12.05.2013 Views

Watomika pinche aquí - Educación y Pedablogía para el siglo XXI

Watomika pinche aquí - Educación y Pedablogía para el siglo XXI

Watomika pinche aquí - Educación y Pedablogía para el siglo XXI

SHOW MORE
SHOW LESS

You also want an ePaper? Increase the reach of your titles

YUMPU automatically turns print PDFs into web optimized ePapers that Google loves.

FRANZ WEISER<br />

EDITORIAL DIFUSION<br />

Colección La Conquista d<strong>el</strong> Mundo<br />

Edición original en Buenos Aires, 1946.<br />

1


<strong>Watomika</strong>, <strong>el</strong> último cacique de los d<strong>el</strong>awares<br />

© Fran Weiser s.j. (Traducción de Bruno Troll – Obergf<strong>el</strong>l s.j.)<br />

© Editorial Difusíón<br />

Buenos Aires, 1946.<br />

2


Prólogo d<strong>el</strong> traductor<br />

Las nov<strong>el</strong>as d<strong>el</strong> R. P. Weiser no son desconocidas en Sudamérica,<br />

pues dos de <strong>el</strong>las, “La luz de la montaña” y “Gualterio Klinger” o “Un viaje<br />

alrededor d<strong>el</strong> mundo a los quince años” 1 , ya están traducidas al cast<strong>el</strong>lano;<br />

mas también interese también a los queridos lectores saber algo d<strong>el</strong> mismo<br />

autor.<br />

Francisco Javier Weiser es austriaco, nació en Viena <strong>el</strong> 21 de marzo de<br />

1901, e ingresó <strong>el</strong> 7 de septiembre de 1916 al noviciado de la Compañía de<br />

Jesús. Terminado <strong>el</strong> bienio d<strong>el</strong> noviciado y <strong>el</strong> juniorado, fue durante dos<br />

años prefecto en <strong>el</strong> colegio de Kalksburg, cerca de Viena, y otros dos años<br />

profesor en <strong>el</strong> colegio de Linz (Austria alta). Estudió después filosofía y<br />

teología, ordenándose de sacerdote en Innsbruck <strong>el</strong> 26 de julio de 1930.<br />

Terminada la teología hizo su tercera probación de Poughkeepsie N. Y.<br />

(College of Saint Andrew – Hudson). Después, a su regreso en 1932, fue<br />

nombrado director general de la unión de las congregaciones marianas<br />

estudiantiles de Viena y redactor de su revista. En 1938 volvió a los Estados<br />

Unidos y ahora es cura de la Parroquia de la Santísima Trinidad y superior<br />

de la residencia de la Compañía de Jesús en Boston, Mass.<br />

El P. Weiser comenzó a escribir nov<strong>el</strong>as ya durante los estudios, y<br />

todavía recuerdo muy bien <strong>el</strong> éxito que tuvieron. Y seguía y sigue<br />

escribiendo. No puedo enumerar ahora todas sus nov<strong>el</strong>as, pues no las tengo<br />

presentes, sólo quiero decir algo de <strong>Watomika</strong>.<br />

Durante su primera estada en los Estados Unidos <strong>el</strong> P. Weiser recogió<br />

muchos datos históricos y se le ocurrió escribir una serie de biografías. La<br />

primera de aqu<strong>el</strong>las es <strong>Watomika</strong>. En otras describe la vida de dos grandes<br />

misioneros: San Juan de Brébeuf y P. Pedro de Smet S.J., “El gran Sotana<br />

Negra”.<br />

¿Quién era, pues, <strong>Watomika</strong>?, <strong>Watomika</strong> (Pie Rápido) nació en la s<strong>el</strong>va<br />

virgen de Mukagola (Montañas Roquizas) en 1823. Su padre era cacique de<br />

los d<strong>el</strong>awares; su madre hija de colonos franceses. Crióse <strong>el</strong> niño como<br />

pagano entre los wigwams de su tribu y murió en 1889 en San Francisco,<br />

convertido en padre jesuita y siendo director de la gran congregación<br />

1<br />

Las dos obras fueron editadas por Editorial Difusión.<br />

3


mariana de hombres y estudiantes fundada por él mismo, llamándose<br />

entonces P. Jaime Bouchard S. J.<br />

Esta nov<strong>el</strong>a no es, pues, ficción, como la mayoría de los demás<br />

cuentos de indios, sino verdadera historia. Los hechos han sido sacados de<br />

los apuntes d<strong>el</strong> mismo <strong>Watomika</strong> y de las r<strong>el</strong>aciones de los que le rodeaban.<br />

Además <strong>el</strong> P. Weiser conoce muy bien la vida de los indios d<strong>el</strong> Norte, y tenía<br />

muy buenas r<strong>el</strong>aciones con una tribu, que le otorgó las insignias de cacique.<br />

Espero, pues, que como las hazañas de Caupolicán, Lautaro y otros<br />

tantos héroes sudamericanos que aún siguen conmoviendo los corazones<br />

de los jóvenes, así también la historia de aqu<strong>el</strong> indio d<strong>el</strong> Norte hará honda<br />

impresión en sus almas.<br />

La traducción es casi literal y sin ningún retoque; sólo he suprimido<br />

algunos documentos históricos sobre las guerras entre los indios y las<br />

tropas de los Estados Unidos, y no he traducido <strong>el</strong> prólogo d<strong>el</strong> autor, pues<br />

se dirige a un ambiente muy distinto.<br />

En fin, he de agradecer a todos los que me han prestado su<br />

colaboración en esta traducción, que es una tarea bastante difícil <strong>para</strong> un<br />

extranjero.<br />

Colegio Loyola, en la fiesta de San Luis Gonzaga, 21 de junio de 1945.<br />

4


Gac<strong>el</strong>a Blanca<br />

A principios d<strong>el</strong> <strong>siglo</strong> pasado 2 <strong>el</strong> actual estado de Texas era colonia<br />

española. Recorrían las amplias y despobladas praderas aventureros<br />

blancos, en su mayoría gente audaz y temeraria. Pero arriba en las montañas<br />

habitaba la famosa tribu de los comanches, que en pequeños destacamentos<br />

corrían por los llanos y estepas cazando búfalos y cueros cab<strong>el</strong>ludos. ¡Ay<br />

d<strong>el</strong> rostro pálido que cayera en sus manos!<br />

Junto a un afluente d<strong>el</strong> Nueces, <strong>el</strong> Cold River, en un pequeño valle<br />

escondido, se hallaba una tosca cabaña hecha toda de manera, rodeada de<br />

campos y huertos. El arroyo pasaba ruidosamente junto a la casa,<br />

atravesando <strong>el</strong> claro d<strong>el</strong> bosque. Vacas y caballos pacían en la orilla.<br />

Era éste <strong>el</strong> único poblado en un recorrido de muchas jornadas. Un<br />

honrado francés llamado Bouchard vivía allí con su mujer y dos alegres<br />

niños. Luis, de diez años y María de seis. El señor Bouchard luego de<br />

llegado a Texas, se había ido directamente y sin mayores precauciones al<br />

campamento de los terribles comanches. Llevaba consigo algunos<br />

obsequios y a su hijito pequeño en los brazos. Pidió entonces permiso al<br />

cacique de la tribu <strong>para</strong> establecerse en sus tierras, prometiendo a su vez a<br />

los pi<strong>el</strong>es rojas que les daría buena parte de sus productos agrícolas y que<br />

siempre los ayudaría con su poder y conocimientos.<br />

Después de una corta d<strong>el</strong>iberación los comanches aceptaron esta<br />

proposición. Bouchard pudo establecerse en dicho lugar, siendo en<br />

consecuencia <strong>el</strong> único blanco a quien los salvajes no hacían mal. Así vivió<br />

algunos años en <strong>el</strong> territorio de los pi<strong>el</strong>es rojas. Finalmente cumplió con su<br />

promesa dándoles de buena gana parte de sus provisiones. Por su parte<br />

<strong>el</strong>los venían frecuentemente a visitarlo y lo consideraban como amigo y<br />

miembro de la misma tribu.<br />

Pero la vida tranquila y f<strong>el</strong>iz de esta familia terminó horriblemente al<br />

cabo de ocho años. Un día llegó la noticia de que más abajo d<strong>el</strong> Río Grande<br />

un grupo de comanches fue sorprendido y muerto por una banda de<br />

aventureros blancos. Un aullido furioso de venganza y rabia recorrió los<br />

pueblos de los comanches. Ardientes de sed de sangre blandieron los<br />

tomahawks y juraron represalias terribles de los rostros pálidos, olvidando<br />

2 Se refiere al <strong>siglo</strong> XIX, pues la obra es d<strong>el</strong> <strong>siglo</strong> XX.<br />

5


todas las promesas hechas al inocente francés, que vivía pacíficamente en<br />

su territorio.<br />

A la noche siguiente una banda de comanches se internó<br />

caut<strong>el</strong>osamente en <strong>el</strong> valle d<strong>el</strong> Cold River, cercando la casa d<strong>el</strong> colono<br />

blanco. La familia estaba en profundo sueño sin <strong>el</strong> menor presentimiento de<br />

lo que iba a suceder.<br />

De repente retumbaron en <strong>el</strong> valle horrorosos gritos de guerra; de<br />

todas partes salieron los indios <strong>para</strong> asaltar la casa y cayendo de improviso<br />

sobre los moradores los ataron, y robaron cuanto pudieron llevar consigo,<br />

quemando lo demás. El señor Bouchard con su mujer y sus hijas, fue llevado<br />

al campamento de los comanches.<br />

En <strong>el</strong> valle donde pocas horas estaba su cabaña, veíanse subir ahora<br />

hacia <strong>el</strong> ci<strong>el</strong>o columnas de humo iluminadas por <strong>el</strong> resplandor de las llamas<br />

en <strong>el</strong> fondo.<br />

Aqu<strong>el</strong>la misma noche <strong>el</strong> inocente hombre y su mujer fueron<br />

atormentados por los enfurecidos comanches, y después de algunas horas<br />

de tormentos espantosos fueron quemados a fuego lento. Luis y María, que<br />

estaban d<strong>el</strong>ante d<strong>el</strong> poste d<strong>el</strong> suplicio y vieron morir a sus padres,<br />

escaparon f<strong>el</strong>izmente de tan triste suerte sólo por una casualidad. Era<br />

costumbre entre los indios que los caciques adoptaran a los niños de los<br />

enemigos muertos. Así hizo también en esta ocasión, pues apenas se hubo<br />

acabado con los padres, dos caciques, apartándose d<strong>el</strong> círculo de los suyos,<br />

se acercaron a los niños, y <strong>el</strong> uno tomando <strong>el</strong> brazo d<strong>el</strong> niño, dijo: “Este será<br />

mi hijo”. Su compañero hizo otro tanto con la niñita diciendo a su vez: “Esta<br />

será mi hija”. Ahora tenían los niños nuevos padres a quienes debían seguir<br />

a sus wigwams. La gran reunión de los comanches se disolvió, satisfecha la<br />

primera sed de sangre de tan cru<strong>el</strong> manera. Cada tribu se retiró a su<br />

campamento. Luis debió seguir a su nuevo padre a una región lejana, la niña<br />

quedó en <strong>el</strong> campamento principal de Río Nueces, no volviendo los dos<br />

hermanos a verse jamás.<br />

La pequeña María de siete años, se crió y educó en los wigwams de<br />

los comanches según la costumbre india. Su padre, <strong>el</strong> cacique, se gloriaba<br />

de su hija blanca, que pronto sería la perla de los squaws. Rápidamente<br />

aprendió la niña la lengua de los indios, olvidando <strong>el</strong> poco de francés que<br />

había hablado hasta entonces. Se le llamó “Monotavan” (Gac<strong>el</strong>a Blanca).<br />

6


Habiendo nacido y crecido en la s<strong>el</strong>va virgen, Monotavan nunca había<br />

visto ciudad alguna. Por lo cual no se necesitaba mucho <strong>para</strong> hacer de <strong>el</strong>la<br />

una verdadera india. Cabalgaba constantemente con los niños de la tribu,<br />

tiraba con <strong>el</strong> arco y <strong>el</strong> fusil, llevaba <strong>el</strong> tomahawk y <strong>el</strong> cuchillo d<strong>el</strong> monte y<br />

poco a poco su pi<strong>el</strong> blanca se iba bronceando con <strong>el</strong> sol y <strong>el</strong> viento<br />

penetrante d<strong>el</strong> desierto. Con íntimo gozo veía <strong>el</strong> anciano cacique cómo su<br />

hija se desarrollaba y crecía, pues ya era la muchacha más hermosa, viva e<br />

indómita de la tribu.<br />

De todo lo acaecido en sus primeros años no le quedó sino <strong>el</strong><br />

recuerdo de sus padres blancos: que <strong>el</strong>los habían sido amables y buenos,<br />

rezaban a Dios y fueron quemados en <strong>el</strong> poste d<strong>el</strong> suplicio porque algunos<br />

rostros pálidos, abajo, en <strong>el</strong> llano, habían dado muerte a un grupo de<br />

comanches. Un aborrecimiento profundo <strong>para</strong> con los blancos llenaba <strong>el</strong><br />

corazón de la muchacha que ya se había hecho india: con aversión miraba a<br />

los rostros pálidos.<br />

Cuando Monotavan contaba quince años acompañó una vez a su<br />

padre, <strong>el</strong> cacique, en un viaje que hizo al fuerte Red River. Allí la compañía<br />

francesa de pi<strong>el</strong>es tenía una factoría. Detrás de la empalizada de la pequeña<br />

fortaleza estaban las casas de madera de los negociantes y de la guarnición,<br />

y algunas chozas en que se alojaban los cazadores que de tiempo en tiempo<br />

pasaban por aqu<strong>el</strong>los <strong>para</strong>jes.<br />

Mientras <strong>el</strong> cacique cambiaba sus mercaderías con los blancos, la<br />

muchacha inspeccionaba los edificios. Habiendo entrado en una casa de<br />

madera, algunos recuerdos hacía mucho tiempo borrados de su memoria<br />

volvían a reaparecer al mirar atentamente desde su puerta al interior.<br />

Abstraída en estos vagos recuerdos, no se dio cuenta que afuera se<br />

encontraba un indio que había seguido sus pasos desde lejos. Era un joven<br />

y vigoroso hijo d<strong>el</strong> desierto que al ver a la muchacha se había prendado<br />

profundamente de su hermosura. No era como las otras squaws: su pi<strong>el</strong> era<br />

más blanca, su rostro más fino y noble. Durante mucho tiempo se quedaba<br />

mirándola fijamente como una aparición maravillosa. Mas después se acercó<br />

decididamente. Gac<strong>el</strong>a Blanca levantó atónita los ojos y vio d<strong>el</strong>ante de sí a<br />

un indio soberbio a quien no había visto anteriormente. El joven guerrero la<br />

sobrepasaba por una cabeza. Era un guerrero valeroso y de b<strong>el</strong>lo aspecto.<br />

