TEXTOS DESCRIPTIVOS - educastur.princast
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<strong>TEXTOS</strong> <strong>DESCRIPTIVOS</strong><br />
Dibujar, pintar con palabras: eso es describir.<br />
Con las palabras y a través de la descripción nos podemos<br />
representar la realidad del mundo. Aquí vas a encontrarás<br />
algunos ejemplos de descripciones referidas a :<br />
λ ESPACIOS.<br />
λ AMBIENTES, SENTIMIENTOS, SENSACIONES.<br />
λ PERSONAS.<br />
λ DESCRIPCIONES Y AUTORRETRATOS DE PERSONAJES CÉLEBRES.<br />
λ ANIMALES.
∗ La habitación de Pedro era alta y ventilada, pero triste,<br />
monótona. Tejuelas de pizarra empolvada, cubiertas de<br />
uralita, galerías con ropa tendida, mujeres despeinadas con cara de sueño y de<br />
cansancio, niños meados y llorosos, gatos lascivos; pilas de leña, gallineros<br />
apestantes, mocitas descaradas, con la bata entreabierta, descalzas, dando la<br />
papilla a sus hermanitos o lavando la ropa, viejos leyendo diarios atrasados, entre<br />
dos sueños, (...); cristales rotos con remiendos de papel de embalaje, orinales<br />
desportillados y enmohecidos de geranios; mecedoras embarrancadas después de<br />
los naufragios, cajones vacíos de un champaña que no se bebió nunca.<br />
Ramón E. De Goicoechea. Dinero para morir.<br />
∗ Estaba amaneciendo. Me incorporé para desperezarme y entonces lo vi por vez<br />
primera. En medio del océano, majestuoso y amenazador, se alzaba el tétrico islote<br />
de Tökland, medio oculto por una pasada niebla que hacia imprecisos sus contornos.<br />
Su mole rocosa de color triste, yerma de vegetación y vida, y los agrestes<br />
acantilados que rechazaban el oleaje espumante, componían una estampa de muerte<br />
y desolación que invitaba a cualquier cosa excepto a acercarse a sus costas.<br />
Joan Manuel Gisbert. El misterio de la isla de Tökland.<br />
∗ El parque estaba que daba asco. No es que hiciera<br />
mucho frío pero estaba muy nublado. No se veían más que<br />
plastas de perro, y escupitajos, y colillas que habían<br />
tirado los viejos. Los bancos estaban tan mojados que no<br />
se podía sentar uno en ellos. Era tan deprimente que de vez en cuando se le ponía a<br />
uno la carne de gallina.<br />
J. D. Salinger. El guardián entre el centeno.<br />
∗ Juan el Viejo, su hijo, su nuera y sus nietos viven en un pueblo donde las prisas<br />
son raras y se grita poco.
La casa de Juan el Viejo está a la sombra de un castaño, a la vera del camino de<br />
bajar a la playa.<br />
La casa tiene patio, pozo, una veleta en el tejado y una gotera en la cocina.<br />
La veleta es un gato de hierro que saca pecho y abre el<br />
pico, como a presumir amores o avisar que abre el día.<br />
El patio está emparrado de moscatel.<br />
El agua del pozo sabe a agua.<br />
Desde la ventana de la cocina se ve la mar.<br />
Juan Farias. Los caminos de la luna.<br />
∗ La playa es de arena y rocas, grande a la marea baja, apenas playa cuando sube la<br />
marea.<br />
La mar, según le dé amanece tranquila, melancólica o alegre y revoltosa, a veces<br />
mar de fondo, que es un venir solemne y pesado.<br />
También puede enfadarse y entonces levantar las olas y las olas revientan contra<br />
las rocas, revientan la arena y todo es un rugido sobrecogedor.<br />
Juan Farias. Los caminos de la luna.<br />
∗ Todos, y el perro del sacristán con nosotros, volvíamos de la playa, de bañarnos y<br />
jugar a piratas.<br />
Era la hora de irse el sol.<br />
A Poniente, enrojecían las pocas nubes, una en forma de pez espada.<br />
Al Este, tierra adentro, por detrás del castillo del conde Malo, asomaba la luna<br />
llena.<br />
Juan Farias. Los caminos de la luna.<br />
∗ Habían sospechado desde un principio que estaban en una isla (...).<br />
Su forma venía a ser la de un barco: el extremo donde se encontraban se erguía<br />
encorvado y detrás de ellos descendía el arduo camino hacia la orilla. A un lado y<br />
otro, rocas, riscos, copas de árboles y una fuerte pendiente. Frente a ellos, toda la<br />
longitud del barco: un descenso más fácil, cubierto de árboles e indicios de la<br />
piedra rosada, y luego la llanura selvática, tupida de verde, contrayéndose al final<br />
en una cola rosada. Allá donde la isla desaparecía bajo las aguas, se veía otra isla.<br />
Una roca, casi aislada, se alzaba como una fortaleza, cuyo rosado y atrevido<br />
bastión les contemplaba a través del verdor.<br />
William Golding. El señor de las moscas
∗ Ralph se paró, apoyada la mano en un tronco gris, con la mirada fija en el agua<br />
trémula. Allá, quizá a poco más de un kilómetro, la blanca espuma saltaba sobre un<br />
arrecife de coral, y aún más allá, el mar abierto era de un azul oscuro. Limitada por<br />
aquel arco irregular de coral, la laguna yacía tan tranquila como un lago de montaña,<br />
con infinitos matices de azul y sombríos verdes y morados. La playa, entre la<br />
terraza de palmeras y el agua, semejaba un fino arco de tiro, aunque sin final<br />
discernible, pues a la izquierda de Ralph la perspectiva de palmeras, arena y agua<br />
se prolongaba hacia un punto en el infinito. Y siempre presente, casi invisible, el<br />
calor.<br />
William Golding. El señor de las moscas<br />
∗ La peregrinación prosiguió a lo largo de unas mesas en las cuales, bajo toldos de<br />
madera, estaban apiladas las frutas del tiempo: las manzanas amarillas<br />
con la transparencia lustrosa de la cera; las peras cenicientas y<br />
rugosas atadas en racimos y colgantes de los clavos; las naranjas<br />
doradas formando pirámides sobre un trozo de arpillera, y los melones<br />
mustios por una larga conservación, estrangulados por el cordel que los sostenía,<br />
días antes, de los costillares de la barraca, con la corteza blanducha, pero<br />
guardando en su interior la frescura de la nieve y la empalagosa dulzura de la miel.<br />
A un extremo del mercadillo, cerca del Repeso, los panaderos con sus mesas<br />
atestadas de libretas blancas y morenas, prolongadas unas, como barcos, y<br />
redondas y con festones otras, como botones de paje; y un poco más allá los Tíos<br />
de Elche mostrando sus enormes sombreros tras la celosía formada por los<br />
racimos de dátiles de un amarillo rabioso.<br />
V: Blasco Ibáñez. Arroz y tartana.<br />
∗ Subimos por los olivares listados y moteados de luz blanca, donde el aire era<br />
cálido e inmóvil, y finalmente, pasados los árboles, fuimos a salir a un pico desnudo<br />
y rocoso, sentándonos allí a descansar. A nuestros pies sesteaba la isla, brillante<br />
como una acuarela en la bruma del calor: los olivos verdigrises, los negros cipreses,<br />
las rocas multicolores de la costa y el mar liso, opalino, con su azul de martín<br />
pescador y su verde de jade, quebrada aquí y allá su bruñida superficie al plegarse<br />
en torno a un promontorio rocoso, enmarañado de olivos. Debajo de nosotros se<br />
abría una pequeña cala en blanco perfil de media luna, tan poco profunda y con un<br />
fondo de arena tan brillante que el agua tomaba en ella un color azul pálido, casi<br />
blanco.<br />
Gerald Durrell. Mi familia y otros animales.
