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Festival de Avándaro: abre la puerta 12 horas y la cierra diez años
Sandra Luna Pérez
La entrada personal al Festival de Rock y Ruedas en Avándaro tuvo un precio de
veinticinco pesos. Pero el costo de aquella reunión, celebrada los días 11 y 12 de
septiembre de 1971, fue mucho mayor: de entrada, una década de silencio.
El proyecto original de una carrera de carros –a cargo del corredor Eduardo López
Negrete– pronto cambió de giro al quedar en manos de Luis de Llano y Armando Molina.
El primero estaba vinculado a Telesistema Mexicano mientras que el segundo, además de
ser editor de la revista de rock México Canta, era músico y representante de las bandas
mexicanas y “chicanas” de mayor renombre. Una vez elegido Avándaro, un sitio cercano a
Valle de Bravo, en el Estado de México, como sede del festival, éste recibió el nombre de
Rock y Ruedas, pues se habían previsto doce horas de música y, para terminar, una carrera
de autos.
La amplia difusión del evento (que en algún momento contó incluso con el
patrocinio de Coca Cola) y la participación de conjuntos populares atrajeron a un auditorio
que sobrepasó con creces los cálculos de los organizadores y, por tanto, de sus previsiones
logísticas. Entre 200 y 400 mil jóvenes que hablaban “el lenguaje de la onda” llegaron con
la firme ilusión de convertir aquella fiesta en la versión mexicana de Woodstock, el
festival-icono contracultural por excelencia, celebrado dos años atrás en el estado de Nueva
York.
Para los muchos que llegaron temprano, la fiesta comenzó con las pruebas de
sonido; para otros se inauguró con exhibiciones de yoga, La ópera de Tommy y la actuación
de bandas no anunciadas en el cartel promocional, como Soul Masters y La Fachada de
Piedra. Hacia las ocho de la noche empezó propiamente el concierto ante un público que
creció paulatinamente hacia la madrugada, pues un intenso caos vehicular y una lluvia
pertinaz –como en Woodstock– habían complicado la llegada de miles. Con un sistema de
sonido insuficiente para las dimensiones que para esas horas había tomado el festival,
desfilaron en el escenario Dug Dug’s, Epílogo, División del Norte, Tequila, Peace and
Love, El Ritual, Bandido, Love Army, Los Yaki, Tinta Blanca y Three Souls in my Mind.
Estos últimos, por cierto, fueron los únicos que recordaron la represión contra estudiantes

(“el halconazo”) ocurrida exactamente tres meses antes, a cuyas víctimas les dedicaron
Streetfighter (Peleador callejero), de los Rolling Stones.
Durante el concierto ocurrieron… las cosas que suelen ocurrir en un festival de
rock. Un músico de Peace and Love soltó al público algunas palabras altisonantes y una
chica se desprendió de su ropa, seguida por muchos y muchas más. Como lo primero
sucedió durante la transmisión del programa radiofónico ¿Cuál es la Onda?, éste fue
suspendido pese a pertenecer a una estación estatal (Radio Juventud) y a su conductor,
Félix Ruano, le fue retirada la licencia de locución. El consumo de mariguana y alcohol
dejó saldo de varios intoxicados. La carrera prevista para el día siguiente fue suspendida
debido a las malas condiciones del terreno. La escasez de comida y transporte cobró
dimensiones desastrosas; muchos tuvieron que regresar a la ciudad de México a pie.
verano.
Era el principio de una larga penitencia por los excesos de una lluviosa noche de
Pronto, la mayoría de los medios hablaría de la drogadicción, el alcoholismo y la
promiscuidad como los grandes (y únicos) protagonistas del festival. La satanización fue
inmediata, implacable y generalizada. Esta situación puso en evidencia dos actitudes
obviamente irreconciliables: el rock es amor y paz; el rock es depravación.