–¿De quién eres hija, hermana? –le preguntó.<br />

7


Gac<strong>el</strong>a Blanca, al hablar con un desconocido, bajó la vista, como lo<br />

mandaba la costumbre, pero sus mejillas empezaron a arder repentinamente.<br />

–Mi padre es Búfalo Gris, cacique de los naini-comanches. Está más<br />

allá con <strong>el</strong> rostro pálido –y mostró la casa d<strong>el</strong> negociante.<br />

–¿Cuál es <strong>el</strong> nombre de mi hermana? –Preguntó <strong>el</strong> guerrero.<br />

–Me llaman Gac<strong>el</strong>a Blanca.<br />

Por largo tiempo la mirada d<strong>el</strong> desconocido estuvo fija en la noble<br />

figura de la hija d<strong>el</strong> cacique, la cual con los ojos bajos estaba frente a él.<br />

Irguióse de pronto, <strong>el</strong> joven indio, con un movimiento tan brusco que hizo<br />

temblar en su cabeza las plumas de águila y lleno de orgullo se dio a<br />

conocer.<br />

–Yo soy Kistalwa, cacique de los d<strong>el</strong>awares. Sorprendida la muchacha<br />

levantó los ojos; vivo rubor enrojeció sus mejillas, y los inclinó de nuevo.<br />

¿Quiere Gac<strong>el</strong>a Blanca ser squaw d<strong>el</strong> cacique de los d<strong>el</strong>awares y<br />

seguirle a su wigwam?<br />

Un ligero temblor sacudió <strong>el</strong> cuerpo de la joven. Permaneció un rato<br />

d<strong>el</strong>ante d<strong>el</strong> guerrero deteniéndose sorprendida: Luego inclinó en silencio la<br />

cabeza.<br />

Sin contestar nada, Kistalwa dio media vu<strong>el</strong>ta y se fue con paso lento y<br />

majestuoso.<br />

Gac<strong>el</strong>a Blanca era todavía demasiado joven <strong>para</strong> casarse<br />

inmediatamente con <strong>el</strong> cacique de los d<strong>el</strong>awares. Con todo la desposaron<br />

solemnemente y una gran fiesta s<strong>el</strong>ló <strong>el</strong> contrato. Algunos días después<br />

Búfalo gris volvió con su hija a la tierra de los comanches. Gac<strong>el</strong>a Blanca<br />

viviría todavía dos años en <strong>el</strong> wigwam de su padre; pero ya ningún cacique<br />

comarcano tendría opción a tomar por esposa a la hija d<strong>el</strong> cacique de los<br />

comanches, pues al otro lado de las montañas vivía un guerrero joven y<br />

valiente, a quien pertenecía según contrato y propia voluntad: Kistalwa, <strong>el</strong><br />

cacique de los d<strong>el</strong>awares.<br />

Y pasados los dos años llegó <strong>el</strong> novio con una escogida tropa de<br />

guerreros trayendo consigo riquísimos presentes. La boda se c<strong>el</strong>ebró según<br />

la costumbre india con banquetes y danzas guerreras. Y la hija de los<br />

comanches, después de una penosa despedida de su padre y de sus<br />

8


compañeros, se dirigió como squaw de Kistalwa a su nueva patria, <strong>el</strong><br />

territorio de caza de los d<strong>el</strong>awares.<br />

9


En los wigwams de los d<strong>el</strong>awares<br />

Los d<strong>el</strong>awares vivían originariamente en <strong>el</strong> este d<strong>el</strong> Nuevo Mundo, en<br />

aqu<strong>el</strong>la bahía que lleva todavía su nombre. Pero poco a poco han ido<br />

replegándose más y más hacia <strong>el</strong> oeste empujados por los blancos.<br />

Numerosos combates hicieron perder a la poderosa tribu gran parte de sus<br />

guerreros y otros fueron cayendo aniquilados por las arteras y cobardes<br />

sorpresas de los blancos. A través de las praderas, los d<strong>el</strong>awares se<br />

retiraron poco a poco hacia las montañas rocallosas encontrando allí, a<br />

principios d<strong>el</strong> <strong>siglo</strong> pasado 3 , nuevos territorios de caza en la región de<br />

Mugakola en <strong>el</strong> Missouri superior. Desde entonces sus vecinos fueron los<br />

famosos sioux, pueblo salvaje, que siempre estaba p<strong>el</strong>eando con todas las<br />

tribus de su alrededor.<br />

Los d<strong>el</strong>awares habían montado sus wigwams en un pequeño valle que<br />

se abría hacia una grande pradera. Allá llevó Kistalwa a su joven esposa. La<br />

perla de los comanches fue recibida con regocijo por toda la tribu. Los<br />

guerreros querían a su poderoso y audaz jefe, y por amor a él prestaban a<br />

Gac<strong>el</strong>a Blanca homenaje y cariño. Además, su figura noble y sus modales<br />

algo diferentes de los de otras squaws les inspiraban un respeto particular.<br />

Era una vida muy f<strong>el</strong>iz la que llevaba la joven squaws blanca al lado de<br />

su esposo. Kistalwa era un genuino hijo d<strong>el</strong> desierto. El influjo de los malos<br />

rostros pálidos no lo había corrompido a él ni a sus guerreros como<br />

acontecía a tantas tribus. Lleno de odio contra los blancos, Kistalwa se<br />

abstenía de todo trato con <strong>el</strong>los. No permitía entrar aguardiente a su<br />

campamento, e inexorablemente rechazaba a los viles traficantes de ese<br />

líquido fatídico. Una leal franqueza y sinceridad, una voluntad decidida y<br />

fuerte, y una valentía que le hacía arrostrar sin temor los p<strong>el</strong>igros y la misma<br />

muerte, eran las características de esta noble naturaleza.<br />

Dos niños vinieron a alegrar <strong>el</strong> wigwam d<strong>el</strong> cacique. Al mayor puso por<br />

nombre Kiwendola (Lobo Negro), al menor, <strong>Watomika</strong> (Pie Rápido). Ambos<br />

tenían la clara tez de su madre, pero <strong>Watomika</strong> era más semejante a su padre<br />

en <strong>el</strong> exterior. Los niños se criaban con los demás de la tribu en <strong>el</strong> desierto.<br />

Pronto <strong>Watomika</strong> llegó a ser <strong>el</strong> orgullo de sus padres. El cacique<br />

descubrió en él una voluntad activa y fuerte, un valor intrépido y una<br />

3 Recordamos que se refiere al <strong>siglo</strong> XIX.<br />

10


chispeante vivacidad. La madre veía esbozarse en <strong>el</strong> corazón d<strong>el</strong> niño un<br />

natural noble, que él intentaba sin embargo disimular con rubor infantil.<br />

Solamente a <strong>el</strong>la concedía de cuando en cuando echar una ojeada hasta <strong>el</strong><br />

fondo de su corazón. Entonces rebozando <strong>el</strong>la de alegría por la rectitud y<br />

nobleza de su hijo, dedicaba a él toda la fuerza y solicitud de su amor<br />

maternal.<br />

Frecuentemente, caída la noche, se les veía sentados juntos en <strong>el</strong><br />

obscuro wigwam. Fuera ardían las fogatas d<strong>el</strong> campamento. A través d<strong>el</strong><br />

tragaluz se veían cómo zumbaban los abetos con <strong>el</strong> viento de la noche, y<br />

cómo entre las ramas se apagaban y encendían las estr<strong>el</strong>las simulando<br />

luciérnagas. En estas horas <strong>el</strong> niño escuchaba apasionado las palabras de<br />

su madre, que hablaba en voz baja, pero sonora. Mil imágenes de vivos<br />

colores se levantaban en su espíritu. Por primera vez oyó hablar d<strong>el</strong> Gran<br />

Espíritu que vive encima de las estr<strong>el</strong>las y es padre de todos los hombres<br />

buenos; que jamás es lícito hacer lo malo y cobarde. ¡Qué llegaría a ser un<br />

servidor d<strong>el</strong> Gran Espíritu, valiente, bueno y justo!<br />

De un modo tierno y conmovedor, como sólo la madre puede hacerlo,<br />

Gac<strong>el</strong>a Blanca recomendada a su hijo <strong>el</strong> amor d<strong>el</strong> deber y de la justicia: la<br />

veneración al hechicero y a los ancianos de la tribu, la obediencia al cacique,<br />

la prontitud <strong>para</strong> ayudar a todos. Que fuera un compañero fi<strong>el</strong> de sus amigos<br />

y camaradas, un adversario temible <strong>para</strong> con los indios enemigos.<br />

Principalmente inspiraba al niño una aborrecimiento profundo hacia los<br />

blancos malos y corruptos, estos aventureros y ladrones que vagaban por <strong>el</strong><br />

país. Cuando hablaba de estos hombres, sus palabras ardían llenas de odio<br />

apasionado. Y <strong>el</strong> niño bebía sediento este odio en su joven corazón.<br />

Cerrando las pequeñas manos se prometió a sí mismo que, cuando fuera<br />

cacique, aniquilaría como a sabandijas a estos perros blancos de la pradera.<br />

Frecuentemente, después de tales conversaciones, <strong>Watomika</strong> no<br />

podía dormirse durante largo rato. En su corazón, afectos y odios se<br />

agitaban en ardiente oleaje. Pero, ¡oh!, ¡qué momentos tan d<strong>el</strong>iciosos<br />

cuando la madre contaba cuentos! Al día siguiente reunía a sus camaradas<br />

en un lejano rincón d<strong>el</strong> bosque y les repetía entusiasmado lo que había oído,<br />

mientras le escuchaban con la boca abierta. Siempre terminaba con una<br />

batalla en que los b<strong>el</strong>lacos blancos eran tomados prisioneros y quemados<br />

en <strong>el</strong> poste d<strong>el</strong> suplicio.<br />

Con gozo <strong>el</strong> cacique seguía este desarrollo de su hijito. Después que<br />

hubo salido de los primeros años de su niñez, tocó ahora al padre iniciarlo<br />

11


en la dura vida d<strong>el</strong> guerrero indio. El tierno niño de ocho años debía<br />

aprender a abstenerse d<strong>el</strong> alimento en las horas que solía tomarlo y aún<br />

ayunar días enteros sin manifestar su necesidad por la menor señal.<br />

Bocados regalados estaban pre<strong>para</strong>dos en <strong>el</strong> wigwam, pero <strong>el</strong> chico, aunque<br />

atormentado por un hambre rabiosa, pasaba insensible ante <strong>el</strong>los. Para<br />

acostumbrarse al frío, debía estar desnudo al aire muchas horas, cuando<br />

hacía frío. El vestido estaba pre<strong>para</strong>do, pero <strong>Watomika</strong> lo rehusaba,<br />

persistiendo con bravura hasta que <strong>el</strong> padre mismo lo llamara. Aprendió a<br />

soportar sonriendo agujazos y cuchillazos.<br />

Entretanto <strong>el</strong> cacique le enseñaba a lanzar flechas con <strong>el</strong> arco, a<br />

manera <strong>el</strong> tomahawk, y a arrancar <strong>el</strong> cuero cab<strong>el</strong>ludo. ¡Qué gozo fue <strong>para</strong> <strong>el</strong><br />

chico, cuando una vez con su cuchillo pudo desollar la cabeza de un blanco<br />

borracho que había matado a cinco indios! El rostro pálido echado en tierra<br />

y sostenido por tres d<strong>el</strong>awares, se estremecía de rabia, pero <strong>Watomika</strong><br />

limpió tranquilo su ensangrentado cuchillo en la hierba, y sin decir palabra<br />

colgó <strong>el</strong> cuero cab<strong>el</strong>ludo en su faja. Con dignidad dejó <strong>el</strong> golpe mortal a sus<br />

camaradas, pues no quería mancharse con la sangre de un inerme “perro de<br />

la pradera”. El cacique estaba al lado mirando a su hijo con satisfacción<br />

llena de orgullo. A la edad de diez años <strong>Watomika</strong> era <strong>el</strong> mejor jinete,<br />

trepador y corredor de todos los niños de la tribu, ganando todas las<br />

apuestas. A todo galope podía saltar d<strong>el</strong> caballo y escurrirse como una<br />

comadreja en <strong>el</strong> bosquecillo próximo. Frecuentemente toda la tribu intentaba<br />

atraparlo en esta ocasión, inútilmente. Después de unos minutos salía de un<br />

matorral, donde menos se figuraban que podía estar. Con fuertes gritos de<br />

admiración y alegría aprobaban los guerreros estas hazañas. Los d<strong>el</strong>awares<br />

se portaban con <strong>el</strong> bravo y diestro muchacho como con un antiguo cacique.<br />

