La Vida es Cuento
Selección de cuentos y relatos
Selección de cuentos y relatos
Create successful ePaper yourself
Turn your PDF publications into a flip-book with our unique Google optimized e-Paper software.
La
Vida
Es
Cuento
Ediciones
Daniel Soto Rodrigo
A Maite, mi esposa, en agradecimiento
a su inestimable colaboración
e incondicional apoyo en estos
últimos treinta años.
D.S.R.
En ‘La Vida es Cuento’ he realizado una
selección de mis cuentos y relatos de distintas
etapas de mi vida que quisiera compartir con
ustedes.
No se trata de los mejores, ni los más logrados
textos, sino de una elección personal: los que
más me han gustado.
Releerlos ha sido muy grato y me encantaría
transmitirles la misma sensación.
D.S.R
© Daniel Soto Rodrigo
ISBN:
Depósito legal:
Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción,
distribución, comunicación pública o transformación de esta
obra sin contar con la autorización de los titulares de la propiedad intelectual.
La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de
delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y siguientes. Código Penal).
El Centro Español de Derechos Reprográficos (www.cedro.org) vela por el
respeto de los citados derechos.
Contacto autor: djsoto49@gmail.com
Solicitud de ejemplares: trotamundo.magazine@gmail.com
Editado en Galicia, España, Septiembre 2020.‐
Índice
Infidelidad concertada .....................................................................................7
Una mañana en Villa Devoto ..........................................................................13
El fin del causará una grave crisis económica ................................................17
Viejo Barrio, nueva gente................................................................................ 18
El secreto de La Candelaria ............................................................................19
El reloj del médico ...........................................................................................21
Una revelación tardía ......................................................................................26
Auto-consulta sobre la bici ..............................................................................31
No volveremos a vernos ................................................................................32
El ser humano no deja de sorprender ............................................................33
Covid-19, el mito de Procusto y otras miserias ...............................................34
Días de coronavirus .......................................................................................35
Ingeniería financiera y alzamiento de bienes ..................................................36
Ivonne, como la del tango ..............................................................................38
Cazador cazado ............................................................................................41
Don Carlos, el crispante ..................................................................................42
El cine miente y el efecto Pigmaleón, una farsa .............................................43
Convivencia en modo evanescente ................................................................44
El abuelo y su guerra (.....................................................................................45
Santiago de Compostela, donde el mundo se hace ciudad ............................46
Long Dark Park (..............................................................................................48
Tardanza ........................................................................................................49
Federico Fellini: ¡Il più grande! ...................................................................... 53
Están entre nosotros .......................................................................................58
Compañero insufrible .....................................................................................59
Las palabras… Un tesoro ...............................................................................60
Absurda timidez .............................................................................................61
Inhabilitado para quejarme .............................................................................66
Diálogos en el quirófano .................................................................................67
La visita .......................................................................................................... 68
La vida después de Elvis ( ...............................................................................70
La horrenda muerte de la 'añá' avara en El Paraíso .......................................74
La muerte asola en la frontera ........................................................................78
Un lobizón en El Paraíso ...............................................................................83
El misterio del Dr. Galván ...............................................................................90
Peculiar viaje en el Expreso de Palencia ......................................................101
Heriberto ........................................................................................................111
Cuarto día de lluvia continua ........................................................................ 117
Manías de maníaco .......................................................................................118
Cumpleaños... ¿feliz? ...................................................................................119
La casa maldita ............................................................................................ 120
Soleil ............................................................................................................ 129
Asamblea final ............................................................................................. 133
Superhéroe de barrio ....................................................................................136
Depresión insoportable ................................................................................ 141
Auroriña ....................................................................................................... 144
Infidelidad concertada
Octubre derramaba todo su encanto sobre una Buenos Aires que aparentaba
receptiva y cálida. Una mañana perfecta. Luisa era testigo de la invasión
de color que desbordaba Retiro. Desde el amplio ventanal del piso
15 dominaba el intenso tráfico de coches y personas que hacia y desde el
núcleo de las terminales de trenes se distribuían por la Plaza de San Martín,
en todas las direcciones. Hasta el ruido de la calle de esas horas le sonaba
más armonioso. ¿Qué puede ser discordante en un día como este?, pensó
Luisa, sin imaginar siquiera que en pocas horas se convertiría en una pesadilla.
Mientras tanto, disfrutaba de la luz, el color y la suave variedad aromática
de una primavera que por fin alcanzaba su esplendor. Mientras recogía un
poco el dormitorio y solucionaba el eterno dilema de cada mañana, ¿qué
ponerse?, optó por comenzar poniendo música. Enseguida, el torrente de
voz de Ella Fitzgerald inundó el ambiente: “Summertime, And the livin’ is
easy, Fish are jumpin’, And the cotton is high…”. Media hora después daba
su aprobación ante el espejo. Sus 48 años realzaban su esbelta figura y
aportaban un cuidado e inconfundible estilo. Estás espléndida Luisa –afirmó–
, e inmediatamente cerró tras de si la puerta de su piso.
La idea era disfrutar con Hernán, su marido, de un día tan espléndido. Le
pasaría a buscar para almorzar juntos. Su oficina estaba cerca y como era
temprano, decidió dar un paseo con el coche. Los inmensos parques de la
avenida Figueroa Alcorta resaltaban aún más el decorado del día. Revolviendo
en la guantera encontró el cd. La fuerza arrolladora del tema compuesto
por Henry Mancini para la serie policial Peter Gunn recorría sus
venas. Tanto ella como Hernán eran apasionados del jazz y aunque no habían
nacido cuando se emitía esa serie escrita por Blake Edwards y protagonizada
por Graig Stevens, consideraban su música excepcional. Sólo tres
temporadas en el cambio de década de los 50 a los 60 le bastaron a Peter
Gunn para convertirse en una serie de culto. Mucho tuvo que ver la calidad
musical.
Exquisita sensación que ni el intenso tráfico, aunque sin atascos, era capaz
de empañar. Pasado el Aeroparque giró la derecha en busca de la Avenida
Costanera. Uno de sus paseos preferidos junto al Río de la Plata hasta volver
a sumergirse en las entrañas del microcentro porteño. A pesar de las anchísimas
avenidas que discurren entre el puerto y las terminales de Retiro,
Luisa se encontró con el primer atasco. Quedó envuelta en medio de una
caravana de cinco carriles atestados de coches. La concurrencia al Palacio
de Justicia, el edificio de la Armada y el de Aeronáutica y otros edificios administrativos
provocaban el colapso. Tampoco ese percance logró cambiar
su excelente humor. Era el momento para escuchar el gran éxito de Lois
Armstrong de 1967: “I see skies of blue and clouds of white; The bright
7
La vida es cuento
blessed day, the dark sacred night; And I think to myself what a wonderful
world…”
Entre el laberinto de calles laterales, libres de peatones casi en su totalidad,
se instalaron varios hoteles por hora bastante bien integrados entre la añeja
arboleda de las aceras. Establecimientos de cierto nivel, populares entre los
ejecutivos de empresas dada la discrecionalidad y cercanía de la ‘city’. El
azar quiso que Luisa, al volante de su coche, tuviese una vista perfecta de
la calle lateral del hotel Maracaibo en el preciso momento en que un coche
salía discretamente del garaje. El corazón le dio un vuelco. Inmersa en el
enjambre automotor no podía ser descubierta y sin embargo ella disponía
de una vista inmejorable. De allí salía Hernán, su marido, con una chica
joven, muy llamativa por cierto. Se cuidó muy bien de no ser vista y regresó
desolada a su casa.
Indignación, y sobre todo, mucha rabia, eran los sentimientos dominantes
al sentarse en el sillón ante el ventanal, antes luminoso y ahora insulso.
Debo serenarme, no puedo abatirme ni por pensamientos negativos –pensó.
Una humeante taza de café recién hecho mejoró el ánimo. Algo de música
vendría bien y la elección fue perfecta: la voz étnica de Eartha Kitt actuó
como un bálsamo: “Night and day, you are the one, only you ‘neath the
moon or under the sun…”; Su maquiavélica mente se puso en marcha.
Media hora más tarde llamó a la oficina de Hernán. Como siempre, atendió
Mabel, la secretaria, que enseguida le pasó el llamado a su jefe. Crispando
el puño de su mano derecha sudorosa, Luisa escuchó como su marido le saludaba
cortésmente desde el otro lado del aparato. Según Hernán, la mañana
había sido muy complicada y no tendría tiempo para salir a comer –se
apresuró a atajar cualquier sugerencia al respecto. Luisa dominó el primer
impulso de cortar la comunicación y con voz pausada dijo, es un día estupendo,
motivador, y pensé que nos vendría muy bien pasar un rato distinto,
que sé yo…, en un hotel por ejemplo, ¿qué te parece? –preguntó. Tras unos
instantes de silencio se escuchó una carcajada. “Dulce y anárquica como
siempre mi querida Luisa”. La voz de su esposo insistía en que ese día no
tendría tiempo para ninguna otra cosa que no fuera trabajar y dio por cerrado
el tema diciéndole que por la noche hablarían.
La mentira era algo que no podía soportar. Que se hubiese acostado con
otra mujer no era lo importante. Si le hubiese dicho “Mira, lo siento, surgió
de improviso y no pude evitarlo, ya hablaremos”, lo habría entendido; además,
la mujer en cuestión era joven y bonita. Hernán era un hombre atractivo.
Elegante y algo arrogante, inherente a su status de empresario de
éxito. Pero sentirse engañada hería mortalmente sus sentimientos y estaba
segura de no poder perdonar esa traición. Por otra parte, absolutamente innecesaria.
Luisa y Hernán se conocieron en un curso de Teatro. Ella tenía vocación y
excelente presencia, aunque pronto comprendió que sus dotes como actriz
eran mínimas. Hernán en cambio, veía en los negocios su futuro. Estaba
convencido de que las clases de declamación le resultarían útiles para ser
más persuasivo a la hora de vender sus productos. Se entendieron rápidamente
y comenzó una relación ‘sui generis’.
Desde entonces formaban una pareja caótica. Muy dados a saltarse las prejuicios.
A tal punto, que entre ambos nunca cuadró bien la normativa que
rige el matrimonio.
8
Daniel Soto Rodrigo
Tras diez años de vida en común, descubrieron que el único problema de
fondo que en verdad les afectaba era la rutina. Habían perdido el factor sorpresa.
Todo era monótono, aburrido; el hastío amenazaba. Confesaron que
en determinados momentos se sentían atraídos por otras personas, tentaciones
que por respeto mutuo reprimían, pero no ocultaron sus deseos de
que las horas dejaran de ser todas iguales. Como fórmula para contrarrestar
la monotonía y renovar la motivación de la pareja, se concedieron puntuales
y consentidos encuentros extramatrimoniales. Un acuerdo ciertamente provocador,
antisistema, pero que les daba resultado. Con la verdad por delante,
tanto uno como otro accedieron a experiencias similares sin caer en
el engaño. Efímeros encuentros planificados y con preaviso de ejecución.
Por supuesto, esporádicos. Sólo cuando se presentaba una ‘buena presa’
que pasaría sin dejar secuela. El otro cónyuge era puesto al tanto de que la
situación iba a producirse y, con indudable dosis de sadismo, después comentaban
los pormenores del encuentro furtivo, para llegar por último a la
conclusión de que eran verdaderamente felices. Convencidos de que se debían
el uno al otro, cumplían con el rito de una excepcional cena, antes de
sumergirse en una noche de plena de lujuria. Esas infidelidades concertadas
les ayudaban a consolidar su relación.
En su criterio, el sexo no era más que eso, una cuestión carnal, instintiva.
Pocos conocían esa faceta de la peculiar pareja. Tan sólo otros dos matrimonios
sabían de esos recreos. No compartían el criterio y así se lo hicieron
saber en más de una ocasión. Inclusive fueron más allá pronosticando que
el peculiar acuerdo terminaría mal, pero en cierta forma les admiraban ya
que lograr una comunión semejante en el tortuoso terreno de las relaciones
sexuales era casi imposible.
“Muchos apelan a la mentira para escapar de la monotonía del matrimonio,
complicándose la vida inventando historias y cargando sobre su conciencia
pesados lastres. Nosotros no tenemos necesidad de eso; brindamos matices
a nuestras vidas y sabemos que con nadie podemos estar mejor que con
nosotros mismos”; había explicado Hernán en su momento y era lo que mortificaba
en lo más profundo a Luisa. ¿Por qué me ha mentido? ¿Cuándo se
ha abierto esta brecha? –se preguntaba Luisa sin encontrar respuesta.
Sin duda, la permisividad basada en la confianza de la pareja escapaba de
lo corriente. Por esa misma razón, que Hernán le ocultara un lance le hería
profundamente.
Las cachetadas de la vida. Era un día precioso como pocos y en un minuto,
un fugaz encuentro no deseado, echaba por tierra doce años de armonía.
Hernán evitó decir la verdad…; estaba furiosa.
El agudo sonido de la célebre trompeta del malogrado Clifford Brown en
‘Brownie Eyes’ la devolvió a la realidad. “Ha ganado arteramente una batalla
pero perderá la guerra”; dijo en voz alta mientras se encaminaba hacia la
cocina. Comió algo frugal sin dejar de concebir su respuesta más contundente.
La situación se tornó angustiosa porque Luisa no dejaba de darle vueltas y
vueltas: ¿Por qué en esta oportunidad Hernán le ocultó su aventura? ¿Acaso
no sería una aventura? Pasaron por tantas situaciones similares y nunca intentaron
ocultarlo, al contrario, creaban el momento ideal y lo conversaban,
¿por qué ahora no? ¿Será la primera vez que lo hace, o viene ya de tiempo?
Las respuestas a los interrogantes no aparecían, como tampoco el proverbial
9
La vida es cuento
diálogo entre ambos.
Las aventuras extramatrimoniales han sido disciplinadas, controladas, esporádicas
y cuidadosamente seleccionadas. Nunca cayeron en el error de
formar vidas paralelas. Por alguna razón desconocida, aunque a todas luces
poderosa, Hernán vulneraba el pacto, trampeaba el juego.
Resuelta, salió de casa con la intención de aclarar las cosas o tomar cumplida
venganza. Pocos minutos más tarde entraba en las oficinas de la empresa
exportadora de cereales de su esposo. Mabel la recibió con una sonrisa “Hola
Luisa ¿cómo estás? ¿Sabía Hernán que venías? Ha salido –informó.
–No, no te preocupes Mabel. Mientras le espero cuéntame cómo está esto…
¿todo igual? –preguntó distraídamente mientras que con la mirada inspeccionaba
el amplio salón.
–Ya sabes, los cambios son pocos y cuando se producen son para mejor –
respondió la eficaz secretaría de tantos años.
–¿Quién es aquella? –quiso saber Luisa reconociendo rápidamente en esa
cara nueva a la furtiva amante de Hernán.
–Ah, sí, es Valeria, la nueva jefa de cuentas. Lleva poco más de un mes. Parece
eficiente y es muy bella ¿no? –apuntó Mabel con complicidad.
–Bellísima y sensual –confirmó Luisa– voy a conocerla –dijo y enfiló hacia
su mesa.
Una hora más tarde, Luisa volvía junto a Mabel, “es una chica encantadora
–comentó–. Hemos quedado para almorzar mañana. Secreto de mujeres
¡eh! –dijo con picardía, cruzando el índice sobre su boca.
En pocas horas todo se había desbaratado. Hernán apenas aparecía y nunca
dispuesto para hablar. Huidizo, ausente, una noche llegó a casa y se acostó
rápidamente; sin cenar, sin apenas reparar en su esposa.
–¿No te dijo Mabel que pasé a buscarte? –preguntó Luisa con malicia.
–Sí, es verdad, me dijo, lo olvidaba –respondió–. Llevo unos días terribles.
¿Pasaba algo? –preguntó con poco interés.
–Nada. Comer juntos y charlar un rato… –respondió la mujer.
–¿Te parece mañana por la tarde..? –propuso Hernán.
Con un gesto afirmativo, Luisa le extendió una de las dos tazas de té recién
hecho, al tiempo que se autoimpuso un horario: aguardaría hasta el día siguiente,
a las siete de la tarde como límite máximo para mantener abierta
la puerta del diálogo. Vencido ese lapso, quedaba liberada para iniciar su
tiempo de revancha.
El restaurante era elegante y de renombre; nunca había estado antes y nada
más sentarse Luisa a la mesa hizo su entrada Valeria. Su figura era fascinante.
El cabello renegrido y brillante caía lacio sobre sus hombros. La camisa
verde estampada con sus tres primeros botones desprendidos permitía
comprobar el atractivo color de su piel cuidadosamente bronceada que resaltaban
más aún sus enormes ojos verdes. La lozanía de sus 35 años y su
estampa alta, delgada y elegante le otorgaban el hándicap de trastocarlo
todo. La suave voz de Sarah Vaughan y la orquesta de Earl Hines acompañaron
el inicio de la charla de ambas mujeres. Serias por momentos, alegres
en otros, departieron durante más de dos horas hasta que, se despidieron
con un beso y abandonaron el local separadas.
Dos días después, y sin noticias de Hernán, se puso en marcha la diabólica
venganza. No iba a permitir que Hernán rompiera el matrimonio, ella lo dinamitaría
antes. El sol todavía estaba alto cuando se detuvo frente al edificio
10
Daniel Soto Rodrigo
de la compañía. Acaparó todas las miradas en el trayecto hacia la oficina.
No tenía duda de que llamaba la atención. La indumentaria elegida perseguía
ese objetivo. Mabel respondió a su sonrisa pero le informó que no sabía
nada de Hernán.
–A media mañana salió y desde entonces no apareció ni llamó –dijo Mabel–
. El señor Míguez también está preocupado porque tampoco sabe nada,
¿quieres hablar con él? –preguntó–.
–Si por favor, avísale que estoy aquí –pidió Luisa–.
Alfredo Míguez era el socio de su esposo. Entre ambos poseían la titularidad
de la empresa. Luisa detestaba la mirada lasciva, insultante, que le dedicaba
Míguez con indisimulado deseo. Era un tipo egoísta, carente de respeto por
nada ni por nadie, lo que le hacía especialmente apto para su negocio. Se
encargaba de comprar el cereal y lo hacía al mejor precio para él, el otro no
importaba. Luisa siempre le reservó una considerable dosis de desprecio. El
hombre tampoco destacaba de otros aspectos: 55 años, poco culto aunque
su dinero y las amistades que este brinda le habían permitido curtirse en el
terreno social. Su presencia sacaba un aprobado raspado. Intentaba vestir
elegante y sólo conseguía indumentaria cara. De estatura mediana, pelo
castaño y conversación que recurrentemente se tornaba aburrida a los diez
minutos.
–Caramba Luisa ¡estás hermosa! –dijo Míguez saliendo raudamente de su
despacho con ambos brazos estirados a su encuentro. No sabemos nada de
Hernán –se apresuró a señalar–, ven pasa... pasa.
Míguez no dejaba de hablar ni de sonreír embelesado mientras servía unas
copas. Luisa desvió una rápida mirada a su reloj para comprobar que todo
salía según lo aguardado. Estaba segura que el empresario que tenía frente
de ella, no tardaría en ensayar su aburrido juego de seducción. La enorme
sorpresa se la llevaría el acaudalado empresario ya que esta vez tendría
éxito su lance. Después de un rato de intrascendente charla, Luisa pasó al
ataque: “Vine a cenar con Hernán, pero si no aparece ¿me llevarías tú a
comer algo? Tengo hambre”.
–Por supuesto querida; será todo un honor y muy gratificante –respondió
Míguez–. Casi rogaría para que no apareciera Hernán –agregó riendo para
tantear el terreno.
Luisa respondió con una sonrisa consentidora y mirada provocativa.
Mientras tanto Valeria se revolvía en la cama molesta por lo que consideraba
un exceso de luz. Hernán detuvo su vista en las bronceadas nalgas que asomaban
entre las sábanas. Sentado junto a ella comenzó a acariciar los torneados
tobillos ascendiendo lentamente con sus caricias por las largas
piernas. Parecía embelesado ante ese cuerpo escultural. La línea de la espalda
se perdía en una sensual hondonada, mientras que sus hombros, con
suaves movimientos transmitían satisfacción. Recorrió nuevamente, esta
vez con sus labios, la cautivante espalda en forma descendente hasta que,
colocando las manos en sus caderas, le levantó ligeramente. Valeria se olvidó
de la molesta claridad.
El sonido característico de la ducha llegaba desde el baño mientras que, recostado
en la cabecera miraba indeciso el teléfono. Dio una bocanada a su
cigarrillo y fijando sus ojos en el techo trató de entender qué estaba pasando.
Pensó en Luisa y en el enfado que tendría con justa razón. “Pero...
¿me he vuelto loco?”; se planteaba. Su esposa era su compañera ideal y
11
La vida es cuento
continuaba situada por encima de todo, aunque renunciar a esa morena espectacular
era un pensamiento a descartar de plano.
Llevaban encerrados en esa habitación desde después de almorzar. A pesar
de guardar ciertas reticencias, Hernán consintió complacer a Valeria que se
le había antojado ir a ese hotel, el ‘Versalles’, el que tanto ella como Hernán,
reservaban para sus mejores momentos. De todas formas no estaba arrepentido;
Valeria era dueña de una imaginación lujuriante. Por fin, exhaustos,
compartieron un cigarrillo en silencio.
–Estoy hambrienta, ¿por qué no vamos a comer algo? –propuso Valeria al
cabo de unos minutos–.
–Es una buena idea; además, falta poco para las once, ya es hora –asintió
Hernán–.
Cuando le dieron la llave del cuarto 413 del hotel ‘Versalles’, Míguez seguía
embobado. No podía creer lo que le sucedía. A su lado, incitándole al desenfreno,
la mujer que deseó durante años.
–Lo pasaremos muy bien ya verás –dijo Luisa colgándose del cuello del socio
de su marido mientras aguardaban el ascensor.
A las once en punto de la noche, las puertas automáticas del ascensor se
abrían en la planta baja del hotel ‘Versalles’ y las dos parejas se encontraron
de frente.
–¡Hijo de puta! –fueron las únicas palabras que pronunció Hernán antes de
abalanzarse contra su socio.
Los gritos y la pelea generaron una confusión generalizada. El conserje pedía
a viva voz la intervención del personal de seguridad. Las mucamas, histéricas,
corrían de un sitio a otro de la planta sin saber qué hacer. Las únicas
personas que conservaban la calma, eran justamente las acompañantes de
esos señores que peleaban entre sí.
–¡Alto! ¡Alto! –ordenó uno de los guardas privados del hotel–.
Lejos de obedecerle, Hernán tomó con ambas manos la cabeza de Míguez y
le golpeó con fuerza contra la ventana y continuó haciéndolo repetidamente
pese a las advertencias del agente de seguridad que, ante el cariz que adquiría
la situación, sacó su arma para tratar de intimidar, con tan mala fortuna
que se disparó accidentalmente.
Hernán se tomó con ambas manos su estómago del que manaba mucha
sangre y mirando fijamente a Luisa se dobló y también cayó de bruces. Míguez,
tras la andanada de golpes recibidos, cayó inerte con su cara ensangrentada…
–¡Todo ha salido bien! –dijo Luisa acariciando la mejilla de Valeria; poco
antes de que ambas se alejaran del hotel tomadas de la mano mientras que
en el enrarecido ambiente seguía sonando la melodía ‘A love supreme’, magistralmente
ejecutada por el célebre John Coltrane.
Buenos Aires 1986 - Salvaterra 2019
12
Daniel Soto Rodrigo
Una mañana en Villa Devoto
Calles adoquindas…, amores olvidados
Imposible precisar cuántas veces soñó en recorrer estas calles. Tantas,
que ahora, a punto de comenzar a hacerlo le resultaba difícil de asimilar. A
pesar de las décadas alejado, empujado por las circunstancias, jamás olvidó
el tranquilo barrio de su infancia, sus bienqueridas calles. Era un reencuentro
temporal, unos días como para que la imagen de la realidad no distorsione
del todo a la de los recuerdos.
Buenos Aires le recibió avasallante como siempre, pero bastante más convulsionada.
Pujante por la imparable irrupción de las nuevas tecnologías
que, en contraposición, redujeron parte de los valores que él guardaba herméticamente
en su memoria. Satisfecho, comprobó que su viejo barrio se
resistía a esa transformación. Acusaba embates de la forzada modernidad
pero mantenía intactos aspectos de su marcado carácter. Al menos, aquello
que obedecía a sus recuerdos: casas familiares, calles adoquinadas, aceras
pobladas de fresnos y algarrobos que embriagaban el aire con su aterciopelado
perfume…, uno de los pocos barrios en los que aún se puede escuchar
el canto de los pájaros –pensó. No lo recorría por nostalgia sino como comprobación
de que sus recuerdos eran tan verdaderos como el suelo que pisaba
y las imágenes que veía.
Observó detenidamente el desparejo empedrado. Le sorprendía que esa
misma calle, por entonces carente de tráfico, sirviera de cancha para los
partidos de fútbol de los niños durante la siesta de los mayores. Le hubiese
gustado contarle a esos chicos que jugaban en la plaza con una pelota igual
que los de Primera, que ellos, a su edad, se fabricaban sus propios balones:
un núcleo de papel cuidadosamente compactado era el primer paso. Por encima
se envolvían láminas de papel cada vez más gruesos, engomándolos
con engrudo hecho con harina y agua. Posteriormente se revestía con capas
de trapos viejos, dejando los más llamativos y resistentes para el exterior.
El último paso era coser prolijamente el contorno –lo hacíamos nosotros
mismos– y la pelota de trapo quedaba lista para ser utilizada. Si se cuidaba
de no mojarla, su durabilidad era sorprendente.
Los chicos siguen con sus juegos y gritos aunque el ruido de los coches y el
ritmo de vida actual han trastocado la tranquilidad de las tardes, erradicando
para siempre la reparadora siesta. Si alguien le hubiera preguntado cuánto
tiempo se detuvo a contemplar la plaza, los niños, la calle adoquinada, no
habría sabido qué responder. Sonrío. El viejo barrio no le defraudaba y continuó
su paseo.
Algunas moles de varios pisos dañaban la vista, pero la contrapartida se hallaba
en las viejas casonas que perviven con sus cerramientos de rejas artesanales
negras o verdes, cuidados jardines en los que los rosales y las
13
La vida es cuento
calas continúan dominando la escena. El típico jazmín del país mantenía su
sitio sobre los portales ambientando la elegancia tradicional de la zona, fortaleciéndose
ante la desdeñosa mirada de las torres que desde su altura
muestran irónico desdén.
Dio vuelta a la esquina y se encontró de frente con la mansión de los García
Markevitch, acaudalada familia que en 1920 construyera la enorme casona
convertida en centro de atención de la barriada desde entonces. La edificación,
que definían como de estilo irlandés, era la que presentaba el aspecto
más lúgubre de los chalets de la época. Enmohecido, oculto bajo las centenarias
copas que le rodeaban. Tiznado, pero aún habitado, podría servir
como escenario de una película de terror; casi el mismo que décadas atrás
imponían los enormes y amedrentadores perros que cuidaban la finca.
Sus pasos llegaron hasta la vieja estación de ferrocarril. El moderno tren
eléctrico, de panorámicas ventanas y confortables asientos contrastaba con
el antiguo y bien conservado diseño típicamente inglés de la estación. Ya no
está al final del andén la casa de don Cosme, una humilde vivienda que Ferrocarriles
facilitaba a sus trabajadores y donde se reunía la pandilla de entonces
que, con 14 ó 15 años, “no tardábamos en convencer al jefe de la
estación para que nos permitiera viajar gratis las dos estaciones que nos
separaban del partido de fútbol de los sábados en la cancha de Atlanta”.
No fue una buena idea entrar en la estación. Aunque mantenía su estructura
original, el interior ha sido un choque. Expendedoras de billetes informatizadas,
paneles acristalados que reemplazan los cascados ventanucos de la
antigua taquilla daban al sitio un aspecto irreal. Ni el más antiguo de los
empleados había escuchado hablar de don Cosme. Quien le informó de su
fallecimiento fue el del quiosco de diarios y no porque lo haya conocido al
personaje, sino por mentas.
Nada encajaba, ni las mesas y sillas de acrílico de la cafetería. No encontró
ni una de aquellas pequeñas mesas redondas de ornamentada base de hierro
y pulida tapa de mármol donde las gentes apuraban su café al escuchar
el silbato del tren de vapor que se acercaba. Nadie hubiese adivinado que
en aquella pueril infancia los niños proponían una carrera hasta el final del
andén a la fatigada locomotora que nunca pudo ganarles. Al marcharse de
la estación tuvo la sensación de percibir en el aire el hedor del carbón con
que aquel monstruo de acero se despedía.
Villa Devoto era un edén. Un refugio de ese arrabal que Buenos Aires se empecinaba
a devorar. Tampoco el bar de la esquina en el que a nadie se le
ocurriría acercarse a la vitrola para poner un disco que no fuera un tango.
¡Qué distinto! –pensó– al ver a un grupito de jóvenes haciendo extraños
malabares a ritmo de rap.
Los tranvías desaparecieron la ciudad en 1963, sin embargo, en Devoto las
vías continuaban allí impertérritas entre el adoquinado, como convencidas
de que en cualquier momento volverán a transitar los pesados carromatos.
Calles adoquinadas y rieles de tranvía hoy en día. Sólo Villa Devoto podría
ser, se dijo con una sonrisa.
No quería irse sin visitar la Sociedad de Fomento, un viejo salón dominado
por una gran foto de Carlos Gardel y un viejo reloj de carrillón que anunciaba
los cuartos con melodiosa sonería. El local amplio siempre olía a humedad,
pero lo recuerda invariablemente lleno. Un oscuro retablo opacado por los
años servía para acomodar las bebidas que tendrían pronto despacho en las
14
Daniel Soto Rodrigo
acostumbradas partidas de naipes y los campeonatos de truco de los sábados.
Evitaba preguntar para no parecer un extraño. Pero después de ir y
venir varias veces, aprovechó la presencia de una señora mayor que barría
su acera. “¡Oh sí! La recuerdo perfectamente, estaba en el 847 de esta
misma calle. ¿Ve aquél edificio alto de fachada beige..? ¡Allí mismo estaba.
Al viejo local lo demolieron hace tiempo. ¿Recuerda a don Elisardo?” –continuó
la mujer explicando– “el que regenteaba el bar…, con lo que le dieron
puso un restaurante en Villa del Parque. Durante mucho tiempo se daba una
vuelta por aquí, pero hace rato que no ha vuelto. ¡Claro! Debe de estar viejo,
si es que aún vive…” –terminó diciendo la mujer antes de volver a su barrido.
Había reservado para el final acercarse a la casa paterna. Sabía que ya no
existía. Diez años antes había dado a su hermano el consentimiento para la
venta del solar de la vivienda que llevaba varios años deshabitada y en ruinas.
No estaba seguro de que fuera una buena idea pero al llegar a la calle
Nogoyá la curiosidad pudo más. Entrecerrando los ojos visualizó la vieja
casa despintada, de altísimo portal y grandes ventanas con gruesas cortinas
blancas de punto que tejía con sumo cuidado la abuela Felisa. La realidad
era bien distinta. Una multitud de desconocidos entraba y salía de la edificación
que usurpó su recuerdo infantil. Alzó la vista: Supermercado La Añoranza,
decía el letrero luminoso. Parece a propósito –pensó.
Decidió que era suficiente. Encaminó sus pasos hacia la avenida Francisco
Beiró donde cualquier colectivo le devolvería al centro. Como despidiéndole
del barrio, un buzón de correos de amarillo rabioso ocupaba su sitio en la
esquina de su casa. “Pues los prefería rojos, como eran antes estos bocones.
Estos dañan la vista”, dijo casi en voz alta.
Apuró un poco el paso cuando unos metros más adelante se detuvo un taxi.
De él pretendía bajar una señora, elegante, que intentaba calmar a cuatro
niños vestidos de uniforme que, sin duda, volvían del colegio. Entre gritos y
a carterazos entre ellos enloquecían también al taxista que seguro deseaba
que le pagara cuanto antes y poner distancia con esos salvajes. La desquiciada
mujer con el barullo y su afán por mantener a los niños por un momento
quietos, revolvía en su bolso sin atinar a dar con su cartera.
La escena había captado toda su atención porque además, se desarrollaba
frente a la casa de Raquel, su primera novia. La misma que besó al anochecer
de un día de verano junto a unos rosales de la plaza de la Estación. El
romance se prolongó. Volver de la escuela cada día a pie y tomados de la
mano; el cine los domingos por la tarde y luego una porción de pizza y un
refresco. Más tarde, los tiempos más audaces con paseos que se extendían
hasta el centro de la ciudad. La muerte de su padre fue un cambio radical
en su vida. Le obligó a asumir la responsabilidad de hermano mayor y aunque
continuaron viéndose con Raquel, el tiempo que pasaban juntos se fue
reduciendo cada vez más.
Después, lo de siempre, una oportunidad para trabajar fuera… promesa de
fidelidad, juramento de amor eterno y el tiempo que pasa y con su manto
de crueldad todo lo olvida.
Volvió a comparecerse de la señora, a todas luces, la abuela de las indomables
criaturas cuyas edades oscilarían entre los 6 y los 11 años y que no
había forma de controlar. Muchas veces se había preguntado qué habría sido
de Raquel y el destino quiso que los niños entraran como un torbellino en la
casa de la novia juvenil.
15
La vida es cuento
Se quedó extasiado. Raquel seguía siendo una hermosa mujer, pese a perder
la lozanía de aquellos años mozos. Recomponiendo un poco su figura despidió
al taxi y se encaminó a la casa.
–¿Siempre son así? –preguntó intentando llamar su atención.
–¡Uff! ¡Sí! –respondió la mujer mientras trataba de zafarse de uno de los
niños que había vuelto a tironear de ella reclamando la merienda– cuando
una podría estar tranquila comienzan a llegar los nietos y ya sabe, los padres
se desentienden y aquí estamos –agregó–. Si al menos consultaran antes
de tenerlos –se lamentó.
Aguardaba con una sonrisa cómplice que la mujer pronunciase su nombre y
se fundieran en un abrazo, pero se quedó simplemente en una mueca. Raquel
ni siquiera le había reconocido.
–¿Qué vamos a hacer? Es la vida –dijo la mujer antes de cerrar la puerta de
casa.
Estuvo a punto de tocar el timbre y llamarla por su nombre, pero desistió.
Sintió como una pesada carga sobre los hombros. Le costaba caminar. Aprovechó
que el taxi aún estaba allí y volvió en él. Desde entonces convive con
esa sensación de tiempo perdido.
2015
16
Daniel Soto Rodrigo
El fin del mundo provocará una grave crisis económica
A pesar de las reiteradas advertencias de la comunidad científica durante
los últimos años alertando sobre el inminente fenómeno espacial que
podría acabar con la vida en el planeta, los gobiernos no han tenido en consideración
ninguno de los anuncios hasta ayer mismo, cuando el cielo comenzó
a oscurecer a media mañana y la temperatura a descender a razón
de tres grados por hora. Ahora, que resulta más que evidente que el final
está cerca, las bolsas apuran las transacciones para evitar el colapso de la
economía.
“El apocalipsis puede suponer un grave perjuicio para nuestra economía de
mercado. Impondré aranceles”; vociferaba el presidente de la nación más
poderosa llegando con su saliva hasta la tercera fila de periodistas que escuchaban
estoicamente sus habituales sandeces, mientras que el resto del
mundo se atropellaba en busca de un inexistente refugio. El semblante del
mandatario ruso era el mismo de siempre, así que nadie sabe qué hará. La
España vaciada se invirtió como por arte de magia. En el poder central solo
quedaba la oposición enfurecida con el Gobierno por haber causado el desastre
con la irresponsable gestión de las rutas de los meteoroides, secundada
por un coro de insultadores profesionales exquisitamente entrenados.
En pocos minutos China dispuso de una línea de producción de muñequitos
chamuscados con la leyenda ‘Recuerdo de 2020’ con los que inundará el
mercado en las próximas horas, mientras que en todos los templos de todos
los credos atribuían solo a sus respectivos dioses la capacidad de acabar con
la vida.
Para ayudarnos a valorar la crisis que se avecina, las televisiones de todo el
mundo mostraban los chiringuitos y las tiendas vacías poniendo énfasis en
las pérdidas que ocasionaría ese día. “Es el mercado, amigo” se escuchó
decir a un señor huyendo con una maleta de la que sobresalían billetes.
No subestimemos la crisis, adoremos el dinero, no vaya a ser que la muerte
nos sorprenda pobres. Cuando menos que sea endeudados hasta las cejas.
