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Sólo tenía que hacer un viaje de quince minutos en Metro<br />
para llegar a Battery Park. Compró una bolsa de cacahuetes,<br />
para dar de comer a las palomas del aviario. Cuando se le<br />
terminaron los cacahuetes, deambuló entre las filas de<br />
bancos donde los viejos se sentaban día tras día para<br />
contemplar el mar y aguardar la muerte. Esa mañana, Birdie<br />
no sentía por los ancianos el mismo odio que la noche<br />
anterior. Alineados en filas, bajo la intensa luz del sol,<br />
parecían estar muy lejos; no daban la impresión de<br />
constituir una amenaza.<br />
La brisa que llegaba del puerto olía a sal, petróleo y<br />
materias corrompidas, pero en conjunto no resultaba un<br />
aroma desagradable, sino que, por el contrario, era<br />
vigorizante. Si Birdie hubiese vivido unos siglos antes, tal<br />
vez habría sido marino. Se comió dos barras de Synthamon<br />
y bebió un bote de Fun.<br />
El cielo estaba lleno de aviones reactores. Milly podía<br />
estar en alguno de ellos. Una semana, sólo una semana<br />
antes, ella le había dicho:<br />
—Te amaré toda la vida. Nunca habrá ningún otro<br />
hombre para mí.<br />
Birdie se sentía enormemente contento.<br />
Un anciano, que vestía un antiguo traje con solapas,<br />
avanzó, arrastrando los pies por el camino, apoyándose en<br />
la balaustrada. Tenía el rostro casi cubierto por una cómica<br />
barba blanca, espesa y rizada, que contrastaba notablemente<br />
con su cráneo, tan liso y desnudo como el casco de un<br />
policía. Al pasar junto a Birdie le pidió una moneda,<br />
hablando con un raro acento, ni español, ni francés, que<br />
hizo recordar algo a Birdie. Éste arrugó la nariz y le<br />
contestó:<br />
—Lo siento, yo también estoy sin un centavo.<br />
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