Por una parte, ante la perspectiva de pasar un día en libertad, los asistentes a
Avándaro se dejaron seducir por el mito de Woodstock. Exploraron el amor y la paz sin
inhibiciones... Casi todo lo que escucharon estaba cantado en inglés y ellos mismos gritaron
“No rain, no rain” cuando quisieron evitar la lluvia que se les venía encima… Muy lejos
parecían quedar los fantasmas locales de Tlatelolco 68 y Jueves de Corpus (71).
Por otra parte, la opinión pública sustentó su intolerancia y sus prejuicios en un
expediente que no era precisamente intachable. Ahí estaba registrado, por ejemplo, que el 9
de marzo de 1969, un concierto en el que tocarían las bandas estadounidenses The Byrds y
Union Gap, antecedidas por los mexicanos de Tijuana Five, resultó en desastre a causa de
los usuales culpables: la desorganización y la energía juvenil desbocada. Pero había un
ingrediente más. El cronista Carlos Monsiváis retrata la trifulca en su Días de guardar
como una batalla campal de clases: la onda, los fresas y los nacos.
Este episodio terminaría por transformar no el rostro de la ciudad de México, sino
más bien los resquicios de su cuerpo. La negativa oficial de autorizar más conciertos

masivos de rock obligó a construir nuevos espacios para una expresión cultural desplazada,
que no acabada. Así fue como estacionamientos, bodegas, gimnasios, lotes baldíos e
incluso patios de casas particulares, merced a una tarima –o ni eso– y unos cuantos
amplificadores, se convertían en hoyos fonquis: los nuevos sitios de “rompe y rasga” que
ningún censo registraba pero que se anunciaban en pintas, carteles y volantes de toda la
periferia urbana: Salón Revolución, Pista Florecita, Chicago, Oro y Negro, Cinco de Mayo,
Bangladesh, Siempre lo Mismo…
En estos foros improvisados, efímeros, endebles, se hizo más estrecho el vínculo
entre esta música y los jóvenes de clase popular que gustaban de ella. ¿Por qué
precisamente ese público? Porque el ambiente marginal de los hoyos obligó a la clase
media a volver al rock anglosajón. Ahora, la relación con seguidores sin un mínimo
conocimiento del idioma inglés hizo necesaria la transición hacia las letras en español. La
Máquina del Sonido y Love Army, seguidos por Three Souls in my Mind, llevaron a cabo
los primeros intentos en este sentido con buenos resultados, por lo que más grupos
escribieron en castellano.
En este periodo de total marginación, las letras se alejaron del discurso de amor y
paz para volverse hacia la denuncia de los conflictos que vivían los jóvenes. Así surgió, por
ejemplo, Caminata cerebral de Love Army –“Sindicatos y patrones me han bajado la
moral,/ uy, si me dejo, los calzones también me van a bajar/ Sí, porque la justicia toma
tiempo/ yo no puedo esperar/ prefiero en mi cerebro caminar/ tendré que caminar– y Abuso
de autoridad de Three Souls –“Vivir en México es lo peor/ nuestro gobierno está muy mal/
y nadie puede protestar/ porque lo llevan a encerrar”.
En los años ochenta, la llegada de disqueras transnacionales que promovían a
diversos grupos hispanoamericanos y el surgimiento de empresarios dispuestos a traer al
país espectáculos internacionales, dieron lugar a una titilante apertura de foros. En 2007, un
festival masivo que presenta en un estadio decenas de bandas ante miles de jóvenes
espectadores –Vive Latino– celebró con gran éxito su octava emisión.
Sin embargo, ciertos fantasmas no se han exorcizado del todo. No es raro que
cuando un promotor de rock “periférico” –el hecho por y para los márgenes de la ciudad–
aspire a salir del hoyo fonqui –rentando, por ejemplo, el Toreo de Cuatro Caminos–, deba
suspenderlo a última hora porque su permiso fue cancelado… Más vale prevenir.