“¡Esto es la ruina!”, se desgañitaban inconsolables los banqueros. A ver
quién les va a rescatar ahora. ¡Cabrones!
2020
17
La vida es cuento
Viejo barrio, nueva gente…
Es como quien vuelve a recorrer la casa en la que vivió, treinta años
después de haberla abandonado. Las paredes siguen en su sitio, pero el
resto ha cambiado. Sensaciones como de intimidad compartida. Vas en
busca de aquél rincón por entonces preferido y descubres que ya no es tan
apreciado y, en contrario, aquel odioso cuarto desangelado exhibe su nuevo
rol de postergado protagonismo. Era mi casa, pero ya no lo es. Sentimientos
que afloraron en mi reciente viaje a Buenos Aires. Fue mi casa, fue mi barrio,
se reconoce, pero no tanto. Junto al taller ya no vive Julián. Ni siquiera saben
quién es. En realidad, tampoco el taller ha subsistido. “Hace más de veinte
años que cerró”, me comentó un señor mayor que nunca se alejó demasiado
del lugar.
Sensaciones que bien explican el reencuentro con el barrio, y por extensión
con la ciudad que me ha visto crecer. Reencontrarse con un tiempo que pasó
tiene esas cosas, no alcanza más brillo que la historia propia, en primera
persona, y sosegada por el tiempo. Evocar el pasado, añorar a quienes dejamos
de ver, lamentar habernos ido, alegrarnos de haber vuelto…, suena a
tango ¿verdad? No es casual, está en los genes de esta empírica ciudad que
todo lo puede. Media vida en España que se desvanece en un fantasmagórico
abrazo con la otra media, la que se quedó aguardando este momento.
Un encuentro feliz pero distinto. Al entrar al Café la realidad abofetea. Ni
una cara familiar, el diseño ha llevado al desván (o peor aún) a las viejas
mesas y el billar hace décadas que causó baja. Pero las sillas, más modernas
y ampulosas continúan formando parte de lo que vendrá prestando su invariable
labor. Ya no somos los que fuimos, son otros lo que están, pero igual
de arremolinados ante la mesa también charlan, discuten…, jóvenes defendiendo
ideales que aún desconocen que son quiméricos. La música suave,
los gustos los mismos, el debate sin estridencia, escuchándose. Hoy no he
encontrado a nadie conocido, como era entonces, pero vuelvo con la sensación
de conocerles a todos.
2017
18
Daniel Soto Rodrigo
El secreto de La Candelaria
Tantos años después, recorro las mismas calles, el mismo barrio, aunque
no es fácil reconocerlo. Poco queda del de entonces y lo que aún se conserva
hay que descubrirlo camuflado en ese entorno de modernidad. Alguna
vieja casona sometida a un no muy esmerado ‘lifting’ del que como avergonzada,
pretende esconderse entre las grandes moles. Entre tanto ventanal
de acero y cristal tintado mantiene su porte intacto una de esas de altas
ventanas grandes y pesadas puertas con gruesos cristales esmerilados y visillos,
marcos de madera otrora orgullosos de su porte y hoy vencidos por
varias capas de oprobioso esmalte sintético.
Atento, observando a uno y otro lado, continuaba mi paseo por el nuevo decorado
del que fue mi barrio de juventud. Extrañamente, el almacén de la
esquina de Maure sigue abierto. No exactamente en su sitio. Deduzco que
el enorme local que ocupaba toda la ochava ha cedido su espacio al edificio
que allí se yergue de cuántos..? ¿nueve pisos..? En pago, don Evaristo –que
así se llamaba su dueño– habrá recibido, como suele ser habitual, un departamento
y ese local bastante más pequeño por la calle lateral, pero que
todavía conserva su nombre original: ‘La Candelaria’. Me acerqué a la vidriera
para intentar descubrir la fórmula de la sorprendente longevidad. La
sencillez era la nota dominante. No había grandes carteles amarillos con
destacadas letras rojas ofreciendo un 2x1, ni ofertas de sustanciosos descuentos,
ni siquiera llevan la compra a casa del cliente, no. Nada de eso.
Dentro, unas cuantas personas. A ninguna se la veía con prisa o revolviendo
estanterías en busca de novedades. En medio de la vorágine siempre hay
espacio para la pausa y eso era lo que ofrecía el viejo almacén de don Evaristo
en estos tiempos de modernidad.
Como un cliente más entré al local para seguir observando desde más cerca.
Ya se me ocurriría qué comprar. Sobre el mostrador, tentadores productos
artesanales, tartas, empanadas, dulces, mermeladas, todo casero. He ahí
el misterioso secreto: charlar con el cliente, escucharle, y venderle buenos
productos.
Desvié la mirada hacia la mujer del otro lado del mostrador. Su rostro me
resultó conocido. Sin duda, era aquella niña preciosa de trenzas largas y rubionas
que tendría por entonces 10 u 11 años y que se esforzaba todo lo
posible para que reparáramos en ella. El barrio, por aquellos años de casas
bajas y calles adoquinadas, regalaba tiempo y espacio para los juegos, y
más tarde para los primeros escarceos de la seducción. Nuestra inseguridad
adolescente de entonces latía en otras direcciones y Nora –que así recordé
el nombre de esta mujer que guarda fehaciente muestra de su belleza– no
era más que una niña.
Absorto como estaba, obligué a repetir “qué desea señor”. A punto estuve
de preguntar: “¿Cómo estás Nora?”, pero me contuve. Volví a dar un vistazo
19
La vida es cuento
sobre el mostrador y señalando unos cilindros merengados de aspecto delicioso
pregunté: “Estos son ‘chajá’, no? “Sí –respondió la mujer con una sonrisa–
hechos esta mañana. ¿Quiere llevar alguno?, añadió”. “Claro, cuatro
por favor”.
–Lleva mucho tiempo en el barrio, ¿verdad? –pregunté.
–Toda la vida. Aquí nací, me crié y aquí sigo –dijo levantando ligeramente la
vista hacia mi– ¿Pero usted no es del barrio, no?
–Sí y no. Viví por aquí hace muchos años.
Le iba a decir que conocía a su padre, su viejo almacén, y el café de la esquina
de Jorge Newbery, e inclusive, que me acuerdo de ella y de sus largas
trenzas, pero me ganó de mano.
–Esto ha cambiado demasiado. Los años han volado. Por las tardes abro un
rato nada más, de 18 a 20; tengo a los clientes acostumbrados así. Eso de
ser una esclava no me va. Bastante esclavitud sufrió mi padre. Porqué teníamos
el almacén en esta misma esquina y vivíamos detrás. Cuando cerrábamos
venían a tocar el timbre a buscar algo. Y mi padre atendía a todo el
mundo. No era vida. Ahora –continuaba el monólogo– a las siete de la mañana
abro la puerta hasta la una de la tarde. Luego cierro y si alguien se olvidó
de algo tiene dos horitas por la tarde para reponerlo. ¿No le parece?
–preguntó.
–Por supuesto. Y si no al Súper a ver si va encontrar lo mismo –agregué con
complicidad.
–Decía que por las tardes salimos mi perro y yo, se llama Sancho, es un salchicha,
es bueno pero ladra todo el día, me tiene harta –apuntó riendo. Nos
gusta dar largos paseos por el barrio y casi a diario se notan los cambios,
nuevos negocios, edificios elegantes y coches, muchos coches, demasiados.
La vecindad se renueva constantemente, casas como antes, prácticamente
no queda ninguna, hasta los porteros de toda la vida se van jubilando…
–Es verdad –afirmé– ¿cómo se llamaba el bar de la otra esquina? –pregunté
como para que quede clara mi veteranía en el sitio. Bien me acordaba de su
nombre, ‘Yemeca’.
–Sabe que no recuerdo como se llamaba –reconoció avergonzada. Es cierto,
el bar… –repetía con nostalgia– allí se juntaban los rompecorazones del barrio.
Bah! Eso se creían ellos; en realidad eran unos engreídos –agregó
riendo. Poco a poco se han ido todos. Ahora serán muy mayores…, o puede
que ya no quede ninguno.
Dio un salto, como si se percatara de haber hablado de más me miró inquieta
y preguntó: “No será usted…”
–¡Oh, no, no no! Lo que usted dice. Ya no debe quedar ninguno, dije al despedirme
como quien se va para no volver.
2019
20
Daniel Soto Rodrigo
El reloj del médico
A las ocho menos diez fue su último estertor. A partir de ese momento,
las agujas ya no volvieron a moverse en el reloj del doctor. No sabría precisar
si fue a las 7:50 ó 19:50, sólo que llevaba años así. Un día cualquiera, uno
como tantos, fue el de la eternización. Era la primera vez que acudía a la
consulta, pero ya conocía la historia de ese reloj. Por eso, nada más entrar,
reparé en él. Un antiguo modelo de sobremesa, seguramente suizo, revestido
por una caja de madera lustrosa con forma de cabaña que el médico, o
quien haya sido, lo colocó entre los libros y otros adornos de un aparador
clásico de principio del siglo XX.
Estaba avisado también de que era un médico muy metódico, que se toma
su tiempo con cada paciente, auscultarle, aconsejarle, sobre todo escucharle
y cuando no había otra alternativa, medicarle. Su experiencia le permitía
evaluar un diagnóstico con ver el rostro del paciente y escuchar de su boca
sus dolencias; pero aún así, su meticulosidad no dejaba margen al error.
Cada día, su sala de espera se completaba de pacientes sabedores de que
el tiempo de permanencia en ella sería impredecible. Por eso resultaba tan
extraño el detalle, o quizá no…
Tres cuadros colgaban de sus paredes. Paisajes bien logrados. Óleos de los
que no se compran en bazares. Un par de mesillas bajas en esquinas contrapuestas.
Sobre ellas, apiladas varias revistas de fecha de caducidad vencida
bastante tiempo atrás y al lado, unas esbeltas lámparas que iluminaban
el cuarto con mortecina luz amarillenta. Una fina alfombra de diseños geométricos
y varias sillas de estilo alineadas a lo largo de las paredes daban
profundidad mientras que completaba la decoración un pequeño escritorio
antiguo, de aquellos de cortina de madera corredera, con un estante de
frente y dos pequeños cajoncitos a cada lado.
Resultaba extraño, al menos para mí, que en una sala cuidada con esmero
mantuviera ese reloj, muy bonito por cierto, muerto a las 8 menos 10 de un
día cualquiera; ¿o sería un día determinado?
El reloj tiene estilo. Destacaba sobre el estante del mueble de madera,
puede que de cerezo. La esfera blanca, los números romanos y las manillas
negras con puntas de flechas que llevaban… ¿cuánto tiempo?, clavadas en
ese punto horario.
Eché una rápida mirada a mi reloj, que si funciona, estaba a punto de dar
las seis. Llevaba ya un buen rato en esa antesala y nadie había salido aún
de la consulta. Miré las personas que tenía alrededor, que me precedían en
el turno y me percaté de que tardaría bastante en volver a la calle. Todos
en silencio. Sin quebrar el ambiente reflexivo me dirigí con suma prudencia
junto a la secretaria, o enfermera, no sé cómo cualificarla, le pregunté
acerca de los horarios estipulados y su parecer acerca de la hora que accedería
ante el médico. Su respuesta me dejó algo turbado.
21
La vida es cuento
–La verdad es que los turnos para el doctor no son más que anecdóticos.
Un intento de poner cierto orden en el fárrago de su agenda. Pero no se preocupe;
le atenderá estupendamente. Seguro que como nunca nadie antes
lo ha hecho. Eso sí, cuando venga hágalo consciente de que deberá a renunciar
al resto del día.
Notificado quedé, sin duda. La mujer, robusta, atractiva, de unos cuarenta
y bastantes años, me dedicó una semi sonrisa y luego bajó la vista para seguir
inmersa entre sus papeles, con lo que, evidentemente, había dado por
cerrada la conversación. A punto estuve de preguntarle por el reloj, el de la
sala, el que no funciona, pero me pareció que estaba fuera de lugar. Ya habría
tiempo para enterarme con detalle. Volví a mi asiento sin que a nadie
le hubiese despertado curiosidad mi inquietud detectivesca. Ninguno de los
presentes se había dignado a dirigirme una mirada, ni comentario alguno.
Un señor, algo entradito en kilos, mantenía las manos entrelazadas sobre
sus piernas y con la cabeza gacha luchaba con la somnolencia. Una mujer,
a mi izquierda, había fijado su vista en el cielorraso y allí se mantendría
hasta que sonara la diana de la consulta. Otros leían o hacían crucigramas.
El silencio sólo se quebraba con el pasar de alguna página o algún ligero carraspeo.
La mejor opción era hojear alguna de las revistas. Qué importa que
sean viejas, si no las leí es lo mismo que si fueran de hoy.
Así supe que con unos ligeros arreglos de bambú y unas mamparas separadoras
de vegetales entrelazados lograría una minimalista decoración del jardín
que además de llamativa sería también muy conveniente en el aspecto
del desembolso económico. Interesantes consejos si no fuera que el único
jardín con el que cuento se reduce a una maceta de unos veinte centímetros
de ancho en la que no logro hacer prosperar una begonia que va de altibajo
en altibajo. Opté por buscar alguna lectura más amena, justo en el momento
que, por fin, se abrió la puerta de la consulta.
Salió una señora mayor de gafas de carey que enfiló directamente hacia la
puerta. Sin dilación la enfermera, o secretaria, con una mueca invitó a pasar
al siguiente paciente y pude ver al médico lo suficiente como para comprobar
que cargaba a sus espaldas con unas cuantas decenas de años. Podría llevar
al menos diez como jubilado, pero seguía al pie del cañón. Camisa, corbata,
chaleco roído y por encima un bata blanca larga hasta por debajo de las rodillas
y con todos sus bolsillos ensanchados por el uso.
No lo imaginaba exactamente así, pero tampoco me ha sorprendido. Su apariencia
no encajaba con la cuidada antesala, ni con la atractiva presencia de
la secretaria, o enfermera, que por cierto la llamó Lola. Volvió a abrirse la
puerta y sin perder ni un segundo entró el señor de la cabeza gacha. “Bueno,
ya falta menos”, me dije, y volví a rebuscar en la mesa alguna lectura más
acorde a mis gustos.
Enfrascado en la lectura de una interesante entrevista a tres voluntarios mexicanos
que entregaron su juventud a colaborar en cubrir las necesidades
básicas de la niñez en la parte más desamparada de África, el tiempo pasó
rápido. Volvió a abrirse la puerta del médico y fue el turno de la señora que
conocería el cielorraso hasta el mínimo detalle. “¡Caramba, ya son las nueve
de la noche!”, pensé con la intención de inquirir nuevamente a la enfermera,
o secretaria, pero ella fue más veloz. Se levantó de su silla, apiló los papeles
y carpetas sobre la mesa, se puso el abrigo, recogió su bolso y antes de
salir dijo a quienes aún aguardábamos: “Bueno, ya saben cómo funciona
22
Daniel Soto Rodrigo
esto ¿verdad?”. Iba a responder que no, pero tampoco me dio tiempo: “A
las 22 horas se cierra la consulta. Quienes aún aguarden pueden volver mañana
a las 17, serán los primeros manteniendo el turno. Mi jornada ha terminado.
Hasta mañana”; dijo agitando la mano abierta “y por cierto, al salir
no olviden cerrar la puerta”, cosa que hizo antes de desaparecer de la escena.
Quedé anonadado. No encuentro otra forma de definir la situación. Llevaba
casi cuatro horas de espera y quedaba una hora para que la atención médica
del día se cerrara automáticamente. Algo así como ‘a casa que mañana seguimos’.
Era poco probable que con las personas que tenía delante y la parsimonia
profesional del médico lograra evitar volver mañana, como
efectivamente sucedió.
Sin decir palabra, las personas de la sala de espera se levantaron casi al
unísono, recogieron sus cosas y se encaminaron hacia la puerta. Consulté
el reloj y faltaba un minuto para las diez de la noche, así que me sumé al
éxodo. En el ascensor intenté sonsacar algún indicio: “que curioso este médico,
¿no?”, dije con un gesto parecido a una sonrisa. Sólo obtuve una ligera
mirada de una señora de indefinible edad y ni una palabra, ni de ella ni de
nadie.
En la calle pasé del estado de confusión al hartazgo. Consideré que cuatro
horas esperando ser atendido y mañana vuelta a velar por la bondad de una
consulta médica resulta excesivo. Me disponía a dar por finalizada mi experiencia
con este doctor, cuando se me acercó un señor esmirriado, tanto que
su presencia me había pasado casi desapercibida. “No se deje llevar por la
impaciencia”, dijo, “antes de tomar una decisión tenga en cuenta que una
hora de consulta con este médico equivale a diez años de revisiones con
otros”, apuntó antes de irse sin aguardar respuesta.
Después de marchas y contramarchas, a las 17 llamé en el consultorio de
tan sistemático médico. Abrió Lola con una amplia sonrisa: “Buenas tardes,
adelante. Tome asiento. El doctor ya ha comenzado las consultas, sólo que
tenemos dos casos urgentes. Una señora que ya está dentro y luego aquel
señor de gruesas gafas negras. Luego el orden se mantiene con las personas
que, como usted, corresponden a los turnos de ayer”, me explicó.
–Esta vez vengo prevenido –respondí enseñándole el voluminoso libro que
portaba y simulando buen humor.
Sabedor de que no obtendría respuesta exhalé un sonido gutural en lugar
de un saludo y me senté sin más, dispuesto a aislarme de todo hasta que
llegara mi turno. La trama literaria me absorbió por completo. Devoré página
tras página sin apenas levantar la cabeza para asistir al recambio de pacientes
en la consulta y a la displicente actitud de la secretaria, o enfermera,
Lola, cuya sola presencia me resultaba cada vez más intrigante. No tramita
gestiones con los seguros, no cobra los honorarios, no acude a recibir a los
pacientes, ni los acompaña al ingresar junto al médico…, en realidad, no se
levanta de su silla casi nunca, menos aún para llevarle un té o un café al
médico que dedica tantas horas a sus pacientes. La observaba intentando
desentrañar cuál sería su función concreta, cuando veo que se pone en pie,
en un santiamén recoge sus cosas y sale disparada: “Bueno, ya saben…,
mañana seguimos. Quienes no entren hoy, mañana a la cinco de la tarde
nos vemos. Hasta mañana”. Y desapareció sin dar tiempo a una escueta
consulta.
23
La vida es cuento
¿Otra vez las nueve de la noche? –pregunté sorprendido. Obviamente nadie
respondió así que confirmé el horario con mi reloj. Puede ser que tenga
suerte esta vez. Sólo una persona y toda una hora por delante. Quince minutos
después, el médico despide a la señora: “Recuerde, es muy importante
la estricta puntualidad con las dosis medicinales, muy importante…”
Ya me estaba acostumbrando al extraño sistema del Consultorio. Al dejar la
puerta de la consulta abierta quedaba implícita la orden de paso al siguiente
paciente. Todo muy raro y muy metódico.
Tres cuartos de hora para las 22 horas…, pero con este hombre no se sabe…
, la impaciencia comenzó a consumirme. Por primera vez en estas dos tardes
en la antesala me erguí y comencé a dar vueltas siguiendo los rombos de la
geométrica alfombra; después los triángulos y por último los círculos. “Oiga,
quiere estarse quieto, me marea con tanto giro”, me reprendió de mala manera
una señora a la que no respondí por respeto a su edad y a su demacrada
figura. “Disculpe”, dije lacónicamente y volví a ocupar mi silla junto al
viejo reloj mudo.
A falta de dos minutos para las 22 horas se abrió la puerta de la consulta.
El médico despidió al paciente con un simple “Hasta la próxima” y fijó sus
ojos en mí que ya había plantado mi estampa junto a él. “¿Es la primera vez
que viene?”, me preguntó, a lo que respondí afirmativamente y de pronto,
la desazón. “Tendré que verle mañana. Según costumbre, será el primero
de la lista. Lo siento”; y a punto estuve de meter el pie para que no cerrara
la puerta. “En realidad doctor traigo conmigo una serie de análisis y se trata
de una consulta muy puntual. Concisa”.
El médico me miró fijamente: “Aquí nada es conciso ni puntual. Todos los
pacientes, incluido usted mismo, merecen mi atención y se la dispensaré
como corresponde. Pero será mañana, a las cinco en punto de la tarde.
Hasta mañana”, me despidió sin darme margen a nada. Ni a devolver el saludo
ya que cerró la puerta con la última sílaba.
¡Caramba! –refunfuñé– no me parecen modales. Nuevamente en la calle sin
diagnóstico ni remedio. Al menos, mañana seré el primero –me consolé.
Abrí los ojos y entre las rendijas de la persiana se filtraba claridad. El reloj
me dijo que eran las nueve. ¡Ocho horas para estar ante el médico! –pensé.
“¿Pero es que me estoy volviendo obsesivo? ¿Qué fijación es esa?”, dije en
voz alta. Nadie me respondió porque vivo solo, pero tampoco habría obtenido
respuesta en la consulta –sonreí. ¡Otra vez la consulta!
Sonó el teléfono. “¿Qué tal con el médico?”, preguntó mi tía Rosa. “La sala
de espera preciosa; por lo demás, ni idea…”, respondí. “¿Pero no tenías cita
a las seis de la tarde del lunes?”, “Sí, pero según Lola, la secretaria, o enfermera,
es algo anecdótico. A las seis de la tarde, pero a saber de qué día.
Es un hombre muy metódico”, conté. “Y una eminencia –completó mi tía–
ya me contarás. Adiós”, y cortó.
Decidí almorzar un poco más tarde para no tener hambre durante la consulta,
que será larga. “¡Quieres parar con la consulta!”, me reproché. Una
especie de almuerzo–merienda. Como un ‘brunch’ que dicen en América. A
las cuatro, ya recogidos, lavados y guardados los enseres, salí hacia la consulta.
Por fin saldría de dudas. Estaba seguro que el diagnóstico del metódico
doctor evacuaría todas las dudas que me transmitieron los tres especialistas
consultados, con tres valoraciones distintas. Quería evitar cualquier imprevisto
así que llamé a la puerta de la consulta media hora antes. Si hubiera
24
Daniel Soto Rodrigo
sido puntual, a las 17 horas ya estaría abierta.
Abrió Lola convulsionada. Su cara era una mancha negra de maquillaje descorrido.
Se echó sobre mí abrazándome fuerte y llorando desconsolada.
“¿Qué le pasa Lola? ¿Porqué está así?”, pregunté. Después de un largo rato
durante el cual el abrazo no aflojó ni un poquito, entrecortadamente dijo:
“Ha muerto…”
–¿El doctor? –pregunté.
–Sí –asintió temblando y apretándose aún más a mí.
–¿Pero qué ha pasado?…
Comencé a sentir la humedad de las lágrimas de Lola correr por mi pecho
produciéndome extraña sensación que me obligó a envolverla con mis brazos
por su cintura y ceñirla contra mí. La situación, en principios embarazosa,
trastocó en agradable percepción. Lola poco a poco fue recomponiendo
el ánimo. Al cabo de un rato, y sin dejar de mantener la presión corporal,
me fue susurrando al oído los acontecimientos.
–Nelly –la señora de la limpieza– llegó a las siete y media, como todos los
días. El doctor ya estaba levantado y le pidió un té con un poco de leche –
extraño porque nunca pedía nada. Lo bebió con cierta prisa y estiró su
cuerpo tan largo era sobre la silla. Nelly se asustó al verle con los ojos desencajados–continuaba
contando Lola– y le sacudió llamándole. Se dio cuenta
de que había muerto.
–¿Qué hora era? –pregunté inquieto.
–Las 7:50 –fue la respuesta.
–¡Claro! Un hombre tan metódico… –dije manteniendo la presión del abrazo
entre ambos, a la vez que con el talón derecho cerré la puerta de la consulta.
2020
25
La vida es cuento
Una revelación tardía
El salón era enorme, imponente. Un espacio lujosamente decorado en
el que se alternaban escritorios ocupados por personal evidentemente seleccionado,
con elegantes sillones y al fondo, dos grandes puertas de cristal
que daban acceso a las dependencias del presidente de la multinacional. Se
encontraba a metros de convertir ese día en el más importante de su vida.
Se había preparado concienzudamente para ello. La informática ganaba terreno
a pasos acelerados y sólo él y su pericia, lograba llegar a la presa más
codiciada para dotar a la Central de la compañía y a todas sus sucursales
de los nuevos sistemas computarizados.
A cada paso repasaba el cuidado guión visualizado en su mente. Con decisión
abrió la gran puerta de cristal de las suntuosas dependencias privadas.
Tras el saludo de rigor quedó petrificado. Todo se fue al traste al verla. Un
inesperado encuentro que también ella acusó clavada en su sillón, mirándole
fijamente y sin saber qué hacer, ni qué decir.
Allí estaba, tan hermosa como siempre. Sus rasgos demostraban el paso de
más de veinte años, pero podría decirse que la madurez acentuaba su belleza.
El ambiente le otorgaba también el marco adecuado para resaltar su
figura; un salón más íntimo de cuidada estética, fina alfombra de tonalidades
ocres, mesas de diseño y lámparas que aportaban sugerente iluminación
que, a su vez, permitía adivinar sus largas piernas invariablemente rematadas
en estilizados zapatos de tacón. Su cabello, largo y vaporoso, seguía
mostrando esas tonalidades rojizas tan propias.
No requería un gran esfuerzo de deducción comprender que su función era
la más importante de cuantos le rodeaban. Era el paso previo para acceder
a la Presidencia de la empresa, cuyo despacho se encontraba inmediatamente
detrás de su mesa.
Comprendió que cuando logró cerrar su anhelada cita con el presidente lo
había concertado con ella, sin saberlo. Allí estaba, frente a frente con el frustrado
amor de su vida, en medio del desconcierto y un profundo silencio.
Ninguno de los dos sabía qué decir, qué hacer. Veinte años son demasiados.
Su estudiada táctica comercial dio paso a un vertiginoso desfile de momentos
que creía olvidados pero que, era evidente, guardaba a buen recaudo.
El tiempo que pasaron juntos fue breve pero muy intenso. El suficiente para
enamorarse perdidamente de esa mujer, admirada y deseada por todos. Una
relación más conflictiva que saludable, pero intensa, pasional.
Ella supo quitar el máximo provecho a sus encantos y los utilizaba constantemente.
Ariadna, que de ella se trataba, era adorable, dueña de un poder
seductor que casi siempre trasponía el límite de la perversidad. Obtenía fructífero
rendimiento de su constante coqueteo y henchía su ego con la indecorosa
pleitesía que recibía a cada paso; inversamente proporcional a la
inseguridad que, por entonces, agobiaba a Javier, minando su juventud.
26
Daniel Soto Rodrigo
En la intimidad, en cambio, ella dejaba de lado su papel cautivante y se
mostraba simple, apetecible. Momentos en los que se mostraba cariñosa,
aunque Javier en ningún momento percibió sinceridad. Aún así, la amaba
profundamente, pero era consciente de que las constantes oportunidades
que se le presentaban a Ariadna tarde o temprano la arrancarían de su lado.
Como no pudo evitarse, la conflictiva situación desembocó en una dolorosa
ruptura. Pero para lo que Javier no estaba preparado era para asumir que
el rival que le arrebató el amor de su vida había sido Adolfo, su amigo de
siempre.
La desazón y el dolor hicieron trizas su frágil temperamento juvenil. Desconsolado,
optó por alejarse. Que la distancia consiga tender un manto de
olvido a la doble traición. Deambuló de un sitio a otro del país en una loca
carrera para dejar atrás los fantasmas reticentes a abandonarle.
En un recóndito paraje bucólico encontró el bálsamo anestésico para sus
malqueridos recuerdos. Los años serenos fueron cicatrizando malamente las
heridas. El tiempo la auto confinamiento fue aletargando el efecto de la profunda
crisis. Lentamente los lazos con el mundo volvieron a tenderse.
Años más tarde, por medio de una carta supo que Ariadna y Adolfo terminaron
casándose y yéndose del barrio y nadie había vuelto a saber de ellos.
Fortalecido, y con la certeza de no toparse con aquellas personas que le causaran
tanto daño, fue madurando la idea de emprender el camino de regreso.
Su aspecto seguía siendo atractivo y su formación cultural había engrosado
por el pertinaz ejercicio de lectura mantenido durante su autoexilio. Además,
había reforzado la seguridad en sí mismo y con ello ganar desenvoltura. Decidido
a recuperar el tiempo reemprendió la nueva etapa con sobrada carga
de energía positiva.
Su casa, su barrio, hasta la ciudad mostraba cambios significativos, pero se
adaptó a todo con mayor facilidad de la aguardada. En poco tiempo había
conseguido hacerse un hueco en la gran ciudad.
Su afabilidad le permitió ascender rápidamente en el Departamento de Ventas
de una importante multinacional de sistemas informáticos hasta alcanzar
el nivel de los agentes más destacados. En él confiaron sus jefes para cerrar
el acuerdo más importante con una empresa multinacional víctima de ataques
cibernéticos y del espionaje imperante en el ámbito de las altas finanzas.
El contrato suponía la renovación total del sistema y la red de los ocho
pisos de la casa central y las veintitantas sucursales en todo el país.
Podría resumirse así el camino que durante estos años ha ido construyendo
Javier hasta que el destino ha dispuesto cruzar a Ariadna nuevamente en
su camino.
Desde que le encomendaran el cliente, Javier dedicaba cada hora de cada
día a preparar la estrategia que le permitiera cerrar la operación y vencer a
la despiadada y desleal competencia del sector. Su concentración era total
hasta el mismo momento de acceder a ese salón y toparse con ella.
Fiel a su costumbre había llegado con antelación a la cita para situarse y
observar el entorno, pero en esta ocasión fue diferente. Ser recibido por
Ariadna fue un mazazo. Petrificado, apenas pronuncio un casi inaudible
“hola”.
Ariadna vivía una situación similar. La evidente tirantez no pasó desapercibida
por el resto de los empleados y empleadas que comenzaron a cuchi-
27
La vida es cuento
chear. Allí estaban, Ariadna y Javier frente a frente, tantos años después,
sin saber qué decirse…, si darse la mano o un beso…
–No imaginaba que eras tú cuando hablamos; hay tantos Javier Pérez… –
justificó tímidamente Ariadna después de unos segundos que parecieron
eternos.
–Yo tampoco supuse que podrías ser tú–confesó él sin dejar de mirarle.
Mantuvieron el cruce de miradas unos segundos o varios minutos, no sabrían
precisarlo, hasta que el embrujo se rompió con la campanilla del intercomunicador.
El presidente pedía a su secretaria que cancelara la visita que tendría
con el especialista de sistemas porque debía salir urgentemente. Le
pidió que se excusara ante el visitante y le concertara una nueva cita lo
antes posible.
Lo que en otras circunstancias habría sido un percance de mal augurio,
dadas las circunstancias, ha resultado balsámico. Javier hubiese sido incapaz
de centrarse al ciento por ciento en su objetivo.
–¿Te parece bien el próximo jueves a la misma hora? –preguntó Ariadna con
voz temblorosa tras consultar la abultada agenda.
–Sí está bien –confirmó Javier.
Volvieron a mirarse a los ojos y fue en ese momento cuando Javier descubrió
la tristeza en la mirada opaca de Ariadna. La otrora brillante, incluso insolente
mirada, se veía lánguida, apagada, inequívoca señal de una infausta
realidad. Quizá fuera prematuro asegurar que no era nada feliz. Lo que sí
confirmaba el fugaz encuentro es que algo en la vida de Ariadna no andaba
bien.
La eterna lucha entre el egoísmo y la solidaridad volvió a obligar a Javier a
definirse. Se desencadenó una lucha entre su rencor de macho herido que
se alegraba de verla en horas bajas, que pagara por su traición y, por otro
lado, el recuerdo de un amor intenso que, al parecer, guardaba rescoldos.
–Ya que mi entrevista ha sido pospuesta, pienso que este inesperado encuentro
bien merece una pequeña charla, ¿aceptas un café?
Indecisa, presa de la turbación de la que no lograba sobreponerse, la mujer
demoraba la respuesta removiendo cosas de su escritorio, como si buscara
algo, aunque en realidad intentaba ganar tiempo para recobrar la compostura
y no abordar la situación en desventaja.
–Sí está bien, bajemos un momento –dijo finalmente recogiendo su bolso.
El trayecto desde el octavo piso a través de pasillos y ascensores, así como
recorrer la corta distancia hasta la cafetería más próxima resultó de lo más
extraño para Javier. Caminar junto a ella, tantos años después, sin intercambiar
palabra, salvo algún comentario trivial, una extraña sensación.
Comprendió que nada había cambiado lo suficiente. Como entonces, ella seguía
acaparando las miradas. Mantenía su atractivo intacto. Podía afirmar
que su estilo y elegante vestuario acrecentaba su belleza.
Cuando el camarero llegó con las tostadas y el café la charla discurría sobre
las ocupaciones del presidente de la empresa y los evidentes progresos de
Javier en el mundillo de la informática. El hielo se había roto y la distención
comenzaba a hacerse hueco. La mesa elegida les ofrecía cierta discreción y
al cabo de una hora, al ver que Ariadna recogía sus cosas como para marcharse,
Javier abordó el tema de fondo:
–¿Sigues casada con Adolfo?
Aunque esperaba la pregunta Ariadna acusó el golpe. Su mirada se endure-
28
Daniel Soto Rodrigo
ció, fijándose en un punto indeterminado.
–Sí –respondió quedamente, sin poder evitar que sus ojos se humedecieran.
–¿Eres feliz?
También esperaba esa pregunta que era imposible de responder. Intentó hacerlo
pero se lo impidió un incontenible ataque de llanto. Escondió su rostro
como pudo tras una servilleta, pero el desconsuelo era evidente.
–¿Cómo pudo..? –preguntó con voz entrecortada– ¿cómo pudo hacerme algo
así? –insistió.
–¿Quién? –preguntó Javier sin saber qué hacer.
–Espera; déjame un momento –suplicó Ariadna.
Encendió un cigarrillo y fumaba evitando cualquier mirada indiscreta. Sorbió
agua del vaso que le ofreció Javier mientras se empleaba a fondo para dominar
la crisis. Poco después, arregló un poco el maquillaje y le pidió a Javier
que abandonaran el lugar. Era cliente habitual y no deseaba llamar la atencióm.
Correría como la pólvora que la secretaria personal del presidente lloraba
desconsoladamente en una mesa con un desconocido.
Caminaron un rato en silencio entre la muchedumbre. Unas cuantas calles
más allá dieron con una cuidada plaza de floridos jardines con bancos verdes
que sirvieron de adecuado refugio para continuar la conversación con algo
más de intimidad. Javier descartó la idea de repreguntar sobre la misma
cuestión. Se limitó a aguardar a que fuera ella quien retomara el tema. Si
no quisiera abordarlo ya se habría marchado. Ariadna mantenía la vista fija
en algún punto en dirección opuesta a la de Javier,
–¿Qué es lo que pasa en verdad? –preguntó Javier tras un tiempo prudencial.
Con ademán nervioso, ella acomodó un mechón de cabellos tras su oreja
izquierda. Se mantenía como ausente, cosa que este aprovechó para comprobar
que la falda de rombos rojos y negros dejaban ver sus piernas cruzadas
seguían siendo hermosas y su entreabierta chaqueta sugería la
voluptuosa redondez de unos senos firmes. Una figura estilizada y atractiva
sin ninguna duda. Otro movimiento nervioso de cabeza dejó al descubierto
el esbelto cuello de Ariadna. Javier recordó que allí estaba la llave de acceso
al placer. Era su punto más sensible que él conocía sobradamente. Acercó
su mano y con un ligero roce de la yema de los dedos le notó estremecerse.
–No tengo la menor idea de lo que te pasa. Si crees que puedo ayudarte,
aquí estoy. Si prefieres quedarte sola me voy –insistió Javier dejando entrever
que la indefinición comenzaba a molestarle.
–Realmente no sé cómo Adolfo pudo hacerme una cosa así –insistió Ariadna,
pero esta vez buscó la mano de Javier que acariciaba su cuello y la apretó
con fuerza y volvió a caer en desconsolado llanto.
–Por favor Ariadna, trata de explicarme y haré lo posible por ayudarte.
Ariadna reclinó la cabeza sobre el hombro de Javier y él no pudo evitar besar
su mejilla.
–No lo hagas, por favor –musitó, pero sin oponer ninguna resistencia, ni separarse
un centímetro.
Sin hacer ningún caso, Javier continuó besando la mejilla y con mayor fruición
al percibir en sus labios la humedad de sus lágrimas, lo que le impulsó
a mordisquear delicadamente el lóbulo de la oreja izquierda.
–Ven… –dijo Javier que sin aguardar respuesta tiró de ella y en un santiamén
29
La vida es cuento
estaban en un taxi en dirección de su departamento.
