AP SPANISH LITERATURE - Frisco ISD
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<strong>AP</strong> <strong>SPANISH</strong> <strong>LITERATURE</strong><br />
SUMMER READING 2009 – 2010<br />
Dear Students:<br />
Welcome to <strong>AP</strong> Spanish Literature for the 2009 ‐ 2010 school year!<br />
You will be reading the works of about 35 writers from Spain and Latin America. They<br />
are among the most outstanding authors in the Spanish speaking world: playwrights,<br />
poets, essayists and novelists from the middle Ages to the present. You will read and<br />
summarize one or more works of each writer, then discuss the themes and analyze how<br />
the writer’s artistry (choice of words, rhetorical devices, etc.) relates to the ideas,<br />
messages and feelings he or she wishes to convey to the reader. While the class will<br />
spend several days or weeks on certain authors and works, at other times you will be<br />
required to read and analyze a short story or poem every day. Of course, class will be<br />
conducted in Spanish, and all assignments and assessments will be in Spanish.<br />
You will do a great deal of writing to help you practice the vocabulary, concepts and<br />
most important express yourself in Spanish. Therefore you will be:<br />
Answering questions as to the content and form of each poem, play and short<br />
story<br />
Writing essays analyzing a poem, short story, play, theme or character<br />
Writing essays comparing aspects of two or more literary works or authors<br />
Writing essays commenting on a literary critic’s analysis of a writer’s work<br />
Much of the writing will be assigned as homework, but the critical essays will be written<br />
in class, sometimes as part of a test.<br />
Once again, congratulations on accepting the challenge of a college level literature<br />
class and exploring the rich literary production of the Spanish speaking world.<br />
¡Que tengan un buen verano y los veo en agosto!<br />
SUMMER READING ASSIGNMENTS<br />
<strong>AP</strong> <strong>SPANISH</strong> <strong>LITERATURE</strong><br />
All work is due on the first day of class in August. Please read the works and answer<br />
the questions that follow in Spanish. ¡Gracias!<br />
1. “Chac Mool” de Carlos Fuentes<br />
2. "El ahogado más hermoso del mundo", de Gabriel García Márquez<br />
3. “No oyes ladrar los perros”, Juan Rulfo<br />
4. “Un señor muy viejo con unas alas enormes”, de Gabriel García Márquez
Chac Mool<br />
[Cuento. Texto completo]<br />
Carlos Fuentes<br />
Hace poco tiempo, Filiberto murió ahogado en Acapulco. Sucedió en Semana Santa.<br />
Aunque había sido despedido de su empleo en la Secretaría, Filiberto no pudo resistir la<br />
tentación burocrática de ir, como todos los años, a la pensión alemana, comer el<br />
choucrout endulzado por los sudores de la cocina tropical, bailar el Sábado de Gloria en<br />
La Quebrada y sentirse “gente conocida” en el oscuro anonimato vespertino de la Playa<br />
de Hornos. Claro, sabíamos que en su juventud había nadado bien; pero ahora, a los<br />
cuarenta, y tan desmejorado como se le veía, ¡intentar salvar, a la medianoche, el largo<br />
trecho entre Caleta y la isla de la Roqueta! Frau Müller no permitió que se le velara, a<br />
pesar de ser un cliente tan antiguo, en la pensión; por el contrario, esa noche organizó<br />
un baile en la terracita sofocada, mientras Filiberto esperaba, muy pálido dentro de su<br />
caja, a que saliera el camión matutino de la terminal, y pasó acompañado de huáchales<br />
y fardos la primera noche de su nueva vida. Cuando llegué, muy temprano, a vigilar el<br />
embarque del féretro, Filiberto estaba bajo un túmulo de cocos: el chofer dijo que lo<br />
acomodáramos rápidamente en el toldo y lo cubriéramos con lonas, para que no se<br />
espantaran los pasajeros, y a ver si no le habíamos echado la sal al viaje.<br />
Salimos de Acapulco a la hora de la brisa tempranera. Hasta Tierra Colorada nacieron el<br />
calor y la luz. Mientras desayunaba huevos y chorizo abrí el cartapacio de Filiberto,<br />
recogido el día anterior, junto con sus otras pertenencias, en la pensión de los Müller.<br />
Doscientos pesos. Un periódico derogado de la ciudad de México. Cachos de lotería. El<br />
pasaje de ida ‐¿sólo de ida? Y el cuaderno barato, de hojas cuadriculadas y tapas de<br />
papel mármol.<br />
Me aventuré a leerlo, a pesar de las curvas, el hedor a vómitos y cierto sentimiento<br />
natural de respeto por la vida privada de mi difunto amigo. Recordaría ‐sí, empezaba<br />
con eso‐ nuestra cotidiana labor en la oficina; quizá sabría, al fin, por qué fue declinado,<br />
olvidando sus deberes, por qué dictaba oficios sin sentido, ni número, ni “Sufragio<br />
Efectivo No Reelección”. Por qué, en fin, fue corrido, olvidaba la pensión, sin respetar<br />
los escalafones.<br />
“Hoy fui a arreglar lo de mi pensión. El Licenciado, amabilísimo. Salí tan contento que<br />
decidí gastar cinco pesos en un café. Es el mismo al que íbamos de jóvenes y al que<br />
ahora nunca concurro, porque me recuerda que a los veinte años podía darme más<br />
lujos que a los cuarenta. Entonces todos estábamos en un mismo plano, hubiéramos<br />
rechazado con energía cualquier opinión peyorativa hacia los compañeros; de hecho,<br />
librábamos la batalla por aquellos a quienes en la casa discutían por su baja extracción o
falta de elegancia. Yo sabía que muchos de ellos (quizá los más humildes) llegarían muy<br />
alto y aquí, en la Escuela, se iban a forjar las amistades duraderas en cuya compañía<br />
cursaríamos el mar bravío. No, no fue así. No hubo reglas. Muchos de los humildes se<br />
quedaron allí, muchos llegaron más arriba de lo que pudimos pronosticar en aquellas<br />
fogosas, amables tertulias. Otros, que parecíamos prometerlo todo, nos quedamos a la<br />
mitad del camino, destripados en un examen extracurricular, aislados por una zanja<br />
invisible de los que triunfaron y de los que nada alcanzaron. En fin, hoy volví a sentarme<br />
en las sillas modernizadas ‐también hay, como barricada de una invasión, una fuente<br />
de sodas‐ y pretendí leer expedientes. Vi a muchos antiguos compañeros, cambiados,<br />
amnésicos, retocados de luz neón, prósperos. Con el café que casi no reconocía, con la<br />
ciudad misma, habían ido cincelándose a ritmo distinto del mío. No, ya no me<br />
reconocían; o no me querían reconocer. A lo sumo ‐uno o dos‐ una mano gorda y rápida<br />
sobre el hombro. Adiós viejo, qué tal. Entre ellos y yo mediaban los dieciocho agujeros<br />
del Country Club. Me disfracé detrás de los expedientes. Desfilaron en mi memoria los<br />
años de las grandes ilusiones, de los pronósticos felices y, también todas las omisiones<br />
que impidieron su realización. Sentí la angustia de no poder meter los dedos en el<br />
pasado y pegar los trozos de algún rompecabezas abandonado; pero el arcón de los<br />
juguetes se va olvidando y, al cabo, ¿quién sabrá dónde fueron a dar los soldados de<br />
plomo, los cascos, las espadas de madera? Los disfraces tan queridos, no fueron más<br />
que eso. Y sin embargo, había habido constancia, disciplina, apego al deber. ¿No era<br />
suficiente, o sobraba? En ocasiones me asaltaba el recuerdo de Rilke. La gran<br />
recompensa de la aventura de juventud debe ser la muerte; jóvenes, debemos partir<br />
con todos nuestros secretos. Hoy, no tendría que volver la mirada a las ciudades de sal.<br />
¿Cinco pesos? Dos de propina.”<br />
“Pepe, aparte de su pasión por el derecho mercantil, gusta de teorizar. Me vio salir de<br />
Catedral, y juntos nos encaminamos a Palacio. Él es descreído, pero no le basta; en<br />
media cuadra tuvo que fabricar una teoría. Que si yo no fuera mexicano, no adoraría a<br />
Cristo y ‐No, mira, parece evidente. Llegan los españoles y te proponen adorar a un<br />
Dios muerto hecho un coágulo, con el costado herido, clavado en una cruz. Sacrificado.<br />
Ofrendado. ¿Qué cosa más natural que aceptar un sentimiento tan cercano a todo tu<br />
ceremonial, a toda tu vida?... figúrate, en cambio, que México hubiera sido conquistado<br />
por budistas o por mahometanos. No es concebible que nuestros indios veneraran a un<br />
individuo que murió de indigestión. Pero un Dios al que no le basta que se sacrifiquen<br />
por él, sino que incluso va a que le arranquen el corazón, ¡caramba, jaque mate a<br />
Huitzilopochtli! El cristianismo, en su sentido cálido, sangriento, de sacrificio y liturgia,<br />
se vuelve una prolongación natural y novedosa de la religión indígena. Los aspectos<br />
caridad, amor y la otra mejilla, en cambio, son rechazados. Y todo en México es eso:<br />
