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Dentro de aquel contexto incierto y caótico, Hollywood<br />
tomó la decisión de que, a fin de solucionar sus males,<br />
lo más sensato sería aferrarse a su esencia primordial.<br />
Deslumbrar al público con el espectáculo más grande<br />
jamás creado. Brindar algo que el consumidor no podría<br />
encontrar gratis en su casa, con el culo pegado al sofá.<br />
Recuperar el cine como evento social ineludible, como<br />
acto que debe realizarse en comunidad, con recogimiento<br />
devoto ante una pantalla panorámica y con un cubo de<br />
palomitas XXL como ofrenda al dios del séptimo arte.<br />
En correspondencia con la actitud que promueve esta<br />
clase de películas cataclísmicas, se ambiciona postular<br />
de nuevo el cine como elemento de unión colectiva,<br />
establecido en contraposición directa frente al clima de<br />
decepción, cinismo y desengaño de la época.<br />
De entre esta serie de catastróficas desdichas, El coloso<br />
en llamas será la que se lleve la palma. Su formidable<br />
recaudación, 55 millones de dólares en las salas<br />
estadounidenses y 100 millones más en el resto del<br />
mundo, y su estatus de clásico inmarcesible dentro de<br />
una categoría fílmica poco amiga de las obras de calidad,<br />
así lo confirman.<br />
Aunque John Guillermin es el director de la película, Irwin Allen<br />
dirigió las secuencias de acción y le ofreció un papel a Esther<br />
Williams, pero ésta declinó la oferta.<br />
Y es que Irwin Allen, decíamos al comienzo, conocía la fórmula del éxito, la<br />
cual había ya ensayado con notables resultados en La aventura del Poseidón:<br />
componer un relato coral en el que puedan verse identificados todos los rangos<br />
de audiencia, contratar a un elenco cuajado de estrellas de ayer y hoy para<br />
elevar la tensión emocional del público a causa de la amenazada integridad<br />
física de sus ídolos y atraparlos en escenas de alto voltaje capaces de<br />
sobrecoger por la fuerza de sus efectos especiales, responsables de satisfacer<br />
las pretensiones de realismo que exigía una platea acostumbrada a la cruda<br />
verosimilitud de tramas y escenarios propugnada desde el Nuevo Hollywood<br />
nacido en los sesenta.<br />
La rivalidad de egos entre Paul Newman y Steve McQueen hizo<br />
que se tuviera que cuidar cada detalle. Ambos debían cobrar el<br />
mismo sueldo (un millón de dólares más un porcentaje en taquilla),<br />
tener el mismo número de frases en el guión y que sus nombres<br />
aparecieran igual de grandes, y el mismo tiempo, en los créditos<br />
iniciales.<br />
En una jugada repleta de audacia, Allen conseguiría juntar sobre la mesa a<br />
dos grandes productoras, la Fox y la Warner Brothers, dueña cada una de ellas<br />
de un guión distinto sobre incendios que asolaban descomunales rascacielos,<br />
para compartir a medias el riesgo financiero del proyecto. Gracias a un reparto<br />
salarial que combinaba el sueldo por la actuación con la atribución de un<br />
porcentaje de los futuros beneficios del film, hecho que terminó suponiendo<br />
una suculenta propina, Allen pudo reclutar como protagonistas a dos de las<br />
más rutilantes estrellas de todos los tiempos, Paul Newman y Steve McQueen,<br />
al igual que, en papeles más secundarios, a un sólido grupo de actores en<br />
boga –Faye Dunaway, Richard Chamberlain, Robert Vaughn, Robert Wagner,<br />
O.J. Simpson- y a un puñado de astros que encaraban el crepúsculo de su<br />
majestuosa carrera –William Holden, Jennifer Jones, Fred Astaire-. Un cartel<br />
atronador que, por sí solo, bien justificaba el precio de la entrada.<br />
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