–No, por favor Javier sé razonable –insistía la muchacha sin convencimiento.
Tras cerrar la puerta, Javier le quitó la chaqueta y desabrochó su blusa. Sintió
como Arianda temblaba cuando sus manos recorrieron su espalda y acariciaban
sus senos.
–No lo hagas, por favor, no lo hagas –eran las únicas frases que Ariadna
pronuncia entre llanto y llanto.
Javier, en plena excitación, recorrió con sus labios ese cuerpo tan deseado.
Ariadna respondía con llanto entrecortado y suaves jadeos de placer que se
intensificaron al advertir que Javier llegaba a lo más profundo de su ser.
–¡¡No!! –gritó una vez más como único argumento y como no, el consabido
llanto.
A pesar de la confusa situación, el deseo contenido de ambos alcanzó un
final estentóreo, intenso, brutal. La confirmación de una atracción sexual
casi salvaje nacida en la juventud y prolongada en el tiempo.
Exhausto, Javier estiró su brazo hasta la mesilla, extrajo un cigarrillo y lo
encendió. Dio o tres profundas bocanadas pleno de satisfacción, cuando volvió
a escuchar los sollozos de Ariadna.
–Por favor Ariadna, dime de una vez qué ha sido lo tan terrible que te ha
hecho Adolfo –imploró.
–¡Me ha transmitido el VIH! –fue la breve respuesta.
1989
30
Daniel Soto Rodrigo
Auto-consulta sobre la bici
Disfrutaba de unos de los habituales paseos en ‘bici’ por la senda del
río Mendo cuando, sorpresivamente, salió de entre la maleza y se cruzó delante
una pequeña serpiente, o culebra, no sé diferenciarlas. Tendría no más
de 25 ó 30 centímetros pero no viera como se puso la bici… ¡Menudo susto!
Se elevó sobre su rueda trasera y comenzó a dar corcoveos. Logré mantenerme
montado gracias a que sujeté muy bien los pies en los estribos apretando
los talones a las bielas y mantuve agarrado con fuerza el manillar.
Cuando logré serenarla reemprendí el camino de regreso.
Durante el trayecto meditaba sobre su comportamiento. En principio lo atribuí
a un defecto de doma; pero enseguida me corregí: ¿Pero qué dices tío?,
las bicicletas no se doman, vienen así de fábrica. Son mejores o peores,
pero todas mansas y obedientes –fue la primera respuesta obtenida tras la
mental sesión de auto-consulta, como las que proponen esos modernos módulos
interactivos de moda en intranet. En el ‘feisbu’ van a alucinar cuando
lo cuente –me dije socarronamente. ¿Pero, cómo vas a contar eso? –me respondí.
¿Por qué no..?, ¡si publican cada cosa..! –intenté convencerme. ¿Es
que no te das cuenta..? Van a confirmar que estás tarumba perdido–pensé.
¡Tienes razón! –accedí mientras me alejaba.
¿Qué estaría yo pensando..?
2020
31
La vida es cuento
No volveremos a vernos
Le sorprendió encontrar su casa a oscuras. Su esposo llevaba meses
enclaustrado en la vivienda, afectado por una profunda depresión; por lo
que esa soledad, ese silencio, no presagiaba nada bueno. El hombre no lograba
superar el abatimiento que le suponía llevar más de dos años desocupado.
Sin embargo, cada noche la aguardaba con la cena dispuesta. Razón
que fundamentaba la extrañeza de la mujer. Encendió la luz de la sala. Las
ventanas estaban herméticamente cerradas, también muy poco habitual.
Desconcertada, miro en redor y descubrió junto al candelabro en el centro
de la mesa, un sobre a su nombre. Sin duda, la letra de su marido. Alarmada,
lo abrió y extendió el papel que contenía:
“Si estás leyendo estas líneas es porque ya no estaré” –comenzaba la carta
que con esas pocas palabras le encogió el corazón–; “habrás comprobado
que la debacle económica que he padecido estos últimos años ha sido desgastante
y ya es insostenible. Ha hecho estragos en mí”, –continuaba su lectura
mientras que de los ojos de la mujer brotaba una incontenible marea
de lágrimas. ¿Qué has hecho?, pensó antes de continuar.
“Nunca pensé que el dinero, mejor dicho, su ausencia, podría trastornar
tanto la vida de una persona. Hundirla en la más profunda desazón, denostarla,
recluirla, avergonzarla…, llegas a odiarte, a menospreciarte hasta límites
insospechados” –leía la mujer que para proseguir hubo de sentarse
en una silla contigua.
“Todos estos meses enjaulado entre estas paredes me han servido para conocer
cada rincón de la casa y lo que son las cosas, he descubierto un cofre
que guardabas debajo del suelo del armario del dormitorio. Lo abrí y me he
encontrado con todo el dinero negro de tus sobresueldos en el Partido y las
decenas de joyas que te han regalado los empresarios en agradecimiento a
tantos contratos que les has otorgado. Grande fue mi sorpresa al comprobar
lo rentable que resulta tu corrupta ocupación; tan grande como la tuya ahora
al enterarte que he juntado hasta el último céntimo y me he pirado a donde
jamás me podrás encontrar. Y como tampoco podrás denunciar nada, te dejo
estas líneas de agradecimiento, así como te confirmo lo que dije al principio,
si estás leyendo esta carta, es porque ya no nos volveremos a ver. Adiós
amor”.
2020
32
Daniel Soto Rodrigo
El ser humano no deja de sorprender
Vamos a suponer que el coronavirus no viene para frenar el 5G, ni
para aligerar la lista universal de persistentes jubilados, odiosos persistentes
acreedores de los estados; ni siquiera que tenga que ver con las balanzas
comerciales tecnológicas, ni las otras; nada de eso. Demos por buena la hipótesis
de que los chinos, como son tantos, se zampan todo lo que sea
menea y ¡hala!, ahí tenemos una pandemia de cojones.
¿Qué hacemos? ¿Qué no hacemos?, piensan los gobiernos y cuando deciden
cerrar todo lo que aglutine a más de cuatro, el resultado es abrumador.
Miren por dónde, la reacción del ser humano está siendo similar en casi todo
el mundo. Quitando de la evaluación a los aburridos países disciplinados,
ordenados y seriecitos de siempre, ¿qué nos queda?; una reacción casi calcada:
“aprovechemos este tiempo precioso, nos tomamos unas cervecitas,
llevemos a los niños al parque y después, si hay que meterse en casa, lo
haremos con el ánimo elevado”.
Eso sí, antes, hay que arrasar con las existencias de los súper y vean que
curioso: ¿cuál es el producto estrella del ciudadano universal?, el papel higiénico.
Lo habrán visto en la tele, gente cubriendo con sus cuerpos echados
sobre los carritos pertrechados del preciado producto de soez destino. Si
hasta se han liado a tortas por el último rollo de una escuálida estantería,
creo que en Australia…, da igual, bien pudo ser en A Coruña, en Torrelodones,
o en Alabama, quién sabe…
Curioso orden de prioridades. ‘Tengamos el culo limpio aunque la conciencia
chorree mierda’, puede ser la lectura. Odas al romance más prosaico. Tomen
nota los poetas: escriban sus versos en papel higiénico. El destino será el
mismo, pero tendrán muchísima más difusión.
2020
33
La vida es cuento
Covid-19, el mito de Procusto y otras miserias
Esta pandemia que se ha cobrado tan elevado número de personas
infectadas y un cruento precio en víctimas mortales, también ha dejado al
descubierto la actitud egoísta, insensata y por qué no decirlo, miserable, de
personas lejos de comprender la gravedad de la situación, echaron mano
de cuanto les fue posible para menospreciar el esfuerzo de quienes se abocaron
a combatir el virus salvaguardando la salud de todos.
Esa conducta tan grosera con la inteligencia bien puede encuadrarse en el
mito de Procusto, cuya definición es algo así como la carencia absoluta de
empatía con personas a las que consideran más talentosas, capaces de opacar
las propias capacidades.
Lo han demostrado un importante número políticos, lo que es especialmente
grave ya que están en sus cargos públicos impuestos por la ciudadanía, y
deberían de velar por la seguridad de todos, pero el mero hecho de ser imbéciles,
ante un ataque virulento sin precedentes se desentendieron del enemigo
común para centrarse en obtener réditos estériles que satisfagan su
fanatismo.
También se ha manifestado en personas de mentes cuadriculadas incapaces
de comprender que un paso más allá de su casilla existe vida y personas
que, como ellos mismas, deben ser defendidas de un enemigo común. Pero
el miedo les lleva a vivir en una continua mediocridad, donde no avanzan ni
dejan que otros lo hagan. Se instalan en el negacionismo y en el desprecio
a cualquier atisbo de mérito de los demás. Existe una definición para estas
personas que al verse superadas por el talento de otros, muestran su rechazo
e inclusive, si pudieran, deshacerse de ellos. Personas para las que
todo debe ajustarse a lo que piensa o cree. Todo lo que se aparte de eso es
motivo de rechazo, en ocasiones, irracional, como negar lo evidente. Padecen
el síndrome de Procusto.
Un síntoma que explica la mitología griega los casos de perversos comportamientos
que no responde a otra razón que el propio resquemor a verse
superados por otras personas.
El mito dice que Procusto ofrecía posada al viajero solitario en su casa en
las colinas de Ática. Invitaba al forastero a tumbarse en una cama de hierro
y, mientras dormía, lo amordazaba y ataba a las cuatro esquinas del lecho.
Si la víctima era alta y su cuerpo era más largo que la cama, serraba las
partes del cuerpo que sobresalían: los pies y las manos. en caso de que su
físico fuera de menor longitud que la cama, lo estiraba a martillazos.
Para que nadie escapara a su enceguecido criterio disponía de dos camas,
una exageradamente larga y otra exageradamente corta.
Procusto finalizó su reinado de terror tras su encuentro con el héroe Teseo
-rey de Atenas, hijo de Etra y Egeo- quien invirtió el juego y retó a Procusto
a comprobar si su propio cuerpo encajaba con el tamaño de la cama.
34
Daniel Soto Rodrigo
Nada más tumbarse, el posadero fue amordazado y atado a la cama por
Teseo que aplicó la misma tortura que el envidioso posadero aplicaba a los
viajeros. Le cortó a hachazos los pies y, finalmente, la cabeza.
Así me parece este escenario propio de Procusto que nos ha tocado vivir. El
enfermizo temor a reconocer la validez y el talento de las personas; a aceptar
sus ideas o incapaces de reconocer el esfuerzo ajeno. Por el contrario, la
actitud es dirigir toda la energía y el máximo esfuerzo en denostar, trabar
cualquier idea e intentar por todos los medios frenar cualquier iniciativa que
no haya surgido de su inventiva…, escasa por cierto. Les suena ¿verdad?
2020
Días de coronavirus
Furiosos los padres con sus hijos adolescentes.
–¡Sois unos idiotas! ¿Pensabais que no los teníamos contados? ¿Que no nos
daríamos cuenta? ¡Imberbes!
–Bueno, sólo fue uno, tampoco es para tanto –intentaban justificar.
–¿Cómo que no es para tanto?
–Y para cambiarlo por dos gramos de esa mierda que tomáis –se indignaba
la madre–, ¿es que no tenéis conciencia de lo que significa un rollo de papel
higiénico en una crisis como esta? ¡Inútiles!
2020
35
La vida es cuento
Ingeniería financiera y alzamiento de bienes
Era importante que ante el notario recordara cada detalle. Su memoria
naufragaba rápidamente y era su voluntad dejar en buenas manos su sólida
herencia. Consciente de ello, convino con su esposa y con su hijo mayor agilizar
todas las gestiones antes de que el proceso sea irreversible y se vean
abocados a lidiar con los buitres que caerán hambrientos a rapiñar bocados
de la suculenta presa.
Sólo dos de sus seis descendientes eran dignos de confianza. Alberto, el primogénito;
único capaz de dirigir las empresas desde ahora mismo y Catalina,
la segunda en llegar, no muy creativa pero una mente privilegiada para
los números. Ambos siguieron los pasos del padre y crecieron junto con las
empresas. El resto, tres varones y una mujer, así como los nietos mayores,
eran unos vividores instalados en el desamor y la mezquindad. No veían la
hora de que el patriarca muriera o se declarara su incapacidad, para cernirse
sobre su fortuna.
El pragmatismo fue eje de toda su vida así que, cuando se percató que por
edad y por síntomas más o menos evidentes de que su existencia se acercaba
a la meta, del propio Honorio surgió la idea de traspasar la industria a
una empresa creada al efecto. El fundador consideraba que no bastaba un
testamento, sino que pretendía blindar la fábrica, la empresa y los fondos,
buena parte camuflados en paraísos fiscales, mediante maniobras de ingeniería
financiera muy compleja; sólo así quedaría a salvo de quienes consideraba
usurpadores, dentro de su propia familia. Esos solo obtendrían algún
modesto beneficio a razón de una cantidad limitada de acciones que les concedería.
La aparición de ese Alzheimer fulminante trastocó los planes. Su avance era
imparable y el deterioro era visible a diario. La reconversión económica y
social que estaba en marcha requería de gestiones administrativas complejas
y la estructura económica del tramado empresarial era importante. El
prestigioso buffet de abogados había advertido a la familia sobre la necesidad
de que, al rubricarse los cambios de titularidad, Honorio no presentara
ante los notarios ninguna fisura en su conducta que diera lugar a sospechas
de contravención alguna; vale decir que toda la gestión llevaría tiempo y
eso era precisamente lo que no había.
El desgaste del industrial era insoslayable. Una mañana Felisa, su mujer, le
encontró deambulando en pijama por la casa. Al levantarse se desorientó y
no recordaba cómo llegar al baño principal. Al recuperarse del shock de desorientación,
don Honorio decidió que había que tomar medidas urgentes.
Consultado el mejor especialista, alertado además de las diligencias familiares
en tramitación, se puso en marcha entonces un laborioso entrenamiento
de memoria. Un equipo encabezado por el médico neurólogo, un
psiquiatra y tres técnicos comenzó a trabajar de inmediato. Primero con rememoración
retardada leyendo una lista de 15 palabras y evaluando cuántas
36
Daniel Soto Rodrigo
era capaz de recordar al momento; repitiendo cada cinco minutos por cinco
veces consecutivas.
El tratamiento debía ser intensivo. Mantener el cerebro de Honorio activo
requería de la participación activa y continuada de Felisa, Alberto y Catalina,
después de las agotadoras sesiones con los profesionales. Básicamente, se
trataba de intentar grabar en la mente de Honorio, mediante nemotécnicas:
–Vamos a ver Honorio, ¿qué fue lo primero que se puso en marcha? –preguntó
–Pues, la fábrica –respondió el viejo sin dudarlo–. Fue en 1934 y se llamaba
Vidal y Paserna –agregó.
–Sabemos que era una refinería de aceite, pero ¿recuerda que al fallecer
Paserna se fundó Vidal Alimentaria? –insistió el psiquiatra.
Así una y otra vez día tras día intentando que la enfermedad no se llevara
los valiosos recuerdos del empresario.
Por la mañana eran los especialistas. Después de comer, Felisa. Por la tarde
Catalina y al caer la noche Alberto. Las sesiones, impiadosas, exactamente
iguales, eran devastadoras. El viejo se equivocaba una y otra vez, lo que
obligaba a corregir y volver a empezar. Curiosamente, los hechos más recientes
eran los que inducían a más errores. Ardua tarea.
–A ver Honorio, ¿qué fue lo primero que se puso en marcha? –escuchó por
enésima vez
–Pues, la fábrica –respondió el viejo como un autómata–. Fue en 1934 y se
llamaba Vidal y Paserna –agregó.
Así, decenas de veces al día durante meses. Desgastante labor que en ocasiones
semejaba infructuosa ya que el pobre hombre luchaba por superar a
su cruel enemigo que se hacía cada día más fuerte.
Pero como el poder del dinero es infinito, el ejército de gestores trabajando
a las órdenes del buffet y contando con todos los adelantos técnicos imaginables,
en tiempo record logró disponer de todas las escrituras y poderes
notariales para su firma.
Honorio confío desde el primer día en la Notaría Osuna. Le conocían tanto
que era un evidente riesgo que deberían asumir. Cambiar de notario en el
último acto de su vida laboral sería incitar a sospecha.
La noche anterior Honorio se mostraba entusiasmado y mucho más animado
que de habitual. Repitió sin equivocarse, en varias ocasiones, las respuestas
a las preguntas que inevitablemente debía responder, lo que permitió que
todos descansaran satisfactoriamente. Por la mañana, durante el desayuno,
el industrial mantenía la serenidad y el tono convincente en cada respuesta,
aunque su mirada recorría de un lado a otro de la sala como buscando algo.
–Pase señor Vidal –invitó la secretaria– siéntese –le dijo colocando una silla
ante una importante cantidad de carpetas.
–Qué le parece don Honorio se empezamos por la fábrica? –preguntó el notario
sentado en la gran mesa rodeado por los auditores y técnicos financieros.
–¿Qué fábrica? –respondió el viejo completamente desnortado.
–Vidal y Paserna… –insistió el notario algo turbado.
–¡No sé quiénes son! –afirmó para desesperación de Felisa, Alberto y Catalina.
2020
37
La vida es cuento
Ivonne, como la del tango
Llevaba semanas en el hospital y parecía ser invisible a todos. Pocas
personas reparaban en ella y nunca había recibido visitas. Sola, no hablaba
con nadie ni miraba a quienes, como ella, esperaban en esa misma sala recuperar
la salud. Ocupaba la cama más cercana al ventanal y aprovechaba
para fijar la vista a lo lejos, prescindiendo de todo lo que le rodeaba.
Su aspecto era delatador: maltrecha, arrugada, de ojos opacos y las manos
huesudas que se cerraban sobre los bordes de las sábanas. Me apenaba.
Desconocía el mal que le aquejaba y me daba apuro averiguarlo. La habitación
era típica de hospital: paredes blancas con friso grisáceo y cuatro camas
para cuatro pacientes. Junto a cada una de ellas un sillón pequeño, algo reclinable,
para el eventual acompañante y un pequeño banco blanco e incómodo,
para una visita extra. Yo había ido a visitar a mi tía y allí estaba,
sentado junto a ella en uno de esos banquitos. Mi tía no es de muchas palabras,
así que la visita consistía más en acompañarle un par de horas hasta
que llegara otro pariente o amigo que hiciera lo propio. Por lo tanto, disponía
de paciencia y tiempo como para observar a la extraña mujer. Como mi tía
llevaba una semana ingresada y estaría al menos otra por los estudios médicos,
la escena acabó por convertirse en una diaria rutina de control.
Al igual que en todos los hospitales del mundo, tras la visita matinal, los
médicos dejaban sus indicaciones escritas en el parte a los pies de la cama.
Después, las enfermeras cumplían las prescripciones comentándole al paciente
qué le harían, pero en el caso de esta singular mujer, en ningún caso
obtenían respuesta alguna. Permanecía impasible, ajena a todo, como si ella
nada tuviera que ver con todo ese ajetreo. Tragaba las píldoras que le suministraban,
no se inmutaba si la giraban un poco para aplicarle una inyección
y así con todo. No dejaba de sorprenderme.
Como leyéndome el pensamiento, el esposo de la señora que ocupaba la
cama de al lado a la de mi tía quebró mi ensoñación. El hombre, ya mayor,
me dijo: “lleva semanas aquí y todos los días es igual. No habla con nadie.
Duerme, despierta, de vez en cuando come algo, mira fijamente el horizonte
hasta que se vuelve a dormir y así…”.
–¿No se interesa ni por su propia salud? –pregunté.
–¡Qué va! Mi esposa llevaba dos días hospitalizada cuando la trajeron a ella.
Nunca le escuchamos la voz. Ni siquiera para quejarse. Mal debe de estar –
aventuró- ya sabe que las internas en esta sala no lo tienen fácil, pero ella,
a su bola…
–¿Nadie sabe quién es? –insistí.
–Yo sé quién es. La conocíamos como Aurelia y así como la ve, en su juventud
fue una de las mujeres más deseada de este pueblo. Era hermosa y altanera
y le encantaba comportarse con descaro y altivez. Su belleza tapaba
todo y sólo la detestaban las otras mujeres. Ellas fueron quienes echaron a
38
Daniel Soto Rodrigo
rodar el rumor sobre sus frecuentes viajes a Madrid. Decían que era para
ejercer de puta; bah..!, de dama de compañía fina, si prefiere que lo diga
con más elegancia –me lo largó así como lo cuento y me quedó mirando,
como esperando mi reacción.
Y sí, sorprender me sorprendió. Jamás se me hubiese ocurrido que aquella
viejecilla demacrada e inmersa en tan profunda depresión pudiera tener un
pasado tan vigoroso.
–¿Y cómo llegó a este estado? –volví a preguntar realmente interesado en
la historia.
–Es lo que no sabemos. Los que tenemos una edad la hemos reconocido.
No fue fácil eh! Eso que ve ahí no se parece en nada a aquella que enloquecía
al machaje. La pude sacar por su perfil ¿sabe? –continuó diciendo el
hombre entusiasmado por mi interés y su repentino papel protagónico–.
Como usted mismo ha comprobado, se pasa el día mirando hacia el ventanal,
ofreciendo su perfil derecho que era el que me resultaba familiar.
–¡Es sorprendente! –comenté, evidentemente impresionado.
–¿Quién lo diría no? –agregó el hombre con la clara intención de dar pie a
seguir la charla.
Me resultaba casi imposible apartar la vista de la atormentada mujer. Más
aún tras conocer la triste historia que se ocultaba detrás de esa esmirriada
figura. Me paseé un par de veces junto a su lecho e incluso me paré delante
de la ventana, casi tapándole la vista, pero no obtuve ninguna reacción,
como si no existiera. Mirada perdida y silencio absoluto.
Los días siguientes repetí las visitas. No tanto por mi tía, porque creo que
le daba igual. Somos una familia grande y si no va uno va otro. Nunca está
sola y supongo que tampoco se daría cuenta de quien ha faltado a su cita.
Iba más por la curiosidad de comprobar qué pasaría con Aurelia. Con el paso
de los días los huéspedes sanitarios fueron renovándose. Mi tía también estaba
en la lista de los que recibirían el alta en breve, razón por la que debía
de intentar algún tipo de contacto para establecer comunicación con esa
mujer que, a pesar de todo, mantenía ese toque subyugante. Un pasado intenso,
un presente de penuria…, una historia de tango, pensé, y de inmediato
vinieron a la mente los versos que Enrique Cadícamo dedicó a ‘Madame
Ivonne’, su personaje de tango:
Te conocí en el viejo Montmartre
cuando el cascabel de plata de tu risa
era un refugio para nuestra bohemia,
y tu cansancio, y tu anemia,
no se dibujaban aún detrás de tus ojeras violetas…
Parecía encajar a la perfección. La figura desesperanzada de Aurelia, vencida
por el dolor y la soledad, seguramente recordando aquella época de esplendor
y con toda probabilidad, también de despreocupada lujuria.
Deseaba decirle que a mí me importaba. Que no sentía lástima ni compasión
por ella sino, en todo caso, la voluntad de ponerme en su lugar y que supiera
que alguien quiere hacerle compañía. Quería dejarle claro la inexistente intención
de sojuzgar su vida. Así que decidí obrar en consecuencia. Bajé el
hall central y compré un sencillo ramillete de pequeñas flores muy coloridas.
De esas que alegran la vista y volví rápidamente a la habitación ansioso por
39
La vida es cuento
ver su reacción, si lograba rescatar su postergada sonrisa.
Puse las flores en un pequeño jarrón con agua, me acerqué a la cama de
Aurelia y colocándolas sobre la mesilla le dije “Son para usted”. La mujer
apartó la vista del infinito para mirar fugazmente las flores. Ni una palabra,
ni un gesto. Acto seguido fijo sus ojos en mí y debo confesar que su mirada
hería en lo más profundo. Hasta entonces, nunca había percibido que unos
ojos pudieran destilar tanto odio, tanto rencor. Fueron unos segundos, pero
bastaron para comprender toda una vida. Aurelia volvió a su horizonte de
incierto futuro y yo, atribulado, le di la espalda a mis buenas intenciones. Vi
a mi tía ya vestida de calle. “Me han dado el alta esta mañana y pensé que
esas flores eran para mí”, me dijo.
–Pensaba comprártelas al bajar –mentí–. Vamos, que tengo el coche en el
parking. Te llevo a casa.
Cuando me alejaba del hospital, pensando en los efímeros reinados, volvieron
a revolotear los versos de Cadícamo:
Alondra gris,
tu dolor me conmueve,
tu pena es de nieve…
Madame Ivonne…
2016
40
Daniel Soto Rodrigo
Cazador cazado
Me acerqué sigilosamente. Introduje la llave y con mucho cuidado fui
abriendo el cerrojo. Me quité los zapatos y en completa oscuridad, entré
arrastrando los pies para evitar caer en las trampas que suele dejarme en
forma de objetos en medio del paso para que tropiece, y si fuera posible,
me parta la crisma.
En el baño encendí el aplique pequeño para lavarme los dientes y eliminar
algo del aliento alcohólico. De nuevo a oscuras llegué hasta la silla valet e
intenté que la ropa quedara sobre ella. Sólo faltaba el último y crucial paso,
meterme en la cama sin que se despertara. Para lograrlo, hay que evitar
sentarse en el borde del colchón. La maniobra requiere habilidad y buena
dosis de equilibrio, razón por la que no es recomendable la formula si uno
se ha pasado un poco con las copas. Se trata de bajar el centro de gravedad
flexionando la pierna izquierda en el suelo (en mi caso que ocupo el lado
derecho de la cama) e ir deslizando la otra pierna hacia el interior, apoyando
sutilmente la pantorrilla sobre el colchón. Continuar reptando siempre con
suavidad, acompañando el movimiento con el brazo derecho, empujando
con el pie de apoyo y acompasando el resto del cuerpo hasta sentirse estabilizado
en posición horizontal.
Perfecto. Dije satisfecho. Ni se inmutó. Me quedé tal como estaba, sin moverme
y casi sin respirar hasta que pasaron unos minutos. Silencio absoluto.
Ahora a dormir que mañana será otro día.
Morfeo comenzaba a abrazarme con sus seductores brazos a los que me
prestaba a caer gustosamente, cuando un ruido de llaves y golpes en la
puerta me hizo dar un brinco. Pensé que ya estaba soñando, pero no, provenía
de la puerta de nuestro apartamento. Sobresaltado, encendí la luz y
me puse en pie.
La primera sorpresa fue que Carla, mi abnegada Carla, no estaba a mi lado
como pensaba. Su lado de la cama estaba impoluto.
La segunda sorpresa fue abrir la puerta y encontrarla ahí, con un pedo descomunal,
intentando adivinar que llave correspondía a esa dichosa cerradura.
Al verme, Carla erguió algo su figura y dijo:
–No es lo que parece…
–¿Ah no..? –pregunté con sorna.
–No. ¡Es muchísimo peor! –dijo sin contener una carcajada entrecortada por
el hipo y extendiendo la mano para que la ayude a llegar al dormitorio.
Se desvistió como pudo mientras la contemplaba atónito.
–¿Y tu braga...? –pregunté irritado.
–¡Hostias! Se me ha perdido. Se ve que tenía el elástico muy flojo –dijo quitándole
importancia– igual estaba ya muy gastada –agregó haciendo un
gesto de desdén con la mano.
No tuve tiempo para ningún reproche. Nada más meterse en la cama se
41
La vida es cuento
quedó profundamente dormida.
Me senté de mi lado con las piernas colgando, absolutamente desencajado.
Las ideas confusas por el alcohol y la desagradable experiencia. No era capaz
de pensar con claridad. Pasaba de la ira al rencor y de allí a la autocompasión.
Sentí bajo los pies un ligero cosquilleo; no sabría decir si era la alfombra
o mi autoestima. Por no saber, no sabía ni qué pensar. Giré la cabeza
para verla una vez más. Dormía como un tronco. No sé si me mortificó más
esa odiosa fragancia de AXE o la hiriente sonrisa socarrona que le iluminaba
el rostro de maquillaje descorrido y ese rastro inconfundible de una noche
intensa.
2016
Don Carlos, el crispante
Sin venir a cuento de nada, de pronto, surgió el recuerdo de don Carlos,
un viejo amigo de mi padre. Viejo porque el recuerdo viene de antiguo
y también porque ya por entonces el individuo era bastante mayor. Don Carlos
era un hombre trabajador, sencillo, poco cultivado, desinteresado por
casi todo y carnicero para más señas. Sólo destacaba por la particularidad
que poseía de irritar a las personas. Todo un arte, no vaya a creer. No es
sencilla la tarea. Hay que ser sutil y oportuno y era lo único que tenía don
Carlos, sentido de la oportunidad. A poco de llegar a una reunión o charla
entre más de dos personas sacaba a relucir esa ‘virtud’ y en la segunda, a
más tardar la tercera intervención suya sacaba de quicio a cualquiera.
Hablaba quedo, sin acritud, casi dulcemente, pero era un auténtico tocapelotas.
En minutos lograba exacerbar al más sosegado. La charla más amena
y festiva se tornaba bronca a poco de terciar don Carlos. Como dije, no sé
bien como revivió el recuerdo de esta persona. Si hoy viviese –pensé– pedazo
de político tendría este país.
2020
42
Daniel Soto Rodrigo
El cine miente y el efecto Pigmalión, una farsa
Lo tengo visto en películas de tinte erótico y lo he leído en novelas,
pero jamás, hasta ahora, tuve tan cerca la posibilidad de experimentarlo.
Viví todas y cada una de las horas previas con intensidad, preparándome
para no decepcionar; imaginando situaciones y como resolverlas, por si se
presentan…, lo que se dice previsión ¿no? Sería mi primera cita a ciegas.
Como en las saturnales fiestas de disfraces en las que, como broche, los invitados
varones introducen las llaves de su automóvil en un cubo y posteriormente
cada dama escoge una al azar y aguarda en el coche a quien será
el misterioso acompañante de la inspirante noche. Algo así. La diferencia es
que esta vez sería de mañana.
Intenté evitar que la excitación me dominara, mientras reforzaba el convencimiento
en que todo saldría estupendamente. Aguardé en la cama, impecable,
vistiendo solamente la parte de arriba de un pijama no muy evocador
por cierto, todo hay que decirlo. Noté que el pulso se me aceleraba al acercarse
la hora. Con bastante puntualidad se abrió la puerta y entró ella.
¡Vaya! –pensé– no está nada mal.
Debo confesar que en ese momento esperaba algún tipo de preámbulo, qué
sé yo…, algo…, pero no. Se acercó con decisión, descorrió completamente
las sábanas y carente por completo de sensualidad me pidió: “Por favor,
vuélvete un poco hacia al otro lado”; cosa que hice y de inmediato sentí el
pinchazo.
Me preguntó cómo estaba y esas cosas y antes de irse dijo: “Yo soy Fanny,
la enfermera del turno de mañana. Por la noche vendrá a pincharte Elsa, un
encanto, enseguida te pondrás bien”.
Quise responder pero no me dio tiempo más que a despedirla con la mano.
¡Habrase visto! Está claro que el cine es una puta fantasía barata. ¡Qué desilusión!
2020
43
La vida es cuento
Convivencia en modo evanescente
El amor llevaba tiempo en búsqueda y captura. La amenaza del final
se cernía sobre ellos. Aquellos bonitos momentos compartidos, poco a poco,
iniciaron el proceso de autodestrucción; ya no servían de sustentación. Los
lazos de la pareja se debilitaban a cada instante.
–Insistir sería necedad –murmuró él.
–Los reproches carecen de valor –acordó ella.
Desde la puerta, vio alejarse lentamente a la conocida silueta por el camino
de la suave colina. Entró en la pequeña casa y por primera vez le pareció
enorme. Aturdido, fue a la cocina a preparar café, pero se dio cuenta de que
faltaban cosas.
No están las sonrisas –se dijo–, no queda ni una. Corrió hasta el dormitorio.
Tampoco estaban las caricias. Ninguna. Se asomó al cuarto de baño confiado
en que allí sí encontraría ecos de la contagiosa risa mañanera, pero nada.
La ducha declinaba a todo signo de vitalidad.
Se echó sobre el sofá, desconsolado, y comprobó que en el salón, siempre
cálido y acogedor, ya no flotan ideas, ni animan los proyectos, ni retumba
su voz entre corcheas y copas. Una enorme ola de súbita vulgaridad lo ha
invadido todo. El color, la alegría, todo ha evanescido.
¡Se lo ha llevado todo! –gritó–. En tres zancadas llegó hasta la puerta. Abrió
esperanzado, pero la amada figura ya no se recortaba en el camino. Nunca
volvió a encontrarla.
2019
44
Daniel Soto Rodrigo
El abuelo y su guerra
Sentó al niño frente a él y preguntó: “alguna vez te he contado de la
guerra”, a lo que el niño respondió que “no” acompañado de un gesto entre
temor y asombro. “Pues te contaré” –dijo el viejo mientras acomodaba su
magullado cuerpo en la desvencijada silla.
“Hace muchos años en este pueblo hubo una guerra muy larga y muy
cruenta y una tarde de verano, siendo yo muy joven, sucedió esta triste historia
–comenzó su relato. El calor era sofocante y en las trincheras apenas
había para beber un poco de agua recalentada por el sol. Los pocos vecinos
que quedaban buscaban refugio entre las ruinas de las casas destruidas por
las bombas.
“Los soldados parecíamos carne puesta a secar al sol y la única manera de
evitar más sufrimiento era dejarse vencer por la somnolencia. Yo había colocado
el fusil como un mástil que sostenía un trozo de tela a modo de toldo
para obtener algo de sombra. Me di cuenta de que había logrado dormirme
cuando unos cuantos tiros que pegaron en la pared a mi lado me despertaron.
“Aquello fue horrible –continuó el anciano. Todos los que allí estábamos reaccionamos
igual, mirando alrededor tratando de entender qué pasaba y
desde dónde nos atacaban. Mi amigo Pepe se irguió de pronto y nada más
asomar la cabeza una bala se la atravesó –dijo mientras ilustraba con gestos
la narración.
“Cuando comprendimos que los nacionales entraban de a cientos intentamos
escondernos para salvar la vida –agregó mientras el niño apenas lograba
reprimir el llanto atemorizado por la gesticulación rabiosa con que el viejo
animaba su relato.
“Dos días con sus noches me mantuve acurrucado entre dos grandes piedras
de los muros de la iglesia que se había venido abajo. Dos días sin comer, sin
beber y sin moverme, mientras los enemigos cantaban y fumaban, comían
y bebían vino. Dos días sin dormir, con un pequeño puñal en la mano por si
alguno me descubría o por si un zorro o un perro hambriento hubiesen decidido
merendarme. Dos días hasta que se fueron…” –contó lastimosamente.
–¿Qué hizo después? –preguntó el niño echándose hacia atrás.
–Me levanté como pude para buscar algo que comer, cosa muy poco probable,
pero se me cruzó una gallina que milagrosamente sobrevivía y me tiré
sobre ella. De un mordisco le arranqué la cabeza –respondió el viejo a viva
voz y dramatizando el relato dando un bocado al aire abriendo grandemente
los ojos y emitiendo un gruñido salvaje. El niño rompió a llorar y huyó despavorido
hacia su casa. Pepe, que se encontraba allí cerca le recriminó:
“Vaya sarta de mentiras le has contado al pequeño. Aquí nunca llegó la guerra,
ni tampoco nunca has sido soldado. Mira el susto que lleva tu nieto”.
–En realidad, tampoco es mi nieto –respondió el viejo mientras encendía un
cigarrillo camino a su casa.
2019
45
La vida es cuento
Santiago de Compostela, donde el mundo se hace ciudad
La pregunta fue casual, espontánea y casi intrascendente pero logró
encender apagados resquicios sensitivos. Fue en una de nuestras rutinarias
excursiones cuando uno de los integrantes del grupo, quizá movido por la
belleza del entorno me preguntó: “A usted, ¿qué lugar ha sido el que más
le ha impactado?”. Convendrán que la pregunta no tiene más motivación
que saciar una curiosidad y no ahondar en cuestiones mucho más allá del
gusto por la estética. Sin embargo me ayudó a descubrir un sentimiento que
resultó mucho más profundo de lo que podía suponer.
