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Don Juan

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<strong>Don</strong> <strong>Juan</strong>Obra reproducida sin responsabilidad editorialLord Byron


Advertencia de Luarna EdicionesEste es un libro de dominio público en tantoque los derechos de autor, según la legislaciónespañola han caducado.Luarna lo presenta aquí como un obsequio asus clientes, dejando claro que:1) La edición no está supervisada pornuestro departamento editorial, de formaque no nos responsabilizamos de lafidelidad del contenido del mismo.2) Luarna sólo ha adaptado la obra paraque pueda ser fácilmente visible en loshabituales readers de seis pulgadas.3) A todos los efectos no debe considerarsecomo un libro editado por Luarna.www.luarna.com


como los reyes de Banque, corriendo hacia lagloria, todos hijos de la misma madre. Franciaha conocido también a Bonaparte y a Dumoirier,y los ha visto llenar las páginas de sus "Debats"y su "Moniteur".Barnave, Brissot, Candercet, Marat Petion,Cloetz, Danton, Mirabeau, La Fayette, hansido, también, según se sabe, muy famosos enFrancia. Y aún hay muchos que no están olvidados,como Joubert, Hoche, Marceau, LannesDesaix, Moreau, y otros mil guerreros inscritoshonrosamente en el templo de la Memoria; perosus nombres tampoco podrían tener un lugaren mi poema.Nelson, hasta hace poco tiempo, era eldios Marte de la Gran Bretaña; todavía podríaseguir siéndolo si las cosas no hubieran cambiado;pero ya no se habla de Trafalgar y estenombre duerme silenciosamente en la cruz deNelson. Actualmente el ejército está en boga y


nuestros marinos parecen olvidados. Nuestropríncipe sólo presta atención a los soldados,olvidando a Dulea, Neeson, Howe y Jervis.Antes de Agamón existían, sin duda,hombres de mérito; después de él la Humanidadha contemplado a más de un valiente capitány un sabio ilustre digno de su admiración.¡Cuántos ha habido que valían tanto como elRey Micenas y que, sin embargo, en nada separecían a él! Pero todos ellos no han brilladoen los libros de los poetas y están hoy olvidados.No trato yo de proscribir a nadie, pero nopuedo encontrar en todo nuestro siglo a un solohombre que merezca este poema, y por eso heescogido a mi amigo don <strong>Juan</strong>.La mayor parte de los autores escribende este modo sus poemas: empezando in mediares, el héroe relata su epopeya, cuando le place,en forma de episodio. Para ello se sienta cómodamente,después de comer bien, al lado de su


linda amante, en algún paraje delicioso, en unpalacio, un jardín, o tal vez en una gruta quesirve maravillosamente de refugio a la parejaafortunada.Este es, sin embargo, el método vulgar,y no será el mío; yo prefiero comenzar por elprincipio. La regularidad y el rigor de mi planme prohiben toda digresión como una faltaimperdonable. Entraré, pues, en materia inmediatamente,comenzando por contaros, si me lopermitís, algo sobre el padre y la madre de don<strong>Juan</strong>.<strong>Don</strong> <strong>Juan</strong> nació en Sevilla, ciudad hermosade España, célebre por sus mujeres.Creedme que es digno de lástima aquél que nola ha visitado nunca. Así lo dice el proverbio, yyo soy de ese dictamen: entre todas las ciudadesespañolas no hay ninguna más bonita, nimás gentil. Quizá Cádiz... Pero esto lo podréis


decidir vosotros mismos muy pronto, yendo aEspaña.Su padre se llamaba José, es decir, donJosé, y era un verdadero hidalgo. La noble sangreque corría por sus venas estaba limpia detoda mezcla de sangre mora e israelita, y descendíade los hidalgos más godos de España.¡Nunca se había puesto a caballo un más noblecaballero, o bien, ¡una vez montado, nunca sehabía apeado! Tal era el don José que engendróa nuestro héroe, que engendró... Pero, un pocode paciencia, porque esto se dirá más adelante.Su madre era una señora instruida, iniciadaen todas las ciencias dignas de estimaciónen los pueblos cristianos; su alma reunía todaslas virtudes y sus talentos disminuían el valorde las personas más hábiles; hasta las gentesmejores y de más dulce corazón experimentabancierta secreta envidia al verse sobrepujadas


en todas las perfecciones posibles por esta devotadama española.La tal dama poseía una memoria queera como una mina inagotable; se acordaba conexactitud de todas las obras de Calderón y deLope de Vega, y si algún cómico que les representasehubiera titubeado en su papel, ella, sinnecesidad de recurrir al texto, hubiera hecho amaravilla el oficio de apuntador.Las matemáticas eran su ciencia favorita;la magnanimidad, su más noble virtud; suespíritu (un espíritu superior casi siempre) eraenteramente ático; sus conversaciones, profundashasta tocar en lo sublime. Su traje de mañanaera de bombasí y el de tarde de seda. Y enverano de muselina, de limón, o de otras telasigualmente discretas, con cuyos nombres noquiero embarazar mi narración. Dominaba ellatín; conocía el griego o al menos, estoy segurode ello, el alfabeto helénico. Leía de cuando en


cuando tal cual novela francesa, pero no hablabacon pureza esa lengua de "simples literatos".En cuanto al español, lo descuidaba mucho; suconversación era más bien oscura; sus pensamientossecos como teoremas, y todos sus problemasse deshacían en palabras, como si ellacreyese que hacer a éstas misteriosas las ennoblecíatanto como la esposa de don José podíamerecerlo. Gustaba del inglés y del hebreo, yhasta sostenía que ambas lenguas se parecíanmucho, probándolo con la cita de algunos pasajesde los libros Santos; yo dejo estas pruebaspara que las analicen los demás; pero he oídodecir, piénsese de ello lo que quiera, he oídodecir a nuestra querida doña Inés que la palabrahebrea que significa "yo soy" expresa siempre,y ello es bien singular, "condenado" eninglés.En una palabra, la madre de don <strong>Juan</strong>era una enciclopedia andando. Las novelas deMiss Edgeworth, los libros de Miss Trimmer


hecho desterrar de su Paraíso, por mucho queen su hogar respirase la paz, la inocencia y lafelicidad (¿cómo diablos se pasarían los días?),nuestro buen don José, esposo de la perfectadoña Inés, descendiente de Eva en línea recta,iba de acá para allá muy a menudo para cogerlos diversos frutos de la vida sin el permiso desu dulce esposa.Era el tal don José un hombre descuidado,de muy poco gusto por las ciencias y lasabiduría. Solía ir fácilmente a lugares más gratosy se inquietaba muy poco por lo que pudiesepensar su mujer. Así el mundo, que, segúncostumbre, encuentra un maligno placer enturbar la paz de los reinos y de las familias,murmuraba en voz baja que don José tenía unabuena moza por amante; algunos hasta le suponíandos. Pero la verdad es que una sola bastapara encender la guerra en un honesto matrimonio.


Como doña Inés, a pesar de todos susméritos, tenía en alta estima las cualidades desu marido, hemos de convenir nuevamente enque era una santa, puesto que es preciso serlopara sobrellevar pacientemente el desprecio desu esposo. De todos modos y a pesar de su santidad,en su noble cabeza se mezclaban a menudolas realidades con los sueños, y a veces detal mezcla resultaban ideas diabólicas. ¿No esciertamente una idea de esas aquélla que laaconsejaba a doña Inés perder en muy pocasocasiones la posibilidad de hacer caer a su queridoesposo en algún lazo? Por lo demás, elloera cosa fácil con un hombre que tan frecuentementese descaminaba y que jamás tenía cuidadode sí mismo. Aun los hombres más prudentestienen momentos en los cuales un simplegolpe de abanico de mujer bastaría paraderribarles. Pero a veces ¿quién no ha vistocambiarse los dulces abanicos en mazas contundentesmanejadas por las blancas manos deuna hermosa mujer...?


Gran pecado es casar a las doncellas sabiascon hombres sin educación o con señoresque sin mengua de ser bien nacidos y estar bieneducados se fastidian de las conversacioneseruditas... No quiero hablar más sobre esta materiatan delicada; soy un hombre de bien quevive en el celibato. Pero, decidnos la verdad,¿no es cierto que ellas son las que llevan puestoslos pantalones?En fin, tras tanto análisis, una verdad:<strong>Don</strong> José y su mujer riñeron. ¿Por qué? Esto eslo que nadie ha podido adivinar y, sin embargo,mil personas oficiosas intentaron mezclarseen este particular, sin perjuicio de que tal negociono era suyo, como tampoco es mío. Odiosoes el vicio innoble de la curiosidad, y por eso lotengo por despreciable; pero si hay algo, precisoes ser sincero, en lo que sobresalga, es justamenteen querer arreglar los asuntos de misamigos, sin perjuicio de no tener ningún cuidadode mi propia casa. Quise, pues, mezclarme


en las querellas de don José y de su esposa, conlas mejores intenciones del mundo, pero fuirecibido muy desdeñosamente. Jamás pudeencontrarlos en su casa. Lo único cierto fue, a lavez que lo peor para mí, que un día <strong>Juan</strong>ito,capullo entonces del don <strong>Juan</strong> de este poema,me regó la cabeza con el contenido de una bacineta,que no era agua de rosas precisamente.<strong>Juan</strong>ito era muchacho travieso y alegre;tenía rizado el suave y brillante cabello, y desdesu nacimiento manifestó ligereza y malignidadextraordinarias. La verdad es que sus padressólo supieron ponerse de acuerdo para mimaren él al más turbulento de todos los pillos. Síambos hubiesen tenido un poco de sentido común,en lugar de reñir entre sí habrían enviadoa la escuela al tal bribonzuelo y le habrían zurradocomo era conveniente a fin de enseñarle avivir con dignidad cristiana. Pero don José ydoña Inés, durante mucho tiempo, habían vividodentro de su propia desgracia no el divorcio,


sino la propia muerte afectiva sea de uno o deotro. Aunque en apariencia se comportabancomo marido y mujer de una manera decente,ello era por disciplinar su conducta conforme ala de las gentes honradas que jamás demuestrancosa alguna respecto a sus disgustos domésticos;pero, al fin, el fuego escondido hacíaya mucho tiempo se convirtió en hoguera, y yano quedó ninguna duda sobre el odio que seprofesaban los esposos.Doña Inés reunió una mañana un cónclavede boticarios y de médicos para probarque su marido estaba loco; mas como él teníamuy a menudo sobrada lucidez, hubo de contentarsecon declarar más tarde que si bien sucabeza estaba buena tenía mal corazón. Sin embargo,cuando se le exigieron pruebas de ello,no pudo ofrecerlas; gritaba y protestaba únicamenteafirmando que sus deberes hacia el Altísimoy hacia su prójimo la obligaban a desearsepararse de aquel hombre. Llevaba un diario


en el que había escrito meticulosamente todaslas faltas de don José. Por él, por determinadoslibros pecaminosos y por algunas cartas quepodían leerse en caso necesario, le sería muyfácil condenar a su esposo; además contabacomo testigos a favor suyo con todos los habitantesde la ciudad, y también —y ello especialmentetierno— con su vieja y amadísimaabuela, que ya chocheaba la pobre... Los queoyeron estas razones de doña Inés las repitieronpor todas partes, se convirtieron en sus defensoresmás exaltados, como inquisidores o juecesde una sola de las partes, los unos para entretenersey los otros para satisfacer antiguas enemistadescon aquél. Y doña Inés, modelo dedulzura y de bondad, hubo de soportar aquellaspenas y estas compasiones con la calma conque las damas espartanas, al saber la muerte desus esposos, tomaban la resolución de no volvera hablar de ellos en adelante. Escuchó contoda tranquilidad los relatos de la calumniadirigida contra don José y vivió su aflicción con


entereza tan sublime que todo el mundo que lacontemplaba hubo de exclamar: "¡Qué magnanimidad!"Los amigos de los dos esposos intentaronreconciliarlos; sus parientes desearon enseguida mezclarse en sus asuntos, con lo que,claro está, se aumentaron las dificultades parasu solución. Los abogados hicieron cuanto pudierona fin de conseguir un pleito de divorcioy, en fin, cada uno a su manera practicaron sujuego, su gusto, o su codicia. Pero todos, desgraciadamente,fueron burlados por la vida.<strong>Don</strong> José murió cuando los primeros estabanempezando a divertirse y antes de que los leguleyoshubieran recibido la más pequeña suma acuenta de los gastos de las primeras diligencias.Murió —ya he dicho que fue una desgracia,porque su muerte privó al Foro de un procesoadmirable y a sus amigos y parientes de unentretenimiento— y con él se fueron al sepulcrolos provechos de los abogados y la curiosidad y


el interés de sus conciudadanos. Su casa fuevendida, sus criados despedidos, un judío tomósobre su corazón y su bolsillo a una de sus queridas,un militar a la otra, y todo terminó. Yopregunté a su médico la causa de la muerte,pero, como es muy lógico, no supo explicármela.<strong>Don</strong> José era un hombre honrado, y yoque le conocía bien que me precio de ser verazquiero hacerlo constar en este poema. No buscarémás faltas a su vida, y hasta estoy segurode que no podría encontrarlas aunque las buscase.Si sus pasiones le arrastraban muchas vecesmás lejos de los límites de lo que se ha convenidoen tener por discreto, y no eran tan dignamentemoderadas como las de Numa, llamadotambién Pompilio, puede decirse, para justificarle,que don José había sido mal educado. Yhasta es justo decir que padecía del hígado.Pero, cualquiera que sean sus méritos o susfaltas, ese pobre hombre también tuvo su parte


de contrariedades, especialmente cuando sehalló solo y abandonado en su casa vacía, contemplandolas ruinas de sus dioses domésticos.Su pena fue tan grande que tomó el triste partidode morirse.Como murió sin haber hecho testamento,<strong>Juan</strong>, nuestro héroe, fue el único heredero deun terrible pleito pendiente ante la Audienciaacerca de sus casas y sus tierras. Sin perjuiciode él, una larga minoría y una administraciónrazonable prometían a <strong>Juan</strong> para un día lejanouna buena fortuna. Doña Inés fue su sola tutora,título al que tenía perfecto derecho por laley, y que la Naturaleza concede justamente afavor de una madre. Ya se sabe que un niñoeducado por una honesta viuda está siempremás sabiamente dirigido que ningún otro.Doña Inés, la más prudente de las esposasy también de las viudas, resolvió hacer de<strong>Juan</strong> un completo caballero, digno de merecer


su noble origen. Deseaba que poseyera, cuandofuera un hombre, todas las nobles habilidadesque los hidalgos ponen a su servicio cuando losreyes nuestros señores desean hacer las guerras.Y así, <strong>Juan</strong>ito aprendió a montar y a manejarlas armas, y se le enseñó concienzudamenteel mejor modo de escalar una ciudadela. Perohabía una cosa especialmente atendida por elamor materno en la educación de nuestrohéroe, algo que doña Inés vigilaba todos losdías antes de la llegada de los maestros quepagaba para su hijo. Ella quería que su educaciónfuese estrictamente moral. Antes de que<strong>Juan</strong>ito tomara los libros se informaba de todolo que ellos le hacían estudiar, y las leccioneshabían de ser previamente aprobadas por ella.En consecuencia, todo se enseñaba a este mancebo:artes, ciencias, etcétera; todo excepto Historianatural, tan peligrosa. Se le descubrían lossecretos de las ciencias más abstractas, de lasartes menos comunes, pero temiendo que <strong>Juan</strong>se hiciese vicioso, no se ponía nunca en sus


manos ninguna obra literaria que a doña Inéspudiera parecerle atrevida. Sus estudios clásicosse realizaron, por lo tanto, con algún embarazoa causa de los conocidos e indecentesamores de los dioses y las diosas que se producíantan a menudo en las primeras edades delmundo, amores tanto más inconvenientes cuantoque dichas diosas nunca llevaron refajo nicorpiños. Los sabios pedagogos que eran susmaestros hubieron de recibir, a pesar de su cuidado,muchas reconvenciones, y se vieron obligadosa hacer una extraña versión de sus Eneidas,sus Ilíadas y sus Odiseas... Doña Inés temíacon razón la mitología.<strong>Juan</strong>ito se perfeccionaba en la devocióny en la gracia. A los seis años era un muchachomuy lindo y a los once prometía ya, para un díano lejano, una arrogante figura y ser tan buenmozo como pudo haberlo sido cualquier otrohombre entre los hombres. Estudiaba con celo,progresaba en cualquier disciplina y, para ma-


yor gozo de su madre, parecía caminar sobre laverdadera senda del cielo, ya que pasaba en laiglesia la mitad del, día y la otra mitad con susmaestros, su confesor y su querida madre.A los doce años era nuestro héroe unhermoso joven que unía su agradable aparienciaa su admirable discreción; si había sido unpoco picarillo en su niñez, la santa sociedad enque ahora vivía atemperaba aquella viveza censurable.No fue inútil la lucha para domar sucarácter naturalmente travieso, y su madre gozabarepitiendo en todas partes los elogios másencendidos a la prudencia, tranquilidad y aplicacióndel joven filósofo que era su hijo... Encuanto a mi opinión, si el lector me la pide, yo,ya en aquellos días, había concebido ciertasdudas, que aún hoy no he abandonado. No soymal pensado, pero he conocido al padre de don<strong>Juan</strong> y me engaño pocas veces cuando formojuicio. Sin embargo no es justo juzgar al hijo porel padre. Su mujer y él no estaban en demasia-


da buena armonía. Pero protesto contra todamaligna interpretación, aunque se haga en tonode chanza.Cuando <strong>Juan</strong> cumplió los dieciséis añosera un mozo alto, hermoso, un poco femenilacaso, vivo, fuerte, bien formado y arrogante;alegre y desenvuelto como un pájaro. Cuantosle veían, excepto su madre, le miraban ya comose mira a un hombre, pero si alguno lo hacíanotar así doña Inés se encolerizaba y se mordíalos labios nerviosa, muerta de miedo, porque elhecho de que <strong>Juan</strong> representase tan gentilmentey de manera tan precoz la hombría, resultabaser para ella la cosa más criminal del mundo.Entre los muchos conocimientos yamistades de don <strong>Juan</strong>, todos ellos escogidospor la prudencia y la devoción cuidadosa de sumadre, destacaba una linda doña Julia, a la quellamar hermosa es leve justicia. Sus mil encantoseran tan naturales en ella como lo es el aro-


ma y el suave tacto en las flores, la sal en elOcéano, el conjunto de la belleza de Venus y elarco amoroso en el dios Cupido. El color deébano de sus ojos orientales acreditaba el origenmoro de su sangre. Cuando la fiera ciudadde Granada fue tomada y Boabdil, obligado ahuir, derramó sus famosas lágrimas, varios delos antepasados de doña Julia se retiraron aÁfrica, en tanto otros se quedaban en España.Su bisabuela y su abuela fueron de estos últimos,y de ahí que nuestra linda Julia naciera enEspaña, pero su sangre no era puramente española.Se había casado aquella bisabuela—pormás que no haya olvidado un poco su genealogía—conun hidalgo que transmitió a sus herederosuna sangre menos noble que la que corríapor sus venas, a consecuencia del desgraciado eincómodo enlace matrimonial, que hizo sufrirmucho a la familia, en la cual los matrimoniosse celebraban entre sí, primos, tíos y sobrinos,los unos con los otros; mala costumbre quehace degenerar la especie. Pero el pagano y


amoroso casamiento renovó la raza de aquellahidalga familia. Si dañó su nobleza, al menoshermoseó la carne de tal modo que de la estirpemás espantosa de la España antigua brotó unarama tan hermosa como fresca. Los varonesdejaron de ser enanos y las hembras de seramarillas, chatas y sarmentosas. Aunque corríanrumores, que yo desearía silenciar, sobre sila abuela de Julia dio o no a su marido másherederos bastardos que descendientes legítimos,lo cierto es que, sea como fuere, esta nobleraza continuó produciéndose y perfeccionándosehasta reducirse a un último y único herederovarón, que no dejó sobre la tierra sino unasola hija: Julia.Doña Julia, de la que tendremos muchoque hablar, era hermosa, sana, casta. Contabaveintitrés años de edad y estaba casada. Susojos eran rasgados y negros, bellísimos, pero nomanisfestaban sino sólo una parte de su fuegohasta que ella hablaba. Entonces, a pesar de su


eserva dulce, dejaba brillar en sus miradas unalinda expresión, más bien arrogante que enfadosa,que servía para probar que el amor reinabaen aquel cuerpo y en aquella alma con másdecisión que ningún otro sentimiento. A talesojos seguramente se les vería el deseo si no fueraporque la voluntad de doña Julia les imponíasilencio con firmeza. Sus cabellos negros serizaban con gracia sobre una frente cuya dulzurano tenía igual, animada por el noble reflejode la inteligencia. Las cejas formaban una dulcecurva, semejante al arco iris, bajo tan linda frente;las mejillas, sonrosadas con el encarnado dela juventud y de la vida, tenían a veces comouna aureola transparente, como si un fuegorepentino y secreto circulara por sus venas. Enuna palabra, Julia se hallaba dotada de un rostroencantador y de una gracia femenina superiora todas las expresiones posibles. Era, además,alta y arrogante. Ni yo, ni el lector, seguramente,gustamos de las mujeres pequeñitas.


Estaba casada hacía ya algún tiempocon un hombre de cincuenta años. Los maridosde esa especie son abundantes en todas las épocas.Yo creo, no obstante, que en lugar de unhombre de esa edad sería mucho mejor poseerdos de veinticinco años, particularmente en lospaíses en que el sol se aproxima más a la tierra.Damas severas y virtuosas me dan la razón,puesto que todas prefieren los maridos de menosde treinta años. Triste cosa, preciso es confesarlo,que la culpa de todo la tenga ese pícarosol, que no deja tranquila nuestra pobre máquinahumana, que nos calienta, tuesta y asa detal manera que, a pesar de sudar y aunqueayunemos mucho, nos extravía la carne débil.Todo eso que los hombres llaman galantería ylos severos dioses adulterio, resulta mucho máscomún y corriente en los climas del Mediodíaque entre nuestras tinieblas. ¡Dichosas las nacionesdel clima moral del septentrión! Allíreina por todas partes la virtud, y la estacióndel invierno castiga al pecado, que huye tiri-


tando para cubrirse con cualquier andrajo. (Lanieve es la que hizo prudente a San Antonio.)¡Dichosas las naciones en las que los juradosdefinen la calidad de la honestidad femenina,con sus valiosos votos, fijando la multa queestiman conveniente contra los galanes, que asíquedan libres por la gracia de sus dineros! Enellas es donde la dulce concupiscencia viene atransformarse en un vicio dignísimo que sevende en las plazas.El marido de dona Julia, don Alfonso,era hombre bien parecido para su edad, y si suesposa no le amaba mucho tampoco le odiaba;vivían juntos como la mayor parte de los matrimonios,sufriendo con un acuerdo mutuobien conllevado las recíprocas debilidades. Noeran precisamente ni una ni dos. El esposo, sinembargo, era naturalmente celoso, pero no lodemostraba, porque los celos son un sentimientoque no debe ser confiado a la curiosidad pública.


Nunca he podido adivinar por qué Julia,tan distinta de ella, podía estar tan unida adona Inés. Existían muy pocas simpatías entresus gustos. Julia, en contraposición con la sapienciade su amiga, no había tomado unapluma en la mano durante toda su vida. Porotra parte... Algunos dicen en voz baja... Peromienten, seguramente; ya sabemos que las malaslenguas inventan crímenes por todas partes...Dicen que antes que don Alfonso fuesecasado, o sea antes de que se uniera a la lindaJulia, doña Inés había olvidado con él su superiorprudencia... Cultivando siempre, segúnparece, esta antigua amistad, que el tiempohizo al fin más casta, había tomado doña Inésmucha afición a doña Julia; puesto que estasolución es, muchas veces, en casos parecidos,la mejor que pueda tomar una antigua amante.Concedía la primera a la segunda el lisonjerotítulo de protegida suya, y felicitaba a don Alfonso,siempre que había ocasión, sobre su


uen gusto. Por tal medio, si bien no pudo imponerun silencio completo a las desatadas malaslenguas, disminuyó al menos doña Inés lamateria sobre la que podían ejercer aquéllas sumalignidad.Yo no puedo decir si Julia vio la cosacomo los demás la veían; cierto es, sin embargo,que si descubrió algo no lo demostró, y quetodos lo ignoran. Puede ser que, en efecto, nosupiese nada, o que le importase muy poco loque sucedía, bien por indiferencia, bien porcostumbre. Estoy verdaderamente perplejo yno puedo opinar con sinceridad sobre este punto,puesto que ella supo disimular maravillosamentesus pensamientos.Julia conoció a <strong>Juan</strong> casi niño aún y letomó gran cariño, acariciándole frecuentementecon gusto, como a un muchachito bello y amable.Ciertamente que en estas caricias no habíaningún mal; nada podía ser más inocente, ya


que ella no contaba entonces sino poco más deveinte anos y <strong>Juan</strong> acababa de cumplir los trece;pero a fe mía que yo no hubiera podido menosde reírme ante tales caricias cuando <strong>Juan</strong> hubollegado a los dieciséis años y la hermosa Julia alos veintitrés. Estos pocos años más son suficientespara dar ocasión a grandes cambios. Yvuelvo a recordar el ardiente sol de los pueblosdel Mediodía.Sea como fuere, el hecho es que <strong>Juan</strong> yJulia se volvieron otros. Julia se manifestó másreservada, y el joven más tímido; los dos teníanlos ojos bajos con frecuencia; sus saludos erantrémulos balbuceos, y todo manifestaba unenorme embarazo, tanto en sus miradas comoen sus gestos y palabras. Estoy muy seguro quealgún lector no dudará de que a doña Julia nopodía escapársele el conocimiento de la razóndel cambio; pero, por lo que respecta a <strong>Juan</strong> noconocía nada, lo mismo exactamente que sucedea quien no habiendo visto nunca el Océano


es completamente incapaz de formarse unaidea aproximada de él... Sin embargo, de supreocupación, alguna bondad latía entre lasfrialdades de que doña Julia hacía en su tratocon don <strong>Juan</strong> tras el cambio de actitud aludido;su mano, sí es cierto que se alejaba temblandode la de su joven amigo, también lo es que sólolo hacía tras haber apretado aquélla suavemente.Este suave contacto era tan tierno y tan ligeroal mismo tiempo que dejaba dudosa el almade don <strong>Juan</strong>: la varita de virtudes de Armida noha operado jamás un cambio semejante al queexperimentó el corazón de don <strong>Juan</strong> de resultasde estos dulcísimos apretones de mano.Cuando encontraba a Julia ya no sesonreían ambos candorosamente como en losdías de su conocimiento, pero sus miradas melancólicastenían, si cabe, mayores hechizos queaquellas antiguas sonrisas, como si su corazónabrasado encerrase dentro de sí pensamientossecretos, imposibles de descubrir, por lo que


esultaban ser más apreciables. Hasta la inocenciatiene sus ardides y no se atreve siemprea entregarse a la franqueza: el dulce amor desdeque nace se ve precisado a ser hipócrita. Masen vano es que la pasión se disimule: la obscuridadde que voluntariamente se rodea la haceplena traición del mismo modo que el cielo másnegro anuncia los fulgores de la tempestad másterrible. Y así los mismos ojos de doña Julia lavendían. Cualquiera máscara con la que intentaracubrir sus sentimientos era igualmenteinútil para disimular la misma hipocresía. Indiferencia,cólera, odio o desprecio, siempre erademasiado tarde para recurrir al torpe disimulo.En seguida vinieron los suspiros, que seocultaban muy mal cuando quería ahogárseles;después las miradas al descuido, que ese mismodescuido hace más dulces; llegó al fin esetiempo en el que al verse los amantes que todavíano lo son salen siempre los colores a su ros-


tro, aunque aún no puedan considerarse culpables.Temblaban cuando se encontraban frentea frente y se entristecían en el momento de lasdespedidas. Tales son los pequeños preludiosque anuncian que la pasión conducirá más tardea sus tiernos favores. ¡Ay! No sirven paraotra cosa sino para probar cuánto embaraza unamor tímido cuando se apodera de un almanovicia.El corazón de la linda Julia se hallabaen una triste situación: conocía bien que se leescapaba el alma hacia don <strong>Juan</strong> y se proponíahacer los más nobles esfuerzos para evitarlopor sí misma y por consideraciones a su nobleesposo; llamaba en su socorro al honor, al orgullo,a la religión y a la virtud; sus resolucioneseran ciertamente dignas de todo elogio y hubieranhecho dudar a un Tarquino. Imploró la protecciónde los dioses morales como los mejoresjueces de sus penas. Pero una noche, cuandoformulaba su más firme voto de no volver a ver


a don <strong>Juan</strong>, comprendió doña Julia que en elmismo fervor de su propósito estaba la ardienterealidad de su deseo. Comprendió entoncesque, si bien una mujer virtuosa debe vencer ydominar las tentaciones del amor, huir es unacobardía indigna. Más honra existe en sostenerla batalla saliendo vencedora de la prueba; y,en fin, si el diablo no empujaba las cosas conexceso, siempre podría esa mujer virtuosa apartaral momento sus deseos y salir libre de lacorta lucha contra su cuerpo y su corazón.Un amor como el de doña Julia es unamor inocente, puede existir sin peligro entredos personas jóvenes; al principio, se puedebesar una mano y después un carrillo. Esto estodo, puesto que no debe pasarse más allá. Armadacon estas piadosas intenciones y defendidapor la pureza de su alma, Julia cesó deimponerse una inoportuna violencia. Creía suplan practicable e inocente. Un caballero dedieciséis años, pensaba ella, no puede dar mo-


tivo a las murmuraciones de las gentes malvadaspor su amistad con una joven casada sensibley linda. Y así, Julia se sentía satisfecha y sucorazón no experimentaba ninguna inquietud.¡Una buena conciencia, nos hace sentirnos tantranquilos! Los mártires cristianos han llegadoal extremo de quemarse unos a otros cuandoestaban persuadidos de que los Apóstoleshubieran obrado como ellos.Y si su marido muriese en el intervalo...¡Dios nos libre de que este pensamiento manche,ni aún en sueños, el alma de la hermosaJulia! Ella no podría sobrevivir a una pérdidasemejante, y tal idea hacía salir de su pechooprimido hondos suspiros. Pero supongamossolamente que se produjera un hecho semejante.<strong>Juan</strong>, siendo ya entonces un hombre hecho yderecho, sería un buen partido para una viudade condición, y hay que reconocer que, aunquepasasen algunos años en este intervalo, la felicidadno llegaría demasiado tarde. Aparte de


que (para seguir fielmente las ideas de nuestrahermosa pensativa) no habría acaso gran malen anticipar un poquito las cosas, haciendo quedon <strong>Juan</strong> supiese de antemano de su boca... Enfin..., que aprendiese a tiempo los principios delamor... Entiéndase: de aquel amor seráfico, quepuede mostrarse como ejemplo de espitualidady pureza...En cuanto a don <strong>Juan</strong>, buscaba el modode definirse a sí mismo aquel sentimiento quele parecía nuevo y extraño, y que le obligaba aandar silencioso y pensativo, distraído y agitado,hacía ya muchos días. Salía con frecuenciade su casa, y gustaba de extraviarse, a pasoslentos, en un cercano bosque solitario. El maldesconocido que le atormentaba le empujabahacia la soledad, como todas las penas profundas.Vagaba por las márgenes floridas del río;se tendía sobre el césped, a la sombra de losárboles: meditaba, sufría. Hasta que, a fuerzade pensar en una misma cosa siempre, consi-


guió aliviar parte de su mal, ya que no todo,haciendo cuanto pudo por adueñarse de suspropias ideas. Con lo que consiguió hallarse,poco a poco, tan metafísico como Coleridge.Meditaba sobre sí mismo y sobre elUniverso entero. Admiraba al hombre, maravillosacreación, y después a las estrellas, preguntándosequién las había colocado en la inmensidaddel firmamento. Meditaba sobre el secretode los terremotos, la crueldad de las batallas,las posibles dimensiones de la luna, el misterioque empujaba hacia arriba a los globos aerostáticos,y sobre las dificultades que se oponen alperfecto conocimiento de la infinitud de loscielos; finalmente, pensaba en los hermosísimosojos de doña Julia.En medio de este caos de pensamientos,la sabiduría puede distinguir deseos sublimes,inspiraciones generosas cuyo germen,desde que nacen, reciben los hombres, y por los


cuales la mayor parte de ellos se atormentaninnecesariamente, sin saber por qué. Es cosasingular que un hombre, aún tan niño, se inquietasetanto por el orden y el secreto del Universo.Y si vosotros no veis en esto sino laprueba de la filosofía, yo, modestamente, piensoque es la época crítica de la pubertad la quetiene la culpa... <strong>Juan</strong> meditaba sobre las hojas ysobre las flores; oía una voz única en todos losvientos; soñaba con las invisibles ninfas de losbosques y las florestas inmortales en las que lasdiosas antiguas se aparecían a los hombres enlos más hermosos tiempos del mundo... Se extraviabaen sus paseos, olvidaba la hora, ycuando miraba su reloj, percibía con dolor larápida huida de ese viejo barbudo que simbolizael tiempo. A la vez que advertía que tambiénhabía olvidado su comida.A veces, interrumpía sus desvaríos leyendoen voz alta pasajes de Boscán o de Garcilaso...Del mismo modo que el céfiro viene a


agitar repentina y suavemente la hoja trémula,así el delirio poético de su alma aumentaba suexcitación al contacto de los hermosos versosajenos... De este modo corrían sus horas solitarias.<strong>Juan</strong> conocía que le faltaba alguna cosa,pero ignoraba lo que era. Sus delirios misteriosos,los versos de los poetas, el susurro de lasarboledas, los hermosos paisajes, la silenciosanoche..., ninguna cosa podía dar a su espíritu loque deseaba anhelante. ¿Qué necesitaba el almade <strong>Juan</strong>? Un pecho sobre el cual pudiese apoyarsu ardiente cabeza, sintiendo los latidos de uncorazón, que respondiese al suyo con tiernacorrespondencia. Necesitaba... todavía algunasotras cosas que yo olvido, o que, por lo menos,no tengo precisión de mencionar aquí.Los paseos solitarios y los delirios, tanlargo tiempo continuados no se escaparon a laobservación de la tierna Julia... Vio que <strong>Juan</strong>estaba descontento, pero lo qué particularmentele extrañó fue que doña Inés no importunase


en modo alguno a su hijo por medio de preguntas.¿Es que no veía ella la actitud de <strong>Juan</strong>? Pareceextraña, y es, sin embargo, frecuente estafalta de perspicacia de las madres. Recuerdaésta la de ciertos esposos, cuyas mujeres sepermiten olvidar los deberes impuestos por lavida. Un verdadero marido vive a menudodesconfiado, pero sus sospechas no dejan deresultar casi siempre equivocadas y así estáceloso regularmente del único que no piensapara nada en su mujer. Algunas veces, la cegueradel celoso es tan absoluta, que él mismoprepara su desgracia albergando en su casa aun tierno amigo, poseedor de todos los vicios,que, naturalmente, no deja perder la ocasión; ydespués, cuando la mujer y él se han puesto yaen amable correspondencia, el crédulo espososuele admirarse de la perfidia de ambos, y node la tontería que él mismo cometió. Del mismomodo, los padres tienen algunas veces la vistamuy corta, y por más que espían a sus hijos conla agudeza de un lince, no pueden descrubir lo


te, en el Sol), exactamente el 6 de junio, a lasseis y media o siete de la tarde, la linda Julia sehallaba sentada bajo unos árboles, cuyas ramasentrelazadas formaban una fresca bóveda sobresu cabeza, como las que cubren a las huríes enel paraíso pagano descrito por Mahoma. Juliano estaba sola. <strong>Don</strong> <strong>Juan</strong>, el don <strong>Juan</strong> de losdieciséis años, se hallaba frente a ella. Cuandodos rostros como los suyos se miran tan cercanosen una disposición semejante, sería prudente,pero es muy difícil, que los ojos se cierren alplacer de la contemplación. ¡Qué hermosa estabaJulia! La agitación ardiente de su corazón semanifestaba irresistible en los vivos colores desus mejillas. ¡Oh, amor! Altivamente hermosa,Julia se hallaba a la orilla de un precipicio inmenso,pero la confianza que tenía en su virtudera más inmensa todavía. Pensaba en su fuerzay en la juventud de <strong>Juan</strong>; en la locura de lostemores de la prudencia; en la virtud triunfante;en la fe conyugal; en fin..., en los cincuentaaños de don Alfonso... Yo hubiera deseado que


no se le hubiese presentado a Julia este últimopensamiento, porque, en verdad, cincuentaaños son una cifra que inspira difícilmente afectos.En todos los climas, lo mismo los que calientael sol que los que cubren las nieves y lasnieblas, tal número de años suena mal en amor,aunque no sea lo mismo en el manejo de lahacienda.Julia tenía hondísima afición a admirarel honor y la virtud; amaba a don Alfonso, leera fiel, y en voz baja, aquella tarde, estaba jurándosea sí misma no hacer ninguna afrenta alanillo conyugal que llevaba en su dedo, nopermitirse ningún deseo que la prudencia pudieradesaprobar. Mientras se formulaba estejuramento, su mano descuidada se acercaba a lamano de don <strong>Juan</strong>, creyendo, acaso, acariciaruna de las suyas... Esa mano de Julia advirtió,poco a poco, a la de don <strong>Juan</strong> de su proximidaddulcísima, por medio de una presión casi insensible,que parecía decirle: "Tenme si quie-


es". Sin embargo, no podemos dudar que tuvosimplemente la intención de oprimir los dedosde su joven amigo de una manera puramenteplatónica; ella se hubiera separado con espantode él, como si se le hubiese acercado una avispao un reptil venenoso, sí hubiera podido imaginarsiquiera que con aquel amable juego arriesgabala excitación de un sentimiento capaz deturbar la paz de una esposa prudente.Yo no sé bien qué es lo que pensó <strong>Juan</strong>,pero lo que hizo, vosotros lo hubierais hechodel mismo modo que él. Sus labios de carmínfueron, agradecidos, a aquella mano hermosa, ylo manifestaron por medio de un tierno beso.Pero en el mismo instante, entre la confusión desu dicha, don <strong>Juan</strong> se retiró desesperado, temiendohaberse hecho culpable de un espantosoatrevimiento. ¡El amor es tan tímido en uncorazón novicio! Julia se puso colorada, pero nose enfadó; ensayó a hablar con volubilidad decualquier tema, pero hubo de callar inmedia-


solitaria, que hermosea toda la naturaleza consus reflejos plateados, esa luz penetró tambiéndentro del corazón y derramó en él una amorosalanguidez inexpresable...Julia estaba, pues, sentada al lado dedon <strong>Juan</strong>, y, un poco más tarde, tras corta resistencia,se encontraba estrechada por un brazoque temblaba, lo mismo que toda ella. Juliadebió pensar que la tal posición era todavíainocente porque, de otro modo, la hubiera sidofácil separarse; pero esta situación tenía algúnhechizo... Un poco más tarde... En fin, Dios sabelo que sucedió. Dios lo sabe. Yo no puedo continuar,y hasta casi siento haber empezado...Julia perdió la voz: no podía explicarsus pensamientos sino por medio de suspiros.¡Se acabaron los lindos proyectos de inútiles einocentes entretenimientos; sus hermosos ojosderramaban copiosas lágrimas, y aunque losremordimientos no se olvidaron de hacer acto


de presencia contra la tentación, aunque resistiótodavía un momento, aunque lloró su imprudenciae intentó de nuevo resistir, diciendoen voz baja que no consentiría jamás..., así fuecómo ella consintió!Se dice que Jerjes ofreció una recompensaal que pudiera inventarle un nuevo placer.A fe mía, Su Majestad pedía una cosa bastantedifícil y que le hubiera costado el sacrificiode un tesoro inmenso porque el placer merecemás respetos. ¡Oh, placer, cosa verdaderamentemuy dulce, aunque por tu causa, undía, seamos condenados sin remisión? Todaslas primaveras hacemos un proyecto de reformade nuestras vidas, que olvidamos al siguientemes. Aunque hayamos violado confrecuencia los castos votos, ha sido siempre conla confianza de que los cumpliríamos, y, enverdad, es la buena fe la que nos empuja ennuestros propósitos de ser más prudentes en elpróximo invierno.


