Inaugurado en 1981, el Parque Nacional del Garajonay, en el ...

El Roque de la Bonanza,
cuya forma recuerda a un oso
apoyado sobre un león,
es una de las imágenes más
reconocibles de El Hierro.
en 45 minutos y, como una pirámide
en medio del Atlántico, se
alza hasta los 1.300 metros sobre
el mar. Tras la llegada al pueblo
pesquero de La Restinga, plagado
de submarinistas devotos,
nos concentramos en unas lapas
al ajillo y unas viejas que en su
justo tiempo de cocción saben
únicamente a mar. Soberbio. El
postre se resuelve con una conversación
sobre la responsabilidad
ecológica que de momento
solo cultiva una minoría, frente a
unas dulces piñas herreñas.
Unos kilómetros más arriba,
nos adentramos en el Julán, que
alberga la encantadora Ermita de
la Virgen de los Reyes. Cuenta la
historia que, la noche de Reyes de
1546, encalló en la isla un velero
con destino a Cuba. Tras la ayuda
prestada por los pastores, los
navegantes ofrecieron una recompensa.
Sin dudarlo, los lugareños
indicaron que la hermosa talla de la Virgen era justa compensación.
Ante la negativa de los marineros, los pastores
se despidieron resignados. Sin embargo, un fuerte viento
impidió al velero salir de la isla. El obstáculo natural fue
interpretado como el deseo de la Virgen de ser cobijada
en tierra herreña. Años más tarde, la sequía hizo estragos
en los cultivos. Los pastores pidieron permiso para
bajar a la Virgen a Valverde y así rogar por unas gotas
de agua. La petición se tradujo en una enorme nube que
bañó los sedientos campos. Y desde 1741, se instauró la
bajada de la Virgen cada cuatro años. Esto transformó
profundamente la agricultura y la ganadería de El Hierro.
Ensimismada en el relato de mi compañera, mientras
contemplamos la puesta del sol, no soy consciente de la
desaparición del fotógrafo. En mi feliz ignorancia –y por
qué no algún destello de egoísmo–, confío en que tarde
o temprano volverá: cuando la luz del sol desaparezca
por completo, al fotógrafo ya no le quedarán muchos
paisajes por descubrir. Pasan los minutos como horas.
Ya sin luz, Paolo, mirando de reojo a Enrica, me dice:
“Alex dijo que iba a ver la puesta de sol en uno de los
acantilados que queda en esa dirección”. ¡Acantilados!
La espera se prolongó otros 15 minutos más, cuando por
fin, cámara al hombro, apareció con una sonrisa ajena a
mi disgusto. Eso sí, con unas fotos por las que valía la
pena correr a oscuras por los acantilados.
En su diminuto territorio, la isla ofrece una variedad
de paisajes que van desde el marrón volcánico salpicado
de verde fosforito, un suelo arcilloso donde crecen los
cedros, hasta una inmensa pradera bañada de sabinas.
Unas sabinas únicas en el mundo, que los vientos alisios
han transformado en esculturas de postura imposible
que recuerdan de alguna manera a los relojes derretidos
de Salvador Dalí. De un modo natural, el camino nos
conduce a otro símbolo herreño que hace referencia al
La riqueza de estas islas proviene de la mezcla antagónica.
Su filosofía consiste en cuidar y estimular la
diferencia que se materializa en una rica biodiversidad.
agua: el Santo Árbol Garoe. Cuando los bimbaches no
superaban el millar, el árbol sagrado abastecía a toda la
población. Un fenómeno local denominado lluvia horizontal
permitía recoger el agua condensada en las hojas,
dado el alto nivel de humedad. Al no haber ningún depósito
de agua potable en toda la isla, el árbol se convirtió
en un ente sagrado. Ahora sabemos que se trataba de un
tilo, de la familia de las lauráceas. En 1610, un huracán
lo arrancó de cuajo. Fue reemplazado en 1949 por el que
se levanta hoy en día en su lugar. La novela Garoe de
Alberto Vázquez Figueroa ilustra la leyenda basada en
una historia de amor, en torno al árbol herreño.
con el tiempo justo, despedimos la isla desde
lo alto del Mirador de la Peña, en el
luminoso restaurante que diseñó el artista
canario César Manrique, quien defendió
los valores medioambientales de las Islas
Canarias hasta su muerte en 1992. Una
repentina melancolía se apodera de mí. Me pregunto si es
posible extrañar un lugar sin apenas conocerlo.
Esperando el último vuelo, la pregunta parece casi
obligatoria: ¿qué tienen en común estas tres islas de
Macaronesia Mucho. El entrañable acento de sus habitantes,
los mil y un microclimas y la infinidad de sabores
y aromas. Pero habrá quien crea que el valor se encuentra
en la similitud. Nada más lejos de la realidad. Su riqueza
proviene de la mezcla antagónica: las tribus aborígenes
con los conquistadores castellanos y las esencias tropicales
con las europeas. Una filosofía que cuida y estimula
la diferencia, materializada en biodiversidad. Al contemplarlas
en todo su esplendor, estas islas parecen susurrar
con insistencia: “Mantén a salvo el secreto de nuestra
belleza aún virgen”. Pero no podemos evitar confiaros:
ahora, más que nunca, el paraíso no queda tan lejos.