Nací en Buenos Aires, Argentina, y bien contento estoy de ello, pero este
culo inquieto me ha llevado a recorrer un buen trecho, me ha permitido reconocer
bondades y virtudes de otros lugares, otras gentes, otros pueblos…
Por eso, si me hubiese preguntado, por ejemplo, ¿en qué otro lugar le hubiera
gustado nacer?, sin duda le hubiese contestado “en Holanda”; porque
considero admirable la aplicación del concepto de la libertad en su vida diaria,
donde derechos y respeto marchan íntimamente ligados; o si me hubiese
preguntado ¿dónde le gustaría vivir?; posiblemente le hubiese dado
por respuesta Portugal, por la calidez de sus gentes, o Inglaterra, por su
afable estilo mundano y su imperecedero respeto por sus usos y costumbres,
pero no, la pregunta fue ¿qué lugar me había impactado más?
Pensé en decir la Patagonia porque aún hoy, treinta y tantos años después,
aún me conmueve. Entre mis muchos defectos (en realidad sigo sin perder
la esperanza de encontrar alguna virtud) destaca mi escasa afición al gregarismo.
Algo misántropo, por lo tanto, bastante melancólico, ermitaño, taciturno
y nostálgico y, sobre todo, amante incondicional de la Naturaleza, la
Patagonia encaja en mí como una pieza a medida. La salvaje fuerza del
viento, el frío, el poder del mar y el agreste medio alertan a cada paso que
tu presencia es efímera; apenas un suspiro. Un visto y no visto en un mundo
grandioso que puede vapulearte en cuanto se lo proponga. La magnificencia
de sus paisajes, su inmensidad, la desolación, las increíbles criaturas que la
habitan. El mensaje es claro y se lee a cada paso: el mundo natural no necesita
de la presencia humana y la verdad, para qué negarlo, eso me gusta.
Pude responder “la Patagonia”, y no habría mentido un ápice, pero no, acabé
sorprendiéndome…
El tiempo está consiguiendo dominar mi físico “galopeador contra el viento”,
como decía don Atahualpa Yupanqui , pero no mi espíritu, tan libre como
siempre y contradictorio como nunca, porque miren ustedes por donde llegue
a la conclusión de que el sitio que más me ha impactado es Santiago de
Compostela, uno de los puntos de convergencia humana más importante
que existe. ¿Raro verdad? Lo mismo pensé yo.
Pero créanme que recuerdo nítidamente la primera vez que pisé sus calles.
Las mismas que hoy, más de dos décadas y cientos de visitas después, man-
46
Daniel Soto Rodrigo
tienen la particularidad de vigorizarse con el tiempo. Es una ciudad increíble,
capaz de sorprender cada día, durante años, con un detalle. Cada baldosa,
cada piedra, cada balcón rezuma siglos de historia que el buen observador
sabe interpretar. Hasta su Catedral impone. Su grandiosidad no ofende,
como puede suceder en otros templos, sino que persuade, se descubre ante
el visitante e invita a la curiosidad. Si existe algún dios, bien debe saber que
mi relación con sus intermediaciones terrenales no es muy fluida, pero allí,
aquella enorme estancia invita también a la reflexión.
Compostela, toda ella, luce ese toque de distinción que la realza cualquier
día, en cualquier circunstancia, a pleno sol, o envuelta en niebla y bajo fina
lluvia, condicionantes que en cualquier otro lugar supondría la decepción y
en esta ciudad alcanzan otra dimensión. Entre la piedra empapada y el camaleónico
verdín se deslizan esquivas figuras que buscan refugio en cualquier
rendija. Si hasta sorteando charcos sobre el desparejo adoquinado,
con sólo levantar la vista parece descorrerse una cortina de cualquier ventana
para dejar ver el rostro de la Berenguela para alegrarte el día.
Las calles atiborradas de gentes que el Camino jacobeo convoca no es la
mejor estampa ni sirve de ejemplo de mi fascinación por esta pequeña urbe,
pero no por ello deja de ser llamativo los cientos de miles de pasos que caminan
sobre caminos caminados por caminantes desde tiempos inmemoriales.
Pero no es menos cierto que la magnitud de la marea humana impide
reencontrarse con la huella dejada en la piedra por la rueda rechinante del
carruaje cargado hasta los topes para lamento de los bueyes. El vocerío, por
propia masificación, no deja oír el repicar de las herraduras de las cabalgaduras
de caballeros o meros mercaderes.
Estas calles, de peregrinar constante a las que añoro desérticas, han visto
pasar a mercenarios, trovadores, doncellas de suspicaz mirar, curas fraudulentos
y de los otros, trovadores, frailes, arlequines, saltimbanquis, espadachines
arrogantes, juglares, matronas malencaradas, penitentes,
sacrílegos, algún que otro virtuoso, muchos tunos y más tunantes y hasta
hoy en día ha llegado el cuidado esmero del orfebre afamado en su arte de
conjugar como nadie la plata y el azabache, símbolo pétreo representativo
como pocos de la identidad compostelana.
¡Oh venerados romanos capaces de ingentes obras y sabiduría infinita,
¿cómo acertasteis a nombrar ‘campus stellae’ a un desolado páramo sobre
el que cientos de años más tarde se levantaría esta inigualable ciudad…?
Es, sin duda el sitio que mayor impacto me ha causado. Pero por si todo
esto no bastara, añado que también Santiago de Compostela guarda para
siempre la devoción de mi madre y el recuerdo de la mirada emocionada de
la inolvidable Susi. Otra vez regreso contento. Santiago de Compostela ha
vuelto a sorprenderme y ya nadie, absolutamente nadie, puede quitarme la
sensación de que esta ciudad es un poco mía.
2010
47
La vida es cuento
Long Dark Park
El coche dio cuatro o cinco corcoveos y se detuvo a falta de cinco metros
para llegar a la carretera general. Plena noche, y oscura como pocas. Un
error incalificable. En ningún momento controló el indicador de combustible.
Durante el recorrido no recordaba haber visto ninguna gasolinera. Desconocía
por completo la zona, pero alguna habrá adelante, pensó. Recogió del
maletero un pequeño bidón. Aguardó en la carretera el paso de algún vehículo,
pero nada. Igualmente, comprendió que en una medianoche completamente
oscura como esa y su figura cubierta con un abrigo negro, sería
poco probable que alguien se detuviera. Echó a andar…
Muy pronto la inquietud fue ganando espacio. Entre la espesa sombra de lo
que parecía un parque comenzó a oír niños cantando. El rumor fue creciendo,
como si se acercaran. Entonaban cifras, números aparentemente
aleatorios, pero en cuidada melodía, como un coro. No puede ser –se dijo–
¿cómo va a haber un coro de niños en mitad de la noche, a oscuras y en
pleno campo?
Decidió apurar el paso, pero sus pies apenas tocaban el suelo. Quería caminar,
incluso correr, pero era como si levitara. Solo con la punta de los pies
lograba contacto y el empuje conseguido era mínimo. No lograba avanzar
más que unos metros y le era imposible volver. La angustia terminó de apoderarse
de él cuando delante, entre la tiniebla, adivinó una figura humana.
Sin duda un hombre, muy alto, bajo un paraguas abierto, que avanzaba a
paso rápido hacia él, mientras los niños por detrás daban brío a su canción
numérica.
Es evidente que si se trata de una pesadilla, es el momento de abrir los ojos
y ponerle fin –pensó. Haciendo un esfuerzo abrió los ojos lo más grande que
pudo, pero allí seguía, casi flotando a merced de una situación inexplicable.
En un esfuerzo sobrehumano logró afirmarse, darse la vuelta y correr a buscar
refugio en su coche. Corría, corría y corría, pero apenas ganaba metros,
mientras que las voces infantiles era cada vez más fuertes: “twenty five,
fiftyn, six hundred, ten…”.
Se aplicaba con denuedo pero era como correr arrastrando un peso enorme,
las piernas pesadas, lo desconocido acechando, la soledad absoluta… El terror
dominándolo todo… Sintió una mano apoyarse fuertemente en su hombro
derecho…
Le encontró cerca de su coche la primera patrulla que hace su ronda a las
seis de la mañana. Los dos guardias coincidieron: “intentó ir a por gasolina”.
–¿Lleva algo encima? –preguntó uno de ellos.
–Un susto de muerte…
–Lógico. A quién se le ocurre…?, de noche por Long Dark Park un 1 de noviembre…
2019
48
Daniel Soto Rodrigo
Tardanza
El regreso a casa estaba resultando tan duro como lo había sido el
día. Un manto negro se extendía ante Germán que mantenía sus manos bien
aferradas al volante. El temporal arreciaba contra los cristales del coche.
Sólo faltaba una noche como esa para completar una jornada particularmente
agotadora. Atravesaba la espesa niebla que se esparcía sobre la autopista
como un entramado de hilos de algodón. La visibilidad no
sobrepasaba mucho más allá de quince o veinte metros, pero el camino era
sobradamente conocido. Tanto, que a pesar de la tiniebla, llevaba una velocidad
algo superior a la aconsejada. Las gotas de cristal sobre el parabrisas
variaban en tonos violáceos y rojizos cuando recibían el contraluz esfumado
de algún esporádico coche que se aventuraba en dirección contraria y era el
único toque de color que se entremezclaba con las errantes figuras que dibujaban
los faros en la enturbiada atmósfera.
Desde la radio surgió una melodía conocida que inmediatamente le transportó
a Raquel. Esa misma canción fue la primera que escucharon a poco
de conocerse, nueve años antes, durante unas vacaciones. Les encantaba y
de común acuerdo decidieron que sería “su” canción. Sonrió, miró fugazmente
el reloj del salpicadero y supuso que ella ya estaría en la casa, “o no
tardará demasiado”, pensó.
Aún quedaba un buen trecho. Incentivado por el deseado reencuentro aceleró
un poco, pero enseguida desistió. La mayor velocidad reducía notablemente
la visibilidad, formando una pantalla blanca que obligaba casi a
adivinar el camino. La sórdida noche se había transformado en una agradable
sensación de bienestar dentro del vehículo. “Para que digan que la radio
no es buena compañía”; dijo en voz alta aunque sabía que nadie le escucharía.
Durante los últimos días observaba un riguroso control de los cigarrillos que
fumaba. Se había propuesto no superar los seis diarios: dos después del almuerzo,
otros dos después de la cena y reservaba los dos últimos para disfrutarlos
al acostarse. La cuota de ese día estaba casi cubierta. Se había
excedido y sólo le quedaba uno para después de la cena. Sin embargo, la
calefacción en su justo punto, la música que inundaba el habitáculo y la intimidad
que sugería el entorno, fue sobrada excusa para hacer el momento
más grato disfrutando del postergado placer.
Buscó en el asiento una posición más relajada, encendió el cigarrillo con
algún remordimiento que superó tras la primera calada. “¡Que noche espantosa!,
menos mal que pronto estaré en casa; aún no son las diez, no creo
que Raquel se demore mucho”, pensó. Recordó que noches así solían ser
especiales para ellos así que, ni bien traspasase el umbral, se daría una
ducha caliente, buscaría su mejor pijama –que por cierto no recordaba si lo
tenía planchado– las pantuflas nuevas y esa bata escocesa que compró en
49
La vida es cuento
aquel viaje a Londres.
La niebla parecía disiparse, aprovechaba para acelerar, pero sólo para internarse
más rápidamente en la siguiente cerrazón. Debía tomarlo con calma,
así que, pensó en el menú. Cocinaría él y prepararía un plato reconfortante:
cappellettinis con salsa de atún, acompañados con un excelente vino de
Rioja, o algún borgoña que sería ideal. Repasó en su memoria los ingredientes
y casi podía asegurar que no le faltaba nada. Cortaría las cebollas en
tiras finas para dorarlas lentamente junto con los pimientos, zanahoria rallada
y un poco de ajo. Un diplomático italiano, con el que cultivó una buena
amistad, le enseñó los secretos de la cocina su país. Recetas que varias
veces aplicó con notable éxito. Según le había referido Guliano, la especialidad
que prepararía esa noche era la predilecta de uno de los famosos capos
mafiosos de su país. Cuando el rehogado queda a punto, se agregan los tomates
bien picados y se sazona con sal, pimienta, un generoso puñado de
orégano, dos hojas de laurel, una pizca de comino y otra de nuez moscada.
Enfrascado en sus habilidades culinarias, la realidad le sorprendió en forma
de unos farolitos rojos detrás y a los costados de un enorme camión, justo
delante. La cortinilla de agua que levantaba las ruedas de la enorme mole
haría imposible adelantarlo, por lo que debería tener aún más paciencia y
continuar la marcha cómodamente detrás del vehículo. En su mano derecha
el cigarrillo ya se había consumido. Comprendió que la dieta auto impuesta
iba a ser mucho más difícil de cumplir de lo pensado.
El viento volvió a soplar con fuerza. Los pequeños farolillos rojos del camión
por momentos se perdían entre la lluvia y la niebla. No estaría lejos la pronunciada
curva que todos conocían como la “curva del ciervo”. Al salir de
ella se podría contemplar una vista panorámica de la ciudad siempre sorprendente
y más aún de noche, realzada por las luces. ¡Fascinante!.
A partir de allí el camino era una recta descendente que en condiciones normales
no insumiría más de quince minutos. Los flashes informativos daban
cuenta de que la tormenta estaba causando estragos en diversos lugares.
Árboles caídos interrumpían el tránsito en distintos sectores y que varias
zonas sufrían cortes de energía eléctrica debido a las roturas en el tendido.
Volvió a mirar el reloj y se tranquilizó: “ya debe estar en casa. ¡Con esta
noche..!”
Una ráfaga lateral sacudió el coche con violencia obligándole a aferrarse al
volante para evitar salirse de la calzada. Supuso que estaría sobre la pronunciada
curva. Las luces traseras del camión aumentando su intensidad
anunciaban que el conductor frenaba y comenzaba a girar lentamente. En
unos minutos más, la extenuante jornada sería historia.
Suspiró aliviado mientras introducía la llave en la cerradura. El departamento
estaba en total oscuridad. Se dirigió directamente al dormitorio, con rapidez
buscó la ropa seleccionada durante el largo viaje y enfiló hasta la ducha.
Dejó que el chorro de agua caliente cayera sobre el cuello y recorriera su
espalda durante bastante tiempo. Le pareció escuchar que la puerta de calle
se abría; “Sabía que no tardaría!; suspiró con una sonrisa. Se envolvió en
la toalla y se asomó para saludar a Raquel. Falsa alarma. La sala continuaba
tan vacía como antes. Sin embargo, estaba seguro de lo que había oído. Inmediatamente
comprobó que la puerta de la cocina estaba cerrada y que,
seguramente, la corriente de aire le confundió. “De todas maneras, ya no
puede tardar”; excusó.
50
Daniel Soto Rodrigo
Reconfortado tras la ducha, se acercó al bar, buscó una copa y la llenó con
un soberbio jerez que disfrutó a cortos tragos recostado en el sofá. Hubiera
repetido la copa de no haberse percatado de que era tarde. Debía cocinar y
a grandes zancadas llegó a la cocina. Llenó la olla grande con agua y la puso
sobre el fuego. Cuando cocinaba, gustaba de tener todos los elementos que
utilizaría al alcance de la mano, así que, despejó la mesa y colocó todos los
ingredientes. Sus ojos se llenaron de lágrimas. A pesar de haber puesto en
práctica todos los trucos que le recomendaron, era inevitable..., es lo que
tienen las cebollas...
El esmero a la hora de preparar la mesa del comedor se advertía fácilmente;
lucía espléndida. “¡Tiene que estar por llegar..!”; pensó al tiempo que retocaba
la posición de los cubiertos. Decidió que era el momento de cocer los
capellettinis. Tardarían unos doce minutos y supuso que en ese tiempo, Raquel
ya habría traspasado esa puerta.
El aroma de la fritura le despertó el apetito. El secreto de este plato residía
en la cocción de la pasta; cuando el agua estaba a punto de romper el hervor,
debía agregarse un puñado de sal y un generoso vaso de vermut rojo.
Recién entonces, se introducen los cappellettinis revolviendo lentamente durante
unos minutos para evitar que se peguen. El siguiente paso era agregar
a la salsa el atún desmenuzado. Sólo quedaba unas cuantas hojas de albahaca
fresca cortada a mano y si no es época, un poco de perejil sobre el
plato y realza aún más la calidad de la pasta. Por encima, un buen puñado
de parmesano rallado.
Miró hacia la puerta, ansioso. En unos minutos todo estaría a punto.... Si
entrara en ese mismo instante la sorprendería con un exquisito plato caliente.
Se asomó a la ventana y en la calle no encontró ningún indicio de
movimiento alguno, estaba desierta.
La soledad en su departamento se hacía insoportable. No sabía cómo contrarrestarla.
Intentó con el televisor pero enseguida desistió. Iba y venía por
la sala sin saber qué hacer. “¡Ya no puede tardar!” pensó con algo de preocupación.
Se decidió por la música, revolvió un rato entre los viejos vinilos
hasta encontrar lo que buscaba: Ravel. Los primeros acordes tuvieron su
efecto. ‘Bolero’ resulta sedante y vigoroso a la vez. Poseía esa fuerza capaz
de remontar el peor estado de ánimo y durante un rato volvió a sentirse
bien.
Descorchó una botella de vino tinto elegida cuidadosamente. Ya no puede
tardar –pensó– así que se encaminó hacia la cocina para servir la cena.
Cuando vertió los cappellettinis en la fuente y los cubrió con la aromática
salsa, se dio cuenta que había hecho demasiada cantidad. No importa, Raquel
vendrá con hambre... y además, aunque él lo detestaba, a ella le encanta
la pasta al día siguiente, recalentada en el horno.
Se sentó a la mesa contemplando la humeante y tentadora fuente y la silla
vacía al frente. Se le hacía agua la boca y decidió comer. No quería ser descortés,
pero después de la larga jornada tenía el estómago de un lobo hambriento.
“Ella ya no puede tardar”. Redistribuyó en la fuente los cappellettinis
restantes, dejando la mesa intacta y comió en la cocina. Cenaría nuevamente
en cuanto Raquel llegara porque no podría tardar mucho más, así
que devoró con fruición el rebosante plato. Como los cappellettinis seguían
siendo muchos se sirvió otro abundante plato que lo satisfizo. Volcó a una
fuente más pequeña los que quedaban y los cubrió con otra capa de salsa
51
La vida es cuento
antes de taparlos para que mantengan el calor. La mesa continuaba impecable,
pero debería hacer un gran esfuerzo para acompañar a Raquel que,
por otra parte, otra vez se demoraba demasiado.
Recostado en el sofá, convino en que los mafiosos italianos eran unos sibaritas;
el menú, aunque sencillo, era una auténtica delicia. El whisky con poco
hielo colaboraba con la digestión y predisponía a saborear un cigarrillo. Si
no fuera por la angustia, disfrutaría de ese momento con gran intensidad.
Apretando los párpados dibujó en su pensamiento la figura de Raquel. Dinámica,
simpática, de personalidad arrolladora y bella, sobre todo bella,
muy bella. Hasta podía oír su risa contagiosa, su mirada encendida y su pelo
indefectiblemente revuelto. Dio un respingo y se golpeó la frente con la
mano derecha: “Quizá intentó llamar y con la tormenta el teléfono no funciona”;
levantó el auricular para cerciorarse. El sonido del tono le entristeció.
Faltaban pocos minutos para las dos de la mañana, el cansancio acumulado
hacía sentir su efecto, le costaba gran esfuerzo mantenerse despierto. La
abundante, cena, el par de generosos vasos de whisky... Se resistía a retirarse
al dormitorio con esa sensación de intranquilidad, sin saber nada de
Raquel e inició una caminata siguiendo los bordes de la alfombra intentando
despabilarse. Odiaba presagiar, pero la intempestiva noche le inducía a suponer
que ella podría haber sufrido un accidente; la posibilidad aumentó su
nerviosismo, resintiendo su estómago.
Suspiró profundamente y buscó otra vez ubicación en el sillón. La agitación
le impulsó a encender otro cigarrillo y de hecho, dejó nuevamente en suspenso
indefinido la decisión de alejarse del tabaco. “No, si pasa algo malo
enseguida te enteras”, se consoló, así que redirigió sus pensamientos. La
idea de que Raquel estuviera con otro hombre era una alternativa que no
era justo evaluar. “No merece que desconfíe de su lealtad. ¡Ya no puede tardar!”;
dijo quedamente intentando calmarse. Mortificado por el pensamiento,
tomó un papel y escribió: “Raquel: Preparé la receta de mi amigo
Giulano, ¿te acuerdas de él, verdad? Te esperé para cenar juntos pero el
cansancio me ha vencido. Despiértame cuando llegues. Te quiero. Germán”.
Dejó la nota apoyada en una de las copas, apagó las luces dejando encendida
una lámpara de pantalla oscura que daba al ambiente una cálida penumbra.
Al meterse en la cama tuvo especial cuidado en no invadir el sector de Raquel.
A ella le encantaba la sensación de deslizarse entre las sábanas frías,
aún en invierno, y templarlas con el calor de su propio cuerpo. Le quedaba
un buen trago de bebida y lo apuró. Como era su costumbre antes de apagar
la luz, verificó si el despertador estaba en la hora correcta. Se encogió sobre
el costado derecho tapado casi hasta la cabeza. De entre el ropaje extendió
su brazo y quedó en completa oscuridad.
El único sonido que llegaba hasta la cama era el monótono e inconfundible
murmullo de la lluvia. Sentía los ojos pesados. “¡Ella ya no puede tardar!”;
dijo en la soledad de su dormitorio antes de caer en un profundo sueño,
como cada noche, desde hacía cuatro años, cuando se fue Raquel.
1990
52
Daniel Soto Rodrigo
Federico Fellini: ¡Il piú grande!
No suelo hacer del cine cuestión de nacionalidades, una película es
buena o mala independientemente de dónde haya nacido. Pero no es menos
cierto que, en algunos lugares, la mejor preparación técnica, económica o
creativa, o bien sensitiva redunda en una frecuencia mayor de películas de
gran calidad. En ese sentido, no puedo ocultar que guardo preferencias bastantes
subjetivas. Me encanta el cine francés en general, y su género negro
en particular. Pero este tema va un poco más allá y se expande en una sostenida
relación de amor-odio con Francia. Mejor dicho, no hay ninguna duda
que es un país extraordinariamente bello. Cuidado, sensible, elegante hasta
la saciedad. Pero cosquillea un poco cierto aire presuntuoso. Aunque puede
llegar a entenderse (no justificarse) después de haber recorrido la campiña
del valle del Loira, sus castillos, su patrimonio cultural, histórico y paisajista.
Entiendo que no se puede poseer semejante caudal de belleza y no refregarlo
por las napias de medio mundo…, pero bueno, no se debería. Y eso
que sólo me he referido a una pequeña región franca, así que, me jode un
poco la arrogancia. Pero para ser sincero, no sé cómo asumiría yo ese rol
en igualdad de condiciones.
Volviendo al cine, que es a lo que iba, España suele presentar muy buenas
producciones y el cine escandinavo también me ha sorprendido más de una
vez. No es muy pródigo, pero es interesante y muy recomendable.
Latinoamérica expone cada tanto títulos gratificantes, sobre todo Argentina,
y claro, también del mogollón de películas que distribuye Estados Unidos,
hay muchas muy buenas. Voy a pasar de puntillas sobre este tema porque
si bien es verdad que no se puede prescindir de los grandes directores (Steven
Spielberg, Woody Allen, Martin Scorsese, Ford Coppola y tantos y tantos
otros), como tampoco de sus magníficas producciones, pero la exaltación
de la violencia y el reiterado belicismo de la mayoría de los filmes me echan
un poco para atrás. Además, eso de fabricar cine como chorizos, a todas
horas mezclando bueno, muy bueno, malo y absolutamente reprochable no
me parece acertado. Estimo que hay muchos más casos de los recomendables
de buenos directores que se han dejado subyugar por las variables más
comerciales de la industria.
Para entrar en materia tengo que abrir mi corazón y confesar abiertamente
que prefiero el cine europeo y dentro de él, fui un apasionado de las ‘pelis’
de la era de oro del cine italiano. Dominan el arte como casi nadie y pueden
incursionar con éxito en casi cualquier género. El cine italiano ha caído en
un bache del que le está costando salir, pero lleva renta suficiente como para
permitirse una década más de displicente desgano.
Visconti, Pasolini, De Sica, Tornatore, Antonioni, Ettore Scola, Nino Risi,
entre otros directores que tenían bajo sus órdenes a actores como Vittorio
Gassman, Nino Manfredi, Mastroiani, Volonté, Ventura y tantos y tantos
53
La vida es cuento
otros. Y entre ellas: Sofía Loren, Gina Lollobrigida, Claudia Cardinale, Silvana
Mangano, Mónica Vitti y tantas y tantas otras.
Entre tan inmenso tesoro hay un diamante que sobresale. El más grande.
El genio de los genios: Federico Fellini. Su increíble talento dio forma a obras
de arte que deberían proyectarse en los colegios, desde preescolar.
A estas alturas del relato, parece quedar claro que planteo el tema desde
una visión absolutamente personal, pero no voy a ahorrar calificativos.
Hacer cine, mucho cine, durante muchos años y prácticamente una peli
mejor que otra, es mérito reservado para unos pocos elegidos. Fellini, insisto,
fue grandioso.
Lo curioso fue que su primera película, ‘El jeque blanco’ (1952) fue un fracaso
en toda regla. Cualquier otro director se hubiese desmoralizado, pero
Fellini presentó al año siguiente ‘Los inútiles’ y se alzó con un León de Plata
en Venecia y de paso, dio el espaldarazo definitivo a la carrera de Alberto
Sordi. Desde ahí no paró de generar maravillas que atraían a las salas a los
espectadores de pie juntillas cajutivados por su mágico apellido.
Fellini era capaz de contar lo que le rodeaba y darle una dimensión universal.
Creaba sus argumentos –casi siempre también los guiones– y transmitía en
cada escena esa complicidad que hacía creíble todo su trabajo. Era capaz
de encontrar una historia en los lugares más insospechados. Una vez confesó
que una imagen ocasional, efímera, de personas desconocidas, podía
transmitirle la idea sobre la que desarrollaría su próxima película. Era tan
genial que hasta se había propuesto llevar al cine el drama de las personas
ingresadas en las zonas de Cuidados Intensivos de los hospitales. Se basaría
en su propia experiencia en el hospital de Rímini, donde pasó horas angustiosas
pero que le aportaron otro enfoque al drama humano de la vida. La
muerte unos meses después, le impidió llevar la historia…, ahora les contaré.
Antes, decirles que mi encuentro con Fellini fue con Satiricón. Película de
1969 de esas que te enamoran del séptimo arte. Agrio, divertido, profundo,
expuso la decadencia de Roma a lo largo de un juego de cortas historias entrelazadas
con diálogos y personajes típicamente fellinianos. Transmitía el
desenfreno lujurioso de esa etapa romana con escena de crudeza y con un
desenfado inusual en unos años en los que se comenzaba a romper con la
tiranía impuesta por los usos y costumbres de una sociedad reprimida en
todos los aspectos. Satiricón escandalizó en su momento, pero fue y es una
de esas pelis intensas que lamentas que tengan final.
A partir de ese momento, convertido en fan incondicional del magistral Federico,
me ocupé de ver una gran parte de su filmografía. Tampoco es que
fuera fácil; por entonces no había internet para bajarlas, pero si había cine
clubs de lo más interesantes. Además, por aquellos años (1968-1972), la
ciudad de Buenos Aires rebosaba de centros culturales de lo más variopintos
y salas especializadas. Todo estaba al alcance de la mano por muy poco dinero,
e inclusive gratis.
Yo era socio de un cine club que funcionaba en un sótano de la calle Talcahuano
que solía organizar retrospectivas de directores famosos, súper famosos
y de otros desconocidos que merecían conocerse. Ser afiliado
permitía el acceso a obras ya descatalogadas por lógicas razones comerciales.
Pero por ser Fellini un director de culto, su aparición era recurrente. El
primer ciclo que tuve oportunidad de ver comenzó con ‘La Strada’, primera
54
Daniel Soto Rodrigo
película del director en la que aparece Giulietta Masina acompañando a Anthony
Quinn. Giulietta y Federico fueron una de las parejas más notables
del mundo del cine de todos los tiempos. Se casaron en 1943 y vivieron un
constante romance. Después vi ‘Ocho y Medio’, absolutamente genial. Comentaba
hace un momento que Fellini transformaba cosas rutinarias en
obras de arte y esta película nació de los fantasmas que asolan al creador
cuando no crea. La presión insoportable cuando la inspiración no acude. Fellini
llevó ese padecimiento personal como argumento otorgando a Marcelo
Mastroiani y a la despampanante Claudia Cardinale los papeles protagónicos
y ganó dos Óscar en 1963 (Mejor película y Mejor director).
No recuerdo el orden, pero después llegaron ‘Las noches de Cabiria’ (1957,
otro Óscar), ‘La dolce vita’ (1960, Palma de Oro en el Festival de Cannes),
‘Giuletta de los espíritus’ (1962), ‘Boccaccio 70’, extraordinaria película dividida
en cuatro historias, cada una de ellas contada por un director y atentos
a ellos: Mario Monicelli, Federico Fellini, Luchino Visconti y Vittorio De
Sica. Casi nada.
Fellini relataba la lucha del doctor Antonio contra sus fantasías sexuales,
mientras veía a través de la ventana de su consulta un enorme cartel de la
voluptuosa Anita Ekberg sugerentemente recostada en un diván. Fueron pasando
los años y llegó ‘Amarcord’ (1973, por la que obtuvo otro Oscar) posiblemente
su mejor película.
Más que ir a ver una película, me gusta disfrutar del cine. Además del dinero,
¿Cuántas horas de trabajo y el esfuerzo de cuántas personas se han invertido
para que el espectador, sentado cómodamente, pase un par de horas
agradables? Porque coincidirán conmigo en que no es lo mismo ver una película
en televisión. La gran pantalla no esconde detalles. Todo está ahí para
quien quiera verlo. El director lo ha puesto y cuando los descubres eres uno
más en esa historia. Para mí, eso es disfrutar del cine. Ese determinado encuadre,
el gesto, el silencio oportuno, los elementos que completan la escena…,
nada está porque sí, eso es el cine.
Aprendí a descubrirlo desde pequeño. Ventajas de ser primogénito; y como
de pequeño además debería de haber sido un pesado de temer, los jueves
por la tarde la abuela me llevaba al cine para que mi madre pudiera ocuparse
sólo de mi hermana y respirara más o menos tranquila durante algunas
horas.
Pero no vayan a creer que era una salida al cine cualquiera…, nada de eso.
Era todo un ceremonial, mejor dicho, una expedición al completo. La abuela
no perdonaba nada y si el programa era de tres películas, acto vivo y noticiero…,
pues todo.
Para situarles, les hablo de la ciudad Buenos Aires, sobrepasado el ecuador
de la década de los 50. En los cines del centro daban películas de estreno,
una por función. Eran salas enormes, más menos suntuosas, pero dotadas
de los últimos adelantos técnicos. En los cines de barrio, en cambio, la cosa
cambiaba. Comenzaban la programación a las 14 horas y daban tres funciones
(Matiné, vermut y noche) y en casa sesión se proyectaban tres películas
(una que no conocía nadie y generalmente muy mala, otra de cowboys
o piratas y la tercera era la importante. Algunas de las que semanas atrás
se habían proyectado en los cines del centro). Por supuesto, las localidades
eran sin numerar y las sesiones eran continuadas, vale decir que si querías
55
La vida es cuento
ver la programación del día dos o tres veces, nada lo impedía.
El ‘acto vivo’ al que hice mención era una actuación presencial impuesta durante
la presidencia de Perón, como una forma de crear trabajo para el sector
de Variedades. En todas las salas, antes de la película importante, debía
de actuar un artista (músicos, cantantes, recitadores, malabaristas, mimos,
etc.) que cumplía con su papel lo mejor que podía. Algunos eran realmente
buenos, otros no tanto. A mí, por entonces, no me despertaba mucho entusiasmo.
Inmediatamente después se abría el telón y comenzaba el ‘noticioso’, si no
recuerdo mal, ‘Sucesos Argentinos’, que era muy similar al No-Do español.
Vale decir, jamás se cuestionaba la labor del gobierno.
Como les decía, la abuela no perdonaba nada y ver toda la programación
era hablar de entre cuatro y cinco horas en el cine y claro, además de mear,
había otras cosas. Así que la abuela precavida como era, preparaba una
cesta de picnic con unos cuantos ‘sánguches’ (bocatas de toda la vida),
fruta, leche, alfajores y hasta algún chocolate; con todo lo cual se había ganado
el odio de los chocolatineros que entre proyección y proyección se ganaban
la vida vendiendo golosinas en la sala pregonando el clásico:
“turrones, caramelos, bombón helaadoooossss”. La abuela jamás invirtió un
centavo en ellos. Tendrían que ver las miradas que intercambiaban la abuela
y estos vendedores que, bandeja en ristre, voceaban algo más fuerte sus
productos al pasar a nuestro lado, mientras que la abuela con sonrisa socarrona
decía como para que el susodicho escuche: “toma nene, que esto es
más sano”.
Era una guerra a la que ella acudía dispuesta. Como nos conocían de la tarde
de los jueves (siempre éramos los primeros, a las dos en punto de la tarde)
en boletería le daban los tiques de un adulto y un menor. En el acceso a la
sala estaba el acomodador que cuando alguien llegaba con la función ya comenzada
le acompañaba con la linterna hasta la fila elegida. Luego entregaba
el programa (cartilla con las sinopsis de las películas y publicidad de
comercios de la zona), dejando la mano extendida para recibir las acostumbradas
monedas de propina. Pues como aún no había comenzado la función,
la abuela se salteaba esa parte y al llegar al acomodador le decía muy secamente:
“no se moleste que se ve bien” a la vez que recogía el programa
de las manos del hombre que quedaba esperando lo que nunca llegaba y
nos miraba entrar en la sala dispuestos a disfrutar de la tarde.
Para estas entrañables excursiones de toda una tarde no debíamos de andar
mucho. Desde Carlos Calvo y Entre Ríos donde vivíamos, hasta el cine ‘Perla’
(Independencia entre Combate de los Pozos y Entre Ríos) se contaban poco
más de doscientos metros.
Unos años más tarde, la familia fue aumentando y nos fuimos a vivir a un
caserón de la calle Rioja, entre Estados Unidos e Independencia. Mis incursiones
al cine seguían el mismo derrotero, sólo que los sábados, en lugar
de los jueves, y con algún amigo, en lugar de la abuela y en el cine Unión
(Independencia y Deán Funes) en lugar del Perla. El plan era similar, quitando
aquello del picnic. Las funciones seguían siendo iguales (tres pelis,
acto vivo y noticiero, pero ya se comenzaban a pasar trailers bastante bien
hechos). Nuestra pandilla no era muy numerosa así que le sacábamos provecho
a la entrada. Por cada una entrábamos tres. Los tres primeros pagábamos
la entrada y nos veíamos al menos dos pelis. La gente por entonces
56
Daniel Soto Rodrigo
podía salir del cine para merendar o algo así y volver a entrar. Para hacerlo
sin volver a pagar, te daban la ‘contraseña’, un billete fechado que liberaba
el reingreso en la sala. La pedíamos y en la esquina se la pasábamos a nuestro
amigo. La estrategia se repetía con la tercera tanda de amigos y así cada
sábado. Lo hacíamos con toda la picardía del mundo, pero vaya si se darían
cuenta. Lo que pasa es que el cine es el cine y pasaban y pasan estas cosas.
Con la adolescencia se amplió el radio de acción. Los cines de Boedo eran
otra cosa. De barrio también, pero con otro nivel. El sonido era magnífico y
se veía con nitidez. No se interrumpía la proyección por algún corte en la
cinta, lo que motivaba el enfado de los espectadores que comenzaban a zapatear
o dar chiflidos desaprobatorios. Los cines de Boedo además, daban
películas más en boga y hasta algún que otro estreno. Había muchas salas:
Los Andes, Cuyo, El Nilo, Boedo y hasta alguna de mala reputación, el Moderno,
más barato y cutre. Fui en varias ocasiones porque solían dar pelis
prohibidas para menores de 18 y a nosotros con 15 ó 16 no nos ponían trabas.
Deje de ir un día que un tipo se sentó junto a mí y me empezó a tocar
la pierna. Nunca más volví.
En la avenida San Juan había otros dos a los que también solía asistir. Uno
era el Gran San Juan y el otro no recuerdo bien si se llamaba Select. Pero lo
importante es que mi relación con el cine fue temprana, profunda y prolífica.
En algún momento hasta fui todos los días durante bastante tiempo. Hasta
que llegó el momento de haber visto todos los estrenos.
Me pasaron cosas curiosas, otras menos recomendables. Ya les he contado
los géneros preferidos, policiales, suspense, comedias, documentales, etc.