∗ Rubén vivía cerca de mi casa, en uno de los feos bloques de ladrillo que se<br />
alzaban en los alrededores del instituto, y lo que él podía contemplar a través de<br />
sus ventanas era más o menos lo que yo veía desde las mías: un desolado paisaje de<br />
chimeneas humeantes y enmarañadas vías del tren. En las traseras de aquellos<br />
edificios había un antiguo convento de monjas con un arbolado jardín y, de cuando<br />
en cuando, una voz severa y omnipresente- que sonaba como la utilizada por Vitorio<br />
de Sica para su Juicio Universal- subía hasta los pisos altos y anunciaba en un tono<br />
siniestro y conminatorio: "¡Hermana Dolores, hermana dolores, la llaman al<br />
teléfono!".<br />
Jesús Carazo. Las sombras de la caverna.<br />
∗ Esta semana una casa diferente, una habitación diferente. Al menos entre la<br />
puerta y la cama hay espacio para moverse. Las cortinas son mexicanas, a rayas<br />
amarillas, azules y rojas; la cabecera de la cama, de madera de arce, está decorada<br />
con un paisaje; caída en el suelo, hay una gruesa y áspera manta de lana color<br />
carmesí. En la pared, un cartel anunciando una corrida de toros española. También<br />
hay un sillón granate de cuero, una mesa de roble de color humo, un bote con<br />
lápices, todos con la punta perfectamente afilada, un estante lleno de pipas. La<br />
atmósfera es densa a causa del tabaco.<br />
Margaret Atwood. El asesino ciego.<br />
∗ La habitación está en semipenumbra, pero ella todavía puede ver. La colcha en el<br />
suelo, la sábana retorcida a su alrededor y encima de ellos, como una gruesa<br />
enredadera de tela: la única bombilla, sin pantalla; el papel de color cremoso con<br />
violetas azules, pequeñas y simples, una mancha beige en lo que debía de ser una<br />
gotera; la cadena protegiendo la puerta, demasiado delgada: bastaría con un buen<br />
empujón, una patada con la bota. Si eso ocurriera, ¿qué haría ella? Siente que las<br />
paredes se comprimen y se convierten en hielo. Son como peces en una pecera.<br />
Margaret Atwood. El asesino ciego.<br />
∗ ATARDECER<br />
La ciudad era rosa y sonreía dulcemente. Todas las casas tenían vueltos sus ojos al<br />
crepúsculo. Sus caras eran crudas, sin pinturas ni afeites.
Pestañeaban los aleros. Apoyaban sus barbillas las unas en los hombros de las<br />
otras, escalonándose como una estantería. Alguna cerraba sus ojos para dormir y<br />
se quedaba con la luz en el rostro y una sonrisa a flor de labios.<br />
Rafael Sánchez Ferlosio.<br />
∗ ORILLAS DEL DUERO<br />
A la desierta plaza<br />
conduce un laberinto de callejas.<br />
A un lado, el viejo paredón sombrío<br />
de una ruinosa iglesia;<br />
a otro lado, la tapia blanquecina<br />
de un huerto de cipreses y palmeras,<br />
y, frente a mí, la casa,<br />
y en la casa, la reja,<br />
ante el cristal que levemente empaña<br />
su figurilla plácida y risueña.<br />
Me apartaré. No quiero<br />
llamar a tu ventana.... Primavera.<br />
Viene - su veste blanca<br />
flota en el aire de la plaza muerta -;<br />
viene a encender las rosas<br />
rojas de tus rosales...Quiero verla...<br />
Antonio Machado. Soledades.<br />
La casita de Geraldo es diferente. Nadie le daría por ella ni lo que cuesta una vaca;<br />
en un cajón de oscura piedra pizarrosa que los líquenes adornaron con redondeles<br />
dorados y plateados, como viejas e irregulares monedas antiguas; gruesos<br />
guijarros aseguran las tejas entre las que sale un humo vacilante cuando Geraldo<br />
enciende su hogar; entonces también un ventanuco lateral que nunca tuvo cristales<br />
se pone a fumar el crepitante y oloroso tabaco de las queiroas. Geraldo quisiera<br />
dotar de chimenea a su casita y su pereza le obliga siempre a aplazar el proyecto.<br />
Durante el día, la vivienda de Geraldo se confunde con las rocas, las sombras y los<br />
verdores del castro. Durante la noche, su ventanita iluminada es esa estrella roja y<br />
parpadeante que se puede ver desde quince aldeas y que, como el castro es alto y<br />
la casucha no está lejos de la cima, parece verdaderamenta lucir desde el cielo.<br />
Wenceslao Fernández Flórez. El bosque animado.
