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Quilombazo Nro 2

Segunda entrega del fanzine insignia de esta editorial. Con aportes de: Pablo Guaymasi, Polo Colina, Nicolás Viglietti, Gastón Sánchez, Luis Parodi, Melisa Freytes y Juanma Rondán.

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Miró hacia afuera. La negrura era completa y ahora, notaba, la lluvia

manchaba opacamente los cristales de la casa. El viento gemía desde las

pequeñas ventilaciones de la casa y la furia de la tempestad no parecía ceder ni

un ápice. Buscó el celular sobre su escritorio: batería muerta. La lluvia le había

dejado un olor horrible encima. ¿Qué era lo que llevaba consigo? Buscó los fósforos

(no sabía por qué, pero el encendedor no le parecía correcto) y encendió

uno de los cabos de vela que le quedaban, a fines de empezar a mirarse en el

espejo del baño.

Manchas oscuras, como de grasa o aceite de motor, le habían quedado

en la cara y los brazos. Y supo, sin querer explicárselo, que estaba lloviendo

petróleo. O algo peor.

Subió las escaleras hasta el segundo piso: afuera, por la ventanita del

cuarto de sus viejos, no se veía nada. Sólo se escuchaba el golpeteo de la lluvia,

pesada, oleosa y el escurrirse de algo resbaloso por los canales de desagüe. Sí,

no era lluvia: él se había criado en esa casa y sabía cómo se escuchaba el agua

de lluvia. No podía ser petróleo. ¿Una nube contaminada? Capaz que era algo

como la lluvia ácida, pero peor. Capaz que no estaba viendo bien por la puta

oscuridad y había flasheado.

De repente, lo asaltó un pensamiento atroz: ¿Cuánto de todo esto estoy

viendo a través de mis ojos y cuánto me está poniendo el cerebro por delante,

desde la memoria? Si esa tormenta era una tormenta cualquiera, podía ser

que su cabeza le estuviera jugando una mala pasada.

Había una forma de averiguarlo, claro. Tirar un fósforo fuera y verlo

apagarse, claro está, extinto por la lluvia o el agua contaminante que estuviera

cayendo con rapidez, desde el cielo. Si realmente era una alucinación o una

mala pasada por haberse quedado en la soledad, trabajando en esa deadline

durante tanto tiempo, entonces no habría problema en hacer esa prueba, ¿verdad?

¿Hacía cuánto que no veía otro ser humano? Se había encerrado con

el pretexto de trabajo y no tenía oportunidad de encontrarse con nadie ahora.

Hasta se había dejado de hablar con sus amigos porque se sentía… raro. Como

que no había nada de qué hablar, no había intereses en común. ¿Y esa lluvia?

Aunque pudiera contactarse con alguien más, ¿Quién, ahí afuera, le creería

que estaba lloviendo aceite?

Abrió lentamente la ventana. El olor químico invadió la habitación

de sus viejos. No, realmente había algo en esa lluvia que no era lluvia. Pensó

en que si era petróleo o cualquier otra cosa combustible volaría al carajo. Explotaría.

Todo se encendería tan rápido y tan repentinamente que el shock le

despegaría la carne de los huesos.

Tiene que ser otra cosa, se dijo. Encendió el fósforo.

Tembló.

Justo antes de lanzarlo por la ventana, una carcajada le salió de la garganta,

con angustia.

***

Despertó repentinamente, acostado sobre el escritorio, cuando la colilla

del cigarrillo empezó a quemarle la punta de los dedos. La computadora

lo bañaba con su brillo helado. Miró la hora: casi las nueve de la noche. Se

había quedado dormido trabajando en ese manual del orto. Guardó el archivo

y apagó la computadora: suficiente por hoy.

Revisó: la quedaba un pucho y había tenido el sueño más intenso de

toda su vida. Mejor ir a comprar algo para comer, puchos e irse a dormir temprano.

Abrió la puerta de la casa: una brisa cálida le sacudió la cara mientras,

simultáneamente, toda la luz del barrio se cortó al unísono.

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