No me atrae la ciencia ficción y sólo hay dos géneros que detesto, el de terror
y las películas musicales (Excepto las de Elvis Presley y los Beatles que
las vi un montón de veces). Pues miren por dónde, que estando yo casado
y mi esposa en avanzado embarazo (1973) paseando por la calle Lavalle
(más de 500 metros con un cine junto a otro y a cual más grande, en pleno
centro de la ciudad) no se nos ocurrió mejor idea que ir a ver el ‘Bebé de
Rosemary’, de Roman Polansky (en España se llamó la ‘Semilla del diablo’).
Salimos tan traumatizados que casi sin decir palabra nos metimos en la sala
de enfrente a ver una disparatada parodia de los entonces en auge agentes
secretos.
Por eso, ante obras tan deliciosas como las que firmaba Fellini, es dable admirar
el talento de un hombre que abordó cuantos temas le surgieran, algunos
con desmesura y otros llenos de ingenio y creatividad.
Obtuvo cinco estatuillas de Hollywood: La dolce vita en 1960, 8½ en 1963,
Satiricón en 1969, Amarcord en 1974 y otro Óscar honorífico a toda su carrera
en 1993. Poco tiempo después, un ictus cerebral lo dejó muy maltrecho
en la sala de cuidados intensivos del hospital de Rímini, en la costa Adriática,
donde había nacido en 1920. Hemipléjico a consecuencia del ataque cerebral,
Fellini hizo saber a quienes le rodeaban que se encontraba a gusto en
el ‘Gran Hotel’ de Rímini: “el mismo de Amarcord”.
En esas circunstancias, Fellini pidió un bloq de notas y comenzó a perfilar el
argumento de su próxima película. “Las luces de esta sala de rayos son frías,
impersonales. No veo más que batas blancas y médicos que me vienen a
ver a cada rato. Unos para controlarme, otros por curiosidad. Estoy semidesnudo,
junto a la ventana. Vienen a verme hasta los parientes de los otros
pacientes. Cuando me sacan por el pasillo rumbo al TAC sólo veo los flashes
57
La vida es cuento
de las cámaras de los ‘paparazzi’ (por cierto, término que él bautizó en La
dolce vita). Me siento un objeto”; escribió.
Federico Fellini murió el 31 de octubre de 1993. Su última película quedó
sin filmar. Giulietta Masina, murió en 1994, apenas cinco meses después
que su marido. La tristeza le resultó insoportable y dejó que el cáncer la
venciera. Pusieron el cartelito ‘The end’ como habían vivido: juntos.
2014
Están entre nosotros
Es como un acto reflejo; me siento en el bus y abro el periódico. Lo
normal es que lea hasta el momento de bajar. Pero esta vez fue distinto. La
primera noticia me impactó: un crimen. Brutal, como todos, pero especialmente
cruel. El fallecido tomaba café en una terraza céntrica, alguien se le
acercó por detrás y acabó con su vida con un tiro en la nuca. ¿Qué puede
pasar por la mente del asesino cuando tiene próxima a su víctima? Una persona
incauta que desconoce que le quedan los últimos segundos de vida…,
algo que sólo conoce su asesino. ¿Cómo puede decidir el momento de
matar? ¿Es que no siente nada? ¿Puede sobrellevar sus días con esa carga?
Me gustaría preguntarlo. Pero no conozco personalmente a ningún asesino.
Antes de salir por la tele andan por la calle, como cualquiera de nosotros…,
puede ser este o aquel, o aquella…, hasta puede ser esta mujer que subió
en la terminal y se ha sentado a mi lado… No tiene cara de asesina. Pero,
¿cómo es la cara de una asesina, o de un asesino..? Podría preguntarle, hipotéticamente…,
pero mejor no. Prefiero no saberlo. No mira por la ventanilla,
ni lee, ni dormita…, está como tensa, aferrando ese bolso sobre la
falda. ¿Qué llevará en él? Mira de reojo atenta a todo…
Tendría que haberme bajado ya…, me he pasado ya dos paradas… ¡No quiero
darle la espalda!
2019
58
Daniel Soto Rodrigo
Compañero insufrible
–Y usted, ¿por qué ha venido? –preguntó el indiscreto vecino de silla
en la sala de espera de Urgencias.
El hombre quedó un momento mirándole, algo sorprendido, como sopesando
si responder o no. Finalmente optó por la educación y de mala gana
dijo: “tengo una molestia aquí, en el costado”, tocándose en el lado izquierdo
del abdomen.
–Bah!, no debe ser nada grave, de ese lado no hay nada –afirmó el extraño
haciendo gala de una total carencia de mesura.
–Algo habrá ¿no? Está dentro del cuerpo –respondió molesto el aquejado,
dispuesto a poner fin al absurdo diálogo.
–Nada importante digo. El corazón está en el centro, el hígado a la derecha…,
y allí –dijo señalando con el índice el lado izquierdo de su forzado interlocutor–
no hay nada peligroso…, cuando mucho un trozo de intestino
grueso –completando la frase con un gesto despectivo.
–Vale. Ya me dirá el médico en unos momentos –dijo secamente el caballero
girándose de medio lado, dándole la espalda.
–Lo más probable es que sean gases. Suelen dar dolores punzantes, pero
se pasa enseguida si se tira unos buenos pedos –aventuró con descaro el
otro.
–¿Pero qué dice..? –reaccionó el aludido elevando la voz.
–Que unos pedos, ya sabe, los expulsa y se acaba el problema. Eso sí, vaya
al baño no se los tire aquí eh!
–No sea usted entrometido y ocúpese de sus asuntos –respondió con evidente
enojo y cambiándose a una silla de la fila de enfrente, lo que acabó
no siendo una buena decisión, ya que el tipo lejos de amilanarse, hablaba
un poco más alto.
–Aunque si el dolor es agudo y persistente puede ser del páncreas. No le
damos mucha importancia, pero está ahí. Hubo uno que venía como usted
y le descubrieron un cáncer en el páncreas –contó con erudición–, le llevaron
para adentro y no viera…, un tumor como para cuatro…
–Déjeme usted en paz que no le he pedido explicación alguna. Buenos días.
Con evidente malhumor dio por cerrado el tema y la conversación.
Mejor dicho, pretendió hacerlo, porque lejos de darse por enterado, el incómodo
desconocido volvió a arremeter:
–Si se pone usted malo agrava su dolencia –largó el locuaz individuo– he
conocido gente que vino por un ardor de estómago y terminaron ingresándole
por una cardiopatía, al borde del infarto –contó.
–No me extraña. Seguro que le tocó a usted como compañero en la sala de
espera –respondió nuestro hombre con ironía.
–Pues ha acertado, y al igual que usted, no aceptaba consejo –agregó con
verdadera temeridad.
59
La vida es cuento
–¿Consejo? ¿Qué consejo..? Usted lo que da es fastidio. ¡Es usted inaguantable!
–espetó fuera de sí el caballero, abandonando la sala.
Una señora ya mayor, sentada próxima al lugar había presenciado la escena
y no pudo contenerse: “Debería darle vergüenza; cómo ha puesto de nervioso
a ese pobre hombre”.
–Bueno, ya sabe, la gente no sabe enfrentar la realidad. Para mí mejor que
se haya ido ya que él estaba antes en la cola –dijo con descaro–. A propósito,
¿qué número tiene usted..?
2017
Las palabras…, un tesoro
Para evitar perderlas, o mejor dicho, no recordar dónde haberlas dejado,
comencé a guardar palabras en un pequeño cofre. Una belleza. Hecho de
fina madera lustrada con elegantes herrajes de bronce y lo más importante,
con una llave de seguridad que sólo yo poseo. Una medida acertada –pensé–
porque la cerradura era prácticamente inviolable y el cofre lo fijé al fondo
de otro armario pesado que, a su vez, estaba amurado a la pared. Creo que
mis palabras quedan a buen recaudo –me dije– tendré tiempo de pensarlo
antes de quitarlas.
60
Daniel Soto Rodrigo
Absurda timidez
Tanto insistió Damián en que debía conocer a esa mujer que terminó
por convencerme. En realidad, intentar conocerla, porque hasta ese momento
sólo se trataba de observarla desde una distancia prudencial. Que no
se malinterprete, nada de espiar, vigilar o controlar, nada de eso. Simplemente,
nuestro amigo miraba absolutamente enamorado a la mujer de sus
sueños algo que, ni ella, ni nadie conocía. Por no conocer, no sabía siquiera
su nombre. Una conducta más o menos aceptable siendo púber pero bastante
poco seria a los 25 años. Pero Damián era así. Tenía esas cosas poco
entendibles. Un chico de enorme bondad y buena persona. Bien parecido,
de estatura ligeramente por encima de la media, pulcro en su aspecto, vestía
con bastante buen gusto, aunque anticuado, y sus estudios contables le habían
permitido acceder a un puesto de cierta relevancia en una empresa importante.
Vale decir: juventud encaminada con visos de un futuro
prometedor y temprana estabilidad económica. Otra cosa era el plano social
y personal. En ese aspecto sucumbía irremediable a la pesada carga de una
severa y absurda timidez.
Esa, y no otra, ha sido la razón que me obligó a levantarme a las seis de la
mañana, me vistiera de forma desacostumbrada y me encontrara con él a
las siete en punto en la cafetería que se encuentra en el bajo de la torre
donde trabaja. ¿Para qué?, para que compruebe con mis ojos la figura que
desvelaba su sueño. Y que luego le ayudara a establecer comunicación, ya
que me reconocía cierta facilidad en ese ruedo.
Para colaborar con mi gestión Damián aportó un listado con datos y recomendaciones
al respecto. Entre las destacadas, me pedía discreción absoluta.
En cuanto a la información, era bastante pobre. Solo sabía que
trabajaba en la misma torre, pero en otra empresa. También en otro piso, y
aunque desconocía el cargo, no podía ser menos que personal ejecutivo. Entraba,
como todos, a las siete y media de la mañana y desconocía la hora
de salida porque nunca había coincidido. Nada más.
A las siete menos cinco, frente a frente y con un café con leche y unas sabrosas
tostadas de por medio, intenté explicarle que la cosa no era tan complicada.
Entablar una ligera conversación, cualquier día, deja la puerta
abierta para continuar en otro momento –le expliqué.
–Además Damián, son las siete de la mañana y sabes bien que hasta el mediodía
no soy persona –le dije.
Ni me contestó, Sólo se limitó a hacer una señal con los ojos avisándome
que la mujer en cuestión llegaba puntualmente, como todos los días, al asomarse
el sol. Al traspasar la puerta de entrada se recortó su silueta en un
perfecto contraluz. Ciertamente, era una figura inquietante. Gallarda, sobre
unos tacones muy altos, parecía deslizarse en vez de caminar. Vestía un
traje sastre oscuro y una ondulada melena de tonos castaños que caía sobre
61
La vida es cuento
su hombro formando un marco perfecto para un rostro sugerente.
No pude menos que seguir sus pasos en silencio. Absorto. Se acercó a una
de las mesas junto al ventanal y miró hacia el mostrador. Suficiente para
indicar que quería lo de siempre. Tuve que reconocer que Damián no exageraba.
Puede que hasta se haya quedado corto. La mujer resultaba, sin
duda, intrigante. Estoy seguro que su entrada en el salón no pasó desapercibida
para nadie. Menos aún para el personal masculino que en absoluto
silencio y exento de disimulo siguió cada uno de esos pasos que despertaron
sentimientos puros en mi amigo, pero contrapuestos a los de la mayoría de
los presentes, entre los que, por supuesto, me incluyo. No quería herir sus
sentimientos, pero no sabía cómo decirle que quizá había apuntado demasiado
alto. Damián sufrió una transformación tras ver a la cautivante silueta.
Sus pulsaciones se aceleraron y aunque se afanaba por no demostrar nerviosismo,
un traidor balbuceo le delataba.
En vano traté de animarle a romper el hielo, que se acercara hasta su mesa
y entablara una conversación. Damián se negaba tan convulsivamente que
si hubiese insistido es muy factible que se escondiese en el baño o lo que es
peor, hubiese huido a toda carrera.
A diferencia de mis otros amigos, o de la generalidad de los integrantes del
clan masculino, Damián nunca presumía de relevantes historias amorosas,
ni se jactaba de increíbles proezas de dormitorios, ni se atribuía brillantes
conquistas. De hecho, nunca le conocí ninguna. Conocedor de sus limitaciones,
con humildad trataba de superarlas buscando apoyo en sus amistades.
En cierta forma me comparecí porque era evidente que sufría. Estaba enamorado
de esa mujer, no sabía cómo abordarla y lo que es peor, ella aún no
tenía el mínimo indicio de que un joven, de nombre Damián trabajaba en el
mismo edificio, que era un irracional admirador suyo y menos aún de la
amaba desesperadamente. Vale decir, desconocía su existencia.
A las siete y media ya estaban todos en sus puestos de trabajo. Menos yo,
claro. Minutos antes, convenimos que esa misma noche cenaríamos juntos
para esbozar una estrategia ganadora adecuada al temple tímido de mi entrañable
amigo para establecer contacto con esa mujer de la que hasta
ahora desconocemos su nombre.
Decidimos cenar en otro restaurante para evitar intromisiones de los conocidos,
lo que conllevaría la dilación del tema. Elegimos un elegante comedor
de estilo rústico alemán y nada más sentarnos y elegir el menú comenzamos
a elaborar ideas.
De boca de Damián comenzaron a surgir astutas tácticas que me sorprendieron.
Cualquiera de ellas podía perfectamente llevarse a cabo con éxito.
Contenían importantes dosis de creatividad. Comprendí que la idoneidad no
era el faltante que acusaba mi compañero. Recursos le sobraban. De lo que
andaba escaso era de valor para ejecutarlos. Descubrí, por fin, cuál era el
saldo en rojo que mostraba su cuenta en el amor.
Había que encontrar la fórmula de insuflarle ánimo. Pero, ¿cómo?, si cuando
estaba entre hombres era dueño de una soltura apreciable pero ante la presencia
de una falda se desinflaba como un globo pinchado.
Acordamos que sería de mucha ayuda renovar parte del vestuario. Así que,
Damián compraría un traje de un corte más a la moda, de color alegre sin
resultar indiscreto y dado que llevábamos ya un mes de primavera, el clima
permitía los tonos claros y una corbata que contraste. Artimañas para in-
62
Daniel Soto Rodrigo
tentar llamar la atención de la atractiva dama.
De la desconocida sabíamos que su paso por la cafetería antes de entrar al
trabajo era obligado; que el horario variaba muy poco y otro dato importante,
en todas ocasiones se retiraba después de efectuar o recibir una llamada.
Vestía elegantemente, sin repetir muy seguido su indumentaria. Lo que indicaba
cierto nivel económico. Damián no se atrevía a asegurarlo, pero creía
que nunca la había visto con ropa informal; siempre lucía trajes y vestidos
de costosas hechuras, sin duda de marcas importantes, lo que indica estatus
social. Por lo demás, anillos, pulseras y collares, eran piezas infaltables en
su atuendo diario, que unido a su estatura, brindaban a su figura un halo de
misterio, como si fugada de una pantalla de cine.
En este punto de la recopilación de datos rebrotaban las dudas de Damián:
“Debe ser una alta ejecutiva de una multinacional, o esposa de un diplomático,
o de un empresario poderoso…, no sería extraño –apuntó Damián–,
además –agregó–, la ropa que viste un día cualquiera vale más que todo el
guardarropa que tengo en casa. ¿Cómo crees que me puede hacer caso?”.
Eso era necesariamente cierto, pero no se trataba de desmotivar al muchacho
sino de potenciar su voluntad. Le expliqué que muchas veces el dinero
no significa nada. Que la mayoría de las mujeres cubiertas de lujos, sueñan
con vivir un amor intenso... Una aventura despojada de todo interés material
que rompa la rutina. “Ellas tienen de todo, pero hay cosas que no puede
comprar el dinero. Al fin y al cabo, para hacer el amor hay que quitarse la
ropa, aunque sean carísimas y además, el lujo también aburre”; argumenté
sin creérmelo del todo.
También hicimos una lista de las ventajas a favor Damián, aunque debemos
aceptar que fue bastante breve. Damián por sobre todo era culto pero esa
férrea timidez se la juega tan neciamente que deja su mente en blanco
cuando más necesita estar lúcido. No es un Adonis pero ya hablamos sobre
su estampa aceptable. Más animados, bebimos el segundo whisky después
de la suculenta cena.
Días después, del otro lado del teléfono escucho la voz de Damián: Todo
según lo planeado. Mañana temprano será la primera maniobra de abordaje
–dijo pletórico. Antes de cortar la comunicación quedamos para vernos esa
misma tarde.
–He estado pensando –me confío en tono circunspecto– que considero más
apropiado iniciar la conversación en la calle, a pocos metros de la cafetería
ya que, si como es probable, me saca con cajas destempladas, no habría
testigos del escarnio.
–¿Qué dices..?, ¿llevas cuánto…, seis meses idolatrándola desde tu mesa?
¿Y se te ocurre romper el hielo en la calle..? Nada de eso, mañana es el día.
Tempranito ocupas tu sitio y antes de entrar a trabajar te ingeniarás para
hacerle saber que te llamas Damián y averiguas su nombre. Tendrás buena
parte del camino hecho para la próxima vista. ¿Estamos…? –le ordené.
No era lo ideal, pero tampoco estaba del todo mal el nuevo y primaveral
traje de Damián, color habano, conjuntado con la camisa blanca y una corbata
de arabescos con un predominante ocre. Como todos los días, diez minutos
antes de las siete y media los empleados entraban en la torre. Un
moderno edificio de acero y cristal de 30 plantas. Damián trabajaba en la
25 y la atractiva mujer en el 5º piso, según pudo averiguar unos días antes
63
La vida es cuento
tras un sigiloso seguimiento en el atestado ascensor.
El día D había llegado. La noche anterior Damián apenas pudo conciliar el
sueño. Daba vueltas y vueltas en su cabeza buscando las palabras adecuadas
para entablar conversación, causando además una buena impresión.
Llevaba todo calculado. Ningún detalle había quedado librado al azar. Respondiendo
al plan, llegó al bar mucho más temprano para sentarse en la
mesa al lado de la puerta. Paso obligado para ella y lugar elegido para el
encuentro ‘casual’. Repasó mentalmente el guión y a esperar. Como estaba
previsto, la mujer, atractiva como nunca, llegó unos minutos después de las
siete y tomó lo mismo de siempre.
Todo bajo control. Salvo la hora que se levantaría ella de la mesa. Eran ya
y veinticinco y aún seguía sentada. Nunca había hecho eso. Voy a llegar
tarde –se preocupó Damián. Por fin se levantó y se encaminó hacia la
puerta. Damián se congratuló por el acierto de haber elegido la mesa estratégica.
Parece que viene a mí –pensó– y eso le dio coraje. Ahora o nunca.
Después de todo, nadie puede sentirse molesto si una persona, educadamente,
se interesa por ella –pensó reforzando su moral.
Se levantó rápidamente y abrió la puerta de la cafetería galantemente cediéndole
el paso. Detalle que la mujer agradeció con una mirada y una ligera
inclinación de cabeza.
–Hoy es su cumpleaños ¿verdad? Le he traído este pequeño presente –dijo
Damián extendiendo su brazo ofreciendo a la señora una pequeña caja cuidadosamente
envueltos–. Bombones –precisó trasuntando una seguridad
que no sabía si podría sostener muchos segundos más.
–¿De dónde ha sacado eso? –mirando inquieta.
–Lo compré en la confitería de la otra manzana.
–No –dijo la mujer con una casi carcajada–, lo de mi cumpleaños.
–¡Ah! Es que hoy hace un día tan espectacular que no puedo evitar deducir
que así habrá sido el día que nació.
La mujer le devolvió una amplia sonrisa. Bajó la vista hacia el obsequio y le
susurró un gracias que acarició su alma.
–Trabajamos en la misma torre. Mi nombre es Damián y desde hace tiempo
compruebo que ambos cumplimos a diario con el mismo ritual del café –
dijo. Puede que tengamos otras cosas en común; ¿qué le parece si a partir
de mañana tomamos el café junto en vez de hacerlo en solitario –agregó
jugándose el tipo y temblando por dentro.
–La verdad es que soy de muy mala mañana…, mejor quedamos una tarde
–escuchó salir de los labios de la hermosa mujer–. Soy Patricia, dijo antes
de perderse entre la gente hacia el enorme ascensor.
Damián quedó sin capacidad de reacción. Petrificado. Ni en el mejor de sus
sueños hubiese imaginado alcanzar un éxito tan rotundo. La gente le esquivaba
por los flancos. En apenas cinco minutos se resolvió aquello que durante
meses le atormentaba. Exactamente cinco minutos. Los mismos por
los que llegó tarde a su empleo. Inmediatamente después, levantó el teléfono
y me puso al corriente de todo lo ocurrido.
Cuando logró centrarse en la jornada laboral, pasada la media mañana, encontró
su Sección sumida en un semi caos por culpa de un complejo inventario
que no cuadraba. Localizar un contenedor en algún puerto del mundo
demandaría, con suerte, muchas horas. De hecho, él y sus tres subordinadas
dispusieron de media hora para comer algo y continuar la búsqueda para
64
Daniel Soto Rodrigo
cerrar el documento que la auditoria reclamaba para esa misma noche. Por
lograron el objetivo pasadas las nueve de la noche.
A falta de unos minutos para las 22 horas pudo dar la jornada por rematada.
Era poco probable que quedaran trabajadores en el edificio, salvo el personal
de vigilancia que comenzarían sus rondas después de que el personal de
limpieza haya acabado con su trabajo y para eso aún faltaba bastante. Sus
tres compañeras contables permanecían aún cumplimentando pequeños detalles
del balance. Todo por fin volvía a su cauce, así que era hora de volver
a casa.
Nada más tocar el botón del ascensor comenzó a sentir un fuerte espasmo
intestinal. Seguramente el estado nervioso de un día tan distinto, comer de
mal y de prisa, junto a la relajación de completar el trabajo se traducía en
ardor intestinal y un molesto ruido de tripas. Ya le era imposible mantener
el dominio sobre la incómoda flatulencia que tras relajar la tensión se abría
paso con decisión. Miró de reojo y muy cerca, dos mujeres juntando los papeles
que allí y aquí van quedando desparramados a lo largo del día. Más
atrás, sus ya citadas compañeras. El ascensor no llegaba y concentraba todo
su esfuerzo en retener el gas que inoportunamente se esmeraba en salir.
No hay nadie, porqué tarda tanto en llegar, pensó reteniendo la respiración
y evitando el menor movimiento.
Por fin, se abrieron las puertas en el piso 25 y entró raudamente. Un último
“hasta mañana” y vía libre. Se cerraron las puertas y el alivio fue inmediato.
El pedo resonó con estruendo en la acústica caja de acero a la vez que un
hedor nauseabundo la cabina. Era tan horrible que no pudo evitar una sonrisa,
casi de satisfacción, como sorprendido por lograr un grado tan alto de
pestilencia. En medio de la mareante atmósfera, el ascensor, que descendía
rápidamente, se detuvo imprevistamente en el quinto piso. “Quééé..?”, gritó
alarmado, volcándose contra los botones con desesperación para evitar las
puertas automáticas se abrieran… sin suerte. Se abrieron de par en par y
allí estaba ella. Justo ella, ni un hombre, ni un vigilante, ni otra señora de la
limpieza, no… era ella, Patricia, más hermosa que nunca que con su dulce
voz preguntó: “¿bajas?”.
Buenos Aires 1989 - Salvaterra 2019
65
La vida es cuento
Inhabilitado para quejarme
Santiago de Compostela es una ciudad increíble. Cada rincón se abre
a quien quiera observar para mostrar algún detalle de sus más de once siglos
de historia. Testimonios que pasan casi inadvertidos para la inmensa
mayoría de los miles y miles de visitantes que llegan cada día, eclipsados
por la imponente catedral o demasiado emocionados por haber concluido el
Camino que iniciaron a saber cuánto tiempo atrás. Conozco íntimamente
esta ciudad. La disfruto cada vez que voy y debo decir que me ha tocado ir
en cinco ocasiones en estos últimos diez días.
Tengo muchos rincones favoritos, dependiendo de mi estado de ánimo. Uno
de ellos es la plaza de Cervantes. Sin duda es un punto clave. Con ella se
encuentran los pasos de quienes ya han atravesado la Puerta del Camino;
que se mezclan con los lugareños que enfilan hacia el Mercado y el desfile
de peregrinos continúa bajando hacia la catedral, algunos casi arrastrándose,
otros cobrando impulso sobre la despareja calle de piedra. Me gusta
sentarme en alguna de las cafeterías a observar. Los grupitos más jóvenes
pasan cantando o riendo. Otros, con la tensión reflejada en el rostro, alterado
por lo ya hecho y expectante ante lo que vendrá. La mayoría mira escaparates,
pasea con mayor o menor curiosidad y los lugareños ya casi
impasibles a todo.
Aprovechando el inusual buen tiempo santiagués, me senté a contemplar
las oleadas de gente, café y bizcocho por medio. De pronto, vi acercarse a
un señor, ya mayor (puede que algo menos que yo) empujando una silla de
ruedas en la que viajaba un muchacho (no sabría definir su edad) con la cabeza
ladeada y un gesto duro como una sonrisa enquistada. Venían lentamente.
El hombre, el mayor, miraba las balconadas acristaladas con gesto
de satisfacción y no dejaba escapar de sus ojos ningún cruce con las estrechas
callejas.
Me sentí gratificado. Siempre me pasa cuando descubro gente que mira un
poco más allá. Quiso la casualidad que decidieran hacer un alto. Seguramente,
para acaparar más detalles de este punto tan especial. Se sentaron
en una mesa junto a mí y vi perfectamente como tomaba la mano del joven
y le daba lo que me parecieron pellizcos. Habían acaparado toda mi atención
y fue inevitable preguntarles. No fue nada sencillo comunicarnos. El señor
apenas champurreaba algo de inglés pero ayudado por las socorridas señas
supe que eran polacos. Que el muchacho era su hijo y que además de condenado
a la silla de por vida, era ciego y sordomudo de nacimiento. Que se
entendían con esos pellizcos mutuos y enseñándome la credencial de peregrino
me enteré que habían empezado el Camino en Roncesvalles, en plenos
Pirineos, hacía más de 40 días, realizando un sacrificio supremo en busca
de un favor divino que aliviara la situación del muchacho. En el momento
en que les interrumpí, le contaba lo que estaba viendo.
66
Daniel Soto Rodrigo
Nos despedimos con los ojos húmedos y los vi descender por la calle hacia
la cercana catedral. Hasta ahora mismo me pregunto cómo se puede explicar
un sentimiento dibujando con el dedo en una mano ciega, sorda y muda.
¿Cómo explicar el color, el dolor, la fe..?
Los seguí con la vista hasta que se perdieron entre la multitud y desde ese
mismo momento quedé emocionalmente inhabilitado para quejarme.
2014
Diálogos en el quirófano
–Así las cosas, hay que extirpar. Comprendo que es muy difícil de asumir
pero, no nos queda otro remedio… –dijo el médico cuidando cada palabra.
–¿Y usted cree que podré vivir sin ella? –preguntó el paciente absolutamente
desconcertado.
–Claro que sí, verá como se acostumbra...
–No sé yo... Lleva toda la vida conmigo, me ha hecho pasar tan buenos momentos;
es verdad que alguna que otra vez ha fallado, como a todos, pero
la más de las veces..., ya sabe..., no hay reproche. No sé qué voy a hacer
sin ella. Es un golpe importante.
–Tendría que verlo bajo otras perspectivas. Hay hombres que la tienen y no
la quisieran. Otros no la usan y otros quisieran usarla y no pueden o no les
dejan. Usted, según dice, ya le ha sacado buen rendimiento.
–Es verdad. Pero aún sigo vivo, me queda mucho por hacer.
–Disculpe que me entrometa, pero, usted tiene 70 años, su vida hecha ¿qué
más quiere?
–¿Cómo que qué más quiero? ¡Quiero seguir! Ahora es cuando disfrutaba
más que nunca, aprovechando la experiencia...
–¿Por qué no habla con su psicólogo? Le puede ayudar...
–No, con esa gente nada. Es el único negocio en el que el cliente nunca tiene
razón.
–Bueno mire, intento ayudarle; no le queda otra. Hay que extirpar. Verá que
podrá seguir adelante –comenzaba a impacientarse el cirujano.
–¡No creo! ¡No creo doctor! Si tiene que extirpar, extirpe... pero es el final.
¡Lo sé!
2018
67
La vida es cuento
La visita
El sol de junio asomaba tímido. Las nubes, incansables danzarinas,
parecían burlarse de él desplegando su velo haciéndole saber que eran dueñas
de la situación. Por momentos le dejaban brillar, o a su antojo le cubrían.
Finalmente decidieron ignorarlo y tan sólo por la tenue luminosidad se intuía
que el astro rey continuaba allí. Su calor era retenido por las encarnizadas
contrincantes en una porfía que perdía irremediablemente.
Apagó con cierta violencia su cigarrillo en el cenicero de cristal sobre su escritorio
y continuó contemplando la desapacible mañana invernal. Intentaba
ordenar sus ideas, pero la llegada de aquellos densos nubarrones se lo impedía.
Se distrajo por completo cuando las primeras gotas golpearon con
fuerza los ventanales de su oficina. La lluvia se descargó torrencial y el aspecto
de la ciudad, allí abajo, era desalentador. Todavía no eran las once y
sin embargo, parecía anochecer. Se acercó a la ventana. La gente corría
desordenadamente, sorteando charcos buscando guarecerse. La lentitud de
los autos con sus cristales empañados y las marquesinas encendidas daba
un aspecto surrealista a la mañana. Buenos Aires se sometía a otro día de
viento helado del sur, ese que transmite la sensación de cuchillas desgarrando
la piel.
Pero sus preocupaciones pasaban por otro lado. En cualquier momento ingresaría
en su despacho una mujer. Una mujer cuya sola presencia le atormentaba.
¡La esperaba..! ¡Sabía que vendría inevitablemente!
“Quizá con esta lluvia no...” –pensó, descartándolo rápidamente, con cierto
rubor por su ingenuidad.
Desde el mismo momento que anunció su visita, comenzó a elucubrar métodos
para librarse de ella. Fue desechándolos uno a uno. Hasta en determinado
momento se asustó de sí mismo al saberse capaz de idear tramas
perversas. Esa mujer le asustaba pero no sabía cómo desembarazarse de
ella y resultar bien parado. Pensó en su esposa y en sus hijos; debía manejar
muy bien la situación para no dañar el esfuerzo de tantos años. ¡Esa mujer
le atormentaba!
Bebió un café mientras volvía a fijar la vista, absorto, en los acrobáticos saltos
del agua en la cornisa. Su inquietud aumentaba a medida que avanzaba
la hora. ¿Sería lo suficientemente cauto? ¿Lograría dominarse y no cometer
una locura?
Recordaba nítidamente la última visita de esa odiosa mujer. Aquella obstinada
presencia femenina le había costado demasiado dinero. Era consciente
de que lo único que lograba el silencio de esa mujer era el dinero, pero la
situación era insostenible, se acercaba al hartazgo.
La lluvia no cesaba y, mientras jugueteaba haciendo girar una estatuilla de
metal, divisó allí abajo, en la calle, a una joven pareja que se abrazaba debajo
de un paraguas. Estaban empapados, sin embargo, reían y se besa-
68
Daniel Soto Rodrigo
ban.
“¿Cómo puede haber gente feliz en un día como este?" –pensó con envidia
mientras los seguía con la mirada hasta que se perdieron.
Comprendió que acababa de pensar una tontería. Él también, como casi
todos cuando jóvenes, vivió situaciones similares; recuerdos que luego las
preocupaciones fueron minimizando hasta sepultarlos. Era necesario ese día,
esa visita, esa pareja, para darse cuenta de que alguna vez había sido feliz.
Estuvo a punto de sonreír pero el nerviosismo recuperó el terreno perdido.
El contacto con esa mujer, bellísima por cierto, se había establecido varios
años atrás. Cuando su industria se perfilaba a un venturoso porvenir. La relación
fue interesada desde el inicio mismo, pero su gran error fue creer que
siempre podría dominar la situación. La realidad le demostró que nunca fue
así. Jamás logró evitarla y para más, esa rubia, alta y elegante dama, ostentaba
en su poder, comprometedores papeles firmados por él de ineludible
legalidad.
“Apelaré a la persuasión; intentaré, con calma, explicarle que mi situación
ya no es la misma; que las cosas han cambiado. Ya no puedo aportar tanto
dinero” –decidió.
Casi junto con la tranquilidad de haber alcanzado una táctica que podría
rendir buenos resultados, sonó el intercomunicador:
–Ella ya está aquí –le dijo su secretaria por el aparato.
–Está bien. Hágala pasar –respondió con sequedad.
Acomodó su corbata; carraspeó un par de veces y ensayó una sonrisa que
trasuntara la serenidad que no tenía. Pero no podía evitarlo. Siempre le
ponía muy nervioso la visita de la inspectora de Hacienda.
1991
69
La vida es cuento
La vida después de Elvis
Fue algo sorpresivo. Una reacción inmediata. Un impulso que accionó
un mecanismo desconocido. En ese momento no me di cuenta, pero acababa
de dejar atrás la primera infancia. No hacía más que traspasar el umbral de
una nueva etapa; un mundo de sensaciones desconocidas hasta entonces
se abría ante mí. Todo, tras escuchar por primera vez un disco de Elvis.
Los sitúo: Elvis Presley había ganado una inmensa popularidad basada en
los escandalizados comentarios que generaba en la sociedad ‘normal’ sus
actitudes extrañas y sus provocativas contorsiones que en la segunda mitad
de los 50 causaron gran impacto en todo el mundo. Estados Unidos gozaba
de un gran prestigio por su decisiva participación en la segunda guerra mundial,
aún muy fresca en la memoria de todos y aprovechaba su situación de
privilegio para inundar al mundo con sus productos que consumíamos voraces
sin rechistar.
En Buenos Aires eran tiempos de notorios y rápidos cambios, pero a la anquilosada
sociedad de aquellos años le resultaba muy difícil superar el desafío
de las convulsivas caderas de aquel muchacho de Memphis. Los discos
de Elvis los pasaban a cada rato por la radio, pero sus raras apariciones en
la ‘tele’ se cernían a un plano corto de medio cuerpo, reservando un paneo
general muy fugaz que evite las contorsiones pelvianas, sin detalle.
La música siempre ha sido un factor de cambios culturales y sociales y los
adelantos técnicos aceleraron los procesos. Volviendo a mí y a mi casa, ese
choque que experimenté vino motivado por la presencia del ‘wincofon’. No
era más que un pequeño tocadiscos de escasa potencia pero capaz de reproducir
discos de vinilo de 33, 45 rpm, además los ‘antiguos’ de 78 revoluciones,
lo que abrió las puertas a todo un mundo de posibilidades. Su
entrada triunfal fue determinante. Los 33 rpm se presentaban en ‘singles’
un tema de cara lado y los ‘long play’ hasta 12 temas en total. Para los de
45 rpm había que utilizar un ostentoso accesorio para amoldarse a la amplia
abertura central del disco que podía ser ‘single’ o doble (dos temas de cada
lado).
El wincofon fue el primer paso a la liberación musical. Permitía colocar varios
discos en la parte superior de su eje central y automáticamente los iba reproduciendo.
Además era transportable y comenzaba a sonar nada más conectarlo.
Parece una tontería, pero no lo era. Hasta entonces subsistieron
los discos de pasta que se rompían con mucha facilidad, sufrían rayaduras
que irreparablemente archivaban el disco. Además, se necesitaba infraestructura
bastante costosa. Un melómano que se preciara debía de tener uno
de aquellos magníficos ‘combinados’; es decir, un giradiscos de 78 rpm que
compartía un ornamental mueble, generalmente de madera noble, con una
‘broadcasting’ y los más exquisitos incluso incorporaban un enorme televisor,
por supuesto en blanco y negro. Eso sí, todo era a válvulas y había que
70
Daniel Soto Rodrigo
saber aguardar a que tomaran la temperatura que necesitaban para que su
potente altavoz comenzara a conversar.
Vale decir, la inversión era considerable con lo cual el ‘combinado’ quedaba
bajo el mando de los mayores y terreno absolutamente vedado para nosotros,
los niños de entonces. Lo cual tampoco nos importaba demasiado ya
que, como acabo de decir, la ‘nueva ola’ venía en discos de otro formato. De
ahí la revolución del ‘wincofon’ que en realidad era una marca, no sé si argentina,
pero no cabe duda que allí marcó una época. Era barato, muy fácil
de usar y mantenía a los más nuevos entretenidos y sin agobiar ya que,
también dije, que su escasa potencia no taladraba los oídos de nadie.