⇐ Olía intensamente a pescado, a hortaliza fresca, a pimienta, a embutidos, a<br />
vísceras, a humaredas de churros, y la confusión de todos los olores adquiría a<br />
última hora de la mañana una ligera densidad de putrefacción. Él le habría paso<br />
entre la multitud tomándola del brazo, como guiándola por los callejones de una<br />
medina musulmana: se acordaba de la luz blanca, de los colores planos, de las<br />
superficies de linóleo y de plástico de los supermercados de América y notaba aquí<br />
una excitación de los sentidos que llegaba a aturdirla de felicidad: el rojo de las<br />
carnes sobre los mostradores, el verde oscuro y húmedo de los montones de<br />
cebollas y acelgas, el blanco intenso de las coliflores, el brillo de las escamas de<br />
pescado, la sangre de una cabeza de cordero recién cortada de un hachazo, la luz<br />
espesa y dorada en un chorro de aceite vertido en una botella a través de un<br />
embudo, el olor a vinagre y tomillo de una orza de aceitunas, y sobre todo la<br />
simultaneidad delirante de colores y olores, de gritos agudos o broncos de<br />
pescaderas y hueveras, de pregones de vendedores ambulantes, de aleteos de<br />
pájaros perdidos entre las vigas de las bóvedas, bajo las claraboyas opacas de<br />
suciedad.<br />
A. Muñoz Molina. El jinete polaco.<br />
⇐ En el siglo XVIII vivió en Francia uno de los hombres más geniales y<br />
abominables de una época en que no escasearon los hombres abominables y<br />
geniales. Aquí relataremos su historia. Se llamaba Jean-Baptiste Grenouille y si su<br />
nombre, a diferencia del de otros monstruos geniales como De Sade, Saint-Just,<br />
Fouché, Napoleón, etcétera, ha caído en el olvido, no se debe en modo alguno a que<br />
Grenouille fuera a la zaga de estos hombres célebres y tenebrosos en altanería,<br />
desprecio por sus semejantes, inmoralidad, en una palabra, impiedad, sino a que su<br />
genio y su única ambición se limitaban a un terreno que no deja huellas en la<br />
historia: al efímero mundo de los olores.<br />
En la época que nos ocupa reinaba en las ciudades un hedor apenas concebible para<br />
el hombre moderno. Las calles apestaban a estiércol, los patios interiores
apestaban a orina, los huecos de las escaleras apestaban a madera podrida y<br />
excrementos de rata; las cocinas, a col podrida y grasa de carnero; los aposentos<br />
sin ventilación apestaban a polvo enmohecido; los dormitorios, a sábanas<br />
grasientas, a edredones húmedos y al penetrante olor dulzón de los orinales. Las<br />
chimeneas apestaban a azufre; las curtidurías, a lejías cáusticas; los mataderos, a<br />
sangre coagulada. Hombres y mujeres apestaban a sudor y a ropa sucia; en sus<br />
bocas apestaban los dientes infectados, los alientos olían a cebolla y los cuerpos,<br />
cuando ya no eran jóvenes, a queso rancio, a leche agria y a tumores malignos.<br />
Apestaban los ríos, apestaban las plazas, apestaban las iglesias y el hedor se<br />
respiraba por igual bajo los puentes y en los palacios. El campesino apestaba como<br />
el clérigo; el oficial de artesano, como la esposa del maestro; apestaba la nobleza<br />
entera y, sí, incluso el rey apestaba como un animal carnicero y la reina como una<br />
cabra vieja, tanto en verano como en invierno, porque en el siglo XVIII aún no se<br />
había atajado la actividad corrosiva de las bacterias y por consiguiente no había<br />
ninguna acción humana, ni creadora ni destructora, ninguna manifestación de vida<br />
incipiente o en decadencia que no fuera acompañada de algún hedor.<br />
P Süskind. EL perfume<br />
⇐ - (...) ¿Cómo huele un lactante cuando huele como tú crees que debe oler? vamos<br />
dímelo. (...)<br />
- Pues...- empezó la nodriza- no es fácil de decir porque... porque no huele igual por<br />
todas partes, aunque todas huelen bien. Veréis, padre, los pies, por ejemplo, huelen<br />
como una piedra lisa y caliente...no, más bien como el requesón...o como la<br />
mantequilla...eso es, huelen a mantequilla fresca. Y el cuerpo huele como...una<br />
galleta mojada en leche. Y la cabeza, en la parte de arriba, en la coronilla, donde el<br />
pelo forma un remolino, ¿veis, padre?, aquí, donde ya vos no tenéis nada...- y tocó la<br />
calva de Terrier, quien había enmudecido ante aquel torrente de necios detalles e<br />
inclinado, obediente, la cabeza - aquí, precisamente aquí, es donde huelen mejor.<br />
Se parece al olor del caramelo, ¡no podéis imaginar, padre, lo dulce y maravilloso<br />
que es! Una vez se les ha olido aquí, se les quiere, tanto si son propios como ajenos.<br />
Y así, y no de otra manera, deben oler los niños de pecho.<br />
P Süskind. EL perfume.<br />
⇐ La nueva villa era enorme: una mansión de tipo veneciano alta y cuadrada, con<br />
los muros de un amarillo color narciso pálido, contraventanas verdes y el tejado<br />
rojizo. Se alzaba sobre una colina mirando al mar, rodeada de descuidados olivares<br />
y silenciosos huertos de limoneros y naranjos. Todo el lugar exhalaba una<br />
atmósfera de melancolía antigua: la casa con sus muros llenos de grietas y
desconchones, el eco de sus salones inmensos, las terrazas, en las que el viento<br />
había apilado cúmulos de hojas del pasado invierno, tan rebosantes de enredadera<br />
y hiedra que los cuartos del piso bajo yacían en una perpetua penumbra verdosa; en<br />
el tapiado y hundido jardincillo que se extendía a un lado de la casa, roñosas de<br />
orín sus verjas de hierro forjado, había rosas, anémonas y geranios que se<br />
derramaban por entre los senderos cubiertos de maleza, y los mandarinos,<br />
hirsutos y sin podar, estaban tan cargados de flor que el aroma era casi<br />
asfixiante; más allá del jardín, los huertos yacían quedos y callados, a excepción<br />
del zumbido de las abejas, y, de vez en cuando, el revuelo de un pájaro en las<br />
ramas. Casa y terreno decaían lánguida, tristemente, en el olvido de una colina<br />
abierta al mar brillante y a los montes viejos y desgastados de Albania. Era como<br />
si la villa y el paisaje estuvieran semidormidos, aletargados bajo el sol de<br />
primavera, entregados al musgo, a los helechos y a las legiones de setas diminutas.<br />
Gerald Durrell. Mi familia y otros animales.<br />
⇐ No tuvo más remedio que echar un vistazo al siniestro paisaje que rodeaba su<br />
inmueble: bajo un cielo húmedo donde flotaban algunos grumos oscuros,<br />
deshilachados como su viejo albornoz, se veían las colinas desnudas,<br />