hay que matar a los hombres para poder creer en ellos.<br />
“Pepe conocía mi afición, desde joven, por ciertas formas de arte indígena mexicana.<br />
Yo colecciono estatuillas, ídolos, cacharros. Mis fines de semana los paso en Tlaxcala o<br />
en Teotihuacan. Acaso por esto le guste relacionar todas las teorías que elabora para<br />
mi consumo con estos temas. Por cierto que busco una réplica razonable del Chac Mool
desde hace tiempo, y hoy Pepe me informa de un lugar en la Lagunilla donde venden<br />
uno de piedra y parece que barato. Voy a ir el domingo.<br />
“Un guasón pintó de rojo el agua del garrafón en la oficina, con la consiguiente<br />
perturbación de las labores. He debido consignarlo al Director, a quien sólo le dio<br />
mucha risa. El culpable se ha valido de esta circunstancia para hacer sarcasmos a mis<br />
costillas el día entero, todos en torno al agua. Ch...”<br />
“Hoy domingo, aproveché para ir a la Lagunilla. Encontré el Chac Mool en la tienducha<br />
que me señaló Pepe. Es una pieza preciosa, de tamaño natural, y aunque el marchante<br />
asegura su originalidad, lo dudo. La piedra es corriente, pero ello no aminora la<br />
elegancia de la postura o lo macizo del bloque. El desleal vendedor le ha embarrado<br />
salsa de tomate en la barriga al ídolo para convencer a los turistas de la sangrienta<br />
autenticidad de la escultura.<br />
“El traslado a la casa me costó más que la<br />
adquisición. Pero ya está aquí, por el<br />
momento en el sótano mientras reorganizo<br />
mi cuarto de trofeos a fin de darle cabida.<br />
Estas figuras necesitan sol vertical y fogoso;<br />
ese fue su elemento y condición. Pierde<br />
mucho mi Chac Mool en la oscuridad del<br />
sótano; allí, es un simple bulto agónico, y su<br />
mueca parece reprocharme que le niegue la<br />
luz. El comerciante tenía un foco que iluminaba verticalmente en la escultura,<br />
recortando todas sus aristas y dándole una expresión más amable. Habrá que seguir su<br />
ejemplo.”<br />
“Amanecí con la tubería descompuesta. Incauto, dejé correr el agua de la cocina y se<br />
desbordó, corrió por el piso y llego hasta el sótano, sin que me percatara. El Chac Mool<br />
resiste la humedad, pero mis maletas sufrieron. Todo esto, en día de labores, me obligó<br />
a llegar tarde a la oficina.”<br />
“Vinieron, por fin, a arreglar la tubería. Las maletas, torcidas. Y el Chac Mool, con lama<br />
en la base.”<br />
“Desperté a la una: había escuchado un quejido terrible. Pensé en ladrones. Pura<br />
imaginación.”<br />
“Los lamentos nocturnos han seguido. No sé a qué atribuirlo, pero estoy nervioso. Para<br />
colmo de males, la tubería volvió a descomponerse, y las lluvias se han colado,<br />
inundando el sótano.”<br />
“El plomero no viene; estoy desesperado. Del Departamento del Distrito Federal, más
vale no hablar. Es la primera vez que el agua de las lluvias no obedece a las coladeras y<br />
viene a dar a mi sótano. Los quejidos han cesado: vaya una cosa por otra.”<br />
“Secaron el sótano, y el Chac Mool está cubierto de lama. Le da un aspecto grotesco,<br />
porque toda la masa de la escultura parece padecer de una erisipela verde, salvo los<br />
ojos, que han permanecido de piedra. Voy a aprovechar el domingo para raspar el<br />
musgo. Pepe me ha recomendado cambiarme a una casa de apartamentos, y tomar el<br />
piso más alto, para evitar estas tragedias acuáticas. Pero yo no puedo dejar este<br />
caserón, ciertamente es muy grande para mí solo, un poco lúgubre en su arquitectura<br />
porfiriana. Pero es la única herencia y recuerdo de mis padres. No sé qué me daría ver<br />
una fuente de sodas con sinfonola en el sótano y una tienda de decoración en la planta<br />
baja.”<br />
“Fui a raspar el musgo del Chac Mool con una espátula. Parecía ser ya parte de la<br />
piedra; fue labor de más de una hora, y sólo a las seis de la tarde pude terminar. No se<br />
distinguía muy bien la penumbra; al finalizar el trabajo, seguí con la mano los contornos<br />
de la piedra. Cada vez que lo repasaba, el bloque parecía reblandecerse. No quise<br />
creerlo: era ya casi una pasta. Este mercader de la Lagunilla me ha timado. Su escultura<br />
precolombina es puro yeso, y la humedad acabará por arruinarla. Le he echado encima<br />
unos trapos; mañana la pasaré a la pieza de arriba, antes de que sufra un deterioro<br />
total.”<br />
“Los trapos han caído al suelo, increíble. Volví a palpar el Chac Mool. Se ha endurecido<br />
pero no vuelve a la consistencia de la piedra. No quiero escribirlo: hay en el torso algo<br />
de la textura de la carne, al apretar los brazos los siento de goma, siento que algo<br />
circula por esa figura recostada... Volví a bajar en la noche. No cabe duda: el Chac Mool<br />
tiene vello en los brazos.”<br />
“Esto nunca me había sucedido. Tergiversé los asuntos en la oficina, giré una orden de<br />
pago que no estaba autorizada, y el Director tuvo que llamarme la atención. Quizá me<br />
mostré hasta descortés con los compañeros. Tendré que ver a un médico, saber si es mi<br />
imaginación o delirio o qué, y deshacerme de ese maldito Chac Mool.”<br />
Hasta aquí la escritura de Filiberto era la antigua, la que tantas veces vi en formas y<br />
memoranda, ancha y ovalada. La entrada del 25 de agosto, sin embargo, parecía<br />
escrita por otra persona. A veces como niño, separando trabajosamente cada letra;<br />
otras, nerviosa, hasta diluirse en lo ininteligible. Hay tres días vacíos, y el relato<br />
continúa:<br />
“Todo es tan natural; y luego se cree en lo real... pero esto lo es, más que lo creído por<br />
mí. Si es real un garrafón, y más, porque nos damos mejor cuenta de su existencia, o<br />
estar, si un bromista pinta el agua de rojo... Real bocanada de cigarro efímera, real<br />
imagen monstruosa en un espejo de circo, reales, ¿no lo son todos los muertos,<br />
presentes y olvidados?... si un hombre atravesara el paraíso en un sueño, y le dieran
una flor como prueba de que había estado allí, y si al despertar encontrara esa flor en su<br />
mano... ¿entonces, qué?... Realidad: cierto día la quebraron en mil pedazos, la cabeza<br />
fue a dar allá, la cola aquí y nosotros no conocemos más que uno de los trozos<br />
desprendidos de su gran cuerpo. Océano libre y ficticio, sólo real cuando se le aprisiona<br />
en el rumor de un caracol marino. Hasta hace tres días, mi realidad lo era al grado de<br />
haberse borrado hoy; era movimiento reflejo, rutina, memoria, cartapacio. Y luego,<br />
como la tierra que un día tiembla para que recordemos su poder, o como la muerte que<br />
un día llegará, recriminando mi olvido de toda la vida, se presenta otra realidad:<br />
sabíamos que estaba allí, mostrenca; ahora nos sacude para hacerse viva y presente.<br />
Pensé, nuevamente, que era pura imaginación: el Chac Mool, blando y elegante, había<br />
cambiado de color en una noche; amarillo, casi dorado, parecía indicarme que era un<br />
dios, por ahora laxo, con las rodillas menos tensas que antes, con la sonrisa más<br />
benévola. Y ayer, por fin, un despertar sobresaltado, con esa seguridad espantosa de<br />
que hay dos respiraciones en la noche, de que en la oscuridad laten más pulsos que el<br />
propio. Sí, se escuchaban pasos en la escalera. Pesadilla. Vuelta a dormir... No sé<br />
cuánto tiempo pretendí dormir. Cuando volvía a abrir los ojos, aún no amanecía. El<br />
cuarto olía a horror, a incienso y sangre. Con la mirada negra, recorrí la recámara, hasta<br />
detenerme en dos orificios de luz parpadeante, en dos flámulas crueles y amarillas.<br />
“Casi sin aliento, encendí la luz.<br />
“Allí estaba Chac Mool, erguido, sonriente, ocre, con su barriga encarnada. Me<br />
paralizaron los dos ojillos casi bizcos, muy pegados al caballete de la nariz triangular.<br />
Los dientes inferiores mordían el labio superior, inmóviles; sólo el brillo del casuelón<br />
cuadrado sobre la cabeza anormalmente voluminosa, delataba vida. Chac Mool avanzó<br />
hacia mi cama; entonces empezó a llover.”<br />
Recuerdo que a fines de agosto, Filiberto fue despedido de la Secretaría, con una<br />
recriminación pública del Director y rumores de locura y hasta de robo. Esto no lo creí.<br />
Sí pude ver unos oficios descabellados, preguntándole al Oficial Mayor si el agua podía<br />
olerse, ofreciendo sus servicios al Secretario de Recursos Hidráulicos para hacer llover<br />
en el desierto. No supe qué explicación darme a mí mismo; pensé que las lluvias<br />
excepcionalmente fuertes, de ese verano, habían enervado a mi amigo. O que alguna<br />
depresión moral debía producir la vida en aquel caserón antiguo, con la mitad de los<br />
cuartos bajo llave y empolvados, sin criados ni vida de familia. Los apuntes siguientes<br />
