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Cuentos del hogar - Biblioteca Virtual Universal

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en la ocasión oportuna devolver la pelota. Cuando se trata de la sátira moral, más de un<br />

dardo se dirige, como es justo, a las mujeres.<br />

«Cuando Cristo andaba por el mundo sanando enfermos y resucitando muertos, una<br />

buena mujer le salió al encuentro, llorando como una Magdalena, y tirándole de la capa, le<br />

dijo:<br />

-Señor, haga usted el favor de venir a resucitar a mi marido, que se ha muerto.<br />

-No me puedo detener -le respondió el Señor-, porque voy a hacer un milagro de padre y<br />

muy señor mío, que es encontrar una buena madre de familia entre todas las mujeres<br />

aficionadas a toros; pero todo se andará si la burra no se para. Lo que yo puedo hacer es que<br />

se te meta en la cabeza que tu marido ha de resucitar, y tu marido resucitará.<br />

«En efecto, a la buena mujer se le metió en la cabeza que había de resucitar su marido, y<br />

su marido resucitó; porque ni los muertos pueden resistir la voluntad de las mujeres».<br />

En este terreno es fácil resbalar, y parece que por él se va a esas alegres fabulillas, a esas<br />

historias picarescas de que gustaba el antiguo espíritu galo: pero Trueba sabe detenerse a<br />

tiempo. No diremos que sus narraciones tengan todas el mismo valor y ofrezcan el mismo<br />

interés, porque algunas hay tan sencillas que rayan en lo pueril, y no merecían el trabajo de<br />

recogerse, y otras exigían que se las tratase más filosóficamente; pero nunca ha procurado<br />

hacer efecto a costa de la moral. Sólo una vez faltó Trueba a este principio capital. Era<br />

joven, y se ocupaba en sus primeros trabajos literarios, componiendo El libro de los<br />

Cantares. El editor, para despertar más la curiosidad <strong>del</strong> público, le pidió que compusiese<br />

algunos picantes, y, en efecto, los compuso; pero al ir a hacerse la segunda edición <strong>del</strong><br />

libro, se apresuró a suprimirlos, y desde entonces ni una frase ni una palabra ha salido de su<br />

pluma que pueda prestarse al equívoco libre. Hasta en esto permanece fiel al carácter de su<br />

raza. ¿Podrá creerse que la lengua vascongada carece de toda expresión deshonesta? La<br />

blasfemia es en ella desconocida; y hoy mismo, en que las costumbres se han alterado algún<br />

tanto en las cercanías de las ciudades, cuando un vascongado se sirve de un término<br />

grosero, tiene que tomarle de la lengua castellana. Lejos nuestro narrador de hacer estos<br />

préstamos, siente que la lengua castellana no haya imitado la casta reserva de la eúscara.<br />

III<br />

Hacía veinticinco años que Trueba residía en Madrid; sus cuentos habían tenido tanta<br />

fortuna como sus poesías; las ediciones se multiplicaban en España, y las traducciones en el<br />

Extranjero, en Inglaterra, en Alemania, y hasta en Rusia; gracias a él, los vascongados<br />

despertaban en todas partes nuevas simpatías: cuanto más se les conocía, más se los<br />

estimaba. Lisonjeados en su amor propio nacional, sus compatriotas quisieron darle un<br />

testimonio de gratitud, al mismo tiempo que utilizaban su talento, y en 1862, reunidos los<br />

representantes de todas las repúblicas de Vizcaya en Junta general so el árbol de Guernica,<br />

Antonio de Trueba fue solemnemente aclamado archivero y cronista, con el sueldo anual de

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