Hay licencias poéticas. Mi licencia consisteen tomar de la mano al lector y conducirledesde el día 6 de junio, en que fue testigo delprimer encuentro de doña Julia y de don <strong>Juan</strong>,hasta un día cualquiera del mes de noviembre...Es muy placentero a media noche sobre losllanos azulados de las ondas creadas por laluna, oír los suaves y compasados movimientosde los remos en el agua y los cantos lejanos ylentos de los gondoleros del Adriático. Es inexpresablementeagradable contemplar el nacimientode las estrellas en la noche; percibir elsuave rumor del cierzo que resbala sobre lashojas trémulas de la arboleda; oír el zumbidode las abejas, el canto de los pájaros; ser despertadopor los jóvenes gritos de las golondrinas;dormirse al arrullo del agua de los riachuelos;ver los racimos verdes de las uvas madurasderramar arroyos de púrpura sobre la tierra, ytambién lo es huir de las ciudades tumultuosaspara disfrutar en paz la alegría de las silencio-


sas campiñas. Al avaro le place contar su oro.Para un padre, nada es comparable al nacimientode hijo primogénito, su tartamudez infantilesy sus primeras balbuceadas palabras.Es dulce también la venganza... particularmenteentre las mujeres. El pillaje es amable paralos soldados y para los piratas... Pero cien vecesmás dulce, mil veces más dulce es nuestro primeramor; de tal modo, que para nosotros lopasado es como la memoria que conservabaAdán de su caída. El árbol de la ciencia ha sidoya despojado de su fruto—todo nos es ya conocido—,y la vida no nos ofrece nada que seadigno del pecado cosa tan dulce como la ambrosía.Sin duda hace alusión a él la fábula deaquel juego divino que Prometeo fue a robar alos cielos, crimen que los dioses jamás le perdonaron.Volvamos a nuestra historia. Estábamosen el mes de noviembre, cuando los díashermosos son muy raros y las montañas blan-


quean a lo lejos como si cubriesen con una inmensacapa blanca sus pardos vestidos; el marempuja sus olas espumosas contra las rocas, yel sol, haciéndose prudente, se retira a las cincode la tarde... Era una noche nublada, sin luna,sin estrellas; el viento no se oía o soplaba a intervalos;algunas chimeneas brillaban alegradaspor las llamas, y en ellas la leña chisporroteabafeliz, contemplando las honestas familias reunidasa su alrededor. Hay siempre un encantoprofundo en la claridad de un hogar encendido,y junto a él la vida parece tan agradablecomo lo es un hermoso día de verano. Yo gustodel fuego, de los crujidos de la leña, de la ensaladade langosta, del champaña y de la buenaconversación...Era medianoche... Doña Julia, tan hermosa,descansaba en su cama, y, probablemente,dormía... Inesperadamente, se oyó en supuerta un ruido capaz de interrumpir los sue-


ños de los muertos. Una mano vigorosa la empujabacon violencia, y una voz gritaba:—¡Señora! ¡Señora! ¡Respondedme!La misma voz seguía clamando:—¡En nombre del cielo, señora mía,ved a mi amo que se acerca con la mitad de suscriados tras de él! ¿Se ha oído hablar jamás deuna desgracia semejante? ¡Oh!, no es falta mía,yo vigilaba..., pero... por Dios, señora, descorredel cerrojo más aprisa... ¡ Están ya al pie dela escalera!... ¡Ya llegan!... Puede ser que todavíatenga tiempo de huir... A Dios gracias, lasventanas no son muy altas... Señora, señora.<strong>Don</strong> Alfonso había llegado ya con susamigos y los criados, todos portando hachasencendidas. Ya la mayoría de ellos habíanhumillado su noble cabeza bajo el dulce yugodel himeneo..., pero no se hacían rogar para


venir a turbar el sueño de una mala mujer, quese atrevía tan desconsideradamente a adornaren secreto la respetable frente de su marido.Bien es cierto que los ejemplos de esa naturalezason muy contagiosos, y que si de cuando encuando, no se castigase con severidad a unadelincuente semejante, todas las mujeres tomaríanel gusto a tales desórdenes.No puedo decir por qué, ni cómo, niqué sospechas se habían introducido en la cabezade don Alfonso; pero para un caballero desu condición, representaba ciertamente muypoca educación venir sin ningún aviso ni antecedentesa sitiar de aquel modo el lecho de unadama, convocando a sus lacayos, armados deespadas y de hachas, a ser testigos de aquélloante lo que él sentía tanto horror.¡Pobre doña Julia! Fue despertada portoda aquella baraúnda (reparad bien que nodigo que no aseguro que estuviese dormida), y


empezó desde el momento mismo a dar gritos,a afligirse y a derramar lágrimas. Su fiel criadaAntonia, que gozaba de toda su confianza,aquélla que la había avisado un momento antes,se apresuró a poner el lecho en disposiciónde que pudiese verse que su ama había dormidoy terminaba de salir de él. Pero, por si acaso,Julia y Antonia se presentaron ante los invasorescomo dos pobres mujeres inocentes, que,temiendo a los muertos aparecidos, y aún mása los vivos, en la soledad oscura de la noche,habían imaginado encontrarse mejor si dormíanjuntas, ya que igual un fantasma que un don<strong>Juan</strong> atrevido serían más fácilmente rechazadopor dos mujeres que por una. He aquí por quélas dos se habían acostado tranquilamente en lamisma cama, lado a lado, esperando que el señorvolviese, hasta el momento en que, habiendollegado el amado esposo, éste se presentaradiciendo tiernamente: "Mí querida amiga,vedme aquí." Explicación clarísima, dulce yconvincente.


<strong>Don</strong>a Julia recuperó al fin su voz, y exclamóentre suspiros:—En nombre del cielo, don Alfonso,¿qué es lo que esto significa? ¿Estáis loco?...¡Que no me hubiera muerto antes de haber sidola víctima de semejante suceso! ¿Qué quieredecir esta violencia nocturna? ¿Es acaso efectode la embriaguez, o sentís unos curiosos celosincreíbles? Este pensamiento, don Alfonso, bastaríapara darme la muerte... ¡Vamos!... ¡Veamosy busquemos por todas partes!—Esto es lo que yo quiero hacer—respondió testarudo, don Alfonso...¡Y vedlos ocupados en buscar él y losque le acompañaban; registran todos los rincones,los gabinetes, los retretes, los armarios, loshuecos de las ventanas. Encontraron, es cierto,muchos lienzos, encajes, medias, chinelas, cepi-


llos, peines y toda las cosas que se encuentranen la habitación de una señora que gusta de lasmodas y adornarse y presentarse lindamenteaseada. Punzan las tapicerías y los; cortinajescon las hirientes puntas de sus espadas y hastarompen algunos tableros de los armarios y delas ventanas, y más de una mesa del mejor estilo...Buscan bajo la cama y encuentran... algoque ciertamente no era lo que buscaban. Abrenlas ventanas y observan si en el suelo se aprecianlas huellas de los pies de un hombre fugitivo,pero no ven ninguna; y entonces optanpor mirarse unos a otros con aire de sorpresa ydesencanto. Es singular, sin embargo, que aninguno de tantos buscadores se le ocurriesemirar bajo las ropas de la cama, revueltas enmontón, como lo habían hecho debajo de ella...Ciertamente que ello fue un gran descuido...Durante tal registro, la dulce lengua dedoña Julia no descansaba, naturalmente:


—Sí, sí; buscad, buscad bien, acumuladultraje tras ultraje, afrenta tras afrenta; ved paraqué me he entregado fielmente a un esposo quesupuse noble; ved para lo que he sufrido tanlargo tiempo a mi lado a un hombre tal comodon Alfonso. Pero yo no puedo aguantarlo mástiempo, ni permanecer un instante más en estacasa, y saldré de ella si es que aún, hay leyes yabogados en España. Sí, don Alfonso, ¡desdeeste momento dejáis de ser mi esposo! ¿Habéismerecido alguna vez este título? ¿Lo que habéishecho es propio de vuestra edad? ¿No sois unsesentón? ¿Es prudente, ni siquiera discreto,hallar de esta manera, sin motivo alguno, elmodo de ultrajar la virtud de una mujer dignade estimación? ¡Ingrato, pérfido, bárbaro donAlfonso! ¿Cómo os atrevéis a pensar que vuestramujer sea capaz de olvidar sus deberes deun modo semejante? ¿Será porque he descuidadoel uso de los privilegios de mi sexo? ¿Porquehe escogido un confesor de amores tanviejo y sordo como vos, que hubiera resultado


insoportable a cualquier otra mujer menos resignada?¡Ay! ¿Habéis tenido nunca de quéreprenderme? Mi inocencia os embaraza de talmanera, que casi dudo de haber sido casada.¿Es acaso todo esto porque todavía no he aceptadoun cortejo entre todos los jóvenes de Sevilla?¿Porque no voy a ninguna parte, excepto aalgunas corridas de toros, a misa, a la comediay a la tertulia? ¿Es porque cualesquiera quehayan sido mis adoradores, no he favorecido aninguno, y hasta he sido sobradamente desdeñosacon ellos? ¿Es porque el general conde deO'Reilli, que tomó Argel, repite en todas partesque le he maltratado cruelmente? El músicoitaliano Gazzani, ¿no me ha cantado inútilmentesu amor durante seis meses consecutivos? Sucompatriota, e1 conde Comiani, ¿no me ha proclamadola única mujer virtuosa de toda España?¿A cuántos rusos e ingleses no he desdeñado?¿No he desesperado al conde Strongstorganoffy al lord Mout-Coffechoose, el par deIrlanda, que el año pasado se ha dado la muerte


por mi amor (a fuerza de beber)? ¿No he tenidoa dos obispos arrodillados a mis pies, el duquede Icard y don Fernando Núñez? ¿Es este elmodo cómo tratáis a una mujer fiel? ¿En quécuarto de luna estamos, don Alfonso? Todavíaos encuentro muy moderado cuando no medais de palos en una ocasión que se os presentafavorable. ¡Oh, héroe valiente! ¡Con todas vuestraspistolas preparadas y vuestras espadasfuera de la vaina, creedme: hacéis un papeladmirable!... Ved, pues, por qué habéis hechoeste viaje bajo el pretexto de un negocio indispensabley en compañía de vuestro tunanteprocurador, al que veo allí plantado como unbadulaque, que se muerde los labios por efectode su propia tontería. Os desprecio a los dos,pero a él más aún, puesto que su conducta notiene disculpa, ya que sólo es el cebo de una vilganancia lo que le hace obrar de esta manera. Siviene aquí para formar un testimonio, veamosel modo de que tal caballero haga su oficio.Aquí tenéis tinta y pluma; escribid, señor. Yo


no quisiera que hubieran de pagaros para nohacer nada. Pero como mi criada está casi enteramentedesnuda, hacer salir a vuestros alguaciles,os lo suplico... Ved el gabinete, ved el tocador,ved la antesala; buscad de arriba abajo;mirad el sofá, el sillón, la chimenea, que, enefecto, podían servirme para ocultar algúnamante; vedlos. Mas, como yo quiero dormir,daos prisa, y no hagáis tanto ruido hasta quehayáis sacado de su nido al escondido caballero.Cuando le hayáis encontrado, os suplicoque me lo presentéis, porque tengo curiosidadpor conocerle. Y mientras tanto, caballero,puesto que habéis ultrajado a vuestra mujer pormedio de infames sospechas, y puesto quevuestros amigos todos se hallan abochornadosde vuestro fracaso y vuestra mofa, os suplicoque tengáis la bondad de hacerme saber elnombre de la persona que buscabais. ¿ Cómo sellama? ¿Cuál es su rango? ¡Que yo le vea! Supongoque será joven y buen mozo. ¿Es alto,bello, arrogante? Vamos, hablad... y estad segu-


o que, puesto que habéis manchado mi honory mi inocencia con una afrenta semejante, noserá en vano... A lo menos, mi supuesto amanteno será un hombre de sesenta años; a tal edadsería ya demasiado viejo para querer tomarse eltrabajo de jugarse la vida dando celos a un maridotan joven como vos... (Antonia, dadme unvaso de agua...) Estoy avergonzada de derramarlágrimas, que son indignas de la hija de mipadre. Mi pobre madre no se engañaba al suponerque pudiera un día estar en manos de unmonstruo como vos... Puede ser que estéis celosode Antonia, mi doncella, ya que la habéisencontrado durmiendo a mi lado, cuandohabéis venido a sorprenderme en unión devuestros acompañantes... Mirad por todas partes,caballero, pues no tenemos nada que esconder.Y espero que otra vez me lo avisaréiscon tiempo, o, al menos, que os detendréis unmomento a mi puerta, para que tengamos lugara cubrir nuestra desnudez... a fin de recibir tanbuena compañía... Y concluyo de hablar, caba-


llero. Lo poco que os he dicho podrá servir paraprobaros que un corazón inocente sabe devoraren silencio afrentas que sería demasiado bajorepetir de palabra... Os entrego a vuestra conciencia.Ella os preguntará algún día por quéme habéis tratado de esta manera. ¡Quiera Diosque entonces no sintáis el punzante dolor deuna pena más amarga!... Antonia, ¿dónde estámi pañuelo?"Al decir estas palabras, con las que terminabasus brevísimas quejas, doña Julia seechó sobre su almohada. Sus negrísimos y bellosojos, brillantes a través del cristal de laslágrimas, recordaban el cielo que nos envía almismo tiempo la lluvia y los relámpagos. Lasadmirables ondas de su negra cabellera sombreabancomo un velo sus mejillas húmedas ypálidas; se extendían atrayentes sobre ella; perosus largos y brillantes rizos no podían, sin embargo,ocultar del todo el gracioso contorno desu bella espalda, blanca como la nieve. Sus dul-


ces labios temblaban de agitación; su hermosísimopecho ondulaba alterado, y, bajo él, sutierno corazón latía con violencia.El señor don Alfonso se hallaba muyconfuso. La doncella iba de una parte a otra delcuarto, en el que todo aparecía revuelto, con lasnarices levantadas con un manifiesto aire deprovocación, dirigiendo impertinentes miradasa su señor y a los monicacos que le acompañaban.Sólo el procurador, como Acate, fiel hastael sepulcro, se manifestaba tranquilo y satisfechodel incidente y la disputa, ya que sabíamuy bien que siempre es preciso hacer uso delas leyes para poner de acuerdo a los disputadores.Inmóvil, y con el entrecejo arrugado,seguía con sus pequeños ojos de lince todos losmovimientos de Antonia. Sus actitudes indicabanla sospecha; a él le importaban poco lasreputaciones, con tal de que le proporcionasenla ocasión de un pleito o de un testimonio, y notenía ninguna compasión por la juventud ni


por la hermosura; jamás daba crédito a las respuestasnegativas, en tanto que no le hubieransido corroboradas por dos buenos testigos falsos.En cuanto a don Alfonso, permanecíacon los ojos bajos, y es preciso confesar quehacía una fea figura. ¿Qué había conseguidodespués del escándalo y del ultraje a una mujerjoven? Nada, sino las reconvenciones que a símismo se hacía, añadidas a las que su mujer lehabía prodigado con tanta liberalidad duranteuna media hora, las cuales habían caído sobreél como el granizo de un día de tempestad sobrelos campos. Intentó al principio disculparse,tartamudeando; no se le respondió sino conlágrimas, sollozos y síntomas de desmayo, cuyospreludios son siempre ciertos gemidos,ciertas palpitaciones, ciertas sacudidas nerviosas,determinados suspiros, y, en fin, todo loque place a la parte querellante... El buen donAlfonso miraba a su mujer y pensaba en la de


Job. Intentó hablar, pero la advertida Antonia lecortó la palabra:—Señor—le dijo—¡salid de aquí y notratéis de añadir una palabra, o bien mi pobreseñora va a perder la vida.El buen don Alfonso echó a su alrededoruna o dos miradas amenazadoras, sin dudapara que le vieran cuantos le habían acompañado,y obedeció casi sin saber lo que hacía.Con él se retiró todo el coro; el procurador fueel último que abandonó la estancia a pasos lentos,y deteniéndose en el umbral de la puerta,hasta que Antonia tuvo que empujarle haciafuera.Apenas hubo corrido el cerrojo, cuandoinmediatamente... ¡Oh, vergüenza! ¡Qué desengañosy dolores ha de proporcionarnos siempreel sexo femenino!... <strong>Don</strong> <strong>Juan</strong>, medio ahogado,saltó de repente fuera de la cama. No pretendo


explicar, ni menos describir, dónde había estadoescondido, ni de qué manera. Joven, delgadoy ágil, ocupaba, sin duda alguna, muy pequeñoespacio. Es cierto que pudo morir ahogado,pero si hubiese muerto por una tan hermosamujer, ¿podría tenérsele lástima? No podemos.Mejor es morir así, por tan dulce ahogo,que no rebosante de malvasía, como el ebrio deClarencia.¿Tenía necesidad don <strong>Juan</strong> de cometerun pecado que el cielo nos veda y por el que lasleyes humanas suelen imponer multas? Precisoes convenir, cuando menos, que él empezabamuy temprano, y aquí está la razón más justapara perdonarle, puesto que a los dieciséis añoses rara la conciencia que nos reprende con lamisma fuerza que a los sesenta, ya que entoncesrecapacitamos nuestros yerros, y, despuésde haber hecho la cuenta, encontramos que eldiablo reclama con bastante derecho la mayorparte de nuestras acciones. Por mi parte, no


parece necesario que haya de ocuparme decambiar la posición de nuestro héroe, la cualviene a ser idéntica a aquélla, maravillosamentedescrita, de la crónica hebrea, que nos relata elmodo cómo determinados médicos, despreciandobrebajes y píldoras, ordenaron al viejorey David, cuya sangre se hallaba ya algo entorpecida,que se aplicase sobre el estómago, enforma de cataplasma, una hermosa muchacha.¡Adorable receta, que tuvo un éxito cumplido!Aunque puede ser muy bien que la misma quesirvió para conservar la vida de David, faltarapoco para que hiciese perder la suya, tantosanos después, a nuestro don <strong>Juan</strong>.¿Qué podían hacer los tres personajes?<strong>Don</strong> Alfonso regresaría al punto, en el instanteen que hubiese despedido a su consejo de majaderos,y la situación volvería a ser gravísima.Doña Julia suplica a Antonia que busque en sumaliciosa imaginación algún ardid que puedasacar del paso a los dos amantes, pero ella, por


más que da palmadas sobre su frente, no encuentraninguna. ¿Cómo se sostendrá el nuevoataque que va inmediatamente a comenzar?Por si fuera poco, de aquí a algunas horas va aamanecer, y ello aumenta el peligro. Antoniano sabe qué decir. Doña Julia calla, pero acercasus labios descoloridos a las mejillas de don<strong>Juan</strong>. Entonces, los labios de él van a buscar losde ella, y ésta aparta dulcemente con su manolos bucles de sus cabellos que caían en desordensobre su frente de alabastro. Ninguno delos dos saben contener enteramente la fuerzaalegre de su amor, y casi se olvidan ambos porcompleto del peligro. La fiel Antonia, en taltrance, pierde la paciencia:—Vamos, vamos, ¿es ahora el momentode juguetear? Es preciso encerrar al señorito enel gabinete. ¿Es este tiempo de hacerse carantoñas?¿No sabéis qué todo puede concluir trágicamente?Si vosotros perdéis la vida, yo perderémi plaza. ¡ Y todo por esa cara de señorita! Si


al menos hubiera sido por un hermoso caballerode veinticinco o treinta años; vamos, señor,despáchese usted; pero por un niño... Estoyverdaderamente admirada del gusto de mi señora...¡Vamos, caballero, entrad aquí!...Y don <strong>Juan</strong> hubo de colarse en el gabinete.La llegada de don Alfonso, que esta vezvenía solo, hizo salir a Antonia de la alcoba.Después de mirar alternativamente a su amo ya su ama, la fiel sirvienta espabiló la vela, hizouna cortesía y partió. <strong>Don</strong> Alfonso guardó silenciodurante un minuto. Inició después unasexcusas tímidas, explicando el escándalo deaquella noche.No trató totalmente de disculparse,pues aunque se había conducido como un caballeromal educado, tenía razones muy poderosaspara hacer lo que hizo. Su discurso fue untrozo de retórica, de esos que los catedráticosllaman "consonantes". Por su parte, Julia no


hablaba una palabra, sin perjuicio de que suentendimiento la sugiriera a cada frase de éluna de esas respuestas que están siempre a florde labios en boca de las señoras que conocen lasdebilidades de sus maridos, puesto que cuandoun esposo reprende a su mujer por causa de unamante, entonces la mujer riñe a él por tresqueridas... En realidad, Julia habría sabido muybien dónde hallar pruebas suficientes, ya quelos amores de don Alfonso y doña Inés eran,más o menos, cosa pública, pero no lo hizo, y esrazonable suponer que fue por delicadeza haciadon <strong>Juan</strong>, que la oía desde el gabinete, y queera muy celoso de la honesta reputación de sumadre. En los asuntos delicados, la más pequeñacosa es suficiente para despertar las sospechas.Lo discreto es callar, y elogiaremos siempreese exquisito tacto de algunas mujeres quesaben mantenerse lejos de la verdad de lascuestiones enojosas, y que mienten, ¡Dios mío!,con tanta gracia, que no hay nada que las hagatan interesantes como la mentira. Se ponen co-


loradas, y nosotros las creemos. Es inútil, entodos los casos, iniciar siquiera una vana réplicaante sus embustes, porque ello no sirve sinopara dar a su elocuencia la ocasión de mostrarsetodavía más abundantemente... Se muestranfatigadas, suspiran, bajan los ojos entristecidos,dejan caer una o dos lágrimas..., y he aquí quequedamos rendidos. Después..., después...,bien, sí...; después se sienta uno a la mesa ycena tranquilamente.<strong>Don</strong> Alfonso concluyó su peroración eimploró de la linda Julia un perdón medio negadoy medio concedido. Ella entonces impusocondiciones, que él se vio precisado a hallarmuy duras, especialmente porque le negabancon toda firmeza ciertos pequeños favores queél, tras el arrepentimiento, exigía de la hermosa,en la misma esto se debatía; de pronto, los admiradosojos de don Alfonso advirtieron debajode la cama un par de zapatos. Poca cosa, realmente,significan un par de zapatos cuando


corresponden al pequeño pie de una señora,pero aquellos zapatos, en verdad, ¡siento unagran pena teniendo que decirlo!, eran los zapatosde un hombre. Verlos y lanzarse sobre ellos,fue para don Alfonso una misma cosa. Losexaminó un instante, como si realmente fuesenun objeto extraño, y después, se entregó a unfuror espantoso. Y como una fiera, salió en buscade su espada.Julia, entonces, corre al gabinete:—Huíd, <strong>Juan</strong>, huíd, por amor del cielo!La puerta está abierta. Conocéis el pasillo. Tomadla llave del jardín. ¡Adiós, adiós! ¡Huíd!¡Oigo venir a Alfonso! ¡Daos prisa! Aún no haempezado el día. La calle estará desierta...Es verdad que todo ello era un buenconsejo, pero lo sensible es que fue seguido pordon <strong>Juan</strong> demasiado tarde. Aunque de un simplesalto había corrido hasta la puerta e iniciado


la huida, lo cierto es que en el pasillo se encontróa don Alfonso imponente dentro de su bata,se vio amenazado con la muerte, y no pudoelegir. El combate fue terrible, y hubo de desarrollarseen plena oscuridad, porque alguienhabía apagado la luz a tiempo. Entre los gritosde Julia y Antonia, don Alfonso fue aporreadomuy lindamente mientras juraba que se vengaríaantes de la mañana. <strong>Juan</strong> gritaba en tonomás alto; su sangre hervía. Sin perjuicio de serjoven, era ya un poco demonio, y por ello no sesentía dispuesto a morir mártir. Por fortuna, laespada de don Alfonso había caído al suelo desus manos antes de que él pudiera desenvainarla,y en la oscuridad, los ojos de don <strong>Juan</strong> noadvirtieron el hierro homicida, puesto que, deno ser así, don Alfonso no hubiera vivido muchotiempo... ¡Oh, esposas criminales, que asíponéis en peligro la vida de vuestros amantes yvuestros maridos, provocando continuamentecon ello la venganza que merece una desgraciadoble!


Cuando, al fin, llegaron los criados y laluz, todos quedaron sorprendidos del espectáculoque se presentó ante sus ojos: Antonia sufríaun ataque de nervios, doña Julia aparecíadesmayada sobre la alfombra, don Alfonso seencontraba derribado en el suelo, cerca de lapuerta, casi sin respiración, y los jirones de losvestidos de don <strong>Juan</strong>, a los que el viejo se habíaagarrado desesperadamente, se mostraban esparcidospor el suelo.<strong>Don</strong> <strong>Juan</strong> pudo escapar por el jardín,pero, ¿tengo necesidad de decir cómo llegó asalvarse en una desnudez casi completa, a favorde las sombras de la noche, que protegen muya menudo a los malvados? ¿Cómo entró en sucasa con tan extraña vestidura? El escándaloque circuló al día siguiente, los chismes quesiguieron al acontecimiento, la petición de divorcioque don Alfonso hubo de formular, todoello, con perfecto detalle, se publicó en las gace-


tas inglesas, sin omitir cosa alguna. Y así, sitenéis curiosidad de conocer este asunto y lasdeclaraciones de todos los testigos con susnombres, las defensas de los abogados, las consultasde los jurisconsultos, en favor o en contrade cualquiera de los personajes, podéis satisfacerlaporque existen numerosas ediciones impresastodas ellas con pormenores muy variadosy picantes. Os recomiendo particularmentela edición de Gusney que hizo expresamente unviaje a España para recoger todos los documentosde este pleito.La buena doña Inés, madre del manceboque se vio precisado a recorrer media Sevillapoco menos que desnudo, a fin de distraer loscomentarios de un acontecimiento que vino aresultar el más escandaloso en muchos siglos,tras hacer arder por su cuenta muchos quilosde cirios en la capilla de los santos de su devoción,se decidió a enviar a su hijo a Cádiz, paraque allí embarcase, siguiendo el consejo de


dignísimas señoras de edad, amigas suyas. Deseabantodas ellas que don <strong>Juan</strong> viajase portierra y por mar, a través de Europa, a fin deque se olvidase el horroroso incidente, y paraque él se corrigiese de sus defectos, haciendoprogresos en la práctica de la virtud y fortificándoseen los principios de la buena moral, enlas escuelas de Francia y de Italia. A lo menosallí es donde suelen ir a estudiar las más sabiasdisciplinas la mayor parte de los jóvenes descarriados.En cuanto a doña Julia, tan linda damafue encerrada en un convento sombrío. Entróen él, como es natural, con mucha pena, y lacarta siguiente servirá para que el lector conozcamejor, que a través de mis palabras, sus sentimientosmás secretos. La dirigió a don <strong>Juan</strong>:"Me han dicho que partís, y no puedonegar que haciéndolo así obráis prudentemente.Ello no deja de ser penoso para mí, sin em-


argo. En adelante, no ostento ningún derechosobre vuestro corazón, y el mío es solamente lavíctima. He amado demasiado. He aquí el únicoartificio de que he hecho uso. Os escribo atoda prisa. Si alguna mancha ensucia este papel,no es, don <strong>Juan</strong>; lo que parece. Mis ojosestán llenos de fuego y no brota de ellos lágrimaalguna.""Yo amaba. Amo todavía; he sacrificadoa este amor mi rango, mi dicha, el favor delcielo, el aprecio del mundo, mi mismo aprecio...Sin embargo, no siento la pérdida de todo ello,ya que es tan dulce para mí la memoria delsueño de mi corazón... Si os hablo aquí de misfaltas, don <strong>Juan</strong>, no es, de ningún modo, paraalabarme de ellas, puesto que nadie puede juzgarmetan severamente como yo misma lohago. Os escribo tan sólo porque el reposo huyede mí. Pero no tengo nada que reprenderos, ninada que pediros. El amor es un episodio en lavida del hombre, y, sin embargo, es toda la


existencia de la mujer. Las dignidades de laCorte y de la Iglesia, los laureles de la guerra ode la gloria, los dones todos de la fortuna son elpatrimonio del hombre, y le ofrecen el bello yfuerte licor con que llenar el vaso vacío de sucorazón, y así, son muy pocos los hombres queno se dejan seducir por todo ello. En cambio,nuestro sexo sólo tiene un néctar dulcísimo conque colmar su copa; amar..., amar siempre yperderse.""Vos, don <strong>Juan</strong>, seguiréis la carrera delos honores y de los placeres, seréis amado yamaréis muchas nuevas hermosuras; para mítodo ha concluido en la tierra, excepto la tristeandadura de unos años, durante los cuales voya esconder en el fondo de mi corazón mis doloresy mi vergüenza. Podré soportarlo todo, perono puedo desterrar la fatal pasión cuyo fuegome consume como antes... ¡Adiós, pues!Perdóname. Ámame..., aunque esta palabra esya inútil ahora... Pero, amado mío, no puedo


orrarla"..."Mi corazón ha sido todo debilidad.Todavía lo es, aunque deseo reunir dentro de ély contra ella todas las fuerzas de mi alma. Sientocircular mi sangre briosamente, y ello hacerenacer mi valor; del modo mismo como correnlas ondas pacíficas cuando los vientos quedanen calma. Mi corazón es el de una mujer tímida,que no puede olvidar, sin embargo. Es ciegopara todo, excepto para una sola imagen. Lomismo que la aguja que se vuelve siempre señalandoel Polo, mi corazón, prendado, está fijoen una idea querida... No tengo más que decir,y, sin embargo, no puedo dejar la pluma; no meatrevo a estampar sobre el papel la inicial de mifirma... ¿Qué tengo que temer, ni qué esperar?...Y, sin embargo, no puedo terminar. Mi desgraciano puede aumentarse. Moriré; pero temoque la muerte rehuye a los desgraciados quecorren tras ella. ¡Si las penas acabasen nuestra


vida!... Estoy condenada a sobrevivir a estadespedida y a soportar la vida para amaros yrogar por vos."Esta carta se escribió sobre papel dorado,con una pequeña y linda pluma nueva. Lablanquísima mano de Julia apenas podía acercarsea la llama de su bujía para ablandar ellacre que había de cerrarla, y nuestra tiernaamiga se mostraba trémula como una aguja quese aproxima a la piedra imán. Sin embargo, nodejó caer una sola lágrima, y pudo al fin lacrarlay grabar sobre el lacre su sello. Un sello quetenía un girasol en el centro, sobre una cornerinablanca, y en el que se leía este lema: "Os sigoa todas partes"... El lacre era muy fino y del máshermoso bermellón. Esta que he transcrito fuela primera travesura de don <strong>Juan</strong>. Si me concedéisvuestro favor, que es como la hermosapluma que el autor pone en su sombrero, continuaréla relación de sus aventuras. Es unaepopeya lo que compongo. La dividiré en doce


libros. Cada uno de ellos comprenderá incontablespoemas de amor y de guerra: viajaremospor mar; poseeremos una inmensa lista de navíos,de sus capitanes y de los monarcas que losllaman suyos. Emplearé una nuevo mitología,una ficción de original estilo, y situaciones yescenas extraordinarias. Acudiré a la historia, ala tradición y a los hechos; a los diarios, cuyaveracidad es conocida, a las comedias en cincoactos y a las óperas en tres. Debo advertir, paratotal confianza del que lee, que yo mismo yvarios testigos todavía existentes en Sevillahemos presenciado con nuestros propios ojos elúltimo rapto de don <strong>Juan</strong>, verificado por el diablo...Si alguien tuviese el atrevimiento dedecir que esta historia no es moral, le pido respetuosamenteque no lance la queja antes desentirse herido. Que me lea una segunda vez yque pruebe a decir todavía que mi poema esinmoral, porque es alegre. ¿Quién cometerá tal


impertinencia? Además, yo haré ver en mi libroduodécimo, al final, el lugar horrible al que vana parar siempre todos los malvados.Espero, pues, en calma vuestro aplauso,por más que la gloria no sirva para nadadistinto al magno empeño de llenar cuartillas ycuartillas de papel, a fin de definirla inciertamente.Algunos la comparan a una alta colina,cuya cumbre se oculta entre las nubes. ¿Por quéescriben los hombres, por qué hablan y por quépredican? ¿Por qué los héroes degüellan a sussemejantes? ¿Por qué los poetas consumen febrilmenteen su trabajo el noble aceite de suslamparas? Para obtener, cuando ellos mismossean ya polvo, un mal retrato, un busto todavíapeor y un pequeño nombre... Un rey del antiguoEgipto, llamado Keops, hizo elevar la primeray mayor de las pirámides, creyendo quebastaba un monumento semejante para conservarentera su momia y su memoria. Y un día,un viajero, excavando el interior de ella, se en-


tretuvo en romper la caja que guardaba el cadáverdel monarca. Por consiguiente, ¿qué monumentopodrá conservarnos cuando no quedani la huella de las pobres cenizas de Keops? Poreso yo, apasionado de la verdadera filosofía,me digo muy a menudo:"Todo cuanto ha sido creado, debe acabar.El hombre al que la muerte siega con suguadaña, exactamente lo mismo que la hierbade los prados. He pasado mi juventud bastanteagradablemente, y si pudiese volver a empezar...,haría lo mismo. Doy, pues, gracias a miestrella, que no me hizo ser más desgraciado;leo la Biblia, y tengo buen cuidado de mi bolsillo."***Y ahora, amable lector, quiero, con tupermiso, estrechar cordialmente tu mano, llamarmetu más humilde servidor, y darte des-


pués los buenos días. Volveremos a vernos sinos entendemos... y tú quieres. En el caso contrario,no cansaré más tiempo tu paciencia.¡Qué dichosos seríamos si todos los autoressiguiesen este ejemplo! ¡Oh, vosotros que educáisa la juventud de las naciones, pedagogosde la Holanda, la Francia, la Inglaterra, la Alemaniao la España, sed duros con ella! ¿Acasolas ternuras de una madre y el mejor de lossistemas educativos han podido servir de algoa don <strong>Juan</strong>, al cual hemos visto olvidar de repentela modestia y la inocencia de los pocosaños? Si le hubieran puesto en un colegio, ocupandosu imaginación en cierta clase de meditacioneslas obligaciones diarias hubieran impedidoque se descarriase. ¡Si a lo menos hubieravivido en un país del Norte! Pero el ardienteclima español nos ofreció el triste espectáculode un bello joven de dieciséis años, entregado ala nada edificante tarea de organizar un divorcio,lo cual fue cosa tan terrible para los dómines...Mas, si observamos bien, cabe hallar justi-


ficación al mozo. ¿A quién estaba entregado? Auna madre enamorada de las matemáticas, y...diremos más, a un preceptor que era, al fin y alcabo, un simple asno, a una señora joven (muybonita, y sin esta circunstancia hubiera sidomuy difícil un acontecimiento semejante) y, enfin, a un marido de más de cincuenta años... Enúltimo caso, ¿por qué hemos de aumentar laverdadera importancia de los actos humanos?Preciso es que la bola del Mundo gire incesantementesobre su eje, y que todo el génerohumano dé con ella constantes volteretas. Esnecesario vivir y morir, hacer el amor, pagarnuestras contribuciones y dirigir nuestras velassegún el capricho del viento. Los reyes nos gobiernan,los médicos nos asisten con su charlatanería,los sacerdotes nos adoctrinan y nuestrapobre vida se pasa poco a poco. He aquí unsoplo, una huella de amor, una gota de vino,una leve sombra de ambición, un ensueño degloria, de combate, de devoción y, en fin, depolvo...