son de fines de septiembre:<br />
“Chac Mool puede ser simpático cuando quiere, ‘...un gluglú de agua embelesada’...<br />
Sabe historias fantásticas sobre los monzones, las lluvias ecuatoriales y el castigo de los<br />
desiertos; cada planta arranca de su paternidad mítica: el sauce es su hija descarriada,<br />
los lotos, sus niños mimados; su suegra, el cacto. Lo que no puedo tolerar es el olor,<br />
extrahumano, que emana de esa carne que no lo es, de las sandalias flamantes de<br />
vejez. Con risa estridente, Chac Mool revela cómo fue descubierto por Le Plongeon y<br />
puesto físicamente en contacto de hombres de otros símbolos. Su espíritu ha vivido en
el cántaro y en la tempestad, naturalmente; otra cosa es su piedra, y haberla arrancado<br />
del escondite maya en el que yacía es artificial y cruel. Creo que Chac Mool nunca lo<br />
perdonará. Él sabe de la inminencia del hecho estético.<br />
“He debido proporcionarle sapolio para que se lave el vientre que el mercader, al<br />
creerlo azteca, le untó de salsa ketchup. No pareció gustarle mi pregunta sobre su<br />
parentesco con Tlaloc 1 , y cuando se enoja, sus dientes, de por sí repulsivos, se afilan y<br />
brillan. Los primeros días, bajó a dormir al sótano; desde ayer, lo hace en mi cama.”<br />
“Hoy empezó la temporada seca. Ayer, desde la sala donde ahora duermo, comencé a<br />
oír los mismos lamentos roncos del principio, seguidos de ruidos terribles. Subí;<br />
entreabrí la puerta de la recámara: Chac Mool estaba rompiendo las lámparas, los<br />
muebles; al verme, saltó hacia la puerta con las manos arañadas, y apenas pude cerrar<br />
e irme a esconder al baño. Luego bajó, jadeante, y pidió agua; todo el día tiene<br />
corriendo los grifos, no queda un centímetro seco en la casa. Tengo que dormir muy<br />
abrigado, y le he pedido que no empape más la sala 2 .”<br />
“El Chac inundó hoy la sala. Exasperado, le dije que lo iba a devolver al mercado de la<br />
Lagunilla. Tan terrible como su risilla ‐horrorosamente distinta a cualquier risa de<br />
hombre o de animal‐ fue la bofetada que me dio, con ese brazo cargado de pesados<br />
brazaletes. Debo reconocerlo: soy su prisionero. Mi idea original era bien distinta: yo<br />
dominaría a Chac Mool, como se domina a un juguete; era, acaso, una prolongación de<br />
mi seguridad infantil; pero la niñez ‐¿quién lo dijo?‐ es fruto comido por los años, y yo<br />
no me he dado cuenta... Ha tomado mi ropa y se pone la bata cuando empieza a<br />
brotarle musgo verde. El Chac Mool está acostumbrado a que se le obedezca, desde<br />
siempre y para siempre; yo, que nunca he debido mandar, sólo puedo doblegarme ante<br />
él. Mientras no llueva ‐¿y su poder mágico?‐ vivirá colérico e irritable.”<br />
“Hoy decidí que en las noches Chac Mool sale de la casa. Siempre, al oscurecer, canta<br />
una tonada chirriona y antigua, más vieja que el canto mismo. Luego cesa. Toqué varias<br />
veces a su puerta, y como no me contestó, me atrevía a entrar. No había vuelto a ver la<br />
recámara desde el día en que la estatua trató de atacarme: está en ruinas, y allí se<br />
concentra ese olor a incienso y sangre que ha permeado la casa. Pero detrás de la<br />
puerta, hay huesos: huesos de perros, de ratones y gatos. Esto es lo que roba en la<br />
noche el Chac Mool para sustentarse. Esto explica los ladridos espantosos de todas las<br />
madrugadas.”<br />
“Febrero, seco. Chac Mool vigila cada paso mío; me ha obligado a telefonear a una<br />
fonda para que diariamente me traigan un portaviandas. Pero el dinero sustraído de la<br />
oficina ya se va a acabar. Sucedió lo inevitable: desde el día primero, cortaron el agua y<br />
la luz por falta de pago. Pero Chac Mool ha descubierto una fuente pública a dos<br />
cuadras de aquí; todos los días hago diez o doce viajes por agua, y él me observa desde<br />
la azotea. Dice que si intento huir me fulminará: también es Dios del Rayo. Lo que él no<br />
sabe es que estoy al tanto de sus correrías nocturnas... Como no hay luz, debo
acostarme a las ocho. Ya debería estar acostumbrado al Chac Mool, pero hace poco, en<br />
la oscuridad, me topé con él en la escalera, sentí sus brazos helados, las escamas de su<br />
piel renovada y quise gritar.”<br />
“Si no llueve pronto, el Chac Mool va a convertirse otra vez en piedra. He notado sus<br />
dificultades recientes para moverse; a veces se reclina durante horas, paralizado,<br />
contra la pared y parece ser, de nuevo, un ídolo inerme, por más dios de la tempestad y<br />
el trueno que se le considere. Pero estos reposos sólo le dan nuevas fuerzas para<br />
vejarme, arañarme como si pudiese arrancar algún líquido de mi carne. Ya no tienen<br />
lugar aquellos intermedios amables durante los cuales relataba viejos cuentos; creo<br />
notar en él una especie de resentimiento concentrado. Ha habido otros indicios que me<br />
han puesto a pensar: los vinos de mi bodega se están acabando; Chac Mool acaricia la<br />
seda de la bata; quiere que traiga una criada a la casa, me ha hecho enseñarle a usar<br />
jabón y lociones. Incluso hay algo viejo en su cara que antes parecía eterna. Aquí puede<br />
estar mi salvación: si el Chac cae en tentaciones, si se humaniza, posiblemente todos<br />
sus siglos de vida se acumulen en un instante y caiga fulminado por el poder aplazado<br />
del tiempo. Pero también me pongo a pensar en algo terrible: el Chac no querrá que yo<br />
asista a su derrumbe, no querrá un testigo..., es posible que desee matarme.”<br />
“Hoy aprovecharé la excursión nocturna de Chac para huir. Me iré a Acapulco; veremos<br />
qué puede hacerse para conseguir trabajo y esperar la muerte de Chac Mool; sí, se<br />
avecina; está canoso, abotagado. Yo necesito asolearme, nadar y recuperar fuerzas.<br />
Me quedan cuatrocientos pesos. Iré a la Pensión Müller, que es barata y cómoda. Que<br />
se adueñe de todo Chac Mool: a ver cuánto dura sin mis baldes de agua.”<br />
Aquí termina el diario de Filiberto. No quise pensar más en su relato; dormí hasta<br />
Cuernavaca. De ahí a México pretendí dar coherencia al escrito, relacionarlo con exceso<br />
de trabajo, con algún motivo sicológico. Cuando, a las nueve de la noche, llegamos a la<br />
terminal, aún no podía explicarme la locura de mi amigo. Contraté una camioneta para<br />
llevar el féretro a casa de Filiberto, y después de allí ordenar el entierro.<br />
Antes de que pudiera introducir la llave en la cerradura, la puerta se abrió. Apareció un<br />
indio amarillo, en bata de casa, con bufanda. Su aspecto no podía ser más repulsivo;<br />
despedía un olor a loción barata, quería cubrir las arrugas con la cara polveada; tenía la<br />
boca embarrada de lápiz labial mal aplicado, y el pelo daba la impresión de estar<br />
teñido.<br />
‐Perdone... no sabía que Filiberto hubiera...<br />
‐No importa; lo sé todo. Dígales a los hombres que lleven el cadáver al sótano.<br />
FIN
1. El agua desempeña un papel central en el cuento "Chac Mool", a partir<br />
de su primera aparición: el agua pintada de rojo en el garrafón de la oficina.<br />
Resume las diversas referencias al agua en el texto y coméntalas<br />
brevemente.<br />
2. Este cuento trata de la toma de una casa antigua: un caserón, con varios<br />
pisos y muchos cuartos deshabitados. Allí vive el dueño, a solas. Detalla las<br />
referencias específicas en el texto a la toma de la casa.<br />
3. ¿Cómo evoluciona el control psicológico que va cobrando Chac Mool<br />
sobre Filiberto?<br />
4. Resume los detalles del decaimiento psicológico de Filiberto. ¿Qué<br />
locuras dice? ¿Qué locuras comete? ¿A fuerza de qué presiones específicas<br />
lo hace?<br />
5. Sabemos cómo muere Filiberto, pero, ¿quién o qué lo mata? ¿Por qué?<br />
6. Cita ejemplos de la manera en que Fuentes logra el humor en "Chac<br />
Mool", ya sea mediante la exageración, o al pintar sucesos absurdos, o al<br />
sorprendernos con situaciones inesperadas.<br />
Vocabulario<br />
Gabriel García Márquez<br />
(Aracata, Colombia 1928—)<br />
EL AHOGADO MÁS HERMOSO DEL MUNDO<br />
1. sigiloso—silencioso; cauteloso.<br />
2. acantilado—precipicio; despeñadero.<br />
3. semblante (m.) —cara; rostro; expresión.<br />
4. menesteroso—necesitado; pobre.<br />
5. mezquino—tacaño; miserable.<br />
6. porfiado—tenaz; testarudo; terco; empecinado.<br />
7. aspavientos—demostraciones exageradas de inconformidad.<br />
8. buzo—persona que se sumerge en el mar con el auxilio de un aparato respiratorio.<br />
9. rezongar—quejarse entre dientes.<br />
10. alboroto—tumulto; escándalo.<br />
11. al garete—sin rumbo fijo; a la deriva.<br />
12. de gala—elegante; para ocasiones especiales.