permanentemente hostigadas por el viento; más cerca, junto a la estación de<br />
trenes, se alzaba el barracón de ladrillo donde trabajaba su padre, y, a la derecha,<br />
como dos colosos inmóviles, inexpresivos, levemente totémicos, las dos chimeneas<br />
de una fábrica de plásticos. Un tren de mercancías llegaba por el oeste, muy<br />
despacio, lanzando un silbido ululante y haciendo que ese lado del planeta pareciese<br />
aún más horrible y depresivo. El termómetro que colgaba de un clavito en el<br />
exterior marcaba cinco grados. Rubén sintió un escalofrío y corrió a desplomarse<br />
otra vez sobre el sillón. Era como si de pronto hubiese tomado conciencia de la<br />
hostilidad de todo cuanto le rodeaba: de la hostilidad del paisaje, primero, pero<br />
también de la de aquella habitación demasiado pequeña y de los muebles macizos y<br />
del desnudo pasillo que se alejaba hacia la cocina...Y de las clases, los amaneceres<br />
desnudos, las clases heladas y los anocheceres siniestros de la ciudad.<br />
Jesús Carazo. Las sombras de la caverna.<br />
⇐ Con su padre ocurría más o menos lo mismo. Lo veía condenado a hacer<br />
aburridos cálculos de pesos, distancias y precios en el despacho de mercancías de<br />
la RENFE al que Rubén apenas había entrado ocho o diez veces en su vida (siempre<br />
para llevarle un paraguas, una aspirina o un bocadillo de salchichón). Recordaba, sin<br />
embargo, aquella oscura habitación invadida de mesas, pucheros, plantas<br />
languidecientes y una enorme caja de caudales azul que paradójicamente resultaba
lo único vivo y rotundo en un lugar donde todo parecía rebosado y marchito. Aquel<br />
siniestro recinto le provocaba como un remoto estremecimiento. Tenía la impresión<br />
de que cualquier objeto que se colocase allí dentro- una lámpara un espejo, un<br />
jarrón con flores- acabaría en pocos minutos cubierto por una patina mate y<br />
descolorida. A su padre ya le había ocurrido: cuando volvía a casa parecía arrastrar<br />
todo el peso de aquel polvoriento barracón. Tal vez por eso se desplomaba nada<br />
más llegar en uno de los sillones del comedor y allí permanecía largas horas con los<br />
ojos fijos en la pantalla de cristal. No, su padre tampoco debía de ser feliz. A<br />
veces se le veía estrangular una sonrisa entre sus labios finos, bien dibujaditos,<br />
mientras a los pliegues de la enorme papada afloraba un ligero temblor. Había<br />
tardes en que permanecía tanto tiempo silencioso e inmóvil que todos terminaban<br />
olvidando su presencia. Rubén solía mirar de reojo aquella mole paterna y rigurosa,<br />
e imaginaba también su existencia de principio a fin: primero como un joven<br />
gordito y torpón que se calaba las gafas para prepararse a ejercer de funcionario<br />
perpetuo, más tarde, vencido por una progresiva sobrecarga que con toda<br />
probabilidad un día acabaría inmovilizándolo definitivamente. Al contemplar así, de<br />
punta a punta, la peripecia vital de su progenitor, Rubén volvía a sentir un<br />
estremecimiento, como si temiera que un malévolo destino pudiese condenarle<br />
también a él a aquella melancólica supervivencia.<br />
Jesús Carazo. Las sombras de la caverna.<br />
⇐ Mi padre echó un terrón de azúcar en el café, lo revolvió y dejó la cuchara a un<br />
lado de la taza. Yo lo observaba por encima del borde de mi vaso de refresco. De<br />
pronto lo vi diferente; se parecía a alguien desconocido para mí: más tenue, menos<br />
sólido, de algún modo, aunque más detallado. Rara vez lo había visto tan de cerca.<br />
Llevaba el pelo peinado hacia atrás y recortado a los lados, y tenía entradas en las<br />
sienes; el ojo bueno era de un azul plano, como de papel, su cara, maltrecha aunque<br />
atractiva, presentaba el mismo aire de ensimismamiento que lucía a menudo por las<br />
mañanas, a la hora del desayuno, como si estuviera escuchando una canción o una<br />
explosión distante. Tenía el bigote más gris de lo que se lo había visto antes, y<br />
cuando me puse a pensar en ello me pareció raro que a los hombres le crecieran<br />
aquellos pelos en la cara y a las mujeres no. Incluso su ropa, que no difería de la<br />
que llevaba siempre, se había vuelto misteriosa bajo aquella luz tenue con olor a<br />
vainilla, como si perteneciera a otra persona que se la había prestado. El traje le<br />
iba demasiado grande, era eso. Mi padre se había encogido. Pero, al mismo tiempo,<br />
era más alto.<br />
Margaret Atwood. El asesino ciego.
⇐ EL MAR TRISTE<br />
Palpita un mar de acero de olas grises<br />
dentro los toscos murallones roídos<br />
del puerto viejo. Sopla el viento norte<br />
y riza el mar. El triste mar arrulla<br />
una ilusión amarga con sus olas grises.<br />
El viento norte riza el mar, y el mar azota<br />
el murallón del puerto.<br />
Cierra la tarde el horizonte<br />
anubarrado. Sobre el mar de acero<br />
hay un cielo de plomo.<br />
El rojo bergantín es un fantasma<br />
sangriento, sobre el mar, que el mar sacude.<br />
Lúgubre zumba el viento norte y silba triste<br />
en la agria lira de las jarcias recias.<br />
El rojo bergantín es un fantasma<br />
que el viento agita y mece el mar rizado,<br />
el fosco mar rizado de olas grises.<br />
A. Machado. Soledades<br />
⇐ EL AMOR<br />
Es hielo abrasador , es fuego helado,<br />
es herida que duele y no se siente,<br />
es un soñado bien, un mal presente,<br />
es un breve descanso muy cansado.<br />
Es un descuido que nos da cuidado,<br />
un cobarde con nombre de valiente,<br />
un andar solitario entre la gente,<br />
un amar solamente ser amado.<br />
Es una libertad encarcelada,<br />
que dura hasta el postrero paroxismo;<br />
enfermedad que crece si es curada.<br />
Éste es el niño amor, éste es su abismo.<br />
¡Mirad cuál amistad tendrá con nada<br />
el que en todo es contrario de sí mismo!<br />
Francisco de Quevedo.
Me acerqué y pude comprobar que<br />
era un hombre de raza blanca, como yo, y que sus facciones hasta resultaban<br />
agradables. La piel, en las partes visibles de su cuerpo, estaba quemada por el sol;<br />
hasta sus labios estaban negros, y sus ojos azules producían la más extraña<br />
impresión en aquel rostro abrasado. Su estado andrajoso ganaba al del más<br />
miserable mendigo que yo hubiera visto o imaginara. Se había cubierto con jirones<br />
de lona vieja de algún barco y otros de paño marinero se mantenían en su sitio<br />
mediante un variadísimo e incongruente sistema de ligaduras: botones de latón,<br />