<strong>Don</strong> <strong>Juan</strong> fue enviado a Cádiz, ciudad,hermosa, que el que ve una vez no olvida nunca.Puerto y mercado de todo el comercio de lascolonias de Ultramar, Cádiz cruje y ríe, llena devida. Hay allí unas muchachas tan dulces, quierodecir, unas señoras tan amables y graciosas,que sólo el aire que las envuelve hace palpitarel corazón más viejo. ¿A qué compararlas? Nohe visto cosa alguna en la tierra que se las parezca.Un caballo árabe, un ciervo ágil, un pájaroimposible, un leopardo ondulante, una tiernagacela... todo ello unido, es inferior a ellas. Ysu vestido, su mantilla, su corpiño, su falda, sussuaves pies diminutos, sus lindos tobillos,guardados en la seda de las medias... ¡Ay! Seríapreciso un libro entero para poder haceros lapintura de tan bellas Evas. ¡Qué admirablecuadro presentan estas vírgenes de España,cuando separan un momento su mantilla conmano delicada y lanzan una mirada que haceperder el color al rostro e inflama el corazón!


Mas don <strong>Juan</strong> no llegó a Cádiz, sino para embarcar.Los proyectos de su madre no eranotros que éstos. Era preciso que don <strong>Juan</strong> emprendieseun largo viaje por mar, que debíadurar cuatro largos años. Y así a poco de llegar,don <strong>Juan</strong> embarcó, y ahora le vemos sobre lacubierta contemplando la tierra que se aleja,haciendo quizá su última despedida a España.El navío en que viajaba nuestro héroehacía vela para el puerto de Leghorn, lugar enel que la familia española de Moncada se habíaestablecido mucho tiempo antes de haber nacidoel padre de don <strong>Juan</strong>. Esta familia estabaunida a la suya por muchos lazos de parentesco,y <strong>Juan</strong> llevaba una carta de recomendaciónpara ella. Su séquito se componía de tres criadosy de un preceptor, el licenciado Pedrillo.Este sabio pedagogo hablaba varias lenguas,pero en aquel momento el mareo le atormentabade tal manera, que no hablaba ninguna.Había perdido la palabra, y tendido sobre una


hamaca, se dolía de haber abandonado la tierrafirme.Los hechos vinieron al fin a confirmarsus lamentaciones. A la una de la madrugadauna tempestad envolvió el barco, y el navío,empujado violentamente por las olas y el viento,comenzó a dar horrorosos tumbos sobre elagua, y como era viejo, se le abrió una anchabrecha en un costado. Los marineros hubieronde echar mano de las bombas para achicar elagua que invadía las bodegas. Fue una nocheespantosa de trabajo y peligro. Al rayar el díapareció que la tempestad amainaba, cuando depronto el buque se volvió de repente sobre laproa y quedó inmóvil en esa posición. El aguade las bodegas cayó impetuosamente sobre lospuentes, arrancando los masteleros, y el palo demesana y el mayor cayeron al agua. A fin deconseguir que el barco recobrase el equilibrio,fue cortado el mastelero del bauprés, pero el


uque no pareció volver a su posición verdadera.No es agradable para nadie encontrarseen presencia de la muerte, y así, tanto los marineroscomo el pasaje, se dedicaron a desvanecersus temores, unos bebiendo y otros rezando agritos y pidiendo al cielo benevolencia. El vientono cesaba de silbar, y las olas, embravecidas,mezclaban su trágica y ronca armonía a las tristessúplicas de los que rezaban. El miedo pusotérmino repentino a las angustias de los que sesentían marcados, y los gemidos, las blasfemias,las piadosas exclamaciones, resonaban enmedio del Océano. Acaso el único que supomanifestar una presencia de espíritu, superior asu edad, fue nuestro héroe. Armado de un parde pistolas, corrió decidido a ponerse delantede la puerta del cuarto en el que se guardabanlas bebidas, consiguiendo con ello que toda lamarinería conservase, en cierto modo, la calma...¡Conforme avanzaba el día, parecía cal-


marse la tormenta. Es cierto que el barco sehallaba sin arboladura; que la entrada del aguaen la sentina aumentaba gradualmente; quebajos peligrosos roncaban la embarcación, yque ninguna costa se descubría próxima. Pero,al fin y al cabo, el buque aún se sostenía sobrelas aguas. Durante unos momentos, la esperanzarenació entre los desdichados viajeros, perola verdad es que el navío flotaba a la deriva, sinque fuera posible gobernarlo.Luchando con los elementos y la desesperación,los pobres mortales que ocupabanla destrozada nave vivieron tremendos días yhorrorosas noches entre la tormenta, hasta queel viejo carpintero del buque, que había viajadomucho y que supo mantener la serenidad hastael postrer instante, hubo de venir a decir al capitánque todo estaba perdido. El desorden fueentonces completo entre los tripulantes; noexistía distinción alguna de grados ni de rangos;los unos redoblaban sus ruegos y lamenta-


ciones, prometiendo cirios a los santos de susdevociones; los otros, situados en la proa delnavío, avizoraban angustiosamente el horizonte;los de más allá izaban las chalupas; éstos yaquéllos, abandonados a la desesperación, aparecíantendidos y como sin sentido sobre lacubierta. Algunos habían enloquecido, se mecíanen las hamacas sonrientes, los otros se poníansus mejores vestidos, como si se tratara deacudir a una fiesta. Aquél maldecía el día quevino al mundo, rechinaba los dientes y searrancaba los cabellos, dando tremendos aullidos;aquel otro se reunía con los que se ocupabande preparar las chalupas, convencidos deque una lancha bien gobernada es capaz deresistir los embates de una mar tormentosa.Pero lo que era acaso peor en tan triste situaciónes que los víveres se habían concluido yque el mal tiempo había estropeado los únicosque quedaban. Dos toneles de bizcochos y unbarril de manteca eran todo lo que todavía restabapara satisfacer las necesidades de todos. El


agua se había concluido. Por fin, tras larga buscay trabajos inmensos, todo cuanto pudieronllevar a la lancha se redujo a algunas libras depan enmohecido, mojado por el agua del mar,dos azumbres de agua potable, seis botellas devino, un cuarterón de vaca salada y un maljamón que no podía durarles mucho tiempo, asícomo tres litros de ron, milagrosamente salvadosde la voracidad de los marineros.Al comenzar la noche del duodécimodía de naufragio, el navío se inclinó y se sumergióen las aguas rápidamente. Entonces seelevó hasta los cielos el terrible grito humanodel último adiós. Voces tímidas hicieron oír susquejas lastimosas, mientras los más valerososguardaban un triste silencio. Muchos se precipitaronen las aguas, profiriendo espantososgritos. El mar se abrió, como una infernal caverna,y el navío arrastró con él una ola devoradora,del mismo modo que si su misma fuerzay vitalidad hallaran alegría en aquella trage-


dia... Casi todos los viajeros perecieron, salvándosetan sólo unos pocos de ellos, a los que laenergía, la habilidad o la suerte concedieron unlugar en el bote o en la lancha. Cuando todohubo terminado y el barco reposaba en el fondodel mar, los supervivientes hicieron un recuento.Nueve personas ocupaban el bote y treintala lancha. <strong>Juan</strong> había sabido colocarse en ésta, yhasta consiguió llevar consigo al licenciadoPedrillo. Parecía que uno y otro hubieran cambiadosus papeles en la vida puesto que <strong>Juan</strong>tenía aquel aire de autoridad que da el valor yla decisión, en tanto que los ojos del pobre licenciadose hallaban anegados por las lágrimasque produce el miedo. Los criados de don <strong>Juan</strong>habían perdido la vida, sin duda por hallarse ala hora de peligro más repletos de ron de lo queera conveniente, pero a nuestro héroe le quedaba,sin duda, el consuelo inocente de haber podidosalvar de la muerte a su viejo perrillo faldero.Este animalucho, que había pertenecido adon José y que don <strong>Juan</strong> amaba profundamen-


te, fue lanzado por él sobre la lancha antes deque el navío se sumergiera.<strong>Don</strong> <strong>Juan</strong> había llenado sus faltriquerasy las de Pedrillo con todo el dinero que pudocaber en ellas y, convencido de que al fin acabaríansalvándose del naufragio, se sentía satisfechode su previsión y relativamente feliz dehaber podido salvar a su preceptor y a su perro.***La noche era espantosa y la situaciónde los náufragos realmente desesperada. Entrelas olas embravecidas, al poco tiempo, desaparecióel pequeño bote, y con él se hundieron losnueve hombres que lo ocupaban. La lanchasiguió flotando todavía. Salió el sol entre nubesrojizas, y entonces fueron distribuidos unostragos de ron y de vino entre los desdichadossupervivientes. Todos estaban reducidos a unaescasísima ración de pan mohoso y, entre la


tormenta, sus pobres cuerpos no tenían paracubrirse otra cosa que unos miserables andrajoscalados de agua. Eran treinta, y todos ellos,amontonados en el corto espacio de una lanchaque apenas les permitía realizar el menor movimiento.Ensayaron cuanto les fue posible paraaliviar y hacer más cómoda su posición, y asíla mitad de ellos se tendieron en los bancos,mientras la otra mitad se mantenía en pie y serepartía el trabajo de la guardia. De esta manera,temblando de fiebre, de frío y de terror,hacinados en su barquichuela, sin otro abrigoque la capa del cielo y las rabiosas olas del mar,permanecían los pobres náufragos.Es constante realidad humana la de queel deseo de vivir alarga la vida, y tengo a cientosexperiencias que citar sobre ello. Hay enfermosque saben que no pueden escapar a lamuerte y que se sostienen tiempo y tiempo, sinembargo, sólo con la ilusión de vivir, con talque su buena esposa no venga a matarlos mani-


festándoles su dolor, ya que es más fácil lisonjearsede una dichosa cura, aunque imposible,deseada, que no dedicarse a imaginar que setiene delante la horrorosa guadaña que acabacon nosotros. Se pretende también que unarenta vitalicia, puesta sobre la cabeza de unviejo, es para él la mejor garantía de una vidalarga... Lo mismo sucedía a nuestros náufragosque se hallaban abandonados en la débil lanchasobre la inmensa y tormentosa mar; vivían conel amor de la vida y eran capaces de soportarmás desgracias de las que puedan creerse. Tanduros como rocas, resistían todos los embates.Pero... el hombre es un animal carnívoro y esnecesario que coma, a lo menos una vez al día,puesto que no puede vivir del aire. Así pensabannuestros pobres náufragos.***Al tercer día sobrevino una dulce calmasobre el mar, lo que renovó sus fuerzas y de-


amó un bálsamo reparador sobre sus miembrosfatigados. Pudieron disfrutar de algunashoras de sueño, pero cuando despertaron, sesintieron invadidos de un exceso de voracidad,y luego de economizar sus víveres prudentemente,devoraron muy pronto todo lo que lesrestaba. Así, cuando amaneció el cuarto día, enmedio de una admirable calma; cuando amanecióel quinto, sobre la misma paz de los elementos;cuando llegó el sexto..., don <strong>Juan</strong> hubo deceder y su amado perrillo faldero fue sacrificado.Al séptimo día, la piel del animal constituyóel último recurso. Al llegar el día octavo,¡preciso es que quien me lea comprenda la terriblesituación de aquellos hombres! Al llegarel día octavo se dejó oír un murmullo espantoso,voz siniestra de la desesperación, en el quecada uno reconocía sus propias palabras en laspalabras de su camarada. Tales palabras hablabande carne y sangre humanas, y se preguntabanquién de entre ellos serviría para mantenera los demás. Más como ninguno estaba dis-


puesto a sacrificarse fue preciso recurrir a lasuerte. Se escribieron los nombres de todos enunos pequeños trozos de papel y mi pobre musase estremece al tener que confesar que porfalta de material fue preciso hacer pedazos lacarta que la hermosa doña Julia había escrito adon <strong>Juan</strong> bajo los dulces cielos de Sevilla... Latriste suerte designó como víctima al preceptorde <strong>Juan</strong>.El infeliz licenciado Pedrillo, luego degemir lastimosamente, suplicó como gracia quele sangrasen. El cirujano del navío poseía susinstrumentos, y abrió las venas del desgraciadopreceptor, el cual expiró de modo tan tranquiloy dulce, que apenas podía conocerse que ya novivía. Murió noblemente, como había vivido;tal es, al fin y al cabo, lo que hace generalmentela mayor parte de los hombres. Besó con devociónun pequeño crucifijo, estrechó la mano dedon <strong>Juan</strong> y después entregó, con verdaderagracia, su garganta y su muñeca a la lanceta del


médico. Este fue menos digno, puesto que reclamópor su trabajo el mejor trozo del cadáver;pero, instado por una sed ardiente, prefiriósaciarse con la sangre aun caliente que brotabade las venas del pobre licenciado. Todos, después,consumieron con furiosa rabia el cuerpodel pobre hombre, exceptuando a don <strong>Juan</strong>,que, habiéndose negado el día antes a alimentarsecon la carne de su perro, pensó aun menosen su hambre en tan terribles circunstancias.¿Cómo hubiera podido, fuese cual fuese la necesidaden que se hallara, clavar sus dientessacrílegos en el cadáver de un honrado maestroque había sido en vida su capellán y su amigo?La carne del licenciado Pedrillo pareceser que no se hallaba en buenas condiciones,puesto que la mayoría de los que se dieron unbanquete con ella experimentaron pocas horasdespués terribles accesos de fiebre, y muchosde ellos murieron entregados a la desesperación,rechinando los dientes, aullando y en me-


dio de los accesos de una risa feroz. El númerode los náufragos quedó muy reducido por estecastigo del cielo; entre los que sobrevivieron,unos perdieron de repente la memoria, otrosenflaquecieron de modo increíble, otros sufrieronviolentos ataques de locura. Pero tambiénlos hubo capaces de unirse para organizar unsegundo asesinato, no encontrándose suficientementeadvertidos por el espectáculo espantosode la agonía de sus camaradas. Los tales pusieronsus miradas en el contramaestre, como élmás gordo de todos los que supervivían; masaparte de su firme y propia repugnancia a sufrirun destino semejante, contribuyeron a salvara este honrado navegante ciertas razonesparticulares, pues fue recordado que había estadorecientemente enfermo de fiebres malignas,y, aún más, que poseía un gracioso regalo,al que en verdad debía la vida, que le habíanhecho en secreto ciertas damas de Cádiz, quiénsabe si por suscripción general, poco tiempoantes de su partida.


Aún existían algunos restos del pobrelicenciado Pedrillo, que se consumieron coneconomía. Si alguno sentía miedo e imponíasilencio a su apetito, otros, aunque poco a pocoy de tiempo en tiempo, consumían pequeñospedazos de aquella carne; tan sólo <strong>Juan</strong> se abstuvosiempre de probarla y engañaba su hambremasticando un pedazo de suela que habíaconservado... Si la suerte de Pedrillo causahorror, preciso es recordar al noble conde Ugolín,que devoraba las cabezas de sus enemigosdespués de referir su historia muy gentilmente...La suerte, al fin, favoreció, aunque muyavaramente, a los náufragos. Pudieron pescaralgunos raros peces, con los que se alimentaronalgunos días, y, para mayor alegría y esperanza,una mañana hallaron dormida sobre untrozo de madera una especie de tortolilla deblanca pluma y pico de gavilán, a la que pudieronacercarse poco a poco y con infinitas precauciones,hasta cazarla. La tortolilla satisfizo


su hambre un día más, pero, sobre todo, les dionuevo calor y nueva esperanza, puesto que elhecho de su presencia en el mar indicaba, indudablemente,la proximidad de la tierra.Fue al amanecer del día siguientecuando hallaron sus ojos, en la lejanía, el perfilde unas costas, que se hacían más fáciles dédistinguir a medida que se iban acercando.¡Vedlos a todos sobre la cubierta de su débillancha, perdidos en conjeturas, sonrientes, ansiosos,ignorando en qué lugar del globo seencontraban! Los unos decían que las costaspertenecían a la isla de Gandía, los otros hablabande Chipre o de Rodas, uno afirmaba que setrataba del Monte Etna... La corriente los empujabasiempre hacia la costa consoladora. La lancha,semejante a la barca de Carón para cualquieraque hubiera podido contemplar los descarnadosy pálidos espectros que transportaba,estaba ya sólo ocupada por cuatro hombres, yde tal modo la sed, el hambre, la fatiga, la de-


sesperación los había extenuado y desfigurado,que una madre no hubiera podido distinguir asu propio hijo entre aquellos cuatro esqueletosvivientes... Conforme se acercaban hallabanmás salvaje y aparentemente inhabitada aquellatierra; pero tenían tal ansia de ella que continuarondurante el día abandonándose a la corriente.Al anochecer llegaron ante unos durosrompientes de rocas oscuras, con las que chocóviolentamente la lancha. <strong>Don</strong> <strong>Juan</strong>, hábil nadadordesde su infancia, hubo de recurrir a todassus energías para llegar a la playa antes de quela noche cerrase por completo, y con horribleamargura presenció cómo un tiburón que lesseguía terminó con la vida de uno de sus compañeros;los otros dos se ahogaron faltos defuerzas. Y así don <strong>Juan</strong> fue el único que consiguióllegar a la plaza.Quedó tendido a la entrada de unagruta abierta en las rocas, exhausto e infinitamentetriste, pues conservaba bastante vida aún


para comprender sus males y darse cuenta deque quizá sería en vano haber podido escapardel naufragio... Ensayó a alzarse en pie, pormedio de un largo y penoso esfuerzo, pero llegóa doblarse sobre sus rodillas ensangrentadasy sus destrozadas manos; sus ojos se turbaron,un vértigo se apoderó de su cerebro, y cayósobre la arena cuan largo era. Parecido a unamarchita flor de lis, su joven cuerpo, destrozadoy pálido, conservaba aún emocionantes huellasde su hermosura y de la armoniosa y agradablelínea de sus formas.***<strong>Juan</strong> no podrá nunca saber cuántotiempo duró su desmayo. Cuando abrió los ojosy, poco a poco, fue tornando a sentirse vivo, suvista, atravesando densas y movibles nubes quela oscurecían, contempló junto a él la hermosafigura de una joven desconocida. Aquella jovense hallaba inclinada sobre él, y parecía como si


su jugosa y encendida boca quisiera averiguar,juntándose con la suya, si don <strong>Juan</strong> respirabatodavía. El calor suave de una de las manos deella acabó de probar a nuestro héroe que aúnestaba vivo. La hermosa joven humedecía sussienes y las frotaba suavemente para provocarla circulación de la sangre en sus venas, cuandoun débil suspiro de don <strong>Juan</strong> la hizo conocer, alfin, el buen resultado de sus cuidados y de sutierna solicitud.Auxiliado por otra joven, aunque menoshermosa que ella y de facciones no tan delicadas,la primera transportó a don <strong>Juan</strong> al interiorde la gruta y encendió fuego. Cuando lasllamas extendieron una brillante claridad bajolas bóvedas desconocidas por los rayos del sol,la primera de aquellas muchachas se manifestóen todo el noble y hermoso resplandor de subelleza. Su estatura era más bien alta para unamujer, y en su fisonomía y actitudes se advertíaun cierto aire de autoridad incomparable. Su


frente estaba adornada con alhajas de oro quebrillaban sobre el ébano de su cabellera, la cualdescendía en suaves bucles casi hasta sus pies.Sus ojos, todavía más negros que sus cabellos,parecían ocultarse tras la sombra de largas yhermosísimas pestañas. He aquí los ojos quecausan las heridas más profundas; las miradasrepentinas que dejan escapar atraviesan nuestrocorazón más fácilmente que una flecha arrojadapor una diestra mano. Del mismo modo,una serpiente extiende de repente sus largosanillos, escondida bajo la hierba, y nos hacesentir a un mismo tiempo su fuerza y su veneno.La frente de la joven tenía la blancura de lanieve, y los colores de sus mejillas recordabanesas luces de la tarde que el sol, al desapareceren horizonte, tiñe de un dulce tono rosa. Suslabios de coral... ¡labios hechiceros que nos costáistantos suspiros...! hubieran podido servirde modelo entre todos los labios de mujer de latierra... Tal era la "señora de la gruta". Sus vestidosestaban hechos de un finísimo tejido y el


oro y las piedras preciosas brillaban con profusiónen sus manos, entre los encajes, en su cintura.Sus piernas se lucían desnudas y sus pequeñospies, blancos como la nieve, se hallabanencerrados en unos zapatos de linda piel salpicadade diamantes...Tan hermosa joven no era una princesadisfrazada, sino la hija única de un viejo quehabitaba la isla. Este hombre había sido pescadoren su juventud, pero al presente otras atencionesle atraían a recorrer los mares: especulacionesciertamente menos honrosas que la pesca.El contrabando y la piratería le habíanhecho propietario de un millón de duros, bastantemal adquiridos por cierto. Y la hermosísimamuchacha era por ello la más rica herederade todas las islas. Tales islas eran las Cicladas,en una de las cuales se hallaba ahora nuestrohéroe. En ella había construido el padre dela hermosa Haida una suntuosa casa y en ellavivía en una dichosa comodidad. ¡Dios sabe el


oro que habría robado y la sangre que habríaderramado! Era griego de origen, de bastanteedad, y poseía un carácter triste y fuerte. Su ricacasa era un edificio espacioso y claro, lleno deesculturas, de cuadros y de dorados, al gustooriental.Haida era tan hermosa que toda su dotecarecía de valor en comparación con su sonrisa.Se criaba en su casa como una hermosa plantaen su jardín; a los dieciseis años ya se habíanegado a varios amantes, mostrando de estamanera la firme voluntad de su alma hacia elverdadero amor. Paseando por la playa a lapuesta del sol, había encontrado a don <strong>Juan</strong>sobre la arena, sin movimiento y casi muerto dehambre y fatiga. Compadecida de su estado ysu belleza, se decidió a salvarle; pero, para evitarque el alma codiciosa de su padre quisieracomerciar con el náufrago curándole las heridasy vendiéndole después como esclavo, concibióla idea de depositar por el momento a don <strong>Juan</strong>


en el interior de la gruta. El bien produce placersiempre al que lo ejecuta, y Haida hubo de alegrarsemucho de su decisión de salvar al extranjerodesconocido cuando éste abrió los ojosal volver a la vida. Esos ojos negros aumentaronde tal modo su compasión que, si la cosa lafuera hacedera, habría abierto a don <strong>Juan</strong> laspuertas del paraíso.Haida, ayudada por su fiel sirvienteZoé, colocó a don <strong>Juan</strong> sobre una cama de pielesy lo cubrió con su propio capote bordado,rogándole que descansara tranquilamente yprometiéndole visitarle al rayar el día próximopara llevarle alimentos.Cuando llegó la mañana, Haida, quehabía pasado muy intranquila la noche, bajó ala gruta: el sol recién nacido la envolvía con susrosados fuegos y la amable aurora, teniéndolapor una hermana suya, derramaba su dulcerocío sobre sus hermosos labios. Entró en la


gruta, tímida y apresurada a un mismo tiempo;vio que <strong>Juan</strong> dormía pacíficamente, como unniño; se detuvo absorta de admiración ante él,y, luego, se adelantó de puntillas y cubrió cuidadosamentesu cuerpo, temiendoque el airefrío del amanecer helase sus adormecidosmiembros. Silenciosa e inmóvil se inclinó sobresu rostro y lo contempló lentamente aspirandoel suave aliento que se escapaba de sus labios.Al fin, tras largo rato de contemplacióny espera, don <strong>Juan</strong> abrió sus grandes ojos sorprendidos,hallando frente a él el hermoso rostrode Haida. Entonces se incorporó sobre unode sus brazos y miró lentamente a la bella joven,sobre cuyas mejillas se disputaban la preferenciael carmín de la rosa y la limpia palidezdel lirio. Haida, en ese momento, habló a don<strong>Juan</strong>, y sus palabras no fueron más elocuentesque el fuego de sus ojos. Le explicó en griegolas peripecias de su salvación y le rogó cariñosamenteque tomara algún alimento.


<strong>Don</strong> <strong>Juan</strong> no pudo comprender una solapalabra de su discurso, pero la voz de Haidaparecía el gorjeo de un pájaro, tan tierno, delicadoy sencillo, que él nunca había escuchadouna música tan dulce y patética. Contemplaba ala joven como aquél que ha soñado el lejanosonido de un órgano y que duda al despertar sitodavía sueña... Salió por fin de su éxtasis, graciasa su apetito. Los amables olores del almuerzopreparado por Zoé obraron seguramentesobre sus sentidos, así como la vista dela llama ante la que guisaba la sirviente... Despuésde comer, don <strong>Juan</strong> arrojó al fuego susropas destrozadas y se vistió un traje completode griego que las dos jóvenes habían llevado ala gruta. Haida se puso entonces a parlotear.<strong>Juan</strong> no comprendía una palabra, pero escuchabaatentamente. Cuando Haida comprendióque don <strong>Juan</strong> no la entendía, recurrió a los gestos,a las señas, a las sonrisas, leyendo en elrostro de él la respuesta que deseaba... Y en


verdad que es delicioso aprender una lenguaextraña a través de los ojos y los labios de unamujer hermosa. Entendámonos: en verdad quelo es cuando maestra y discípulo son jóvenes ybellos. Una linda mujer os sonríe tan tiernamentecuando decís una palabra bien dicha, ocuando la decís mal, que nada es comparable asus lecciones. A ellas sigue un dulce apretón demanos, y quizá hasta un casto beso, algunasveces... Lo poco que yo sé de algunas lenguasextranjeras se lo debo a ese método... Ved a don<strong>Juan</strong> adelantar en el conocimiento del griego yved cómo, al mismo tiempo, conoce que sehalla invadido por un sentimiento tan universalcomo el sol y tan imposible de esconder en laintimidad secreta del corazón como la mismaalegría... Se sintió enamorado de Haida... Confesadque a vosotros os hubiera ocurrido exactamenteigual... El amor le entró a <strong>Juan</strong> como leentra a todo el mundo.


Todos los días, al rayar la aurora, locual parecía excesivamente madrugador para<strong>Juan</strong>, que gustaba de dormir hasta avanzada lamañana, Haida iba a la gruta, pero era solamentepor contemplar el sueño de su amigo.Levantaba los bucles de sus cabellos con unamano tan cuidadosa que no le despertaba, y sucabeza permanecía silenciosamente inclinadasobre las mejillas de <strong>Juan</strong>, semejante a un céfiroque se detiene sobre un lecho de rosas.Cada día, el rostro de don <strong>Juan</strong> demostrabamás claramente el restablecimiento de susalud, primera necesidad del hombre y esenciamisma del verdadero amor. La salud y la ociosidadson para la pasión lo que el aceite y lapólvora para el fuego, y por ellas, así como porCeres y Baco, el amor vive. Venus dejaría muypronto de parecer bella y terrible sin todos esoselementos. Pero, en tanto las cosas sean comoson en este pícaro mundo, mientras la tal Venusocupa nuestro corazón, Ceres nos ofrece una


excelente sopa, puesto que un amante de carney hueso tiene necesidad de reponerse, y Bacoderrama los chorros de su divino néctar sobrenuestra mesa. Una buena jalea de huevos y unacopiosa ración de ostras son cosas muy favorablesa los que se ocupan en los dulces juegos deCitera. Pan y Neptuno son, allá arriba, los proveedoresde los dioses.Cuando <strong>Juan</strong> se despertaba hallabasiempre prontos muy buenos manjares. Tomabaun baño, se desayunaba, y admiraba loshermosos ojos que habían hecho nacer el amoren su corazón. Haida era tan inocente, y ambostan jóvenes, que el baño no tenía para ningunode los dos reparo alguno que le privase de gracia.<strong>Juan</strong> era, a los ojos de la joven griega, aquelser que sus deseos esperaban hacía ya algúntiempo, y que se le había aparecido en sueños.Un mortal que ella había de hacer dichoso, destinadoa su amor y a crear con ella la mutuafelicidad de ambos... Aquel que quiera conocer


los verdaderos placeres es necesario que tomeparte decidida en ellos, y así, la dicha deberíaestar representada por dos gemelos... ¡Era tandulce para Haida la sola contemplación de<strong>Juan</strong>! Se doblaba, y aun se multiplicaba el encantode la existencia, la contemplación de lanaturaleza, cuando se sentía temblar bajo sumirada, o cuando contemplaba su sueño... Vivirpara siempre con él le parecía a ella una felicidadtan perfecta, que casi no se atrevía a esperarla,y la idea de una separación la hacía temblar...<strong>Juan</strong> era su tesoro, salvado del Océano yarrojado a la playa como el rico despojo de unnaufragio... Era su primero y último amor.***Un mes transcurrió de esta manera. Lahermosa Haida visitaba todos los días a suamigo, tomando precauciones tan severas paraello, que éste permaneció ignorado de todos ensu gruta de las rocas. Como el padre de Haida


se hallaba viajando, la hermosa joven podíadisponer de su libertad enteramente... Yo lacomparo a las señoras casadas de nuestros cristianospaíses conocidos que, como se sabe, noestán vigiladas jamás... Haida aprovechó sulibertad, como es natural, para prolongar susvisitas y sus conversaciones con don <strong>Juan</strong>. Pasabanjuntos horas enteras y solían dar largospaseos al anochecer, en ese inexpresable instantede absoluta belleza en que la isla se sumergíaen dos aureolas de luz diferentes: la del sol, quese hundía en el mar por Poniente, y la de laluna, que se elevaba del lado contrario sobre lasaguas.Junto a Haida, don <strong>Juan</strong> se sentía feliz.Contemplaban ambos la espuma que las olasabandonaban sobre la arena al retirarse. Unaespuma semejante a la que corona una copa dechampaña llena hasta los bordes...