Mis padres siempre ha sido grandes amantes de la música y del baile. Siendo
novios asistían a los conciertos que pululaban por todas partes en aquella
Buenos Aires que era una de las principales urbes del mundo. No se perdían
uno. Desde las orquestas de tango, verdaderas filarmónicas de hasta 20 ó
30 músicos, a las bandas de jazz que hacían furor por entonces. Después
de casados, e inclusive ya con hijos, no desperdiciaban ocasión de acudir a
algunos de los salones de baile. La música era en directo y los salones rivalizaban
presentando a las mejores orquestas del momento.
Con estos antecedentes es relativamente sencillo comprender que la colección
de discos en casa era algo superior a la media. Me refiero a aquellos 78
RCA Victor, Odeón, TKD, Columbia… gruesos pesados y delicados que se
guardaba en álbumes en lugares altos, alejados del peligro. Por eso, tenerlos
y escucharlos eran cosas muy distintas. Esto último era un momento solemne
que solía presentarse algún domingo por la mañana, o alguno de los
pocos festivos en los que mi padre no trabajaba. Ante nuestra insistencia,
papá terminaba por acceder a encender la venerada ‘vitrola’. Después elegía
los discos, abierto siempre a la sugerencia general. Pero eso sí, antes de colocar
el pesado brazo con la púa sobre los surcos, había que proceder a la
preparación previa. Ante nuestra impaciencia, repasaba con un paño de gamuza
impregnado en un líquido especial para retirar las motas de polvo, de
un lado y otro. Lo que es cierto es que mi oído se había acostumbrado a la
buena música, aunque no lo sabía. Tommy Dorsey, Glen Miller, Aníbal Troilo,
Osvaldo Pugliese, Louis Armstrong o la orquesta preferida por mi madre,
Osvaldo Fresedo, educan aunque no lo quieras.
Sería por eso –pienso hoy- que Elvis fue tan impactante. Existían varios grupos
y solistas que presentaban cosas muy interesantes, pero todo quedó
irremediablemente eclipsado con la aparición de Elvis. El rock and roll ya
existía, pero el de Memphis le dio otra dimensión. Su voz, sus movimientos,
su ritmo, su estilo, su vestuario, su explosiva presencia fue el inicio de la
revolución total que llegaría, unos años más tardes con los Beatles.
Lo curioso es que, en plena eclosión Elvis Presley fue llamado a filas y durante
más de dos años sirvió en el ejército de su país, sin grabar prácticamente
nada. Lejos de apagarse, eso acrecentó su fama y al retomar su vida
civil, Elvis Presley era aún más famoso.
En este punto entra precisamente mi historia. El cine se encargó de ilustrar
sobre la idílica ‘mili’ de Elvis cantando baladas vestido de soldado en las playas
hawaianas en unas ‘pelis’ que devorábamos con fruición sin plantearnos
su calidad. Vale decir que estábamos preparados para su retorno.
En Argentina se editó ¡Volvió Elvis! Un LP que recogía grandes éxitos y algunas
nuevas canciones que hicieron época. Uno de los mejores discos de
71
La vida es cuento
la historia que, entre otras cosas, me cambió totalmente. A partir del momento
en que lo escuché, dejó de interesarme la ‘Hora de Walt Disney’ para
centrar toda mi atención en la música.
En el ‘cole’ no se hablaba de otra cosa. Que si ‘Heartbreak Hotel’ era mejor
que ‘Jailhouse Rock’, que si ‘Loving you’ superaba a ‘Teddy bear’, que si
‘Crawfish…, en fin, interminable y ¡ojo..!, debe reconocerse el enorme mérito
que conlleva la difusión con los medios escasos y rudimentarios. La televisión
llegó a Buenos Aires en 1952 y para ver los programas y series del momento
había que aguardar que llegaran ‘enlatadas’ y tras el viaje en barco.
La radio era algo más rápida y allí estaban los discos.
Elvis cantaba unas baladas preciosas, pero a nosotros, el segmento poblacional
de entre 10 y 18 años de entonces, nos interesaba el rock & roll más
puro. Supongo, estoy convencido, de que le daría a mi padre la misma ‘carrasca’
que cualquier jovencito de hoy en día imprime a su generación inmediata
anterior.
El tema fue que un día, mi madre dejó al cuidado de mi abuela a las dos
más pequeñas de la familia y armándose de valor nos llevó a mi hermana y
a mí a uno de los recorridos de compras especiales (ropa de casa, toallas,
perfumería, tocador, etc., etc.,) todos los elementos que una familia de
nueve personas necesitaba.
Vivíamos en un inmenso caserón mis padres, los cuatro hermanos, mis
abuelos, el tío soltero, tres canarios, un cardenal y un gato demente de clara
vocación suicida que nos daba sustos cada tanto. Más de una vez, ante cualquier
anormalidad, por pequeña que fuera, se lanzaba al vacío desde la azotea,
cosa que no entrañaría demasiada trascendencia para un felino si se
tratara de una vivienda actual, pero pasaba a ser muy considerable el riesgo
si tenemos en cuenta que en aquella casona los techos alcanzaban los cinco
metros de altura. El pobre animal quedaba tan tullido que tardaba varios
días en recuperarse. Cuando no se le veía a la hora de su comida, ya se
daba por sentado que habría protagonizado otra temeraria suerte acrobática.
Al cabo de unos días, a veces hasta una semana, el gato reaparecía
cojeando y malhumorado a reclamar su sustento. La verdad es que no recuerdo
su nombre, ni siquiera qué fue de él. Un día dejamos de verlo. Seguramente
un último susto agotó la séptima de sus vidas.
Nunca tuvimos mucha suerte con las mascotas domésticas. En otra ocasión,
mi padre nos trajo un hermoso perro de reluciente pelo negro. Tanto que le
pusimos por nombre ‘Furia’, en honor a una serie televisiva que por protagonista
tenía un caballo de un brillante pelaje azabache. Lo malo no fue que
el perro creciera demasiado rápido, sino que tuviera un carácter bastante
más que avinagrado. Furia se había adueñado del patio. Había marcado su
territorio sobre nuestro campo de juegos y no nos dejaba ni asomar la nariz.
En cuanto se abría una puerta se ponía como un poseso. Todas las intenciones
de educarlo se quedaron en eso, intenciones. Pero el día que mi abuela
tuvo que cruzar a la carrera para llegar a la cocina, con el can haciendo
honor a su nombre intentando morderle los talones comprendimos que la
suerte de Furia estaba echada.
Papá había traído el problema y se encargó se repararlo engañando malamente
a un amigo que tenía una quinta en las afueras. Le convenció sobre
la seguridad que le daría un buen perro guardián. En la finca no entraría
nadie, ni él mismo (aunque eso no se lo dijo). La cuestión es que se convino
72
Daniel Soto Rodrigo
en que se quedaría con el noble animal, pero había que llevárselo y eso fue
otro episodio tragicómico en la historia familiar. La verdad es que el destierro
de Furia no tiene desperdicio, dejen que les cuente…
Adoptada la decisión de desprenderse de la bestia, mi padre elaboró un plan
de evacuación. Furia llegaría a su nueva casa en el camión de un proveedor
que una vez a la semana pasaba por el Mercado San Cristóbal y que finalizaba
su recorrido muy cerca de la quinta del amigo de mi padre. Hasta ahí,
fenomenal. El punto flaco del plan lo constituía el primer paso. Desde casa
hasta el mercado debía de llevarlo mi tío Máximo en su triciclo de reparto.
Un desvencijado y pesado vehículo con una caja de 1 m2 que exigía muy
buenas piernas para moverlo a pedales. Los pongo en situación: Máximo
tenía el corazón más grande que el pecho, pero su humor, sobre todo temprano,
era poco estable. Dejo a la imaginación del lector cómo sería aquella
mañana cuando supo que debía colocar un bozal a Furia, asirlo en brazos,
meterlo en la caja del triciclo, bajar la tapa y pedalear las 12 cuadras que
separaban mi casa del mercado. Máximo no era muy alto, pero sí muy
fuerte. Llevaba una boina negra hecha carne en su cabeza que lo identificaba
claramente, sobre todo en verano. Llegó aquella mañana refunfuñando un
poco más que lo habitual, decidido a terminar cuanto antes la tarea. Salió
al patio, bozal y correa en ristre y el escándalo fue de proporciones… El perro
ladraba como si lo estuvieran desollando vivo y el tío Máximo maldiciendo a
todo lo que existía intentado capturar al animal. Era un cuadro digno de una
comedia, de no ser por el terror con que contemplábamos la escena detrás
de los cristales.
Lo intentó de todas las maneras posibles, pero no había caso. El perro estaba
decidido a no abandonar su redil. Máximo guardaba especial respeto por mi
madre, a la que siempre trató de usted. Nervioso como era y acalorado como
estaba, con el rostro desencajado y rojo como un tomate le dijo:
-Mire señora, solo no puedo –bajando la vista como avergonzado por el fracaso.
La propuesta de mi madre no fue del todo novedosa. En realidad fue recurrente.
“Llamemos a Pereira”, dijo resuelta. Cada vez que se presentaba
algún problema de solución complicada acudía al taller mecánico de al lado
de casa. Como siempre, Pereira no tardó en prestar socorro acompañado
por dos de sus ayudantes.
Entre los cuatro lograron dominar a la fiera, amordazarla, colocarle la correa
y meterlo en el cubículo del carro. Hasta aquí lo que recuerdo con absoluta
fidelidad. No me quedan claras las sensaciones de entonces. Creo que una
especie de alivio por recuperar la zona de juegos, entremezclado con la angustiante
escena de la captura del pobre Furia. La verdad es que no quedaba
exento el sentimiento de culpabilidad por la suerte del animal.
Lo que no puedo ni siquiera imaginar es cómo habrá sido el momento en
que Máximo abriera la tapa de su triciclo. El perro, enfurecido por los sucesos
de la amarga mañana y aterrorizado por el viaje encerrado en un compartimiento
oscuro, utilizado para el transporte de carne. La situación era aún
más tenebrosa si se tiene en cuenta que la mayor parte del recorrido era
sobre adoquinado con lo cual, el traqueteo sumaba un alto grado de intensidad
a la tortura.
Como siempre, cuando hablo de la infancia brotan los recuerdos y terminó
yéndome por las ramas. Sabrán disculpar. Estaba contándoles de la tarde
73
La vida es cuento
de compras con mi madre por las tiendas del centro de la ciudad. Para mantenernos
más o menos calmados solía recurrir a alguna prebenda como: “si
se portan bien les compro un regalo al final”. La estratagema solía darle
buen resultado porque la recompensa era ilusionante. No recuerdo cuál
había sido la elección de mi hermana, seguramente alguna muñeca (le encantaban),
pero para mí esa tarde resultó determinante. Sí, como pueden
imaginar, el premio elegido fue el LP ¡Volvió Elvis! A regañadientes mi madre
terminó consintiendo y yo no veía la hora de llegar a casa.
Aquí volvemos al principio del relato. No fue más que llegar y correr hasta
el wincofon. Fue entonces cuando me di de bruces con ese nuevo mundo.
Supongo que todos habréis experimentado descubrimientos similares pero
en mi caso fue Elvis el que marcó ese momento grabado a fuego en mi vida.
Es cierto también que marcó toda una época. Fue el génesis de los más
grandes momentos de la música pop. El genio, el Rey que dictó las pautas
sobre las que se forjó la que posiblemente, fue la década más contestaría y
creativa de nuestra época. Elvis Aarón Presley sentó los sólidos cimientos
sobre los que, apenas unos años después, se iba a producir la revolución
total que desde una caverna de Liverpool pusieron en marcha John Lennon,
Paul McCartney, George Harrison y Ringo Star. A partir de The Beatles, nada
volvió a ser igual, pero eso, si les parece, lo dejo para otro día.
2010
74
Daniel Soto Rodrigo
La horrenda muerte de la ‘añá’ avara en El Paraíso
Historias del Chaco argentino
El sargento ‘Vaye’ me contó un terrible relato que tuvo lugar en una
población que, paradójicamente, se llamaba El Paraíso. Está en el provincia
argentina de Formosa, a pocos kilómetros de Asunción, obviamente, región
fronteriza con la República del Paraguay. Allí, según recordaba Vaye, sucedió
esta historia, de la que fue testigo, ya que durante muchos años prestó servicios
en el puesto de la Gendarmería Nacional destacado en ese lugar.
Contaba que en esa zona conviven varias etnias y otras tantas lenguas indígenas,
mayoritariamente guaraní, que hablaban entremezcladas todas con
el castellano, lo que conformaba un galimatías difícil de descifrar para quien
no tuviera el oído bien entrenado. Un territorio donde la ley pasaba de puntillas,
lo que endurecía aún más las ya de por sí intrincadas condiciones de
vida. En ese entorno semi selvático vivía una ‘arucha kuña-caraí bai cuera’
(una vieja flaca, fea que vivía sola), a la que además tildaban de mala como
el demonio. Eso en cuanto a su persona, porque en cambio, su campo era
una bendición. Tenía unas quinientas cabezas de ganado vacuno, decenas
de yeguarizos, cerdos, ovejas, gallinas, patos y hasta algunos pavos, además
de decenas de gatos y una media docena de perros flacos y sarnosos,
tan malos como ella. Pero el bien más envidiado que poseía era un milagroso
pozo de agua dulce ‘Icuá-porá’ (agua linda) que nunca secaba la veta. Era
una vertiente constante y aún en la época de más calor y de terrible sequía
(la temperatura suele llegar a los 50º), de su preciado pozo continuaba manando
agua.
El manantial era tan generoso que le sobraba para la finca y para todos sus
menesteres. Aún así, la vieja andaba siempre andrajosa e increíblemente
sucia. Llevaría años sin lavarse; pero lo peor era su mezquindad. De tan
avara negaba hasta un vaso de agua a un niño. “Ni ella se quiere” –comentaban
los vecinos.
Pero un día, la mujer enfermó. Cayó postrada en cama dando claro indicio
de que se moría. Su aspecto pasó de ser la vieja odiada por todos, al de
una vieja ‘angá’ (desgraciada). La vieron varios curanderos y milagreros
pero nadie acertaba a sacarla de la ruin situación. Visto que el final era inminente,
apareció el cura del pueblo y empezó a repartir agua bendita y
bendiciones por sobre la mujer y por la vivienda. También por fuera del rancho
y de pronto, el cura comenzó a dar vueltas. “Reboleaba la pollera (refiriéndose
a la sotana como una falda) y se le pusieron los ojos en blanco”,
contaba un paisano asustado. Se llevaron al pobre hombre a la iglesia y
tardó bastante en recuperarse. A duras penas podía dar la misa de los domingos
y no le quedaba fuerza para mucho más.
Mientras tanto, pasaban los días y la vieja no moría. Desde la visita del cura
75
La vida es cuento
la mujer había empeorado tanto que pegaba unos aterradores alaridos y
pedía a gritos que la muerte se la llevara.
En el pueblo no se hablaba de otra cosa. Días y días en que las calamidades
de la mujer era el comentario obligado. Por las noches, los chillidos de la
moribunda se alcanzaban a oír en las casas, a un kilómetro del rancho de la
vieja ‘angá’.
Pero, como todo tiene un final, un buen día la mujer apareció muerta. La
noticia corrió rápidamente y en poco tiempo había llegado a oídos del sargento
Vaye. Conocedor de las habladurías, no le daba mayor trascendencia
a los chismes pueblerinos. Su labor, como autoridad destacada, era verificar
los hechos y labrar el acta de la defunción. En El Paraíso no había jueces, ni
servicios médicos. Todo lo legal pasaba por el Destacamento de Gendarmería
y como autorizado a certificar las defunciones constaba el Dr. Mendieta,
que además era curandero, peluquero, partero y ‘chupa caña’ (bebedor de
caña paraguaya, aguardiente de destilación de la caña de azúcar). Mendieta
por supuesto no era médico, ni era nada, pero con media botella de caña
encima no le temblaba el pulso para hacer una cesárea. Tampoco se conocía
quién, dónde ni cuándo le había autorizado para tales labores, pero era así
aceptado por todos. Lo que no le faltaba al Dr. Mendieta era coraje.
Cuando Mendieta llegó al Destacamento con el certificado de defunción firmado,
el sargento Vaye abrió la investigación para determinar las causas
del fallecimiento. Así que allá se fue el gendarme hasta el rancho y grande
fue su sorpresa cuando al entrar se encontró con cantidad de vecinos y parientes,
algunos a los que nunca había visto antes. “Junas gran siete, como
se juntan rápido los parientes” –pensó el sargento– e intentó preguntar a
los presentes que lloraban a moco tendido. ‘Aseyaranga kuña caraí’ (pobrecita
la señora), lamentaban entre rezos y sollozos. Así fue como la avarienta
mujer a la que no se le conocía familia ni amistad alguna, nada más morir
se encontró rodeada de parientes llorando su pérdida, preparados para la
dura lucha por la herencia de tan sabrosos bienes. Hasta una novena habían
montado para honrar a la finada. Nueve días que entre rezos, nadie dejaba
de sacar partido. Los ‘herederos’ pensando en cómo se repartirían la chacra,
los animales, las herramientas, los carros. Tierras que eran un primor en
frutos: cítricos, bananeros, mangos, guayabos, mandioca, maíz, algodón,
verduras de cualquier clase, si por no faltar hasta maní había. También hacían
su ‘agosto’ en esos días quienes montaron en los alrededores puestos
de chipá (pan paraguayo), de golosinas, de chicharrones de cerdo, de cigarros,
de choripanes, de todo y no podía faltar la caña paraguaya.
El sargento Vaye dudaba entre sacar a todos a patadas o dejar que la finada
recibiera sepultura como manda la tradición, pero antes debía de comprobar
las causas de su muerte. En principio quedaba claro que la edad era lo más
probable, pero ante el interés por la suculenta herencia no debía de cerrarse
el expediente sin las comprobaciones.
En eso estaba Vaye cuando escuchó que una señora, una de esas viejas comadres
que no faltan a ningún velatorio, le hacía señas llamándole insistentemente.
Hizo que le siguiera hasta un lugar apartado y le dijo: “Yo te
voy contar bien ‘cheruvicha Karaí’ (señor jefe) todo ‘ko’ápe’ (lo que pasó
aquí)”.
Circunspecta, la mujer comenzó a contándole que el día anterior a la muerte
de la mujer llovía torrencialmente. “Llegué como pude hasta el rancho y en-
76
Daniel Soto Rodrigo
contré a varios vecinos en vela por ella en la cocina”. Que ella fue a sentarse
en la cama, junto a la moribunda que no paraba de dar alaridos. “De pronto,
los perros comenzaron a ladrar y a llorar –contaba la mujer– y se apareció
un viejo en la puerta del rancho. Mal entrazado, andrajoso, mal calzado,
daba miedo verle. ‘Ay cherubichá’, yo no sabía si era cristiano o indio; lo
hice pasar y nada más verle todos se persignaron y comenzaron a rezar
como si hubiesen visto un aparecido. Como si hubiese entrado ‘añá’ (el diablo)”,
relataba la comadre angustiada.
Siguió contando que sintió mucho miedo, pero que sacó coraje para hacerle
un hueco junto al fuego, con los demás. Siguió contando que el hombre les
habló en guaraní. Les pidió que no tuvieran miedo, que sólo era un caminante
y que había venido para hacer el bien, nada más. De seguido, tomó
un jarro de sopa caliente y poco después quedó dormitando pero sin dejar
de mover las manos, como si orase. “Al poco rato, se dirigió a mí para que
le llevara junto a la moribunda. Una vez allí pidió que le dejaran solo con
ella. Que yo podía quedarme, pero tuve tanto miedo que también salí”, relata
la mujer.
“Pasó un tiempo, no sé, diez minutos o así, y ya no se escuchó más nada.
La mujer dejó de llorar y de pedir a Dios a gritos que le mandase la muerte”,
aseguró la comadre.
El sargento Vaye siguió escuchando el relato de la mujer que contaba del
miedo se había adueñado de todos los presentes. Animándose unos a otros
por fin juntaron valor para abrir la puerta y ver lo que sucedía. “Y ahí estaba
ella, muerta y con los ojos muy abiertos. Ni rastro del viejo. La ventana estaba
cerrada y por delante de nosotros no pasó. Nos pusimos a rezar de rodillas.
En ese llegó el ‘doctor’ y le pregunté ¿Qué le parece?’, y él me
respondió “que murió nomás chamigo”.
Vaye no encontró ningún indicio en el cuerpo de la mujer que pudiera levantar
sospecha de haber sufrido violencia alguna, así que cerró el expediente
como ‘Muerte Natural’, pero siempre estuvo convencido que se
trataba de un ‘quebranta huesos’ que le ayudó a morir.
Leyendas y costumbres del Norte argentino. Entre los personajes algo más
que curiosos que seguramente aún subsisten entre los asentamientos indígenas,
se encuentra la figura del ‘despenador’, conocido también como el
‘quebranta huesos’. Algo parecido a un chamán que se encargaba de despachar
al otro mundo a las personas desprovistas de futuro, ancianos desvalidos
por completo, pacientes imposibles de recuperar o inclusive,
accidentados de tal mal pronóstico y duro sufrimiento cuyo mejor tratamiento
era ponerse en manos de este personaje al que además se le atribuían
propiedades místicas lo que revestía a su figura de un halo de
profundo temor. El despenador entonces hacía gala de su cuestionable habilidad
y con un golpe rápido, seco y certero, que no dejaba ningún rastro,
acababa con todo padecer. Un chasquido certificaba que el sufriente había
pasado a mejor vida.
Memorias de Miguel Ángel del Valle
Sargento de la Gendarmería Nacional
1992
77
La vida es cuento
La muerte asola la frontera
Historias del Chaco argentino
El sargento Vaye también solía contar que a mediados del pasado
siglo, por aquellos indomables lares del Chaco asolaba un afamado caudillo
colorado (simpatizante del Partido Colorado, fracción política mayoritaria en
Paraguay). Un tal Caballero, al que describían como sanguinario y tan cruel
que le temían hasta los más salvajes asesinos. Desde que un día se aquerenció
en Puerto Elsa, todo lo que sucedía en Colonia Falcón, Beterete-cué,
y las pequeñas villas hasta la confluencia de los ríos Paraguay, Pilcomayo y
Negro, estaba bajo su control. La zona inhóspita y propia de tres fronteras
(Argentina, Paraguay y Brasil) rejuntaba de delincuencia en todas sus manifestaciones:
antros de juego clandestino, prostitución, contrabando de
todo tipo, etc. Policías y gendarmes tenían vedado el acceso y si alguno se
aventuraba en la región, tenía los minutos de vida contados.
Recordamos que hablamos de regiones muy difíciles de controlar, por lo
agreste del terreno y las enormes distancias. A lo largo de sus más de 1.400
kilómetros de cauce lineal, el río Pilcomayo va dejando escenarios de enorme
potencia natural, selvas, bañados y lagunas que concentran una fauna salvaje
variada y, sobre todo, concentración de poblaciones de un alto grado
de conflictividad. El Pilcomayo nace en Bolivia, al pie de la Cordillera de Los
Andes y desemboca en el río Paraguay que, a su vez, va a dar sus aguas al
río Paraná, el más importante de la Cuenca del Plata. Es un río que presenta
un caudal de gran potencia, pero irregular, con oscilaciones muy marcadas.
Durante la época de lluvias desborda inundando grandes superficies y en
otras llega hasta quedar seco por zonas, siendo el único río del mundo que
varía su curso por la sobreelevación permanente de su lecho por la deposición
de los sedimentos transportados.
En su extenso curso sirve de frontera entre Paraguay y Bolivia a lo largo de
40 kilómetros y por más de 600 limita a las repúblicas del Paraguay y de
Argentina. En ambas orillas de esta extensa zona fronteriza se refugiaban
bandidos y gente de la peor calaña, huidos de la justicia o de la policía de
sus respectivos países. Se establecían en las espesuras selváticas o en pequeñas
poblaciones en lugares en los que, aún hoy, pocos se atreven a entrar.
Los maleantes saltaban de un lado al otro del río, según el delito cometido.
Vale decir, huían de la justicia paraguaya o argentina a conveniencia. Durante
su estadía se ganaban el sustento como ‘bagayeros’ (bagayos son bultos
que se transportaban de un lado a otro del río, cobrando el porteador
una comisión. Contrabando puro y duro), actividad a la que definían como
‘el trabajo’. Tampoco faltaban matones o matadores a sueldo. Se fijaba un
precio y sin más preguntas se procedía a liquidar al señalado, ya sea a machete,
cuchillo o pistola.
78
Daniel Soto Rodrigo
Clorinda, la que es hoy en día una pujante ciudad de la provincia argentina
de Formosa, era a mediados del siglo XX un autentico mercado persa. Su
estratégica situación geográfica, frente a Asunción, capital del Paraguay, Pilcomayo
de por medio, le convertía en un centro de actividades clandestinas
en el que se movían a gusto malandrines de todo linaje. Abundaban los ‘buchones’
o ‘alcahuetes’, confidentes que vendían información como si de un
producto se tratase. Datos que interesaban a un lado u otro de la frontera.
El control de la zona quedaba a cargo de la Gendarmería Nacional (en Argentina),
mientras que en Paraguay ese aspecto quedaba bastante librado
al azar. De hecho, los gendarmes solían actuar en suelo guaraní como propio,
sin dar cuenta ni incidencia. Pero lo cierto es que los gendarmes estaban
muy debilitados en cuanto a número de efectivos y para males mayores,
apenas recibían apoyo de las administraciones (Nacional o Provincial, ya no
digamos internacional). Poco podían hacer ante la creciente delincuencia
que, además, estaba respaldada y hasta protegida por una nube de inescrupulosos
abogados o leguleyos descubridores de un filón que les dejaba
suculenta renta.
Cuenta el sargento Vaye que en aquellos años, 1948 concretamente, las
Fuerzas Armadas argentinas comenzaron a incorporar personal para completar
los cuadros en las zonas más conflictivas. Lo hicieron tentando a gente
local con sueldos de cierta importancia y sin prestar demasiada atención a
los curriculums personales. De ese modo, abdicados gendarmes con años
de servicio se vieron rodeados de cuatreros, bagayeros, pasadores, etc.,
como compañeros de filas. Delincuentes a los que perseguían días atrás y
que de pronto compartían cuartel y armas. La situación era tensa, como es
fácilmente entendible. En las guardias no faltaban comentarios obscenos y
provocadores como: “Sargento, se acuerda que usted no nos dejaba ‘trabajar’
tranquilos y ahora somos compañeros”. La desconfianza era total, al
punto que los veteranos se turnaban para dormir, temerosos de que sus
nuevos compañeros los liquidaran durante el sueño. La máxima tirantez se
alcanzaba durante los desplazamientos a comisiones o puestos lejanos. Existía
el temor de haber sido ‘vendidos’ y que fueran objeto de emboscadas o
muertos a traición, por un tiro por la espalda.
La principal misión de la Gendarmería es el resguardo de las fronteras y teniendo
en cuenta la extensión del país es una ardua tarea. Argentina limita
con Uruguay, Brasil, Paraguay, Bolivia y Chile y la extensión lineal de su
frontera terrestre alcanza a 25.728 kilómetros (9376 de frontera terrestre,
5.117 de litoral, fluvial y marítimo y otros 11.235 km de perímetro en sector
antártico e islas del Atlántico Sur). En el caso que nos ocupa, la frontera paraguaya,
era en aquellos años incontrolable. Existían dos rutas camineras
troncales que vinculaban las localidades del norte con las del sur. La zona
de llanura escasamente recorrida por caminos precarios en territorio argentino
y en muchos casos intransitables en épocas estivales de fuertes tormentas
o de crecidas. Por su inestabilidad, la zona de bañados del Pilcomayo
fue el último reducto de poblaciones indígenas que, conocedores de todos
sus secretos, eran los únicos en saber extraer algún rendimiento más allá
de la madera, como por ejemplo, la explotación ganadera marginal.
Los gendarmes hacían todo lo que podían, que era mucho, pero se veían
superados por la cantidad de malvivientes que aumentaba a diario. Para
peor debían de cuidar sus espaldas de sus propios compañeros. Pero como
79
La vida es cuento
la vocación siempre acaba triunfando, los experimentados gendarmes siguieron
muy de cerca las andanzas de aquellos reclutados tan alocadamente
y, uno a uno, fueron cayendo. Sus contactos y actividades ilícitas continuaron
inalterables durante su incorporación a las fuerzas del orden, por lo que
a medida que se comprobaban ilegalidades en las que tenían participación,
eran sumariados, represaliados o dados de baja. Así volvieron a limpiarse
las filas de la Gendarmería chaqueña.
Superada esa etapa, los gendarmes tenían delante otro difícil reto, controlar
las bandas de ‘bagayeros’ que no hacían más que multiplicarse. En los años
50 la prosperidad argentina demandaba productos de calidad y última moda.
Whisky escocés, coñac francés, cigarrillos de las afamadas marcas norteamericanas
y lencería femenina, sobre todo el producto estrella: las medias
de nylon, que eran todo un boom. La frontera con Paraguay era un coladero.
(La actividad recrudecería en los años cuando reemplazaron estos productos
por drogas y sustancias nocivas para la salud.).
A las dificultades propias se sumaba las ya citadas carencias de la Gendarmería
para contrarrestar a las bandas cada día más numerosas y mejor organizadas;
y siempre bajo el control del hombre fuerte de la región, el antes
mencionado Caballero.
Lo habitual cada día y a cualquier hora, era escuchar tiroteos. Intensos intercambios
de disparos entre gendarmes y ‘bagayeros’ o sus custodios, o
bien entre cacos ya que las ‘mejicaneadas’ (llamada así la acción en la que
ladrones robaban el botín a otros ladrones) estaban en el orden del día.
El oficio no reconocía edad ni género. Cualquier persona que le echara coraje
y pudiera portar un bulto de peso considerable, pasaba a formar parte de
alguna de las bandas de ‘bagayeros’. Hay que tener en cuenta que ‘el trabajo’
como ellos llamaban, era casi el único medio para arrimar unos pesos
a las casas de los lugareños.
Las bandas se organizaban para cruzar la mercadería desde Paraguay a Argentina
eligiendo pasos en el río, generalmente en las zonas más estrechas.
Escondían los bultos en la frondosidad de la orilla aguardando el momento
oportuno para completar su participación entregando la mercancía en territorio
argentino.
Imposible controlar tantos kilómetros de zonas pantanosas, asoladas por
nubes de mosquitos, jejenes, garrapatas, pulgones y otras alimañas y atendiendo
además a la fauna salvaje. Había yaguaretés (jaguares), serpientes
venenosas como la de cascabel, o las enormes boas constrictor, capaces de
tragarse a un hombre entero, o la temible yarará. Los bañados estaban infestados
de yacarés (cocodrilos sudamericanos que puede llegar a los tres
metros de largo) que obligaban a mirar muy bien dónde apoyar el pie. Pero
sin duda, el más peligroso animal que campeaba a sus anchas era el jabalí.
Se desplazaba en enormes piaras de hasta 200 individuos que arrasaban
con todo a su paso. Ejemplares que podían superar largamente los 200 kilos
cuyos colmillos al entrechocar producían un ruido que los paisanos conocían
como ‘tamboreo’, lo que anunciaba su presencia. Eran sumamente agresivos
y atacaban sin más a los humanos, a lo que consideraban un preciado alimento
más.
Aún así, los gendarmes se apañaban para abortar muchos intentos de los
contrabandistas y en ocasiones hasta apresar a algunos. Un día la suerte
acompañó al escuadrón que comandaba el sargento Vaye y después de una
80
Daniel Soto Rodrigo
sigilosa vigilancia siguiendo la intuición del veterano suboficial, lograron
apresar a una comitiva nada más poner pie en suelo argentino. Eran cuatro
mujeres, fuertes y decididas que sin temor no ofrecieron resistencia a su
detención, sabedoras de que en pocas horas estarían libres, pero tampoco
se quedaron con las ganas de proferir amenazas: “Vos nos podés llevar ‘faja
puitá’ (en guaraní haciendo referencia a una faja roja que utilizaba el sargento)
pero sabés que tus días están contados”.
Así era de angustiosa la vida diaria en la frontera argentina del Pilcomayo,
pero cientos de veces mejor de lo que ocurría en la otra banda del río. En
Paraguay el ambiente era irrespirable. La guerra civil de 1947, cruenta y
despiadada, había dejado secuelas irreparables entre la población, al punto
de que varios escuadrones de gendarmes, así como el 11º de Exploración y
el 29º de Infantería del Ejército Argentino actuaban en suelo paraguayo para
rescatar a las personas que huían de las feroces represalias. Organizaban
campamentos de refugiados en los que les brindaba protección a los perseguidos.
Gentes que eran cazadas como ratas, o fusiladas sin más en las mismas
barrancas del río.
Llegar al campamento era salvar la vida. A los que ingresaban se le requisaban
las armas y rápidamente eran evacuados a suelo argentino y desde
allí derivaros a zonas seguras, alejadas de la guerra y de las bandas. Clorinda
era el primer destino, paso obligado de cuarentena, ya que la mayoría
era portadora de graves infecciones, paludismo, viruela, hepatitis, sífilis,
lepra, etc. Los servicios sanitarios desparasitaban y curaban a los migrantes
y después se les legalizaba otorgando papeles y permisos de trabajo para
rehacer su vida en el país. Más de 800.000 refugiados paraguayos entraron
en la Argentina en aquellos años.
En medio de la caótica situación y tras la amenaza recibida de aquellas mujeres,
el sargento Vaye comprendió que la situación desbordaba cualquier
control. Salía de madre. Debía de hacer algo e inmediatamente. Optó por
tomar el toro por los cuernos y decidió cruzar el río y presentarse en Puerto
Elsa para hablar con Caballero, el ‘capo’ máximo de las salvajes huestes que
controlaban la delincuencia desde la otra orilla. Desoyendo a los suboficiales
que intentaron en vano hacer que recapacitara de cometer “semejante locura”.
“Nos quieren muertos y bien muertos y usted quiere ir en persona a
presentarse ante cientos de despiadados ‘pata-pilás’ (referencia a asesinos
descalzos)”.
No hubo argumento válido. El sargento Vaye acomodó un 38 debajo de la
faja roja, ocultó una daga en su bota y colocó al cinto la 45 reglamentaria.
“No se preocupen –dijo el sargento– ustedes se quedan en el bote y si me
las veo feas, vacío el cargador sobre el Caballero ese y me zambullo en el
‘Pilco’. Cuiden ustedes de que no me cacen como a un pato”. Sin más, subió
al bote y minutos después desembarcaba en el tierra hostil, indicando a los
sorprendidos boteros paraguayos que quería verse con el caudillo. El factor
sorpresa fue decisivo. De entre la maleza salieron quince fusileros que en
otra circunstancia no habrían dudado en acribillar al intruso, pero que en
esta ocasión no sabían qué hacer. Vaye se mantenía erguido e inmóvil.
Durante unos minutos se acalló hasta el bullicio selvático. Una tensa espera
que se quebró con la entrada de Caballero seguido por un séquito armado
hasta los dientes. “¿Qué se le ofrece?” –preguntó el caudillo con desconfianza.
“He venido para hablar con usted –respondió el sargento Vaye– si es
81
La vida es cuento
que usted quiere hablar conmigo” –añadió.
El hombre tendió su mano y amablemente le invitó a pasar, “Por supuesto
que podemos hablar, los hombres hablan y lo que usted ha hecho es de
hombres”. Giró sobre sus talones y pegó un grito. Como por arte de magia
desaparecieron los perturbadores personajes armados. Se dirigió a un capitán
para pedirle que retirara la guardia e invitó a Vaye: “Venga sargento,
vamos a mi casa que hablaremos después de una buena comida”.
Vaye se dio vuelta para mirar hacia el lado argentino desde donde le hacían
todo tipo de señas pidiéndole que regresara. Él levantó su mano tranquilizándoles
con un ademán como de ‘ahora vengo’ y se perdió en la espesura
junto con el temible personaje.
Caballero era un hombre ya mayor, pero no le temblaba el pulso ni le faltaba
decisión para mandar matar a alguien. Tenía el cuerpo cubierto de cicatrices,
heridas producidas por todo tipo de armas, machetes, cuchillos, balas y
hasta metralla. Hablaba gangosamente porque le faltaba un trozo de cara,
perdida durante una batalla en la guerra con Bolivia. “Si este viejo me lleva
al matadero dé por seguro que me lo llevo conmigo”, pensaba el curtido
gendarme.
Al llegar a la casa del jefe, el custodio de la entrada se plantó ante Vaye pidiéndole
el arma. El acto fue interrumpido por el propio Caballero: “Es una
formalidad pero en este caso no se aplicará. A los valientes no se les quita
el arma y usted ha demostrado serlo. Puede quedársela. Nadie le va a molestar
en lo más mínimo”, dijo e ingresaron en la casa.