LOS PRIMEROS NIÑOS que vieron el promontorio oscuro y sigiloso que se<br />
acercaba por el mar, se hicieron la ilusión de que era un barco enemigo. Después<br />
vieron que no llevaba banderas ni arboladura, y pensaron que fuera una ballena.<br />
Pero cuando quedó varado en la playa le quitaron los matorrales de sargazos, los<br />
filamentos de medusas y los restos de cardúmenes y naufragios que llevaba<br />
encima, y sólo entonces descubrieron que era un ahogado.<br />
Habían jugado con él toda la tarde, enterrándolo y desenterrándolo en la<br />
arena, cuando alguien los vio por casualidad y dio la voz de alarma en el pueblo.<br />
Los hombres que lo cargaron hasta la casa más próxima notaron que pesaba más<br />
que todos los muertos conocidos, casi tanto como un caballo, y se dijeron que tal<br />
vez había estado demasiado tiempo a la deriva y el agua se le había metido<br />
dentro de los huesos. Cuando lo tendieron en el suelo vieron que había sido<br />
mucho más grande que todos los hombres, pues apenas si cabía en la casa, pero<br />
pensaron que tal vez la facultad de seguir creciendo después de la muerte estaba<br />
en la naturaleza de ciertos ahogados. Tenía el olor del mar, y sólo la forma<br />
permitía suponer que era el cadáver de un ser humano, porque su piel estaba<br />
revestida de una coraza de rémora y de lodo.<br />
No tuvieron que limpiarle la cara para saber que era un muerto ajeno. El<br />
pueblo tenía apenas unas veinte casas de tablas, con patios de piedras sin flores,<br />
desperdigadas en el extremo de un cabo desértico. La tierra era tan escasa, que<br />
las madres andaban siempre con el temor de que el viento se llevara a los niños, y<br />
a los muertos que les iban causando los años tenían que tirarlos en los<br />
acantilados. Pero el mar era manso y pródigo, y todos los hombres cabían en siete<br />
botes. Así que cuando se encontraron el ahogado les bastó con mirarse los unos a<br />
los otros para darse cuenta de que estaban completos.<br />
Aquella noche no salieron a trabajar en el mar. Mientras los hombres<br />
averiguaban si no faltaba alguien en los pueblos vecinos, las mujeres se quedaron<br />
cuidando al ahogado. Le quitaron el lodo con tapones de esparto, le<br />
desenredaron del cabello los abrojos submarinos y le rasparon la rémora con<br />
fierros de desescamar pescados. A medida que lo hacían, notaron que su<br />
vegetación era de océanos remotos y de aguas profundas, y que sus ropas<br />
estaban en piltrafas, como si hubiera navegado por entre laberintos de corales.<br />
Notaron también que sobrellevaba la muerte con altivez, pues no tenía el<br />
semblante solitario de los otros ahogados del mar, ni tampoco la catadura sórdida
y menesteroso de los ahogados fluviales. Pero solamente cuando acabaron de<br />
limpiarlo tuvieron conciencia de la clase de hombre que era, y entonces se<br />
quedaron sin aliento. No sólo era el más alto, el más fuerte, el más viril y el mejor<br />
armado que habían visto jamás, sino que todavía cuando lo estaban viendo no les<br />
cabía en la imaginación.<br />
No encontraron en el pueblo una cama bastante grande para tenderio ni una<br />
mesa bastante sólida para velarlo. No le vinieron los pantalones de fiesta de los<br />
hombres más altos, ni las camisas dominicales de los más corpulentos, ni los<br />
zapatos del mejor plantado. Fascinadas por su desproporción y su hermosura, las<br />
mujeres decidieron entonces hacerle unos pantalones con un pedazo de vela<br />
cangreja, y una camisa de bramante de novia, para que pudiera continuar su<br />
muerte con dignidad. Mientras cosían sentadas en círculo, contemplando el<br />
cadáver entre puntada y puntada, les parecía que el viento no había sido nunca<br />
tan tenaz ni el Caribe había estado nunca tan ansioso como aquella noche, y<br />
suponían que esos cambios tenían algo que ver con el muerto. Pensaban que si<br />
aquel hombre magnífico hubiera vivido en el pueblo, su casa habría tenido las<br />
puertas más anchas, el techo más alto y el piso más firme, y el bastidor de su<br />
cama habría sido de cuadernas maestras con pernos de hierro, y su mujer habría<br />
sido la más feliz. Pensaban que habría tenido tanta autoridad que hubiera sacado<br />
los peces del mar con sólo llamarlos por sus nombres, y habría puesto tanto<br />
empeño en el trabajo que hubiera hecho brotar manantiales de entre las piedras<br />
más áridas y hubiera podido sembrar flores en los acantilados. Lo compararon en<br />
secreto con sus propios hombres, pensando que no serían capaces de hacer en<br />
toda una vida lo que aquél era capaz de hacer en una noche, y terminaron por<br />
repudiarlos en el fondo de sus corazones como los seres más escuálidos y<br />
mezquinos de la tierra. Andaban extraviadas por esos dédalos de fantasía, cuando<br />
la más vieja de las mujeres, que por ser la más vieja había contemplado al<br />
ahogado con menos pasión que compasión, suspiró:<br />
—Tiene cara de llamarse Esteban.<br />
Era verdad. A la mayoría le bastó con mirarlo otra vez para comprender que<br />
no podía tener otro nombre. Las más porfiadas, que eran las más jóvenes, se<br />
mantuvieron con la ilusión de que al ponerle la ropa, tendido entre flores y con<br />
unos zapatos de charol, pudiera llamarse Lautaro. Pero fue una ilusión vana. El<br />
lienzo resultó escaso, los pantalones mal cortados y peor cosidos le quedaron<br />
estrechos, y las fuerzas ocultas de su corazón hacían saltar los botones de la<br />
camisa. Después de la media noche se adelgazaron los silbidos del viento y el mar<br />
cayó en el sopor del miércoles. El silencio acabó con las últimas dudas: era
Esteban. Las mujeres que lo habían vestido, las que lo habían peinado, las que le<br />
habían cortado las uñas y raspado la barba no pudieron reprimir un<br />
estremecimiento de compasión cuando tuvieron que resignarse a dejarlo tirado<br />
por los suelos. Fue entonces cuando comprendieron cuánto debió haber sido de<br />
infeliz con aquel cuerpo descomunal, si hasta después de muerto le estorbaba. Lo<br />
vieron condenado en vida a pasar de medio lado por las puertas, a descalabrarse<br />
con los travesaños, a permanecer de pie en las visitas sin saber qué hacer con sus<br />
tiernas y rosadas manos de buey de mar, mientras la dueña de casa buscaba la<br />
silla más resistente y le suplicaba muerta de miedo siéntese aquí Esteban,<br />
hágame el favor, y él recostado contra las paredes, sonriendo, no se preocupe<br />
señora, así estoy bien, con los talones en carne viva y las espaldas escaldadas de<br />
tanto repetir lo mismo en todas las visitas, no se preocupe señora, así estoy bien,<br />
sólo para no pasar vergüenza de desbaratar la silla, y acaso sin haber sabido<br />
nunca que quienes le decían no te vayas Esteban, espérate siquiera hasta que<br />
hierva el café, eran los mismos que después susurraban ya se fue el bobo grande,<br />
qué bueno, ya se fue el tonto hermoso. Esto pensaban las mujeres frente al<br />
cadáver un poco antes del amanecer. Más tarde, cuando le taparon la cara con un<br />
pañuelo para que no le molestara la luz, lo vieron tan muerto para siempre, tan<br />
indefenso, tan parecido a sus hombres, que se les abrieron las primeras grietas de<br />
lágrimas en el corazón. Fue una de las más jóvenes la que empezó a sollozar. Las<br />
otras, asentándose entre sí, pasaron de los suspiros a los lamentos, y mientras<br />
más sollozaban más deseos sentían de llorar, porque el ahogado se les iba<br />
volviendo cada vez más Esteban, hasta que lo lloraron tanto que fue el hombre<br />
más desvalido de la tierra, el más manso y el más servicial, el pobre Esteban. Así<br />
que cuando los hombres volvieron con la noticia de que el ahogado no era<br />
tampoco de los pueblos vecinos, ellas sintieron un vacío de júbilo entre las<br />
lágrimas.<br />
— ¡Bendito sea Dios —suspiraron—: es nuestro!<br />
Los hombres creyeron que aquellos aspavientos no eran más que frivolidades<br />
de mujer. Cansados de las tortuosas averiguaciones de la noche, lo único que<br />