Por último y después de muchos ruegos, <strong>el</strong> niño, a los diez años, pudo<br />

experimentar en la práctica lo que había aprendido: con su padre y los<br />

guerreros salió a la caza de búfalos, y ufano cabalgaba en medio de los<br />

pi<strong>el</strong>es rojas adultos. Muchos días vagaron por la pradera buscando caza.<br />

Calor, hambre, sed y otras fatigas soportaba <strong>el</strong> niño sin señal de dolor o<br />

impaciencia. Y cuando una vez se desmayó por <strong>el</strong> calor y <strong>el</strong> cansancio<br />

excesivo, se avergonzó amargamente. Los guerreros tenían conmiseración<br />

de él y lo admiraban al mismo tiempo. Sólo <strong>el</strong> padre permanecía siempre <strong>el</strong><br />

mismo. Pero sus ojos hablaban a veces y <strong>el</strong> niño debía hacerse gran<br />

violencia <strong>para</strong> no prorrumpir en exclamaciones de alegría por estas tan<br />

valiosas miradas de aprobación paternal.<br />

12


Un día, cuando acababan de volver de una corta salida a caballo,<br />

sorprendió al cacique la nueva de que pocas horas antes, cerca d<strong>el</strong><br />

campamento, un guerrero había sido atrapado de improviso y muerto por los<br />

sioux. Kistalwa llamó luego al consejo de guerra y se decretó perseguir a los<br />

asesinos. En seguida todos estaban listos <strong>para</strong> salir. Entonces <strong>Watomika</strong><br />

acercándose a su padre que ya estaba a caballo, le pidió:<br />

–¡Yo cabalgo con vosotros!<br />

Esto era demasiado <strong>para</strong> <strong>el</strong> cacique<br />

–Hijo mío –dijo frunciendo <strong>el</strong> ceño–, esta no es caza de búfalos, en <strong>el</strong>la<br />

nos va <strong>el</strong> cuero cab<strong>el</strong>ludo y la vida. Eres demasiado joven.<br />

El muchacho, mirando tristemente al su<strong>el</strong>o, dijo en voz baja con la<br />

terquedad de los niños:<br />

–Si mi padre es un cobarde, soy también yo un cobarde.<br />

¡Y he <strong>aquí</strong> que los ojos d<strong>el</strong> cacique echaron llamas con gozo salvaje!<br />

¡No en vano había educado a su hijo!<br />

–¡Cabalgarás con nosotros! –gritó con voz tan alta que los guerreros<br />

quedaron sorprendidos. Después volvió <strong>el</strong> caballo a un lado <strong>para</strong> disimular<br />

sus sentimientos.<br />

<strong>Watomika</strong> tuvo en un momento sus armas a punto y corrió a buscar su<br />

caballo. Pero la madre se le atravesó en <strong>el</strong> camino y llorando le pidió que se<br />

quedara en casa. El niño sacudió despacio la cabeza y se evadió de los<br />

brazos de la madre. Viendo Gac<strong>el</strong>a Blanca que todas sus súplicas eran<br />

inútiles, puso llorando su mano en la cabeza rizada d<strong>el</strong> niño y pidió al Gran<br />

Espíritu que le protegiera. Después le abrazó y le besó. <strong>Watomika</strong> subió al<br />

caballo y los d<strong>el</strong>awares se marcharon a galope largo, valle abajo, hacia la<br />

amplia pradera.<br />

Dos días después volvieron los guerreros. Habiendo alcanzado a los<br />

sioux los habían sorprendido durante la noche. Estos tenían fuerzas muy<br />

superiores, pero no podían mantenerse mucho tiempo contra <strong>el</strong> asalto<br />

valiente de Kistalwa y los suyos. Después de una desesperada lucha<br />

retrocedieron y huyeron. Pero la victoria costó cara, pues Kistalwa fue<br />

herido de muerte en <strong>el</strong> pecho con un hacha de guerra y murió al volver al<br />

campamento.<br />

13


Los guerreros, en silencio, bajaron de su caballo al difunto cacique<br />

poniéndolo en un cuero de búfalo en <strong>el</strong> Gran Wigwam. Tuvieron también que<br />

bajar d<strong>el</strong> caballo al niño, que tenía una herida profunda en <strong>el</strong> muslo. Había<br />

p<strong>el</strong>eado en <strong>el</strong> primer asalto junto a su padre, matando con mucha sangre fría<br />

a dos enemigos con su rifle. Pero después un hacha lo alcanzó en <strong>el</strong> muslo y<br />

lo echó por tierra. En un momento los otros d<strong>el</strong>awares se fueron a su lado y<br />

p<strong>el</strong>earon con desesperación por la vida d<strong>el</strong> niño, hasta que por fin los<br />

enemigos huyeron.<br />

Gac<strong>el</strong>a Blanca y sus dos hijos junto con toda la tribu hicieron vida de<br />

du<strong>el</strong>o por <strong>el</strong> difunto cacique durante un mes. Según la costumbre india, en<br />

ese mes <strong>Watomika</strong> no podía montar a caballo ni llevar armas y tenía que<br />

poner cada día en <strong>el</strong> sepulcro de su padre una fuente llena de su alimento<br />

preferido. Danzas de muerte y cantos lúgubres llenaban los días. Sólo<br />

después de algunas semanas, viendo <strong>Watomika</strong> en sueños a su padre entrar<br />

en los “eternos territorios de caza”, pudo trocar su vida de luto por la caza y<br />

juegos salvajes.<br />

La tribu de los d<strong>el</strong>awares <strong>el</strong>igió en <strong>el</strong> niño <strong>Watomika</strong> a su nuevo<br />

cacique. Pero, impidiéndole todavía su excesiva juventud <strong>el</strong> ejercicio de esta<br />

dignidad, su tío, Wapagong, un valiente guerrero, ocupó entretanto <strong>el</strong> cargo<br />

de cacique.<br />

Un año después de la muerte de su padre hizo <strong>Watomika</strong> con su tío su<br />

primer gran viaje hasta un fuerte de los rostros pálidos en <strong>el</strong> Missouri<br />

superior. Querían allí tratar <strong>el</strong> intercambio y pi<strong>el</strong>es de búfalos. Después de<br />

haber caminado penosamente algunos días a través de valles, estepas y<br />

s<strong>el</strong>vas vírgenes, llegaron al fuerte. El pequeño cacique de los d<strong>el</strong>awares miró<br />

asombrado a través de la puerta de la empalizada las chozas y casas de los<br />

blancos. ¡Jamás había visto wigwams tan grandes y tan raros! ¡Y qué<br />

provisiones las de los blancos! Le parecía que los depósitos escondían<br />

tesoros inmensos. Y en silencio y admirado andaba examinando casa por<br />

casa.<br />

No menos admirados estaban los rostros pálidos observando a este<br />

jovencito indio que a pesar de su rostro tostado mostraba los rasgos de un<br />

muchacho blanco. No hablaba francés ni inglés y si algo le preguntaban<br />

contestaba solamente sacudiendo la cabeza. Sin comprenderle seguíanle<br />

con los ojos, no acabando de entender, si sería éste un hijo de la raza blanca<br />

o de la raza roja.<br />

14


Al tercer día de su estada en <strong>el</strong> fuerte perdió <strong>Watomika</strong> a su segundo<br />

padre: su tío, que hasta entonces lo había cuidado, fue sorprendido de<br />

repente por un guerrero borracho de los sioux que le dio muerte con <strong>el</strong><br />

tomahawk.<br />

Cuando condujeron al muchacho junto al cadáver d<strong>el</strong> asesinado,<br />

estuvo un rato en silencio y espantado. Después pensó en su madre muy<br />

amada, que allá lejos esperaba ansiosa su regreso. Su único compañero<br />

había muerto, y <strong>el</strong> solo no podía volver a casa, ya que apenas sabía la<br />

dirección. Además tenía que caminar a través de muchas tribus enemigas,<br />

donde sólo <strong>el</strong> conocimiento más exacto d<strong>el</strong> lugar hacía posible pasar sin ser<br />

visto.<br />

¡Abandonado, desam<strong>para</strong>do, solo, lejos de la patria, con los<br />

abominables rostros pálidos! Un estremecimiento sacudió <strong>el</strong> cuerpo d<strong>el</strong><br />

joven. Toda la fuerza natural de la nostalgia se apoderó de repente de él.<br />

Junto al sepulcro de su padre había estado <strong>Watomika</strong> sin lágrimas y en<br />

silencio, según lo mandaba la costumbre. Jamás había llorado en los<br />

p<strong>el</strong>igros y dolores, pero ahora, al sentirse solo y abandonado, junto al<br />

cadáver de su tío, <strong>el</strong> soberbio niño indio de doce años, bajo <strong>el</strong> enorme peso<br />

de su angustia, sollozando de repente, se echó al su<strong>el</strong>o, al lado d<strong>el</strong> cadáver,<br />

y lloró gimiendo amargamente.<br />

15


En la escu<strong>el</strong>a de los rostros pálidos<br />

Un cazador americano que por casualidad estaba en <strong>el</strong> fuerte se<br />

encargó d<strong>el</strong> niño desolado, pero pasó mucho tiempo antes de que éste se<br />

tranquilizara y pusiera su confianza en <strong>el</strong> hombre blanco. El cazador hablaba<br />

la lengua de los d<strong>el</strong>awares y por esto podía entenderse con <strong>Watomika</strong>. Le<br />

propuso llevarlo consigo Missouri abajo, hasta San Luis. De allí <strong>el</strong> niño<br />

podría volver a su patria, en la próxima ocasión que se presentara, por<br />

senderos seguros. <strong>Watomika</strong> se detuvo un poco a d<strong>el</strong>iberar, pero después<br />

aceptó agradecido lo que aqu<strong>el</strong> le proponía, pues además, no le quedaba<br />

otra cosa que hacer.<br />

El viaje duraba algunas semanas y lo hacían en un barco de la<br />

compañía de pi<strong>el</strong>es por <strong>el</strong> gran río d<strong>el</strong> oeste. Aquí tuvo <strong>Watomika</strong> la primera<br />

ocasión de conocer la vida de los rostros pálidos, sus fuertes y sus colonias.<br />

La tripulación trataba con gran atención al tímido y taciturno niño indio.<br />

Poco a poco <strong>el</strong> niño con su gran perspicacia fue conociendo que no todos<br />

los rostros pálidos eran “cobardes perros de la pradera”, sino que había en<br />

<strong>el</strong>los muchos hombres nobles y buenos. Entonces recordó <strong>el</strong> asesinato de<br />

su tío y otros acontecimientos anteriores y comprendió que los mismos<br />

indios podían ser cobardes y malos. El odio de su corazón fue atenuándose<br />

poco a poco hasta convertirse en una cierta desconfianza de todas las<br />

personas, ya fuesen indios, ya rostros pálidos. Y <strong>el</strong> int<strong>el</strong>igente niño tomó la<br />

determinación de examinar en lo venidero a todos los hombres con los<br />

cuales se encontraran, <strong>para</strong> confiar en <strong>el</strong>los solamente si fuesen buenos.<br />

Fi<strong>el</strong> a este propósito <strong>el</strong> muchacho llegó a ser más sincero y afable con<br />

su compañero blanco, que con tanto cuidado y bondad lo atendía, y por esto<br />

estaba siempre listo <strong>para</strong> descubrir sus deseos y <strong>para</strong> retribuirle sus<br />

beneficios con pequeños favores. La viva naturalidad y la grave moderación<br />

en sus modales le ganaron un cariño casi paternal d<strong>el</strong> rudo cazador, y<br />

ambos acortaban <strong>el</strong> largo camino aprendiendo lenguas. <strong>Watomika</strong> aprendió<br />

un poco de inglés hasta poderse entender suficientemente con los blancos.<br />

En todas estas nuevas y extrañas experiencias pensaba siempre en su<br />

madre, que estaba tan lejos, y en su patria, adonde lo llevaba su imaginación<br />

impulsada por un vehemente deseo.<br />

Después de un largo camino y muchas escalas en los puertos, llegó <strong>el</strong><br />

barco a San Luis, la gran ciudad d<strong>el</strong> oeste. ¡Cómo se admiró <strong>el</strong> muchacho<br />

16


viendo por primera vez las muchas casas de los blancos, las calles, iglesias<br />

y almacenes! El cazador lo alojó en su misma habitación, y habiéndolo<br />

provisto de un vestido de rostro pálido, le mostró las cosas interesantes de<br />

la ciudad. Para <strong>Watomika</strong> cada casa era una cosa interesante. Con<br />

desconfiada admiración pasaba por las calles, parándose cien veces <strong>para</strong><br />

mirar una y otra cosa. Los transeúntes, sorprendidos, miraban al hermoso<br />

muchacho de pi<strong>el</strong> tostada que se comportaba de una manera tan extraña y<br />

torpe, sin sospechar que era un indio que por primera vez visitaba la ciudad<br />

de los rostros pálidos.<br />

A pesar de los muchos nuevos conocimientos que iba adquiriendo, la<br />

nostalgia de su patria persistía atrayéndolo con mil lazos hacia la pradera.<br />