¡Lluvia benéfica que reanimas nuestrossentidos, pocas cosas son superiores a ti, vinomaravilloso! Que se predique todo lo que sequiera, puesto que se predica inútilmente. Honremosa Baco, al amor y a la alegría, y mañanairemos al sermón y a la casa del señor boticario.Puesto que el hombre es razonable, necesarioresulta que se embriague, ya que los momentosde la embriaguez son los mejores de la vida. Lagloria, el vino, el amor y el dinero: he ahí losgozos en los que se congregan las esperanzasde todos los hombres y de todos los pueblos.Mirad el jugo del árbol de la vida; sin él, susramas, tan fértiles algunas veces, apareceríanpocas y marchitas. Pero, os lo repito, bebedhasta embriagaros, que, si luego despertáis condolor de cabeza, fácil es saber lo que debéishacer... Tirad de la campanilla, decid a vuestroayuda de cámara que vaya a buscar vino delRhin y agua de soda. Experimentaréis un placerdigno de Jerjes, aquel gran rey. Ni el sorbeteexquisito, ni la espuma del vino de los postres,


ni el vino de Borgoña, con su chorro purpúreo,tras las fatigas de un viaje, la breve angustia delfastidio, el cansancio del amor, pueden compararsea la bebida del vino del Rhin y el agua desoda...***La orilla del mar... Yo creo que la arenaondularía suavemente; que las olas dulces ytranquilas se acostarían sobre ella; que un profundosilencio reinaría a lo lejos, interrumpidosolamente por el agudo grito de un pájaro nocturno,el salto de un delfín en el agua o el rumorde una ola deseosa de libertarse de la prisiónde una roca... <strong>Juan</strong> y su amiga andaríanerrantes sobre la playa. Sería la hora más dulcedel día y de la noche, cuando el disco del sol sesumerge en las azuladas colinas del mar y laluna naciente parece la única diadema de laobscuridad. Los dos amantes andarían, cogidosde la mano, a lo largo de las abiertas playas de


la isla. Hallarían una gruta de inexpresable bellezay misterio. Descansarían en ella, muy juntos,contemplando el admirable cuadro del crepúsculo....Sí; admiraron el cielo suspendido sobresus cabezas y el inmenso mar ondulante; escucharonel murmullo del agua y los suspiros dela brisa de la noche. De improviso, sus ojos seencontraron, sus labios se acercaron, y se reunieronpor medio de un beso. Fue un besoprolongado lleno del ardor de los primerosfuegos de la juventud y del amor; un beso quesólo pertenece a los primeros días de nuestrasnacientes agitaciones, cuando la sangre circulacomo la lava devoradora en el interior de nuestrasvenas y cuando el contacto de los labioscon los del objeto amado conmueve el corazóny lo arrebata en un largo éxtasis.Estaban solos, pero no como aquéllosque se encierran en una habitación y se imagi-


nan hallarse en soledad. El mar, el cielo, el crepúsculo,las mudas rocas, todo cuanto les rodeaba,venía a asegurarles que estaban solos enel mundo, que eran los únicos seres vivientesde la tierra. Sobre la muda playa solitaria, eran,el uno para el otro, todo el Universo. Su conversaciónse formaba, temblorosa, con frasescortadas, incompletas; pero ellos adivinabantodo lo que no se decían. Aquéllo, inmenso eincomparable, que inspira la pasión, lo manifestabanlos dos por medio de un suspiro, elmás seguro intérprete del anhelo amoroso, felicidadúnica que ha dejado a sus hijas la primeraEva culpable y desheredada.Haida no hablaba nunca de ningún escrúpulo;no hacía ningún juramento ni exigíaninguno. Jamás había oído hablar de promesasque fueran incumplidas ni de los peligros a losque se expone una amante crédula, e ignorabala perfidia de los hombres; en su sencillez, seentregaba sin sombra de temor a su amigo co-


mo una paloma inocente; y, no habiendo pensadonunca en la infidelidad, no pronunciabajamás la palabra constancia. Amaba y era amada;adoraba y era adorada. Conforme a las leyesde la naturaleza, sus dos almas se confundían.Haida, sintiendo latir el corazón de <strong>Juan</strong>contra el suyo, soñó que esto habría de sucedereternamente. ¡Ay! Eran tan jóvenes, tan hermosos,tan tiernos, y estaban tan solos, que puededecirse que después de nuestros primeros padresjamás una pareja tan perfecta ha corrido elriesgo de la condenación por el amor. Haida,tan devota como bella, había oído hablar sinduda del Purgatorio y aun del Infierno..., perose olvidó de cuanto le había sido dicho sobre lamateria..., en el momento mismo en que máshubiera debido recordarlo.Entre miradas llenas de fuego, el brazode Haida rodea la cabeza de <strong>Juan</strong>; el de <strong>Juan</strong> sepierde entre los rizos innumerables de los cabellosde su amiga; ella se sienta sobre las rodillas


de él; ambos aspiran recíprocamente sus suspiros,y, en esta posición, inmejorable, los dosforman el antiguo y eterno grupo de dos amantesmedio desnudos reunidos por el amor y lanaturaleza... Cuando pasaron estos momentosde delirio, <strong>Juan</strong> se quedó dormido sobre el pechode su tierna amiga y ella vigiló dulcementesu sueño, pensando, sin temor y sin tristeza, entodo cuanto acababa de conceder y en todo loque concedería todavía.Un niño que admira la luz o que toma elpecho de su madre; un fanático a la vista de unenemigo vencido; un árabe ofreciendo hospitalidada un extranjero; un navegante pirata apoderándosede una rica presa; un avaro llenandosu arca, experimentan alegría, pero nada haycomparable a la dicha de aquéllos que contemplanel plácido sueño de la persona que aman.La soledad, la noche, el mar, el estrellado cielotransido de luna, el amor, llenaban el alma deHaida de un sentimiento que no puede expli-


carse. Allí, en medio de la arenosa playa, juntoa las áridas rocas oscuras, se sentía dichosa dehaber creado por sí misma, en unión de suamante, un verdadero Edén, en el que nadapodía venir a turbar su ternura y cuyos solostestigos eran las estrellas del alto firmamento...He aquí la noble y bella historia: una gruta fuesu cama nupcial, el dios de la soledad consagrósu encuentro, el mar fue su testigo, y fueronesposos; ¡dichosos sin duda, ya que cada unoera el ángel del otro y aquella playa su Paraíso!Pero, <strong>Juan</strong>, ¿olvidaría también? Habíaolvidado, ya una vez, a Julia. ¿Debió olvidarlatan pronto? La pregunta me embaraza y entristece,lo confieso. Es, sin duda, doloroso reconocerque somos demasiado sensibles a los atractivosde todos los nuevos rostros que llegan atentarnos.¡Amor!, tú, cuyo favorito fue el granCésar; Tito, el señor; Antonio, el esclavo; Hora-


cio y Cátulo, los discípulos; Ovidio, el preceptor,y Safo... ¿qué diré de Safo?; que todos aquellosque quieran concluir su vida se arrojen entu tumba.Tú eres el dios del mal, porque, despuésde todo, no podemos llamarte diablo. Túte complaces en hacer precario el casto lazo delmatrimonio, y tú ultrajas, riéndote, la noblefrente de los más ilustres mortales. César yPompeyo, Belisario y Mahoma, han dado unamusa propia a la historia humana; su vida y susaventuras no se parecen mucho, y jamás seofrecerán a la admiración de la posteridadnombres semejantes..., pero estos cuatro grandeshombres tuvieron la particularidad de serlos cuatro héroes, conquistadores y cornudos.Tú haces de los filósofos verdaderos materialistas,como Epicuro y Arístipo, como aquel sabiorey Sardanápalo, para quien toda verdad estabaen este lema: "Come, bebe y haz el amor; ¿quéimporta todo lo demás?"


¡Ay!, el amor es para las mujeres unacosa deliciosa y temible al mismo tiempo, porquejuegan a este dado engañoso todo lo quetienen, y, si se vuelve contra ellas, la vida ya notiene que ofrecerles sino la memoria cruel de supasado... Pero su venganza, entonces, es comola del tigre: pronta, mortal y sin remedio. Hábilesen el disimulo, sus corazones desolados, trasechar de menos al ídolo querido, buscan un ricovoluptuoso que las compre a título de esposas,y así resulta que su vida acaba transformándoseen todo lo que sigue: un amante infiel, unmarido nada grato, otro amante sólo elegidopara el placer de la venganza, la distracción delos adornos, la calidad de madre, acaso, la devocióncuando ya son viejas y..., todo quedaconcluido... Esta toma nuevo amante, aquéllaprefiere una botella, la de más allá corre trasdisipaciones del gran mundo. Y hasta las hayque se van con un nuevo seductor, con lo queno hacen sino cambiar de penas y perder todas


las ventajas de la virtud disimulada. En fin,para dar total idea de sus variables tipos, yodiré que he conocido más de una, sumamentetraviesa dentro de su casa, que en seguida seponía tristona y escribía una novela sentimental.El corazón es, como el horizonte, unaparte del cielo; pero, como el horizonte, cambiaigualmente noche y día. Tan pronto las nubes ylos truenos lo recorren, la destrucción y las tinieblasse apoderan de él; pero cuando los fuegosde la tempestad lo han surcado y abierto, sepierde en lluvias. De tal modo es como los ojosderraman la sangre del corazón cambiada enlágrimas. Al fin y al cabo, esto es lo que hace elclima inglés de nuestras vidas.Sin extenderse más sobre esta anatomía,suelto mi pluma, hago al buen lector una cortesía,y dejo a don <strong>Juan</strong> y Haida el cuidado de


pleitear, por ellos y por mí, acerca de sus propiossentimientos.SEGUNDA PARTERecordamos a don <strong>Juan</strong> dormido sobreel encantador y amable seno hermoso que leservía de almohada, velado su sueño por doslindos ojos que no conocían las lágrimas, y queridode un tierno corazón demasiado entregadoa su felicidad para conocer los efectos del venenoque ya se derramaba dentro de él. El cruelenemigo de la tranquilidad humana había asestadosus tiros a la inocencia misma y amenazabaconvertir en raudal de lágrimas la más preciosasangre.¡Oh, amor! ¿Por qué en este desgraciadomundo cambias tan duramente el dulce donde ser amado? ¡Ah! ¿Por qué has introducidoen el jardín amable de tus delicias las hojas del


ciprés? ¿Por qué te vales de un suspiro como elmejor intérprete de tus sensaciones? Semejantea aquéllos que, para gozar el perfume de lasflores, las cortan y ponen sobre su seno, sinpensar que en él habrán de marchitarse, asícolocamos en nuestro corazón los frágiles corazonesque adoramos, para verlos luego perecer.En la primera pasión de su vida la mujerama a su amante; en las demás pasionesama tan sólo al amor. El amor se convierte paraella en un hábito que le es imposible abandonar;cual un vestido que siempre le estuvierabien; como un guante flexible que se ajustaraperfectamente a sus manos. No sé en quiénestará la falta, pero lo que hay de seguro es quela mujer que haya gustado los placeres delamor, si no se hace beata, gusta de ser cortejadanecesariamente, según las reglas que exige ladecencia. No hay duda posible: dado el primerpaso, el corazón femenino se dedica en lo sucesivoa la misma dulce agonía. Algunas, según


parece, no amaron ni la primera vez; pero lasque amaron no se contentarán con aquel primeramor solamente. Y triste cosa es ver que elamor y el matrimonio no llegan a juntarse sinomuy raras veces, siendo así que el uno es unaconsecuencia del otro, que el casamiento nacedel amor, como del vino nace el vinagre. Porquees cierto que ésta es una bebida desagradable,agriada por el tiempo.<strong>Juan</strong> y Haida no fueron matrimonio,pero esto es cuenta de ellos, y no estaría bienque el casto lector me reprendiera a mí porqueno lo fueran. No obstante, eran felices. Felicesen su misma inocencia. Mas eran también cadavez más imprudentes. Haida olvidó que la islapertenecía a su padre. Iba a menudo a ver adon <strong>Juan</strong>, y apenas se separaba de él en tanto elpirata cruzaba los mares.***


La vuelta del buen viejo se había retardadoa causa de los vientos, las olas y, en especial,por unas presas importantes que hubo quehacer. La esperanza de un nuevo botín le reteníaaún sobre los mares. Pero, de todos modos,un día, el padre de Haida, se decidió a volver.Preparó, entre las mil maravillosas cosas adquiridasen su piratería, un hermoso regalo para suhija. Telas francesas, encajes, loza fina, un perroholandés, un mono, dos loros, una gata de Persiacon su cría y un perrito faldero que habíapertenecido a un inglés que murió sobre lascostas de Francia; todo ello constituía sus presentes.Dispuesto ya todo en sus buques corsarioscon el mejor arreglo, ordenó que su propiobarco almirante tomara rumbo hacia la isla. Aella llegó, sin que nadie lo esperase, prontamente.Desembarcó, y después de dirigir a lamarinería las recomendaciones del caso, atravesóla playa y subió por la pendiente de unacolina que dominaba la explanada, en la que


esaltaban a la luz del sol las blancas paredesde su casa.Nadie lo esperaba, y así las emocionessiempre singulares que ocupan el corazón delos viajeros al retorno a su hogar, palpitaban enel suyo con especial fuerza. Lambro, que así sellamaba el anciano, contempló con alegría elpaisaje familiar, y miró con ternura el humoque partía hacia los cielos desde la chimenea desu casa.Después de largos viajes por tierra omar, la vuelta inspira siempre sentimientosparecidos. En una familia donde hay mujeres,los hombres no pueden dejar de sentir al regresocierta inquietud. (Nadie estima y admiramás que yo al bello sexo, pero aborrezco la lisonja.)En la ausencia de los maridos, las mujeresse presentan más finas; en ausencia de lospadres, las jóvenes suelen también hacerlo. Unhombre honrado puede muy bien a su vuelta


sentir la ausencia de la felicidad de Ulises. Notodas las mujeres solitarias gimen por sus espososni muestran el disgusto de Penélope a lascaricias de los pretendientes. El hombre másquerido se ve en peligro de encontrar al volveruna elegante urna consagrada a su memoria. Sies soltero, su prometida, probablemente, casódurante su ausencia con algún rico avaro, encuyo caso aquél puede llegar a ser dichoso...A medida que Lambro se aproximaba asu palacio, se vio sorprendido por un rumor demúsicas, cuyo motivo no supo comprender.Conforme avanzaba percibía más claramente laarmonía de una orquesta, y ese ruido característicode las fiestas y los banquetes, en el quese mezclan los murmullos, las risas, el chocardel vidrio y de la loza. En el amplio salón delvestíbulo encontró una verdadera multitud desus súbditos sentada a una larga mesa exquisitamenteadornada e iniciando un banquete.Otros escuchaban de pie la música de una or-


questa invisible, y aun otros danzaban a su ritmo.La alegría era general, los manjares de diversasclases, los frascos de exquisitos vinos deSamos, los sorbetes de todos los estilos, los licores,los aromáticos pebeteros, enriquecían lalarga mesa.Lambro, hombre duro, frío y de pocaspalabras, extendió su mirada por la amplíahabitación deseando sorprender la imagen desu hija Haida, tanto con el deseo de abrazarlacomo con la esperanza de hallar en las palabrasde ella la explicación de tan inesperada fiesta,que acaso suponía motivada por su regreso,aunque de él no hubiera anticipado la menornoticia. Mas la bella Haida no se hallaba en laestancia, y, lamentablemente, uno de los esclavos,al conocer a su amo, vino a arrojarse a susplantas profiriendo exclamaciones mezcladascon gritos de alegría, por las que el viejo piratasoberano de la isla vino a conocer que en ella sele daba por muerto, y que el festín que presen-


ciaba era uno de los festejos organizados por suhija para celebrar su ascensión a la heredadasoberanía.Lambro, aunque extrañado, no se enfadó,e imaginó ingenuamente el proceso deacontecimientos que su supuesta muerte habíaproducido en la isla. Supuso que durante muchosdías su casa se vestiría de luto, y el dolorde Haida sería incontenible. Adivinó que, conel transcurso del tiempo, el duelo habría idocediendo y los ojos y las gargantas de sus gentesque tanto le amaban se habrían al fin secado;que el buen color tornaría a animar las mejillasde la hermosa Haida, las lágrimas habríandesaparecido de sus bellos ojos, y que ya, porfin, con alegría no exenta de penosos recuerdos,la casa se gobernaba bajo sus órdenes... Perouna frase del esclavo le llenó de inquietud y surostro adquirió momentáneamente un sombríoaspecto: "Nuestro antiguo amo, creíamos todosque había muerto", dijo el esclavo, y ahora


vuelve... "Nuestra ama... O mejor dicho, nuestronuevo amo..." Lambro no escuchó más.Atravesó rápidamente el amplísimo vestíbulo,y por una puerta que le era bien conocida entróen el salón de su hija, a cuyo fondo se abría sucuarto de descanso y desde el que se contemplabanlas hermosas pieles de su lecho. Semiescondidos,tras unas columnas, vio a Haida ydon <strong>Juan</strong> sentados ante una magnífica mesa demarfil ricamente servida. Una tropa de esclavosles rodeaba, y por todas partes resplandecíanlas pedrerías, el oro, la plata, el nácar, las perlasy los corales. Cerca de cien platos se servían eneste íntimo banquete. La sala estaba adornadacon tapices de terciopelo. Haida y su amantetenían a sus pies una riquísima alfombra deraso carmesí y se hallaban indolentementetumbados sobre un blando sofá que ocupabatoda la amplia cabecera de la mesa. Lambropudo ver claramente a su hija, cuyo hermoso yatrevido vestido confundía sobre su seno losdelicados matices del azul, el blanco y el rosa,


velados por el fino lienzo de su camisa, a cuyotravés se percibía un ligero movimiento de elevacióny abatimiento semejante al de una blandaola. Iba cubierta de refulgentes joyas y llevaba,como heredera soberana de la isla y susdominios, un gran anillo de oro en la piernadesnuda. Las ondas de su larga, negrísima yhermosa cabellera, como un torrente de los Alpesiluminado por los rayos de la aurora, descendíansobre sus hombros. Esparcía Haida entorno suyo una incontenible atmósfera de viday alegría. Sus miradas parecían comunicar alaire una inexpresable suavidad y sus ojos eranlos más dulces, celestiales, castos y amorosos decuantos se hayan abierto jamás en la tierra.La actitud de Haida y del hombre, desconocidopara Lambro, que la acompañaba, nonecesitaba ser explicada, y el viejo pirata tuvobastante con contemplar a la pareja breves instantespara comprender totalmente la clase deamor y de intimidad de esposos que a ambos


les unía. El viejo navegante, que había recorridoel mundo, tuvo así la ruda sensación de comprobarinesperadamente el pecado de su hija.En Francia, por ejemplo, hubiese compuestoeste Lambro, francés, una canción alegre ycomprensiva con aquel argumento. En Inglaterra,un poema en seis cantos, pleno de consecuenciasfilosóficas llenas de melancolía. EnEspaña, una balada o un romance sobre la últimaguerra. En Alemania hubiera recurrido aGoethe. En Italia hubiese escrito el mismopoema en tercetos clásicos. En la misma Greciahubiese cantado un himno lleno de vida. PeroLambro, aunque griego, era un pirata de almaviolenta y exigente y vivía hacía años en la secasoledad de su isla o sobre los procelosos mares.En consecuencia, no se manifestó poéticamente.<strong>Don</strong> <strong>Juan</strong> y su amada se hallaban entregadosa la dulce saciedad de sus corazones,ignorantes de la espléndida mesa, los manjares,las luces y los criados que les rodeaban. Deseo-


sos de permanecer absolutamente solos, ordenarona éstos que abandonaran la. sala y, desconocedoresde la presencia de Lambro, escondidotras las columnas, se dirigieron hacia ellecho. Haida y <strong>Juan</strong> pensaban en aquellos momentosque los cielos, la tierra, el mar, el aireestaban exclusivamente hechos para ellos, yveían resplandecer en sus ojos todas esas bellezasde la vida, junto a la alegría, que brillabacomo un diamante, y sabían que tanto brillo ytanto resplandor no eran más que el últimosecreto de sus propios ojos entregados a laamante contemplación mutua. Los tiernosabrazos, el estremecimiento de sus manos enlazadas,la elocuente expresión de sus miradas,tales eran, con la más envidiable intimidad, losentretenimientos y placeres de aquellos doshermosos jóvenes que no parecían sino dosniños, y que hubieran permanecido siéndolohasta su postrer día. Desde el lecho, unidos enlánguido abrazo, contemplaban los dos la caídadel sol, aquella hora tan agradable para todos


los mortales, pero especialmente sentida paraellos, puesto que era la misma que les acompañóel primer día en que se amaron. Inesperadamente,un estremecimiento repentino vino ainterrumpir la embriaguez en calma gozosa desus corazones. Fue como cuando el viento rozalas trémulas cuerdas de un arpa y las hace vibrar,o como cuando curva el vuelo de una llama.Una especie de presentimiento les hizoestremecerse: <strong>Juan</strong> suspiró hondamente, y losojos de Haida dejaron correr por sus mejillasuna leve lágrima, completamente nueva paraella. Entonces él le preguntó por qué lloraba,pero Haida unió sus labios a los de <strong>Juan</strong>haciéndole callar con aquel tierno beso, quedesterró de su corazón toda tristeza. Sus pensamientos,sin embargo, estaban ambos segurosde ello y ninguno de los dos podía engañar alotro, se movían en una extraña nube. Enlazadosy con los corazones próximos, pensaron los dosque acaso deberían morir entonces. ¿Por quéno? ¿No sería aquél el mejor momento? Dema-


siado habían vivido, puesto que en sus pechoshabía nacido, crecido y alcanzado las más altascimas el amor. Ellos hubieran debido vivir invisiblesy desconocidos en el interior de los másespesos bosques, como viven los melodiososruiseñores, en vez de habitar los vastos desiertosde la sociedad, donde todo es vicio y odio...Reclinado sobre el seno de Haida, <strong>Juan</strong>se durmió con el sueño del amor. En la calma ydulzura de aquel contacto, la misma niña cerrósus ojos y tuvo un sueño. Ensoñó que estabasola a la orilla del mar, encadenada a una roca.Las olas venían hacia ella amenazantes, golpeabansu cuerpo y a veces dejaban en sus labiossu sabor acre... Sin saber cómo se hallabasalvada, corriendo ligera y angustiada sobre lahúmeda arena y las agudas rocas, cuyas aristasdestrozaban sus pies... Se hallaba luego en unacueva y sus cabellos húmedos se pegaban a lapiel de su cuerpo desnudo, produciéndola unasensación de frío inexpresable. A sus pies se


hallaba extendido <strong>Juan</strong>, sin vida, pálido comola espuma de las olas... Aquel ensueño, tan brevey extraño, le pareció a Haida toda una largavida entera, y sintió su corazón oprimido alvolver a la realidad.Fue entonces cuando Lambro, quehabía permanecido silencioso durante largashoras, salió de su escondite y avanzó con elceño fruncido y lentamente hacia los amantes.Haida volvió la cabeza y se estremeció violentamente...Lanzó un grito doloroso, que despertóa <strong>Juan</strong>, el cual, viendo la expresión del rostrode Haida ante un padre al que creía muerto, selevantó también y la sostuvo con su brazo izquierdo,en tanto que, adivinando claramenteun peligro, tomaba de la pared uno de los sablescolgados en ella.Lambro siguió avanzando lentamente.Una sonrisa desdeñosa surcó su rostro y dijo:—Al alcance de mi voz aguardan mis órdenes


mil cimitarras como ésa; deja ahí la tuya, joven;deja tu acero inútil; de poco podrá servirte.Haida retiene a <strong>Juan</strong> en sus brazos, exclamando:—<strong>Juan</strong>, es... Landro... Es mi padre.¡<strong>Juan</strong>! Arrójate como yo a sus plantas. La hermosajoven lo hizo así ella misma, y con la cabezaderribada murmuró a las plantas del viejo:—Tierno padre mío, en esta angustia de gozo yde dolor, en el momento en que beso enajenadade felicidad la extremidad de vuestra capa,¿pueden por ventura mezclarse con mi gozofilial, asombrado y dichoso de volver a veroscuando os tenía por muerto, la duda o el temor?¡Padre querido! ¡Haced de mí lo que queráis,mas perdonad a este joven!El viejo Lambro permanecía inmóvil,duro y rígido como una estatua, en medio de laestancia. Reinaba en ella una calma absoluta, y


la mirada de él manifestaba total serenidad,pero también toda falta de sentimiento. Mirólargamente a su hija. Después miró a don <strong>Juan</strong>,notando que éste que conservaba e1 acero en sumano derecha, se hallaba dispuesto a combatir:—Joven arroja ese sable a mis pies —dijo elanciano. <strong>Juan</strong> respondió: —Nunca, mientras mibrazo esté libre y desconozca vuestras intenciones.Entonces Lambro sacó de su cinto unapistola y, con la misma tranquilidad con quehasta ese momento se había comportado, lacargó y después la alzó en el aire, apuntando alpecho de don <strong>Juan</strong>. Entonces Haida se alzó delsuelo y se colocó con ademán trágico ante laboca del arma de su padre: —Hiérame a mísola la muerte... ¡Yo soy la única culpable...! Noha buscado él, padre, estas playas, a donde sólola casualidad le condujo. Le amo y moriré conél. Conocía yo vuestro carácter inflexible; conocedvos ahora el de vuestra hija.


<strong>Don</strong> <strong>Juan</strong> miraba a ambos, tan próximosuno a otro, y se sorprendía de su extraordinariasemejanza. Una misma expresión animabasu fisonomía, feroz y serena, sólo con unaleve diferencia en el temblor de la llama quearrojaban sus grandes ojos negros. Contemplándolos,pudo notar don <strong>Juan</strong> que una tormentase debatía en el interior de Lambro yhasta que éste vacilaba un momento. Bajó suarma, pero de nuevo volvió a alzarla; dijo, mirandofirmemente a su hija, como si quisierapenetrar sus más profundos pensamientos: —No soy yo quien ha buscado le pérdida de eseextranjero, ni la causa de esta escena de desesperación.Debo simplemente cumplir con mideber. ¿Cómo has cumplido tú con el tuyo? Lopresente responde de lo pasado. De nuevo bajósu arma, se llevó un silbato a la boca, y apenaslo aproximó a sus labios y se escuchó su silbido,cuando se precipitaron tumultuosamente en el


aposento unos veinte piratas armados de pies acabeza, que en un segundo rodearon a Lambro.—Prended o matad a ese extranjero —gritó el viejo—.Al instante se precipitaron los piratassobre don <strong>Juan</strong>, en tanto que Haida forcejea envano entre los brazos de su padre. <strong>Don</strong> <strong>Juan</strong> sedefiende bravamente, hiere al primero de susatacantes en el hombro derecho, rasga la caradel segundo de ellos; pero el tercero, antiguosoldado, lleno de sangre fría recibe todos losgolpes en su sable y dirige también los suyos,que en un momento <strong>Juan</strong> queda tendido a suspies, dejando correr la sangre de sus venas comode un doble arroyo, de dos anchas heridas,una en el brazo izquierdo y la otra en la cabeza.Encadenáronle entonces en el mismositio donde había caído y fue llevado en seguidafuera del aposento. Arrastráronle hasta una


lancha y en ella fue conducido a uno de los navíosanclados en la bahía, donde fue confiado ala guardia pirata, la cual lo encerró en la bodega.Ved, pues, un hidalgo español, rico en bienesde fortuna, buen mozo, joven, que un momentoantes vivía en el gozo de los presentesmás bellos del amor, y que ahora se encuentra,cuando menos podía esperarlo, embarcado derepente, herido, cargado de cadenas, incapaz detodo movimiento y ante la amenaza de un pavorosoporvenir..., y todo porque una dama seenamoró de él.En cuanto a la bella Haida... No era éstauna de esas mujeres que lloran, se derriten ensus propias lágrimas y acaban por ceder, vencidas,cuando se ven estrechadas por todas partes.Su madre había nacido en Fez y era morade estirpe; lo cual imprimía a Haida el selloespecial de un temperamento fuerte. El Áfricapertenece toda entera al sol: sus habitantes sonde fuego, como sus arenas. Si bien el dulce livo


derrama allí su perfumado tesoro y las mieses,las flores y las frutas cubren la tierra, allí tambiénarraigan los árboles ponzoñosos, los rugidosdel león turban el silencio de la noche y losvastos desiertos insondables abrasan a loshombres y a los camellos o, levantando susarenas, sepultan a las infortunadas caravanas.Enérgica, lo mismo para el bien que parael mal, ardiente desde su niñez, la sangremorisca de Haida vive bajo la influencia delastro omnipotente lo mismo que la tierra de supatria materna. La belleza y el amor fueron ladote de su madre, y así los grandes ojos de labella amante de don <strong>Juan</strong> expresan y demuestrantodas las pasiones que dentro de ella anidan,aunque éstas se hallen adormecidas, comoun león junto a una fuente. El único ser en elque nuestra bella ha fijado sus miradas es <strong>Juan</strong>su adorado amigo, y la última vez que sus ojoslo han contemplado se hallaba él ensangrentado,derribado y vencido. Ella lo ve, y por un


momento su sangre mora se rebela y alza, peromás tarde, un gemido convulso termina susangustias. Cae entonces en los brazos de supadre, como se desploma el cedro derribadopor el hacha del leñador. Se había roto una venadentro de su pecho y sus hermosos labios,suaves y bermejos, eran manchados por la sangrenegra que de ellos brotaba. Su cabeza seinclinó como un lirio fatigado por la lluvia,Lambro, aterrado, pues amaba a su hija profundamente,llama a su servidumbre a grandesvoces. La llevan a su lecho, todos con el llantoen los ojos, y la aplican cuantos cordiales, tratamientosy plantas saludables conocen... Perotodos sus cuidados fueron vanos: la vida nopodía ya conservarla para ella y la muerte estabaa punto de destruirla. Permaneció algunosdías en el mismo estado: yerta ya, pero sin queen su rostro apareciese la menor huella lívida,conservando aún sus hermosos labios sonrosados.Su joven corazón había cesado de latir,pero la muerte parecía aún hallarse ausente.


Ninguna triste señal la indicaba. No vino laputrefacción a destruir la esperanza última delos que intentaban prolongar su vida. Al contemplaraquel bello y apacible semblante, creeríaseque se hallaba dormida. La llama inmaterialdel alma animaba sus facciones, y hasta elinstante último en que hubo de ser depositadaen ella había en su rostro y en su bello cuerpoun algo misterioso y profundamente atrayenteque impedía que fuese del todo reclamada porla tierra.Pobre y hermosa Haida. Durante docedías y doce noches fue aniquilándose su vida,sin un suspiro, sin una lágrima, sin una miradaque indicase su tránsito. Su alma voló hacia elcielo y nunca pudieron saber los que la velabanel momento exacto en que ello sucedió. Murió,y no murió sola, ya que en su seno vivía ya otrogermen de vida que hubiera podido crecer undía: el hijo inocente de la madre culpable, hijoque terminó su breve existencia sin ver la luz y


que murió sin haber nacido, en la misma tumbaen que hubieran de marchitarse juntas la ramay la flor, heridas por un mismo golpe.Así vivió y murió la bellísima Haida.Quedó para siempre libre de los ataques deldolor y de la vergüenza, ya que no había nacidopara soportar durante años enteros ese pesadofardo de penas del que sólo la vejez libertaa los corazones con su frío postrero. Sus días ysus dichas fueron cortos, pero deliciosos; fuerontales, que no hubieran podido durar si sudestino hubiera sido más largo. Hoy duerme enpaz en la playa más clara de la Isla, en cuyamansión amó y fue amada tan intensamente...Aquella isla es hoy árida y desierta, sus casashan sido derribadas y sus habitantes se handispersado; no existe en ella más que la tumbade Haida y la de su severo padre, y nada recuerdaallí la morada de los mortales. Ni aunsiquiera podría saberse con exactitud el lugardonde yace aquella amante tan hermosa. Nin-


guna piedra lo señala, ninguna leyenda explicasu emplazamiento, ninguna voz hace oír el cantofúnebre que sería preciso dedicar a la bellezade las Cícladas, a no ser la resonante voz de lasolas.Su nombre, no obstante, se repite,acompañado de un suspiro, por todas las jóvenesgriegas que entonan a la luz de la luna suscantos de amor, y hasta existen viejos marinerosque entretienen las largas noches invernalesde sus navegaciones relatando la historia deLambro, a quien la naturaleza concedió el valor,tanto como a su hija la belleza. Si ella amóimprudentemente, la pérdida de la vida fuesuficientemente precio de sus actos... Haysiempre un castigo reservado para cuantos sehacen culpables. Nadie piense, pues, en huirdel peligro, porque tarde o temprano, el amores su propio vengador...


Herido, cargado de hierros, encerradoen un camarote semejante a una jaula, permaneciódon <strong>Juan</strong> muchos días y muchas noches,sin poder casi recordar con precisión lo sucedidoy sin que nadie se lo recordase. Cuando, alfin, consiguió volver a la razón, se encontrósobre el mar, navegando a seis millas por hora.Tenía ante sus ojos las playas de Ilión, que enotra ocasión diferente se hubiera conceptuadodichoso de contemplar, pero que entonces apenasconsiguieron distraer su atención con subelleza.<strong>Don</strong> <strong>Juan</strong>, a quien fue permitido enaquellos días salir de su estrecho calabozo ysubir a cubierta, se contempló a sí mismo esclavode los piratas, y sintió el profundo dolor demirar el mar en esa triste condición inhumana.Debilitado por la pérdida de sangre y apenadopor su propia suerte y la de su amada Haida,diría aún hoy, si pudiese ser preguntado, que


fueron aquéllas las horas más amargas de suvida.Vio y conoció entonces a otros cautivoscomo él, italianos de nacimiento, y la tristesuerte común los hizo a todos casi amigos. Supopor su propia voz sus aventuras, que eranbien singulares. Se trataba de una compañía decantantes, que en un viaje a la isla de Sicilia,donde debían actuar, habían sido atacados porel pirata Lambro en la travesía de Liorno yvendidos después por su empresario a bajoprecio. El bufo de la compañía fue el que relatóa <strong>Juan</strong> la curiosa historia. A pesar de saber queestaba destinado a ser tenido por simple mercancíahumana en el mercado turco, conservabaeste hombre la alegría de su ingenio, o, al menos,la de su papel. Aunque muy pequeño deestatura, tenía el aire resuelto y arrogante, ysoportaba con bastante gracia su mala fortuna,en lo que se mostraba muy diferente de la pri-


ma-donna o el tenor. He aquí su relato, en pocaspalabras:"Nuestro maquiavélico empresario, alver el bergantín del pirata, en vez de huir, seacercó a él, y trató por las buenas con su capitán.La venta fue acordada y fuimos transportadosa su barco, en desorden, sin señalar siquieranuestro salario, lo que es manifiestamenteuna mala costumbre. No nos importa demasiado,ya que, si el sultán tiene gusto por la música,muy pronto restablecerá nuestra fortuna."La prima-donna no deja de tener talento,aunque esté algo vieja, agotada por unavida de disipación intensa, y se halle siempremuy propicia a constiparse las noches que elteatro tiene poca entrada. La mujer del tenorcarece de voz, pero es muy bonita. En el últimocarnaval llamó la atención en Bolonia, privandoa más de una novia y de una señora de la dulcecompañía de su novio y esposo. Tenemos tam-


ién nuestras amables bailarínas: Niní, que ejerciendomás de una profesión, nada pierde enninguna; la Zumbona y la Pelegrini, que tambiénfueron felices en dicho carnaval, reuniendo,por lo menos, 500 buenos cequíes, pero ambasgastan tanto, que ya no les queda una blanca.Tenemos también la Grotesca, ¡qué bailarina!,que tendrá que responder un día del cuerpoy el alma de muchos hombres. En cuanto alas figurantas, son como todas las de su calaña.Hay entre ellas alguna que otra que es bonita yque puede seducir, pero las demás, apenas sondignas de un teatro de feria. Una es grande ytiesa como una pica, tiene el aire sentimental ypodría hacer carrera, pero baila sin gusto. Encuanto a los hombres, son medianos. El músicono es más que un viejo petate, y, por lo que tocaa su canto, apenas puede contarse con él paranada. La voz del tenor está echada a perder porla afectación, y en cuanto al bajo, berrea dulcemente.Es un ignorante, sin voz ni oído, que,por ser primo de la prima-donna, fue contrata-


do. No me conviene a mí extenderme sobre mipropio mérito, porque, aunque joven, conozco,caballero, que tenéis un aire de persona que haviajado mucho y no puede ser para vos la óperauna cosa nueva. ¿Habéis oído hablar de Racocauti?Soy yo mismo, y os aseguro que podrállegar un tiempo en que me oigáis cantar...Había casi olvidado a nuestro barítono, muchachoamable, pero henchido de amor propio;gracioso en sus ademanes, pero ignorante hastamás no poder. Su voz tiene apenas extensión ycarece de toda dulzura. Siempre se queja de susuerte, pero, si he de decir la verdad, apenassirve para cantar baladas en la calle. En los papelesde enamorado, con objeto de manifestarmás la pasión, como no puede mostrar corazón,enseña los dientes."En este momento, la elocuente relacióndel bufo fue interrumpida por la llegada de loscarceleros, que venían a encadenar a los cautivos,ya que el buque atravesaba el estrecho de


los Dardanelos, y para pasar la Sublime puertahabían de ser encadenados los presos, mujercon mujer y hombre con hombre, disponiéndolosasí, de dos en dos, para el mercado de Constantinopla.Al fin de tal tarea resultó que sobraronun varón y una hembra, los que, en consecuencia,hubieron de ser atados juntos. El varónera don <strong>Juan</strong>, que (cosa impropia para su edad)fue el compañero de una joven bacante de rubicundorostro. Y preciso es notar que el emparejamientoaludido y las operaciones todas no severificaron sino después de una discusión largay dudosa sobre el sexo del tenor, decidiéndose,al fin, colocarlo como vigilante de las mujeres.La linda compañera de don <strong>Juan</strong> era lade la Romaña, aunque había sido educada enlas cercanías de la antigua Arcona; entre otrosatributos, lucía la bella-donna unos ojos quepenetraban el alma, más negros y ardientes queel carbón. Su pálida y gentil fisonomía expresabaconstantemente el deseo de agradar, cosa


muy atractiva, especialmente cuando acompañaa la belleza. Mas todas aquellas gracias pasabanpara nuestro héroe, pues sólo el dolor yel pesar dominaban sus sentidos. En vano losojos de la italiana trataban de encontrarse conlos de don <strong>Juan</strong>. Este permanecía insensible,aunque, encadenados como estaban, estuviesenunidas mutuamente sus manos. Ni la suavepiel de la hermosa, ni la proximidad de susatrayentes prendas corporales pudieron agitarel pulso de <strong>Juan</strong> ni alegrar su fiel corazón. Elrecuerdo de Haida y quizá también la debilidadque le habían producido sus heridas contribuíana ello. Ningún caballero hubiera podido sentirsemás fiel, ni ninguna dama hubiera podidodesear una más firme constancia. Dícese queuna persona no puede permanecer con un carbónencendido en la mano y pensar a la vez enel frío de los hielos del Cáucaso, y yo creo firmementeque muy pocos podrían hacerlo. Perola prueba de <strong>Juan</strong> fue aún más victoriosa. Podríaempezar aquí una casta descripción deta-


