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Primeras lluvias

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El pueblo dormido<br />

Fue una tormenta digna de almacenar en la memoria y<br />

que sirvió para dar vida a nuestro pueblo, conocido por los<br />

alrededores como el pueblo dormido porque nunca ocurría<br />

nada especial: alguna anécdota que se pudiera contar de padres<br />

a hijos, discutirla en la iglesia o resquebrajar en los mercadillos.<br />

En cambio, aquel diluvio, que temimos fuera universal,<br />

fue definitivo en nuestras vidas. Veinte años duraron los<br />

comentarios, siempre a la hora del café o tomando el fresco<br />

las noches de verano. La tormenta tiró la tapia del cementerio<br />

arrancando así algunas cabeceras de lápidas y todos los<br />

huesos rodaron envueltos de agua varios kilómetros. Dña. Paquita<br />

estaba desolada: su marido había sido uno de los desparramados<br />

carretera abajo.<br />

Al principio, sentíamos mucha pena por ella porque nos<br />

hacíamos cargo de una desolación que nos hacía entrever diciendo<br />

que su marido tal vez no estuviera descansando en<br />

paz. La primera tarde nacida en calma después de lo ocurrido,<br />

tejiendo en el patio, nos dijo que sentía que su marido no<br />

se había marchado; que, debido a esta desgracia, no estaba<br />

tan bien enterrado como ella quisiera: ardiendo en el fondo<br />

del infierno dónde le hubiera gustado mandarle tantos años<br />

atrás. Mi hermana se santiguó al oír aquello, pero a mí me<br />

pareció de lo más razonable. Bastante había aguantado ya la<br />

pobre Dña. Paquita. Y es que D. Gerardo Álvarez, su marido,<br />

había sido una bestia infernal, y lo único que había hecho<br />

toda su vida fue arruinar la de ella, siempre en busca de mujeres<br />

con las que exhibirse y a las que embaucar con el pretexto<br />

de pasear en su coche: timón de su existencia.<br />

Paquita era como una hermana más. La conocíamos desde<br />

niñas y, ya antes de asistir al colegio, era nuestra mejor<br />

amiga, compañera de juegos, albacea de nuestros secretos...<br />

2


No me es posible recordar un momento de mi infancia y que<br />

ella no aparezca en la imagen; siempre estuvo presente. Paquita<br />

siempre albergó enormes deseos de crecer muy deprisa<br />

y nos detallaba, como si fuera capaz de ver su futuro, todo lo<br />

que haría cuando fuese mayor, la casa tan bonita y grande<br />

que tendría llena de chicuelos y con un marido maravilloso<br />

que la cogería del brazo cuando fueran a dar una vuelta por<br />

el pueblo o a misa los domingos. Tengo que decir que era<br />

bastante atrevida y siempre que íbamos a pasear por el río se<br />

daba un baño mientras nosotras nos moríamos de miedo por<br />

si aparecía alguien y la encontraba en paños menores remojada<br />

mostrando sus muslos. Algunos días mi hermana también<br />

se bañó y, todavía muchos años después, se reían de mí porque<br />

yo no me atreví jamás.<br />

La niñez nos abandonó sin darnos cuenta un verano,<br />

cuando nuestros mayores nos anunciaron que ya podíamos ir<br />

al baile, por supuesto, con el fin de encontrar un buen marido.<br />

Desde hacía mucho tiempo teníamos preparado el ajuar,<br />

aunque hasta aquel momento no habíamos sabido muy bien<br />

para qué servía. Cuando empezamos a ir a la plaza, que es<br />

donde ponían el baile todos los domingos, siempre íbamos las<br />

tres juntas: mi hermana Pilar, ella y yo. Éramos la envidia del<br />

pueblo y no porque tuviéramos más dinero que las demás,<br />

¡qué de eso nadie teníamos!, pero Pilar trabajaba como costurera<br />

por lo que siempre llevábamos los vestidos más lindos y,<br />

por aquella época, nuestros cuerpos eran mágicos. Las luces<br />

de colores, que nos iluminaban de manera tan especial, nos<br />

encantaban y siempre nos poníamos bajo los farolillos azules<br />

porque mi hermana estaba convencida que estábamos más<br />

hermosas. Siempre ocultábamos nuestras risitas detrás de los<br />

abanicos cuando un galán nos pedía un baile y mientras movíamos<br />

nuestros pies al son de la música, nos mirábamos y<br />

volvíamos a reír.<br />

Aquellos días de júbilo y, todavía, inocentes nos los usurparon<br />

demasiado pronto. Cuando teníamos diecinueve años<br />

3


llegó al pueblo un grupo de hombres que iban a trabajar en la<br />

construcción de una presa de agua. En la Asamblea mensual<br />