querían era quitarse de una vez el estorbo del intruso antes de que prendiera el sol<br />
bravo de aquel día árido y sin viento. Improvisaron unas angarillas con restos de<br />
trinquetes y botavaras, y las amarraron con carlingas de altura, para que<br />
resistieran el peso del cuerpo hasta los acantilados. Quisieron encadenarle a los<br />
tobillos un ancla de buque mercante para que fondeara sin tropiezos en los mares<br />
más profundos donde los peces son ciegos y los buzos se mueren de nostalgia, de<br />
manera que las malas corrientes no fueran a devolverlo a la orilla, como había
sucedido con otros cuerpos. Pero mientras más se apresuraban, más cosas se les<br />
ocurrían a las mujeres para perder el tiempo. Andaban como gallinas asustadas<br />
picoteando amuletos de mar en los arcones, unas estorbando aquí porque querían<br />
ponerle al ahogado los escapularios del buen viento, otras estorbando allá para<br />
abrocharse una pulsera de orientación, y al cabo de tanto quítate de ahí mujer,<br />
ponte donde no estorbes, mira que casi me haces caer sobre el difunto, a los<br />
hombres se les subieron al hígado las suspicacias y empezaron a rezongar que con<br />
qué objeto tanta ferretería de altar mayor para un forastero, si por muchos<br />
estoperoles y calderetas que llevara encima se lo iban a masticar los tiburones,<br />
pero ellas seguían tripotando sus reliquias de pacotilla, llevando y trayendo,<br />
tropezando, mientras se les iba en suspiros lo que no se les iba en lágrimas, así<br />
que los hombres terminaron por despotricar que de cuándo acá semejante<br />
alboroto por un muerto al garete, un ahogado de nadie, un fiambre de mierda.<br />
Una de las mujeres, mortificada por tanta insolencia, le quitó entonces al cadáver<br />
el pañuelo de la cara, y también los hombres se quedaron sin aliento.<br />
Era Esteban. No hubo que repetirlo para que lo reconocieran. Si les hubieran<br />
dicho Sir Walter Raleigh, quizás, hasta ellos se habrían impresionado con su<br />
acento de gringo, con su guacamayo en el hombro, con su arcabuz de matar<br />
caníbales, pero Esteban solamente podía ser uno en el mundo, y allí estaba tirado<br />
como un sábalo, sin botines, con unos pantalones de sietemesino y esas uñas<br />
rocallosas que sólo podían cortarse a cuchillo. Bastó con que le quitaran el<br />
pañuelo de la cara para darse cuenta de que estaba avergonzado, de que no tenía<br />
la culpa de ser tan grande, ni tan pesado ni tan hermoso, y si hubiera sabido que<br />
aquello iba a suceder habría buscado un lugar más discreto para ahogarse, en<br />
serio, me hubiera amarrado yo mismo un áncora de galón en el cuello y hubiera<br />
trastabillado como quien no quiere la cosa en los acantilados, para no andar ahora<br />
estorbando con este muerto de miércoles, como ustedes dicen, para no molestar<br />
a nadie con esta porquería de fiambre que no tiene nada que ver conmigo. Había<br />
tanta verdad en su modo de estar, que hasta los hombres más suspicaces, los que<br />
sentían amargas las minuciosas noches del mar temiendo que sus mujeres se<br />
cansaran de soñar con ellos para soñar con los ahogados, hasta ésos, y otros más<br />
duros, se estremecieron en los tuétanos con la sinceridad de Esteban.<br />
Fue así como le hicieron los funerales más espléndidos que podían concebirse<br />
para un ahogado expósito. Algunas mujeres que habían ido a buscar flores en los<br />
pueblos vecinos regresaron con otras que no creían lo que les contaban, y éstas se<br />
fueron por más flores cuando vieron al muerto, y llevaron más y más, hasta que<br />
hubo tantas flores y tanta gente que apenas si se podía caminar. A última hora les
Preguntas<br />
dolió devolverlo huérfano a las aguas, y le eligieron un padre y una madre entre<br />
los mejores, y otros se le hicieron hermanos, tíos y primos, así que a través de él<br />
todos los habitantes del pueblo terminaron por ser parientes entre sí. Algunos<br />
marineros que oyeron el llanto a distancia perdieron la certeza del rumbo, y se<br />
supo de uno que se hizo amarrar al palo mayor, recordando antiguas fábulas de<br />
sirenas. Mientras se disputaban el privilegio de llevarlo en hombros por la<br />
pendiente escarpada de los acantilados, hombres y mujeres tuvieron conciencia<br />
por primera vez de la desolación de sus calles, la aridez de sus patios, la estrechez<br />
de sus sueños, frente al esplendor y la hermosura de su ahogado. Lo soltaron sin<br />
ancla, para que volviera si quería, y cuando lo quisiera, y todos retuvieron el<br />
aliento durante la fracción de siglos que demoró la caída del cuerpo hasta el<br />
abismo. No tuvieron necesidad de mirarse los unos a los otros para darse cuenta<br />
de que ya no estaban completos, ni volverían a estarlo jamás. Pero también<br />
sabían que todo sería diferente desde entonces, que sus casas iban a tener las<br />
puertas más anchas, los techos más altos, los pisos más firmes, para que el<br />
recuerdo de Esteban pudiera andar por todas partes sin tropezar con los<br />
travesaños, y que nadie se atreviera a susurrar en el futuro ya murió el bobo<br />
grande, qué lástima, ya murió el tonto hermoso, porque ellos iban a pintar las<br />
fachadas de colores alegres para eternizar la memoria de Esteban, y se iban a<br />
romper el espinazo excavando manantiales en las piedras y sembrando flores en<br />
los acantilados, para que los amaneceres de los años venturos los pasajeros de los<br />
grandes barcos despertaran sofocados por un olor de jardines en altamar, y el<br />
capitán tuviera que bajar de su alcázar con su uniforme de gala, con su astrolabio,<br />
su estrella polar y su ristra de medallas de guerra, y señalando el promontorio de<br />
rosas en el horizonte del Caribe dijera en catorce idiomas: miren allá, donde el<br />
viento es ahora tan manso que se queda a dormir debajo de las camas, allá, donde<br />
el sol brilla tanto que no saben hacia dónde girar los girasoles, sí, allá, es el pueblo<br />
de Esteban.<br />
1. Las mujeres, en sus faenas de cuidar del muerto, lo llegan a conocer antes que los<br />
hombres. ¿Qué hizo falta para que los hombres también se dieran cuenta de la<br />
descomunal sinceridad y verdad de Esteban? Comenta este hecho sencillo.<br />
2. A Esteban vamos conociéndolo poco a poco, como si fuera creándose, o siendo<br />
creado, conforme se desenvuelve el cuento. Busca las diferentes etapas de su evolución<br />
comenzando con la primera, en que lo conocemos solamente como un "promontorio<br />
oscuro y sigiloso", y compáralas una con otra.
3. ¿Cómo era el pueblo antes de que llegara el ahogado más hermoso del mundo? ¿Qué<br />
cambios produce este muerto en un pueblo de vivos?<br />
4. Una técnica literaria frecuente en cuentos de García Márquez es la hipérbole, o sea, el<br />
uso de las exageraciones. Escoge otro cuento que hayas leído de este autor en que se<br />
destacan elementos hiperbólicos. Analiza la función que tiene su uso en aquel cuento y<br />
compárala con el uso de la hipérbole en "El ahogado más hermoso del mundo".<br />
Juan Rulfo<br />
(México, 1918‐1986)<br />
No oyes ladrar a los perros<br />
(El Llano en llamas, 1953)<br />
Vocabulario<br />
1. treparse—encaramarse; subir.<br />
2. sacudida—movimiento agitado y violento.<br />
3. trabado—apretado; agarrado; enlazado.<br />
4. sonaja—juguete infantil que suena cuando el bebé lo agita.<br />
5. enderezarse—pararse; ponerse derecho.<br />
6. difunto—muerto.<br />
7. rabioso—de mal genio; enojadizo; furioso.<br />
8. sostén (m.)—fuente de apoyo económico o moral.<br />
9. a estas alturas—ya; ahora; en este momento.<br />
10. sollozar—llorar convulsivamente..<br />
—TÚ QUE VAS allá arriba, Ignacio, dime si no oyes alguna señal de algo o si ves<br />
alguna luz en alguna parte.<br />
—No se ve nada.<br />
—Ya debemos estar cerca.<br />
—Sí, pero no se oye nada.<br />
—Mira bien.<br />
—No se ve nada.<br />
—Pobre de ti, Ignacio.<br />
La sombra larga y negra de los hombres siguió moviéndose de arriba abajo,<br />
trepándose a las piedras, disminuyendo y creciendo según avanzaba por la orilla<br />
del arroyo. Era una sola sombra, tambaleante.