llada del trance y de la firmeza demostrada pornuestro héroe, mas conozco que se me vituperapor haber sido demasiado franco en mis doslibros anteriores, y me ahorro el riesgo, procurandoque don <strong>Juan</strong> deje pronto el navío, yaque mi editor piensa que es más fácil hacer pasarun camello por el ojo de una aguja, que conseguirque mis dos cantos primeros entren enciertas casas.En realidad, el aplauso público me esindiferente. Los grandes nombres no son másque nombres, y el amor de la existencia de Troya.Las edades venideras discutirán si hubo unavez o no hubo una ciudad llamada Roma. Lasgeneraciones de los muertos quedarán borradas.Las tumbas son las herederas de las tumbas,pero un día la memoria de los siglos seacaba y desaparece bajo las ruinas de los quelos siguen. ¿Dónde están aquellos epitafios queleían nuestros padres? Apenas quedan unospocos salvados de la inmensa noche sepulcral,


en la que millares y millares de muertos hanperdido su nombre en la universal muerte. Todaslas tardes gusto de pasear a caballo junto alsitio donde pereció, en medio de su gloriaaquel héroe que vivió demasiado para loshéroes y demasiado poco para la vanidadhumana, el joven Gastón de Foix. Una corona,esculpida con arte, pero cruelmente abandonadaa la mano destructora del tiempo, cuenta lacarnicería de Ravena, y la base de esa coronaestá cubierta de espinas e inmundicias. Todoslos días paso junto al mausoleo del Dante: unapequeña cúpula, más sencilla que majestuosa,protege sus cenizas, y si bien, de vez en cuando,la tumba del poeta luce unas flores, recibiendocon ello un homenaje rehusado a la delguerrero, no obstante llegará un tiempo en que,igualmente olvidado el trofeo del capitán y ellibro del poeta, tendrán la misma suerte que losversos y las hazañas que precedieron a la muertedel hijo de Peleo y al nacimiento del divinoHomero... Con todo, siempre habrá poetas;


aunque la gloria no sea más que humo, porqueese humo es incienso para el hombre. El sentimientoinquieto que inventó los primeros versosbuscará siempre lo que buscaba antaño. Asícomo las olas se convierten en espuma sobre lasplayas, las pasiones, alcanzando sus últimoslímites, se hacen poesía. La poesía no es másque la pasión o, por lo menos, tal fue hasta quellegó a convertirse en una moda...Volvamos a nuestro poema, injustamenteabandonado. Ved el navío cargado deesclavos anclado en el puerto de Constantinopla,junto a los muros del serrallo del sultán. Sucargamento humano ha sido trasladado al mercadoy ofrecido a la venta pública.Algunos de aquellos desdichados sevendieron caros. Se dieron hasta 1500 dólarespor una linda circasiana, la cual fue garantizadacomo virgen y cuya tez, casi bermeja, daba a sudueña una expresión del todo celeste. Doce


negras de la Nubia fueron tasadas a un precioque hubiera asustado en cualquier mercadoamericano, aunque Wilberforoe haya hechoduplicar aquél con la abolición del tráfico, locual, sin embargo, no nos sorprende, porque elvicio es más pródigo y magnífico que un rey.Las virtudes son económicas, aun la más desinteresadade todas, que es la caridad; pero elvicio no ahorra nada para procurarse un deseo.En cuanto al destino de nuestra compañíade cantantes, los unos fueron compradospor bajáes y los otros por judíos, al paso que lasmujeres, elegidas una por una, aguardaban susuerte esperando no caer en manos de algúnviejo visir que hiciese de ellas una querida, unacuarta mujer o una víctima. <strong>Don</strong> <strong>Juan</strong>, joven,animoso, lleno de esperanza y salud, aparecíasin embargo, algo triste, y, a veces, asomaba ahurtadillas una lágrima en sus ojos. Atraía sobreél todas las miradas por su hermosura. Porsu parte, contemplaba, como la tabla de un jue-


go de chapete, la plaza abigarrada de gentes,que contemplaban a los desdichados puestos enventa. Entre estos desdichados destacaba otrohombre, de unos treinta años, lozano y robusto,cuyos ojos garzos manifestaban un corazónresuelto. Tenía trazas de inglés, es decir, hombroscuadrados y tez blanca y rojiza, hermososdientes, cabellos rizados, y, sea por efecto delos pesares y fatigas o de los estudios, su anchafrente aparecía surcada de arrugas. Llevaba elbrazo izquierdo en cabestrillo y manifestabauna sangre fría tal, que un simple espectadorno hubiera mostrado menos inquietud que él.Acercándose a don <strong>Juan</strong>, cuyo aspectorevelaba un corazón elevado, aunque entoncesse hallase abatido por su destino, el hombreaquel le dijo con amabilidad y ternura: —Hijomío, entre esta mezcla de seres con la que nosconfunde la casualidad, veo que no hay máspersonas decentes que vos y yo, y ello me hacedesear que, como es de razón, hagamos cono-


cimiento. Os suplico me digáis de qué naciónsois. <strong>Juan</strong> respondió: —Soy español.—Bien creía yo —replicó el otro— queno podíais ser griego, pues nadie entre todosellos tiene una mirada tan entera como la vuestra.La fortuna, sin duda, os ha jugado una malapartida, pero, tarde o temprano, hace esosiempre con los hombres, sin duda, para probarlos.No paséis cuidado por ello, pues os servirámejor para el futuro.—Caballero dijo <strong>Juan</strong>—, ¿puedo tomarmela libertad de preguntaros quién os haconducido aquí?—¡Oh!, nada más extraordinario: seistártaros y una cadena.—Pero el objeto de mi pregunta, sipuedo repetirla sin ser indiscreto, es el de conocerla causa de vuestra desgracia...


—He servido algún tiempo en el ejércitoruso, y estando últimamente encargado detomar una plaza por orden del general Sugarow,he sido cogido yo mismo en lugar de cogerla ciudad que deseaba.—¿No tenéis amigos?—Los tenía; pero, a Dios gracias, apenasme han importunado en estos últimostiempos... ¿Por qué os afligís?—No me aflijo por mi suerte actual, sinopor la pasada. Amaba a una joven...—Ya adivinaba yo que había algunadama metida en la aventura, pues eso es unacosa que exige tiernas lágrimas. Yo lloré cuandomurió mi primera esposa, y volví a llorarcuando me dejó la segunda. Mi tercera...


—¿Vuestra tercera? ¿Apenas contáistreinta años y tenéis tres mujeres?—No, ahora sólo tengo dos en tierra.Por cierto, joven, que no es nada extraño ver aun hombre enredado tres veces en los sagradoslazos del matrimonio.—Y ¿qué hizo vuestra tercera mujer?¿Os dejó como la segunda?—No, a fe.—¿Entonces...?—Soy yo quien huyo de ella.—Tomáis las cosas con sangre fría, caballero.—¿Qué otra cosa puede hacer un hombre?...Vos tenéis todavía más de un arco iris en


vuestro firmamento, pero todos los míos handesaparecido... Empezamos nuestra primerajuventud entre sentimientos ardientes y elevadasesperanzas, mas el tiempo destruye el colorde todas nuestras ilusiones y cada año nos despojade nuestros errores, como a las serpientesde su brillante piel. Verdad es que algunas vecesello es únicamente para volver a cubrirnoscon otra más hermosa, pero de todos modosresulta que al fin del año este último ropajesigue la misma suerte que el primero. El amores la mentira que más pronto nos tiende suspérfidas redes. Tras él vienen la ambición, laavaricia, la venganza, la gloria, que preparansus brillantes anzuelos en torno de los cualesnos pasamos la vida revoloteando en busca dedinero o alabanzas...—He aquí cosas muy bellas, y quizámuy ciertas, pero os confieso que no sé en quépueda mejorar nuestro presente el hablar deellas.


—Sin duda que no, mas convendréisconmigo en que, poniendo las cosas bajo suverdadero punto de vista, se adquiere, por lomenos, experiencia. Por ejemplo, ya sabemosahora lo que es la esclavitud, y nuestras desgraciasnos enseñarán a portarnos mejor con aquelloscuyos amos seamos algún día... Aparte deello, ¿cuál es nuestro estado presente? Es triste,lo cual quiere decir que puede ser mejorado, ytal es la mejor suerte de todo el género humano.Además, casi todos los hombres son esclavos, ynadie lo es más que los grandes y poderosos,que lo son de sus caprichos, de sus pasiones yno sé de cuántas mil cosas más. La misma sociedad,que debería inspirar la benevolenciamutua, destruye la poca que llevamos en elcorazón...En aquel momento, un viejo personaje,a primera vista digno de ser clasificado en eltercer sexo, se adelantó, mirando a los cautivos,


en los que parecía estudiar detenidamente laapostura, la edad, la belleza y la capacidad,como para ver si eran dignos de la jaula que seles destinaba. Jamás fue ojeada una dama porsu amante, un caballo por el chalán, un pañopor el sastre, el dinero por un abogado, un ladrónpor el carcelero, como lo es un esclavo poraquél que quiere comprarle. Cosa chistosa es,desde luego. comprar a nuestros semejantes.Estos se venden y se compran siempre, sin embargo,aunque no se trate del mercado de Constantinopla.Se venden y se compran los rostrosbonitos, los empleos, los sentimientos, las pasiones.Todo tiene su tarifa, desde ricos escudosa tristes puntapiés, conforme a las virtudes ylos vicios.Habiendo observado el eunuco a losdos cautivos con atención, se volvió hacia elvendedor y comenzó su trato sobre uno y otro;le contestó aquél, disputaron, juraron como siestuvieran en una feria cristiana ajustando un


uey; de manera que la compra de aquel ganadohumano causó toda la algarabía de una batalla.Terminaron, por fin, comprador y vendedor,por murmurar entre dientes; sacó su bolsilloel eunuco, entregó la suma correspondienteal otro, la examinó cuidadosamente, firmó losrecibos, y, satisfecho, comenzó a pensar en secretoen su comida.Si os sorprende que tuviera aquel rufiánbuen apetito, tenéis el mismo criterio que yo.De todos modos, Voltaire pretende que Cándidoconsideraba más tolerable la existenciamientras hacía sus digestiones, y así el vendedorde nuestra historia se consolaría con unbuen almuerzo de su triste comercio. Yo no leaplaudo el gusto. Pienso, como Alejandro, queel acto de comer, con otros dos o tres más de lavida, nos hace conocer dolorosamente lo quehay de mortal en nuestra naturaleza. Si un asado,un guisado, un pez y una sopa pueden procurarnosdaño o placer, ¿quién puede tener la


vanidad de poseer una inteligencia que de talmanera depende de los jugos gástricos? Esta esla desolada conclusión que alcanzamos. La otratarde (el viernes pasado), y ello es un hecho, nouna fábula poética, acababa de embozarme enmi capa y tomaba mi sombrero y mis guantesde sobre la mesa, cuando oí un tiro. Salí a lacalle y hallé tendido en ella a un bravo militar,que apenas respiraba. Por alguna razón, que noconozco, le habían traspasado de un balazo.Hice que lo llevaran a mi casa, a fin de curarle;pero no hubo remedio, porque cuando llegóhabía muerto ya. Me puse a contemplarle apenado.He visto más de un cadáver, y por ellomantuve con facilidad la sangre fría ante aqueltestimonio de la muerte. ¿Quién poseía momentosantes una energía mayor que la deaquel hombre? Mil guerreros respetaban yobedecían sus menores órdenes. La trompeta ylas armas permanecían mudas hasta que élhablaba. Junto a su herida reciente mostraba sucuerpo, sano y fuerte, las honrosas cicatrices


que hicieron su gloria... Tal debía ser, pues, elfin del que tantas veces había arrostrado lospeligros y puesto en fuga a los enemigos en lasbatallas...El comprador de <strong>Juan</strong> y su compañerolos condujo a un barco dorado, en el cual seembarcó con ellos, navegando rápidamente, agolpe de remos, hasta llegar a anclar junto auna muralla dominada por las copas de unossombríos cipreses. Descendieron, y su conductorgolpeó el postigo de una puertecilla de hierro,que se abrió al momento, entrando los tresen una alameda sombreada. Mientras avanzaban,don <strong>Juan</strong> comunicó a su compañero en vozbaja sus pensamientos:—Me parece que no sería un gran pecadointentar conseguir nuestra libertad. Matemosa este viejo negro y huyamos. Antes podríamoshacerlo que decirlo.


—Sí —replicó el otro—, pero, ¿quéharemos después? ¿Cómo saldremos de aquí?Aun cuando consiguiéramos salir, mañana nosveríamos en otro atolladero y en peor disposición,tras la muerte del viejo, de la que estamosahora. Por otra parte, tengo hambre y, comoEsaú, cambiaría de buena gana mi derecho dehuir por un razonable bistec.Llegaron a un vasto edificio; a todasluces, un hermoso palacio. Según las costumbresturcas, su fachada dorada se hallaba cubiertapor pinturas de variados colores, de positivomal gusto, y que recordaban la decoraciónde un teatro o el biombo pintado de una entretenidaeuropea. Pero, corroborando los secretosproyectos del compañero de <strong>Juan</strong>, al acercarse ala casa, llegó hasta ellos el aroma de ciertosmanjares, asados, guisados, fritos y otros platosque halagan el gusto de todo hombre hambriento,lo cual venció las últimas intencionesbelicosas de <strong>Juan</strong>, el que, abandonando al mo-


mento sus ideas, siguió pacientemente al guía,deseoso ya tan sólo de una buena cena.Entraron los tres en un salón magníficoy muy amplio, contemplando toda la pompaasiática de que sabe rodearse el orgullo otomano.De un extremo a otro de aquel aposentodiscurrían o formaban grupos multitud de personas,todas altivas y lujosamente vestidas queni siquiera pararon atención en el eunuco y losdos cautivos. Atravesaron los tres la vasta sala,y a continuación de ella, sin detenerse, una filade aposentos lujosamente decorados, en los quereinaban la soledad y el silencio. Llegaron auna habitación redonda, en el centro de la cualuna hermosa fuente lanzaba sin cesar un rumorosochorro de agua. Al fondo de ella se veíauna puerta amplísima, cerrada por una reja, y,a través de sus barrotes, pudieron contemplarlos hermosos ojos de un grupo de mujeres, cuyorostro permanecía cubierto por un blancovelo, las cuales mostraban una intensa curiosi-


dad por los cautivos. Siguieron después hastaun aposento, en el que se admiraban profusiónde objetos que parecían inútiles, puesto quesólo constituían un halago para la mirada. Parecíael tal aposento el vestíbulo de otra serie decuartos, por los que se iría Dios sabe a dónde.Los muebles eran de un lujo extraordinario, ysimplemente tenderse en los magníficos y lujosossofás debía de constituir un pecado. El trabajoy colorido de los tapices era tan admirabley precioso, que hacía nacer en el que los contemplabael deseo de deslizarse sobre ellos acariciándolos.El eunuco, sin dignarse apenas dirigiruna mirada a las bellezas que tanto admirabanlos cautivos, se acercó a una especie de armarioo guardarropa, oculto en un rincón, lo abrió ysacó de él unos vestidos dignos de adornar elcuerpo del más distinguido musulmán. El trajeescogido para el compañero de <strong>Juan</strong> se componíade una capa que descendía hasta las rodi-


llas, un ancho pantalón otomano, un chal decachemira, unas chinelas amarillas, una dagade riquísima empuñadura y, en una palabra, detodo lo que constituye el tocado de un petrimetreturco.Mientras el compañero de <strong>Juan</strong> se vestíaaquellas ropas, el eunuco, cuyo nombre eraBaba, explicaba a los dos cristianos las inmensasventajas que podrían lograr sólo con seguirel sendero que la fortuna abría ante ellos, alabandoincesantemente la suerte de los dos cautivos,siempre que supieran conducirse coninteligencia ante los hechos y sucedidos que lesesperaban.Cuando el inglés se hubo convertido enun elegante ciudadano de Constantinopla, Babase volvió hacia <strong>Juan</strong>, rogándole que se vistierael otro traje, con el cual se hubiera ataviadomagníficamente y con gusto una princesa. <strong>Juan</strong>permanecía mudo e inmóvil; su humor no esta-


a propicio a los disfraces, y rechazó aquellosvestidos con la punta de su pie cristiano, diciendo:—Anciano, yo no soy una mujer.La discusión que se sostuvo al respectofue larga y hasta violenta, pero Baba la terminóconcisamente, asegurando a don <strong>Juan</strong> que si noaccedía a cubrirse con aquellos vestidos, a él lesería muy fácil acabar la cuestión llamando aalguien que en un momento le resolvería, dejandoa don <strong>Juan</strong> al margen de uno u otro sexo.Jurando y perjurando, hubo, pues,nuestro héroe de meterse en aquellas ropas,que no eran otras sino un precioso pantalón deseda color carne, una túnica de gasa blanca yun simple cinturón que le ceñía el talle. Comosus cabellos no eran muy largos, Baba unió aellos unas trenzas postizas, cubriendo luego sucabeza conforme a la moda entonces usada en


Turquía. Finalmente, perfumó a don <strong>Juan</strong> conlas más amables esencias.Equipado así del todo como una mujer,gracias a las ropas, los postizos, las tenacillas,los afeites y los perfumes, diestramente manejadospor Baba, nuestro héroe parecía una muchachajoven y hermosa, hasta el punto de queel eunuco se mostró inconcebiblemente encantadode contemplarla. Llamó a unos enanos yante ellos y los cautivos, con una risible solemnidad,dijo lo siguiente:—Vos, —señor— dirigiéndose al compañerode <strong>Juan</strong>—, no tendréis inconvenientementeen ir a cenar con estos señores—y señalabaa los enanos—. En cuanto a vos—se dirigíaa <strong>Juan</strong>—, respetable monja cristiana, me seguiréis.Pocas chanzas, caballero, porque cuandodigo una cosa debe hacerse. ¿Qué teméis? ¿Tomáiseste sitio por la cueva de un león? Es unpalacio donde los verdaderos sabios ganan an-


ticipadamente el paraíso del Profeta, y donde, aveces, hasta lo gozan.Y como don <strong>Juan</strong> protestara, añadió:—Vamos, locuela, os digo que nadie oshará mal.<strong>Don</strong> <strong>Juan</strong> se volvió hacia su compañero,el cual, aunque algo triste, no pudo conteneruna sonrisa ante la metamorfosis de que eratestigo:—Adiós—dijo don <strong>Juan</strong>.—Adiós—replicó el otro—. Conservadvuestro honor, aunque la misma Eva haya sidola primera que nos mostró el camino del pecado.Y don <strong>Juan</strong>, con orgullo, aseguró:


—Estad tranquilo. Ni el mismo sultánme poseerá, a no ser que su Alteza me dé palabraformal de casamiento.Con esto, que indica un cierto buenhumor, se separaron ambos, tomando cada unodistinto rumbo. Baba condujo a <strong>Juan</strong>, de aposentoen aposento, atravesando suntuosas galerías,hasta llegar a una ancha puerta de mármolque se distinguía a lo lejos entre las tinieblas.Los vapores de un rico perfume les envolvían alos dos y parecía que se acercaban a un templo,porque todo cuanto les rodeaba era vasto, silencioso,odorífico y divino. La gigantescapuerta de mármol se hallaba recamada debronces dorados, cincelados con exquisito talento.Cerraba la entrada de una extensa sala.Antes de entrar, Baba se detuvo para dar a<strong>Juan</strong>, como fiel guía de su conducta, algunossanos consejos:


—Si pudierais probar, tan solo, a modificarvuestro paso, realmente majestuoso, perodemasiado varonil, todo iría mejor. Deberíaisbalancearos un poco de uno a otro costado,cosa que os comunicaría una gracia encantadora.Sería también conveniente que tomaseis unaire más modestito. Lo digo porque los guardianesde esa puerta podrían ver a través devuestras ropas, y si llegase a descubrirse vuestrodisfraz, lo mismo vos que yo, dormiríamosesta noche en el Bósforo dentro de un saco,modo de navegar, en realidad, un poco difícil.Después de haber animado así a nuestrohéroe, Baba introdujo a <strong>Juan</strong> en una salamás esplendorosa aún que la última de quehemos hablado. Un confuso montón de riquezasdeslumbraba la vista del que penetraba enella. En aquel aposento maravilloso, bajo undosel de las más ricas telas imaginables, se extendíaun amplísimo lecho, cubierto de pieles yde sedas, en el que se hallaba recostada una


dama, con el aire de bienestar y abandono deuna reina. Baba se paró y, doblando la rodilla,hizo una seña a <strong>Juan</strong>, que, poco acostumbradoa rezar, se arrodilló también por instinto, ignorandolo que esto podía significar, en tanto eleunuco continuaba sus zalemas hasta el fin dela ceremonia. La dama, levantándose con graciasingular, con la gracia de la misma VenusAfrodita saliendo de las ondas, fijó sobre losdos sus ojos voluptuosos, como los de una gacela,que eclipsaron toda la pedrería que la cercaban,y, levantando un brazo, tan blanco comoun rayo de luna, hizo una seña a Baba, el cual,después de haber besado sus sandalias de púrpura,la habló en voz baja, mostrándole a <strong>Juan</strong>.Todo en la dama era tan noble como sumismo rango y su belleza. Tenía ese encantoomnipotente que una descripción literaria debilitaría.Prefiero abandonarla a vuestra imaginaciónque perjudicarla con mis palabras, ya quequedaríais deslumbrados totalmente si fuera


posible que os describiera y detallara sus atractivos,ajustándome a la realidad verdadera.Debo decir, sin embargo, que tan hermosa mujerhabía pasado ya la primera juventud y podríatener de veinticinco a veintiséis primaveras.Pero hay bellezas en las que el tiempo nodeja la menor huella; tal fue María Estuardo,porque aunque el amor y las lágrimas perjudiquenla belleza y el dolor marchite sus encantos,es cierto que hay hermosas que nunca pierdenla belleza. Tal fue también, y el ejemplo estodavía más justo, Ninón de l'Enclós.La dama dijo algunas palabras a lasdoncellas que formaban un grupo de 10 ó 12jovenzuelas e iban uniformemente vestidas conla misma ropa que don <strong>Juan</strong>. Parecían todasverdaderas ninfas, y hubieran podido tratarcomo hermanas a aquellas doncellas de Dianaque el tiempo no olvida. Claro está que estadoncellez comparativa era sólo exterior y queyo no puedo, por mucho que lo quiera, ofrecer


garantía de lo demás... Hicieron todas ellas unsaludo respetuoso y se retiraron. Luego quehubieron salido, Baba hizo una seña a <strong>Juan</strong> paraque se acercara y después para que se arrodillasey besase los los dos lindos pies de la hermosadama. <strong>Juan</strong> se hizo repetir esta invitación,haciendo notar a Baba que lo sentía mucho,pero que él no podía besar ningún zapato, exceptoel del Papa. Indignado Baba con aquellaorgullosa contestación, le amenazó en voz baja,hablándole del Bósforo. Al fin, hubo un arreglo,que consistió en que <strong>Juan</strong>, ya que no queríabesar el pie, besase la linda mano de la dama.Así lo hizo, y preciso es convenir que si el estadode su alma, fiel a la memoria de la dulceHaida, hubiera sido otro, acaso no se hubieselimitado a aquella fórmula de cortesía, cuantoque en manos como aquélla que besaba se detienela boca con amor, y daría muy gustosados besos en vez de uno.


Miró la dama a <strong>Juan</strong> de pies a cabeza yordenó a Baba que se marchase, lo cual hizoéste al momento Después que el guía salió, seprodujo en la dama, que hasta entonces habíapermanecido solemne y desdeñosa, un cambiorepentino. Su frente dejó ver una extraña conmocióny sus mejillas se cubrieron de un ruborsemejante al de las nubes que recorren el cieloen el estío a la hora de la puesta del sol. Mezclábanseen sus ojos las variadas luces que indicanel orgullo y el deleite. Su belleza tenía en talactitud todas las gracias de su sexo, y sus faccionesposeían el aire seductor del demoniocuando tomó la forma de un querubín paraengañar a Eva y abrirnos, Dios sabe cómo, lasenda del mal. Iguales defectos hubieran podidoencontrarse en el sol que en ella. Le faltaba,sin embargo, algo, como sí pareciese más propiaa mandar que a conceder. Su sonrisa eraaltiva, aunque muy dulce. Sus movimientos,soberanos e imperiosos. Había orgullo hasta enlas uñas de sus lindos pies pequeñitos, como si


ellas también hubiesen comprendido su rango.Parecía caminar sobre cabezas humilladas. Paraacabar plenamente su descripción entera enalma y cuerpo, diremos que un puñal, con laempuñadura cargada de pedrería, adornaba sucintura admirable. Señal que indicaba, ademásde las condiciones de su carácter, que era laesposa del Sultán.Todo merece ser explicado en un poema.La verdad es que don <strong>Juan</strong>, el último de loscaprichos de esta hermosa Sultana, la habíaseducido con su sola presencia cuando ella pasóentre sus esclavos delante del mercado.Mandó al instante que se lo comprasen, y Baba,que jamás había rehusado su ministerio paraninguna mala jugada, recibió sus instruccionespara obrar. Si ella no tenía prudencia, el eunucosuplía esa falta, y ello explica el traje que don<strong>Juan</strong> se había visto obligado a vestirse tan apesar suyo. La juventud y las facciones denuestro héroe favorececieron el disfraz, y esto


fue todo. Si vosotros me preguntáis cómo seaventuraba la esposa de un Sultán a satisfacersemejantes caprichos, he ahí un punto cuyacontestación dejo al arbitrio de las propias Sultanas.Los emperadores más poderosos y exigentesno son sino maridos a los ojos de susmujeres, maridos simplemente, con idénticafacultad en sus frentes, y los reyes, como lasreinas, son engañados muchas veces, cosa quela experiencia y la tradición atestiguan.La Sultana creía haber zanjado ya todaslas dificultades. Estimando a <strong>Juan</strong> de su absolutapropiedad, le dirigió una tierna mirada amorosa,no exenta de autoridad, y le dijo, sinpreámbulo alguno, persuadida de que su frasesería más que suficiente para abrir-le las puertasa su deseo:—Cristiano ¿sabes amar?


Hubiera sido suficiente aquello, entiempo y lugar oportunos, pero <strong>Juan</strong>, cuya almaestaba llena aún del recuerdo de Haida, sintióretroceder hasta el corazón la sangre que coloreabasu rostro, cambiándose el encarnado quelo cubría en una palidez extrema. La preguntade la hermosa mujer penetró en él como unalanza, le emocionó profundamente, trajo a sumemoria el dulcísimo recuerdo de otras horas,y su tierna juventud se deshizo en llanto. Chocóesto a la Sultana, no por las lágrimas, que lasmujeres usan con tanta frecuencia, sino porquesiempre hay algo desagradable en los ojoshúmedos de un hombre. Un momento, Gulbeyaz,que así se llamaba la hermosa, tuvo el impulsode consolar a <strong>Juan</strong>, pero no supo cómohacerlo, puesto que conocía escasamente lamanera de dirigirse de igual a igual a un semejante.No pudo, pues, intervenir, y las lágrimasde don <strong>Juan</strong> hubieron de cesar solas. En ello seperdió un tiempo que Gulbeyaz considerabamuy valioso, ya que, arriesgando como arries-


gaba, dado el carácter del Sultán, su vida enaquella agradable lección de amor que habíaproyectado, era para ella un verdadero martirioperder la hora de que podía disponer, y de lacual se había pasado ya una parte considerable,viendo verter lágrimas al varonil objeto de suscaprichos.He de afirmar que la bella Sultana teníarazón y tengo que aconsejar a los que se encuentrenen iguales circunstancias que ella queaprovechen su tiempo, sobre todo, si viven enun país meridional, puesto que, entre nosotros,en general, hay menos prisa para eso. Pero enlos climas del mediodía, toda dilación es uncrimen. Como mucho favor no se conceden másque dos minutos o tres para preparar el asunto,y la tardanza de un momento más menoscabala buena fama de cualquiera.La reputación de <strong>Juan</strong> como amadorera bastante buena y aún, dada su juventud,


hubiera podido mejorarse, pero se le había metidoHaida en la cabeza, y por extraño que fuerafrente a una mujer como Gulbeyaz, no podríaolvidarla, lo que le hacía parecer muy maleducado. La Sultana, que lo consideraba comodeudor suyo por haberlo traído a su palacio,empezó a ruborizarse hasta el blanco de losojos, empalideció después rápida e intensamente,volvió a ruborizarse, tornó a ponerse pálida,y luego se ruborizó de nuevo. Finalmente, colocósus manos entre las de él y le dirigió unatierna mirada, con ojos que no necesitaban nadapara persuadir al menos propicio, buscandoel amor en los suyos; pero no lo encontró. Sufrente se obscureció entonces, pero se abstuvode toda amenaza, porque esto es lo último quehace una mujer verdaderamente altiva. Se separóde <strong>Juan</strong> y fue a reclinarse sobre su lecho.<strong>Don</strong> <strong>Juan</strong>, entonces, conociendo lo embarazosode la prueba por la que pasaba, parala que le servían de coraza el dolor, la cólera y


el orgullo, pero deseoso de salvar la opiniónque de él pudiera haber Gulbeyaz, se acercó aella y, altivamente, dijo:—El águila rehusa anidar; yo rehusotambién servir los sensuales caprichos de unaSultana. ¿Me preguntas si sé amar? Con noamarte a ti, te pruebo cuánto he amado. Bajoeste vil disfraz, más que el amor me convendríanel huso y la rueca. El amor pertenece a loscorazones libres. No me fascinan ni tu poderíoni la belleza de estos espléndidos artesonados.Cualquiera que sea tu poder, que tan grandeparece, las frentes se humillan ante él, las rodillasse doblan, los ojos velan, los brazos obedecen;pero aún nos pertenecen nuestros corazones.Eran estas de don <strong>Juan</strong> unas verdadesmuy comunes entre nosotros, los europeos,mas Gulbeyaz no había oído jamás palabrassemejantes. Creía que el menor de sus manda-


tos constituía un placer para aquél que lo recibía,e imaginábase que la tierra entera no habíasido creada sino para los Sultanes y las Sultanas.Apenas sabía si el corazón estaba a la derechao a la izquierda. Por otra parte, era tanhermosa, que, en una situación mucho máshumilde que la suya, hubiera podido ser reinao turbar un reino. Jamás sus atractivos habíansido desdeñados por nadie. Por consiguiente...Recordad vosotros lo que sucedió cuando conservasteisvuestra castidad juvenil contra lospropósitos de amor de una viuda desesperaday dolida por vuestro desdén en la canícula; recordadsu rabia y todo cuanto se ha dicho yescrito sobre el tema, y en seguida tendréis unaidea aproximada de la figura que hacía la bellaSultana en el mismo caso. Suponed... la esposade Putifar, lady Boody, Fedra y todos los buenosejemplos que la historia nos ha dejado, ydespués suponed que aún os halláis lejos deconcebir el furor de Gulbeyaz.


Su rabia no duró más que un minuto,lo cual fue una felicidad, porque un momentomás la hubiera hecho morir. Fue como un relámpago,y pasó sin palabras. En realidad, Gulbeyazno podía hablar, puesto que la vergüenzanatural en su sexo, por débil que hubiese sidoen ella hasta entonces, se manifestó de repente,humillándola dolorosamente. Su primer pensamientofue mandar que cortaran la cabeza de<strong>Juan</strong>...; el, segundo despedirle...; el tercero, preguntarledónde había recibido su educación...;el cuarto, excitar su arrepentimiento...; el quinto,llamar a sus doncellas y echarse a dormir...;el sexto (lo cual indica que la ira intentó retornar),darse de puñaladas a sí misma...; el séptimo,mandar azotar al pobre Baba... Pero, al fin,se sentó de nuevo en el borde de su lecho y... sepuso a llorar.Enternecióse <strong>Juan</strong> al verla; mas era tantosu heroísmo, que se hubiera dejado empalar,descuartizar, degollar en medio de los mayores


tormentos, arrojar a los leones, o servir de ceboa los peces, antes que consentir en el pecado,excepto cuando ello le conviniese. De todosmodos, su virtud vaciló ante aquel tierno espectáculo.En un momento se asombró de haberrehusado las proposiciones de la Sultana y hastasoñó que aún podía volver a entablar negociaciones,concluyendo por acusar a su salvajevirtud lo mismo que el monje acusa al voto queha contraído o la mujer al juramento que haprestado, de lo que resulta con frecuencia queuna y otro violen su juramento y quebranten suvoto... Empezó, pues, <strong>Juan</strong>, a tartamudear algunasexcusas, pero las palabras no bastan ensemejante negocio. Sin embargo, en el momentoen que una lánguida sonrisa de Gulbeyaz letraía la esperanza de hacer las paces, entró derepente, sin aviso, y con una expresión de terroren los ojos saltones, el viejo Baba. Se arrojóa los pies de la Sultana y exclamó, sin aliento:


—Esposa del Sol y hermana de la Luna,Emperatriz de la tierra, vuestro esclavo ostrae..., esperando que no sea demasiado pronto...,noticias dignas de vuestra sublime atención:El Sultán llega. El mismo Sol me ha enviadoa anunciaros su venida...—Bien quisiera yo—dijo Gulbeyaz—que no brillase hasta por la mañana..., pero decida mis doncellas que formen la vía láctea..., ytú, cristiano, mézclate entre ellas como puedas,si quieres que te perdone tus desdenes.Así conoció don <strong>Juan</strong> al poderoso Sultánde Turquía. Mezclado con el tropel encantadorde las doncellas de Gulbeyaz vio llegar asus eunucos blancos y negros, los soldados desu guardia y sus esclavos indios. Detrás veníasu Majestad con un turbante colado hasta lanariz y una hermosa barba que cubría su rostrohasta los ojos. Sacado de una cárcel para presi-


dir su corte y gobernar su reino, debía el tronoal cordón con el que hacía poco había ahorcadoa su hermano. Su Majestad paseó en su derredorsu mirada y viendo a <strong>Juan</strong>, disfrazado, entrelas doncellas, dijo a la Sultana:—Ya veo que habéis comprado otramuchacha. Lástima es que una simple cristianasea tan hermosa.Este requiebro hizo temblar y sonrojarsea la virgen recién comprada, en tanto que suscompañeras la miraban entre mohines y cuchicheosque la etiqueta contenía. La envidia no essólo patrimonio de nuestras damas europeas.***Pero nuestro poema bien merece quehagamos una pausa, examinando determinadoshechos. Hemos dejado a nuestro héroe y anuestra tercera heroína en una situación que,


aunque embarazosa, no es de las más extraordinarias,puesto que los hombres se ven muchasveces obligados a exponer su vida por daren la triste tentación de conquistar una mujercuyos amores les están vedados. Los Sultanesaborrecen extraordinariamente estos pecadillos,no siendo, por cierto, del parecer del sabio romano,(el heroico, el estoico, el sentencioso, elamable Catón, que prestaba su mujer a su amigoHortensio... Ya sé que Gulbeyaz no obrabacon razón, y así lo confieso, lo deploro y lo vitupero,pero, como detesto toda mentira, aunquesea en poesía, tengo que hacer constar quela razón de la Sultana era más débil que suspasiones. Así, ella pensaba que no le bastaba elcorazón de su esposo, aun suponiendo que leperteneciese por entero, lo que, en verdad, eracosa dudosa, considerando que el Emperadorcontaba cincuenta, y nueve años de edad y teníamil quinientas concubinas. No soy "aritmético"como Cacio, pero, si calculamos con exactitud,tal como hacen nuestras lindas mujercitas


con sus cuentas, el cálculo nos demostrará quela imposibilidad en que se encontraba el barbudoSultán de cumplir por entero sus deberesconyugales, era lo que hacía pecar a la Sultana,pues si aquél era equitativo, no podía ésta reclamarpara sí más que el insignificante milquinientos-avo de su corazón, víscera turca quedebería estar entregada a su monopolio, conformea la verdadera justicia amorosa... Se haobservado que las mujeres litigan sobre todaclase de posesiones, y si esto sucede en los paísescristianos como lo prueban sendas sesionesde los tribunales en el instante en que ellas sospechanque otra tiene parte en lo que la Ley lesconcede para su goce exclusivo, también lasdamas paganas están dispuestas a reclamar losuyo. Hacen, pues, valer sus derechos matrimonialestodas las hijas de Eva, lo mismo en lospaíses bañados por el Tigris que en los que riegael Támesis. Gulbeyaz, pues, tenía algún motivopara sentirse caprichosa...