que se hacía en la iglesia los primeros sábados de cada mes, el<br />

alcalde nos explicó lo que era una presa y cuál era su finalidad<br />

y nos informó que, como nosotros no sabíamos construirla,<br />

él se había encargado de buscar a profesionales para el efecto.<br />

Siempre quisimos mucho a nuestro alcalde y con aquella<br />

decisión, pensamos que era el hombre más sabio que existía<br />

sobre la tierra. En su honor, hicimos fiestas que duraron dos<br />

meses con procesiones a la Virgen y al Cristo, haciendo un<br />

recorrido más largo de lo habitual, que suponía catorce horas<br />

diarias en volver a dejarlos en sus capillas. Así expresamos<br />

nuestro agradecimiento. De todos modos, esto no nos pareció<br />

nada fuera de lo normal pues era algo que había que hacer y<br />

por tanto, era lógico que se hiciera.<br />

La primera noche de las fiestas, en el baile honorífico<br />

como bienvenida a los trabajadores traídos de tierras lejanas,<br />

Paquita se enamoró locamente de uno de ellos, que era idéntico<br />

a un galán de cine, he de reconocerlo, pero también era<br />

demasiado engreído y, al fin y al cabo, un simple don juan del<br />

tres al cuarto. Este detalle, justamente, no lo veía Paquita y<br />

aunque él coqueteaba con todas y nosotras se lo advertimos<br />

hasta el cansancio de nuestras lenguas, ella hizo oídos sordos<br />

a cualquier plática. Sólo veía su arrogante sonrisa, para ella<br />

angelical, y unos enormes ojos verdes que inundaban su cara<br />

curtida mientras conducía su descapotable rojo; de igual color<br />

al demonio que corría por sus venas.<br />

Cuando íbamos a la iglesia los domingos, sus oraciones<br />

eran imploradas con tanto ardor que Pilar y yo temíamos<br />

saliera un día en llamas: Que Gerardo la amara tanto como<br />

ella le amaba a él, ¡o más! —repetía más de mil veces durante<br />

toda la misa; compulsivamente. Sus súplicas parecieron<br />

cumplirse ya que una tarde, en el baile, él le pidió una<br />

cita sellada con un leve beso en su mano derecha. Para el<br />

caso hubiera dado igual que Paquita le hubiera entregado<br />

4


la siniestra ya que su vida terminó siendo así. Desde aquel<br />

encuentro ella no andaba, sino que levitaba por encima de<br />

nuestras cabezas hasta, incluso, encontrárnosla algunas tardes<br />

sentada en la copa de un árbol esperando a que él llegara<br />

en su flamante coche. Su vida comenzó a girar sólo en<br />

torno a él: paseos por el pinar, encuentros furtivos detrás de<br />

la iglesia, de qué color sería su vestido para la próxima cita,<br />

el viernes volvería a estar con él a oscuras en el cine… Dormía<br />

en una nube que duró lo justo para quedarse embarazada<br />

y tener que casarse; de negro, como era costumbre en<br />

nuestro pueblo. Su querido monstruo sin corazón se quitó la<br />

máscara de príncipe azul y, al término de aquella boda tan<br />

triste, dedicó toda su vida a invitar a otras a dar los paseos<br />

que debían ser de Paquita, y a tomar con ellas chocolate con<br />

churros en la plaza. Ni que decir tiene que jamás se ocupó de<br />

todos los churumbeles que Paquita parió. Nueve tuvo. Ella<br />

mientras tanto nos exageraba entre suspiros, graves; “¡Casi<br />

quince años embarazada!”. Su cintura jamás volvió a ser la<br />

misma, sus arrugas le robaron lo que en un pasado fue belleza<br />

y sus huesos quedaron arpados de tanto trabajar. Pocas<br />

veces la oí reír. Tal vez, en el entierro de su marido se permitió<br />

alguna mueca. O estando a solas, que fue la mayor parte<br />

de su vida. Eso sí, aunque siempre vestía de luto, una vez<br />

me enseñó su combinación color carmín con la excusa de<br />

que tenía un sarpullido. Cuando me fijé en su ropa interior,<br />

sorprendida, sonrió muy poquito y en susurros alegó que era<br />

su pequeña venganza…<br />

Sé que ella, después del entierro, respiró hondo, muy hondo,<br />

más libre, hasta lograr echar todos los gases que la habían<br />

oprimido media vida. En su primer año de viuda llegó a adelgazar<br />

dieciocho kilos y en los más de doce años que Gerardo<br />

yacía enterrado, ella rejuveneció, aunque su alma no pudiera<br />

volver a ser la misma. Sus hijos, todos varones, o habían emigrado<br />

a la ciudad o estaban viviendo en algún pueblo cercano.<br />

A ella sólo le quedaba sus agrios recuerdos y una obesa<br />

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soledad que la oprimía en muchos de sus ratos. Pero estaba<br />

