PaulFeyerabend-MatandoElTiempo
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agonizaba. De vez en cuando me sentía incómodo y a menudo he deseado una relación más estrecha<br />
con mis padres, amistades, incluso con los extraños. Durante mis primeros días en el ejército me di<br />
cuenta de lo frío que había sido y decidí ser un hijo mejor cuando regresara. Tenía buenas<br />
intenciones, pero sabía que no durarían. Una de las razones por las que he disfrutado de la compañía<br />
de mujeres inteligentes ha sido porque ellas, sus pensamientos, sus maneras de enfocar el mundo<br />
estaban menos definidos, porque hablar con ellas parecía disolver los límites entre el pensamiento y<br />
la emoción, el conocimiento y la ficción, los asuntos serios y los más ligeros, y porque yo me hacía<br />
menos definido en consecuencia. Robin, que comenzó como ayudante mío, y después se convirtió en<br />
amigo de por vida, me convenció de que no había motivo para tener miedo de los extraños. Actuaba<br />
como si me conociera desde hacía años. Imitándole descubrí que incluso un rostro ceñudo podía<br />
estallar en una sonrisa radiante, por un chiste o un gesto amistoso. Y he aprendido mucho de Spund.<br />
Barbara había elegido a Spund de una camada de cinco cachorros. «Yo me ocuparé de todo»,<br />
dijo cuando dije que un perrito necesita un sinfín de cuidados. Las cosas no resultaron así. Era yo<br />
quien preparaba sus comidas especiales enriquecidas con calcio. Era yo quien eliminaba los<br />
productos de su (in)digestión, quien abría la puerta cuando se ponía inquieto, de día, de noche, a<br />
cualquier hora. Barbara le llamaba Rommel. No sabía mucho de Rommel, el héroe de guerra alemán.<br />
Ni siquiera había visto una fotografía suya. Sin embargo, parecía gustarle el sonido del nombre y el<br />
mito de Hollywood que le rodeaba. De algún modo el nombre parecía ajustarse a una imagen que<br />
ella tenía de sí misma, de belleza inaccesible, en su coche deportivo, con el noble e inaccesible<br />
perro detrás de ella. Las cosas tampoco resultaron así. Rommel era un peno pastor, pero sus orejas<br />
nunca se aguzaron, siguió orinando agachado, como los cachorros, sin levantar la pata trasera en un<br />
gesto ligeramente desdeñoso, y corría detrás de todo aquel que divisaba. En cierto modo no tenía<br />
carácter, al menos desde el punto de vista de Barbara. Por otra parte, vomitó de manera prodigiosa<br />
durante nuestro viaje a Denver. Lo rebauticé como Spund, una contracción de la palabra dialectal<br />
Speiben, que significa vomitar, y Hund, que significa perro. (Spund es también el nombre de un<br />
personaje de una comedia de Nestroy).<br />
Spund y yo nos hicimos buenos amigos. Hacíamos excursiones, jugábamos y a menudo le hablaba<br />
de las vicisitudes la vida. Spund comprendía lo que le decía, captaba de inmediato la corriente<br />
emocional. Percibía el menor cambio de humor y exhibía los suyos: no había controles, ni filtros, ni<br />
posturas que mantener. Era como si la naturaleza misma me hablase directamente. De vez en cuando<br />
me ponía ropa vieja y luchábamos, a veces con ferocidad; un gesto y volvíamos a ser amigos. Todo<br />
esto era el resultado de la simpatía, no del entrenamiento. Nada se ocultaba, todo era manifiesto. Yo<br />
me quedaba estupefacto y de nuevo alguna de las capas más sólidas de mi carácter se disolvían.<br />
En 1974, mientras estaba en Londres, asistí a una representación excelente de Ricardo II con Ian<br />
Richardson en el papel principal y Pasco en el de Bolingbrook. El director había leído el estudio de<br />
Ernst Kantorowicz titulado Los dos cuerpos del rey y había montado la acción en consecuencia. Yo<br />
no lo sabía, tampoco conocía el libro y vi la escena en la que Ricardo «libera su cuerpo político al<br />
fino aire» (Kantorowicz, pág. 35) de manera muy diferente.<br />
Y ahora observad cómo me destruyo:<br />
aparto este grave peso de mi cabeza