palitos y lazos de arpillera. Alrededor de la cintura se ajustaba un viejo cintón con<br />
hebilla de metal, que por cierto era el único elemento sólido de toda su<br />
indumentaria.<br />
Robert L. Stevenson. La isla del tesoro. (Descripción de Ben Gunn.)<br />
/ Lo recuerdo como si fuera ayer, meciéndose como un navío llegó a la puerta de la<br />
posada, y tras él arrastraba, en una especie de angarillas, su<br />
cofre marino; era un viejo recio, macizo, alto, con el color de<br />
bronce viejo que los océanos dejan en la piel; su coleta<br />
embreada le caía sobre los hombros de una casaca que había<br />
sido azul; tenía las manos agrietadas y llenas de cicatrices,<br />
con uñas negras y rotas; y el sablazo que cruzaba su mejilla era como un costurón<br />
de siniestra blancura. Lo veo otra vez, mirando la ensenada y masticando un<br />
silbido; de pronto empezó a cantar aquella antigua canción marinera que después<br />
tan a menudo le escucharía:<br />
" Quince hombres en el cofre del muerto.../ ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡ Y una botella de ron!"<br />
con aquella voz cascada, que parecía afinada en las barras del cabrestante. Golpeó<br />
en la puerta con un palo, una especie de astil de bichero en que se apoyaba, y,<br />
cuando acudió mi padre, en un tono sin contemplaciones le pidió que le sirviera un<br />
vaso de ron. Cuando se lo trajeron, lo bebió despacio, como hacen los catadores,<br />
chasqueando la lengua, y sin dejar de mirar a su alrededor, hacia los acantilados, y<br />
fijándose en la muestra que se balanceaba sobre la puerta de nuestra posada. (...)<br />
Era un hombre reservado, taciturno. Durante el día vagabundeaba en torno a la<br />
ensenada o por los acantilados con un catalejo de latón bajo el brazo; y la velada<br />
solía pasarla sentado en un rincón junto al fuego, bebiendo el ron más fuerte con
un poco de agua. Casi nunca respondía cuando se le hablaba; sólo erguía la cabeza y<br />
resoplaba por la nariz como un cuerno de niebla,<br />
Robert L. Stevenson. La isla del tesoro. (Descripción de Bill, el capitán pirata)<br />
/ Esta vez se trataba de cierto individuo llamado Kralefsky, en cuyos antepasados<br />
se enredaba un confuso revoltijo de nacionalidades<br />
con predominio de la inglesa. (...)<br />
Al punto decidí que Kralefsky no era un ser humano,<br />
sino un gnomo disfrazado de persona mediante el uso<br />
de un traje anticuado pero muy elegante. Tenía una<br />
cabezota en forma de huevo, de cuyos parietales<br />
planos tiraba hacia atrás una joroba muy redondita.<br />
Esa circunstancia le daba un curioso aspecto de<br />
estar siempre encogiéndose de hombros y mirando al<br />
cielo. La cara se le afilaba con una nariz larga y aguileña de anchas aletas, y sus<br />
ojos, extraordinariamente grandes, eran acuosos, de un tono jerez claro. Había en<br />
ellos una mirada estática y lejana, como si su dueño estuviera despertando de un<br />
trance. La boca ancha y fina lograba combinar altivez y humor, y en aquel momento<br />
cubría su rostro con una sonrisa de bienvenida, dejando ver unos dientes iguales<br />
pero descoloridos.<br />
Gerald Durrell. Mi familia y otros animales.<br />
/ Componían la siguiente invasión tres artistas: Jonquil, Durant y Michael. La<br />
joven Jonquil tenía el aspecto y voz de un búho barriobajero con<br />
flequillo; Durant era huesudo y plañidero, y tan nervioso que si se le<br />
hablaba de improviso casi se salía del pellejo; por contraste, Michael era<br />
un hombrecillo bajo, gordo, con aire de sonámbulo, muy semejante a una<br />
gamba bien cocida con una pelambrera de rizos oscuros.<br />
Gerald Durrell. Mi familia y otros animales.<br />
/ Era un hombrecillo dulce, con magnífica barba de tres puntas y bigote<br />
cuidadosamente engomado como atributos más nobles. Se tomaba muy en serio su<br />
trabajo, y siempre iba vestido como si estuviera a punto de salir pitando para algún<br />
importante acto oficial: chaqué negro, pantalones de rayas, botines color beige<br />
sobre resplandecientes zapatos, una corbata inmensa cual cascada de seda,
prendida con sencillo alfiler de oro, y un alto y lustroso sombrero de copa para<br />
rematar el conjunto.<br />
Gerald Durrell. Mi familia y otros animales.<br />
/ George era un hombre alto y extremadamente delgado que se movía con la gracia<br />
grotesca y descoyuntada de una marioneta. Una barba marrón rematada en fina<br />
punta y un par de grandes gafas de concha ocultaban parcialmente su rostro flaco<br />
y cadavérico. Tenía una voz profunda, melancólica, y un seco y sarcástico sentido<br />
del humor. Cada vez que hacía un chiste, sonreía para su barba con una especie de<br />
placer zorruno totalmente impermeable a las reacciones de los demás.<br />
Gerald Durrell. Mi familia y otros animales.<br />
/...Maximiliano era raquítico, de naturaleza pobre y linfática, absolutamente<br />
privado de gracias personales. Como que había nacido de siete meses y luego me lo<br />
criaron con biberón y con una cabra (,,,)<br />
Era de cuerpo pequeño y no bien conformado, tan endeble que parecía que se lo iba<br />
a llevar el viento, la cabeza chata, el pelo lacio y ralo. Cuando estaban juntos él y<br />
su hermano Nicolás, a cualquiera que los viese se le ocurría proponer al segundo<br />
que otorgase al primero los pelos que le sobraban. Nicolás se había llevado todo el<br />
cabello de la familia, y por esa usurpación pilosa la cabeza de Maximiliano<br />
anunciaba que tendría calva antes de los treinta años. Su piel era lustrosa, fina,<br />
cutis de niño con transparencias de mujer desmedrada y clorótica. Tenía el hueso<br />
de la nariz hundido y chafado, como si fuera de sustancia blanda y hubiese<br />
recibido un golpe, resultando de esto no sólo fealdad, sino obstrucciones de<br />
respiración nasal, que eran sin duda la causa de que tuviera siempre la boca<br />
abierta. Su dentadura había salido con tanta desigualdad, que cada pieza estaba,<br />
como si dijéramos, donde le daba la gana.<br />
B. Pérez Galdós. Fortunata y Jacinta.<br />
/ A la hora indicada apareció Roberto con su prima, a la que llamó Fanny. Era ésta<br />
una mujer de treinta a cuarenta años, muy delgada, de mal color y de tipo varonil y<br />
distinguido; tenía algo de la belleza desgarbada de un caballo de carrera; la nariz<br />
corva, la mandíbula larga, las mejillas hundidas y los ojos grises y fríos. Vestía una<br />
chaqueta de tafetán verde oscuro, falda negra y un sombrero pequeño.<br />
Pio Baroja. La busca.