Muy pronto conoció su amigo blanco lo que pasaba en <strong>el</strong> corazón d<strong>el</strong><br />

muchacho y le llevó en un bote río arriba a Fort Leavenworth, punto de<br />

contacto de los comerciantes blancos y rojos. La vida era muy activa en <strong>el</strong><br />

fuerte. D<strong>el</strong>egaciones de todas las tribus indias d<strong>el</strong> oeste llegaban allí de<br />

tiempo en tiempo <strong>para</strong> trocar su caza de pi<strong>el</strong>es por las armas, herramientas,<br />

utensilios y víveres de los blancos.<br />

Por fortuna <strong>Watomika</strong> no tuvo que esperar mucho tiempo. Dos<br />

semanas después de su llegada al fuerte, llegó también un grupo de<br />

d<strong>el</strong>awares con pi<strong>el</strong>es de castor y cueros de búfalo. Cuando los indios<br />

pasaron por la plaza dirigiéndose a la casa de madera que estaba en <strong>el</strong><br />

centro de <strong>el</strong>la, se oyó un agudo grito desde una ventana. Sorprendidos,<br />

levantaron los ojos y h<strong>el</strong>ados de admiración soltaron su carga. Desde la<br />

casa salió corriendo a toda prisa su joven cacique <strong>Watomika</strong>. Estaba como<br />

fuera de sí y olvidando enteramente la severa costumbre de los pi<strong>el</strong>es rojas<br />

que mandaba disimular sus emociones, lleno de alegría, abrazó y besó a sus<br />

hermanos rojos.<br />

Después de una r<strong>el</strong>ación exacta de cuanto le había sucedido, desde<br />

que dejó su patria, pidió <strong>el</strong> niño que <strong>el</strong> cazador blanco fuera recompensado<br />

generosamente. De buena gana los d<strong>el</strong>awares cumplieron esta petición<br />

regalando al rostro pálido una parte de sus pi<strong>el</strong>es. El resto lo vendieron y<br />

compraron armas, disponiéndose después a regresar a su patria. Por última<br />

vez <strong>Watomika</strong>, agradecido, estrechó la mano de su amigo. Nunca más lo<br />

volvió a ver, y cuando algunos años más tarde quiso visitarlo, <strong>el</strong> cazador ya<br />

había muerto.<br />

Tres semanas duró la vu<strong>el</strong>ta por <strong>el</strong> famoso “Sendero de Oregón” a<br />

través de las praderas, bosques y rocas. Sano y salvo llegó <strong>el</strong> pequeño<br />

17


grupo a su valle nativo. ¡Con cuánto gusto <strong>Watomika</strong> volvió a ver a su<br />

madre, a los compañeros de la tribu y su querido desierto de las montañas<br />

Rocallosas!<br />

Pocos meses después de este episodio llegó <strong>para</strong> <strong>Watomika</strong> <strong>el</strong> gran<br />

acontecimiento de su vida: un misionero protestante, llamado Williamson,<br />

visitó a los d<strong>el</strong>awares <strong>para</strong> ganarlos al cristianismo. No tuvo gran éxito en<br />

esta tribu pagana que tanto desconfiaba de los blancos, aunque se<br />

presentaban como amigos; pero propuso a la madre de <strong>Watomika</strong> que<br />

enviara a su hijo a una escu<strong>el</strong>a <strong>para</strong> darle una sólida cultura: y<br />

despertándose en <strong>el</strong>la la dormida ambición de la raza blanca, consintió.<br />

Pero <strong>el</strong> niño, al oír esta decisión, se opuso desde luego con todas sus<br />

fuerzas. ¿Acaso tendría que dejar la tierra de sus padres y vivir lejos de su<br />

amada madre; ser extranjero entre los rostros pálidos? ¿No era acaso<br />

mucho más grato pasar la vida en libertad de la naturaleza virgen, cazando y<br />

en empresas guerreras, como cacique de una tribu valiente?<br />

Pero sin embargo <strong>el</strong> misionero le había hablado d<strong>el</strong> Gran Espíritu y d<strong>el</strong><br />

hijo d<strong>el</strong> Gran Espíritu, que llegó a la tierra y vivió entre los hombres como<br />

maestro, amigo y redentor; le había hablado de un libro maravilloso, en <strong>el</strong><br />

cual está escrita la vida admirable de este redentor, cuán bueno y noble era,<br />

y cómo murió voluntariamente en un poste de suplicio por los pecados de<br />

los hombres. Él podría leer y aprender todo esto luego que visitase la<br />

escu<strong>el</strong>a.<br />

Una santa curiosidad y un deseo inexplicable de este Jesús de quien<br />

<strong>el</strong> misionero hablaba, se despertó vivamente en <strong>el</strong> niño indio, que era todavía<br />

puro y no llevaba en su corazón ninguna hu<strong>el</strong>la de bajeza o de pecado.<br />

¡Cuán duros, y con todo, cuán hermosos fueron estos días de combates de<br />

ideales en <strong>el</strong> corazón de este niño de trece años! Él mismo, recordando<br />

después estas horas, escribió esta hermosa frase: “La gracia luchó con la<br />

salvaje naturaleza india en mi alma hasta que la naturaleza se puso a los pies<br />

de la gracia y le siguió como un perrito a su dueño. Y la gracia me condujo a<br />

Jesús, <strong>el</strong> Señor”.<br />

Después de un largo combate interior se determinó a dar <strong>el</strong> paso<br />

decisivo: estaba listo <strong>para</strong> dejar a su madre, los compañeros, la patria y <strong>para</strong><br />

trocar la vida libre y magnífica d<strong>el</strong> desierto por <strong>el</strong> estudio serio en una lejana<br />

ciudad de los rostros pálidos, <strong>para</strong> conocer a Jesús. Así se presentó un día a<br />

Gac<strong>el</strong>a Blanca diciéndole en forma lacónica y decidida.<br />

18


–Madre, me voy.<br />

Y la madre le abrazó bañada en lágrimas.<br />

Entre los alumnos d<strong>el</strong> Colegio Metodista de Marietta, en Ohio, un día<br />

de 1836 se produjo un gran alboroto a causa de la curiosidad: había llegado<br />

un nuevo alumno, un verdadero niño indio que se portaba muy desconfiada<br />

y torpemente, entendía poco de inglés y no sabía nada de las costumbres de<br />

los blancos. Era menester enseñarle las cosas más comunes y ordinarias:<br />

dormir en una cama, comer en una mesa con tenedor y cuchillo, abotonar<br />

los zapatos, y cosas por <strong>el</strong> estilo. Atenta y calladamente escuchaba <strong>el</strong> niño<br />

las explicaciones de los maestros. Pero a sus espaldas se sonreían los<br />

condiscípulos burlándose d<strong>el</strong> “estúpido pi<strong>el</strong> roja”.<br />

Los meses siguientes fueron <strong>para</strong> <strong>Watomika</strong> de prueba muy dura y<br />

amarga. Una ardiente nostalgia consumía su alma haciéndolo aún más serio<br />

que de ordinario. Todo su ser ardía en <strong>el</strong> deseo de libertad d<strong>el</strong> desierto. El<br />

estudio d<strong>el</strong> inglés iba demasiado despacio, y a esto se añadía la burla<br />

apenas disimulada que los condiscípulos blancos hacían de todo lo que <strong>el</strong><br />

“indio estúpido” hacía y hablaba. Ninguno se cuidaba d<strong>el</strong> niño silencioso y<br />

exótico ofreciéndole bondadosa amistad. Solo e incomprendido tuvo<br />

<strong>Watomika</strong> que pasar por las interminables semanas d<strong>el</strong> año escolar.<br />

Frecuentemente apretaba los dientes y cerraba los puños en combate<br />

horrible <strong>para</strong> no correr a los campos y volverse a los wigwams de la lejana<br />

patria. Después de la dura y amarga tarea, echado en su cama sollozaba bajo<br />

<strong>el</strong> peso de la nostalgia, cubriéndose la cabeza con la frazada <strong>para</strong> ocultar<br />

sus lágrimas a los otros niños.<br />

Una cosa solamente lo retenía con fuerza sobrehumana y llenaba su<br />

corazón de consu<strong>el</strong>o en la amargura: la Sagrada Escritura. Apenas pudo<br />

entender bastante inglés, se daba cada día a la lectura de los evang<strong>el</strong>ios, que<br />

constituían <strong>el</strong> estudio principal d<strong>el</strong> Colegio. Cada página d<strong>el</strong> libro era <strong>para</strong> él<br />

una nueva y magnífica rev<strong>el</strong>ación d<strong>el</strong> Divino Salvador. Y <strong>el</strong> hijo inocente d<strong>el</strong><br />

desierto, con su aguda int<strong>el</strong>igencia y d<strong>el</strong>icada ternura, recibía en su corazón<br />

las impresiones de esta lectura, hasta que poco a poco, con <strong>el</strong> conocimiento<br />

d<strong>el</strong> evang<strong>el</strong>io, apareció resplandeciente <strong>el</strong> gran sol de su vida venidera: <strong>el</strong><br />

amor grande y fuerte a Jesús, al cual se consagró enteramente.<br />

Luego que esto le sucedió, hacia <strong>el</strong> fin d<strong>el</strong> primer año escolar en<br />

Marietta, <strong>Watomika</strong> tomó muy en serio su vida r<strong>el</strong>igiosa. Se hizo más<br />

tranquilo, maduro y alegre. La patria no le atrajo ya tan fuertemente, pues su<br />

19


alma había hallado otra patria; y en vez de llorar rezaba cada noche en largo<br />

y familiar coloquio hablando con Jesús. Se reprimía duramente <strong>para</strong> no<br />

enojarse con sus compañeros. Cada semana ayunaba un día entero, con<br />

gran admiración y risa de sus compañeros, que se burlaban de esto, sin<br />

conocer por cuanto superaba a todos <strong>el</strong>los en energía y generosidad aqu<strong>el</strong><br />

muchacho de catorce años. Lo que estimaban en él eran cosas enteramente<br />

distintas. Apenas dejaban los alumnos las clases y se entregaban a los<br />

juegos y deportes al aire libre, <strong>el</strong> “indio tonto” era <strong>el</strong> héroe admirado por<br />

todos, al que nadie igualaba en la carrera, en trepar, saltar y tirar piedras.<br />

Grandes clamores de aprobación resonaban cada vez que mostraba sus<br />

fuerzas. Pero él permanecía muy serio y no aceptaba esa admiración por sus<br />

fuerzas físicas, siendo estas cosas según su parecer una niñería,<br />

com<strong>para</strong>das con aqu<strong>el</strong> esfuerzo espiritual d<strong>el</strong> que se reían sus<br />

condiscípulos.<br />

<strong>Watomika</strong> había pasado un año en Marietta, ¡<strong>el</strong> primer año, <strong>el</strong> más<br />

difícil! Sus maestros le juzgaron bastante pre<strong>para</strong>do <strong>para</strong> recibir <strong>el</strong> bautismo.<br />

Ayunos, oraciones y combates interiores habían dispuesto su alma <strong>para</strong> esta<br />

hora.<br />

Con santo fervor se presentó <strong>el</strong> niño de catorce años al altar e inclinó<br />

su cabeza bajo <strong>el</strong> chorro d<strong>el</strong> agua bautismal rezando en su corazón<br />

fervorosamente con Jesús. De hijo soberbio y pagano d<strong>el</strong> desierto se<br />

convirtió en un humilde Servidor d<strong>el</strong> Gran Espíritu.<br />

20


Siervo d<strong>el</strong> Gran Espíritu<br />

Año tras año pasó <strong>Watomika</strong> entregado a duro trabajo y sumo<br />

esfuerzo, permaneciendo él durante todo este tiempo en <strong>el</strong> Colegio de<br />

Marietta, pues ni siquiera durante las vacaciones podía volverse a las<br />

montañas rocallosas. Luego pudo hablar y escribir inglés como si fuese su<br />

lengua nativa, componiendo aun poesías en esta lengua. Su genio perspicaz<br />

y sus buenos talentos hicieron de él <strong>el</strong> mejor discípulo d<strong>el</strong> curso. La torpeza<br />

desconfiada d<strong>el</strong> hijo de la naturaleza se trocó en modales nobles y finos.<br />

Ahora había logrado ser un verdadero “rostro pálido” en su conducta<br />

exterior, en cultura y saber. ¡Y hasta <strong>el</strong> ap<strong>el</strong>lido! Según <strong>el</strong> deseo de los<br />

maestros se servía d<strong>el</strong> ap<strong>el</strong>lido materno, añadiendo su nombre d<strong>el</strong> bautismo:<br />

James. Así se encuentra en los catálogos d<strong>el</strong> colegio como James<br />

Bouchard. Él mismo se firmó desde entonces con ese ap<strong>el</strong>lido; sólo d<strong>el</strong>ante<br />

de su madre, y hermanos de raza y de algunos de sus mejores amigos se<br />

llamaba todavía <strong>Watomika</strong>.<br />

Al terminar sus estudios, a la edad de dieciocho años, pronunció <strong>el</strong><br />

discurso de despedida, representando a su curso en la fiesta final. Los<br />

convidados admiraban al apuesto estudiante que en un <strong>el</strong>egante inglés<br />

hablaba tan expedita y seguramente; a esto se añadía algo muy singular en<br />

todo su ser, que todos sentían: <strong>el</strong> rostro oscuro con ojos tan brillantes, <strong>el</strong><br />

soberbio y noble dominio de sí mismo, la magnificencia de sus imágenes, y<br />

sobre todo la voz singularmente hermosa. Y así dice la r<strong>el</strong>ación de un<br />

oyente: “Su voz pura y sonora llenaba la sala como <strong>el</strong> juego de campanas de<br />

plata”.<br />

Pero ninguno sospechaba cuánto tuvo que luchar en su corazón en<br />

este mismo tiempo <strong>para</strong> adquirir luz y ayuda en sus problemas. Se trataba de<br />

su vocación. ¿Tenía acaso que volverse a la pradera como cacique de los<br />

d<strong>el</strong>awares? ¿O bien seguiría estudiando en una universidad? ¿O tendría que<br />

correr tras <strong>el</strong> dólar como vulgar negociante? ¿O…? Sí, en su corazón lucía<br />

un ideal grandísimo, pero no se atrevía a aspirar a él por parecerle<br />

demasiado hermoso y sublime <strong>para</strong> un pobre joven indio: ¡darse<br />

enteramente a Jesús!<br />

El amor d<strong>el</strong> Salvador había echado profundas raíces en <strong>el</strong> alma de<br />