Y volvamos al poema. La Sultana debióllevar bastante hábilmente su papel, puestoque, a pesar del requiebro dedicado por su esposoa nuestro héroe, es lo cierto que unashoras después los dos soberanos turcos dormíanplácidamente en su lecho, o cuando menosuno de ellos. ¡Cuán penosa es la noche que pasajunto a su celoso la mala mujer que, amando aalgún mozalbete, suspira por el alba y espía envano su llegada, no osando moverse, ni darvueltas, ni dormir, ni respirar siquiera, por temora despertar a su demasiado legítimo compañerode cama!En cuanto a don <strong>Juan</strong>, disfrazado consus vestidos de doncella, hubo de no olvidarsede tal disfraz entre sus compañeras, a las que,sin embargo, no pudo menos de admirar a cadainstante, contemplando a conciencia sus encantos,desde la garganta hasta las uñas de los piececitos.Confundido con ellas, fue trasladado aldormitorio de aquellas hermosas jóvenes y,


después de un agradable rato dedicado a laconversación, el juego, la danza y el canto, seencontró convertido en la mejor "amiga" de tresde aquellas muchachas, llamadas Lolah, Katinkay Dudú. Lolah era morena, fuerte y flexible,como una indiana; Katinka, que había anacidoen Georgia, blanca y sonrosada, con grandesojos azules, bonitos brazos, lindas manos yunos pies tan pequeños que no parecían hechospara andar, sino para deslizarse suavementesobre la tierra; al paso que Dudú, bellísima ymuy joven, parecía estar hecha para vivir siempreen la cama, porque era más bien algo gordita,lánguida e indolente, y con un atractivo singularque hacía perder la cabeza a cualquiera.Se hallaban las cuatro amigas en la más amabley cariñosa conversación posible cuando la encargadade las doncellas se acercó y dijo:—Ya es tiempo de acostarse. No sé quéhacer de vos, querida niña—añadió, dirigiéndosea don <strong>Juan</strong>—. Vuestra llegada no estaba


prevista, y todas las camas están ocupadas.Habréis de partir conmigo la mía. Mañana porla mañana arreglaremos el asunto.Al oír estas palabras, Lolah se apresuró aintervenir:—Vuestro sueño es ligero, queridadueña, y no puedo sufrir que nadie lo turbe.Me llevaré a <strong>Juan</strong>a. No nos molestaremos nadala una a la otra, pues entre las dos somos lamitad de delgadas que vos. Os respondo decuidar bien a la joven extranjera.Pero fue interrumpida por Katinka, lacual manifestó que sentía también compasiónpor su amiga y poseía igualmente una cama,añadiendo:—Además, odio el dormir sin compañía.


—¿Por qué?—replicó la matrona, frunciendolas cejas.—¡Oh!—dijo Katinka—. Por miedo a losduendes.—Os advierto a las dos—replicó la matrona—quedebéis continuar durmiendo solas,en tanto el Sultán no opine de otro modo. Confiaréa <strong>Juan</strong>a a Dudú que es tranquila, inofensiva,silenciosa y tímida, y que no se mueve, nicharla, ni ríe, ni molesta en toda la noche. ¿Quéos parece, hija mía?Dudú no respondió nada, porque erade un carácter bastante silencioso; pero se levantópara besar a la matrona en los ojos y aKatinka y a Lolah en las mejillas y, después,con un ligero movimiento de cabeza, tomó a<strong>Juan</strong>a de la mano para conducirla a su habitacióny a su lecho.


Tal habitación era el dormitorio comúnde todas aquellas ninfas, y <strong>Juan</strong> fue conducidopor Dudú por aquel laberinto de mujeres, escuchandolas explicaciones de la dulce niña sobrelas costumbres de Oriente y las leyes castas ypúdicas, gracias a las cuales, cuanto más sepuebla un harén, más estrictas se van haciendo,por necesidad, las virtudes virginales de cadabelleza supernumeraria.Después de todo esto, la dulce Dudúdio a quien ella tenía por <strong>Juan</strong>ita un casto beso,pues estaba loca por dar besos, lo que nadie,estoy seguro, tomará a mal, ya que se trata dealgo muy grato que, además, no significa nadaentre mujeres. Se fue quitando después, inocentemente,sus vestidos, lo que no le costó muchotrabajo, porque, como hija de la naturaleza queera, se adornaba con muy pocos velos. Las diferentesprendas de su traje fueron puestas a unlado, una después de otra, aunque no sin que


Dudú hubiera ofrecido primero su ayuda paradesvestirse a la hermosa <strong>Juan</strong>a, si bien la excesivamodestia de ésta le hizo rehusar la complacienteoferta. Después ambas se metieron enla cama, en la mutua actitud de ignorancia ysobresalto que el lector puede suponer.Reinaba un profundo silencio en eldormitorio; las lámparas no iluminaban sinodébilmente la estancia, y en cada lecho se cerníael sueño sobre las bellas que los ocupaban. Erantodas ellas semejantes a flores diferentes entresí por sus colores, su clima, la arrogancia yflexibilidad de sus talles. La una con la cabellerade ébano, enlazada con desaliño, y la hermosafrente suavemente reclinada en la almohada,como una fruta pendiente de su rama, dormitabacon tranquila respiración, dejando ver porsus entreabiertos labios una doble fila de perlas.Otra apoyaba su sonrosada mejilla sobre unbrazo de resplandeciente blancura, y numerososrizos de oro coronaban su frente. Entregada


a un sueño grato, y suponemos que ardoroso,se sonreía de un modo encantador y, semejantea la luna que penetra a través de una nube, descubríaa medias sus más secretos atractivos,agitándose blandamente entre las blancas sábanasde su lecho, como si se aprovechara de lasdiscretas horas nocturnas para sacarlos sin rubora la luz. Las facciones pálidas de una tercerarecordaban el dolor e indicaban que soñabaen unas playas lejanas y queridas, de las quehabía sido arrancada cruelmente; bajo las sombríaspestañas de sus párpados corrían consuavidad algunas lágrimas, semejantes a lasgotas de rocío que brillan en la negra rama deun ciprés.Otra había inmóvil, como una estatuade mármol, sumergida en un sueño silencioso yapacible: blanca, fría y pura y extraordinariamentehermosa.


¿Cómo dormía o ensoñaba la dulceDudú, mientras tanto? Nunca ha podido saberse.Mas lo cierto es que la noche no habría llegadoaún a la mitad de su camino, cuando, derepente, Dudú lanzó un grito tan agudo quedespertó a todas sus compañeras, produciendouna conmoción general. Las doncellas saltaronde sus lechos y acudieron asombradas. Dudú,que se había despertado también con su propiogrito, hubo de contestar a las agitadas preguntasde las bellas que rodeaban su cama, envueltasen flotantes velos, los cabellos en desorden,los pechos, los brazos y las piernas desnudos yla vista ansiosa. Sólo una, y ello es asombroso,permanecía dormida en la habitación, y era<strong>Juan</strong>a, precisamente acostada al lado de Dudú.Ningún clamor fue bastante a interrumpir susueño, y hasta que la sacudieron sus compañerasno abrió los ojos, bostezando.Estrechada a preguntas, confesó Dudúque había soñado que se paseaba por un bos-


que obscuro, lleno, sin embargo, de frutasagradables. En medio del bosque, pendiente dela rama de un árbol, se veía una hermosa manzanaque Dudú hubiera querido probar. Comola fruta se hallaba muy alta, fuera del alcancede sus manos, arrojó piedras y cuanto pudoencontrar, contra ella, a fin de desprenderla delárbol y conseguir que cayera a sus plantas. Derepente, en el momento que más desesperadase hallaba, la manzana cayó por sí misma a suspies, y entonces su primer movimiento fue elde tomarla entre sus manos y morderla conansia hasta el corazón. Sus labios bermejos ibana abrirse sobre la fruta de oro de su sueño,cuando salió de ella una abeja zumbadora queclavó a Dudú su aguijón hasta el fondo del alma.Ello fue lo que la hizo despertarse con espantoy lanzar su queja.Las doncellas del harén, al escuchar elrelato de su compañera, comenzaron a murmurar,considerando que Dudú las había desper-


tado sin motivo. La matrona se incomodó también,riñendo a la pobre Dudú, que no hizo másque suspirar, sintiendo haber gritado.—He oído hablar de historias de gallosy de toros —dijo la matrona—, pero arrancarnosde nuestro reposo por bobos ensueños sobreuna manzana y una abeja y turbar a todaslas odaliscas en su cama a las tres y media de lamadrugada, eso es inconcebible. Mañana veremoslo que dice el médico sobre vuestro histerismo...¡Y la pobre <strong>Juan</strong>ita, verse incomodadade este modo la primera noche que pasa entrenosotros! Muy cuerda andaba yo cuando pensabaque la joven extranjera no podía dormirsola, pero que necesitaba una compañera tranquila.Creí que vos hubierais podido proporcionarlaun buen reposo, pero ahora veo queserá preciso que la confíe a los buenos cuidadosde Lolah, aunque su cama no sea tan anchacomo la vuestra.


Al oír esto, brillaron los ojos de Lolah;pero la pobre Dudú, entre lágrimas, imploró elperdón por su culpa y añadió, con tono tierno yafectuoso, que suplicaba no la quitasen a <strong>Juan</strong>ay que en adelante procuraría reprimir sus ensueños.La misma <strong>Juan</strong>a se interpuso cariñosamentediciendo que se encontraba muy bien allado de Dudú, como lo atestiguaba su profundosueño, y que no tenía deseo de abandonar a subuena compañera de lecho. Mientras así hablabanuestro héroe, convertido en heroína, Dudúescondía su cabeza en el seno de aquélla, nodejando visible sino una parte de su lindo cuellodel color de las rosas a punto de abrirse.Ignoro por qué se ruborizaba, y no podría explicarosel misterio de su grito y de su ensueñointerrumpido, pero puedo aseguraros quecuanto os relato es absolutamente verdadero...***


Mientras sucedía lo que queda relatado,los tímidos rayos de la nueva aurora envolvíantiernamente el palacio del Sultán de Turquía.La bella Gulbeyaz, abandonando su lecho,en el cual sólo había hallado insomnios, un lechomagnífico y más blando que el de aquelsibarita que gritaba de dolor cuando encontrabaen su cama una hoja de rosa, se cubrió conuna capa de gasa y se adornó con algunas joyas.Era tan hermosa que el arte de tocador nohacía sino destacar levemente sus propiosatractivos. En aquel momento se hallaba tanagitada que ni siquiera pensó contemplarse encualquier espejo, por lo que perdió una ocasiónde sentirse orgullosa de sí misma, puesto quesu palidez y sus ojeras, consecuencia de la malanoche que había pasado en lucha entre el amory el orgullo, la hacían aún más bella.Casi al mismo tiempo, o quizá un pocomás tarde, se levantaba también el Sultán, dueñosublime de treinta reinos y de una mujer


que, sin embargo, lo aborrecía. Cuando el Sultánabandonó el palacio, Gulbeyaz se retiró a sugabinete e hizo llamar a Baba. Le preguntó por<strong>Juan</strong> y se informó de lo que había pasado desdeque los esclavos se retiraron. ¿Qué había hechoBaba de ellos? ¿Había salido todo a la medidade su deseo? ¿Había sido conocido el disfraz?Pero, sobre todo, ¿cómo había pasado <strong>Juan</strong> lanoche y en qué sitio? ¡Oh!, la Sultana estabaimpaciente por saberlo...Baba parecía preocupado, perplejo, ycomo si quisiera ocultar algo. Gulbeyaz, queamaba ante todo la obediencia rápida en sussúbditos, multiplicó sus preguntas; pero lasrespuestas eran cada vez más vagas, de maneraque el semblante de la Sultana comenzó a darseñaladas muestras de disgusto. Con ello, Babahubo de ser relativamente sincero, y explicó asu dueña que don <strong>Juan</strong> había sido confiado aDudú y se había visto obligado a pasar la nochecon ella en un mismo lecho. De todos modos, él


estaba seguro de que <strong>Juan</strong> no había dejado conocersu verdadero sexo... Buen cuidado tuvoBaba de olvidar en su relato el extraño sueñosufrido por Dudú.Aunque Gulbeyaz no era una mujerdébil y propicia al desmayo, como lo son lasdamas cristianas, aunque no lo sean, el hecho esque pareció próxima a desmayarse. Postradalentamente en un sillón apoyó su hermosa cabezaentre las manos, reclinando los brazossobre las trémulas rodillas. Una sombría desesperaciónelevaba y oprimía su seno encantador,y su larga cabellera caía sobre su rostro ocultandocasi sus hermosas facciones y sus exquisitasmanos pálidas... Baba, que sabía por experienciacuándo debe hablarse y cuándo no, contuvosu lengua hasta que hubo pasado aquellatempestad... Por fin, la Sultana se dirigió al eunucoy le dijo:—Baba, trae a los dos esclavos.


Baba se estremeció y pareció dudar unmomento, pidió perdón después y, al fin, acabópor suplicar respetuosamente a su ama que sesirviera decirle con exactitud a qué esclavos serefería.—La georgiana y su amante—replicóGulbeyaz, y luego añadió—: Que esté pronta labarca al pie de la puerta secreta; lo demás ya losabes.Baba suplicó a la Sultana que revocasela orden que acababa de oír.—Oír es obedecer —dijo—, pero pensaden las consecuencias. No es que no estépronto a obedeceros, pero una precipitaciónpuede constituir un grave riesgo, señora mía.Pienso en vuestra sensibilidad, en el caso que seprodujera un descubrimiento inesperado. Aunoculto por las olas más profundas de todos los


mares vuestro esclavo, ya le amáis, señora, y sirecurrís a un medio violento y lo hacéis perecer,no os curaréis por ello.—¿Qué entiendes tú de amor, miserable?¡Vete! ¡Vete y ejecuta mi voluntad!Baba desapareció, porque sabía muybien que si llevaba adelante sus razonamientos,se hubiera visto expuesto a seguir la mismasuerte de don <strong>Juan</strong>, y, por más que deseabaacabar el asunto sin hacer mal al prójimo, preferíasu cabeza a la de otro cualquiera. Marchó,pues, a ejecutar su comisión, si bien refunfuñandocontra las mujeres, en especial cuandoson Sultanas. Llamó en su auxilio a dos compañeros,enviando a uno de éstos para que advirtieraa la joven pareja que se ataviase sin tardanzay se presentase a la soberana, la cual sehabía informado de Dudú y <strong>Juan</strong>a con la mástierna solicitud. Al oír tal mensaje, una y otraparecieron sorprendidas, pero hubieron de


obedecer de buen o mal grado. Dejémoslas ahoraque se preparen para asistir a la audienciaimperial. ¿En ella Gulbeyaz se compadeció denuestro héroe y de la tierna niña, libertando auna y otro, como hubieran hecho tantas mujeresde su especie, o no lo hizo? He aquí algoque conviene saber más adelante.Ahora es preciso que nuestro poemacambie de escenario. Esperando que la dulce<strong>Juan</strong>a y su compañera, o nuestro hermosohéroe y su reciente esposa, porque ya casi nosabemos lo que en verdad era don <strong>Juan</strong>, se librarande ser pasto de los peces, utilizamos elincontenible vuelo de la fantasía para iniciar elcanto de sucesos y personas distintos...Cantemos los amores feroces y loscombates infieles. Cantemos las hazañas y loscañonazos que hicieron famoso el sitio de unafortaleza llamada Ismail, sitio que fue sostenido,al frente de sus ejércitos, por el bravo gene-


al Suvaroff, guerrero, aficionado a la sangre,como los alemanes a la cerveza. La fortaleza loera de primer orden y guarnecía todo un arrabalde la ciudad. Su foso era profundo, como elmar mismo, y sus murallas se elevaban a unaaltura, de la cual no quisierais por cierto verosahorcados.La mañana de nuestro relato, los ejércitosrusos se hallaban dispuestos para el asaltode la ciudadela. ¡Ay! ¿ Qué he de hacer parapoder citar los gloriosos nombres de sus generales,todos a las órdenes del inmarcesible Suvaroff?¿Qué ortografía y qué esfuerzo no seránnecesarios para introducir sus inmortales nombresen mis versos? Sin embargo, he de citaralgunos. Strongenoff, Strokonoff, Meknoff, SergioLoff, Arsnieuw, de la Grecia moderna;Tchitsshakoff, Rokenoff, Chokenoff y otros dedoce consonantes para una vocal, de los cualesharían mención, si pudiera sacarlos del olvido.Entre todos ellos había también extranjeros


ilustres, voluntarios que combatían contra elturco; ingleses inmortales, de los cuales dieciséisse llaman Thompson y diecinueve se llamabanSmith; franceses valientes, jóvenes yalegres; españoles, alemanes, y diversas mezclasde europeos.La batalla comenzó casi de madrugada,y durante mucho tiempo las baterías rusasbombardearon la ciudad y la fortaleza. Mástarde, los barcos sitiadores avanzaron en ordende combate acercándose a la ciudad y comenzandoun feroz cañoneo contra ella. Entonceslos barcos turcos contestaron el fuego, y duranteseis horas hubieron de sufrir las naves rusasla horrible lluvia de proyectiles de la armadaturca. En tales juegos, unos y otros perdieronmuchos buques, a la vez que veían morir a mileslos bravos soldados de su infantería. Entretodos éstos se destacaba especialmente un verdaderohércules, llamado Potemkin, gran personajede los ejércitos rusos, muy destacado en


los tiempos en que el homicidio y la prostituciónpodían servir para hacer una grandeza.Fue este Potemkin quien tuvo la fortuna,en medio del combate, al realizar un valerosoavance sobre el terreno enemigo, a fin deaveriguar el emplazamiento de su artillería, deencontrar al anochecer una banda desconocidade turcos, uno de los cuales hablaba su lenguabien, o mal, y traerlos prisioneros ante el granSuvaroff. Suvaroff, en aquel momento, en mangasde camisa, arengaba a una compañía decosacos, intentando convencerles de la enormebelleza que anida en la noble ciencia de matar,pues, considerando la naturaleza humana comobarro vil, aquel gran filósofo proclamaba suspreceptos, a fin de probar a las inteligenciasmarciales que, en una batalla, la muerte equivalea una buena pensión para las viudas. ViendoSuvaroff que Potemkin se acercaba con aquellatropa de prisioneros, le preguntó:


—¿De dónde vienen esos hombres?—De Constantinopla, señor. Somoscautivos escapados del serrallo— dijo uno delos prisioneros.—¿Quiénes sois?—Los que veis.—¿Vuestros nombres?—Jhonson es el mío. <strong>Juan</strong>, el de micompañero.Los otros dos son mujeres. El quinto noes ni mujer ni hombre.—He oído ya vuestros nombres; elvuestro no es nuevo para mí. En cuanto a esaquinta persona... En fin... Bien, ya veremos...


Digo que creo haber oído vuestro nombre en elregimiento Nikolaiew.—Precisamente.—¿Servíais en Midis?—Sí.—Conducíais el ataque?—Sí.—¿Qué ha sido de vos después?—Un tiro me derribó y me hicieron prisionero.—Seréis vengado... ¿Dónde queréis servir?—<strong>Don</strong>de queráis.


—Y ese joven, ¿qué puede hacer?—A fe, general, que si es tan bueno enla guerra como en el amor, podía ser puesto a lacabeza de los encargados del asalto.—Se le pondrá, si se atreve a ello.A estas palabras, nuestro héroe, que noera otro el desconocido, se inclinó con el respetoque merecía el cumplido de su amigo y secuadró marcialmente ante el general. Este prosiguió:—Una providencia especial ha queridoque vuestro antiguo regimiento sea el señaladopara el asalto. He jurado a más de un santo queentraremos en la fortaleza, quieran o no quieran...¡Así, pues, hijos míos, a la gloria!... Vos,Jhonson, volveréis a incorporaros al mando devuestro regimiento. El joven extranjero se que-


dará entre los bravos que me rodean. En cuantoa las mujeres, y a ese otro que pertenece a unaclase especial, irán con sus bagajes a las tiendasde los heridos.Pero aquí tuvo principio una verdaderaescena. Las damas, que por cierto no habíansido educadas de modo que se pudiera disponerde ellas de tal manera, a pesar de su educaciónde harén, levantaron la cabeza y, con losojos inflamados y arrasados en llanto, extendieronsus brazos y se agarraron firmemente aJhonson y a don <strong>Juan</strong>. Entonces Suvaroff, quetenía poco miramiento ante las lágrimas y pocasimpatía hacía las lamentaciones, creyó ver, sinembargo, cierta emocionada simpatía en aquellosademanes femeninos, y dijo a Jhonson conel más blando acento aue le fue posible usar:—Pero, Jhonson... ¿en qué diantre pensáistrayendo aquí a mujeres? Se les tendrántodas las consideraciones que sean precisas,


pero habrán de ser conducidas, para su propiaseguridad, al hospital de sangre. Hubierais debidocomprender que este equipaje femeninono es cómodo en una batalla. No me gustan losreclutas casados, y tengo muy buenos motivospara sostener esta opinión.—No se disguste vuestra excelencia —replicó nuestro inglés—, pues son las mujeresde otro y no las nuestras. Soy antiguo en el servicioy estoy al corriente de las costumbres militares.Estas no son sino dos damas turcas quede consuno, con su guardián, han favorecidonuestra fuga y nos han acompañado por entremil riesgos bajo este peligroso disfraz. Comprendedque para ellas, pobres mujeres, el quehan dado es un primer paso algo penoso. Osruego por ello que sean tratadas con todo miramiento.Entretanto, las pobres mujeres, deshechasen llanto, empezaban a perder la con-


fianza que tenían en sus propios protectores, yen medio de su tristeza se sorprendían de queun anciano, en mangas de camisa, sucio, con elbarro hasta las rodillas, fuese más respetado yordenara con mayor soberanía aún que el másostentoso sultán del mundo. Tal comprobaciónno hizo sino aumentar sus penas, y, viendoJonhson el dolor que las aquejaba, intentó dirigirles,a su modo, algunos consuelos. <strong>Don</strong> <strong>Juan</strong>,que era mucho más sentimental, les juró quevolvería a verlas al alba, o que se arrepentiríade ello todo el ejército ruso, consiguiendo quetales palabras, por lo que gusta a las mujeres laexageración, llevaran a su ánimo algún consuelo.En seguida, después de algunas lágrimas,algunos suspiros y algunos besos, se separaronde ellas. Los hombres tomaron las armas paraincendiar una población que no les había hechodaño alguno, en tanto que las mujeres fueron aesperar su regreso Suvaroff, que consideraba lavida como una pequeñez, y que con tal de obtenerun triunfo se le daba muy poco de la pér-


dida de su ejército, se olvidó al momento de lasdos mujeres y media abandonadas. La obra desu gloria continuaba entretanto y se preparabaun cañoneo tan terrible como el de Ilión, siHomero hubiera hallado morteros que enfilarcontra las murallas.Escuchad, entre el silencio de la fría ymonótona noche que caía sobre el campamento,el murmullo de las conversaciones de los soldados.Vedlos moverse a lentos pasos, comosombras tristes, a lo largo de los sitiados muros,mientras la temblorosa y escasa luz de las estrellasforma a su alrededor como un velo muchomenos espeso que el que les cubrirá en la batalla.Detengámonos por ahora frente a ellos.Hagamos una corta pausa, un momento todavía,antes que el grito de la muerte convoque elestrépito de la lucha.


TERCERA PARTETodo estaba preparado, el fuego, el hierroy los hombres, para salir de su madriguera.El ejército avanzó, y a las anchas filas de soldadoscaídas frente a la metralla sustituían otras,igualmente destinadas para la muerte.La Historia sólo considera las cosas enconjunto. Es tal vez éste su recurso moral paraevitarse el pensamiento de que, en cada guerra,con oro y con sangre se paga un poco de lodo.Secar una sola lágrima es gloria más honrosaque derramar mares de sangre...Tras el terrible duelo de la artillería,avanzaron, unos contra otros, los infantes. Uninstante después ya pueden ser contempladaslas angustias, siempre renacientes, que son elespectáculo de las batallas. Aquí gime uno, allíse revuelca otro en el polvo y un tercero hacegirar en las órbitas sus ojos de lívido color. Esa


es la recompensa reservada a la mitad de cadabatallón, mientras la otra mitad alcanzará quizáuna cinta para el ojal de su casaca... Pero, detodos modos, la lucha tiene su profunda belleza.Mirad los granaderos rusos subiendoacompasadamente, en medio del fuego másnutrido que pueda imaginarse, una loma fortificada.Entre ellos camina nuestro héroe. Sigámosla,abandonando a sus compañeros a lagloria de las gacetas y los partes, a la cual corresponderecordar a los muertos. ¡ Feliz milveces aquel cuyo nombre ha sido bien escritoen el comunicado! Yo he conocido a un oficialmuerto en Waterloo, citado con el nombre deGrove, a pesar de llamarse realmente Grosse...<strong>Juan</strong> y mi amigo Jhonson combatieroncomo unos valientes y, aunque fuera aquel elprimer lance en que nuestro héroe se encontraba,hay que reconocer que supo quedar a lamejor altura. En un momento de la batalla, separadode los suyos, por uno de esos azares del


combate que separan a un guerrero de otro, demodo semejante a como sucede a las castasesposas con sus constantes maridos al ano dematrimonio, <strong>Juan</strong> se encontró solo, entre lasruinas de un parapeto, y tuvo la sensación clarade su importancia como soldado. Un instanteocupó aquellas ruinas nuestro héroe frente alfuego infernal de los turcos. Después sus companeros,que habían acaso huido momentáneamente,volvieron a su lado impresionadospor el ejemplo, y todos juntos, con <strong>Juan</strong> a lacabeza, dieron la última embestida y tomaronlas murallas. Y ahí está, sobre ellas, nuestrohéroe, como toda su vida ha estado junto alhermoso seno de las bellas, del que por ciertono se separó nunca, mientras conservaba susatractivos, a no verse obligado a ello por el fierodestino, los bárbaros elementos o los parientespróximos, que viene a ser lo mismo.Pero no acabó aquí el heroísmo de <strong>Juan</strong>.Viendo al general Lascy, con parte de sus tro-


pas, rodeado y en peligro en otro lugar de labrecha, corrió hacia él con los suyos para auxiliarle.No le conocía, en realidad, ni entendíasus palabras cuando le daba las gracias, puestoque sabía de alemán lo que de sánscrito; peroviendo a un hombre lleno de cintas negras, azulesy doradas, escudos, medallas y espada ensangrentadaen la mano, que le hablaba en tonocortés, comprendió que se hallaba ante un oficialsuperior, y también él estuvo muy amable.En tanto se cruzaban estos saludos ininteligibles,la batalla seguía y las tropas rusas y de susaliados entraban en Ismail. No es posible referirsiquiera cuánto fue el esfuerzo necesario paraello, ni cómo los cosacos fueron acribillados abalazos y a cuchilladas por las cimitarras hastallegar a conseguirlo. Lo cierto es, olvidando lashazañas de los bravos de tanda, que, muchashoras después, en las que fue disputado el terrenopalmo a palmo, don <strong>Juan</strong> y Jonhson yalgunos de los suyos tomaron un baluarte quesu defensor turco les hizo pagar muy caro. <strong>Juan</strong>


le ofreció cuartel, pero esta palabra debe sonarmuy mal a los oídos de un turco que se preciede serlo, y aquél prefirió morir merecedor detodas las lágrimas turcas presentes y futuras.Aquello fue espantoso. Tres mil turcos cayerony su jefe fue lindamente traspasado por dieciséisbayonetas rusas.* * *La ciudad fue tomada, pero en cadaesquina, en cada trozo de muralla, en cada casa,los turcos no han depuesto todavía las armas, yla lucha no cesa en toda la noche. <strong>Don</strong> <strong>Juan</strong>recorre los baluartes sin descanso. En un rincón,donde poco ha han sido degollados unosturcos, una hermosa niña de unos diez años deedad gime inconsolable, asustada del aspectoferoz de dos cosacos que la persiguen. Luchandocon los dos fieros soldados rusos, nuestrohéroe la salva de sus garras. La niña le mira yen el ánimo de don <strong>Juan</strong> se mezclan por prime-


a vez las emociones de los más puros sentimientos.Consulta con su amigo Jonhson cómopoder dejar a aquella criatura a salvo del horrorde la batalla y acuerdan enviarla al campamentocon unos soldados que la guarden. Hechoasí, nuestro héroe continúa batallando. Las incidenciasde la lucha le conducen con su amigoante la propia torre donde el Sultán se defiendedesesperadamente, no pudiendo creer en laderrota. Ambos le ruegan que se rinda, pero, adespecho de toda la fraseología turca prodigadapor ellos, el Sultán no cede y hasta les atacapersonalmente con su cimitarra. Caen entoncessobre su feroz sultanería resueltos a acabar consu inhumana resistencia. ¡Nunca sabrá don<strong>Juan</strong> hasta qué punto el Sultán no veía, olvidandolos encantos de sus cuatrocientas jóvenesesposas terrenales, sino los de las huríes deojos negros que preparan en el paraíso el lechode los valientes que rechazan el cuartel de losvencedores! El buen turco sonrió mentalmente


a los mil deleites que le esperaban, se arrojósobre sus enemigos y murió dignamente...***Toda la ciudad fue devastada en unabrir y cerrar de ojos. La Historia canta a menudoproezas semejantes. Leed en vuestrospropios corazones, recordando la historia actualde Irlanda. Decidme luego si la gloria deWellington la consuela del hambre. Hoy existe,para un pueblo patriota que tanto se ama a símismo y tanto ama a su rey, un sublime gozo, yes ése de la gloria de los héroes... Aunque denuevo se nos ocurra meditar en que el dolor yla devastación... Si bien hemos de convenir queIrlanda puede morir de hambre, pero el granWellington pesa doscientas libras...Ismail sucumbió, y Suvaroff, vencedor,pudo gritar a voces: "¡ Viva la emperatriz! ¡Glo-


ia a Dios! ¡Gloria a la gran Catalina!" (¡Eternidad,qué alianza de nombres!...)He cumplido mi palabra. Habéis tenidoescenas de amor, de tempestades, de viajes,de guerra... Podría deciros lo que ha sucedido ysucederá aún al héroe de este gran enigma poético,pero me complazco en detenerme ante laciudad incendiada y cubierta de sangre, y envíoa <strong>Juan</strong>, con un parte de la batalla victoriosa, aSan Petersburgo, donde todos esperan angustiosamente.Tal honra le ha sido concedida enpremio a su valor. La huerfanita musulmanaque salvó en el fragor del combate partió con élpara aquella capital de salvajes civilizados porel Zar Pedro. Ya sé bien que aquel inmensoImperio se ha granjeado ahora muchas adulacionesy que hasta el viejo Voltaire le elogia;pero yo prefiero ser sincero y decir que consideroa los autócratas absolutos, no como bárbaros,sino como algo mucho peor que eso...


<strong>Juan</strong> rodaba en un maldito coche haciala capital rusa. Un fiero coche sin colgar, quepor los malos caminos no deja hueso sano. Meditabaen los reyes, en las órdenes con que asíacondecorado, en la caballería y en la gloría, y sibien deseaba que todo aquello le fuera conocidomuy pronto, la verdad es que mejor querríaque las sillas de posta tuvieran almohadones.A cada vaivén y cada salto miraba a supequeña protegida y se compadecía de ella.Pero yo soy demasiado propenso a la metafísicay ando tan trastornado como el mundo. Cuento,relato, hablo, diserto demasiado. Pongamosa don <strong>Juan</strong> y su niña turca en San Petersburgode una vez y veamos cómo es esa ciudad, envueltapor las nieves, dividida entre el lujo másostentoso y la más inconcebible miseria quequepa imaginar.Miremos a don <strong>Juan</strong> en un salón hermosodel palacio imperial. Viste un lindo uni-


forme: frac encamado con solapas negras, largoplumero blanco, ceñidos pantalones de casimiramarillo, medias brillantes de excelente seda,sin una sola arruga que estropee la línea de susadmirables piernas. Mirémosle con la espadacolgada del costado, el sombrero en la mano,adornado por todos los encantos de la juventudy la gloria, y también por el sastre del regimiento,gran hechicero, cuya varita mágica crea labelleza. Vedle colocado como en un pedestal ypareciéndose al amor convertido en teniente decaballería.Los cortesanos le miraron con atención,las damas se hablaron al oído unas a otras, laEmperatriz sonrió dulcemente y el favoritoreinante se mordió los labios y frunció las cejas.No puedo recordar a quién correspondía aqueldía tan íntimo servicio, ya que eran muy numerososlos que alternativamente se sacrificabanpor la patria y aceptaban aquel puesto difícildesde que Su Majestad había sido coronada


sola, pero sí sé que la mayoría de ellos eranunos compadres de seis pies de estatura, robustoscomo toros y muy capaces de despertar celosen un patagón... <strong>Juan</strong> no tenía aquella talla;delicado y esbelto, barbilampiño y de aire risueño,era de otra naturaleza que ellos; perohabía, sin embargo, en su talante, y sobre todoen su mirada, algo que demostraba sin necesidadde prueba la existencia del hombre bajo suaire de serafín y sus apariencias de espírituceleste. Por otra parte, la caprichosa Catalinaamaba a veces a los jóvenes así, y acababa precisamentede enterrar a su rubio Lanskoi. Nodebe, por lo tanto, extrañarnos que Yermoloff,Monotoff, Schermomoff, o cualquier otro "off",temiese por su puesto, sospechando que SuMajestad diese aún cabida a una nueva llamaen un corazón acreditado como elástico; pensamientoéste capaz de sobresaltar a aquél que,según el lenguaje de su empleo, desempeñabaentonces "tan elevada misión oficial".


