />

inmediatamente… debía estar nerviosa o distraída… algo debía estar rondándome la<br />

cabeza, como si tuviera algo que hacer antes de relajarme y ponerme a leer…<br />

- ¿No habló con nadie en el bar? ¿Algún cliente habitual? ¿Algún vecino?<br />

- No creo. Debí hablar con el camarero para darle los buenos días y pedirle el desayuno, pero<br />

sinceramente ni siquiera me acuerdo de eso<br />

“Estuve deambulando por la calle, pero no sé cuánto tiempo. Me acuerdo perfectamente. Me daba<br />

vueltas la cabeza. Estaba como mareada y ya no hacía sol. Se había nublado… pero ¿por qué? ¿Qué<br />

hacía yo dando vueltas por la calle a las once de la mañana un día entre semana?”<br />

- No tenga prisa. Recuperar la memoria suele llevar tiempo. Es mejor que vaya recordando<br />

poco a poco y finalmente logremos reconstruir la secuencia completa de recuerdos que<br />

intentar acordarse de todo de golpe, porque eso obstaculizaría el proceso de rememoración<br />

y le confundiría<br />

- Se me aparecen imágenes en la cabeza, pero no estoy segura de si pertenecen a aquel día o<br />

son cosas que me han ocurrido en otro momento<br />

“Esta sensación de mareo y de opresión en el pecho no se van. ¿Por qué estoy pensando en un<br />

bebé? La imagen está muy presente. ¿Qué me pasa?”<br />

- Volvamos a la llamada del móvil. ¿Fue usted quien llamó o la llamaron?<br />

- No lo sé<br />

“<strong>El</strong> móvil me lo devolvieron ayer ya arreglado y sé que ese día llamé a la oficina de Amadeo. No


me gusta llamarle al trabajo… de hecho, casi nunca le llamo allí porque aunque nosotros no<br />

tenemos nada más que una amistad, que quedamos a comer de vez en cuando, seguro que la gente<br />

se pondría a cotillear… y yo mientras él viva con otra no quiero líos, que a veces tengo que hacer<br />

esfuerzos para no decirle que si quedamos a tomar una copa, pero no debo, que luego viene Paco<br />

con las rebajas. Pero hacía varios días que no nos veíamos y tenía muchas ganas de hablar con él.<br />

Lo cogió Jesús, de eso sí me acuerdo, pero no tengo ni idea de qué estuvimos hablando. Él no<br />

sabía que era yo, de todos modos. No creo que reconociera mi voz por teléfono. Nunca llegamos a<br />

tratarnos demasiado. Al fin y al cabo, trabajábamos en delegaciones distintas.”<br />

- ¿Su familia? – dije señalando a un retrato de una mujer con un bebé en brazos<br />

- Sí, mi mujer y mi hijo. <strong>El</strong> día que nació tuve que dejar a un paciente en mitad de una sesión<br />

porque el niño se adelantó y tuve que salir corriendo para llevar a mi mujer al hospital<br />

“‘Hola, quisiera hablar con Amadeo, por favor. No está, ha tenido que salir pitando para el hospital<br />

porque su mujer se ha puesto de parto. ¿De… de parto…? … gra… gracias… Ya… ya le llamaré.’…<br />

Ahora recuerdo. Estaba sentada en el bar y al colgar todo me empezó a dar vueltas. Me levanté,<br />

salí a la calle y anduve sin propósito con las piernas temblándome hasta que ví el pino­peste<br />

abalanzándose sobre mí...”<br />

- ¿Se encuentra bien, señora Blanco? Se ha puesto usted pálida. ¿Ha recordado algo más?<br />

- Sí, doctor… me acabo de acordar de que me he dejado el fuego encendido… demasiado<br />

tiempo…


<strong>El</strong> refugio del recuerdo<br />

Mariluz del Rivero<br />

–¿Cuál es su nombre?<br />

–No me acuerdo.<br />

<strong>El</strong> doctor Quijano alternaba la mirada, entre la mujer sentada frente a su escritorio y los papeles<br />

que sostenía en la mano, mientras trataba de hacer un perfil mental de la paciente: sexo femenino,<br />

clase media, entre los treinta y cinco y cuarenta años de edad.<br />

–Dígame señora ¿qué recuerda?<br />

–Solo sé que me encontraron inconsciente en la estación del metro Pino Suárez y me trajeron al<br />

hospital en una ambulancia.<br />

–Su expediente indica una cicatriz que puede haber sido una cesárea. ¿Se acuerda haber dado a luz<br />

alguna vez?<br />

–No, no recuerdo nada.<br />

<strong>El</strong> científico disimulaba su emoción, estos casos representaban para él un manjar en lo que a<br />