<strong>Watomika</strong>. Y este amor le condujo por fin por <strong>el</strong> camino recto a través de los<br />

matorrales que dificultaban su vocación. Rezó mucho, hizo dura penitencia y<br />

21


ayunó aún más que hasta ahora sin darlo a conocer en lo exterior. Hasta que<br />

por fin la luz de la gracia iluminó su corazón y todas las dudas se<br />

desvanecieron. Se presentó <strong>para</strong> estudiar teología.<br />

¡Pero aún no habían terminado sus luchas y sus padecimientos! El<br />

muchacho no encontró aqu<strong>el</strong>lo a que aspiraba con tan gran deseo: la paz en<br />

su vocación. Sí, con empeño estudiaba la teología metodista: la doctrina de<br />

Calvino. Pero surgían en su estudio nuevas dudas y dificultades y errores<br />

de esta doctrina, que llenaba todos los corazones de miedo y espantosa<br />

incertidumbre.<br />

Se había educado en un colegio de metodistas: siempre había oído<br />

que la doctrina de Calvino era <strong>el</strong> genuino y verdadero cristianismo, pero<br />

ahora, habiendo conocido más a fondo esta doctrina, todo su ser se<br />

estremeció. ¿Sería acaso todo esto solamente una tentación? Decidió pedir<br />

a Dios que Él hiciera luz en su mente, empezando <strong>para</strong> esto nuevamente una<br />

época de penitencia, de ayuno y largas horas de oración. ¡Con que ansia <strong>el</strong><br />

joven teólogo instaba al ci<strong>el</strong>o <strong>para</strong> ser libre de su congoja! Su alma d<strong>el</strong>icada<br />

sentía duplicarse y triplicarse las dificultades. ¡Cuán espantoso le era <strong>el</strong><br />

pensamiento de rechazar una doctrina que <strong>para</strong> él era la rev<strong>el</strong>ada por Jesús,<br />

y con todo, su int<strong>el</strong>igencia se sentía atemorizado ante <strong>el</strong>la!<br />

Esta vez <strong>el</strong> ci<strong>el</strong>o parecía cerrado a sus ruegos. Durante semanas y<br />

meses <strong>Watomika</strong> siguió rezando y haciendo penitencia: ¡Todo en vano! En<br />

vez de la paz tan deseada entró en su alma la obscuridad, aumentando<br />

progresivamente hasta no encontrar ya subterfugios <strong>para</strong> acallar tan gran<br />

número de dudas. Como tentación muy atrayente se le presentaba a menudo<br />

en estos días <strong>el</strong> pensamiento de dejar sus estudios y desentenderse de sus<br />

congojas volviendo a su patria. ¿Acaso no podría vivir libremente y sin tanta<br />

preocupación como cacique de los d<strong>el</strong>awares? ¿Por qué atormentarse con la<br />

Sagrada Escritura y los compendios teológicos, si éstos le traían dolor y<br />

desdicha? Pero <strong>Watomika</strong> se mantenía firme no queriendo dejar la oración<br />

hasta que Dios lo escuchara.<br />

En medio de estos combates interiores fue convidado por algunas<br />

semanas a San Luis <strong>para</strong> suplir al predicador en la iglesia metodista.<br />

Obedeció a este llamado de sus superiores, aunque ya por entonces ninguna<br />

cosa le interesaba menos que <strong>el</strong> predicar una doctrina que a él mismo<br />

causaba tanta angustia.<br />

22


Y era en San Luis donde <strong>el</strong> Salvador estaba esperando a su joven<br />

amigo con <strong>el</strong> don inefable de la verdadera fe. El valiente campeón debía<br />

encontrar por su buena voluntad un premio que ni en sueños hubiera<br />

sospechado.<br />

Cierto día, en la tarde, Mr. James Bouchard, <strong>el</strong> joven predicador<br />

metodista, se paseaba por la Gran Avenue, <strong>para</strong> que su cabeza y su corazón<br />

tan afligidos tomaran con esta recreación algún descanso. Por casualidad<br />

pasó frente a una iglesia en cuya puerta se atrop<strong>el</strong>laban niños y niñas<br />

entrando al catecismo. Esto provocó su admiración y curiosidad y<br />

acercándose con <strong>el</strong>los entró a la iglesia. Los bancos estaban apretujados de<br />

niños. Arriba, en <strong>el</strong> púlpito, un sacerdote de edad madura, <strong>el</strong> padre Damen<br />

S.J., que justamente comenzaba <strong>el</strong> catecismo; abriendo <strong>el</strong> libro leyó las<br />

palabras siguientes: “Dios quiere que todos los hombres se salven y vengan<br />

en conocimiento de la verdad” (I Tim. 2,4). Después, se dirigió a los oyentes:<br />

-¡Mis amados niños!<br />

<strong>Watomika</strong> se sentía como tocado por un rayo. Escuchaba las palabras<br />

sencillas d<strong>el</strong> sacerdote y a cada proposición d<strong>el</strong> padre le parecían fluir en <strong>el</strong><br />

alma torrentes de luz. Se trataban ´precisamente aqu<strong>el</strong>los puntos que en la<br />

doctrina de Calvino constituyen <strong>el</strong> error. Para los niños este sermón era una<br />

exposición fácil y sencilla de la fe católica: <strong>para</strong> <strong>Watomika</strong> era la solución de<br />

todas sus dudas. Habiendo terminado <strong>el</strong> padre, <strong>el</strong> teólogo protestante se<br />

arrodilló en <strong>el</strong> último banco y escondiendo la cabeza entre sus manos, rezó<br />

un Te Deum con <strong>el</strong> corazón pletórico de alegría y gozo.<br />

Al día siguiente va al colegio de los jesuitas y pide hablar con <strong>el</strong><br />

sacerdote que había estado enseñando <strong>el</strong> catecismo. Vino <strong>el</strong> padre y dio al<br />

predicador metodista, a instancias suyas, informaciones más precisas sobre<br />

la doctrina católica. Desde entonces <strong>Watomika</strong> visitó regularmente al padre y<br />

le propuso todas sus dificultades. Y poco a poco fue conociendo lo que<br />

enseña la Iglesia Católica respecto de la verdadera fe que había enseñado<br />

Jesús. En verdad le era difícil romper con todas las ataduras que lo ligaban a<br />

su r<strong>el</strong>igión metodista que hasta entonces había profesado y a la cual le tenía<br />

cariño, pues de <strong>el</strong>la había recibido las primeras enseñanzas acerca de<br />

Jesucristo. Pero tan luego como conoció por dentro la fe católica, ya no<br />

tardó más en su conversión. No volvió a Marietta, sino que se quedó en San<br />

Luis <strong>para</strong> instruirse más a fondo en la fe católica.<br />

23


El culto mariano de los católicos le hizo enteramente f<strong>el</strong>iz y alegre: El<br />

mismo escribe en una carta de este tiempo: “¡Ojalá hubiese oído hablar<br />

antes de esta Madre C<strong>el</strong>estial!¡Cuán f<strong>el</strong>iz habría sido mi niñez, cuántas cosas<br />

amargas me habrían sido endulzadas!”<br />

En <strong>el</strong> verano de 1844 <strong>Watomika</strong> había llegado a San Luis. En enero d<strong>el</strong><br />

año siguiente abjuró d<strong>el</strong> Calvinismo en la iglesia de los Jesuitas y entró en la<br />

r<strong>el</strong>igión católica recibiendo su primera comunión. ¡Qué gran paz y f<strong>el</strong>icidad<br />

inundaron ahora su corazón! Los negros nubarrones de las luchas interiores<br />

se habían disipado, <strong>el</strong> claro sol de la fe católica difundía sus rayos con<br />

alegría sobre todo su ser. Ahora estaba doblemente decidido <strong>para</strong><br />

consagrarse enteramente al Salvador.<br />

Escribió al “Gran Sotana Negra”, célebre misionero de los indios,<br />

Padre de Smet S.J., una magnífica carta en que le contaba su alegría,<br />

pidiéndole al mismo tiempo, que llevara también a sus compañeros los<br />

d<strong>el</strong>awares <strong>el</strong> soberano bien de la verdadera fe. El misionero le prometió en<br />

su respuesta que satisfaría los deseos de <strong>Watomika</strong>, pero que pasaría<br />

todavía un año hasta llegar a esta región. El Padre de Smet y <strong>Watomika</strong><br />

quedaron íntimos amigos. Se vieron y escribieron frecuentemente hasta la<br />

muerte d<strong>el</strong> “Gran Sotana Negra”.<br />

<strong>Watomika</strong> pasó <strong>el</strong> verano, por primera vez después de tanta<br />

se<strong>para</strong>ción, en su patria. Partió de <strong>el</strong>la tierno niño aún; ahora volvió hecho<br />

un joven a los wigwams de los d<strong>el</strong>awares. Gac<strong>el</strong>a Blanca, su madre, lo<br />

abrazó con gran alegría. ¡Cuánto había anh<strong>el</strong>ado ver nuevamente a su hijo<br />

predilecto!<br />

Volvió a llevar nuevamente por unos meses la vestimenta india, tiraba<br />

con arcos y flechas y cabalgaba junto a sus antiguos camaradas tras la caza<br />

de búfalos. La vida al aire libre daba nuevo vigor a sus fuerzas físicas, un<br />

poco debilitadas, y al cabo de tres meses era ya tan robusto y diestro como<br />

los demás pi<strong>el</strong>es rojas, que nunca habían asistido a las escu<strong>el</strong>as de los<br />

“rostros pálidos”.<br />

Antes que terminara su estada en las montañas roquizas, <strong>Watomika</strong><br />

anunció a los d<strong>el</strong>awares que les enviaría un “Sotana Negra”, un sacerdote<br />

d<strong>el</strong> Gran Espíritu que les predicaría la verdadera fe. Los exhortó a que lo<br />

recibieran honrosamente y escucharan atentamente sus palabras. Con<br />

alegría aceptaron los pi<strong>el</strong>es rojas, mostrándose muy dispuestos a recibir la<br />

verdadera fe d<strong>el</strong> Gran Espíritu.<br />

24


Así <strong>Watomika</strong> se despidió por fin nuevamente de su madre y de sus<br />

compañeros de la tribu. Los guerreros le acompañaron un buen trecho por la<br />

pradera. Entonces se despidieron de él muy conmovidos. El joven cacique<br />

estrechó con gravedad y en silencio la mano de cada uno de los suyos, y<br />

volviendo después súbitamente su caballo, partió a todo galope. Los<br />

d<strong>el</strong>awares, estupefactos, miraban tras él hasta que se perdió en <strong>el</strong> horizonte.<br />

Parecíales que un destino lejano le atraía con toda fuerza.<br />

Tres semanas después llegó un joven llamado james Bouchard al<br />

noviciado de los jesuitas en Florissant (Missouri). Los novicios comentaban<br />

entre sí que había sido teólogo calvinista, y algunos también decían haber<br />

oído que era indio. Cuando por fin le preguntaron a él mismo, confirmó con<br />

gran admiración de <strong>el</strong>los ser ciertos ambos rumores, pero añadió sonriendo<br />

que había dejado los compendios de Calvino y <strong>el</strong> tomahawk al llegar a la<br />

puerta de ese noviciado.<br />

En estos días, poco después de haber entrado al noviciado, escribió<br />

<strong>Watomika</strong> a su amigo, <strong>el</strong> padre de Smet: “Después de una larga lucha y<br />

mucho esfuerzo he sacrificado por fin generosamente todo lo que me era<br />

caro y precioso, <strong>para</strong> pertenecer enteramente a mi señor Jesús. Ahora mi<br />

único deseo y mi petición de cada día es vivir y morir como un jesuita<br />

generoso y c<strong>el</strong>oso de las almas. ¡Que Dios, por medio de mis superiores, me<br />

ponga donde Él quiera! Muy amado padre, le ruego que rece Ud. muy<br />

frecuentemente por su hermano <strong>Watomika</strong>”.<br />

Terminado <strong>el</strong> noviciado, que <strong>Watomika</strong> hizo con tanto c<strong>el</strong>o y mucha<br />

oración, hizo los votos y se consagró <strong>para</strong> siempre al Salvador en pobreza,<br />

castidad y obediencia. Los superiores le enviaron después al colegio de los<br />

jesuitas de San Luis, donde estuvo durante cuatro años como prefecto y<br />

maestro; durante este tiempo estudiaba también teología. Fueron estos años<br />

de muy duro trabajo, pues tenía al mismo tiempo que enseñar y estudiar. Los<br />

niños d<strong>el</strong> colegio estaban entusiasmados con su joven maestro y prefecto.<br />

Jugaba cada día con <strong>el</strong>los, como es costumbre en los colegios<br />

norteamericanos, y a pesar de que ocultaba modestamente su maravillosa<br />

destreza, sin embargo daba involuntariamente de cuando en cuando algunas<br />

muestras de su gran habilidad en deportes y juegos, lo que provocó en sus<br />

juveniles espectadores gran admiración y entusiasmo. ¡Y en particular<br />

cuando por la noche en la sala silenciosa y oscura hablaba de los<br />

indios!...Nadie narraba en forma tan viva y atrayente como él.<br />

25


En clase era <strong>el</strong> joven maestro amigo y guía de sus alumnos, y sabía<br />

entusiasmarlos a trabajar con aplicación. Sin ser duro, solamente por <strong>el</strong><br />

poder de su personalidad mantenía a los muchachos más indómitos hora<br />

tras hora en intensiva cooperación. Su fina dignidad y su noble familiaridad<br />

con todos los discípulos le ganaron la estimación y veneración de los niños.<br />