Catalina se embelesó al ver al mozo, alhéroe encantador sobre cuyo penacho se habíaprendido la victoria. Tan atenta estuvo contemplándolecuando él dobló la rodilla y laalargó el pliego, que se olvidó de romper elpliego y permaneció un momento con el parteen la mano. Reaccionó en seguida, rasgó el paquetey leyó con los ojos de la Corte pendientesde ella. Sonrió después, y es preciso convenirque aquella sonrisa era muy agradable. Su imperialrostro, aunque algo ancho, era noble; susojos, bellos, y su boca, graciosa. Aquella sonrisa,al fin demostraba tres goces de muy distintaespecie. El primero era el goce de saber quehabía ganado una batalla, tomado una ciudad,hecho morir a treinta y tantos mil enemigos yconquistado una vez más el temor y el respetodel mundo. El segundo goce se lo dio, comosiempre, la mala literatura de Suvaroff, su generalísimocomunicante. El tercero, marcadamentefemenil, se lo produjo bajar la vista yhallar frente a sus ojos los del joven español. De


esta simple manera brotó en ambos el amor.Catalina se sintió prendida por la gracia, por lafigura, por no supo qué que halló en don <strong>Juan</strong>.La copa de Cupido embriagaba al primer trago,pues contiene una quintaesencia que nos haceperder la cabeza sin necesidad de abusar de subebida... El hecho es que ambos se prendaronmutuamente y que <strong>Juan</strong> se sintió en brazos delamor o de la lujuria, contemplando a la Emperatriz,Y que no se nos censure por emplearjuntas estas dos palabras, pues tan mezcladasandan en la vida con el polvo humano que noes posible separarlas. Y en el caso de nuestrohéroe, mucho menos, cuanto que la grandesoberana de todas las Rusias obraba al respectocomo una mujerzuela.Toda la Corte se dedicó al cuchicheo,mientras los ojos de los rivales de nuestro jovense llenaban de lágrimas. Los embajadores extranjerospreguntaron quién era aquel nuevojoven que prometía subir tan alto. Todos los


presentes le veían ya sobre un río de rublossonoros y llameantes, cubierto de honores ycondecoraciones. Él, aún inocente, no comprendíala admiración general, pero supo conducirseconforme a su noble cuna. Había recibido,por otra parte, de la naturaleza la aposturamás amable y gallarda, y así se comportómaravillosamente: habló poco, pero a propósitoy con gracia, y sus modales fueran bellos ypuede decirse que insuperables... Una orden dela Emperatriz le confió a los cuidados de todossus funcionarios. Y hasta recibió muy especialmentelas atenciones y sonrisas de la "señorita"Protasoff, un ángel del cielo, llamada, según lossecretos de su misterioso empleo, "la probadora",término inexpresable para mi pobre musade poeta. Abandonó con ella los salones, comoparece que era su deber, y nosotros los abandonaremosa ambos, como parece lo correcto.Que mi Pegaso descanse. Descendamos de losaltos lugares del mundo, cuya grandeza besa elcielo, evitemos el vértigo de las alturas, y con-


duzcamos despacito nuestra cabalgadura sobreel verde y humilde tapiz de algún sendero...<strong>Don</strong> <strong>Juan</strong> llegó a ser un ruso muy civilizado,y es natural, porque muy pocos jóvenessaben resistir el choque de las tentaciones queencuentran en su camino y, además, la que sepresentó ante él lo hacía ofreciéndole el almohadónde honor de un monarca. Lindas doncellas,por otra parte, banquetes, fiestas, danzas,vinos, dinero contante y sonante, hicieron quecreyera un paraíso el hielo, y el invierno, verano.El favor de la Emperatriz le era muy lisonjero,y, aunque un poquito asiduo, le dejabahoras libres, además de que un joven debe ysabe cumplir con mucha gracia semejantes funciones.Mas como soy sincero cantor de supoema, debo también decir que, durante aqueltiempo, don <strong>Juan</strong> acaso se mostró un tanto disipado,circunstancia o defecto muy sensible,que no sólo marchita la flor de nuestras sensacionesmás puras, sino que también suele


hacernos egoístas y esconde nuestro fondobondadoso, a la manera que la ostra, amenazadade acompañar un trago de vino aperitivo, seagazapa en su concha y une sus dos valvas. Poreso no queremos describir esta época de su vida.Baste decir, tan sólo, que su éxito fue talque, en lugar de cortejar a la Corte, se vio cortejadopor ella, acontecimiento diariamente repetidoque, aunque se debiese a sus gracias, sujuventud y su sastre, tenía su verdadero fundamentoen la circulación sanguínea de unavieja mujer y en el empleo que representabajunto a ella.Escribió a España y, con la distancia sinduda, todos sus deudos se alegraron de saberleen el camino de la fortuna y en la mejor disposiciónpara colocar primos y sobrinos, elogiando,algo imprudentemente, que al fin hubiérasedecidido a seguir la buena senda. Algunos delos suyos le hablaron de trasladarse a Rusia y,tomando helados, decían a todo el mundo que


el clima de Madrid y el de Moscú eran casiiguales para el que se cubriera con un buencapote. Su madre se alegró también de su carreracortesana, puesto que así no había de mandarledinero en abundancia como antes, y leescribió diciéndole que le felicitaba por verleapartado de los placeres, que siempre representanun cuantioso gasto. Le prevenía contra elculto griego, recomendándole, sin embargo,que no llevara su actitud católica hasta un límiteque pudiera ser molesto para otros sentimientos,le informaba de que ya tenía un hermanito,fruto de su segundo matrimonio, y leensalzaba a cada paso el amor "maternal" de laEmperatriz, cuya regla de conducta, protectorade los jóvenes, nunca sería bastante alabada...***¡Oh! ¡Así me dieran mis musas la fuerzanecesaria para cantar tus loores, vieja hipocresía!¡Así pudiera entonar un himno tan


grandioso como las virtudes de que te alabascon tanta inmodestia y que jamás practicas!¡Ay! ¡Si me fueran dadas las trompetas de losquerubines...! ¡Si me dieran, al menos, aquellatrompetilla de mi anciana tía, sabia y buena,que no hubo recurso ni consuelo cuando ya nopudo seguir leyendo su devocionario a travésdel obscurecido vidrio de sus anteojos...! Ya queella, cuando menos, no tuvo nunca hipocresíaen el alma...***Pero sigamos nuestra historia. Nuestrohéroe enfermó. La Emperatriz se alarmó. Temblóla Corte. El médico imperial habló de posibilidadde muerte. Catalina creyó sucumbir detristeza. El médico tornó a hablar de clima y depeligro y de necesidad de viaje, tal vez porqueun aspirante a determinado cargo le diere suficientesmotivos para ello. La Emperatriz se pusoalgo mohína con la receta del doctor, pero, al


fin, accedió, y nuestro héroe, cargado de dinerosy de honores; salió para determinada misiónoficial fuera de Rusia.Su destino final era Inglaterra, y partíahacia ella muy feliz. Menos feliz quedaba Catalina,que, aunque de capa caída, no queríacomprenderlo, y sufría por la pérdida de suamante en silencio, hasta tal punto que durantealgún tiempo nuestro héroe no tuvo sustitutoposible. Pero el tiempo es gran consolador, ynuestra querida Emperatriz, a las cuarenta yocho horas, hubo de consolarse... Dejémoslaocupada en tal consuelo y subamos con <strong>Juan</strong> ala "barouche" que había de trasladarle fuera deRusia. La misma barouche" en la que la bellaCatalina de antaño, cual nueva Ifigenia. se encaminóa Tanride, fue dada a su favorito. En lasportezuelas llevaba sus armas imperiales: unalano, una alondra y un armiño...


Con <strong>Juan</strong> iba Leila, la niña salvada enIsmail. <strong>Juan</strong> la amaba y ella le amaba a él conun extraño amor que no era afecto familiar y desangre, ni sentimiento inspirado para nada enel sexo. Acaso por eso, por no fundamentarseen razón alguna humana, era más tierno y profundoaquel mutuo cariño... Atravesaron Polonia,el ducado de Varsovia, famoso por sus minasde sal y su yugo de hierro; Curlandia, dondehubo de ocurrir aquella farsa que dio a susduques el nombre de Byron. Llegaron a la Prusiapropiamente nombrada. Visitaron Koenisberg,su capital, cuya gloria se funda sobreKant; pero, como a <strong>Juan</strong> no le importaba paranada su filosofía, continuaron su camino porAlemania. Conocieron Berlín, Dresde y otrasciudades del Rhin. Atravesaron Manheim yBonn, Drachenfeds y Colonia. Llegaron, por fin,a La Haya, Helvoetsluys, patria húmeda de losholandeses y los fosos, donde la ginebra da susmejores frutos y suple por sí sola todas las riquezasde que se ven privados los pobres. Los


sabios y los senados han condenado siempre suuso, pero parece muy cruel prohibir a los hombresun cordial que es todo el vestido, todoalimento, toda la leña y todo el ensueño quepuede proporcionarles un buen gobierno... EnLa Haya se embarcaron en un navío que bogó atoda vela hacia la patria de los hombres libres...No tengo demasiados motivos de cariñopara la rubia Albión, que contiene en símisma cuanto hubiera sido necesario para serla más noble de las naciones; pero, aunque sólosea porque la debo mi nacimiento, experimentouna mezcla de pesar y de respeto ante su moribundagloria y sus antiguas virtudes en decadencia.Una ausencia de siete anos—términoordinario de una deportación—destruye todoslos posibles resentimientos de un ciudadanohonesto, cuando su patria está dada a los diablos...¡Ay, si supiera ella cuánto desean todoslos otros pueblos vengarse de su falsa amistad,cómo esperan el instante de hundir en su pecho


el acero de la venganza, porque les prometió lalibertad del género humano, ella, la misma queahora quiere encadenar a todos los hombres,incluyendo sus almas...! Si pudiera saberlo, ¿semostraría ella tan altiva y se vanagloriaría deser libre, siendo la primera de las esclavas?¿Los pueblos están aprisionados ellos solos, ocon ellos lo está también su carcelero? El miserableprivilegio de tener encadenado al cautivo,¿puede considerarse como libertad? No, porqueprivados del goce de ella están tanto el que llevala cadena como el que tiene la fatal obligaciónconstante de vigilarla...<strong>Don</strong> <strong>Juan</strong> vio las primeras bellezas deAlbión: sus rocas, sus puertos, sus fondas deDouvres, tan queridas; su aduana, cuyas atribucionesson tan delicadas; sus mozos de hostería,corriendo como locos a cada campanillazo;sus paquebotes, cuyos pasajeros son alternativamentepresa de los habitantes de la tierray el mar; sus largas, sus larguísimas cuentas de


hotel, sin reducción alguna posible. Aunqueindiferente, joven, rico, magnífico, don <strong>Juan</strong> seasombró, y su mayordomo, diestro y vivo servidornacido en Grecia, hubo de explicarle queacaso el aire inglés, puesto que era libre, comotodo en Inglaterra, se hacía pagar por ser respirado...***¡Hurra! ¡Caballos, caminos y posadas!¡Hurra! ¡Vamos a Canterbury, a galope tendidosobre la tierra llana y gentil, salpicando de barroa todo el mundo! ¡Hurra! ¡Con qué rapidezcorre la posta! No sucede lo mismo, pesadaGermania, en tus caminos fangosos, donde pareceque los coches van a un entierro, y no secansan de parar, para emborracharse, los postillones,para los cuales los juramentos son cosacorriente... ¡Hurra...! Mirad la catedral de Canterbury,el casco de hierro de Eduardo, el príncipenegro, y la piedra sangrienta de Becket,


que enseña el bedel con el tono más frío y afectadodel mundo. He aquí la gloria, que ha venidoa parar en un casco mohoso y en los restosde las pobres sosas y magnesias que forman esaporción amarga que se ha dado en llamar especiehumana... El efecto fue, naturalmente, sublimepara <strong>Juan</strong>, que creyó ver mil Crecys mirandoaquel casco... En cuanto a Leila, preguntóqué era aquéllo, y cuando la dijeron que la "casade Dios", elogió su riqueza, pero se extrañóde que en ella entraran los "infieles" que habíavisto incendiar en su patria los verdaderostemplos de los buenos creyentes... ¡Partamos!¡Aprisa, aprisa! ¡Crucemos esos prados cultivadoscomo jardines! (Después de tantos años deviaje por otras tierras cálidas, pero menos fecundas,un campo de verdor es, para un poeta,un amable espectáculo que le hace olvidaraquellos paisajes en los que vio una vez viñas,olivos, álamos, ventisqueros, hielos, naranjas yvolcanes...! ¿Por qué viene a las mientes del queviaja en esta posta una simple botella de cerve-


za muy fría? ¡Arre, arre, postillón...! ¡Qué cosadeliciosa es un camino con portazgos, tan suave,llano y liso, donde se roza el suelo, como eláguila roza con sus alas poderosas el aire...! ¡Sí,qué gloria! Lo malo es el portazgo. Tomad lavida entera de un hombre razonable; arrebatadlesu esposa querida, sus libros, sus recuerdos;quitádselo todo; pero no toquéis su bolsillo,porque sus alaridos llegarán al cielo... Altivosingleses y humildes habitantes de todo el restode la tierra: ¡escuchad! ¿Qué importa el portazgo?¡Estamos ahora sobre una colina insuperable,a ocho millas de Londres...!***El sol se ocultó, el humo se elevó comode un volcán medio apagado y nuestro héroehubo de experimentar un sentimiento extraño,diferente al que hubiera experimentado un ingléslegítimo: un sentimiento de respeto profundopor este suelo, donde nacieron aquéllos


hombres que han degollado a la mitad del génerohumano y asustado a la otra mitad con susfanfarronerías... Una enorme masa de ladrillo,de humo de navíos; sucia, sombría, pero que seextendía hasta donde la vista podía alcanzar;una vela que se agitaba de repente y después seperdía en una selva de mástiles: una soledadplantada de campanarios que atravesaban susdoseles negros como el hollín, asesinando elaire; inmensa y obscura cúpula, semejante alcasquete de un loco gigantesco: tal parecía y esLondres... Pero <strong>Juan</strong> no lo vio así. Cada torbellinode humo se le imaginaba el vapor mágicode un hornillo de alquimista, del que brotaba lariqueza del mundo (riqueza de impuestos y depapel moneda), y hasta las tenebrosas nubesque se agrupaban sobre el techo de los edificiosy apagaban el sol, que no brilla allí más que lohaga una antorcha, eran para él una atmósferasana y francamente pura... Contemplando todoesto, se detuvo. También yo me detengo, como


hace un navío de guerra antes de soltar su andanada...***Querida Mrs. Fry, mejoradora de todoslos sistemas carcelarios ingleses, dejadme quelimpie vuestro cuchitril con una escoba fiel ydiligente, porque están llenas de telarañas susparedes. ¿Por qué vais a Newgate a predicar alos pobres bribones allí presos? ¿Por qué nocomenzáis vuestros sermones por ei palacioreal de Carlton y otros hermosos inmueblessemejantes? Ensayaos contra los pecadores incorregiblesy endurecidos de la Corte. No intentéismejorar, porque sería un absurdo, al pobrepueblo con vuestra vana palabrería filantrópica.¡Quitad allá! Os creí más religiosa, Mrs. Fry...Enseñad la decencia que conviene al hombre desesenta años, curadle de vanidosas y egoístasapetencias, de las costumbres húsaras y escocesas;mostradle que sólo una vez pasa la juven-


tud, y que después no vuelve nunca; hacedlever que el poderoso banquero Curtis es un tonto.Decidle, aunque acaso sea demasiado tardepara su pobre vida gastada y estragada que...***A la caída del sol llegó don <strong>Juan</strong> a Sooters-Hill,donde el bien y el mal han sido dominadosy fermentan en plena actividad las calleslondinenses. Todo era silencio alrededor, salvoese murmullo, ese susurro de las ciudades, quees su misma espuma inaprehensible. Absortoante la grandeza de aquel pueblo, bajó de sucoche y se puso a seguirlo meditando. Esto eralo que meditaba:—He aquí la mansión querida de la libertad;aquí resuena la voz del pueblo, al cuallos tormentos, los calabozos y la Inquisición nopueden ya sumir en las tumbas; aquí le espera,por el contrario, una resurrección a cada nueva


asamblea o a cada nuevas elecciones. Aquí lasesposas son castas y la vida pura; aquí no pagael pueblo más que lo que le place, y si todo estácaro, es porque gusta a la gente tirar su dinero ala calle para manifestar el bonito volumen de surenta; aquí las leyes son inviolables; nadie acechaa los viajeros, y los caminos son seguros yplácidos; aquí...Así meditaba, cuando se sintió cogidopor detrás, empujado contra un muro, amenazadopor una abierta navaja, y escuchó estasincreíbles palabras:—¡Malditos sean vuestros ojos! ¡La bolsao la vida!Se trataba de cuatro perillanes, nacidospor error en Inglaterra, que se dedicaban alpintoresco oficio de privar de su dinero, suscalzones y su vida a cualquier viajero de laopulenta isla. <strong>Juan</strong> al principio sospechó que


todo aquella fuera el saludo cortés de los ingleses,el "Dios os guarde" nacional, y es precisoconvenir que tal idea no era demasiado loca,cuanto que yo mismo, por mi desgracia, no heoído decir jamás a un inglés '"Dios os guarde"de otro modo que de ése. Pero, al poco, tuvoque comprender que la cosa iba en serio, y, comoera impulsivo e iracundo, sacó su pistola yse la descargó a uno de los rufianes en mediodel estómago. Cayó éste, aullando de dolor,sobre su natal lodo. Huyeron los demás. Acudieronlos de la comitiva de nuestro héroe. Muriópor fin, el herido, no sin entregar antes a<strong>Juan</strong> su pañuelo ensangrentado, encomendándoleeste dulce encargo de imposible cumplimiento,pero no por ello menos tierno:—Entregad esto a Sal, respetable milord...Y murió, como digo, cosa que, tras molestarun tanto a nuestro héroe ante el Juez co-


espondiente, no dejó de darle tema para muyhondas cavilaciones sobre la pobre vida humana.Aquel desdichado se llamaba Tom... PeroTom ya no existe. Los héroes deben morir y,por la gracia de Dios, no pasa mucho tiemposin que la mayor parte de ellos se vayan a laúltima morada...¡Salud, Támesis, salud! La carroza de<strong>Juan</strong> vuela, con alegre estrépito, entre las filasde coches y carretas de los cerveceros, las estacadasobstruidas con escombros, el torbellinode las ruedas, los gritos, la confusión, las puertasabiertas de las tabernas, las malas postas, lastristes cabezas de madera, cubiertas con pelucasapolilladas de los escaparates de las peluquerías;los brillantes faroles, donde un hombre,subido en una escalera, derrama lentamentesu porción municipal de aceite (porque aúnno teníamos entonces gas).


Habíase puesto el sol cuando nuestrosviajeros atravesaron el puente. ¡Hermosa obra,en verdad! El blando rumor del ancho Támesis,que reclama un momento de atención en favorde sus olas, aunque apenas oído entre mil juramentos;la luminosa claridad de los fanalesde Westminster; la anchura de las calles y aceras;la silueta de aquel lujoso templo, habitadopor la gloria, que hace sagrada esta parte deAlbión. Los bosques de druidas ya no existen, yello nos complace, porque tampoco existe StoneHenge; mas, ¿qué diantres es todo eso? Existenaún, por ventura, las cadenas de Bedlam, paraque los locos no muerdan a los visitantes. Existeel banco del rey, el Mansion-House, en el queel monarca hace sentar a la fuerza a sus deudores.Existe, sobre todo, la abadía, y ella vale solapor todas las cosas del mundo... <strong>Don</strong> <strong>Juan</strong> y lossuyos cruzaron sobre los retumbantes empedrados,camino de Pall-Mall, hacia su fonda.Una de las fondas más hermosas de toda latierra...


La misión de <strong>Juan</strong> era secreta y sólo sesabía de él que era extranjero, rico, joven yhermoso y que había merecido el amor de lasoberana de todas las Rusias. Él supo presentarsus cartas muy a tiempo, y fue recibido conhonores y zalemas por esos buenos políticos dedos caras que, frente a un hombre casi un niño,se las prometieron muy felices, pensando engañarlefácilmente. No fue así, como habrá deverse, mas ello no importa ahora. Porque ahorase trata simplemente de cantar la mentira. Ellaes únicamente una verdad rebozada y desafío atodos los seres humanos a que afirmen algo queno tenga alguna levadura de falsedad. ¡Loor alos embusteros y sus embustes!Fue presentado en palacio. Fue admiradopor todos, y gustó especialmente, entre susprendas personales, un diamante admirable ygrandísimo que le había regalado Catalina, sinduda porque tuvo sus motivos íntimos para


hacerlo, lo cual, a ciertos ojos, aumentaba elvalor de la preciosa piedra. Noble como era,mereció la amistad y consideración de los de suestirpe. Mozo, lo apetecían por igual solteras ycasadas: para unas, porque era una esperanzade matrimonio, y para otras, por un sentimientoalgo más generoso. Él, bachiller tres veces enartes, en talentos y en corazón, bailaba, cantabay lucía un aire sentimental como una suavemelodía de Mozart, apareciendo triste o alegre,según venía a cuento. No tenía caprichos y demostrabaconocer el mundo. Las doncellitasfrescas e inocentes se ruborizaban frente a él;las casadas intentaban ruborizarle; las marisabidillas,esas tan sensibles que suspiran por elúltimo soneto y guarnecen su desdichada soledadtras las páginas de la revista de poesía másdesconocida, avanzaron hacia él como verdaderosasaltantes; pero <strong>Juan</strong> era hábil y se libróde servir para que lady Fitz-Friky o miss MaríaMaunisw se sintieran cantadas en el idioma deCervantes... De todo triunfó <strong>Juan</strong>. Entregó a la


pequeña Leila al cuidado cariñoso y la sabiaeducación de lady Pinchbeck, conforme leaconsejaron ciertas damas de la "Asociaciónpara la supresión del vicio", y continuó viviendoalegremente. Esta lady Pinchbeck era algovieja, pero había sido joven; era virtuosa y no lohabía sido, conforme aseguraban malas lenguas.En todo caso, era ahora una anciana ingeniosa,que tenía a <strong>Juan</strong> en gran estima y queabrió a la niña las puertas de su casa y de sucorazón. Tranquilo en este punto, <strong>Juan</strong> tuvomuchos amigos que tenían muchas mujeres, yfue espléndidamente atendido por todos en esaalegre vida que consiste en tener el coche siemprepreparado para hacerle correr en cualquiermomento en pos de un convite.Un joven soltero que tenga un nombrey sea rico —no me canso de decirlo— se ve precisadoa jugar en sociedad un juego que consisteen hallar el perfecto equilibrio entre la aspiraciónde las solteras por encontrar compañía


asegurada y el afán de las casadas de ahorrar alas vírgenes el trabajo del matrimonio. Puedeéste parecer un juego fácil, mas si habláis sieteveces seguidas con una cualquiera de las primeras,ya podéis preparar el vestido de boda.Quizá recibiréis una carta de la madre, asegurándoosque ha descubierto casualmente lossentimientos de su hija y que no quiere estorbarvuestra mutua felicidad; quizá sea la visita delhermano, que vendrá con su levita y su corsédebajo, sus bigotes y su aire trascendente, apreguntaros por vuestras verdaderas intenciones.Ambos inesperados acontecimientos, tantopor compasión hacia la virgen como por caridadhacia vosotros misinos, pueden muy bienservir para añadir un ejemplo más a la largalista de curaciones realizadas por el matrimonio.En cuanto a las casadas, son más dulces ygenerosas, pero, ¿quién garantiza nunca el carácterde sus maridos? Y aún se mezcla en eljuego, para no detenernos demasiado sobre él,un tercer elemento que quiero denunciaros: el


de esa especie de cortesana anfibia, "color derosa", es decir, ni carmesí ni blanco, la fría coquetaque no puede decir "no" y no quiere decir"sí", la cual envía todos los años a la tumba unaconsiderable cantidad de Werthers. Y, en fin,para acabar, existe aún un peligro, que es, enverdad, el más grave de todos: el de aquéllasque, sin miramientos a la Iglesia, al Estado, almarido, a la madre o al hermano, se entregaformalmente a enamorarse de vosotros. En laantigua Inglaterra, cuando eso sucede, ¡pobrecriatura! el pecado de Eva se considera unabagatela comparado con el suyo.Si, por ventura, la inglesa llega a entregarsea "una pasión", el negocio se pone muyserio. Por cada diez veces, en nueve no intervienesino la moda o el capricho, la coquetería oel deseo de darse tono, el orgullo de un niñoadornado con un cinturón nuevo o el anhelo dedesconsolar a una rival; pero tal vez llega laocasión en que el amor será un huracán, y en-


tonces no puede calcularse de lo que una inglesaes capaz. <strong>Juan</strong>, aunque no conociera estaverdad, ni fuera casuista, recordaba a su dulceHaida, y entre varios centenares de mujeres noencontraba ninguna que fuera enteramente desu gusto. Por otra parte, se divertía conociendoLondres, visitando sus Cámaras, prodigios dela elocuencia y de la libertad del hombre, siendorecibido en la mejor sociedad, donde, sinembargo, como sucede con frecuencia, se hallabaamenazado de caer ante el peligro que queríaevitar. Mas, ¿por quién, cómo, cuándo? Heaquí lo que todavía no podemos saber, aunque,sin duda, se preparaba ya en el secreto insondablede los hechos organizados y previstospor el destino.Milady Adelina Amundeville era denoble origen, rica por el testamento de su padrey muy bella en el país en que más abundan lasbellas, según voto de sus fieles y celosos patriotas,que la proclaman, cosa indispensable, la


tierra más preciosa en cuerpos y en almas. Nosoy yo quien les contradice. Unos ojos sonsiempre unos ojos y, en realidad, no importaque sean azules en lugar de ser negros. El bellosexo debe ser bello siempre, y ningún hombrede menos de sesenta años debe advertir queexiste una mujer que no sea linda. Transcurridaesa edad, les resta todavía a los hombres la pasiónpor la reforma, la paz, la discusión de losimpuestos, lo que se llama la nación, en fin;gozan de la esperanza de llegar algún día aregir la nave del Estado, y, por último, de losplaceres que encierra el odio, que viene a sustituiral amor. Ello es la última enseñanza, puestoque los hombres que aman de prisa odian concachaza. Yo ni amo ni odio con exceso, aunquebien es verdad que siempre no me ha sucedidolo mismo. Pero confieso que sería muy feliz sipudiera enderezar entuertos y que preferiríaprevenir el crimen a tener que castigarlo, aunqueCervantes, en su demasiado verídica historiadel Quijote, haya demostrado lo inútil de


semejante designio. Por cierto que ningunanovela es más triste que ésta, tanto más tristecuanto que hace reír. El héroe es en ella unhombre honrado que anda buscando el bien sinfatiga y que corre constantemente tras el malpara combatirlo... La risa de Cervantes concluyócon la caballería española, resultando de elloque su chanza privó a España de su brazo derecho.Desde entonces han sido allí muy raros loshéroes. En los días en que las novelas de caballeríaencontraban a aquel pueblo, el Universoabría ancho campo a sus brillantes falanges.Pero tanto ha sido el mal producido por la genialburla del poeta, que toda su gloria, comoingente creación literaria, ha venido a resultarpagada muy cara con la ruina de España.Mas me olvido de milady AdelinaAmundeville, la hermosura más fatal con que<strong>Juan</strong> tropezara jamás, aunque ella no fuese malani deseara enojarle. El destino y la pasión, sinmolestarse en dar explicaciones, extendieron


sus redes alrededor de estos dos jóvenes. Ladulce Adelina era, en medio de la zumboneríade este mundo, un espejo de belleza, cuyos encantosdaban que hablar a todos los hombres yhacían callar a todas las mujeres. Esto últimofue tenido por un milagro, que desde aquellosdías no ha vuelto a repetirse. Casta, hasta elpunto de desesperar a la maledicencia; esposade un hombre a quien había amado con todo sucorazón, hombre muy conocido en los círculospolíticos: frío, imperturbable, franco, comobuen inglés, bastante inclinado a obrar con caloren determinadas circunstancias y tan orgullosode sí mismo como de su encantadora mujer.El mundo no tenía nada que decir en contrade ellos, y ambos parecían vivir en la más perfectatranquilidad: ella en su virtud y él en sualtanería.El acaso hizo que determinadas gestionesdiplomáticas reunieran muchas veces a don<strong>Juan</strong> y al esposo de milady. Aunque éste fuera


eservado, la juventud, la gracia y el talento denuestro héroe hicieron mella en su espíritu,inspirándole una estimación que acaba casisiempre por hacer buenos amigos a los hombres,según las reglas de la buena crianza. Comolos dos eran iguales en nacimiento, posiciónsocial y fortuna, no podían, uno a otro, reclamarsedistinción alguna que los diferenciara,aunque milord creyera que le llevaba algunaventaja por los añs y por la patria. El hecho esque su amistad se hizo de día en día más íntimay que don <strong>Juan</strong> acabó por ser siempre huéspedbien venido y aun deseado en casa de lord Enrique.Es muy cierto que las mujeres se hallanmás seguras de su propia virtud entre una muchedumbrede fatuos aspirantes a su desapariciónque ante uno solo. El palacio de lord Enrique,repleto de ellos, podía representar en talsentido la más perfecta de las garantías, pero laverdad es que Adelina no tenía la menor nece-


sidad de semejante escudo, que deja, por cierto,muy poco mérito para la verdadera pureza femenina.Su gran recurso estaba en su elevadoespíritu, que sabía juzgar a los hombres segúnsu verdadero valor. En cuanto a la coquetería ladesdeñaba la esposa del inglés, porque, segurade la admiración que causaba, había concluidopor importarle muy poco los tributos que diariamenterecibía. Cortés sin afectación, si bienes verdad que sabía mostrar por algunos de susadmiradores cierta deferencia halagadora, tambiénlo es que ella no dejaba nunca huella algunaindigna de la esposa o de la doncella máscasta y que, si era generosa y amable por naturaleza,lo era por cortesía con cuantos pasabanpor amigos suyos y, acaso, por tierna solicitudy caridad hacia los que gozaban fama de genios,a fin de consolarlos de la triste gloria deser gloriosos. Bella hasta lo infinito, venía a ser,por unión de su hermosura corporal con la desu alma, lo más grato que Londres podía ofrecera viajero alguno.


Mas no crea el lector que milady fuerauna mujer fría e indiferente, porque de todos esconocida la repetida imagen del volcán que,alimentando en su seno la ardiente lava, se cubrede por fuera con un manto de nieve, oaquella otra que me viene a las mientes de unabotella de champaña, cuyo licor, helado por elfrío, no encerrase entre sus témpanos sino unaspocas gotas, que por ello serían las mejores delmundo, ya que nada hay como el vino reducidoa su quintaesencia. ¡Oh!, estas gentes que parecencontenidas y frías son sorprendentementeardorosas, una vez roto el hielo maldito que lasrodea.***El invierno inglés, que termina en juliopara volver a empezar en agosto, había terminadoya en el tiempo en que tiene lugar nuestrahistoria. Tal época era, pues, la que todos los


años se transforma en el paraíso de los postillones:vuelan las ruedas, los caminos se cubrende carruajes, las diligencias se cruzan, al Sur oal Este, al Norte o al Oeste, sin que nadie compadezcaa los pobres caballos de posta, porquecada cual guarda su piedad para sí y para sushijos, bien entendido que éstos, que se hallan enlos colegios, habrán cumplido su deber contrayendomás deudas que sabiduría... Milord Enriquepartió también en su carroza, durmiéndoseen ella al lado de milady. Partían para sumagnífico castillo en el campo, Babel gótica,que contaba ya más de mil años de antigüedad.Ya todos los periódicos habían dedicado unpárrafo al comentario de su viaje. Tal es la gloriamoderna. El Morning Post fue el primero enproclamar la gran noticia: "Hoy ha partido—dijo—, para su casa de campo, lord H. Amundevillecon su esposa, lady Adelina." Y aúnañadía: "Se asegura que este ilustre señor recibiráeste otoño, en su castillo, a una espléndidapartida de sus nobles amigos, entre los cuales


sabemos, por conducto fidedigmo, que se cuentael duque D., que piensa pasar por allí la estaciónde la caza con otros muchos personajes dealto rango, entre los cuales se nombra al ilustreextranjero enviado en misión diplomática porla Corte de Rusia."Así vemos, puesto que no puede dudarsesiquiera de lo que dice el Morning Post, anuestro amable ruso-español brillar, con losreflejos de sus encantos propios, en medio delos encantos de todos los demás.El castillo de los Amundeville hallábase,desde antiquísimas edades, enclavado en elfondo de un fértil valle, guardado por todoslados por colmas pobladas de frondosos bosques.Ante él se extendía un lago de límpidasaguas, mantenido por la corriente líquida de unbello riachuelo, que trazaba su curso constantea través de la floresta, y cuyas claras aguas escapabande él por medio de una brillante cas-


cada coronada de espumas, cuyos ecos se ibanapagando a lo lejos, como los quejidos de unniño consolado por su nodriza, y que acababaconvirtiéndose en un pequeño arroyuelo que sedeslizaba suavemente a través de la enramada.El castillo era un edificio vasto y venerable,que conservaba todavía las raras huellasde su anterior destino monástico, y en el queaún existían los claustros, las antiguas celdas, elrefectorio y una pequeña capilla intacta. Entodo lo demás había sido reformado, por lo queactualmente recordaba más a los barones queeran sus propietarios que a los monjes quehabían sido sus habitantes. Sus anchas salas,sus largas galerías, sus espaciosos aposentos,juntos todos por una ilegítima, pero bella uniónde los estilos y las artes, podían chocar a uninteligente, pero producían una muy noble impresiónen el ánimo de aquéllos que ven con losojos del corazón, puesto que mirando así sehalla bello a un gigante, sin pensar si está hecho


según las regulares leyes de la naturaleza. Insignesbarones cubiertos de hierro que en lasiguiente generación se veían convertidos enfinos condes vestidos de sedas y de cintas, ornabanlas paredes del castillo, cada uno en sulienzo correspondiente, en admirables cuadrosmuy bien conservados y había también, alternandocon ellos, lindas ladies Marías de frescosrostros y largos cabellos, condesas de edad másmadura, brillantes de perlas y de rasos, y algunasde esas bellezas a lo sir Peter Lely, cuyoescaso vestido nos invita a admirarlas libremente.***Ha llegado el otoño y, con él, los huéspedesque eran esperados para el dulce goce delos placeres del campo inglés. El trigo está yasegado; los montes, llenos de caza; corren losperros de presa, seguidos de los cazadores acaballo, por las praderas verdes y alegres... In-


glaterra tiene una felicidad a flor de piel y alalcance de todos: la de que, cuando comienzansu dulce declive los días otoñales, se creería queva a volver la primavera; tiene también unainagotable mina de placeres interiores, a basedel amable fuego sostenido con carbón de piedra,y, al fin, posee ese conmovedor panoramade madurez del buen otoño, que lo que pierdeen verdes lo gana en amarillos...Los nobles huéspedes, reunidos en laabadía-castillo, eran, dando la preferencia alsexo femenino, la duquesa Fitz-Fulke, la condesaGrabby, lady Scilly, lady Busey, miss Eclat,miss Bombazeen, miss Mackstay, miss O'Tabby,miss Rabby, esposa del rico banquero, y lahonradísima Mrs. Sleep, que parecía una cosa yera otra. Había, además, algunas de esas condesas,de las que es mejor no dar el nombre, sinoel rango, que son la flor y nata, y también lahez, de las sociedades, mujeres por las que pasanlos pecados como el agua a través de los


filtros, que también son como el papel monedaque llega a convertirse en buen oro contante ysonante en los Bancos. El por qué ni el cómo noimportan, puesto que el pasaporte cubre lo pasado,ya que la gente de buen tono no tienemenos nombradía por su tolerancia que por supiedad. Advertiré, sin embargo, que son muydifíciles de apreciar las reglas de la justicia querige entre tales gentes, demasiado parecidas alas de la lotería. Mujeres virtuosas he visto tiradaspor tierra sin motivo, en tanto que otras,realmente pecadoras, han sabido intrigar y luchartan bien, que han podido volver al seno dela sociedad, brillando en ella como estrellassalvadas de la ferocidad ajena, tan sólo mediantealgunas ligeras murmuraciones que no dejancicatriz ninguna.La partida se compondría de unastreinta y tantas personas de muy noble casta, yentre los hombres estaban: Paroles, el legistaespadachín, que, limitando el terreno de sus


atallas al foro y al Senado, cuando se ve llamadoa otro lugar, se muestra siempre másamigo de las palabras que de los combates; eljoven poeta Rackrhyme, recientemente aparecido,y brillante como un astro; lord Pyrrho; elgran librepensador y bebedor sir John Pottledeep;el duque Dash; doce pares, semejantes alos de Carlomagno; cuatro honorables místers,que no tenían otro honor que ése que, por título,colocaban ante sus nombres; estaba tambiénese valiente caballero anónimo, venido deFrancia, que nunca falta y representa la astuciay la fortuna, el metafísico Dick Dubious, queamaba la filosofía y las buenas comidas; Angle,que se llamaba a sí mismo ilustre matemático;Silvercup, famoso por los muchos premios quehabía obtenido en las carreras de caballos; elreverendo Rodomonte Precisian, que odiabamenos el pecado que el pecador; lord AugustoFitz-Plantagenet, muy bueno para todo, aunquemejor que para todo, para las apuestas; el gigantescooficial de la guardia, Jack Jargon; el


general Fireface, famoso en los campos de batalla,que en las últimas guerras se comió másyanquis que los que mató; el divertido juez delPaís de Gales, Jefferis Hardsman, tan expertoen su oficio que, cuando un acusado oía su sentencia,escuchaba a la vez, para su consuelo,una chunga del que le había sentenciado. ¡Ah!,y estaban también, se me olvidaba, las cuatromiss Rawbolds, lindas hembras, en las cualestodo era música y sentimiento, y cuyos corazonespensaban menos en un convento que enuna corona de conde o barón.La compañía de buen tono se parece aun juego de ajedrez, pues en ella hay reyes,reinas, obispos, caballeros, rateros, usureros, detal modo que el mundo no es más que un juego,con la sola diferencia de que las figurillas queen él trabajan se mueven por impulsos o resortesencerrados en ellas mismas y quizá pudierancompararse con los del alegre Polichinela.