La mujer dejó veinte céntimos en la mesa y volvió al mostrador. Era ancha,<br />
tetuda, de obesidad enorme, con la cabeza metida entre los hombros, con cinco o<br />
seis papadas en el cuello; despachaba de cuando en cuando una copa, que cobraba<br />
de antemano, y hablaba poco, con displicencia, con un gesto invariable de<br />
malhumor.<br />
Tenía aquel hipopótamo malhumorado al lado derecho un depósito de hojalata con<br />
un grifo para el aguardiente, y al izquierdo un frasco de peleón y un jarro<br />
desportillado con un embudo negro encima, adonde echaba el sobrante de las copas<br />
de vino.<br />
Pio Baroja. La busca.<br />
/ En clase sólo hablaba con Cesar, un chico de su misma edad que también había<br />
repetido un par de cursos. Cesar tenía el pelo cortado a cepillo y la mirada inquieta<br />
de un pájaro. Le apasionaba el deporte y llegaba siempre recién duchado, con los<br />
pelos de punta y oliendo a una colonia casi insoportable que unos primos suyos<br />
fabricaban en la ciudad. Rubén podía percibir aquel olor en los corredores del<br />
instituto y adivinar si su compañero había pasado por allí. Los miércoles Cesar<br />
faltaba siempre a clase para ver los partidos de fútbol por televisión.<br />
Jesús Carazo. Las sombras de la caverna.<br />
/ Su padre era gordo, blandito, de mirada sombría y cráneo cubierto de grisáceo<br />
plumón. El tío Vitorino, en cambio, era flaco, tenía una espesa melena lacia y hacía<br />
gala de una desorbitada simpatía.<br />
Jesús Carazo. Las sombras de la caverna.<br />
/ El de la bata blanca era un tipo siniestro y taciturno al que había que extraerle<br />
cada palabra como si fuera una muela.<br />
Jesús Carazo. Las sombras de la caverna.<br />
/ ¿Cómo serán sus ojos?...Deben de ser azules, azules y húmedos como el cielo de<br />
la noche; me gustan tanto los ojos de ese color; son tan expresivos, tan
melancólicos, tan...Sí...no hay duda; azules deben de ser, azules son, seguramente;<br />
y sus cabellos, negros, muy negros, y tan largos para que floten...Me parece que los<br />
vi flotar aquella noche, al par que su traje, y eran negros...no me engaño, no; eran<br />
negros.<br />
¡Y qué bien sientan unos ojos azules, muy rasgados y adormidos y una cabellera<br />
suelta, flotando y oscura, a una mujer alta...porque...ella era alta, alta y esbelta,<br />
como esos ángeles de las portadas de nuestras basílicas, cuyos ovalados rostros<br />
envuelven en un misterioso crepúsculo las sombras de sus doseles de granito!<br />
¡Su voz!...su voz la he oído...su voz es suave como el rumor del viento en las hojas<br />
de los álamos, y su andar acompasado y majestuoso como las cadencias de una<br />
música.<br />
G.A. Bécquer. "Tres fechas" Leyendas.<br />
Me parecía verla, menuda y nerviosa como una ratita, un manojo de nervios, los<br />
ojos azul pálido muy hermosos tras unas gafas enormes de estudiante aplicada que<br />
aumentaban su hermosura, unos ojos que iluminaban su cara pálida y avispada de<br />
ardilla sabia; la nariz respingona, la boca siempre con una mueca de disgusto, el<br />
pelo estirado hacia atrás y anudado en la nuca con un lacito del color de los ojos,<br />
dos hoyuelos en las mejillas, siempre vestida de gris, siempre con su enorme<br />
cartera de repartidor de correos llena a rebosar de libros y papeles, y los zapatos<br />
de tacón alto para ganar unos centímetros a la naturaleza...<br />
Emili Teixidor. Los crímenes de la hipotenusa.<br />
A Boris no le dio tiempo de sentarse ni de decir nada. Todavía no se había sacado<br />
de la cara la sonrisa de despiste y el gesto de sorpresa y desorientación por todo<br />
el cuerpo, cuando la puerta de la biblioteca se abrió de nuevo para dejar paso a un<br />
hombre alto y grueso como un atlante y con unos bigotes ensortijados como los de<br />
un gato mimado de casa bien. Mostraba una piel de la cara ensortijada y las manos<br />
rojas e hinchadas, como a veces tienen las personas que manejan mucho vino. Los<br />
ojos eran pequeñitos y hundidos en el fondo de un par de cuevas protegidas por<br />
unas cejas largas y espesas como una cortina de pelos. El detalle más<br />
característico, no obstante, era la nariz: una napia torcida y aplastada de<br />
boxeador, un apéndice deformado y maltrecho, una especie de carretera comarcal<br />
de tercer orden con curvas espectaculares, una narizota extrañísima de algarroba<br />
o arveja.<br />
Emili Teixidor. Los crímenes de la hipotenusa.
DESCRIPCIONES Y SEMBLANZAS<br />
Miguel Hernández<br />
En el rostro de Miguel brillaban claros los ojos y claros, clarísimos, los dientes,<br />
rompían entre el ocre de su tez, barro cocido, amasado y abrasado, y capaz de<br />
contener, y rebosar, el agua más fresca. Porque esta era la verdad. Los pómulos<br />
abultados, el pellizco de la nariz, la anchura de su cara, afinada en su base,<br />
asociaban este rostro a la imagen de una vasija de barro popular, gastada y<br />
suavizada por el tiento de su uso, pero enteriza siempre. ¡Ni una grieta, salvo la<br />
que por boca y ojos hacía el frescor de su linfa!<br />
Éste era Miguel. El dril de su chaquetilla, el cáñamo de su alpargata, la hilaza de su<br />
usada camisa eran en él siempre, y todavía, como la materia prima. Se diría que<br />
acababa de arrancarla en el campo, como quien pasa y desgaja y asume una vara de<br />
fresno.<br />
Vicente Aleixandre. Los encuentros .<br />
Federico García Lorca<br />
A Federico se le ha comparado con un niño, se le puede comparar con un ángel, con<br />
el agua ("mi corazón es un poco de agua pura", decía él en una carta), con una roca;<br />
en sus más tremendos momentos era impetuoso, clamoroso, mágico como una selva.<br />
Cada cual le ha visto de una manera. Los que le amamos y convivimos con él le vimos<br />
siempre el mismo, único y sin embargo, cambiante, variable como la misma<br />
naturaleza. Por la mañana se reía tan alegre, tan clara, tan multiplicadamente como<br />
el agua del campo, de la que parecía que venía siempre de lavarse la cara. Durante
el día, evocaba campos frescos, laderas verdes, llanuras, rumor de olivos grises<br />
sobre la tierra ocre; en una sucesión de paisajes españoles que dependía de la<br />
hora, de su estado de ánimo, de la luz que despidieran sus ojos; quizá también de la<br />
persona que tenía enfrente. Yo lo he visto en las noches más altas, de pronto,<br />
asomado a unas barandas misteriosas, cuando la luna correspondía con él y le<br />
plateaba su rostro; y he sentido que sus brazos se apoyaban en el aire, pero que<br />
sus pies se hundían en el tiempo, en los siglos, en la raíz remotísima de la tierra<br />
hispánica, hasta no sé dónde, en busca de esa sabiduría profunda que llameaba en<br />