Psiquiatría se refiere.<br />

–Es evidente que el tipo de amnesia que usted padece es de naturaleza afectiva. Su resultado se<br />

concentra en experiencias muy emotivas que son rechazadas por la memoria. Lo peculiar en su<br />

caso, es que el impacto de estas experiencias afectivas fue de tal magnitud, que ocasionó la pérdida<br />

de memoria total.<br />

La amnésica lo escuchaba con atención, parecía conforme con la tranquilidad que le brindaba una<br />

mente sin recuerdos.<br />

Mientras daba la explicación, el médico iba analizando a la paciente de pies a cabeza.<br />

–Bien, uno de los métodos utilizados para el tratamiento de la amnesia es la hipnosis. En su caso es<br />

un recurso, y quisiera probarlo antes de aplicar la psiquiatría. Así es que voy a proceder a<br />

hipnotizarla. Por favor recuéstese en el sillón, debe de estar lo más cómoda posible.<br />

La mujer seguía sus instrucciones, la indiferencia la volvía dócil.<br />

–Cuando despierte no podrá recordar nada, pero todo estará grabado para que pueda escuchar lo<br />

que dijo en la sesión. ¿Lista?<br />

La paciente asintió.<br />

<strong>El</strong> psiquiatra comenzó a hablar más despacio, pronunciando claramente las palabras, pero<br />

manteniendo el tono de quien da una orden.<br />

–Relaje todos los músculos de su cuerpo y deje la mente en blanco. Ahora imagine un pasillo muy,<br />

muy largo. En este pasillo hay muchas puertas. Camine hasta que se encuentra frente a una de<br />

ellas. Ábrala y entre. Describa lo que ve.<br />

La mujer hablaba tranquilamente, con seguridad, pero sin mostrar emociones.<br />

–Estoy en mi boda con Mauricio, partimos la torta juntos. Todos aplauden. Él me besa. Mi hermana<br />

Marisa llora de la emoción y me abraza. Siento pena por ella, nunca se casó.<br />

–¿Cuál es su nombre?<br />

–Ofelia.<br />

–Ofelia, salga de ahí, camine por el pasillo y entre en la próxima puerta. ¿Qué ve?<br />

La voz de Ofelia cambió de tono, ahora era el de una niña: – Tengo ocho años. Estoy en mi cama. Es<br />

de noche y está obscuro. Me escondo bajo las cobijas. Tiemblo, tengo miedo. Alguien entra. Es<br />

papá. Se acerca. Se mete en mi cama. Huele a tequila. Acaricia mis cabellos. Me besa el cuello. No<br />

me gusta. Me toca. Quiero llorar. Me dice que no tenga miedo, no me va a lastimar. Pero yo ya se lo<br />

que va a hacer, ya lo ha hecho antes, me hace cosas feas.<br />

<strong>El</strong> doctor interrumpió – abandone esa puerta y vaya a la siguiente. Entre. ¿Qué ve?<br />

La paciente continuó, esta vez recuperando su voz de adulto: – Estoy en el hospital, acabo de dar a<br />

luz. <strong>El</strong> ginecólogo me entrega a mi hija. Es lo más bello que he visto en mi vida. La tomo en mis<br />

brazos. Quiero quedarme así, abrazándola junto a mi pecho, que siga escuchando mi corazón.<br />

– Aléjese y pase a la próxima entrada. Continúe.


– Es mi fiesta de quince años en el club. Me veo muy guapa con mi vestido celeste que me hizo<br />

Marisa. Bailo el vals con mi padre. Estoy contenta por la fiesta, pero no quiero bailar con él. Lo<br />

hago por complacer a mi madre.<br />

– Abandone. Abra otra puerta. Dígame ¿qué es lo que encuentra?<br />

– Estoy en el sepelio de mi hermana Marisa.<br />

– Qué edad tiene usted?<br />

–Treinta y siete años.<br />

– ¿Cómo murió Marisa?<br />

– De cáncer.<br />

– Prosiga con la descripción.<br />

–Terminó el entierro. La gente se comienza a ir. <strong>El</strong> abogado se acerca para darme un sobre que dejó<br />

Marisa para mí. Yo lo guardo.<br />

<strong>El</strong> interés del médico era mayor cada vez – prosiga, describa qué pasa.<br />

– En cuanto llego a casa saco la carta y la leo.<br />

– ¿Qué dice la carta?<br />

–Dice que Marisa es mi verdadera madre. Que la mujer que yo llamaba mamá, era realmente mi<br />

abuela.<br />

<strong>El</strong> doctor cuestiona – ¿Dice quién es su padre?<br />

– Mi padre sí es mi verdadero padre.<br />

– Siga.<br />

– Lloro. Rompo la carta y prometo guardar mi secreto para siempre.<br />

–Muévase y pase a la siguiente entrada.<br />

<strong>El</strong> timbre de voz de Ofelia se convirtió nuevamente en el de una niña: –Tengo seis años. Estoy en el<br />

parque cerca de casa. Marisa me enseña a montar bicicleta sin rueditas. Sostiene el asiento de la<br />

bici con una cuerda. Pierdo el equilibrio y me caigo, pero no lloro, soy muy valiente.<br />