Pero por la noche, habiendo vu<strong>el</strong>to los niños a sus casas, <strong>el</strong> cansado<br />

maestro se entregaba en su pequeño aposento largas horas al estudio de la<br />

teología. Una humilde oración acompañaba sus estudios. Fueron años<br />

hermosos y llenos de bendiciones los dedicados a su última y magnífica<br />

meta: <strong>el</strong> sacerdocio.<br />

En este tiempo <strong>Watomika</strong> vio también cumplirse un deseo muy<br />

ferviente: los d<strong>el</strong>awares habían recibido con alegría al misionero jesuita que<br />

les llevaba la verdadera fe, y escuchando con fervor su enseñanza, en breve<br />

tiempo toda la tribu se había hecho católica. Gac<strong>el</strong>a Blanca recibió con<br />

lágrimas en los ojos la primera comunión. Habiendo sido bautizada y<br />

educada en la r<strong>el</strong>igión católica en su niñez, volvió ahora, después de<br />

muchos años, a practicar la fe que estaba dormida tanto tiempo en su<br />

corazón sin <strong>el</strong>la notarlo.<br />

En 1856 recibió <strong>Watomika</strong> la ordenación sacerdotal de manos d<strong>el</strong><br />

arzobispo de San Luis. Para presenciar esta gran fiesta vino desde muy larga<br />

distancia su madre con una representación de los d<strong>el</strong>awares. Costaba gran<br />

esfuerzo a los buenos pi<strong>el</strong>es rojas <strong>el</strong> ocultar su conmoción cuando vieron a<br />

su joven y amado cacique como “Sotana Negra” ofrecer por primera vez la<br />

“Gran Oración al Gran Espíritu” 4 . ¡Cuán f<strong>el</strong>ices horas pasó <strong>el</strong> nuevo<br />

sacerdote en conversación con su madre y los compañeros de su tribu! Los<br />

d<strong>el</strong>awares recibieron de su mano la santa comunión y su primera bendición.<br />

Cuando <strong>Watomika</strong>, bendiciéndolos, ponía las manos en sus cabezas,<br />

abandonó a estos sencillos hijos de la naturaleza su acostumbrado dominio<br />

de sí mismos: vivas lágrimas les corrían por sus mejillas y sollozando le<br />

besaron las manos. Fue la última vez que vieron los d<strong>el</strong>awares a su cacique,<br />

pues la horrible borrasca de una se<strong>para</strong>ción dura y amarga estaba ya<br />

amenazándoles con negros nubarrones en <strong>el</strong> horizonte. Si <strong>Watomika</strong><br />

entonces hubiese sospechado lo que poco después fue inminente, apenas<br />

habría soportado la despedida.<br />

Poco tiempo después de la ordenación sacerdotal <strong>el</strong> padre James<br />

Bouchard fue enviado por sus superiores al colegio de San Javier de<br />

4 Expresión que usaron <strong>para</strong> referirse a la Misa.<br />

26


Cincinnati como profesor de Inglés y procurador d<strong>el</strong> colegio. Aunque su<br />

corazón le atrajese propiamente a la dirección de las almas, obedeció sin<br />

embargo con alegría y generosidad a este llamado. Bajo su administración <strong>el</strong><br />

colegio subió notablemente de niv<strong>el</strong>.<br />

Fue <strong>aquí</strong> en Cincinnati donde cayó sobre <strong>Watomika</strong> <strong>el</strong> dolor más<br />

amargo de su vida: ¡Recibió la inesperada noticia de la destrucción total de<br />

su tribu! Un destacamento de soldados norteamericanos había caído sin<br />

ninguna causa y de improviso sobre los d<strong>el</strong>awares, que nada sospechaban,<br />

<strong>para</strong> arrojarlos de su territorio, que les pertenecía según <strong>el</strong> derecho y según<br />

santos tratados. Muchos guerreros fueron cobardemente asesinados antes<br />

de que se pudieran defender, y los demás tuvieron que dejar todas sus<br />

cosas y huir a las s<strong>el</strong>vas, perseguidos por los soldados. Días y días duró la<br />

caza, hasta que los d<strong>el</strong>awares, dispersos por todas partes, sucumbieron<br />

parte a manos de los asesinos blancos, parte a manos de indios enemigos.<br />

Los que por fin pudieron salvarse, quedaron abandonados y solos en <strong>el</strong><br />

vasto desierto. Los wigwams de los d<strong>el</strong>awares quedaron devastados,<br />

incendiados, robados en <strong>el</strong> silencioso valle. Pero los oficiales blancos<br />

miraban con gozo feroz su obra cru<strong>el</strong>.<br />

No fue extraño, entonces, que contra este procedimiento se levantara<br />

una tempestad que puso al gobierno de los Estados Unidos en una situación<br />

muy grave. La chispa de la reb<strong>el</strong>ión avanzaba subiendo en llamaradas a<br />

través de las tribus indias, y cuando por fin también los grupos feroces y<br />

numerosos de los sioux se levantaron contra los norteamericanos, ardían las<br />

Montañas Rocallosas enteras, desde <strong>el</strong> norte hasta México. Numerosos<br />

guerreros armados <strong>para</strong> p<strong>el</strong>ear desesperadamente contra los verdugos<br />

blancos. Los destacamentos d<strong>el</strong> ejército norteamericano eran atacados por<br />

todas partes. Los soldados y todos los rostros pálidos eran pasados a<br />

cuchillo y toda posible negociación de paz era rechazada. Ningún<br />

parlamentario podía arriesgarse en las cercanías de los pi<strong>el</strong>es rojas. Millares<br />

de blancos perdieron la vida bajo <strong>el</strong> tomahawk de los indios reb<strong>el</strong>des.<br />

Ahora <strong>el</strong> gobierno de Washington con mucho gusto habría hecho la<br />

paz con los indios, pero era demasiado tarde. Se enviaron altos empleados y<br />

generales como parlamentarios. Pero los bravos guerreros declararon que<br />

matarían a todo rostro pálido, incluso los grandes señores de la capital.<br />

En tan gran necesidad y catástrofe, no quedó otro camino al gobierno<br />

de los Estados Unidos que recurrir a un último medio: decidieron pedir la<br />

intervención al célebre misionero católico de los indios, al “Gran Sotana<br />

27


Negra”, <strong>el</strong> padre de Smet. El Secretario de Estado de Interior le ofreció un<br />

premio si aceptaba. El padre de Smet rechazó todo premio, pero se declaró<br />

en condiciones de aceptar la misión y prestar su auxilio en <strong>el</strong> servicio de la<br />

buena causa.<br />

Sin soldados, sólo acompañado de su fe, se fue solo e indefenso a los<br />

wigwams de los sioux reb<strong>el</strong>des. Cuando llegó allí, <strong>el</strong> Supremo cacique de<br />

guerra le dijo:<br />

-¡Sotana Negra, tú eres bienvenido en nuestro campamento! Pero<br />

ningún otro rostro pálido llegará vivo hasta <strong>el</strong> lugar en que tú estás ahora.<br />

Mediante largas negociaciones logró <strong>el</strong> padre de Smet tranquilizar a<br />

las tribus indias, con toda razón indignadas y alcanzó <strong>el</strong> objetivo de que<br />

aceptaran una justa paz. En su despedida, <strong>el</strong> cacique con quien s<strong>el</strong>ló la paz<br />

le dijo estas famosas palabras:<br />

-¡Si todos los rostros pálidos hablasen y se portasen de la misma<br />

manera que tú, Sotana Negra, <strong>el</strong> sol de la paz nunca se habría puesto en esta<br />

tierra!<br />

28


A California<br />

<strong>Watomika</strong> desde hacía ya algunos años estaba trabajando en <strong>el</strong><br />

servicio de la patria educando a la juventud. ¡No obstante fueron robados,<br />

expulsados y muertos de manera cru<strong>el</strong> sus hermanos y parientes! Fueron en<br />

verdad días muy amargos los que vivió <strong>el</strong> pobre joven Padre en este año.<br />

Por fortuna encontró consu<strong>el</strong>o y completa comprensión en un varón al<br />

cual estas atrocidades igualmente llegaron a sus entrañas: fue <strong>el</strong> Padre de<br />

Smet. Sin reserva ninguna <strong>Watomika</strong> le dio a conocer su profunda pena. Con<br />

emoción se lee la carta en que envía a su amigo esta triste noticia:<br />

“He ido a llorar y a lamentar profundamente la aniquilación de mi<br />

amado pueblo. ¡Estos pi<strong>el</strong>es rojas habrían merecido en verdad mejor suerte!<br />

¿Pero qué otra cosa se puede esperar de quien no conoce nuestra honradez,<br />

de una banda codiciosa cuya única meta es <strong>el</strong> todopoderoso dólar y que<br />

roba sus territorios a los indefensos y pacíficos? Se me deshace <strong>el</strong> corazón<br />

de lástima al pensar en la suerte de mi tribu: robada, corrompida, perdida<br />

por las manos sangrientas de un gobierno llamado liberal”.<br />

El golpe tan fuerte que <strong>Watomika</strong> recibió a causa d<strong>el</strong> exterminio de su<br />

tribu y su patria le desató su corazón más aún de todos los lazos terrestres y<br />

le atrajo más estrechamente al Salvador. En ad<strong>el</strong>ante ya no tuvo más otra<br />

patria que los grandes ideales de su vocación: profunda santificación de sí<br />

mismo y un apostolado amplio y de un amor desbordante <strong>para</strong> con sus<br />

prójimos. Pero no hubo de practicar este apostolado en <strong>el</strong> Missouri, como tal<br />

vez había esperado. Dios le pre<strong>para</strong>ba un campo de trabajo lejano, pero<br />

importante. Había llegado <strong>el</strong> tiempo de llamar al valiente campeón de Cristo a<br />

su puesto definitivo.<br />

En la mitad d<strong>el</strong> <strong>siglo</strong> pasado 5 se abrió a la Iglesia Católica, por la<br />

rápida inmigración, un nuevo y enorme campo de apostolado, en la asoleada<br />

California. Grande era la mies, pero pocos los operarios, ya que los obispos<br />

de las otras regiones de los Estados Unidos apenas tenían fuerzas bastantes<br />

<strong>para</strong> satisfacer a todas sus necesidades. Pero <strong>el</strong> superior de la misión de<br />

California veía con dolor los muchos miles de católicos que estaban<br />

privados de todo auxilio r<strong>el</strong>igioso porque no tenían sacerdotes; era un<br />

rebaño sin pastores. Se puso, pues, en camino <strong>para</strong> buscar entre los jesuitas<br />

5 Es necesario recordar que se refiere al Siglo XIX.<br />

29


norteamericanos colaboradores y voluntarios <strong>para</strong> su misión que con<br />

empeño y tesón tomaran a su cargo este importante asunto. Los superiores<br />

de la orden asintieron con alegría, aunque también a los jesuitas faltaban<br />

sujetos, y se presentaron algunos padres jóvenes <strong>para</strong> <strong>el</strong> trabajo de<br />

California.<br />

Entre estos voluntarios se encontraba también <strong>Watomika</strong>. La<br />

resolución de irse a la tropical California le costó mucho, pues con todas las<br />

fibras de su corazón estaba pegado a la naturaleza salvaje e imponente de<br />

su patria. Además le enlazaba la unión de íntima amistad con sus hermanos<br />

de r<strong>el</strong>igión de su provincia. Sin embargo, sintió en este llamado la vocación<br />

divina y con heroísmo se despojó hasta d<strong>el</strong> último consu<strong>el</strong>o natural. Igual a<br />

San Francisco Javier quería marchar solo y desam<strong>para</strong>do a tierras lejanas<br />

<strong>para</strong> ganar almas al Salvador. 6<br />

En ese tiempo un viaje hasta California era todavía empresa grande y<br />

p<strong>el</strong>igrosa. No había caminos ni senderos a través de las montañas<br />

rocallosas y además tribus enemigas indias amenazaban con una muerte<br />

casi segura a todo viajero. El mejor camino era por <strong>el</strong> mar; ¡pero cuán<br />

penoso era este viaje! Era menester navegar alrededor de toda la América<br />

d<strong>el</strong> Sur en un viaje fastidioso a través d<strong>el</strong> calor tropical y feroces<br />

tempestades.<br />

El 22 de julio de 1861 <strong>Watomika</strong> se embarcó en Nueva Orleáns. En su<br />

diario apuntó que su alma estaba llena de tristeza, amargura y tristes<br />

imágenes d<strong>el</strong> futuro. ¡En verdad su naturaleza no tomó parte alguna en su<br />

decisión de partir a California! Termina la nota en su diario con las palabras:<br />

“A ti, mi querida patria en las montañas rocallosas, a mis amigos, y a todo lo<br />

que me es caro y precioso, ¡mi último adiós!”<br />

A su mejor amigo, <strong>el</strong> padre de Smet, escribió una carta de despedida<br />

muy sentida acabando con una poesía, cuyas letras primeras y últimas de<br />

cada renglón forman las palabras inglesas “Remember <strong>Watomika</strong>”<br />

(Acuérdate de <strong>Watomika</strong>). La traducción d<strong>el</strong> poema es:<br />