Lord Enrique y su bella esposa eran elseñor y la señora del castillo, y las personas quehemos nombrado, con alguna que tal vez se nosolvide, eran sus huéspedes. Su mesa hubieraquizá puesto a los manes en la tentación depasar la laguna Estigia para hacer un banquetemás substancioso. No me extenderé describiendolos guisados o asados, aunque la historiaatestigua que, en todo, la felicidad del hombre,ese pecador hambriento desde que Evacomió la manzana, depende mucho de la comida.Diré solamente que los hombres salíantemprano para cazar: los más jóvenes, porquegustaban de aquel ejercicio, y los de mediaedad para abreviar el día, en tanto que los viejosse paseaban por la biblioteca, revolviendolibros, criticando cuadros, o iban y venían miserablementepor el jardín, disertando sobre elinvernadero. Algunos muy valientes montabantodavía un viejo caballo de apacible trote. Ytodos, en fin, leían por la mañana las gacetas,fijando una lánguida mirada en los relojes en la


disimulada, pero impaciente espera, propia delos setenta años, de que dieran las seis de latarde. Nadie se sentía incómodo; la hora de lascitas generales era anunciada por la campanade la comida, y hasta aquel momento todoseran dueños de su tiempo y libres de entretenersus ocios, reunidos o en soledad, conforme quisieranemplear su día, circunstancia amable demuy pocos mortales conocida.Las señoras, unas con afeites y otraspálidas, disponían también como les parecía delas mañanas; si hacía buen tiempo, salían a caballoo a pie; si lo hacía malo, leían o referíanuna historia, cantaban o repetían la última contradanzallegada del Continente, discutían sobrela moda del porvenir, arreglaban la futuraforma de los sombreros o borroneaban mediadocena de hojas de papel, aglomeradas en unacartita, con la que entretenían su correspondencia.Pues preciso es saber que, si algunas teníansus maridos ausentes, todas ellas poseían ami-


gos a quienes escribir. Nada hay en la tierra yen el cielo que se parezca a una epístola femenina,que, lo primero que es, es interminable yque jamás dice lo que tiene intención de decir,ni mucho menos lo que decir debiera... Tambiénhabía partidas de billar y diversos juegosde cartas. Barquichuelos, para los días en que elagua del lago estaba tranquila; patines, paracuando helaba y el frío dificultaba las pistas dela caza; pesca de caña, viejo y triste vicio solitario,diga lo que diga Isaac Wartol, ese viejo loco,ese cruel fatuo, que debería tener un anzueloen la garganta y una trucha tirando del sedalpara sacárselo.Por la tarde se verificaba el banquete yse bebía vino, se entablaban conversaciones, yvoces más o menos divinas (como que aún padecencon el recuerdo mi corazón y mi cabeza)ejecutaban dúos; las cuatro miss Rawboldsdanzaban alegremente y aprovechaban la ocasiónde ostentar sus lindos brazos blancos y sus


talles de sílfidos. Separábanse todos temprano,es decir, antes de la media noche, la que es elmediodía de Londres... Y que Dios guarde enpaz el dulce sueño de cada una de aquellasdamas, flor replegada en sí misma, y haga resaltarcuanto antes los verdaderos colores de surosa espléndida.Nuestro héroe se avenía bien con todaclase de personas y vivía igualmente contentoen el campo, a bordo de un navío, en una chozao en los palacios cortesanos, pues había nacidocon ese dote feliz del alma que por nada se turba,de manera que tomaba parte con la mismamodestia así en los trabajos como en los juegos.Sabía quedar en buen lugar con todas las mujeres,sin dejarse llevar por afectación alguna.Conquistó la admiración de todos aquella temporadacampesina, y hasta en el deporte taninglés de la caza del zorro supo mostrarse consumadomaestro. Poseía, por otra parte, unacualidad, muy rara para una persona que había


de madrugar para ir a la caza, y era la de nodormirse después de las comidas, cosa que gustasiempre a las mujeres, deseosas de poseer unoyente, sea santo o pecador, a quien dirigir lasgratas palabras que se deslizan de sus labios derosas. Vivo e inteligente estaba siempre atento ala parte más interesante del diálogo, aceptandocuantos conceptos ellas asentaban; unas vecesgrato, otras alegre, nunca pesado o impertinente,componiendo a las mil maravillas la figuradel oyente perfecto. También bailaba, y muybien, con gracia y comedimiento; sus pasos dedanza eran castos y sabían retenerse en suslegítimos límites, sin que por eso perdieran nila elegancia ni el atractivo... No debe, pues,causarnos admiración que llegara a ser el favoritode todas las señoras que habitaban el castillo,y que muchas lo consideraran como un Cupidoverdadero, tanto dentro del grupo de lascastas como en el de las que no gozan de talfelicidad. La duquesa de Fitz-Fulke, que gusta-


a de él, comenzó a atraparle con una marcadadeferencia.Era la duquesa una hermosa rubia, deedad inicialmente madura, pero de apetecibleposesión aún, muy distinguida y celebrada enlos inviernos del gran mundo. No relato suhazañas, porque constituyen, en cierto modo,un asunto espinoso, aparte de que puedenhaberse deslizado determinadas calumnias ensu crónica. Sólo debo decir que su última pasiónhabía sido consagrada a su reciente esposo,lord Augusto Fitz-Plantagenet, noble personajeque, de todas maneras, empezó a fruncirlas cejas ante el coquetismo que, frente a don<strong>Juan</strong>, invadía manifiestamente a su señora.Inflamada por el amor sagrado a la virtud,lady Adelina empezó a encontrar algo censurablela conducta de la duquesa y, sintiendomuy de veras que tal dama hubiese entrado enla mala senda y hubiera, acaso, de pasar por el


terrible dolor de perder su decoro, se decidió aponer de su parte cuanto fuera preciso paraevitarlo. Y, así, la tranquila severidad de la castalady Adelina no se limitó a apesadumbrarsepor su amiga, cuya reputación estaba a puntode parecer dudosa a la posteridad, sino queresolvió tomar las medidas que fueran convenientespara detener los progresos de tan tristeaventura.No era una de las razones menores dela conducta de lady Adelina la de considerar elpeligro que había también para don <strong>Juan</strong> ensemejante asunto, ya que la juventud de nuestrohéroe (nada menos que seis meses menorque ella), el genio del duque y, en especial, lascondiciones temperamentales de la duquesa, lojustificaban cumplidamente. Tenía Su Graciafama de intrigante y algo pícara, aun en la esferade lo amoroso; era una de esas bonitas y preciosasplagas que fatigan a un amante con tiernoscaprichos, que gustan de promover duelos


y disputas, siempre que tienen ocasión paraello; que os encantan y os atormentan, si lasamáis, en sus accesos de frialdad y ardor alternativos,y, lo que es aún peor, que no os dejanmarcharos nunca de su lado, que no dejan queacabe nunca la aventura. En una palabra, erauna de las mujeres nacidas para trastornar lacabeza de los hombres jóvenes o para acabar deconvertirlos en un Werther. No es extraño,pues, que el alma pura de lady Adelina temieraque la duquesa llegara a ser funesta para sujoven amigo. Movida por la inocencia de sucorazón, que ignoraba o creía ignorar toda especiede artificios, suplicó primero a su esposoque diese algunos consejos a don <strong>Juan</strong>, sin conseguirque éste le hiciera caso, ya que lord Enriquese limitó a aconsejarle, a su vez, que no semezclara en asuntos ajenos, y se marchó a leersu correspondencia, dándole un inocente besoen la frente, más propio de un hermano que deun esposo. Y en este beso está, al fin y al cabo,toda la psicología de este buen hombre, a


quien, reuniendo numerosas excelentes condiciones,le faltaba aún algo, que, por consecuencia,también le faltaba a su hermosa lady Adelina.Tanto le faltaba que, a veces, especialmenteen los atardecidos, sentía ella vacío su corazón,aunque lo supiera muy digno de hallarsebien ocupado. Ella amaba, o al menos creíaamar, a su marido, mas tal amor la costaba unesfuerzo, pues terrible trabajo es, al fin y al cabo,hacer caminar nuestros sentimientos cuestaarriba.Por más que la bella Adelina pudieralisonjearse íntimamente de la pureza de susintenciones, interviniendo en el pleito de don<strong>Juan</strong> y la duquesa, lo cierto es que en su almaiba creciendo, gota a gota, un extraño sentimientoque la obligaba a sentirse cada hora másresuelta a oponerse a los deseos de su amiga. SiBonaparte hubiese vencido en Waterloo hubieraseguido siendo firme, pero alcanzó esta firmezasuya de siempre un grado de obstinación


total precisamente cuando fue vencido. No creoque nuestra hermosa estuviera ya entoncesenamorada de don <strong>Juan</strong>, pues, de lo contrario,hubiera tenido fuerza de ánimo bastante pararechazar como convenía tan exaltado sentimiento,absolutamente nuevo para su alma.Creo que experimentaba tan sólo hacia él unasimpatía extraordinaria, que no sé si era verdaderao falsa, y que se afirmaba más vigorosamenteal considerar que nuestro héroe era muyjoven, extranjero, amigo suyo y de su esposo, yse hallaba a punto de caer en los brazos de unasirena tan acreditada como la duquesa.Es indudable que la secreta, pero constanteinfluencia del sexo interviene mucho en laamistad y transforma en sentimientos, especialmentegratos y tiernos, la de los hombres ylas mujeres. <strong>Don</strong> <strong>Juan</strong> y la casta Adelina, ¿llegaron,por ventura, en su amistad a darse cuentade este matiz profundo? En otra parte lo veremos.Durante la temporada de estancia en el


castillo, pasearon mucho juntos, estudiaron elespañol, conversaron largamente, danzaron y,acaso, se contaron uno a otro más de un levesecreto. Mas ruego al lector que no prejuzguenada anticipadamente, pues se expondría aincurrir en equivocaciones, tanto acerca de ellacomo de él... Tomaré, en consecuencia, un tonomás serio que el que hasta ahora he empleadoen esta sátira para hablar de ellos. Ignoro apunto fijo si, al fin, habrán o no de sucumbir.Pero si así sucede, los tendré por perdidos a losdos y lo sentiré profundamente.***De las cosas más pequeñas suelen originarselas más grandes consecuencias. ¿Quiéncreería que una pasión tan peligrosa como laque conduce muchas veces al hombre y a lamujer al borde de los precipicios del pecadopuede producirse simplemente a consecuenciade una ocasión trivial, insignificante? Bien se-


guro estoy de que no creeréis la historia aquéllade un galán francés y una arrogante y dulcelady escocesa que hubieron de sufrir el fuegoeterno y el desdén humano, simplemente porqueel destino los dejó solos una tarde de lluviadurante una partida de billar. El mundo nuevono sería nada comparado con el antiguo si algúnCristóbal Colón de los mares morales enseñasea los hombres las antípodas de sus almas.¡Cuántos desiertos, cuántos bosques,cuántas montañas, y ríos, y paisajes, se descubriríanen el alma humana! Lady Adelina, lamuy honorable y muy honrada lady, corría elriesgo de perder, al menos, una parte de suhonor, aunque no lo supiera ella misma, puesson muy pocas las personas de su amable sexoque saben ser constantes en las resolucionesque toman. Adelina, sin embargo, podía compararsea esos licores puros, esencia misma delos pámpanos, que acaso no pueden nuncaadulterarse. Cuanto más interesada estaba enuna cosa, más ingenua se mostraba. Entregaba


sin reparo su cabeza y su corazón a los sentimientosde la naturaleza más inocente. Y así erade esa pura especie su agrado al conocer la historiade don <strong>Juan</strong>, tan llena de aventuras, guerras,viajes, amores, peligros y ternuras, porquelas mujeres oyen siempre esas relaciones conplacer infinito. Añadid a esto que don <strong>Juan</strong> ganabacada día ante los ojos que lo contemplaban.Era sereno, amable, y se manifestaba placentero,aunque sin ostentarlo; era insinuantesin insinuación; observaba los defectos y lasfragilidades del mundo, pero no lo decía; mostrábasealtivo con las personas altivas, massiempre con cortesía, de un modo capaz dehacerlas entender que conocí el rango que ocupabaél, así como el que pertenecí a ellas; sinsentir pretensiones a la prioridad, jamás consentíani reclamaba la superioridad. Y consteque todo esto es de aplicación para referirlo altrato de don <strong>Juan</strong> con los hombres, porque, encuanto a las mujeres, era lo que ellas queríanque fuese o llegase a ser, gentil y simplemente.


Como Adelina no era un juez muy profundoen materia de caracteres, dominaba bastanteen ella la propensión a prestar a los demásun colorido que era, al fin y al cabo, el suyopropio; así es como la bondad comete amablesyerros y lo hace también la sabiduría, conformelo atestigua la experiencia, que es el granfilósofo, el más triste de todos, pero el más sabiocuando una vez hemos llegado a profundizarsu ciencia...Cuando Adelina, apreciando algo delpropio mérito de <strong>Juan</strong> y del peligro de su situaciónactual frente a la duquesa, experimentóhacia nuestro héroe un vivo interés que quizáera un poco de afecto, por ser una sensaciónnueva para ella, o porque había allí cierta aparienciade inocencia, lo cual es una tentacióncruel para las mismas inocentes, comenzó areflexionar sobre la manera de salvar el alma desu buen amigo, expresión un poco diferente da


la de su bien amado. Como auténticamente erauna lady digna y respetable, y como sólo eraexperimentada en su propia experiencia y notenía demasiado interés en que <strong>Juan</strong> encontrarael amor entre sus amigas, reflexionó dos o treshoras sobre el caso y decidió que moralmente, yconforme a las buenas costumbres, el mejorestado del hombre —¡ay, no podría decir lomismo del de la mujer, aunque no lo supo definirclaramente!—es el del matrimonio, por locual aconsejó con mucha formalidad a don <strong>Juan</strong>que se casase. <strong>Don</strong> <strong>Juan</strong>, con la deferencia conveniente,aunque sin entenderlo demasiado, lacontestó que sentía una especial predilecciónpor el lazo matrimonial, pero que de momento,y en atención a sus ocupaciones, no estaba precisamenteen la ocasión de hacer un matrimonio,aparte de que era preciso consultar en talestrances, no sólo a su propio gusto, sino al de laspersonas a las que podría dirigirse y, sobre todo(no podía decir más), que él se casaría conmuchísimo gusto con alguna dama si no fuera


porque daba la casualidad de que ya estabacasada. Adelina citó entonces los mejores partidosfemeninos de la Gran Bretaña: la discretamiss Reading, o sus semejantes miss Raw, missFlaw, miss Flowman, miss Knowman o las doshermosas y ricas heredades (queremos decir,naturalmente, una cualquiera de las dos) Giltbedding.También podía contarse con missMillpond, apacible como el mar en un hermosodía de verano, aquella maravilla, tantas vecescitada, hija única, con espléndida dote, semejantea una crema de dulce mansedumbre,cuando menos en lo exterior, porque en el fondode la crema había una leche acuosa, teñidade ligeros matices azules; pero esto importapoco, porque el amor es libertino, naturalmente,pero el matrimonio debe ser pacífico y, comose ve con frecuencia atacado de consunción, esrecomendable para él la dieta lactanciosa... Estabatambién miss Audacia Shoestring, brillanteseñorita, de estupenda fortuna. Podía tambiénpensarse en..., pero, ¿a qué ir más lejos, a no ser


que las señoras gusten de que terminemos larevista de las novias?Sin embargo, la verdad es que podíatodavía pensarse en una belleza no citada porlady Adelina, una belleza deseada por todos,del mejor gusto y la mejor clase: Aurora Raby,astro joven y lindo, alegre sano, hermoso sindisputa, hacia el que no tenemos más remedioque lanzar nuestras alabanzas; admirable criaturaapenas formada, capullo de rosa, cuyashojas más tiernas aún no se habían abierto. Erarica, noble, huérfana, amante de la soledad,joven, soberbia y sublime, melancólica, sin embargode ello, como los serafines. ¡Y, era, además,triste y grave, como un ángel que se lastimasedel ángel caído, arrepentida de un crimenque no había cometido, flor nacida a las puertasdel Edén para el gozo de los desgraciados quenunca podrán entrar en él...! Pero, cosa rara,Adelina la había olvidado entre sus candidatas...


Tal omisión, como la del busto de Brutoen la pompa fúnebre de Tiberio, sorprendió adon <strong>Juan</strong>, y así lo hizo notar con cierta sonrisa.Adelina, con algún desdén, contestó que no sele había ocurrido pensar en una niña afectada,desdeñosa y fría.No seríamos justos si pensáramos que alady Adelina la movía la envidia, puesto quesus ideas y su mismo rango y belleza la poníaal abrigo de sospecha semejante. Tampoco eradesprecio, puesto que la joven no era despreciable.Tampoco podían ser celos... Mas dejemoseste vano intento de explicar lo que fuese.El corazón humano tiene siempre esas sombras,esos secretos... Más fácil es siempre, ¡ay!, decirlo que no era que lo que era...Para resumir: el congreso habido entreAdelina y <strong>Juan</strong> acabó como los de nuestros días;es decir, que produjo cierto mal humor entre


ellos, porque Adelina era obstinada y aun dudabade su Waterloo... Pero el sonido de lacampana, que llamaba a todos a la mesa, acabóla cuestión muy lindamente.Por una extraña casualidad, <strong>Juan</strong> se encontrócolocado en la mesa entre lady Adelinay la duquesa, de cuyos ocultos pensamientos yahemos hablado..., lo cual era una situaciónrealmente muy apurada para un joven que deseabacomer, pero que, sin embargo, tenía corazóny ojos. Por si fuera poco ya esta situaciónno podía tampoco ostentar siquiera las graciasde su ingenio suelta y gentilmente, porqueAdelina, que ni siquiera le dirigía la palabra,llegaba hasta el fondo de su alma con sus penetrantesmiradas. Se puede comprender que allíhabía cierta violencia. Tanta, que Adelina parecíafelicitarse —siempre con las miradas— deque la duquesa no demostrara demasiado ingenio;y tanta, al fin, que <strong>Juan</strong> se vio precisadoa dirigirle a ésta ciertas atenciones y galanterías


que, al menos, justificaran las sonrisas de ella.Con lo que la comida acabó proporcionandopoco gusto a los tres: a la duquesa, a Adelina ya <strong>Juan</strong>...***La vida fluctúa entre dos mundos, comoel día y la noche, el sol y las estrellas. ¡Cuánpoco sabemos lo que somos y cuán menos loque mañana hemos de ser! El eterno curso deltiempo lleva muy lejos nuestras frágiles existencias.Las olas del Océano de los siglos sesuceden unas a otras, en tanto que los más orgullososmonumentos edificados por los máspoderosos emperadores sólo viven y triunfanun instante... Los antiguos persas enseñabantres cosas útiles: tirar al arco, montar a caballo ydecir la verdad. La juventud moderna imita asu manera tal ejemplo, adoptando arcos de doscuerdas, haciendo sudar a su caballo sin piedady haciendo reverencias que sustituyen gentil-


mente la sinceridad. De todas las verdades delmundo, la que voy a contar es la más verdadera.Tras la triste comida celebrada en elcastillo, <strong>Juan</strong> se retiró a su cuarto, sintiéndoseescéptico, inquieto, receloso y turbado, pues enla juventud todos estos sentimientos puedenmezclarse. Tenía ante sí los dulces ojos de AuroraRaby, más brillantes de lo que hubieradeseado Adelina (tal es la suerte que siempreespera a los buenos consejos), los pícaros labiosde la duquesa y la tierna solicitud y encanto desu huesped. Meditó en todo ello, suspiró, contemplóla luna desde su balcón, y, con la ideade pasear un rato por el bello jardín, pues lehuía el sueño, salió a la galería. La galería estabainundada de la azulada luz de la luna. Todolo que esa luz toca, hombre de mundo, poeta,pastor, amante, aldeano o prestamista, se sientepropenso a entregarse a las ideas abstractas.Como existen grandes secretos confiados a su


illante luz obtenemos de ella grandes pensamientos.<strong>Juan</strong> permanecía en la galería, meditandoen su suerte y su desgracia (ya que detodo hay en esta vida y de todo había o al menospodía haber en el castillo entre los tres encantosde las tres bellas que le seducían), cuandoun ruido le sobresaltó. Fue un ruido muyextraño. Parecía el deslizamiento silencioso deun ser humano sobre los enlosados de piedra.Es preciso decir que la galería estaba colgadade retratos antiguos de los barones y las ladiesfallecidos, que eran los antecesores de lord Enriquey de lady Adelina, antecesores que alcanzabana los tiempos más antiguos de Inglaterra,y que tales lienzos, muchos de ellos gastadospor los siglos, tenían ese aire y ese sombreadoinconfundible que recuerda que sus modelosduermen deshechos en las tumbas... El rumorpersistía, y don <strong>Juan</strong>, que nunca fue cobarde,quedó petrificado al contemplar una extraña


figura, envuelta en un a modo de hábito demonje, que pasó ante sus ojos por tres veces,lenta y grave, como si flotara suavemente sobresus invisibles pies fantasmales. A la terceravuelta desapareció el fantasma, tras una pausamás o menos larga desde que nuestro héroedejara de verlo, sin que don <strong>Juan</strong> fuera capazde precisar si se había filtrado por los muros depiedra del castillo o había utilizado para sudesaparición alguna de las numerosas puertasde la galería. Quedó nuestro joven petrificado,inmóvil, esperando la nueva aparición del fantasma.Más tarde fue recobrando su tranquilidady hubiera deseado verdaderamente quetodo hubiera sido un sueño, pero no tuvo lafortuna de despertar de él. Volvió a su habitación,aún tembloroso, sin saber por qué pensar;se acostó, sin conseguir dormir en toda la noche,y se despertó, sin haber dormido, muytemprano y muy preocupado.


Cuando bajó al salón para el almuerzo,se sentó pensativo junto a su taza de té. Tandistraído se hallaba que todos lo notaron. Adelina,que había, reparado en ello la primera, sinpoder adivinar la causa, se acercó a él, aunquepara dirigirle unas palabras vanas, sin atreversea inquirir la manifiesta causa que le desasosegaba.La duquesa, jugando con su velo, fijótambién su mirada distraída sobre él aunquesin proferir una sola palabra al respecto. Y labella Aurora Raby le examinó con sus ojos negrosmostrando una especie de sorpresa sosegada.Adelina, por fin, no pudo contenerse yle preguntó a <strong>Juan</strong> la causa de su preocupaciónindiscutible. <strong>Juan</strong>, al principio, contestó vagamente.Al fin, contó la aparición de la nochepasada. Con sorpresa escuchó algo que no sabía,pero que era de todos conocido, o sea queen el castillo, cosa que es muy frecuente en lascasas inglesas, había un fantasma. Mostró en-


tonces don <strong>Juan</strong> mayor preocupación, y entoncesAdelina quiso quitar importancia al asuntoy dijo, con aquella gracia casi celestial que lacaracterizaba, que sabía una canción muy lindasobre el tema y que iba a cantarla. Entre la alegría,no exenta de temor, si somos sinceros, detodos los invitados, se sentó al piano y cantó losiguiente:"Guardaos del sombrío padre, descendientede los primitivos moradores de este edificio,que vaga por el castillo y ora todas lasnoches por los que yacen en sus tumbas. Desdeque el viejo lord Amundeville arrojó a los frailesde esta casa, ese monje habita las tinieblasdel sagrado asilo de la antigua iglesia. En vanovinieron los soldados del rey a amenazar laabadía y vigilarla concienzudamente; el frailefiel sigue paseando por esta mansión luego quela noche sucede al día. Nadie sabe si es huéspedfatal o invitado benéfico. Cuando muerenlos lores Amundeville, se posa respetuoso so-


e sus tumbas. Cuando les nace un hijo, sequeja lastimeramente. Cuando les amenaza unadesgracia, ríe sin temor alguno. Los pliegues desu negra capucha ocultan su rostro y sólo dejanver sus ojos, que brillan con mirada de sombríopresagio ¡Guardaos del monje de Amundeville,el monje negro, heredero del viejo monasterio!Hasta hoy, el lord que lleva el título es el amodel día, pero el monje lo es de la noche y nadiesabe cuándo lo será de todas las horas creadaspor los hombres. No maldigáis su presenciacuando sale de las sombras, ni turbéis el silenciode este inmortal habitante del sombrío castillo.Dirigid más bien al Cielo preces por su alma.Sea cual sea ese fraile y sus designios, deseadpara él el descanso eterno."Adelina calló. Se habló más tarde deotros temas. Se olvidó por el mismo don <strong>Juan</strong> laaparición nocturna. Pasó éste su día entre lastres hermosas de sus sueños, admirando determinadascondiciones de marisabidilla de


Adelina, ciertas hermosas cualidades de Auroray la gracia indudable de Su Gracia la duquesa,cuyos ojos parecían rejuvenecidos. El rostro deesta última era la residencia de su alma —si esque gozaba de ella— y era muy seductor, sinperjuicio de un cierto airecillo maligno y picaresco...Las horas transcurrieron sobre igualesacontecimientos que los días anteriores: cánticos,juegos, caza del zorro, danzas, conversacionesy coqueteos, con y sin secreto. Se oyó,por fin, sonar la campana que congregaba atodos para la comida, viejos y jóvenes, aunqueninguno inocente, y se bendijo, como siempre,la lujosa mesa. He aquí una bendición que debíamoscantar cumplidamente.***En la comida de aquel día reinó en ciertosentido, la displicencia. Un vecino de mesade <strong>Juan</strong> declaró su deseo de chupar una aletade pescado. La relación que pudiera haber en-


tre esto y la aparición de la noche anterior no espara comprendida, pero el hecho es que <strong>Juan</strong>recordó su aventura de ultratumba y que tornóa sentirse incómodo. Turbóse todavía máscuando sorprendió los ojos de miss Aurora fijosen los suyos y cierta cosa en sus labios que nopodía ser sino una sonrisa. En cuanto a Adelina,ocupada aquel día por la gloria que aún leduraba a su canción, se ocupaba tan sólo de susinvitados, con manifiesta gracia, pero con ciertoolvido de su preconcebida misión custodiadorade las virtudes de don <strong>Juan</strong>.Mientras que Adelina prodigaba a todossus gracias y agasajos, como perfecta castellanade su castillo, la hermosa duquesa de Fitz-Fulke se mostraba muy contenta y satisfecha...Se sirvió el café. Se despidieron los comensalesque no vivían en el castillo. Se jugó un poco. Secharló. Llegaron las doce. Y cada huésped semarchó a su cama. Pues aunque hubiera algunosmatrimonios, la rígida costumbre del casti-


llo y las exigencias naturales de la caza temprana,reservada a los hombres, determinaban laprudente separación de sexos.<strong>Don</strong> <strong>Juan</strong>, como los otros, fue a su cuarto.Desnudo ya, y envuelto en su bata, dio enpensar que podía volver su fantástico visitadorde la noche anterior y se sentó a esperarle,puesto que él, ante todo, y por razones de buenaeducación y excelente nacimiento, se debía así mismo determinadas correcciones, determinadasdelicadezas. Quiero decir que resolvió aesperar la llegada del fantasma.Tantos años después podemos asegurarque no esperó en vano... ¿Qué es eso? Veo,veo... Ah, no, no... Pero..., ¡sí!... ¡Gran Dios!... ¡Éles!... ¡Él es, de nuevo!... Vaya al diablo ese furtivopaso, que lo mismo puede recordar las pisadasde un fantasma que el suave deslizarse deuna miss enamorada hacia los brazos de suamante..., encaminándose a una cita amorosa


por primera vez y, por ello, sobradamente temerosade que puedan oírse los ecos de suszapatitos... El monje estaba allí, el mismo monjede la noche antes, dispuesto a helar la sangrede don <strong>Juan</strong> en sus venas...Tras el ruido conocido, vino algo másintenso todavía. La puerta del aposento de don<strong>Juan</strong> comenzó a abrirse lentamente. Acabó, alfin, por estar abierta ya de par en par, no contemor, sino con la gracia con que se abren lasalas de las gaviotas, y luego volvió a cerrarsecon el mismo impulso decidido, en tanto quedon <strong>Juan</strong>, desfallecido, tomaba la cosa completamenteen serio. En el umbral apareció el monjenegro con su capucha... El alma del hombreestá llena de temor al ridículo, y don <strong>Juan</strong> lotemió también aquella noche, puesto que erahombre de mucha alma. Se avergonzó de suactitud y hasta se atrevió a pensar que, aun enel supuesto de que se tratara de un verdaderofantasma, un alma y un cuerpo son más que


suficientes para poder entendérselas con unalma sola...Su primitivo miedo se convirtió en despechoy su despecho en cólera cuando quisosuponer que se trataba de una broma. Se levantóde su asiento, avanzó decidido hacia el fantasma...Pero éste abrió la puerta e intentó huir.<strong>Don</strong> <strong>Juan</strong> la cerró de un empujón definitivo.Decidido a saber, contempló cara a cara al monje.Hubo de extrañarse de que sus ojos, queeran lo único visible de su rostro, fueran brillantesy vivos, completamente opuestos a laidea infeliz que podemos tener en este mundode los ojos de un muerto hace mil años. Y noera sólo esto, porque la tumba aquí había conservadoalgo muy agradable: el dulzor exquisitode la respiración del muerto. Era un olorencantador, de veras. Y aún, un suave rizo rubiose escapaba de la capucha. Y todavía la luna,saliendo de una nube, hizo que viera <strong>Juan</strong>dos blancas y lindas filas de perlas que asoma-


an a unos bermejos labios, cuando el fantasmapretendía desasirse de sus brazos...¿Qué podía hacer <strong>Juan</strong>, lleno de curiosidadverdadera? Alargó un poco más sus fuertesbrazos, dominando del todo al viejo monje.Movió sus manos. Y, ¡oh, maravilla!, tocó, sinduda alguna, un duro seno, una turgente graciaterminada en la gloria, que palpitaba alegremente,como si contuviera un joven corazónconmovido... Volvió a tocar, ya sin usar los brazospara ninguna violencia, y comprobó quehabía dos maravillas como aquélla bajo los negroshábitos del fantasma...Y muy pronto, lector: una barbilla delicada,un cuello de marfil, un calor suave y tierno,dulce y pecadorzuelo, revelaron a nuestrohéroe una existencia demasiado carnal para sufantasma bajo aquellos sayales... Un momentodespués cayó el disfraz al suelo y... ¡ay!... ¿debemosdecirlo?... apareció ante los ojos de don


<strong>Juan</strong>... Digamos de una vez que apareció el voluptuosocuerpo, nada fantasmal, de Su locuelaGracia la duquesa de Fitz-Fulke, a cuya buenaalma debe agradecer nuestro héroe determinadascosas muy delicadas y poco fáciles de explicaren este poema.***El mundo está lleno de huérfanos: enprimer lugar, los que lo son en el estricto sentidode la palabra, pero muchos son los árbolessolitarios que crecen más alto que los apiñadosen la maraña del bosque; los siguientes sonaquellos que, sin estar condenados a perder asus amantes padres en la tierna infancia, se venprivados del cariño paternal, con lo cual van adar en no menos que huérfanos de corazón;otros son los hijos únicos, hoy tan de moda, queno dejan nunca de ser niños, pues, como dicen,un hijo único es un hijo malcriado —su educación,en mi opinión, ya sea benevolente o seve-


a, no debe ir nunca tan lejos que transgreda loslímites del amor o el respeto—. Quienes lo padecen—sea en el corazón o el intelecto— seacual sea la causa, son en la práctica huérfanos.Pero volviendo a la norma estricta —entanto las palabras sirvan para dictar normas—la noción más común de huérfano implica a untiempo la imagen de una escuela parroquial,una criatura hambrienta, un naufragio en elocéano de la vida, una mula (como dirían lositalianos) humana, objeto de piedad o algunaemoción peor. Incluso, si se piensa un poco, talvez habría que admitir que los huérfanos ricosson aún más dignos de conmiseración.Son demasiado pronto sus propios padres.¿Qué valor tienen los tutores, guardas,etc., comparados con los progenitores naturales?De ese modo el hijo de un canciller, de laGuardería de la Cámara Estrellada (por ponerel primer ejemplo que me viene a la mente) es


como un patito, criado por Dame Parlett —especialmente si es una niña—, temeroso deecharse al agua de cabeza.Dice el clamor popular, cuando alguienosa ofrecer una perspectiva nueva: "si ustedtiene razón entonces todo el mundo está equivocado".Supongamos el caso contrario: "si ustedestá equivocado, entonces todo el mundotiene razón". ¿Alguna vez es alguien tan discreto?Así pues, yo recomendaría libre discusiónsobre todos los temas, cualesquiera estos sean,o debidos a quién fuere, porque a medida queunos tiempos van empujando a los otros, elúltimo tiende a acusar al anterior de colocarloen un colchón de púas, sin importarle los pinchazosporque es demasiado obtuso: lo que erauna paradoja deviene una verdad, o algo parecido(Lutero lo atestigua).Los sacramentos se ven reducidos ados, y las brujas a una, aunque un poco tarde,


ahora que quemar viejas en la hoguera ha sidodeclarado un acto de inurbanidad (a pesar de locual, hay que decir, no faltan en algunas familiasquienes merecieran buena reprimenda). Algran Galileo le fue negado el sol porque lohabía arreglado, y para evitar que contara quela tierra rodaba en torno a él, le prohibieronincluso que andara. Cuando estuvo casi muertoy enterrado, algunos hombres comenzaron apensar que su ccabeza no había merecido enmienda;y hoy, por lo visto, resulta que teníarazón. Sin duda será un consuelo para sus cenizas.El hombre sabio sólo está seguro cuandoya no puede compartir su saber; tendrá un firmePost Obit en la posteridad.Si tal condena espera a cada gigante intelectual,nosotros, gente nimia en nuestro modestomodo, deberíamos, sin duda, soportarmejor los leves quebrantos de la vida, y eso espor una vez lo que voy a hacer yo, tan bien comosepa —ojalá fuera menos impetuoso—.


Cuando me propongo, cada mañana, ser untotus teres, estoico, sabio, el viento empieza asoplar y yo vuelo, lleno de rabia. Moderado losoy —jamás fui temperamental—; soy modesto—sin ser inseguro—; flexible —aunque en ciertomodo idem semper—; paciente —si bien noaficionado a resistir a cualquier precio—; alegre—aunque, a veces, un tanto dado al lloriqueo—; pacífico —pero en ocasiones también una especiede Hercules Jurens—, de tal modo quecasi pienso que la misma piel contiene a dos otres seres distintos.Dejamos arriba a nuestro héroe en unasituación algo delicada, de las que ofrecen alhombre la posibilidad de mostrar su fuerza —física o moral—. En esta ocasión, si venció suvirtud o, de llano, su vicio —pues procedía deuna nación generosa—, es más de lo que yodeba atreverme a describir, a menos que unabeldad me pague con un beso.


Ahí dejo la cuestión: llegó la mañana, yel desayuno, té y tostadas, del que casi todoslos hombres toman sin rechistar. La compañíacuyo nacimiento, salud, valor, han costado a milira varias cuerdas, se unió a nuestra anfitriona,y mi anfitrión; aparecieron los invitados, el penúltimo,Su Gracia, el último, <strong>Juan</strong>, con su rostrovirginal.Si es mejor hallar un fantasma o nada,era difícil de determinar. <strong>Juan</strong> parecía habercombatido con más de uno, y haber sido vencidoy agotado. Con unos ojos que apenas arrojabanla escasa luz que traspasa un ventanal gótico,Su Gracia, también, tenía todo el aspecto dehaber sufrido escarmiento; se la veía pálida ytemblorosa, como si hubiera guardado vigilia, osoñado más que dormido.FIN

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