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DESDE LA CALLE

Revista8

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Escarcha por Susi Corrales (Suko)<br />

Cada día los veo pasar, tan deprisa, tan ciegos. No miran, no ven. Solo corren de aquí para allá. Con sus corbatas<br />

o sin ellas, con sus hijos o sin ellos. Creen que no existo, que soy un mal sueño. Creen que ellos son diferentes<br />

por tener casa y un plato de comida caliente que llevarse a la boca, cada vez que se sientan a la<br />

mesa.<br />

Sienten miedo de mí, ¡de mí! Si apenas puedo moverme. Tengo el cuerpo tullido. El frío se ha adueñado de<br />

todo mi ser. Sus gélidas miradas me hacen más daño que el peor de los inviernos. Sé que un día de sol, antes de<br />

que llegue la primavera, desapareceré para siempre. Lo sé, porque soy escarcha.<br />

Ellos, que siempre van corriendo y no me ven, desconocen que yo en otro tiempo fui algo, que yo fui persona.<br />

Que al igual que ellos tenía casa, familia y hasta un precioso perro color azafrán. Todo iba bien, hasta que todo<br />

comenzó a ir mal. Tenía una pequeña empresa que quebró; ahora ya no importa saber a qué me dedicaba. Las facturas<br />

empapelaban cada noche mis sueños y el de los míos. Las puertas, todas las puertas, se cerraron para mí.<br />

Nunca pensé tener tantos defectos; ellos, los veían todos o se los inventaban. Mucho tiempo después, sigo teniendo<br />

grabado a fuego en mi cabeza el ruido de esas puertas al cerrarse, una tras otra.<br />

Y todo se precipitó, como una tormenta huracanada. Lo arrasó todo. Destruyó mi familia y mi casa, me destruyó<br />

por completo. Al principio no podía dormir, ni apenas comer. Después, no debía comer, porque lo poco que había<br />

era para los niños, y solo pensaba en dormir. Dormido, bajo mis sábanas blancas aún, todo parecía tener solución.<br />

La incertidumbre y el miedo me zarandeaban sin parar, en soledad. Lejos de mí, los míos parecían estar mejor. Me<br />

apartaron, me aparté. Ahogaba mis penas en alcohol. Me ahogaba.<br />

Y yo que vestía con corbata, que tenía casa, que tenía familia, y hasta un perro precioso color azafrán, acabé<br />

en la calle; oyendo cómo se cierran las puertas y sintiendo el frío glacial de todas las miradas. Yo que era algo, yo<br />

que fui persona, bebo para olvidar, pero no puedo. Todavía cuando me reflejo en el cristal de un escaparate veo<br />

algo de ese otro yo que fui, y de ese que amó y al que amaron. Todavía queda algo.<br />

Una pequeña, de no más de un año y medio, montada en su carrito, me dice todos los días con su sonrisa desdentada<br />

“hola señor”. Esa pequeña me devuelve a la vida cada día. Por unos segundos me siento persona. Me olvido<br />

del frío, del hambre, de la bebida, y de que solo soy escarcha en un tiempo que ya no me pertenece.<br />

Oscuridad por Raúl Clavero Blázquez<br />

Toses. Te giras. Notas en tu piel cada pequeña imperfección de la madera. Toses. Buscas, sin éxito, refugio en<br />

tu manta raída. Te incorporas.<br />

La luz vacilante de las farolas apenas te permite adivinar desde tu banco los restos de la manifestación: un contenedor<br />

volcado; una pancarta que rueda sobre la carretera, empujada por el viento; unas cuantas botellas rotas.<br />

Más allá, imponente y hueca, la sierra parece ajena al cambio de los tiempos. Dibujas su perfil con un dedo sobre<br />

el horizonte. No consigues dormir. La noche te arranca el sueño, hace que los ojos se te abran de par en par, como<br />

si intentaran seguir viendo más allá de ti, como si quisieran que el día no acabara nunca.<br />

Y toses.<br />

Toses.<br />

No paras de toser. Te tapas la boca. Descubres la palma de tu mano bañada por varias gotas de sangre, pequeños<br />

puntos de un dibujo macabro que hubiera que completar con un pincel. -¿Estás bien? – susurra una voz<br />

por encima de tu cabeza. Alzas la mirada. Desde una ventana, en el primer piso del edificio bajo el que languidecen<br />

tus horas, te observa un niño. Un niño pequeño como un suspiro. Aferrado a un peluche. Con el flequillo despeinado<br />

y las mejillas encendidas. Asientes. El niño sonríe. -¿Qué haces despierto a estas horas? – dices -¿No<br />

puedes dormir? El niño se encoge de hombros. Te mira fijamente. Parece sopesar la importancia de las palabras<br />

que flotan en su lengua.<br />

-Llevas en ese banco varios días – dice -, ¿vas a quedarte ahí para siempre?<br />

-No lo sé – respondes despacio, haciéndote a ti mismo, por un instante, esa misma pregunta que hasta ahora<br />

has procurado evitar. -¿Ya no quieres volver a tu casa? -Sí, pero no me dejan. -¿Por qué? -Porque ya no puedo pagarla<br />

– dices peinándote con la palma de la mano -, ¿te molesto aquí abajo? ¿Es por eso por lo que no puedes dormir?<br />

-No. Es porque tengo que compartir el cuarto con mi hermano mayor. Ronca muchísimo. Y no quiere dejar la<br />

luz encendida. -¿Te da miedo la oscuridad? El muchacho asiente avergonzado. Te levantas. Caminas unos metros<br />

hasta el cajero del banco donde guardas las pocas pertenencias que te quedan. Comienzas a rebuscar en una maleta.<br />

-Tengo algo para ti – le dices. De una vieja bolsa de lona sacas tu casco. En él se resumen demasiadas cosas.<br />

Te das la vuelta, unos pocos pasos y ya estás de nuevo bajo la ventana del niño -. Cuando trabajaba en la mina esto<br />

me ayudaba a no tener miedo. -¿También te daba miedo la oscuridad? -Por supuesto – afirmas lanzándole el casco.<br />

El niño lo atrapa sin titubear, lo examina unos segundos y se lo pone en la cabeza -. La oscuridad de la mina es la

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