La luna venía saliendo de la tierra, como una llamarada redonda.<br />
—Ya debemos estar llegando a ese pueblo, Ignacio. Tú que llevas las orejas de<br />
fuera, fíjate a ver si no oyes ladrar los perros. Acuérdate que nos dijeron que<br />
Tonaya estaba detrasito del monte. Y desde qué horas que hemos dejado el<br />
monte. Acuérdate, Ignacio.<br />
—Sí, pero no veo rastro de nada.<br />
—Me estoy cansando.<br />
—Bájame.<br />
El viejo se fue reculando hasta encontrarse con el paredón y se recargó allí, sin<br />
soltar la carga de sus hombros. Aunque se le doblaban las piernas, no quería<br />
sentarse, porque después no hubiera podido levantar el cuerpo de su hijo, al que<br />
allá atrás, horas antes, le habían ayudado a echárselo a la espalda. Y así lo había<br />
traído desde entonces.<br />
—¿Cómo te sientes?<br />
—Mal.<br />
Hablaba poco. Cada vez menos. En ratos parecía dormir. En ratos parecía tener<br />
frío. Temblaba. Sabía cuándo le agarraba a su hijo el temblor por las sacudidas que<br />
le daba, y porque los pies se le encajaban en los ijares como espuelas. Luego las<br />
manos del hijo, que traía trabadas en su pescuezo, le zarandeaban la cabeza como<br />
si fuera una sonaja. Él apretaba los dientes para no morderse la lengua y cuando<br />
acababa aquello le preguntaba:<br />
—¿Te duele mucho?<br />
—Algo —contestaba él.<br />
Primero le había dicho: "Apéame aquí... Déjame aquí... Vete tú solo. Yo te<br />
alcanzaré mañana o en cuanto me reponga un poco." Se lo había dicho como<br />
cincuenta veces. Ahora ni siquiera eso decía. Allí estaba la luna. Enfrente de ellos.<br />
Una luna grande y colorada que les llenaba de luz los ojos y que estiraba y oscurecía<br />
más su sombra sobre la tierra.<br />
—No veo ya por dónde voy —decía él.<br />
Pero nadie le contestaba.<br />
E1 otro iba allá arriba, todo iluminado por la luna, con su cara descolorida, sin<br />
sangre, reflejando una luz opaca. Y él acá abajo.<br />
—¿Me oíste, Ignacio? Te digo que no veo bien.<br />
Y el otro se quedaba callado.<br />
Siguió caminando, a tropezones. Encogía el cuerpo y luego se enderezaba para<br />
volver a tropezar de nuevo.<br />
—Este no es ningún camino. Nos dijeron que detrás del cerro estaba Tonaya.
Ya hemos pasado el cerro. Y Tonaya no se ve, ni se oye ningún ruido que nos diga<br />
que está cerca. ¿Por qué no quieres decirme qué ves, tú que vas allá arriba, Ignacio?<br />
—Bájame, padre.<br />
—¿Te sientes mal?<br />
—Sí<br />
—Te llevaré a Tonaya a como dé lugar. Allí encontraré quien te cuide. Dicen<br />
que allí hay un doctor. Yo te llevaré con él. Te he traído cargando desde hace horas<br />
y no te dejaré tirado aquí para que acaben contigo quienes sean.<br />
Se tambaleó un poco. Dio dos o tres pasos de lado y volvió a enderezarse.<br />
—Te llevaré a Tonaya.<br />
—Bájame.<br />
Su voz se hizo quedita, apenas murmurada:<br />
—Quiero acostarme un rato.<br />
—Duérmete allí arriba. Al cabo te llevo bien agarrado.<br />
La luna iba subiendo, casi azul, sobre un cielo claro. La cara del viejo, mojada en<br />
sudor, se llenó de luz. Escondió los ojos para no mirar de frente, ya que no podía<br />
agachar la cabeza agarrotada entre las manos de su hijo.<br />
—Todo esto que hago, no lo hago por usted. Lo hago por su difunta madre.<br />
Porque usted fue su hijo. Por eso lo hago. Ella me reconvendría si yo lo hubiera<br />
dejado tirado allí, donde lo encontré, y no lo hubiera recogido para llevarlo a que lo<br />
curen, como estoy haciéndolo. Es ella la que me da ánimos, no usted. Comenzando<br />
porque a usted no le debo más que puras dificultades, puras mortificaciones, puras<br />
vergüenzas.<br />
Sudaba al hablar. Pero el viento de la noche le secaba el sudor. Y sobre el sudor<br />
seco, volvía a sudar.<br />
—Me derrengaré, pero llegaré con usted a Tonaya, para que le alivien esas<br />
heridas que le han hecho. Y estoy seguro de que, en cuanto se sienta usted bien,<br />
volverá a sus malos pasos. Eso ya no me importa. Con tal que se vaya lejos, donde<br />
yo no vuelva a saber de usted. Con tal de eso... Porque para mí usted ya no es mi<br />
hijo. He maldecido la sangre que usted tiene de mí. La parte que a mí me tocaba la<br />
he maldecido. He dicho: “¡Que se le pudra en los riñones la sangre que yo le di!” Lo<br />
dije desde que supe que usted andaba trajinando por los caminos, viviendo del<br />
robo y matando gente... Y gente buena. Y si no, allí esta mi compadre Tranquilino.<br />
El que lo bautizó a usted. El que le dio su nombre. A él también le tocó la mala<br />
suerte de encontrarse con usted. Desde entonces dije: “Ese no puede ser mi hijo.”<br />
—Mira a ver si ya ves algo. O si oyes algo. Tú que puedes hacerlo desde allá<br />
arriba, porque yo me siento sordo.
—No veo nada.<br />
—Peor para ti, Ignacio.<br />
—Tengo sed.<br />
—¡Aguántate! Ya debemos estar cerca. Lo que pasa es que ya es muy noche y<br />
han de haber apagado la luz en el pueblo. Pero al menos debías de oír si ladran los<br />
perros. Haz por oír.<br />
—Dame agua.<br />
—Aquí no hay agua. No hay más que piedras. Aguántate. Y aunque la hubiera,<br />
no te bajaría a tomar agua. Nadie me ayudaría a subirte otra vez y yo solo no<br />
puedo.<br />
—Tengo mucha sed y mucho sueño.<br />
—Me acuerdo cuando naciste. Así eras entonces.<br />
Despertabas con hambre y comías para volver a dormirte. Y tu madre te daba<br />
agua, porque ya te habías acabado la leche de ella. No tenías llenadero. Y eras muy<br />
rabioso. Nunca pensé que con el tiempo se te fuera a subir aquella rabia a la<br />
cabeza... Pero así fue. Tu madre, que descanse en paz, quería que te criaras fuerte.<br />
Creía que cuando tú crecieras irías a ser su sostén. No te tuvo más que a ti. El otro<br />
hijo que iba a tener la mató. Y tú la hubieras matado otra vez si ella estuviera viva a<br />
estas alturas.<br />
Sintió que el hombre aquel que llevaba sobre sus hombros dejó de apretar las<br />
rodillas y comenzó a soltar los pies, balanceándolo de un lado para otro. Y le<br />
pareció que la cabeza; allá arriba, se sacudía como si sollozara.<br />
Sobre su cabello sintió que caían gruesas gotas, como de lágrimas.<br />
—¿Lloras, Ignacio? Lo hace llorar a usted el recuerdo de su madre, ¿verdad?<br />
Pero nunca hizo usted nada por ella. Nos pagó siempre mal. Parece que en lugar de<br />
cariño, le hubiéramos retacado el cuerpo de maldad. ¿Y ya ve? Ahora lo han herido.<br />
¿Qué pasó con sus amigos? Los mataron a todos. Pero ellos no tenían a nadie. Ellos<br />
bien hubieran podido decir: “No tenemos a quién darle nuestra lástima”. ¿Pero<br />
usted, Ignacio?<br />
Allí estaba ya el pueblo. Vio brillar los tejados bajo la luz de la luna. Tuvo la<br />
impresión de que lo aplastaba el peso de su hijo al sentir que las corvas se le<br />
doblaban en el último esfuerzo. Al llegar al primer tejaván, se recostó sobre el pretil<br />
de la acera y soltó el cuerpo, flojo, como si lo hubieran descoyuntado.<br />
Destrabó difícilmente los dedos con que su hijo había venido sosteniéndose de<br />
su cuello y, al quedar libre, oyó cómo por todas partes ladraban los perros.
—¿Y tú no los oías, Ignacio? —dijo—. No me ayudaste ni siquiera con esta<br />
esperanza.<br />
Preguntas<br />
1. La relación que ha existido entre este padre y su hijo es compleja. ¿Cómo es? ¿En qué<br />
consiste? ¿Qué llegamos a saber de las desavenencias entre padre e hijo? Y, ¿cuál es el<br />
motivo de la ira del padre contra el hijo? Apoya tus observaciones con detalles extraídos<br />
del texto.<br />
2. El padre de vez en cuando deja de tutear a su hijo y lo trata de usted. Contrasta el uso<br />
de cada una de estas formas en el contexto de la historia. ¿Qué se logra? ¿Qué se<br />
expresa?<br />
3. ¿Qué opinión tiene el padre de las amistades que llevaron a Ignacio a participar en<br />
ciertos actos ruines? Sé específico.<br />
4. Compara y contrasta las acciones del padre con las palabras duras con que regaña al<br />
hijo a lo largo del cuento.<br />
Vocabulario<br />
UN SEÑOR MUY VIEJO CON UNAS ALAS ENORMES<br />
Gabriel García Márquez<br />
(Aracata, Colombia 1928—)<br />
1. podrido—echado a perder; corrompido (del verbo podrir, o, alternativamente,<br />
pudrir).<br />
2. náufrago—pasajero o tripulante de un barco que se ha hundido.<br />
3. criterio—juicio; opinión.<br />
4. magnánimo—generoso.<br />
5. macizo—fuerte; robusto.<br />
6. intemperie (f.)—los elementos del tiempo; el sol, el viento y la lluvia.<br />
7. ingenuidad—credulidad; inocencia.<br />
8. peregrino—viajero que va a un lugar santo.<br />
9. cataclismo—catástrofe.<br />
10. escarmiento—lección moral aprendida por experiencia propia.<br />
11. conjurar—ahuyentar; alejar.<br />
12. displicente—desagradable; de mal humor.<br />
13. percance (m.)—accidente.