Si se se<strong>para</strong>n amigos a los cuales año a año,<br />

Alegrías y tristezas han sido comunes.<br />

¿No lleva entonces cada uno la doble pena?<br />

6<br />

Santo sacerdote jesuita español (1506-1552), destacado por su espíritu misionero, llevó <strong>el</strong> Evang<strong>el</strong>io al<br />

extremo Oriente, evang<strong>el</strong>izando y convirtiendo gentes en India y Japón. La muerte lo encontró<br />

preparándose <strong>para</strong> entrar en China.<br />

30


¡Oh, cómo suspira <strong>el</strong> amigo, sólo en la extraña tierra.<br />

Con nostalgia por su amigo que la se<strong>para</strong>ción le apartara.<br />

En aqu<strong>el</strong>la turbia y amarga hora de despedida!<br />

Pero aún estrechamente nos une en <strong>el</strong> espíritu <strong>el</strong> antiguo lazo de<br />

amistad.<br />

¡En ti, hermano mío, estoy pensando constantemente y <strong>para</strong> siempre!<br />

¡Adiós!<br />

El viaje a California fue <strong>el</strong> primero que hizo <strong>Watomika</strong> por <strong>el</strong> vasto<br />

océano. Las semanas siguientes trajeron consigo varios percances y<br />

aventuras mientras <strong>el</strong> barco navegando a lo largo de la costa d<strong>el</strong> Brasil<br />

marchaba hacia <strong>el</strong> sur. Pero <strong>el</strong> alma d<strong>el</strong> Padre estuvo durante todo este<br />

tiempo en la oscuridad de una profunda tristeza y desaliento. Era una dura<br />

prueba de parte de Dios; la última antes de comenzar <strong>el</strong> gran apostolado. El<br />

mismo confiesa en su diario que frecuentemente en la noche tranquila iba a<br />

la popa d<strong>el</strong> barco a mirar con ojos ansiosos hacia <strong>el</strong> norte. En su corazón<br />

ardía <strong>el</strong> deseo de volverse hacia las playas de su patria y a todos los<br />

queridos amigos que había dejado: “¡Con cuánto gusto me pondría en<br />

camino, y si fuese menester, volvería a Kansas aun a pie!”.<br />

No sospechaba entonces qué cariñosa bienvenida le esperaba, y aun<br />

menos qué enorme y amplio campo <strong>para</strong> su trabajo apostólico se le abría en<br />

California, y cuántas obras magníficas de caridad y de dirección espiritual<br />

allí llevaría a cabo. Pues lo que veía su sentimiento natural era solamente<br />

amargura y un futuro desolado y sin gozo. Su corazón estaba envu<strong>el</strong>to por<br />

tinieblas enviadas por Dios como prueba <strong>para</strong> purificarle d<strong>el</strong> último resto de<br />

su egoísmo y transformar su trabajo de misionero en un acto de purísimo<br />

amor al Salvador.<br />

Además la vida monótona de abordo contribuyó mucho a aumentar<br />

sus sufrimientos, a lo que se añadieron graves tempestades, sufriendo por<br />

<strong>el</strong>las terribles mareos. Si hacía tiempo claro y tranquilo, <strong>el</strong> sol tropical caía<br />

con calor desacostumbrado sobre <strong>el</strong> barco y la tripulación. Hasta los<br />

pasajeros contribuían a que <strong>Watomika</strong> sufriera mucho, pues la mayoría eran<br />

hombres incultos y fanáticos cuyos modales orgullosos y groseros eran<br />

insoportables y repugnantes a la d<strong>el</strong>icadeza india de <strong>Watomika</strong>. Sin<br />

embargo, nada de esto hacía traslucir en <strong>el</strong> exterior, sino que caminaba por<br />

este duro vía crucis hasta <strong>el</strong> fin, rezando y sufriendo mucho en <strong>el</strong> secreto de<br />

su corazón.<br />

Por fin <strong>el</strong> 16 de agosto de 1861 <strong>el</strong> Champion atravesando la “Puerta de<br />

oro” llegó a la bahía de San Francisco. Dando gracias a Dios <strong>Watomika</strong> dejó<br />

<strong>el</strong> vapor en <strong>el</strong> cual había pasado cuatro semanas amargas y duras. Todavía<br />

31


se sentía solo y abandonado al caminar por las calles de la ciudad extranjera<br />

hacia la casa de los jesuitas. Pero apenas hubo entrado en <strong>el</strong> pequeño y<br />

pobre Colegio de San Ignacio en la calle d<strong>el</strong> Mercado, sus hermanos de<br />

r<strong>el</strong>igión le dieron la bienvenida con tanta caridad que bien pronto se vio<br />

alegre y seguro en su nueva y maravillosa patria. El bueno y c<strong>el</strong>oso padre<br />

Rector lloraba de gozo cuando abrazó al recién llegado, que tanto habían<br />

esperado todos. Un aposento pobre y pequeño, pero bien arreglado, estaba<br />

ya listo.<br />

Este primer día después de su desembarco <strong>Watomika</strong> estuvo de<br />

rodillas largo rato en la pequeña iglesia de San Ignacio, en San Francisco,<br />

con <strong>el</strong> corazón lleno de alegría y contento. La gran caridad de sus hermanos<br />

había ahuyentado <strong>el</strong> último resto de tristeza. Ahora se consagró enteramente<br />

al Divino Redentor <strong>para</strong> llevar una vida sin reposo trabajando en <strong>el</strong> servicio<br />

de la misión. A través de alegrías y sufrimientos Dios había conducido<br />

maravillosamente a este joven durante toda su vida hasta esta hora, en la<br />

cual después de una larga pre<strong>para</strong>ción tenía que comenzar <strong>el</strong> trabajo<br />

principal de su vida, no como cacique de una salvaje tribu india cazando<br />

búfalos y en empresas guerreras como había soñado cuando niño, sino<br />

como cazador de almas humanas y guía de millares de hombres que<br />

cansados y cargados bajo <strong>el</strong> peso de sus pecados y miserias venían a él<br />

<strong>para</strong> encontrar auxilio, f<strong>el</strong>icidad y paz en <strong>el</strong> representante d<strong>el</strong> Divino<br />

Redentor.<br />

32


En la Viña d<strong>el</strong> Señor<br />

Daremos <strong>aquí</strong> solamente una r<strong>el</strong>ación sucinta de la vida y obras de<br />

<strong>Watomika</strong> en California, pues una descripción detallada de sus ministerios<br />

apostólicos en esta misión llenaría un libro voluminoso.<br />

Empezó su apostolado predicando en la iglesia de San Ignacio en San<br />

Francisco. En poco tiempo <strong>el</strong> templo ya no podía contener la muchedumbre<br />

de los fi<strong>el</strong>es que afluían de todas partes de la ciudad <strong>para</strong> escuchar al nuevo<br />

predicador. Y también <strong>aquí</strong> su voz extraordinariamente hermosa y sonora<br />

cautivó desde <strong>el</strong> primer momento con fuerza mágica a todos los que le oían.<br />

Sin duda era algo magnífico oír hablar al Padre, pues todos los r<strong>el</strong>atos hacen<br />

notar con admiración las cualidades de su voz comparándola siempre al<br />

juego de campanas o a los acordes d<strong>el</strong> órgano. Además <strong>Watomika</strong> sabía<br />

modular su voz con la oratoria natural d<strong>el</strong> indio. ¡Pues los indios son<br />

célebres oradores!<br />

Una r<strong>el</strong>ación de sus predicaciones demuestra esto de una manera muy<br />

clara: “Cuando <strong>el</strong> Padre Bourchard subía al púlpito, siempre veía a sus pies<br />

una enorme y apretada masa de fi<strong>el</strong>es deseosos de oír su voz magnífica y<br />

seguirle a través de todas las olas de su poderosa retórica hasta la costa<br />

santa d<strong>el</strong> consu<strong>el</strong>o y de la paz d<strong>el</strong> alma. Podía arrastrar en un atronador<br />

“crescendo” a centenares de personas hasta una emoción sin aliento, hasta<br />

que repentinamente la voz se cortaba como un rayo y en todas las bóvedas<br />

quedaba resonando <strong>el</strong> ronco sonido d<strong>el</strong> trueno. Inmóviles y anonadados nos<br />

quedábamos en los bancos. Pero ¡he <strong>aquí</strong> que inmediatamente después se<br />

oían desde <strong>el</strong> púlpito voces claras como la plata, suaves y dulces; como<br />

voces de áng<strong>el</strong>es llegaban las palabras a nuestros corazones y creíamos oír<br />

al Salvador mismo con toda su benignidad y caridad! Esto llegaba a lo más<br />

profundo d<strong>el</strong> alma, no pudiendo ser resistido por ningún hombre. Después<br />

d<strong>el</strong> sermón se veía la gente volver a su casa grave y silenciosa. Hombres<br />

firmes y duros llevaban en sus rostros los vestigios de las lágrimas y no se<br />

avergonzaban de <strong>el</strong>lo”.<br />

Junto con la predicación, <strong>el</strong> padre fundó luego una gran obra de<br />

renovación d<strong>el</strong> espíritu católico, que sola ya habría bastado <strong>para</strong> hacer de él<br />

un verdadero apóstol de San Francisco. Parecía que quería recuperar con su<br />

c<strong>el</strong>o sin reposo <strong>el</strong> amor y la devoción hacia María, que le había sido<br />

desconocida en su juventud; emprendió la obra de introducir en California la<br />

congregación mariana.<br />

Comenzó con los muchachos. Pronto se reunió con un gran número<br />

de estudiantes y otros muchos junto a él, con quienes fundó la primera<br />

33


congregación mariana de jóvenes de San Francisco. Con fina comprensión<br />

introdujo en <strong>el</strong> corazón de sus “queridos rapazu<strong>el</strong>os” <strong>el</strong> genuino espíritu de<br />

la Congregación, educándolos <strong>para</strong> llegar a ser un grupo de c<strong>el</strong>osos<br />

congregantes. Entretanto, la pequeña iglesia de San Ignacio había sido<br />

reemplazada por un nuevo y hermoso edificio. En esta nueva iglesia<br />

<strong>Watomika</strong> mandó a sus congregantes que desempeñaran <strong>el</strong> servicio d<strong>el</strong> altar<br />

con gran solemnidad. Era esto un apostolado d<strong>el</strong> ejemplo <strong>para</strong> San<br />

Francisco. Se hablaba de esto en todas partes y vinieron muchos <strong>para</strong><br />

admirar a los acólitos que tan piadosamente servían al c<strong>el</strong>ebrante en <strong>el</strong> altar.<br />

En toda la ciudad se alababa a los “muchachos d<strong>el</strong> Padre Bouchard”.<br />

<strong>Watomika</strong> pudo después ver con gran alegría a algunos de sus antiguos<br />

congregantes subir al altar ya sacerdotes.<br />

Como segunda obra fundó <strong>el</strong> padre una congregación de hombres que<br />

rápidamente creció y floreció comprendiendo luego centenares de católicos<br />

de todas las clases sociales. En <strong>el</strong> curso de los años esta congregación llegó<br />

a ser una potencia católica en San Francisco, cuyo influjo lanzaba a todas<br />

partes sus poderosos rayos, trayendo esta fundación a los católicos de la<br />

ciudad una vida de profunda fe, un apostolado poderoso y una renovación<br />

verdaderamente cristiana. Entre los congregantes no había diferencia de<br />

condición o fortuna: <strong>el</strong> millonario y <strong>el</strong> barrendero se sentían hermanos de la<br />

misma congregación y se trataban entre sí con la caridad de verdaderos<br />

hermanos, ayudándose unos a otros, y sirviendo todos juntos con caridad y<br />

c<strong>el</strong>o al apostolado católico. Estos hombres estaban unidos a su director con<br />

una fid<strong>el</strong>idad y veneración increíbles.<br />

La tercera fundación de <strong>Watomika</strong> fue una congregación de mujeres.<br />

Con su influencia tranquila, pero no menos valiente quería renovar las<br />

familias en <strong>el</strong> espíritu católico y en particular promover la educación<br />

cristiana de los niños.<br />

Cuando después de algunos años las tres fundaciones estuvieron bien<br />

consolidadas y firmes, y había crecido también <strong>el</strong> número de jesuitas en San<br />

Francisco, <strong>Watomika</strong> entregó las congregaciones de los muchachos y de las<br />

mujeres a manos de nuevos directores, reservando <strong>para</strong> sí solamente la<br />

congregación de los hombres, pues aunque hubiese querido deshacerse de<br />

<strong>el</strong>la, sus fi<strong>el</strong>es congregantes siempre se habrían allegado a él.<br />

Otro gran trabajo se ofrecía al c<strong>el</strong>oso apóstol en las misiones.<br />

Difundiéndose luego en todo <strong>el</strong> país la fama de su gran don de oración, de<br />

todas partes llegaban invitaciones <strong>para</strong> dar misiones populares en las<br />

34


ciudades y aldeas de la costa occidental. Aunque sobrecargado de trabajo<br />

<strong>Watomika</strong> accedía con alegría a este llamado. Sonde quiera que se tratara de<br />

salvar almas, se podía encontrar a este fi<strong>el</strong> soldado de Cristo en sus “santos<br />

senderos de guerra”. El número de sus misiones es desconocido porque por<br />

falta de tiempo no continuó su diario en California. En los últimos doce años<br />

de su apostolado lo más de su tiempo lo pasaba fuera de casa en viajes<br />

apostólicos, pero volvía siempre, después de ciertos intervalos, por algunos<br />

días a San Francisco <strong>para</strong> cuidar de sus queridos congregantes y pre<strong>para</strong>r<br />

nuevas misiones. Su actividad se extendió muy lejos sobre todo <strong>el</strong> oeste de<br />