– Parta de ahí hacia la próxima puerta. ¿Qué ve?<br />

–Llego del trabajo. Entro a casa y escucho a Marisita llorar. Voy hacia su cuarto. Escucho la voz de<br />

su padre. Abro la puerta, mi hija está desnuda y él dentro de su cama. Enfurezco. Tomo el bate de<br />

softball de Marisita recargado en el escritorio. Mauricio se levanta y, antes de que pueda decirme<br />

algo, subo el bate con las dos manos y le pego en la cabeza con todas mis fuerzas. Cae al piso.<br />

Marisita grita. Yo salgo a la calle despavorida. Encuentro a la vecina y le pido desesperada que<br />

cuide a mi hija. Sigo corriendo en la lluvia hasta que entro a la estación del metro. Siento que voy a<br />

desfallecer.<br />

La consulta había terminado. Ofelia se disponía a salir del consultorio, pero la voz del doctor<br />

Quijano la detuvo.<br />

–Ofelia, entregaré el audio de esta sesión a su abogado defensor, estoy seguro que ayudará a su<br />

favor.<br />

<strong>El</strong> médico se quedó recargado en el marco de la puerta, viendo como la mujer se alejaba<br />

lentamente por el pasillo. Iba envuelta en un aura de tristeza.<br />

.


Gloria Noriega<br />

¡Error!Contacto no definido.<br />

Un lobo corre velozmente… ¡Una explosión! Me tapo los oídos pero el sonido agudo permanece<br />

rebotando dentro de mi cabeza, distorsionado. Estoy tendido sobre el gélido piso y sé que es el<br />

final. ¿Que ningún final porque aquí sigo? ¿Le llama a esto vivir: preso en medio de dos orejas, sin<br />

pasado ni futuro? Usted me asegura que me acordaré de todo, doctor, pero lo que yo quiero es<br />

olvidar, sacarme esas imágenes (¡y este ruido!) del cráneo. Son lo único que veo, que escucho. De<br />

día y de noche.<br />

<strong>El</strong> lobo… es un perro. Un pastor alemán. Tengo que detenerlo. Corro lo más rápido que puedo ¡Ay!<br />

¡<strong>El</strong> estallido es insoportable! ¡Nooo! <strong>El</strong> suelo… y el final. ¿Y si no logra hacerme recordar? ¿De qué<br />

me serviría saber que soy (¿que fui?) un abogado exitoso, que tengo mi propio despacho, que he<br />

ganado premios internacionales y que mi casa es la envidia de muchos? Ya no quiero que me<br />

enseñe más fotos, doctor. Ahí no me encontraré. Es inútil. Como buscar entre las sábanas para<br />

recordar de qué trataba el sueño.<br />

Hoy advierto más cosas que los otros días. Hay una niña. Tendrá tres años. La miro desde el<br />

inhóspito mármol Santo Tomás, lejana. Llora, en los brazos de su madre, una mujer desagradable.<br />

¿Por qué lo pienso? No sabría decirle, doctor. No, fea no es. Quizá amargada. No sé. Desagradable.<br />

No es la de las fotos. No podría serlo. Por lo tanto esa pequeña no ha de ser mi hija. Usted dice que<br />

tengo una hija… Pero el perro, que sigue corriendo, es de Javier. Ha venido a visitarme esa tarde<br />

anaranjada y violeta. ¿Por qué ha traído al Max?<br />

Mariela se ha asustado cuando ha visto al perro (sí es mi hija, Dios mío, ¿cómo es posible<br />

desconocer a un hijo? Si no se puede recordar con la mente, ¿no debería saberlo el alma?). Se ha<br />

echado a correr, y el Max, creyendo que estaba jugando, se ha lanzado detrás de ella. Javier y yo<br />

hacemos lo imposible por alcanzarlo. Mariela grita. Max se emociona y corre más rápido. Mueve la<br />

cola de contento; me esquiva, burla a Javier, persigue a Mariela. Me aviento sobre él (pero, ¡qué<br />

pendejada!) y, claro, se escapa. Santo Tomás recibe, sin traba alguna mi lóbulo temporal.<br />

¿Cómo que hoy es nuestra última sesión? Doctor, le ruego que no me dé de alta. Se lo<br />

suplico. Mi esposa, Andrea, esa mujer… No puedo recordar que la quiero. Por favor ayúdeme.

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