AL TERCER DÍA de lluvia habían matado tantos cangrejos dentro de la casa, que<br />
Pelayo tuvo que atravesar su patio anegado para tirarlos al mar, pues el niño<br />
recién nacido había pasado la noche con calenturas y se pensaba que era causa de<br />
la pestilencia. El mundo estaba triste desde el martes. El cielo y el mar eran una<br />
misma cosa de ceniza, y las arenas de la playa, que en marzo fulguraban como<br />
polvo de lumbre, se habían convertido en un caldo de lodo y mariscos podridos.<br />
La luz era tan mansa al mediodía, que cuando Pelayo regresaba a la casa después<br />
de haber tirado los cangrejos, le costó trabajo ver qué era lo que se movía y se<br />
quejaba en el fondo del patio. Tuvo que acercarse mucho para descubrir que era<br />
un hombre viejo, que estaba tumbado boca abajo en el lodazal, y a pesar de sus<br />
grandes esfuerzos no podía levantarse, porque se lo impedían sus enormes alas.<br />
Asustado por aquella pesadilla, Pelayo corrió en busca de Elisenda, su mujer,<br />
que estaba poniéndole compresas al niño enfermo, y la llevó hasta el fondo del<br />
patio. Ambos observaron el cuerpo caído con un callado estupor. Estaba vestido<br />
como un trapero. Le quedaban apenas unas hilachas descoloridas en el cráneo<br />
pelado y muy pocos dientes en la boca, y su lastimosa condición de bisabuelo<br />
ensopado lo había desprovisto de toda grandeza. Sus alas de gallinazo grande,<br />
sucias y medio desplumadas, estaban encalladas para siempre en el lodazal.<br />
Tanto lo observaron, y con tanta atención, que Pelayo y Elisenda se<br />
sobrepusieron muy pronto del asombro y acabaron por encontrarlo familiar.<br />
Entonces se atrevieron a hablarle, y él les contestó en un dialecto incomprensible<br />
pero con una buena voz de navegante. Fue así como pasaron por alto el<br />
inconveniente de las alas, y concluyeron con muy buen juicio que era un náufrago<br />
solitario de alguna nave extranjera abatida por el temporal. Sin embargo,<br />
llamaron para que lo viera a una vecina que sabía todas las cosas de la vida y la<br />
muerte, y a ella le bastó con una mirada para sacarlos del error.<br />
— Es un ángel –les dijo—. Seguro que venía por el niño, pero el pobre está tan<br />
viejo que lo ha tumbado la lluvia.<br />
Al día siguiente todo el mundo sabía que en casa de Pelayo tenían cautivo un<br />
ángel de carne y hueso. Contra el criterio de la vecina sabia, para quien los<br />
ángeles de estos tiempos eran sobrevivientes fugitivos de una conspiración<br />
celestial, no habían tenido corazón para matarlo a palos. Pelayo estuvo<br />
vigilándolo toda la tarde desde la cocina, armado con un garrote de alguacil, y<br />
antes de acostarse lo sacó a rastras del lodazal y lo encerró con las gallinas en el<br />
gallinero alumbrado. A media noche, cuando terminó la lluvia, Pelayo y Elisenda<br />
seguían matando cangrejos. Poco después el niño despertó sin fiebre y con<br />
deseos de comer. Entonces se sintieron magnánimos y decidieron poner al ángel
en una balsa con agua dulce y provisiones para tres días, y abandonarlo a su<br />
suerte en altamar. Pero cuando salieron al patio con las primeras luces,<br />
encontraron a todo el vecindario frente al gallinero, retozando con el ángel sin la<br />
menor devoción y echándole cosas de comer por los huecos de las alambradas,<br />
como si no fuera una criatura sobrenatural sino un animal de circo.<br />
El padre Gonzaga llegó antes de las siete alarmado por la desproporción de la<br />
noticia. A esa hora ya habían acudido curiosos menos frívolos que los del<br />
amanecer, y habían hecho toda clase de conjeturas sobre el porvenir del cautivo.<br />
Los más simples pensaban que sería nombrado alcalde del mundo. Otros, de<br />
espíritu más áspero, suponían que sería ascendido a general de cinco estrellas<br />
para que ganara todas las guerras. Algunos visionarios esperaban que fuera<br />
conservado como semental para implantar en la tierra una estirpe de hombres<br />
alados y sabios que se hicieran cargo del Universo. Pero el padre Gonzaga, antes<br />
de ser cura, había sido leñador macizo. Asomado a las alambradas repasó un<br />
instante su catecismo, y todavía pidió que le abrieran la puerta para examinar de<br />
cerca de aquel varón de lástima que más parecía una enorme gallina decrépita<br />
entre las gallinas absortas. Estaba echado en un rincón, secándose al sol las alas<br />
extendidas, entre las cáscaras de fruta y las sobras de desayunos que le habían<br />
tirado los madrugadores. Ajeno a las impertinencias del mundo, apenas si levantó<br />
sus ojos de anticuario y murmuró algo en su dialecto cuando el padre Gonzaga<br />
entró en el gallinero y le dio los buenos días en latín. El párroco tuvo la primera<br />
sospecha de impostura al comprobar que no entendía la lengua de Dios ni sabía<br />
saludar a sus ministros. Luego observó que visto de cerca resultaba demasiado<br />
humano: tenía un insoportable olor de intemperie, el revés de las alas sembrado<br />
de algas parasitarias y las plumas mayores maltratadas por vientos terrestres, y<br />
nada de su naturaleza miserable estaba de acuerdo con la egregia dignidad de los<br />
ángeles. Entonces abandonó el gallinero, y con un breve sermón previno a los<br />
curiosos contra los riesgos de la ingenuidad. Les recordó que el demonio tenía la<br />
mala costumbre de recurrir a artificios de carnaval para confundir a los incautos.<br />
Argumentó que si las alas no eran el elemento esencial para determinar las<br />
diferencias entre un gavilán y un aeroplano, mucho menos podían serlo para<br />
reconocer a los ángeles. Sin embargo, prometió escribir una carta a su obispo,<br />
para que éste escribiera otra al Sumo Pontífice, de modo que el veredicto final<br />
viniera de los tribunales más altos.<br />
Su prudencia cayó en corazones estériles. La noticia del ángel cautivo se<br />
divulgó con tanta rapidez, que al cabo de pocas horas había en el patio un<br />
alboroto de mercado, y tuvieron que llevar la tropa con bayonetas para espantar
el tumulto que ya estaba a punto de tumbar la casa. Elisenda, con el espinazo<br />
torcido de tanto barrer basura de feria, tuvo entonces la buena idea de tapiar el<br />
patio y cobrar cinco centavos por la entrada para ver al ángel.<br />
Vinieron curiosos hasta de la Martinica. Vino una feria ambulante con un<br />
acróbata volador, que pasó zumbando varias veces por encima de la<br />
muchedumbre, pero nadie le hizo caso porque sus alas no eran de ángel sino de<br />
murciélago sideral. Vinieron en busca de salud los enfermos más desdichados del<br />
Caribe: una pobre mujer que desde niña estaba contando los latidos de su<br />
corazón y ya no le alcanzaban los números, un jamaicano que no podía dormir<br />
porque lo atormentaba el ruido de las estrellas, un sonámbulo que se levantaba<br />
de noche a deshacer dormido las cosas que había hecho despierto, y muchos<br />
otros de menor gravedad. En medio de aquel desorden de naufragio que hacía<br />
temblar la tierra, Pelayo y Elisenda estaban felices de cansancio, porque en<br />
menos de una semana atiborraron de plata los dormitorios, y todavía la fila de<br />
peregrinos que esperaban su turno para entrar llegaba hasta el otro lado del<br />
horizonte.<br />
El ángel era el único que no participaba de su propio acontecimiento. El<br />
tiempo se le iba buscando acomodo en su nido prestado, aturdido por el calor de<br />
infierno de las lámparas de aceite y las velas de sacrificio que le arrimaban a las<br />
alambradas. Al principio trataron de que comiera cristales de alcanfor, que, de<br />
acuerdo con la sabiduría de la vecina sabia, era el alimento específico de los<br />
ángeles. Pero él los despreciaba, como despreció sin probarlos los almuerzos<br />
papales que le llevaban los penitentes, y nunca se supo si fue por ángel o por viejo<br />
que terminó comiendo nada más que papillas de berenjena. Su única virtud<br />
sobrenatural parecía ser la paciencia. Sobre todo en los primeros tiempos, cuando<br />
le picoteaban las gallinas en busca de los parásitos estelares que proliferaban en<br />
sus alas, y los baldados le arrancaban plumas para tocarse con ellas sus defectos,<br />
y hasta los más piadosos le tiraban piedras tratando de que se levantara para<br />
verlo de cuerpo entero. La única vez que consiguieron alterarlo fue cuando le<br />
abrasaron el costado con un hierro de marcar novillos, porque llevaba tantas<br />
horas de estar inmóvil que lo creyeron muerto. Despertó sobresaltado,<br />
despotricando en lengua hermética y con los ojos en lágrimas, y dio un par de<br />
aletazos que provocaron un remolino de estiércol de gallinero y polvo lunar, y un<br />
ventarrón de pánico que no parecía de este mundo. Aunque muchos creyeron que<br />
su reacción no había sido de rabia sino de dolor, desde entonces se cuidaron de no<br />
molestarlo, porque la mayoría entendió que su pasividad no era la de un héroe en<br />
uso de buen retiro sino la de un cataclismo en reposo.
