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Siesta
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Cerrábamos los ojos con fuerza . A falta de algunos dientes, nos costaba esconder las risas. Alguna
que otra vez, podíamos simular que dormíamos. La abuela hacía la vista gorda y se escapaba al living
para soltar la carcajada. Nuestros ojitos en movimiento nos delataban, aun convocando algún
superpoder de la niñez.
La hora de la siesta, la hora de la novela. Quiero volver a la hora de la siesta e inventar juegos y
mundos, hasta que el cansancio nos venciera. No como ahora, que la señora siesta se hace desear o
me tienta después del almuerzo en el trabajo.
Quiero cerrar fuerte los ojos y viajar a esos mundos donde un par de cajas hacían de castillos o naves
espaciales. Donde jugábamos a imitar a los personajes de la novela con sus declaraciones de amor y
las manos llenas de galletitas robadas. Nos guardábamos mielcitas bajo la almohada, monedas de
chocolate, palitos de la selva con adivinanzas o torres de caramelos sugus.
La siesta, como renegamos en esa época!
Repulgue / Carne picante
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Cuando Alejandro se levantaba con los demonios cruzados, entre mate y mate iba soltando sus
bestialidades. No te perdonaba ni el suspiro. Era mejor decir alguna barbaridad, que quedarse en
silencio.
Ella llevaba unos minutos escuchándolo. Su mirada recorría la cocina, que no le sobraba ni un lujo.
Quizás se iba perdiendo en el recorrido de la cucaracha que se colaba entre la vajilla.
Alejandro era como un volcán en erupción con su mala onda. Su lengua acribillaba, pero su cuerpo
estaba ajeno. Estaba armando las empanadas de carne del dia.
Ella seguía muda. Pero esta vez, su mirada cambio. Sus labios parecían humedecerse en cada
pestañeo.
Sus pupilas recorrían el contorno de cada empanada. Hasta que se topó con las manos de Alejandro.
Luego cayó en su dedo índice. Luego en el mayor. Muy delicadamente se mojaba los dedos y rozaba
suavemente la masa para humedecerla. Daba un giro muy refinado. Casi como una caricia. Una y otra
vez. Una y otra vez. Más de dos docenas de carne picante.
La voz de Alejandro se perdió. Las pupilas de ella se dilataron, sus labios se hincharon y sus fantasías
eran demonios bailando de placer. En ese acto repetitivo, suave y sensual.
Una y otra vez. Y otra vez. Sus yemas húmedas le erizaban la piel a cualquiera. Sus yemas recorrían
el laberinto llegando al punto.
Alejandro no tenía idea, que Venus estaba de fiesta, bailando en la entrepiernas de su compañera.