bien: siempre supo ser fuerte.<br />

Venía todas las tardes a nuestra casa que es dónde más feliz<br />

se encontraba, siempre respirando nostalgia con sabor a infancia.<br />

Se remangaba la falda lo justo para estar cómoda y tejía<br />

sin parar, o cosía algún pantalón que no volvería a ser usado, o<br />

hacía trapos de los viejos vestidos que una vez le hicieron parecer<br />

una muñeca, ¡daba lo mismo! Lo más importante era estar<br />

ocupada y yo me reía para mis adentros porque después de<br />

tantos años no había por qué justificar las visitas. En aquellas<br />

tardes llenas de luz embargando el patio, no siempre hacía falta<br />

hablar: estar era suficiente. Incluso diría que entre Paquita<br />

y yo la relación era mucho más estrecha y a cada mirada suya,<br />

yo asentía porque comprendía, y le daba mi modesta opinión.<br />

Y entre café y puntada, recordábamos tiempos mejores, eternos<br />

secretos sólo nuestros, canciones que nos evocaban la vida<br />

entera; hasta que llegaba algún pariente y en la conversación<br />

se volvía a imponer el debido tono de aquellos tiempos. Y entre<br />

bizcochos y nueva puntada, nos mirábamos melancólicas<br />

mientras se sentenciaba si el tiempo iba a mejorar o el invierno<br />

volvería a ser tan frío como el año anterior.<br />

Así, cuando sucedió la inundación en el cementerio escapamos<br />

de aquella rutina, a veces tan soporífera que se podía<br />

cortar con una tijera. Incluso todos los pueblos de más de<br />

quinientos kilómetros a la redonda dejaron de denominar al<br />

nuestro como dormido porque, de cuántas anécdotas podían<br />

surgir, aquella había ganado a todas.<br />

Algunos de ellos, incluso, se molestaron por no ser los protagonistas<br />

de nuestra aventura, de tener esa anécdota tan brillante<br />

que contar. Llegó a ser la expectación tan grande que<br />

se organizaron excursiones a nuestro cementerio con un guía<br />

para que explicara todos los hechos entregando, además, un<br />

croquis detallado de la dirección que había tomado la lluvia y<br />

su intensidad para haber podido provocar tal inundación y el<br />

desparrame de esqueletos. De hecho, la excursión terminaba<br />

6


doce kilómetros más allá del cementerio dónde se mostraba<br />

uno de los huesos arrastrados: el único que estaba tan incrustado<br />

en la tierra que no se había logrado sacar ni con las<br />

viejas máquinas de los constructores de la presa. No supimos<br />

nunca a quién pudo pertenecer, aunque un día desapareció<br />

y no volvimos a saber de su paradero aun realizándose una<br />

profunda investigación. Perdimos muchos turistas, pero por<br />

aquella época nuestro pueblo ya era el más famoso de todas<br />

las comarcas conocidas.<br />

En cuanto a Paquita, cuando se enteró de lo ocurrido, habló<br />

con el alguacil y le pidió los huesos rescatados, ya que seguro<br />

eran casi todos de su marido pues su tumba había sido la<br />

más afectada. El alguacil, al que los huesos le daban muy mal<br />

fario, le dio todos sin más comentarios. Esa tarde no vino por<br />

casa, hecho que nos sorprendió, pero nunca nos hubiéramos<br />

imaginado lo que planeaba. Aquella misma noche Paquita<br />

subió al cementerio. Yo la vi porque vivimos al lado, pero no<br />

desperté a Pilar. La observé todo el tiempo que me fue posible,<br />

en cierto modo asustada, aunque también comprendí, y<br />

cuando mis ojos lloraron de tanto esfuerzo por intentar seguir<br />

viendo su silueta arropada en las sombras, volví a la cama y<br />

sonreí; porque supe lo que iba a hacer y me pareció lo justo y<br />

necesario tal como dicen las Santas Escrituras. Supongo que<br />

se postraría delante de la tumba que un día sería la suya y rezaría<br />

una oración, la más larga de toda su vida ya que se iba<br />

a ver cara a cara con el diablo. Ella nunca nos lo dijo, pero<br />

dentro de la bolsa, con todos los huesos de su Gerardo que<br />

había contado previamente adivinando para su disgusto que<br />

faltaba uno, vertió aceite de oliva virgen y los prendió fuego<br />

tirando la bola en llamas dentro de la tumba abierta.<br />

Los vecinos que tenían insomnio o que se negaban a retirarse<br />

de la ventana ávidos de algún acontecimiento, quedaron<br />

encantados al ver unas extrañas luces en el cementerio.<br />

Unos dijeron que la inundación había despertado a los muertos.<br />

Otros aseguraron que eran fuegos fatuos.<br />

7


Paquita fue la única que supo la verdad: Los huesos de D.<br />

Gerardo Álvarez, incluido el que llegó por los aires a unirse<br />

a su mano derecha, se retorcían entre las llamas, por fin, ardiendo<br />

camino a los infiernos.<br />

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