El padre Gonzaga se enfrentó a la frivolidad de la muchedumbre con<br />
fórmulas de inspiración doméstica, mientras le llegaba un juicio terminante sobre<br />
la naturaleza del cautivo. Pero el correo de Roma había perdido la noción de la<br />
urgencia. El tiempo se les iba en averiguar si el convicto tenía ombligo, si su<br />
dialecto tenía algo que ver con el arameo, si podía caber muchas veces en la<br />
punta de un alfiler, o si no sería simplemente un noruego con alas. Aquellas cartas<br />
de parsimonia habrían ido y venido hasta el fin de los siglos, si un acontecimiento<br />
providencial no hubiera puesto término a las tribulaciones del párroco.<br />
Sucedió que por esos días, entre muchas otras atracciones de las ferias<br />
errantes del Caribe, llevaron al pueblo el espectáculo triste de la mujer que se<br />
había convertido en araña por desobedecer a sus padres. La entrada para verla no<br />
sólo costaba menos que la entrada para ver al ángel, sino que permitían hacerle<br />
toda clase de preguntas sobre su absurda condición, y examinarla al derecho y al<br />
revés, de modo que nadie pusiera en duda la verdad del horror. Era una tarántula<br />
espantosa del tamaño de un carnero y con la cabeza de una doncella triste. Pero<br />
lo más desgarrador no era su figura de disparate, sino la sincera aflicción con que<br />
contaba los pormenores de su desgracia: siendo casi una niña se había escapado<br />
de la casa de sus padres para ir a un baile, y cuando regresaba por el bosque<br />
después de haber bailado toda la noche sin permiso, un trueno pavoroso abrió el<br />
cielo en dos mitades, y por aquella grieta salió el relámpago de azufre que la<br />
convirtió en araña. Su único alimento eran las bolitas de carne molida que las<br />
almas caritativas quisieran echarle en la boca. Semejante espectáculo, cargado de<br />
tanta verdad humana y de tan temible escarmiento, tenía que derrotar sin<br />
proponérselo al de un ángel despectivo que apenas si se dignaba mirar a los<br />
mortales. Además los escasos milagros que se le atribuían al ángel revelaban un<br />
cierto desorden mental, como el del ciego que no recobró la visión pero le salieron<br />
tres dientes nuevos, y el del paralítico que no pudo andar pero estuvo a punto de<br />
ganarse la lotería, y el del leproso a quien le nacieron girasoles en las heridas.<br />
Aquellos milagros de consolación que más bien parecían entretenimientos de<br />
burla, habían quebrantado ya la reputación del ángel cuando la mujer convertida<br />
en araña terminó de aniquilarla. Fue así como el padre Gonzaga se curó para<br />
siempre del insomnio, y el patio de Pelayo volvió a quedar tan solitario como en<br />
los tiempos en que llovió tres días y los cangrejos caminaban por los dormitorios.<br />
Los dueños de la casa no tuvieron nada que lamentar. Con el dinero<br />
recaudado construyeron una mansión de dos plantas, con balcones y jardines, y<br />
con sardineles muy altos para que no se metieran los cangrejos del invierno, y con<br />
barras de hierro en las ventanas para que no se metieran los ángeles. Pelayo
estableció además un criadero de conejos muy cerca del pueblo y renunció para<br />
siempre a su mal empleo de alguacil, y Elisenda se compró unas zapatillas<br />
satinadas de tacones altos y muchos vestidos de seda tornasol, de los que usaban<br />
las señoras más codiciadas en los domingos de aquellos tiempos. El gallinero fue<br />
lo único que no mereció atención. Si alguna vez lo lavaron con creolina y<br />
quemaron las lágrimas de mirra en su interior, no fue por hacerle honor al ángel,<br />
sino por conjurar la pestilencia de muladar que ya andaba como un fantasma por<br />
todas partes y estaba volviendo vieja la casa nueva. Al principio, cuando el niño<br />
aprendió a caminar, se cuidaron de que no estuviera cerca del gallinero. Pero<br />
luego se fueron olvidando del temor y acostumbrándose a la peste, y antes de que<br />
el niño mudara los dientes se había metido a jugar dentro del gallinero, cuyas<br />
alambradas podridas se caían a pedazos. El ángel no fue menos displicente con él<br />
que con el resto de los mortales, pero soportaba las infamias más ingeniosas con<br />
una mansedumbre de perro sin ilusiones. Ambos contrajeron la varicela al mismo<br />
tiempo. El médico que atendió al niño no resistió la tentación de auscultar al<br />
ángel, y encontró tantos soplos en el corazón y tantos ruidos en los riñones, que<br />
no le pareció posible que estuviera vivo. Lo que más le asombró, sin embargo, fue<br />
la lógica de sus alas. Resultaban tan naturales en aquel organismo<br />
completamente humano, que no podía entender por qué no las tenían también<br />
los otros hombres.<br />
Cuando el niño fue a la escuela, hacía mucho tiempo que el sol y la lluvia<br />
habían desbaratado el gallinero. El ángel andaba arrastrándose por acá y por allá<br />
como un moribundo sin dueño. Lo sacaban a escobazos de un dormitorio y un<br />
momento después lo encontraban en la cocina. Parecía estar en tantos lugares al<br />
mismo tiempo, que llegaron a pensar que se desdoblaba, que se repetía a sí<br />
mismo por toda la casa, y la exasperada Elisenda gritaba fuera de quicio que era<br />
una desgracia vivir en aquel infierno lleno de ángeles. Apenas si podía comer, sus<br />
ojos de anticuario se le habían vuelto tan turbios que andaba tropezando con los<br />
horcones, y ya no le quedaban sino las cánulas peladas de las últimas plumas.<br />
Pelayo le echó encima una manta y le hizo la caridad de dejarlo dormir en el<br />
cobertizo, y sólo entonces advirtieron que pasaba la noche con calenturas<br />
delirantes en trabalenguas de noruego viejo. Fue esa una de las pocas veces en<br />
que se alarmaron, porque pensaban que se iba a morir, y ni siquiera la vecina<br />
sabia había podido decirles qué se hacía con los ángeles muertos.<br />
Sin embargo, no sólo sobrevivió a su peor invierno, sino que pareció mejor<br />
con los primeros soles. Se quedó inmóvil muchos días en el rincón más apartado<br />
del patio, donde nadie lo viera, y a principios de diciembre empezaron a nacerle
Preguntas<br />
en las alas unas plumas grandes y duras, plumas de pajarraco viejo, que más bien<br />
parecían un nuevo percance de la decrepitud. Pero él debía conocer la razón de<br />
estos cambios, porque se cuidaba muy bien de que nadie los notara, y de que<br />
nadie oyera las canciones de navegantes que a veces cantaba bajo las estrellas.<br />
Una mañana, Elisenda estaba cortando rebanadas de cebolla para el almuerzo,<br />
cuando un viento que parecía de alta mar se metió en la cocina. Entonces se<br />
asomó por la ventana, y sorprendió al ángel en las primeras tentativas del vuelo.<br />
Eran tan torpes, que abrió con las uñas un surco de arado en las hortalizas y<br />
estuvo a punto de desbaratar el cobertizo con aquellos aletazos indignos que<br />
resbalaban en la luz y no encontraban asidero en el aire. Pero logró ganar altura.<br />
Elisenda exhaló un suspiro de descanso, por ella y por él, cuando lo vio pasar por<br />
encima de las últimas casas, sustentándose de cualquier modo con un azaroso<br />
aleteo de buitre senil. Siguió viéndolo hasta cuando acabó de cortar la cebolla, y<br />
siguió viéndolo hasta cuando ya no era posible que lo pudiera ver, porque<br />
entonces ya no era un estorbo en su vida, sino un punto imaginario en el<br />
horizonte del mar.<br />
1. Describe en pocas palabras la vida que llevan Pelayo y Elisenda antes del insólito<br />
acontecimiento de la caída a su traspatio del señor muy viejo con unas alas<br />
enormes. Incluye detalles textuales en tu descripción.<br />
2. Aquí se trata de un cuento fantástico, uno que trata lo absurdo y lo inasible de la<br />
realidad. A tu parecer, dentro del contexto del cuento, ¿se puede concluir con<br />
certeza que el ser extraño aquí descrito es un ángel? ¿Por qué? ¿Por qué no?<br />
3. ¿En qué detalles vemos que este cuento es una parodia? ¿Qué fenómenos de la<br />
vida humana aquí se parodian?<br />
4. Compara y contrasta el comportamiento de Pelayo y Elisenda ante el señor muy<br />
viejo con alas enormes, con el comportamiento de Filiberto ante Chac Mool. ¿Cuáles<br />
son los móviles de la pareja al darse cuenta de que tienen en su gallinero un ser<br />
inexplicable? ¿Cómo se comparan sus móviles con los de Filiberto al acomodarse<br />
éste a la presencia en su casa de Chac Mool? ¿Crees tú que alguno de los dos autores<br />
sugiere en su cuento algo tocante a la naturaleza humana o a la sociedad en<br />
general?