No pretendo decir que aquel vapor flotara todo el tiempo. Másde una vez tuvo que vadear durante un rato, con veinte caníbaleschapoteando alrededor y empujando. Habíamos enroladovarios de esos hombres a modo de tripulación. Buenoshombres, caníbales, en su lugar. Eran hombres conlos que se podía trabajar y les estoy agradecido; y despuésde todo no se devoraban unos a otros en mi presencia:habían traído consigo una provisión de carne de hipopótamoque se pudrió e hizo que el misterio de la selva hediera en misnarices. ¡Puf! Todavía puedo olerlo. Llevaba a bordo al directory a tres o cuatro peregrinos con sus cayados, todo completo. Aveces nos tropezábamos con una estación cercana a la orilla,pegada a las faldas de lo desconocido, y los hombres blancos,que salían a toda prisa de una cabaña destartalada, con grandesgestos de alegría, sorpresa y bienvenida, parecían muy extraños:daba la impresión de que un hechizo lostenía cautivos allí. La palabra marfil resonabadurante un rato en el aire y luego volvíamos al silencio, a lo largode extensiones vacías, doblando los mansos recodos, entre losaltos muros de nuestra sinuosa ruta, mientras el pesado golpe deltimón reverberaba en huecos palmoteos. Árboles, árboles,millones de árboles, masivos, inmensos, que trepaban hacialo alto; y a sus pies, apretujando la orilla contra la corriente, searrastraba el pequeño vapor tiznado, como lo hace un perezosoescarabajo por el suelo de un grandioso pórtico. Le hacíasentir a uno muy pequeño, muy perdido. Y sin embargo,ese sentimiento no era del todo deprimente. Después detodo, aunque fueras pequeño, el mugriento escarabajo seguíaarrastrándose, que era exactamente lo que se pretendía que hiciera.Hacia dónde se imaginaban los peregrinos que se deslizaba, eso yano lo sé. Apuesto a que hacia algún lugar donde esperaban obteneralgo… Para mí, reptaba hacia Kurtz, exclusivamente;pero cuando las tuberías del vapor comenzaron a tener fugas, nosdeslizamos muy lentamente. Las extensiones de agua se abríanentre nosotros y se cerraban a nuestra espalda como si el bosque sehubiera adentrado tranquilamente en el agua para obstruir nuestrocamino de regreso. Penetramos más y más en elcorazón de la oscuridad. Reinaba un gran silencio allí.(…)112 Había una Vez
La tierra parecía algo no terrenal.Estamos acostumbrados a verla bajo la forma encadenada deun monstruo dominado, pero allí, allí podías ver algomonstruoso y libre. No era terrenal, y los hombreseran… No, no eran inhumanos. Buenos, saben, eso eralo peor de todo: esa sospecha de que no fueran inhumanos.Brotaba en uno lentamente. Aullaban y brincaban y dabanvueltas y hacían muecas horribles; pero lo que estremecíaera pensar en su humanidad (como la de uno mismo),pensar en el remoto parentesco de uno con ese salvaje yapasionado alboroto. Desagradable. Sí, era francamentedesagradable; pero si uno fuera lo bastante hombre, reconoceríaque había en su interior una ligerísima señal de respuesta a laterrible franqueza de aquel ruido, una oscura sospecha de quehabía en ello un significado que uno, tan alejado de la nochede los primeros tiempos, podía comprender. ¿Y por quéno? La mente del hombre es capaz decualquier cosa, porque está todo en ella, tanto el pasadocomo el futuro. ¿Qué había allí, después de todo?Júbilo, temor, pesar, devoción, valor, ira, ¿cómo saberlo?, perohabía una verdad, la verdad despojada de su manto del tiempo.Que el necio se asombre y se estremezca; el hombre sabe y puedemirar sin parpadear. Pero por lo menos tiene que ser tan hombrecomo esos de la costa. Debe hacer frente a esa verdadcon su propia verdad, con su propia fuerza innata; losprincipios no sirven. Adquisiciones, ropas, bonitos harapos(que se irían volando a la primera sacudida). No; se necesitauna creencia deliberada. ¿Que hay en ese diabólicoalboroto algo que me llama? Pues muy bien; lo oigo,lo reconozco, pero yo también tengo una voz, y, para bien o paramal, la mía es un habla que no se puede acallar.Había una Vez113
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