En la casa-cuartel no faltaba de nada. Hasta banda de música tenía y tras
una señal del jefe arrancaron tocando interminablemente la polca ‘Colorado’,
toda una exaltación patriótica. Sobre la mesa fueron apareciendo todo tipo
de manjares y por supuesto, no podía faltar la caña paraguaya y de la mejor
calidad. A partir de entonces, ambos hombres forjaron una amistad, o quizá
sería mejor definirlo como respeto mutuo y colaboración, interesada, pero
colaboración al fin y al cabo. Vaye consultaba a Caballero y obtenía de él la
información deseada. Del mismo modo, Caballero se deshacía de indeseados
competidores o de bandas enemigas dando al sargento chivatazos precisos
sobre el lugar y la hora que los contrabandistas cometerían su próxima fechoría.
Así la Gendarmería logró ir acotando aquella delincuencia antes incontrolable,
con la ayuda de otro delincuente. La relación se mantuvo y fue
fructífera durante bastantes años.
En 1954 se instauró en Paraguay la dictadura de Alfredo Stroessner, que se
iba a extender hasta febrero de 1989. Treinta y cinco años de duro régimen
que mantuvo al país bajo severo control, sumido en la pobreza y en la ausencia
de oportunidades.
Esos mismos encumbrados políticos fueron los que se deshicieron de Caballero
cuando dejó de serles útil. Fue asesinado por la espalda por sus propios
custodios. El viejo capo mafioso se había convertido en un peligro para la
emergente clase política paraguaya. Un tiro en la nuca acabó con el más temido
jefe del Chaco.
Memorias de Miguel Ángel del Valle
Sargento de la Gendarmería Nacional
1992
82
Daniel Soto Rodrigo
Un lobizón en El Paraíso
Historias del Chaco argentino
Durante las décadas de los años 30, 40 y 50 del pasado siglo, la frontera
norte y noreste de la Argentina era tierra en la que maleantes y forajidos
de cualquiera de los márgenes se hacían fuertes, facilitados por el
escaso personal de gendarmes para vigilar kilómetros y kilómetros de frontera.
La región del Gran Chaco (chaco argentino, chaco paraguayo y hasta
el Mato Grosso suma una superficie aproximada de 1.150.000 km2). Enorme
extensión de condiciones extremas de calor y humedad en la que el reino
animal es dueño y señor: yacarés, yaguaretés, jabalíes, pecaríes, pumas,
víboras de todo tipo y todo un muestrario de insectos que acribillan al intruso
con sus picaduras que perforan incluso la ropa.
Desde otro punto de vista, era un vergel. Tierra surcada por caudalosos ríos
repletos de peces, de vegetación exótica y de indescriptible belleza, flores,
y la más grande variedad de frutos que se pueda encontrar en el mundo. La
diversidad de aves y sus cantos daban al atardecer una sonoridad por momentos
ensordecedora. Un marco de ensueño, de no ser por la presencia
humana.
Los más sanguinarios asesinos de cualquiera de los países limítrofes buscaban
refugio de un lado u otro de esa frontera delimitada por el río Pilcomayo.
La cantidad de sitios por los que era posible vadearlo lo hacía incontrolable.
Los Destacamentos de Gendarmería se asentaban en las poblaciones más
importantes, y los Puestos (destacamentos de cuatro o cinco hombres al
mando de un suboficial de experiencia) se salpicaban en puntos más o
menos estratégicos para que pudieran dar servicio a los pequeños poblados.
Misión que cumplían más que abnegadamente unos pocos militares ante la
creciente cantidad de malvivientes.
Cerca del puesto de Gendarmería de El Paraíso, en las barrancas del río Porteño,
a menos de dos leguas del gran río formoseño, el Pilcomayo, y de la
frontera con Paraguay, tuvo lugar esta historia que mantuvo en vilo durante
mucho tiempo a la escasa población.
En el caserío se levantaba una escuelita, de la que Faria Carriego era su director
y hombre para todo; el boliche, que como todos los pueblos por entonces,
de un lado era ‘despacho de bebidas’ (un bar en toda regla) y del
otro ‘ramos generales’ (una tienda que tenía de todo); unas pocas casas levantadas
sobre el húmedo suelo arcilloso en las que habitaban mayoritariamente
paraguayos, salvo un par de correntinos ya mayores, conocidos como
‘Caraú’ y ‘Angullaí’ y entre los vecinos, algunos gringos polacos. Por cierto,
vivía también un italiano, don Carlo, que se había granjeado fama porque
su mujer iba a parto por año. A ella le decían ‘doña Población’, en atención
83
La vida es cuento
al fruto de sus once años allí.
Como en toda vecindad pequeña, sus habitantes se conocían en mayor o
menor grado y en esas condiciones chaqueñas no era recomendable intentar
saber algo más. Mantenerse callado era el mejor consejo, sobre todo con
extraños. Así que, raramente se hablaba de personas que no sea para alertar
de la probable llegada de bandas de saqueadores que cada tanto arrasaban
poblaciones enteras, robando, secuestrando mujeres y si era necesario, matando
sin piedad a quien molestara.
Esa prudencia se agrietó cuando se empezó a hablar de la extraña figura
que las noches de los viernes se dejaba ver por las inmediaciones del pequeño
cementerio situado sobre el margen derecho del río Porteño. Antes
de 1930 se había construido un puente que facilitaba el acceso al camposanto,
y que era además paso obligado hacia el poblado. Acerca de él comenzaron
a divulgarse todo tipo de historias, respetadas a rajatabla por
personas tan afectas a las supersticiones, y leyendas variopintas que la creencia
popular no tardaba en asociar a la presencia de extrañas figuras, como
a un lobizón que, por otra parte, también asolaba a otras localidades más o
menos cercanas.
Las apariciones, o mejor dicho las habladurías, no eran regulares. De pronto
cobraban brío después de que algún vecino digno de credibilidad confesaba
haber sido testigo de algún episodio. Tal así, sucedió con Aparicio Funes,
ganadero residente en Clorinda, pero habitual en la zona ya que era arrendatario
de unas cuantas hectáreas de bañado que reservaba para el engorde
de terneros tras el destete, aprovechando los tiernos brotes de las pasturas
naturales. Una noche, Funes entró al bar y tras su primera copa de ‘Aristócrata’
(marca de una aguardiente de caña paraguaya), contó que justo al
anochecer, cuando cruzaba el puente y con el crepúsculo de fondo pudo ver
una silueta recortada, encorvada, y muy veloz que al percibir su presencia
se escondió entre las tumbas. “Esperé unos minutos pero enseguida se echó
la noche y no vi nada más”; contó el ganadero a los parroquianos. Estos,
cautos pero respetuosos del testimonio dado por una persona estudiada y
digna de todo crédito, no sabían cómo reaccionar. Después de cruzarse unas
miradas que sin hablar lo dijeron todo, se armaron de valor y decidieron
aclarar el entripado esa misma noche. Cinco paisanos portando machete y
Funes en cabeza guiando a la comitiva al punto exacto donde se le produjo
la furtiva aparición. Los candiles de aceite apenas alumbraban en el descampado,
pero al entrar en el cementerio el reflejo de las mortecinas flamas
refrenaba el paso hasta entonces decidido del séquito. “Fue allí” –dijo Funes
señalando un punto bastante determinado. Algo disuadidos por el entorno,
los paisanos avanzaron con recelo y como no constataron nada significativo,
decidieron volver “antes de que se haga más tarde” –coincidieron. Tomaron
nota de que el sitio indicado por el ganadero correspondía a la tumba de la
madre del sargento Félix Ferreira y detrás de la lápida podía observarse tierra
como recién pisada, pero nada más.
A la mañana siguiente, como era de rigor, se consultaba al hombre más informado
sobre cualquier tema, don Faria, el director de la escuelita, hombre
que a su caudal de conocimiento añadía también la experiencia que le otorgaba
su avanzada edad. “Es curioso –dijo al escuchar el relato de la expedición
nocturna– el sargento Félix Ferreira prestaba servicio aquí mismo, en
este Puesto y un buen día desapareció. Nunca más se supo de él y tampoco
84
Daniel Soto Rodrigo
nunca volví a escuchar su nombre hasta hoy, que lo traen ustedes” –concluyó
el viejo maestro.
Después de ese episodio se abrió un paréntesis bastante amplio en el que
las visiones fantásticas se mantuvieron adormiladas. Son muchas las creencias
mágicas, fantasías o historias paranormales que asolan a las poblaciones
del Gran Chaco, en su mayoría de origen indígena a los que sólo
escuchar mencionar al ‘Pombero’, ‘el sombreduro’, el ‘Crespín’ o la ‘yaci-yateré’,
echan a temblar. La mayoría de los paisanos de los pueblos originarios
viven en condiciones que de tan precarias, son inhumanas. Para ellos la
selva no tiene secretos, pero sí misterios a los que guardan respeto y ponen
distancia. Son personas poco comunicativas. Huraños al trato con el blanco
que siempre les ha despreciado. Por otra parte, tienen problemas con el lenguaje.
Son argentinos o paraguayos según le haya tocado en suerte documentarse,
pero no entienden de fronteras, ni comprenden bien el castellano.
Su lengua es el ‘abañeé’, cuyo origen se pierde en la noche de los tiempos,
aunque dominan perfectamente el guaraní. De hecho, mezclan vocablos de
las tres lenguas cuando quieren expresarse en castellano, lo que les crea
muchas dificultades y un enorme sentimiento de inferioridad. Sin embargo,
cuando son escuchados, cuando no se burlan de ellos adoptan una actitud
más abierta; en el fondo les gusta pertenecer al mundo de los ‘carapálidas’
o ‘cajetillas’, como denominan a los blancos. Siendo pacientes, sabiendo escucharles,
el interlocutor logra sumergirse en un mundo de historias y tradiciones
paganas, ritos de la selva, leyendas, personajes fantasmales. Todo
eso hizo que los mitos fueran cambiando de boca en boca hasta adoptar diversas
formas y adaptaciones a las creencias que trajeran los colonizadores
españoles y portugueses; fábulas que pasaron de los mestizos a la población
blanca y luego se extendieron por el país. Estas circunstancias motivaban
que el recurrente tema de las apariciones fantasmales fuera como anécdota
de un día que quedaba olvidada a la mañana siguiente. Como fue el caso de
un lugareño que llegó despavorido al poblado asegurando haberse topado
con un lobizón revolcándose entre las tumbas del cementerio. “Yo le vi a él
chamigo, en el camposanto, era ‘mba’epochy, añá menby’ (era el diablo
mismo, hijo de puta)” –explicaba con desesperación el paisano, santiguándose.
Para más datos, era viernes y anochecía. Lejos de calmarse, el pobre infeliz
había alcanzado un grado tal de excitación, que dos gendarmes tuvieron
que acompañarle hasta su ‘nido-guaycurú’ (choza hecha de ramas entrelazadas
con ‘izipó’, lianas de enredadera), ya que se negaba a volver a cruzar
solo el puente.
Su relato no tuvo más trascendía que otros similares, sin embargo, cobró
gran consistencia unos días más tarde cuando un gendarme, en servicio en
el Puesto de Sáenz Peña, se aprestaba a llegar a El Paraíso. Nada más cruzar
el puente sobre el río Porteño en la penumbra de ese viernes, apenas pudo
sujetar a su caballo que sin causa aparente se agitó de tal forma que por
muy poco pudo evitar que lo lanzara de su montura. Tras unos minutos de
porfía logró sujetarlo, que no calmarlo, mientras intentaba adivinar cuál
sería la causa del extraño comportamiento. Notó que los perros ladraban
sin descanso y, como tantas veces antes, una extraña e inexplicable figura
atravesaba a la carrera el cementerio. En esta ocasión, la aparición se completaba
con un aullido que erizaba la piel –según contó el gendarme.
85
La vida es cuento
Con el susto en el cuerpo, el agente llegó al Destacamento, donde en ese
momento estaba al mando el sargento Vaye y a él realizó un pormenorizado
relato de lo que le había ocurrido. Fue así como Vaye comenzó a investigar.
El mismo relato, casi las mismas circunstancias, pero denunciado por un
gendarme, una persona de reconocida seriedad. Digna de crédito.
El primer paso fue, como siempre, consultar al experto director de la escuela.
Don Faria, conocedor de todo lo que sucedía en el pueblo y en varios
otros a la redonda, luego de escucharle, habló el viejo maestro. Contó que,
desde siempre, se ha sospechado del hijo de una mujer, dueña de una pequeña
chacra ‘capuerá’ (alejada del poblado). “Se creía que el chico era un
‘aguará-guazú’ (lobo de crin). De eso hace años, si vive, ya debe ser un
hombre. A saber…, nadie lo ha vuelto a ver” –contó el maestro.
El sargento Vaye decidió hacer una visita a esa mujer. Por la mañana se
acercó a la chacra de la señora Ludueña, que así se llamaba y ella misma
salió a recibirle. “Mi hijo no sale nunca. No va de fiestas, ni de compras.
Está enfermo y le da por hablar. Habla y habla a veces cosas sin sentido,
otras como lamentaciones. Tiene miedo a salir, así que se queda en su pieza
todo el día, pero no molesta a nadie”; argumentó la mujer ante el sargento
Vaye que era, por otra parte, la máxima autoridad del pueblo. Policías o militares
de escalafón mayor sólo había en las ciudades y un juez, únicamente
en Clorinda. Cada uno o dos años se daba una vuelta por estas alejadas
zonas un representante del Registro Civil para inscribir a los que nacieran
entre una visita y otra, al igual que asentar las defunciones producidas en
ese período, tarea que hasta entonces era responsabilidad de la Gendarmería,
en las provincias fronterizas, en la Comisaría Rural, en las de interior.
Vaye pidió ver al muchacho para constatar lo que le contaba la mujer. Esta
a regañadientes permitió que comprobara que su hijo vivía, pero a través
de la ventana. “Se pone muy nervioso si ve a un extraño, entra en crisis y
se pasa días llorando y gritando…, compréndame sargento…,”–rogó la mujer.
Si algo le habían enseñado los años de servicio en frontera era a ser comprensivo.
La mujer tiene un hijo, está vivo, se llama Saúl y está afectado
por un mal. No sale de su casa. Así rezaba la ficha de datos que el sargento
guardó en el Puesto.
Las semanas siguieron su curso habitual. Los gendarmes no se olvidaron
del caso, por lo que reforzaron la vigilancia en torno al cementerio los días
viernes, sobre todo a partir del atardecer. Vaye, que esta vez se había tomado
en serio este asunto, se informó bien sobre estas supersticiones recurriendo
a los más viejos, ya que no abundaba documentación escrita. Las
historias, reales o fantásticas, se transmitían oralmente por generaciones.
Por ellos, supo que la única forma de acabar con un lobizón era matándole,
ya que rara vez se asustaba hasta el punto de dejar de frecuentar su territorio.
Pero ultimarlo no era moco de pavo. Según le explicó un chamán
Mbayá al que hubo consultado, a cuchillo o cualquier filo era imposible. Una
herida cortante estando el individuo en su estado maléfico se curaba, aunque
fuera mortal de necesidad. Que si se le atravesaba el corazón de una
puñalada huiría al monte y antes o después sanaría. Las armas de fuego
tampoco eran gran solución. Las balas atraviesan a un lobizón sin causarle
daño. La única excepción era utilizar una bala bendecida. En ese caso, el
‘bicho’ caía fulminado. A no ser que se trate de un ‘yaguá-hú’, en cuyo caso,
ni con esas… El licántropo que se transforma en esa tenebrosa figura resulta
86
Daniel Soto Rodrigo
aún más abominable. Suele aparecer en los plenilunios y es muy agresivo.
Pocas veces rehúye a un enfrentamiento con animales o humanos y posee
una gran fortaleza. El único elemento capaz de acabar con él es el fuego.
Aún así, nunca se tendrá certeza de haber roto el maleficio. El ‘yaguá-hú’
es muy veloz y consigue huir en cuando se ve en peligro. Para que el fuego
le alcance debe estar rodeado, atrapado sin posibilidad de escape. Y nunca
se sabrá si ha perecido ya que no quedan restos que lo confirmen. Ni cenizas.
Los motivos de preocupación del jefe del Destacamento aumentaron considerablemente
unos días más tarde, cuando su subordinado, el cabo Ojeda,
se presentó pálido, desencajado…, a pesar de la insistencia del sargento, el
hombre no largaba prenda. Vaye, que comprendía a sus hombres como
pocos, cambió de actitud. Invitó al cabo a que se sentara, le dio unos mates
y un trozo de torta frita que su esposa había hecho esa mañana y, en silencio,
aguardó que Ojeda lograra calmarse.
Varios minutos después, Ojeda arrancó: “Que lo he visto sargento, que lo
he visto…” –afirmó– lo he visto” –insistió.
–¿Qué has visto a quién? –preguntó el sargento.
–A él, el maligno –completaba su versión Ojeda santiguándose.
–Vamos a ver Ojeda –dijo Vaye– te conozco desde hace mucho tiempo y
tengo plena confianza en vos. Ilustráme un poco sobre lo que ha pasado.
Tranquilizate, tomá aire y empezá por el principio ¿querés?
Ojeda le miró fijamente, tomó aire y comenzó a contar que había visitado a
su ‘guaina’ (novia) y que al volver, se repitió la historia: los perros que aúllan,
el caballo que se espanta y jinete al suelo. “Allí quedé, en medio de la
oscuridad sin saber qué ocurría”. Hasta ahí, monserga conocida. Vaye escuchaba
atentamente el relato al que daba plena credibilidad por varios motivos,
los principales, porque provenía de otro gendarme íntegro y después
porque era el cabo Ojeda, uno de sus hombres de máxima confianza.
–Y entonces fue cuando lo vi, le juro sargento, lo he visto –insistía con amargura
el militar.
–Como no voy a creerte Ojeda, sos un hombre que no se asusta fácilmente,
me lo has demostrado muchas veces. Anda, contame que es lo que viste –
pidió el sargento.
–Aún andaba yo medio ‘abombao’ con el golpe de la caída, la actitud de los
perros y la noche cerrada, cuando oí ruidos, no muy fuertes, pero sabe que
tengo el oído entrenado, que venían desde el cementerio. Me fui acercando
despacito, agachado, hasta que noté movimiento entre unas lápidas. Al
avanzar algo más me parecieron chasquidos apagados –puntualizó Ojeda–
y lo que vi me dejó helado –agregó–, vi un monstruo como nunca antes. En
la negrura le brillaban los ojos como llamas. Era una figura grande y como
encorvada y le juro que metía miedo.
El sargento Vaye no terminaba de salir de su asombro con el relato del suboficial.
Valoraba su actitud de investigar y adentrarse en el cementerio con
todas esas connotaciones, pero no lograba despojar de su lógica ese punto
de escepticismo que bailotea entre la fantasía y la realidad. Ojeda era su
hombre de confianza y un gendarme de dedicación y conducta intachable,
pero aquello no terminaba de cerrar. Con toda una carga de dudas se fue a
visitar una vez más a Carriego para evaluar los nuevos acontecimientos.
Sentados en el humilde despacho que hacía las veces de Dirección de la Es-
87
La vida es cuento
cuela, pero a la vez Secretaría, Intendencia, almacén y todo lo que tenga
que ver con la vida diaria del pueblerino centro de enseñanza que apenas
contaba con otras tres aulas para impartir los siete cursos de la Primaria
obligatoria.
–Mire sargento –dijo el viejo maestro después de escuchar con atención–,
estas cosas hay que tomarlas en serio. Puede que parezcan fantasías pero
mire…, ¡cosas han pasado! Usted y sus hombres harían muy bien en llevar
consigo algunas balas bendecidas. Si esa cosa es un lobizón, lo único que
acabará con él es un certero disparo con uno de esos proyectiles –agregó–
.
Al viernes siguiente, Vaye y uno de sus hombres montaron guardia al anochecer
junto a unas lápidas del cementerio, cercanas a las señaladas en los
relatos por los testigos. El sargento mantenía la sensación de estar haciendo
el ridículo, pero tras ver la cara de su acompañante cambió de idea. Gesto
adusto, de seriedad y respeto; cara de no gustarle nada tener que pasar la
noche apostado allí. Desde ese punto dominaban el camposanto y un poco
más allá el Camino Real y el puente, protagonista de los testimonios.
En absoluto silencio, inmóviles, acuciados por los mosquitos y por el hambre,
los dos hombres estuvieron a punto de abandonar a falta de dos horas para
el amanecer. Persistir en el empeño les retribuyó con algo de acción. Una
línea rojiza en el horizonte anunciaba el alba, cuando les sorprendió un tropel
de perros salidos de la nada ladrando y aullando a la carrera detrás de
una indefinible sombra que se dirigía hacia ellos. De pronto giró, como si se
percatara de la presencia de los gendarmes, huyendo hacia el lado contrario
del pueblo, con la jauría detrás.
–¡Alto! ¡Alto! ¡Deténgase o disparo! –gritó Vaye, que ante el caso omiso a
sus órdenes disparó por dos veces su carabina.
Los ladridos se perdieron a lo lejos y todo volvió rápidamente a la normalidad.
Con las primeras luces, ambos gendarmes, agitados con los tiros y la
acción, comenzaron a inspeccionar la zona. A ellos se sumó Ojeda, quien
desconocía la guardia montada por sus compañeros, pero llegó prestamente
alertado por los tiros. Los tres recorrieron el puente, el camino, el cementerio…,
saltaron el vallado más o menos por donde lo hiciera el extraño visitante
en busca de huellas o cualquier indicio. Le costaba aceptarlo, pero
esta vez Vaye estaba seguro de haber visto algo…, qué, no sabía, pero algo
era…
Entre los arbustos aparecieron unas manchas de sangre. No muchas, sobre
el lateral de los matorrales y a baja altura. “Puede que sea de alguno de los
perros que haya recibido un balazo”; coincidieron como para no darle más
vueltas al tema. Ante la ausencia de más elementos, dieron por cerrado el
episodio.
Tras la vigilia, el sargento Vaye decidió dormir unas horas en el catre del
Destacamento. Al poco rato, fue despertado bruscamente: “Piden ayuda sargento,
hay un incendio en la chacra de Ludueña”, le dijo el gendarme de
guardia.
Al llegar a la tranquera encontró a la dueña de casa rodeada por unos cuantos
vecinos que se habían acercado a echar una mano. De pie, inmóvil, la
señora Ludueña observaba como su rancho ardía como una tea.
–¿Qué ha pasado? –preguntó el sargento.
–Lo he prendido yo –respondió la mujer, inmutable.
88
Daniel Soto Rodrigo
–¿Hay alguien dentro? –insistió Vaye.
–Mi hijo –respondió secamente la mujer sin apartar la vista de lo que fue su
rancho.
El estupor paralizó a todos. En pocos minutos la humilde vivienda había quedado
reducida a cenizas. La mujer continuaba petrificada. Ni un gesto, ni
una lágrima. Cuatro gendarmes se acercaron a los restos humeantes removiendo
el rescoldo en busca de los restos calcinados del joven. No encontraron
nada más que brasas de las maderas que sostenían la tapera, alguna
vasija de metal retorcida por el calor, trozos de mantas calcinadas, herramientas
ennegrecidas, nada más. Ningún resto humano. Ni cadáver, ni huesos,
ni nada de nada.
–No van a encontrar nada –dijo Carmen Ludueña mientras subía al carro de
bueyes en el que había acomodado unas pocas pertenencias–, él era el
‘yaguá-hú’ y tenía que dejar de hacer daño –dijo.
Ante la atónita mirada de los presentes, la pesada carreta echó a andar al
lento paso de los bueyes. Los gendarmes se miraban en silencio hasta que
Vaye habló: “No hacemos nada con detener a la pobre vieja. Ya ha tenido
bastante con su vida desgraciada”, afirmó y mirando al grupo agregó: “Además,
nos ha quitado un problema de encima ¿no?”.
Todos asintieron sin quitar la vista de la carreta que lentamente se alejaba
rumbo a Paraguay. Allí vivió el resto de sus días, sin trato con persona alguna.
En El Paraíso no se volvió hablar nunca de un ‘yaguá-hú’.
Memorias de Miguel Ángel del Valle
Sargento de la Gendarmería Nacional
1992
NOTA:
La Real Academia Española recoge la grafía lobisón, como procedente del portugués lobishome ‘hombre
lobo’. No obstante, es aceptada también la variante con -z- (en la que los hablantes reinterpretan
la terminación como un sufijo) ya que su difusión está ampliamente documentada y sustentada por
diccionarios americanos. Por lo tanto, acepta la coexistencia de la doble grafía.
89
La vida es cuento
El misterio del Dr. Galván
Las primeras sombras de la noche sorprendieron a Anselmo Galván
recorriendo los terrosos caminos pampeanos en su rural Fiat. El recorrido
era habitual y el médico lo disfrutaba como si de un paseo se tratara, le servía
para relajar tensiones. Mientras los últimos destellos rojizos del sol se
inclinaban al poniente, le sorprendió el recuerdo del día que decidió dejar la
gran ciudad. Había nacido en Buenos Aires, pero lo cierto es que nunca se
acostumbró a su ritmo y escapó de la jungla de hormigón. No se arrepentía.
Cuando obtuvo su graduación, la idea de ejercer la profesión en el interior
del país le subyugó. El concierto de mugidos de cada atardecer ya no le sorprendía
como aquél primer día en Puelches, localidad del sur de la provincia
de La Pampa a la que había llegado con sus pocas pertenencias, un bagaje
de ilusiones y esa misma camioneta unos años atrás. No había sido fácil la
tarea. Aclimatarse primero y después ganarse la confianza de los lugareños,
ya de por sí reacios a aceptar rápidamente a un porteño, requirió buena
parte de su tiempo. Los recuerdos brotaban como una fuente mientras dejaba
atrás la finca de los Arévalo. Sólo ocho años pasaron desde entonces,
pero gran parte de sus expectativas se hallaban cubiertas. Era un respetado
médico y hombre de buena posición.
Desde los últimos tres años dirigía el Hospital Zonal y su consultorio privado,
en la calle 9 de Julio, se completaba de pacientes cada tarde, después de la
consabida siesta provinciana. Las urgencias le obligaban a recorrer diariamente
el campo para visitar a sus enfermos impedidos de movilidad. Una
simple cuestión de afecto le impulsaba a utilizar esa vieja camioneta. Le encantaba
conducir la vieja Fiat de su época estudiantil.
Ocho años de entrega total. Noventa y seis meses en los que forjó día a día
una estrecha relación con el paisanaje que le fue aceptando paulatinamente
hasta convertirse en una de las personas más reconocidas.
Del antiguo centro asistencial al moderno Hospital Zonal había un mundo
casi igual al que separaba a aquel Dr. Galván de estrenada carrera al médico
de hoy. Del mismo modo sintetizarse su integración en la cotidianidad rural.
Un respeto ganado con esfuerzo y con la vocación por bandera. Supo ganarse
la confianza de la gente; personas sufridas y calladas que no se abren
con naturalidad ante los extraños. Pero el doctor había dejado de ser un extraño.
Hasta entonces, nunca había pasado que el médico siguiera la evolución de
un paciente visitándole en su casa (sin que se le hubiese llamado) o que
casi conociera a todos por su nombre.
Como es habitual en aquellas enormes llanuras, el pueblo o villa principal
reúne a varios cientos de personas y un número aún más importante se desperdigaba
por los puestos, caseríos de las estancias o en centros poblacionales
más pequeños. El alcance de la primera Unidad Sanitaria del Dr.
90
Daniel Soto Rodrigo
Galván se situaba en la localidad centro de la comarca y abarcaba a varias
poblaciones, lo que traducido a distancias pampeanas equivale a un radio
superior al centenar de kilómetros. Precisamente eso era lo que diferenciaba
a Anselmo. Sabía de lo apartado que podían vivir sus pacientes, y de las dificultades
para acercarse hasta su consulta y no dudaba en darse una vuelta
él mismo para verificar su evolución. Muchos de sus pacientes eran gauchos
acostumbrados a duras condiciones y su visita al galeno se producía ya en
circunstancias, en ocasiones, extremas.
El brillo de los ojos de una lechuza posada sobre la alambrada junto al camino
rompió su abstracción. Era noche cerrada. Se había retrasado más de
lo acostumbrado. El cielo se había cubierto de amenazadores nubarrones.
No tardaría en llover. Quedaban aún cinco leguas para arribar al poblado
que, merced a la negrura de su entorno, se vislumbraba por el lejano resplandor.
Cansado, bostezó profundo y se reacomodó en el asiento. Al hacerlo, algo
le llamó la atención desde el espejo retrovisor. Miró fijamente y obedeciendo
a un acto reflejo, bajó el volumen de la radio. Allá lejos, en el camino detrás,
una extraña luz muy potente parecía parpadear. Olvidado de su cansancio,
sus ojos miraban al frente y saltaban al espejuelo del coche. La extraña fosforescencia
se acercaba a velocidad increíble. No llevaba una posición fija
sino que parecía danzar en movimientos ascendentes y descendentes. Tampoco
describía una figura definida.
“Seguramente es otro coche” –dijo en voz baja tratando de no alarmarse–;
pero sabía que las luces de los faros no producen figuras irregulares, tampoco
de esa intensidad y menos aún podría acercarse a esa velocidad en
esos caminos. En todos estos años la paisanada, tan afecta a los misterios,
le había contado cantidad de historias de aparecidos, ánimas y espíritus desolados
que vagaban por los campos. Un sudor frío empapaba su frente.
Avergonzado de sentir miedo, aceleró dispuesto a llegar cuanto antes a su
casa, pero no lo podía evitar, el espejo atraía su vista intempestivamente. A
pesar de la polvareda que levantaban las ruedas, la extraña luz se observaba
con nitidez. No había margen de error. La incandescente figura se acercaba.
“No... no hay duda, no puede ser un auto” –murmuró.
Un relámpago iluminó el campo. El trueno, ensordecedor, colaboró otorgando
un tinte dramático. Las primeras gotas cayeron sobre el parabrisas,
justo cuando se aprestaba a tomar el ancho pavimento de entrada a Puelches.
Respiró aliviado. Sintiéndose un poco más seguro oteó hacia atrás. La
antojadiza luminosidad estaba allí, a menos de quinientos metros. A pesar
de la lluvia, ya fuerte, lucía brillante, de inusitada intensidad.
Casi en la entrada del pueblo, a unas diez cuadras del casco urbano, está
emplazado el cementerio. La calle rodea al mismo y luego de girar en el extremo
oeste, se interna directamente hacia el centro de la villa. Esta última
curva la tomó al límite de velocidad. A partir de allí, las farolas del alumbrado
público cambiaron el panorama.
Todos conocían al doctor Galván y su auto, pero jamás le habían visto ingresar
al pueblo a esa velocidad.
¡Debe ser algo muy urgente! –comentaron unos parroquianos compartiendo
un vino a la mesa de un bar.
Por enésima vez consultó el espejo interior del vehículo y suspiró aliviado:
la extraña luminosidad había desaparecido. Aminoró la marcha y enfiló hacia
91
La vida es cuento
su casa. La lluvia no retenía a la gente que acudía a las confiterías céntricas,
única diversión nocturna de un sábado.
El Dr. Galván intentaba responder gentilmente los saludos que a su paso le
prodigaban, pero acusaba la tensión vivida al final de la intensa jornada.
Cortésmente asentía con la cabeza a modo de saludo, con una sonrisa fingida.
Abrió la puerta de casa y se sirvió un whisky. Obvió la cena. El episodio
le había quitado el hambre. Por otra parte vivía solo y lo que menos deseaba
en esos momentos era cocinar. Preparó café, repitió un abundante whisky y
se encerró en el dormitorio. No lograba concentrarse en la lectura. Una y
otra vez debía volver sobre las páginas. Cerró el libro. Optó por rememorar
los sucesos recién acontecidos y, a poco de hacerlo, le pareció una situación
ridícula. Llegó a la conclusión de que merecía un descanso.
El conocimiento de los paisanos nunca dejó de sorprenderle. Sin más recursos
que la sabiduría asimilada por la transmisión oral de generación a generación
y la observación del medio, son capaces de predecir cambios
climáticos o fenómenos naturales. Lo había comprobado fehacientemente
una ya lejana mañana de mayo, cálida aunque bien entrado el otoño en esas
estepas sureñas. Doña Gumersinda, tras entregarle la cesta con las verduras
encargadas le advirtió: “Tenga cuidao dotor si va a salir esta tarde… –dejando
ese espacio de silencio habitual de estas gentes para agregar–, está
por llegar el Pampero”.
Avisado y agradecido, Anselmo sabía que debía tomar recaudos para soportar
el fuerte viento antártico que azota el sur del país. Entra con fuerza desde
el sudeste surcando la Patagonia y barre literalmente la estepa pampeana.
Una meseta situada en el centro del país del tamaño de le península ibérica
y algo más, donde crecen las mejores pasturas naturales, pero carente de
árboles. Las labores básicas del hombre en su lucha contra la erosión del
poderoso viento ha sido, precisamente, acometer la plantación árboles en
largas hileras, generalmente dobles, que además de proteger las viviendas
o instalaciones próximas, ejercían como cortavientos perpendiculares a la
dirección más intensa para proteger sobre todo las fuertes y heladas ráfagas
que llegan desde el sur y el sudeste.
Esa predicción de la llegada del Pampero no dejaba de sorprender al médico.
Gumersinda insistió: “Esta calor no es normal. El invierno siempre llega y
estamos en hora”. Pues sí que llegó. Más o menos a la hora propuesta por
la anciana. Desde el sur se asomaba una masa de nubes renegridas que en
pocas horas desató el choque violento del frente frío que de buenas a primeras
dispuso un brusco descenso de la temperatura, paso previo a la segunda
avanzadilla, las lluvias heladas. Eso sí, tras su paso, el aire y la
atmósfera quedan limpias del todo, aunque para verlo hay que tener paciencia.
El Pampero puede soplar durante días sin cansarse.
El efecto contrario lo produce el viento Zonda. Aire caliente y seco que llega
desde el Pacífico superando la Cordillera de Los Andes y al descender, generalmente
en fuertes rachas, eleva las temperaturas y ‘ensucia’ el ambiente
de polvo y partículas.
Por la mañana, más tranquilo, pudo hacer otra lectura de lo sucedido la
noche anterior. Hacía años que no tomaba vacaciones y atribuyó la situación
vivida al cansancio y la acumulación de ‘stress’. La vida en el campo es tranquila
para todos, menos para un médico. La ausencia prácticamente total
de historias clínicas obligaba a estudiar a cada paciente con minuciosidad.
92
Daniel Soto Rodrigo
Preguntar y repreguntar sobre achaques anteriores, antecedentes familiares,
etc. Por otra parte, la carencia de infraestructura adecuada le exigía un
desgaste imaginativo para solventarlas sin poner en riesgo el diagnóstico y
tratamiento de sus pacientes. Además, las horas de hospital se prolongaban
en la consulta privada y después, la visita a domicilio. Y no estamos hablando
de unas pocas calles. En la región pampeana para llegar a las casas
hay que recorrer decenas de kilómetros, en ocasiones, cientos. Cómo no iba
a acusar un exceso de carga acumulada. “Es eso, no hay duda”; se dijo convencido,
con la tranquilidad de haber resuelto el problema.
Solía almorzar con una enfermera de Pediatría. Los horarios son férreamente
respetados en la llanura pampeana. A la una y media de la tarde, invariablemente,
el doctor y Anastasia se sentaban a la mesa en la casa de ella.
Anastasia era cordobesa; hija de croatas. Era unos años mayor que él, cumpliría
pronto los cuarenta años. Había estado casada pero su matrimonio fue
un fracaso. En poco tiempo no quedó ni el recuerdo de quien fuera su esposo.
Desde entonces, la enfermería de dio la fuerza necesaria para reencauzar
su vida.
Los pueblos pequeños son, en cualquier lugar del mundo, especialmente
propensos a desmenuzar la intimidad de las personas. Cualquier pequeño
detalle pasa por el tamiz popular para distribuir ‘sambenitos’ del que tan difícil
resulta después desprenderse. Sin embargo, Puelches no había encontrado
jamás un motivo para reprochar a la solícita profesional, y no porque
no pusieran esmero en ello. Pero a medida que se fueron conociendo con el
médico porteño, algunos aspectos de la vida rígidamente estructurada de la
enfermera comenzaron a variar.