sus ojos, que quemaba en sus labios, que encandecía su ceño de inspirado. No, no<br />
era un niño entonces. ¡Qué viejo, qué viejo, qué "antiguo", qué fabuloso y mítico!<br />
Que no parezca irreverencia: sólo algún viejo "cantaor" de flamenco, sólo alguna<br />
vieja "bailaora", hechos ya estatuas de piedra, podrían serle comparados. Sólo una<br />
remota montaña andaluza sin edad, entrevista en un fondo nocturno, podría<br />
entonces hermanársele.<br />
Vicente Aleixandre. Los encuentros<br />
Para un gallardo joven. (A Rafael Alberti)<br />
El gallardo joven que conocí en 1934 vestido de violenta camisa azul y de corbata<br />
como una amapola cumple ahora 70 años sin que le haya sido posible envejecer,<br />
aunque ha hecho todo lo posible para llegar a viejo: no se negó a ningún combate, a<br />
ninguna disciplina, a ningún trabajo, a ninguna alegría, a ningún exceso.<br />
Ha sido generoso con su poesía y con su vida. No lo derrotó la derrota ni el<br />
destierro, ni le crecieron arrugas en el corazón cuando cargó, como un bardo<br />
antiguo, con todo el peso de un pueblo, de su pueblo, en el éxodo.<br />
Tuvo un sentimiento magnánimo hacia los injustos y hacia los envidiosos y se<br />
mantuvo como una abeja en el áureo y terrestre vaivén de su poesía.<br />
Cuando se escriba la verdadera historia de España, saldrá a relucir su perfil de<br />
medalla. Y se verá que ese rostro dorado liberó la poesía hispánica: como un<br />
manantial de luz, le agregó la dimensión clásica y popular de su alegría.<br />
Pablo Neruda. Para nacer he nacido. Círculo de lectores.<br />
AUTORRETRATOS<br />
Autoretrato de Antonio Machado:
Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla,<br />
y un huerto claro donde madura el limonero:<br />
mi juventud, veinte años en tierra de Castilla;<br />
mi historia, algunos casos que recordar no quiero.<br />
Ni un seductor Mañara, ni un Bradomín he sido<br />
- ya conocéis mi torpe aliño indumentario -,<br />
mas recibí la flecha que me asigno Cupido,<br />
y amé cuanto ellas puedan tener de hospitalario.<br />
Hay en mis venas gotas de sangre jacobina,<br />
Pero mi verso brota de manantial severo;<br />
y, más que un hombre al uso que sabe su doctrina,<br />
soy, en el buen sentido de la palabra, bueno.<br />
Adoro la hermosura, y en la moderna estética<br />
corté las viejas rosas del huerto de Ronsard;<br />
mas no amo los afeites de la actual cosmética,<br />
ni soy un ave de esas del nuevo gay-trinar.<br />
Desdeño las romanzas de los tenores huecos<br />
y el coro de los grillos que cantan a la luna.<br />
A distinguir me paro los las voces de los ecos,<br />
y escucho solamente, entre las voces, una.<br />
¿Soy clásico o romántico? No sé. Dejar quisiera<br />
mi verso, como deja el capitán su espada:<br />
famosa por la mano viril que la blandiera,<br />
no por el docto oficio del forjador preciada.<br />
Converso con el hombre que siempre va conmigo<br />
- quien habla sólo espera hablar a Dios un día -;<br />
mi soliloquio es plática con este buen amigo<br />
que me enseñó el secreto de la filantropía.<br />
Y al cabo, nada os debo; debéisme cuanto he escrito.<br />
A mi trabajo acudo, con mi dinero pago<br />
el traje que me cubre y la mansión que habito,<br />
el pan que me alimenta y el lecho en donde yago.<br />
Y cuando llegue el día del último viaje,<br />
y esté al partir la nave que nunca ha de tornar,<br />
me encontraréis a bordo ligero de equipaje,<br />
casi desnudo, como los hijos de la mar.<br />
A. Machado.<br />
Autorretrato de Miguel de Cervantes:
Este que veis aquí, de rostro aguileño, de cabello castaño, frente lisa y<br />
desembarazada, de alegres ojos y de nariz corva, aunque bien proporcionada, las<br />
barbas de plata, que no ha veinte años que fueron de oro, los bigotes grandes, la<br />
boca pequeña, los dientes ni menudos ni crecidos, porque no tiene sino seis, y esos<br />
mal acondicionados y peor puestos, porque no tienen correspondencia los unos con<br />
los otros; el cuerpo entre dos extremos, ni grande ni pequeño, la color viva, antes<br />
blanca que morena, algo cargado de espaldas y no muy ligero de pies; este digo que<br />
es el rostro del autor de La Galatea y de Don Quijote de la Mancha.<br />
Miguel de Cervantes. Prologo a las Novelas Ejemplares.<br />
Como tú (Autorretrato de León Felipe)<br />
Así es mi vida,<br />
piedra,<br />
como tú; como tú,<br />
piedra pequeña;<br />
como tú<br />
piedra ligera;<br />
como tú<br />
canto que ruedas<br />
por las calzadas<br />
y por las veredas;<br />
como tú<br />
guijarro humilde de las<br />
carreteras;<br />
como tú,<br />
que en días de tormenta<br />
te hundes<br />
en el cieno de la tierra<br />
y luego<br />
centelleas bajo los cascos<br />
y bajo las ruedas;<br />
como tú, que no has servido<br />
para ser ni piedra<br />
de una Lonja,<br />
ni piedra de una Audiencia,<br />
ni piedra de un palacio,<br />
ni piedra de una iglesia;<br />
como tú,
piedra aventurera;<br />
como tú,<br />
que, tal vez, estás hecha<br />
sólo para una honda,<br />
piedra pequeña<br />
y<br />
ligera...<br />
León Felipe<br />
Homenaje a mi propia alma<br />
Mi alma es la ventana donde muero.<br />
Mi alma es una danza maniatada.<br />
Mi alma es un paisaje con murallas.<br />
Mi alma es un jardín ensangrentado.<br />
Mi alma es un desierto entre la niebla.<br />
Mi alma es una orquesta de topacios.<br />
Mi alma es una rueda sin reposo.<br />
Mi alma son mis labios que se abren.<br />
Mi alma es una torre en una playa.<br />
Mi alma es un rebaño de suplicios.<br />
Mi alma es una nube que se aleja.<br />
Mi alma es mi dolor, mío, por siempre.<br />
Mi alma es el naranjo azul que arde.<br />
Mi alma es la paloma enajenada.<br />
Mi alma es una barca que regresa.<br />
Mi alma es un collar de vidrio y llanto.<br />
Mi alma es esta sed que me devora.<br />
Mi alma es una raza desolada.<br />
Mi alma es este oro en que florezco.<br />
Mi alma es el paisaje que me mira.
Mi alma es este pájaro que tiembla.<br />
Mi alma es un océano de sangre.<br />
Mi alma es una virgen que me abraza.<br />
Mi alma son sus pechos como astros.<br />
Mi alma es un paisaje con columnas.<br />
Mi alma es un incendio donde nieva.<br />
Mi alma es este mundo en que resido.<br />
Mi alma es un gran grito ante el abismo.<br />
Mi alma es este canto arrodillado.<br />
Mi alma es un nocturno y hay un río.<br />
Mi alma es un almendro de oro blanco.<br />
Mi alma es una fuente enamorada.<br />
Mi alma es cada instante cuando muere.<br />
Mi alma es la ciudad de las ciudades.<br />
Mi alma es un rumor de acacias rosas.<br />
Mi alma es un molino transparente.<br />
Mi alma es este éxtasis que canta<br />
golpeando por armas infinitas.<br />
Juan Eduardo Cirlot.