América, atravesó en sus viajes misionero los Estados de la alta y baja<br />

California, Idaho, Montana, Nevada, Oregón hasta Columbia inglesa, llevando<br />

en todas partes una abundante cosecha a los graneros de Dios. Aún hoy día<br />

en innumerables aldeas y ciudades de California y de los estados vecinos<br />

se puede oír hablar a los ancianos en sus recuerdos llenos de<br />

agradecimiento de este “grande y santo predicador” que llevaba salvación y<br />

paz a tantos desgraciados corazones humanos.<br />

No se conoce exactamente a cuantos protestantes hizo hizo volverse<br />

<strong>Watomika</strong> al seno de la Iglesia Católica en estas misiones, ciertamente su<br />

número es de centenares. Un seminarista de San Francisco escribió de este<br />

apostolado de <strong>Watomika</strong> estas hermosas palabras: “Ningún sacerdote en<br />

California ha trabajado con mayor c<strong>el</strong>o y éxito <strong>para</strong> propagar la fe católica<br />

entre los protestantes y católicos tibios, ninguno ha conducido con tanto<br />

amor y tanta seguridad a la juventud hacia Dios y vu<strong>el</strong>to a tantos pecadores<br />

a la casa paternal d<strong>el</strong> Señor como <strong>el</strong> sacerdote Bouchard”.<br />

El retrato sería incompleto si olvidásemos los grandes actos de amor<br />

de <strong>Watomika</strong> en servicio de la caridad. El pobre r<strong>el</strong>igioso no podía dar<br />

limosnas de su propia bolsa. Pero sabía a qué medio recurrir, poniendo sus<br />

talentos al servicio de la caridad en conferencias públicas en las ciudades de<br />

California. Las mayores salas se llenaban de católicos y protestantes cada<br />

vez que hablaba, y las considerables entradas líquidas las destinaba a<br />

alguna obra de caridad. Así contribuía <strong>el</strong> padre a construir un gran número<br />

de iglesias, hospitales y orfanatos. Frecuentemente hablaba a favor de un<br />

necesitado monasterio de monjas, de un hospital o un asilo de ancianos. Y<br />

donde quiera que una ciudad o un territorio entero cayera en extrema<br />

indigencia, ya por terremotos o bien por <strong>el</strong> hambre, llegaban regularmente al<br />

ayuntamiento de las poblaciones afectadas grandes sumas provenientes de<br />

las conferencias d<strong>el</strong> padre Bouchard. No es pues maravilla que este<br />

35


generoso sacerdote fuera venerado con profunda gratitud y amor no sólo<br />

por los católicos, sino también por los protestantes.<br />

Y <strong>el</strong> último y tal vez más importante apostolado de <strong>Watomika</strong> fue su<br />

influencia sobre las almas en su trato personal. Fue en verdad una gracia<br />

extraordinaria, con que cautivaba las almas y las conducía a Dios. Su fina<br />

d<strong>el</strong>icadeza natural propia d<strong>el</strong> indio le ayudaba <strong>para</strong> llevar a cabo la obra de la<br />

gracia. Centenares de hombres de todas clases, católicos y protestantes,<br />

veían en él a un amigo personal y director de su espíritu. Frecuentemente<br />

venían a él <strong>para</strong> conversar, confesarse, aconsejarse con él. Sólo Dios sabe<br />

cuánto bien hacía <strong>el</strong> Padre con este apostolado tranquilo y secreto. Un r<strong>el</strong>ato<br />

sobre <strong>el</strong> trato personal d<strong>el</strong> padre Bouchard muestra la confluencia de la<br />

gracia con sus dones naturales en su personalidad.<br />

“El padre tenía una amabilidad atrayente, que de por sí tenía algo<br />

singular: era compasivo, alegre, modesto y grave. Lo que más nos conmovía<br />

era su cándida sencillez, y unida a <strong>el</strong>la una noble y casi diría regia cortesía.<br />

Podía hablar como una madre, como un compañero, como un médico<br />

caritativo, pero a veces también autoritario y poderoso como ministro d<strong>el</strong><br />

gran Dios. No hacía él distinción de personas: <strong>el</strong> alto empleado y <strong>el</strong> pobre<br />

mendigo, <strong>el</strong> millonario y <strong>el</strong> modesto obrero, un rapazu<strong>el</strong>o de catorce años y<br />

un venerable anciano, todos se sentían recibidos con amor y viva<br />

cordialidad. Nunca despidió <strong>el</strong> padre a un hombre en desolación y amargura;<br />

todos los corazones estaban llenos de consu<strong>el</strong>o y alegría al despedirse.<br />

Nada de lo terrenal podía alterar la tranquila y alegre seguridad de este<br />

sacerdote; con la misma humilde dignidad pasaba por las miserables chozas<br />

de los obreros cesantes que por los magníficos salones de los ricos. Con los<br />

sabios hablaba de los profundos problemas de la ciencia, y pocos minutos<br />

después enseñaba en alegre conversación a un muchacho de la calle los<br />

diez mandamientos. Nunca despidió precipitadamente a un pobre <strong>para</strong><br />

recibir a un rico que le esperaba. Despedía al tosco y pobre minero con la<br />

misma atrayente cortesía con que saludaba al millonario al momento<br />

siguiente. Así pasaba por nuestra vida este santo varón de Dios, verdadera<br />

imagen d<strong>el</strong> Señor y personificación exacta d<strong>el</strong> dicho de San Pablo: “Me hice<br />

todo a todos <strong>para</strong> ganar todos a Cristo”.<br />

36


La puesta d<strong>el</strong> sol<br />

Más de veinte años <strong>Watomika</strong> había trabajado en California día a día,<br />

en oración y labor sin reposo por su salvador. Lo que había sembrado en <strong>el</strong><br />

amargo tiempo de su juventud en medio de lágrimas y dolores, podía ahora<br />

cosechar con regocijo. Su nervudo cuerpo, templado anteriormente en la<br />

dura vida india, era capaz de soportar todas las fatigas de su vocación.<br />

<strong>Watomika</strong> nunca padeció ninguna enfermedad, hasta <strong>el</strong> rápido y definitivo<br />

desplome de su actuación en esta tierra.<br />

En <strong>el</strong> mes de diciembre de 1889 se mostraron repentinamente los<br />

primeros síntomas de su muerte inminente: un malestar, y poco después<br />

una grave enfermedad se apoderó d<strong>el</strong> padre. El médico le prometió todavía<br />

algunos años de vida, supuesto gran cuidado. Pero <strong>Watomika</strong> juzgó ser<br />

conveniente ver en esta enfermedad un amable aviso de Dios; con entera<br />

resignación se preparó a bien morir, haciendo con devoción filial una<br />

general confesión de toda su vida y pasando los días de su enfermedad en<br />

permanente oración. ¡Cuán frecuentemente había puesto d<strong>el</strong>ante de los ojos<br />

de sus oyentes en terribles palabras los horrores der la muerte! ¡Cuán<br />

frecuentemente él mismo, en secreta solicitud, había pedido al Señor una<br />

f<strong>el</strong>iz muerte! Ahora al acercarse <strong>el</strong> gran momento no sentía nada de temor.<br />

Su corazón estaba lleno de paz y en humilde espera d<strong>el</strong> Señor, a quien desde<br />

la niñez había consagrado toda su vida.<br />

El 8 de diciembre había dicho su última misa antes de caer enfermo en<br />

la cama, pero poco después, habiéndose mejorado bastante, <strong>el</strong> 26 de<br />

diciembre <strong>el</strong> médico le permitió ofrecer nuevamente <strong>el</strong> santo sacrificio al día<br />

siguiente. El hermano enfermero, que hasta entonces le había v<strong>el</strong>ado por la<br />

noche esa noche se acostó por ruegos de <strong>Watomika</strong>. Cuando a la mañana<br />

siguiente quiso llamar al padre <strong>para</strong> que dijese la misa, se le ofreció un<br />

espectáculo muy conmovedor: <strong>Watomika</strong> se había levantado durante la<br />

noche, y vestido enteramente <strong>para</strong> estar listo <strong>para</strong> decir la misa, esperaba<br />

dormido en profunda paz la mañana. Y así le sorprendió la muerte: ¡como a<br />

un fi<strong>el</strong> centin<strong>el</strong>a en su puesto! El hermano enfermero encontró al padre<br />

Bouchard sentado en su sillón, la sotana puesta, <strong>el</strong> rosario en sus manos,<br />

una leve sonrisa en sus labios; estaba muerto. Humilde y modesto, como<br />

había vivido, en regia soledad, <strong>Watomika</strong> había pasado a la eterna patria.<br />

37


La noticia de la muerte d<strong>el</strong> padre Bouchard corrió pronto a través de la<br />

ciudad llenando de tristeza los corazones de todos sus habitantes. El<br />

cadáver, revestido con los ornamentos sacerdotales, estaba puesto sobre <strong>el</strong><br />

catafalco en la capilla de la congregación, siendo tapizado <strong>el</strong> santuario de la<br />

Madre de Dios de blanco y negro y rodeando <strong>el</strong> ataúd de flores y v<strong>el</strong>as<br />

encendidas. Congregantes de las tres congregaciones, rezando, hicieron la<br />

guardia.<br />

Durante tres días los ciudadanos vinieron en gran número a la iglesia<br />

de los jesuitas <strong>para</strong> visitar por última vez al querido difunto, encontrándose<br />

católicos, protestantes y judíos sollozando de rodillas junto al féretro. El<br />

último día un domingo, la muchedumbre se agolpaba en tan gran número<br />

hacia la capilla ardiente que todo <strong>el</strong> tránsito quedaba interrumpido en la calle<br />

d<strong>el</strong> Mercado; y la policía tuvo que poner en orden <strong>el</strong> concurso de la gente.<br />

El lunes 30 de diciembre se c<strong>el</strong>ebró <strong>el</strong> funeral en presencia d<strong>el</strong><br />

arzobispo de San Francisco y d<strong>el</strong> obispo de Sacramento, asistiendo a la<br />

misa de réquiem millares de hombres a pesar de que llovía a cántaros.<br />

Nuevamente tuvo <strong>el</strong> padre Bouchard que dejar una patria a la cual se<br />

había aficionado sin dolor ni pena; sus restos mortales fueron trasladados<br />

de San Francisco a la cripta de los jesuitas en Los Áng<strong>el</strong>es.<br />

Los congregantes de la congregación de hombres decidieron hacer<br />

d<strong>el</strong> último viaje de su querido director una marcha triunfal. Alquilaron un<br />

nuevo y hermoso vagón de los ferrocarriles de California, adornándolo con<br />

flores y plantas verdes, y colgando las imágenes d<strong>el</strong> Sagrado Corazón y de<br />

la Santísima Virgen encima de las dos puertas de entrada. En <strong>el</strong> centro d<strong>el</strong><br />

vagón estaba <strong>el</strong> ataúd, sepultado bajo una montaña de exquisitas flores. Y<br />

en los bancos estaban sentados setenta miembros de la congregación de<br />

hombres <strong>para</strong> hacer las honras a su difunto fundador y director. Así, <strong>el</strong> tren,<br />

con <strong>el</strong> carro mortuorio, corría bramando a través de los asoleados campos<br />

de California. Entre las oraciones de sus fi<strong>el</strong>es hombres <strong>el</strong> padre Bouchard<br />

hizo <strong>el</strong> último viaje hacia su nueva y tranquila patria, <strong>el</strong> sepulcro. Fue un<br />

viaje tan honorable y magnífico como jamás lo tuvo cacique alguno al ir a la<br />

tumba. Por las ventanas d<strong>el</strong> vagón lo saludaban por última vez <strong>el</strong> ci<strong>el</strong>o azul,<br />

la b<strong>el</strong>leza de las flores de esta tierra maravillosa, <strong>el</strong> dorado y claro sol,<br />

naturaleza magnífica que <strong>Watomika</strong> tanto había amado.<br />

Lejos de los wigwams de la patria que lo vio nacer, yace <strong>el</strong> cuerpo<br />

cansado d<strong>el</strong> noble hijo de los d<strong>el</strong>awares, hecho embajador d<strong>el</strong> Gran Espíritu.<br />

38


Al otro lado de las montañas rocallosas, las olas d<strong>el</strong> Océano Pacífico están<br />

entonando su cántico majestuoso sobre <strong>el</strong> cementerio en la playa donde<br />

<strong>Watomika</strong> duerme hasta la eterna resurrección.<br />

No podríamos terminar más hermosamente la breve historia de este<br />

gran cacique indio y padre jesuita sino con las palabras que él mismo en<br />

tiempos pasados escribió a sus d<strong>el</strong>awares, las cuales se cumplieron<br />

maravillosamente:<br />

“Como se pone <strong>el</strong> sol al término de un día de verano brillando tras las<br />

montañas, así parto de <strong>aquí</strong>.<br />

¡Regocijaos que haya muerto como <strong>el</strong> sol poniente!”<br />

Con las debidas licencias.<br />

39


ÍNDICE<br />

Prólogo d<strong>el</strong> traductor………………………………………………….3<br />

Gac<strong>el</strong>a Blanca…………………………………………………………..5<br />

En los wigwams de los d<strong>el</strong>awares…………………………………10<br />

En la escu<strong>el</strong>a de los rostros pálidos……………………………….16<br />

Siervo d<strong>el</strong> Gran Espíritu………………………………………………21<br />

A California……………………………………………………………...29<br />

En la viña d<strong>el</strong> Señor……………………………………………...……33<br />

La puesta d<strong>el</strong> sol…………………………………………………...…..37<br />

40

Hooray! Your file is uploaded and ready to be published.

Saved successfully!

Ooh no, something went wrong!