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M i g u e l Á n g e l A s t u r i a s<br />
E l s e ñ o r p r e s i d e n t e<br />
VI<br />
La cabeza de un general<br />
Miguel Cara de Ángel, el hombre de toda la confianza del <strong>Presidente</strong>, entró de sobremesa.<br />
—¡Mil excusas, señor <strong>Presidente</strong>! —dijo al asomar a la puerta del comedor. (Era bello y<br />
malo como Satán)—. ¡Mil excusas, Señor <strong>Presidente</strong>, si vengo-ooo... pero tuve que ayudar a<br />
un leñatero con un herido que recogió de la basura y no me fue posible venir antes! ¡Informo<br />
al Señor <strong>Presidente</strong> que no se trataba de persona conocida, sino de uno así como cualquiera!<br />
El <strong>Presidente</strong> vestía, como siempre, de luto riguroso: negros los zapatos, negro el traje,<br />
negra la corbata, negro el sombrero que nunca se quitaba; en los bigotes canos, peinados<br />
sobre las comisuras de los labios, disimulaba las encías sin dientes, tenía los carrillos<br />
pellejudos y los párpados como pellizcados.<br />
—¿Y se lo llevó adonde corresponde?... —interrogó desarrugando el ceño...<br />
—Señor...<br />
—¡Qué cuento es ése! ¡Alguien que se precia de ser amigo del <strong>Presidente</strong> de la República<br />
no abandona en la calle a un infeliz herido víctima de oculta mano!<br />
Un leve movimiento en la puerta del comedor le hizo volver la cabeza.<br />
—Pase, general...<br />
—Con el permiso del Señor <strong>Presidente</strong>...<br />
—¿Ya están listos, general?<br />
—Sí, Señor <strong>Presidente</strong>...<br />
—Vaya usted mismo, general; presente a la viuda mis condolencias y hágale entrega de<br />
esos trescientos pesos que le manda el <strong>Presidente</strong> de la República para que se ayude en los<br />
gastos del entierro.<br />
El general, que permanecía cuadrado, con el quepis en la diestra, sin parpadear, sin<br />
respirar casi, se inclinó, recogió el dinero de la mesa, giró sobre los talones y, minutos después,<br />
salió en automóvil con el féretro que encerraba el cuerpo de ese animal.<br />
Cara de Ángel se apresuró a explicar:<br />
—Pensé seguir con el herido hasta el hospital, pero luego me dije: «Con una orden del<br />
Señor <strong>Presidente</strong> lo atenderán mejor.» Y como venía para acá a su llamado y a manifestarle<br />
una vez más que no me pasa la muerte que villanos dieron por la espalda a nuestro Parrales<br />
Sonriente...<br />
—Yo daré la orden...<br />
—No otra cosa podía esperarse del que dicen que no debía gobernar este país...<br />
El <strong>Presidente</strong> saltó como picado.<br />
—¿Quiénes?<br />
—¡Yo, el primero, Señor <strong>Presidente</strong>, entre los muchos que profesamos la creencia de que<br />
un hombre como usted debería gobernar un pueblo como Francia, o la libre Suiza, o la<br />
industriosa Bélgica o la maravillosa Dinamarca!... Pero Francia..., Francia sobre todo...<br />
¡Usted sería el hombre ideal para guiar los destinos del gran pueblo de Gambetta y Víctor<br />
Hugo!<br />
Una sonrisa casi imperceptible se dibujó bajo el bigote del <strong>Presidente</strong>, el cual, limpiando<br />
sus anteojos con un pañuelo de seda blanca, sin dejar de mirar a Cara de Ángel, tras una<br />
breve pausa encaminó la conversación por otro lado.<br />
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