Gabriel Blanco - Asociación Albacetense de Amigos de la Ópera

Gabriel Blanco
gada, Siempre que sueño las playas) y aparecen cuidadosamente
diseñadas y desarrolladas para que
el contenido poético aparezca nítido y entendible,
por tanto disfrutable. Con sus aires andalucistas,
la ya citada Gimiendo por ver el mar, se distingue
un poco de la estética común a sus compañeras de
atril, dando inesperadamente un punto de partida
a la siguiente página en programa.
La unidad presente en las canciones de Alberti
y Halffter se diluye un poco en la de Campoamor y
Turina, pese a que en este Poema en forma de canciones,
escrito en 1917, puede captarse un hilo conductor,
el amor no realizado. Desde el moribundo
que no perdona a quien tanto amó (¿hombre o
mujer?, no está claro) hasta, en conveniente contraste
dinámico, la invocación final —¿cómo no, si
estamos tratando de amor?— a Venus. Todo ello
envuelto en un ropaje sentimental en el que aflora
casi involuntariamente, tiñéndolo de sugestivos reflejos,
un sutil sentido del humor.
Tras el exquisito preludio instrumental que Turina
dedica a este miniciclo, el momento más inspirado
es el de Cantares, donde la mejor marca de
fábrica del compositor sevillano se expande en todo
su generoso y sensual esplendor, que potencia rico y
penetrante el piano. No en vano esta canción ha sido
objeto de numerosísimas interpretaciones con independencia
de las otras cuatro, entre las que sería curioso
destacar las debidas a ¡Renata Tebaldi y Arleen
Auger! Sopranos italiana y norteamericana, respectivamente:
he ahí la universalidad de la música.
Si el mar añorado pro Alberti puede ser un
océano, el Atlántico, el sol y el mar mediterráneos
han moldeado al pueblo italiano que, ante esos
estímulos naturales, inevitables, no le queda otro
remedio que ponerse espontáneamente a cantar:
ópera o multitud de canciones que desde siem-
pre han cicateado a los nativos artistas proclives
a plasmar sus inspiraciones en pentagramas. Aunque
a Stephano Donaudy, a falta de otras motivaciones,
se le suele catalogar entre los compositores
“de napolitanas”, no es exactamente su caso.
Era de origen francés —de ahí ese Donaudy con el
proverbial diptongo “au” en su apellido—, aunque
nacido en Palermo en y muerto, eso sí en Nápoles,
apenas cumplidos los cuarenta y seis años y de una
enfermedad que no supo diagnosticarse entonces.
Escribió alguna ópera, claro está, pero fueron
sus composiciones para canto y piano las que se
hicieron universalmente célebres, teniendo en
cuenta que a la difusión de una de ellas, presente
por cierto en el programa de esta velada, contribuyó
la infalible garra vocal de Enrico Caruso en
una de sus últimas grabaciones, realizada en 1920.
Hablamos de Vaghissima sembianza. Pero no sólo
Caruso, también Beniamino Gigli y Tito Schipa se
encargaron de difundir su producción (unas 36
canciones en total), animados por la belleza, simplicidad
y espontaneidad de las melodías, así como
la claridad y sencillez de los sentimentales textos,
todos debidos a la pluma de su hermano Alberto.
Con Tosti (treinta años mayor que él) fue Donaudy
el compositor cancioneril más popular de su momento,
cultivando una estética alejada un tanto del
Verismo imperante en la época para adaptarse a
un eclecticismo muy personal e intercambiable.
De Italia a Francia. Massenet, aparte de sus numerosas
partituras destinadas al teatro, entre las
que por las sugerencias que conlleva es un placer recordar
no sólo sus partituras más difundidas, Manon
y Werther, sino también las extraordinarias Thais y
Herodiade, tuvo tiempo de componer un buen número
de canciones para voz y piano (parece ser que
su número supera las doscientas), distribuidas en