De pronto se hizo el silencio en la sala y todos los ojos se dirigieron hacia la<br />
gran puerta batiente que se estaba abriendo. Entró Cairón, el famoso y legendario<br />
maestro del arte médico.<br />
Era lo que, en épocas más antiguas, se llamaba un centauro. Tenía figura humana<br />
hasta las caderas y el resto de su cuerpo era de caballo. Sin embargo, Cairón era<br />
uno de los llamados centauros negros. Había venido de una región muy remota,<br />
situada lejos, muy lejos, al sur. Por eso su parte humana tenía el color del ébano y<br />
sólo su pelo y su barba eran blancos y rizados; su cuerpo de caballo, en cambio, era<br />
listado como el de una cebra. Llevaba un extraño sombrero de juncos trenzados.<br />
En torno a su cuello colgaba de una cadena un gran amuleto de oro, en el que podían<br />
verse dos serpientes, una clara y otra oscura, que se mordían mutuamente la cola<br />
formando un óvalo.<br />
Michael Ende. La historia interminable.<br />
El gatito, que todavía no tenía nombre y era negro como el de las brujas de los<br />
cuentos, la miró con unos ojos grandes amarillos, que brillaban en su carita de<br />
diablo. Era feo, feísimo, muy flaco, pero a ella le gustó. Pensó: "Parece un gremlin".<br />
Pilar Pedraza. El gato encantado.<br />
Platero es pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera, que se diría todo de<br />
algodón, que no lleva huesos. Sólo los espejos de azabache de sus ojos son duros<br />
cual dos escarabajos de cristal negro. (...)<br />
Come cuanto le doy. Le gustan las naranjas, mandarinas, las uvas moscateles, todas<br />
de ámbar, los higos morados, con su cristalina gotita de miel...<br />
Es tierno y mimoso igual que un niño, que una niña...; pero fuerte y seco por dentro,<br />
como de piedra.<br />
Juan Ramón Jiménez. Platero y yo
Llegó el día y salí en un caballo ético y mustio, el cual, más de manco que de bien<br />
criado, iba haciendo reverencias. Las ancas eran de mona, muy sin cola; el<br />
pescuezo, de camello y más largo; tuerto de un ojo y ciego del otro; en cuanto a<br />
edad, no le faltaba para cerrar sino los ojos, al fin, él más parecía caballete de<br />
tejado que caballo, pues, a tener una guadaña, pareciera la muerte de los rocines.<br />
Demostraba abstinencia en su aspecto y echábansele de ver las penitencias y<br />
ayunos: sin duda ninguna, no había llegado a su noticia la cebada ni la paja. Lo que<br />
más le hacía digno de risa eran las muchas calvas que tenía en el pellejo, pues, a<br />
tener una cerradura, pareciera un cofre vivo.<br />
Francisco de Quevedo. La vida del Buscón llamado don Pablos.<br />
El Dragón posee la capacidad de asumir muchas formas, pero éstas son<br />
inescrutables. En general lo imaginan con cabeza de caballo, cola de serpiente,<br />
grandes alas laterales y cuatro garras, cada una provista de cuatro uñas. Se habla<br />
así mismo de sus nueve semblanzas: sus cuernos se asemejan a los de un ciervo, su<br />
cabeza a la de un camello, sus ojos a los de un demonio, su cuello al de la serpiente,<br />
su vientre al de un molusco, sus escamas a las de un pez, sus garras a las del águila,<br />
las plantas de sus pies a las del tigre, y sus orejas a las del buey. (...) Tienen una<br />
legua de largo; al cambiar de postura hacen chocar a las montañas. Están<br />
revestidos de una armadura de escamas amarillas. Bajo el hocico tienen una barba;<br />
las piernas y la cola son velludas, la frente se proyecta sobre los ojos llameantes,<br />
las orejas son pequeñas y gruesas, la boca siempre abierta, la lengua larga y los<br />
dientes afilados. El aliento hierve a los peces, las exhalaciones del cuerpo los asan.<br />
Cuando suben a la superficie de los océanos producen remolinos y tifones; cuando<br />
vuelan por los aires causan tormentas que destechan las casas y las ciudades y que<br />
inundan los campos. Son inmortales y pueden comunicarse entre sí a pesar de las<br />
distancias que los separan y sin necesidad ce palabras.<br />
Borges. El libro de los seres imaginarios.<br />
Básicamente, las minovacas eran unos caracoles gigantes de color verde oscuro,<br />
con preciosas conchas doradas y verdes sobre el lomo; pero en lugar de cuernos de<br />
caracol, tenían la cabecita gorda de una ternera recién nacida, con dos cuernecitos<br />
de color ámbar y una cascada de pelos rizados cayendo entre ellos. También tenían<br />
los ojos grandes y acuoso, y se movían despacio sobre la hierba morada, pastando
exactamente igual que las vacas, pero arrastrándose como los caracoles. De vez en<br />
cuando, una de ellas levantaba la cabeza y emitía un largo y lamentoso mugido.<br />
Gerald Durrell. El paquete parlante.<br />
Los dos caballos de tiro, Boxer y Clover, entraron juntos, caminando despacio y<br />
posando con gran cuidado sus enormes cascos peludos, por temor de que algún<br />
animalito pudiera hallarse oculto en la paja. Clover era una yegua robusta, entrada<br />
en años y de aspecto maternal que no había podido recuperar la silueta después de<br />
su cuarto potrillo. Boxer era una bestia enorme, de casi quince palmos de altura y<br />
tan fuerte como dos caballos normales juntos.<br />
Una franja blanca a lo largo de su hocico le daba un aspecto estúpido, y,<br />
ciertamente, no era muy inteligente, pero sí respetado por todos dada su entereza<br />
de carácter y su tremenda fuerza para el trabajo. Después de los caballos llegaron<br />
Muriel, la cabra blanca, y benjamín, el burro. Benjamín era el animal más viejo y de<br />
peor genio de la granja. Raramente hablaba, y cuando lo hacía, generalmente era<br />
para hacer alguna observación cínica.; Diría, por ejemplo, que Era el único de los animales de la granja que jamás reía. Si se le<br />
preguntaba por qué contestaba que no tenía motivos para hacerlo.<br />
George Orwell. Rebelión en la granja.<br />
Eran, a mi entender, dos sapos vulgares, pero los mayores de cuantos yo había<br />
visto. Cada uno tenía un diámetro mayor que el de un plato mediano. Eran de color<br />
verde grisáceo, muy granujientos, cubiertos por unos lados y otros de curiosas<br />
manchas blancas donde la piel aparecía brillante y sin pigmento. Allí estaban<br />
sentados cual dos Budas obesos y leprosos mirándome y tragando con ese aire tan<br />
culpable de los sapos. Cogí uno en cada mano: era como sostener dos globos<br />
fláccidos de cuero. Ellos me guiñaron los bellos ojos dorados y se instalaron más a<br />
gusto entre mis dedos mirándome con confianza , mientras las anchas bocas de<br />
labios gruesos parecían esbozar sonrisas un tanto azoradas.<br />
Gerald Durrell. Mi familia y otros animales.<br />
Las moscas son casi tan molestas como las ratas. Los días cálidos acuden en<br />
enjambre al establo, y cuando alguien vacía un cubo acuden a montones al retrete.<br />
Cuando mamá cocina algo acuden a montones a la cocina, y papá dice que es<br />
asqueroso pensar que la mosca que está posada en el azucarero estaba posada hace
un momento en la taza del retrete, o en lo que queda de ella. Si tienes una llaga, la<br />
encuentran y te atormentan. De día tienes encima a las moscas, de noche tienes<br />
encima a las pulgas. Mamá dice que las pulgas tienen una virtud, que son limpias,<br />
pero dice que las moscas son asquerosas, nunca se saben de dónde vienen y portan<br />
enfermedades de todas clases.<br />
Frank McCourt. Las cenizas de Ángela.