El trato que dispensaba Galván a sus pacientes, siempre tan correcto y
franco, la cautivaba. Poco a poco, fueron coincidiendo en puntos más allá
de lo estrictamente profesional. Almorzaban y en ocasiones, compartían la
infaltable siesta. Aquél mediodía, Anselmo estuvo a punto de contarle la experiencia
vivida la noche anterior, pero el temor al ridículo le reprimió. El
hermoso cuerpo desnudo de la mujer, le hizo olvidar sus extraños e indescifrables
miedos para otra ocasión. Se dedicó a ella y no volvió sobre el tema
hasta el momento de salir a su recorrido habitual.
El otoño se había apatronado del lugar y dejaba entrever que el cercano invierno
sería cruel. La temperatura era bastante más baja que lo normal.
Provisto de un buen abrigo, salió el Dr. Galván a visitar a una de sus pacientes
más delicadas: la señora de Argüelles, el capataz. A medida que ganaba
la confianza de sus pacientes, estos le retribuían con recomendaciones, consejos
e historias que fueron adentrando cada vez más a Anselmo en la intrincada
cultura gauchesca. Una de las más sorprendentes revelaciones se
produjo esa tarde. Aún se encontraba en lo de Argüelles apurando el último
mate. A punto de despedirse, doña Obdulia le confió sus temores: “Doctor,
no debería andar por ahí fuera cuando cae la noche. Sabe que por estos
lados en cualquier momento se le aparece la ‘luz mala’ y nunca se sabe…”.
–Ya sabe doña Obdulia que no creo en esas cosas y tampoco soy muy sugestionable
–afirmó aunque en realidad comenzaba a serlo.
–Perdone dotor, pero no es cuestión de creer o no. Es que está ahí y más
antes que después se le cruzará. Son almas en pena de difuntos que no fueron
cristianamente sepultados y como todo, las hay más güenas y otras no.
Desde la puerta de la humilde vivienda el médico miró disimuladamente el
93
La vida es cuento
horizonte y comprobó que el cielo era de un rojo apagado, como cubierto
por un manto oscuro que le confería un aspecto inquietante.
La mujer no cejaba: “¿Acaso sabe cómo defenderse?” –preguntó.
–No –respondió titubeante Anselmo, algo avergonzado.
–Si se le presenta, nunca la mire de frente, pase lo que pase. Baje la cabeza
y rece alguna oración mordiendo la vaina de su puñal hasta que desaparezca.
No la provoque, no responda y si la ‘luz’ se pone agresiva, defiéndase
con el cuchillo. No hay otra arma capaz de hacerle frente. ¡Nunca olvide
estos consejos! –instruyó la mujer.
–Pero…, ¿de qué me habla..?, ni tengo puñal siquiera…
–Pué mal hecho. Debería tener uno. Es por su bien y ahora váyase antes de
que venga más oscuro y no pare hasta el pueblo doctor. Gracias por venir y
lleve estos huevos frescos; son de hoy mismo –agregó Obdulia.
El médico recibía su sueldo del Estado y estas visitas ‘particulares’ no obedecían
más que a su abnegación y su condescendencia con estas gentes expuestas
a los trabajos más duros y míseramente pagados. Ellos reconocían
su bondad y nunca dejaban de compartir con él sus escasas pertenencias.
Nunca faltaba en la despensa de Anselmo, huevos, como esta vez, lechugas,
hortalizas, algún pollo, queso y hasta en ocasiones un buen trozo de costillar
de algún novillo o vaquillona sacrificado en ocasiones especiales.
Mientras conducía de regreso, resonaban las palabras de Obdulia en la
mente de Anselmo. Era perfectamente probable que muchos difuntos no tuvieran
la cristiana sepultura que mencionaba. De hecho, el ‘leit motiv’ se
sus recorridos camperos era precisamente ese, prestar ayuda, atención o
servicio, a personas que a pesar de las recomendaciones y sus cuadros clínicos
en ocasiones graves, son más que reticentes a mantener el seguimiento
adecuado. A veces por la lejanía hasta el puesto asistencial, en otras
porque consideraban que una vez visto por el médico se completaba el proceso:
“tengo los remedios que dio”, solía escuchar Galván. Los gauchos son
personas solitarias, autónomas; sin familia. Éstos son los ‘puesteros’ que
viven en taperas (paredes de barro y palos y techo de chapa) sin las mínimas
condiciones de habitabilidad. Lejos de todo y de todos pueden pasar
semanas hasta cruzarse con alguien. Bien puede morir una persona sin que
la noticia se conozca hasta mucho después.
En una mordaz equivalencia con el reino animal, el gaucho sería un depredador
nato. Nómade, indomesticable y de gran fortaleza física, además de
una habilidad extraordinaria para desarrollar sus tareas. Verles actuar sobre
su cabalgadura es un todo un espectáculo y su conocimiento del medio es
insuperable. Taciturno, callado, pero dispuesto a lavar cualquier afrenta de
inmediato, el gaucho (argentino, uruguayo, paraguayo o del sur brasileño)
lleva en su cintura el facón (cuchillo o daga de considerables dimensiones
en su vaina de cuero o de plata labrada) dispuesto de manera tal, como recomendaba
Martín Fierro, “que al salir salga cortando”. Un arma sin duda,
pero también una herramienta imprescindible para el hombre de campo.
Durante el camino de regreso, cabeza de Anselmo no paraba de dar vueltas
al asunto. Quiso evitarlo no lo logró reprimir el recuerdo de la noche anterior.
Enfiló hacia el pueblo. La escena se repetía en parte. El rojo sol al recostarse
daba directo en la cara. Encendió la radio y atento a la carretera y a las noticias,
cada tanto de reojo, como disimulando, observaba el espejo retrovisor.
Toda esa inquietud que padecía tener su lógica. En realidad no era más
94
Daniel Soto Rodrigo
que la influencia directa del entorno en la vida cotidiana. La continuada residencia
en un lugar la persona asume como suyos habituales usos y costumbres
hasta entonces desconocidos.
Galván vivía en una región que mantiene viva costumbres y tradiciones heredaras
de sus habitantes primitivos, los mapuches; con gentes de firmes
convicciones religiosas, culto a los antepasados y absoluta creencia en la
existencia de las ánimas imposibles de evitar. Su cometido es vengar la
muerte de su cuerpo y alma y hasta que no lo cumplieran vagaría sin paz.
La única forma digna de muerte para un mapuche era la natural o la que resultaba
de una guerra o una disputa. La desafortunada persona era entonces
enterrada de forma efectiva y para siempre, es decir que descansaría en
paz. Cualquiera otra forma de deceso era considerada consecuencia directa
de la hechicería. Cuando se daba este caso, los cuerpos eran sepultados
provisionalmente, a veces a muy poca profundidad, o bien en improvisados
ataúdes colocados con cuidados entre rocas o árboles en lugares más o
menos inaccesibles para los vivos. Como se trataba de un ‘alma en pena’,
se pretendía facilitar su liberación para que consumara su venganza y obtuviese
la paz definitiva.
Estas concepciones se mantienen con bastante más aceptación de lo que
puede parecer. Sobre todo entre los gauchos ‘sureros’, cuya población está
muy dispersa entre pequeños pueblos, o ‘rancheríos’. Para ellos, las ánimas
son cosa seria porque aparecen en los lugares que frecuentaba el difunto o
ante personas conocidas por aquel. Su presencia podía interpretarse como
una solicitud de ayuda a un conocido para poder cumplir con su misión o
bien, y mucho más temible, para señalar al culpable del supuesto hechizo y
consumar su venganza. Si su avistamiento coincidía entre sospechosos de
una muerte y familiares del difunto, las cosas solían terminar en actos de
sangre.
Los gauchos, capaces de soportar las sudestadas heladas, herederos del
mestizaje indígena e hispánico, mantienen sus creencias a pies juntillas,
aunque en mayor o menor medida lo confiesan abiertamente. El mapuche
otorgaba a los fenómenos naturales el poder de expresión de los espíritus e
invocaba a la magia para lograr su concurso. La evolución cultural y mental
del gaucho ha descartado el poder casi total que se atribuía a los chamanes
o machis y sus ritos mágicos, pero mantienen reparo y continúan considerándolo
cosas de cuidado. Poco puede hacer un mortal ante una ‘aparición’,
un espíritu en pena sediento de venganza.
El cristiano que se enfrente al temido momento de verse ante una ‘aparición’,
no queda otra opción que acudir en busca de ayuda a los curanderos
que mantienen sugestión esotérica entre el mundo terrenal y el otro. Es la
manera de buscar un aliado que interceda ante el ánima e intente establecer
contacto para saber qué es lo que pretende y de qué manera puede liberar
a su protegido.
Muy hábiles en métodos impactantes como la prestidigitación, la ventriloquia
y la sugestión hipnótica, los curanderos solían sacar buena tajada de esas
creencias populares. La fama de algunos ha traspasado fronteras naturales
hasta transformarse en objeto de culto junto a reconocidas figuras católicas.
Por eso no era de extrañar que la formación cultural universitaria del Dr.
Galván sucumbiera ante la sugestión pagana de encontrarse ante una ‘apa-
95
La vida es cuento
rición’. Tal es el poder que le atribuyen en estas tierras desoladas a los espíritus
errantes.
No serían más que patrañas o simples supersticiones, pero lo cierto es que
estaban llegando a confundir al médico. Por otra parte, la gente le transmitía
sus temores y él comprendía que provenían de estas nobles personas reconocidas
por su bonhomía; a tal punto que en todo el país se describe como
‘gauchada’ el favor desinteresado que se hace a otra persona.
La mañana siguiente, le visitó en la consulta Isaúl, uno de los domadores
más afamados, y por él supo de la existencia del ‘farol de Mandinga’ (equivalente
al diablo en la creencia amerindia). Sin recordar muy bien cómo
salió el tema, el paisano le advirtió: “Tiene que tener cuidado don y no caer
en la tentación porque dicen que señala el lugar donde se guarda un tesoro
de plata”.
–¿Y cómo se presenta? –preguntó Anselmo, interesándose.
–Eso. Como un farol. Una luz que alumbra un punto exacto. Tiene que tener
mucho cuidado si la ve, sobre todo el 24 de agosto, que es San Bartolomé.
Ese día brilla mucho más porque es el que los ángeles dejan de vigilar y se
aprovecha Mandinga para robarse unas almas; le contó el domador con el
gesto adusto como quien revela un secreto largamente guardado.
El paso del médico hacia las creencias y tradiciones gauchescas se aceleró.
Aunque para casi todo encontraba una explicación de raíz científica, no dejaba
de guardar respeto hacia historias inexplicables que, en algunos casos,
hasta había sido testigo.
Los días, las semanas, los meses fueron pasando. La evolución profesional
de Anselmo era constante, pero no mermó su vocación de visitar a sus pacientes
menos favorecidos en su propia casa. El entorno en que vive cada
familia tiene una influencia directa en la salud, tanto sea la higiene, las condiciones
sanitarias o la posibilidad de contagio parasitario o la convivencia
con insectos como la vinchuca, capaz de transmitir enfermedades tan graves
como el Mal de Chagas, u otras transmitidas por mosquitos, como el dengue.
Galván entendía que conocer el medio aportaba datos de singular trascendencia
a la hora del diagnóstico. Así que, una tarde más se dispuso a otro
de sus habituales recorridos. Esta vez iría a ver a la madre de don Romualdo,
el consignatario de ganado y a don José María Salerno, uno de los grandes
terratenientes de la zona. Siempre dejaba a Salerno para el final. Al anciano
le gustaba mucho conversar. Es más, en numerosas ocasiones su llamado
era casi exclusivamente para tener a alguien con quien hablar.
La charla con don José había girado como siempre, entre sus recuerdos de
cuando llegó de España y el precio de las vaquillonas. El viejo le simpatizaba.
Consultó su reloj. Estaba atardeciendo. Apuró el vermú al que siempre le
invitaba el anciano y se despidió.
El crepúsculo otorgaba al campo esa tonalidad tan especial de la época. La
inabarcable planicie colabora para que al anochecer las formas se fundan.
Los árboles parecen nubes y éstas montañas. Los ojos de los búhos brillan
desmesuradamente iniciando su juego hipnótico. Estaba absolutamente
acostumbrado al medio, pero se dio cuenta de que en esa oportunidad algo
era distinto. Tenía la certeza de que aquella extraña situación que le tocó
vivir aquella vez, se repetiría.
Viajaba a velocidad normal, pero atento a la retaguardia, como esperando
la fugaz visita, pero detrás la oscuridad era cada vez mayor. Intranquilo, in-
96
Daniel Soto Rodrigo
tuía otro extraño episodio, que sería nuevamente testigo de una luminosa
aparición. La calma se mantuvo, encendió un cigarrillo y aspiró profundamente.
La mitad de camino había quedado atrás cuando a su derecha, en
medio del campo algo estalló. Una sorda explosión de la que surgió con toda
intensidad aquella misteriosa luz, a no más de mil metros. Instintivamente
imprimió velocidad y advirtió una fantasmal figura que se desplazaba en paralelo,
conservando la distancia, como observándole.
Lamentó comportarse como un cobarde y decidió dilucidar de una vez el
misterio. Detuvo el automóvil. Descendió y se ubicó delante del mismo para
aprovechar la luz. El frío era intenso. Levantó la solapa del pesado abrigo y
se dedicó a mirar con atención. Confirmó que la figura no quedaba fija sino
que parecía temblar arriba y hacia abajo fugazmente. En su centro la luz
era muy intensa, deslumbrante, y se atenuaba hacia los bordes más indefinidos.
No había notado antes su forma alargada. Hubiese continuado la observación
de no haber sido que verificó un movimiento de acercamiento
hacia él por parte del desconocido... ¿objeto..?
Su valentía se agotó. Con agilidad trepó al coche que había dejado con el
motor en marcha y arrancó raudamente. Recomenzó también la persecución.
En determinado momento pensó que la luz, o lo que fuese, le alcanzaría.
No se animaba a mirar atrás pero podía escuchar los latidos de su
corazón a punto de estallar. Sobrepasaba con mucho la velocidad aconsejable
para un camino pedregoso como el que surcaba, pero ni siquiera se había
dado cuenta de eso. Sugestionado, sólo buscaba refugio lo antes posible.
Intentaba calcular cuánto le faltaba, cuando comprobó que la claridad se
hacía cada vez más intensa a su lado. No quiso mirar. Preso del pánico aceleró
aún más y con alivio, pudo comprobar que estaba llegando al cementerio.
Como en aquella noche, nada más rodear el camposanto retornó la
oscuridad y con ella, la serenidad.
Anselmo Galván no podía dar crédito pero estaba casi seguro que la iluminada
figura había atravesado los muros del cementerio, perdiéndose. La secuela
de ese segundo misterioso encuentro fue alarmante. La angustia
oprimía el pecho y percutía en su estómago. ¿Qué era lo que le acechaba?
¿Por qué a él?
No logró dormir en toda la noche repasando todos y cada uno de los asuntos
poco claros en los que pudo ser protagonista involuntario. Las borracheras
eran y son bastante habituales entre el paisanaje y como consecuencia de
ellas alguna reyerta que puede terminar con un duelo gaucho, es decir, a
cuchillo. Los cortes y heridas eran cosas tan de todos los días que la mayor
parte de ellas eran atendidas por los médicos sin preguntar, ni presentar denuncia;
como aceptando que formaba parte de la idiosincrasia de estos hombres
que trabajan de sol a sol y cuya única diversión es la de beber alguna
copa de más. No encontraba en sus recuerdos resquicio para algún reproche.
Como consecuencia del largo insomnio, durante la mañana su aspecto no
era muy saludable. Alegando no sentirse bien eludió casi todas sus tareas
hospitalarias. Hizo lo propio con su consultorio, cancelando las citas y, por
supuesto, tampoco efectuó sus visitas rurales. Sus colegas y asistentes notaron
que algo le pasaba al médico. Fernández, el hemoterapeuta, quizá su
amigo más cercano le preguntó:
–Hace tres días que no se te ve muy bien ¿te pasa algo?
–No, nada che ¿por..?, –respondió con ese marcado acento porteño que in-
97
La vida es cuento
voluntariamente aparecía cuando se mostraba nervioso.
La llegada de Anastasia le obligó a tomar una pose más displicente e invitó
a los allí reunidos a café. No alcanzaba a comprender las razones que le obligaban
a actuar de esa manera. ¿Por qué no les contaba a sus amigos la extraña
situación? Más tarde, en la soledad de su casa, sometió todo
nuevamente a análisis, tratando de hacerlo en forma pormenorizada. Se resistía
a aceptar que tenía miedo, pero también era consciente de que estaba
al borde de la histeria. Enumeró las posibilidades. Descartó las fantasías
descabelladas. Sólo le quedaron dos hipótesis que perfiló como probables:
¿Se enfrentaría a un cuerpo no identificado proveniente del espacio exterior..?
o la explicación debería buscarla en poderes extrasensoriales? ¿Era la
luz mala? ¿O un alma en pena? Todas las alternativas le inquietaban. Sabía
con certeza que justamente en esa zona pampeana, las visitas de objetos
voladores no identificados fueron y eran asiduas. Así lo certificaba además
abundante bibliografía al respecto. En cuanto a la mística, era algo más escéptico,
aunque había aprendido a respetar mucho esas historias.
Después de haber pasado una inquietante semana, optó por intentar descifrar
el entuerto. Pasó varios días hurgando en la biblioteca en busca de información
adecuada. Por los libros supo de la existencia del Zupay, una
figura equivalente al Diablo de la cultura cristiana, pero a diferencia de lo
que sucede con los católicos, el indígena no lo repudiaba sino que, temiéndole,
lo invocaba y rendía culto para mantenerle contento y evitar así tenerle
en su contra.
Desconocía por completo la existencia de los lobizones. Mutación que comienza
a manifestar el séptimo hijo varón. Las noches de luna llena son
más propicias para la transformación del hombre-lobo, especialmente si
coinciden en martes o en viernes. Muchas historias recogen esta superstición
largamente extendida por el territorio argentino, así como las fórmulas para
combatir contra él, o evitar que traspase su encantamiento.
Absorto en la lectura, le sorprendió enormemente saber que tanto en la Argentina
como en el Paraguay, era aceptada la práctica de que el Presidente
de la Nación sea envestido ‘padrino’ del séptimo hijo varón para evitar el
pánico de los padres. Existieron casos de sacrificios de los pequeños hijos
ante el temor de tener en casa a un lobizón.
Tantos elementos en su poder le permitían evaluar qué actitud debía tomar
ante imprevistos de este calibre. Armándose de valor, decidió que era la hora
de desvelar tanto misterio. ¡Las diez de la noche!
En sobredimensionado impulso fue hasta el garaje, puso en marcha su automóvil,
dispuesto a finalizar esa misma noche la encrucijada. Descartó la
idea de llevar un arma. Provisto de un termo con café, comenzó su marcha
hacia los oscuros senderos. Repitió exactamente el mismo recorrido que
efectuará la noche del primer encuentro. No se produjo ninguna novedad.
Optó entonces por repetir la otra ruta, la de la segunda aparición. En dos
oportunidades lo recorrió de ida y de vuelta. Ahora que deseaba enfrentarse
a lo desconocido, era el visitante quien lo eludía.
Nuevamente llegó hasta el cementerio. Lentamente dio una vuelta a su alrededor.
El silencio era total. Se negaba a abandonar y se encaminó a un
nuevo paseo nocturno. Una taza de café caliente le reanimó. Se aventuró
entonces por un angosto sendero serpenteante entre las chacras, uniendo
los dos caminos principales de la campaña. Exactamente medianoche. Du-
98
Daniel Soto Rodrigo
rante la noche, la pampa adquiere tintes, si se quiere, tenebrosos. El ganado
pasta libremente y merced a la planicie absoluta, sus ojos semejan pequeñas
linternas. El brillo de la luna actúa sobre restos óseos de animales diseminados
reflectando un brillo singular.
Galván presentía que era observado. Los ojos de los búhos, lechuzas, zorros
y liebres contribuían a enriquecer el tinte de misterio. La temperatura había
descendido considerablemente y el viento del sur, con su característico silbido,
comenzaba a azotar. La escarcha lentamente teñía de blancuzco los
pastizales, mientras que las pocas casas a oscuras que a la distancia divisaba,
permitían deducir que sus moradores llevaban tiempo durmiendo. El
cansancio también comenzaba a hacer mella en él. Lamentó tener que suspender
la búsqueda.
Se acercaba a dos pronunciadas curvas que luego desembocarían a la carretera
general hacia el pueblo. Con precaución tomó la primera. El angosto
camino y la oscuridad dificultaban bastante la maniobra. Unos pocos metros
más adelante debía tomar la otra, en sentido inverso. Colocó la segunda
marcha y encaró el recodo. Delante, el viento levantó una espesa nube de
polvo. Bajó las luces para mejorar la visión mientras se disipaba la polvareda
y del pronto... el corazón de dio un vuelco.
Allí de frente, en medio del camino, espontáneamente, como si una mano
invisible la hubiese colocado, brillaba con toda intensidad la misma extravagante
figura a muy corta distancia. Quedaron frente a frente, como en un
duelo. Era evidente que se buscaban. Las pulsaciones de Galván repercutían
con fuerza en la sien. Por su parte el visitante, disminuyó la intensidad lumínica
de su núcleo, tornándose azulado. Anselmo comprobó que la figura
se mantenía suspendida en el aire. Adelantó su auto hasta que quedaron a
unos veinte metros. La figura pareció comprender y acercándose a su vez
graduó aún más su luminosidad rebajándola. Ya no deslumbraba. Tendría
unos dos metros de alto y alcanzaría un metro en su parte más ancha. En
el centro se podía apreciar, no sin dificultad, un borroso rostro humano. ¡Sólo
el rostro!
Era extraño, pero aquella sensación de miedo intenso había desaparecido.
Estaba inquieto, claro, pero dispuesto a terminar con tanta incertidumbre,
así que bajó del coche colocándose a la altura de los faros, a un costado.
–¿El Doctor Anselmo Galván? –escuchó como si alguien hablara a la distancia
a través de un túnel; como un eco.
–¡Sí..! ¿quién sos? –balbuceó el médico con voz inquietante e inconfundible
acento porteño.
–El Epifanio Romero –se escuchó con inconfundible acento sureño.
Epifanio Romero había sido uno de sus primeros pacientes. El hombre había
sido domador y enfermó gravemente de una tuberculosis que de haberse
tratado a tiempo habría prosperado. Cuando decidió acudir al médico poco
se pudo hacer por él. Desde su muerte había pasado tiempo y ahora se le
presentaba en forma fantasmal.
–Mirá Romero, yo no pude hacer nada. El tuyo era un caso terminal –intentó
disculparse el doctor–, nadie buscó tu mal ni fuiste víctima de ningún hechizo
–agregó. Si hubieras venido antes por la consulta…
–Sí, sí… ¡Lo sé! –aseguró la cavernosa voz sin dejar que Galván finalizara
sus argumentos.
Cerca del mediodía, cuando la helada había levantado, descubrieron el
99
La vida es cuento
cuerpo de Anselmo Galván. El coche, en medio del camino, mantenía las
luces encendidas y la puerta abierta. El médico boca abajo con los brazos
extendidos y los dedos como garras clavados en la tierra. Cuentan los testigos
que no presentaba signos de violencia. Aún hoy, nadie sabe explicar
porqué había bajado del coche en medio del campo en una noche en la que
la temperatura había bajado a los siete grados negativos.
Sin embargo, el mayor dilema continúa siendo el motivo: ¿qué pudo asustar
de tal manera al bueno del doctor? Tantos años después del macabro hallazgo,
los paisanos lo rescatan del olvido cuando la ginebra convida a la
memoria y salen a relucir las historias de apariciones y víctimas de la luz
mala. Cuentan que cuando dieron vuelta el cuerpo, la cara de terror del doctor
les había petrificado. Algunos especulan diciendo que quiso enfrentarse
a un ‘alma en pena’, pero nunca se sabrá la verdad. El caso de Anselmo Galván
persiste sembrando inquietud en las noches pampeanas.
1989
100
Daniel Soto Rodrigo
Peculiar viaje en el Expreso de Palencia
Como a muchos afectos a la lectura cada tanto me gusta releer alguno
de esos libros guardados en el selecto anaquel de los gratos momentos.
Aquellos cuya trama sigue viva pero con el paso del tiempo se escapan los
detalles. Me suele pasar, supongo que como a muchas otras personas, que
al releerlos encuentro cambios, no el libro, que ha permanecido inalterable
en el estante, sino en mí. Vamos cambiando. Ante las cosas no reaccionamos
igual, o las apreciamos de diferente manera. Proceso evolutivo lógico y debería
ser normal, excepto para aquellos cuya cortedad mental les mueve a
promulgar a los cuatro vientos que no se han arrepentido de nada y que si
volvieran a nacer darían los mismos pasos. No sabría si definirles como necios
o simplemente como pedantes idiotas incapaces de asumir errores. Si
se me presentara la oportunidad, vaya si cambiaría cosas…, pero no es eso
lo que les quería contar.
Cuando me acerqué a la estantería, no la virtual sino a la de verdad, a pesar
de los e-books y tantos adelantos electrónicos, no puedo despegarme de
esos volúmenes en papel; mantengo plena fascinación con ellos y sus olores;
ese particular aroma a tinta, en ocasiones a humedad, en otras a añejo.
Un contacto sensorial viene desde cuando, en los ratos libres, recorría las
librerías de viejo de Buenos Aires, sobre todo las de Avenida de Mayo o de
la Avenida Corrientes –que siguen en su sitio y funcionando– donde solía
pasar bastante rato hojeando ejemplares, leyendo al corte cualquier página
por si era capaz de captar mi atención.
Lo cierto es que, hace unos días, de pie frente al tercer anaquel de la estantería
de casa, coloqué el índice sobre Asesinato en el Orient Express, de
Agatha Christie, y lo extraje. A renglón seguido comencé a leerlo, y ya no
pude parar. Precisamente, anoche devolví el ejemplar al mismo hueco que
lo aguardaba hasta su próxima lectura, vaya a saber cuándo y, cosas del
destino, esta mañana nos toca viajar en tren, después de muchos años.
Como no podía ser de otra manera, como buenos jubilados llegamos temprano.
Nuestro futuro inmediato aguardaba en el andén 9. Buscamos nuestro
vagón, nuestros asientos y a esperar en calma la salida del tren que nos
llevaría de Vigo a Palencia, paso previo de un enlace a Madrid.
Fuimos los primeros y poco a poco fueron llegando algunos viajeros, pocos
por cierto. Primeros días de enero, después de las Fiestas no quedan ganas
de viajar, y lo que es peor, tampoco queda dinero. Como cabía esperar, la
mañana fría. Quité de mi bolso el libro que había seleccionado para el viaje
y lo coloqué en la cestilla del respaldo del asiento frente a mí, sin imaginarme
que no iba a tener tiempo de hojearlo en todo el viaje. Unas horas
compartidas con extraños en un vagón de ferrocarril y un resultado que bien
podría ser una excelente zarzuela.
Aún no nos habíamos puesto en marcha cuando comenzó la intriga. En un
101
La vida es cuento
momento que no puedo precisar, subió un hombre de mediana edad, solo.
Pantalón vaquero, cazadora corta y pañuelo al cuello. Me llamó la atención
porque a cualquier punto que viajara en este recorrido estaba claro que llevaba
muy poco abrigo para la época. Colocó su mochila, único equipaje, en
el portamaletas y empezó a caminar por el vagón mirando continuamente
hacia fuera. Iba y venía, se sentaba unos momentos y a repetir la jugada.
Era evidente su inquietud. Seguramente esperaba a alguien, pero me pareció
exagerada su ansiedad ya que faltaba algo más de veinte minutos para
que se pusiera en marcha el tren. Tiempo más que suficiente para que,
quien sea, llegara sin agobio. Soy observador por naturaleza, pero esta actitud
me mosqueó bastante; ya saben…, eso de las mochilas, los trenes…,
las alteraciones de conducta…, así que no le quitaba ojo al inquieto pasajero.
Ni a él, ni a su mochila.
Sin proponérmelo, me puse en la piel de Hércules Poirot, influenciado por la
genial escritora, pero más aún por el singular personaje al que estaba sometiendo
a intensa vigilancia. El sujeto volvió a sentarse. Miró el reloj y
cerró los ojos. Ese momento de sosiego me permitió comprobar que habían
llegado otros diez o doce pasajeros. Me disponía a contarlos cuando nuestro
hombre se reincorpora y otra vez a dar vueltas y a mirar hacia fuera. Si esperaba
a alguien ahora era el momento de intranquilizarse un poco porque
quedaban unos cinco minutos para iniciar el viaje.
No esperó más. Sacó el teléfono del bolsillo y se puso a llamar. El semblante
era de mayor preocupación, no se produjo diálogo. Los minutos pasaban y
nada cambiaba. Bueno, nada no, su estado era cada vez más angustioso.
Tres minutos. Volvió a llamar. Esta vez sí, alguien respondió. Suspiró aliviado.
Más o menos un minuto después, un matrimonio ascendió al vagón
y se abrazaron y besaron y esas cosas. Justo a tiempo, enseguida se cerraron
las puertas y el tren se puso en marcha.
El vagón está dividido en dos mitades. En una todos los asientos miran hacia
un lado y la otra mitad, enfrentados, y justo en el medio, donde se enfrentan
las filas, una mesa en cada una de las hileras. Vale decir que, una parte de
los pasajeros viaja mirando en dirección del recorrido, y la otra mitad, de
espalda. Son situaciones alternas ya que son varias las estaciones que reciben
al convoy de frente y lo despide en reversa, así que hay para todos.
Aprovechando la escasez de viajeros, nos cambiamos en cada situación para
ir siempre mirando el paisaje en dirección de la marcha. Hacerlo en contrario
marea un poco, al menos a nosotros.
El matrimonio y el sospechoso desconocido se ubicaron en los asientos enfrentados,
los que comparten mesa. Saliendo de la estación de Vigo comenzó
a amanecer. El paisaje de la ría, aunque nos es bien conocido, no
deja de sorprender por su belleza. Los tres amigos hablaban y miraban hacia
el Este, contemplando como asomaba el sol sobre los montes, sin darse
cuenta de lo que se perdían. Estuve a punto de entrometerme para decirles,
–oigan, que lo bonito está del otro lado– y señalarles la magnífica vista que
ofrece el tren desde su inmejorable tendido de rieles dibujando el contorno
de la omnipresente Ría de Vigo. Me contuve porque seguían conversando y
acepto el reproche de indiscreto, ya que puse todo de mi parte para enterarme
de quiénes eran, más que nada por toda esa inquietud previa. Así
supe que se trataba de un matrimonio venezolano, seguramente, recién jubilados.
El hombre, hijo de un emigrante cántabro y la mujer, hija de una
102
Daniel Soto Rodrigo
señora que se fue de Redondela con poco más de 16 años y que nunca había
logrado volver. Lo hacían ellos en su lugar, a conocer sitios y familiares. Una
historia como tantas que ha dejado la gran emigración, circunstancia repetida
pero que en todas y cada una se repite la carga de emoción que supone
conocer los orígenes. Llevaban pocos días de visita y la proverbial hospitalidad
gallega no les había dado tregua casi ni para dormir. “Anoche mismo
se hicieron casi las dos charlando y esta mañana por poco nos quedamos
todos dormidos y perdemos el tren”, dijo la mujer en voz alta, a lo que el
sospechoso respondió: “Doy fe de ello. Lo pasé mal, pensé que no llegaríais
a tiempo”.
El tramo de conversación sirvió para exculpar de toda suspicacia al desconocido
y olvidarme de su mochila. Viajarían con nosotros hasta Palencia,
donde transbordarían con el Alvia hacia Santander, para visitar a la familia
del caballero. Al fin y al cabo, terminé arrepentido de haber cargado de sospechas
al diligente individuo preocupado por sus parientes que, después de
media hora escasa de conversación, se quedaron profundamente dormidos
por el resto del viaje.
Todo aclarado, era hora por fin del libro y su postergada lectura. Primero,
datos del autor, sinopsis y a punto de comenzar el prólogo se abre la puerta
del vagón y escucho: «Buenos días señores pasajeros, soy el revisor de esta
formación tal (no recuerdo el número), permitan por favor los billetes»,
dicho lo cual, verificó los mismos, siempre con una sonrisa, intercambiando
alguna frase con algún pasajero y antes de pasar al siguiente coche anunció
en voz alta y clara: «Haremos una parada en Ourense y luego en Monforte
de Lemos; unos treinta minutos –precisó–. Después seguiremos hasta Ponferrada,
otra parada de cinco minutos y de ahí ya seguido hasta León. Les
informaré cualquier novedad. Que tengan buen viaje», dijo con exquisitos
modales cerrando tras de sí la puerta.
Seguí con la mirada la labor del eficaz empleado y al verle repetir la misma
situación en el otro vagón retomé la lectura. No había leído ni tres líneas
cuando Maite me toca el brazo: «Mira, Salvaterra». El parque, el río, los senderos,
los sitios cotidianos se ven distintos desde el tren. Comentarios,
apuntes sobre el terruño, lo habitual hasta volver a posar la vista sobre las
páginas ociosas. Poco tiempo, a decir verdad. Los recodos del Miño, sus pequeñas
poblaciones ribereñas, por fin Ribadavia, los extensos viñedos del
‘Ribeiro’, y casi sin darnos cuenta, ya entrábamos en Ourense. No es para
perdérselo. El puente del Milenio, el Puente Romano, la estación que está
en el centro, lo que incluye una visita urbana a bordo. Y qué decirles de los
siguientes tramos. Posiblemente, lo mejor del viaje. Saliendo de la elegante
capital ourensana, el convoy sube el curso del Miño hacia la represa de Os
Peares. Donde se mire es encantador. «Mira, ahí la desembocadura del Sil»,
apunta Maite. El otro gran río gallego que aporta sus aguas para lucimiento
del Miño. Ya lo dice el refrán ‘El Sil lleva las aguas y el Miño la fama’.
El evocador paisaje no concede pausa, y tras dejar atrás el embalse nos
adentramos en la espectacular Ribeira Sacra. Hacia un lado la frondosidad
de naturaleza exuberante. Hacia el otro, las empinadas laderas que desde
épocas romanas fueron acondicionadas en forma de sorprendentes terrazas
escalonadas para tornarlas productivas, especialmente merced a las vides
de calidad excelsa. No hay posibilidad de distracción. Siquiera de parpadear.
Es imposible quitar la vista del paisaje sobrecogedor.
103
La vida es cuento
Poco después, el tren aminoró su marcha adentrándose entre calles con bastante
movimiento; no fácil de definir, un ambiente híbrido, entre rural y urbano.
«Monforte de Lemos. Pararemos alrededor de media hora»; anunció
el revisor sin perder la curvatura de su impecable sonrisa. Movimiento había
bastante. De hecho, en el andén aguardaba bastante más gente que la que
ocupábamos el tren hasta ese momento, así que decidimos regresar a nuestros
asientos legítimos, es decir, a los asignados en el billete. Una decisión
acertada. No podía ni imaginar lo que cambiaría la vida dentro de ese coche.
Ahora les cuento.
Pero antes, un apunte sobre Monforte de Lemos. Una ciudad, una estación,
que merece se le reconozca su importancia. Ha sido punto neurálgico de la
red ferroviaria española, y gallega en particular. Un cruce de rutas importante
que aún mantiene vigencia, aunque ha perdido aquel caudal de carga
y flujo de mercancías que hasta no hace demasiado tiempo obligaba a una
actividad casi permanente en la estación.
Una frondosa historia ligada al ferrocarril casi desde el primer día. En 1883,
la capital de esta ‘Terra de Lemos’ se erigió en el nudo ferroviario más importante
de Galicia y uno de los de mayor relevancia nacional por su situación
estratégica. Allí entrecruzaban las líneas de Vigo – Ourense, con las
que llegaban desde A Coruña y tras encontrarse en esta ciudad continuaban
juntas hacia León y las tierras castellanas.
El ferrocarril y Monforte abrieron la puerta de Galicia a la modernidad, un
punto de inflexión que acabó con el secular aislamiento de la región y lo hizo
con visita real incluida. El 1 de septiembre de 1883 llegaba a Monforte el
tren que traía a bordo al rey Alfonso XII que oficializaba así el viaje inaugural
de la línea que unió la capital de España con la comunidad gallega.
El ferrocarril contribuyó decisivamente en el desarrollo y crecimiento de la
ciudad. Monforte de Lemos era una estación relevante en la red nacional,
potenciándose aún más a partir de 1941, con la entrada en operatividad de
Renfe.
Actualmente, la empresa mantiene allí las instalaciones más amplias de Galicia.
Se extienden sobre una superficie que supera los 270.000 metros cuadrados
en torno a la estación, lo que permite imaginar el constante flujo de
mercancías y viajeros, además de talleres de locomotoras, almacenes varios
y hasta una antigua rotonda de máquinas. Esa intensa relación ha perdurado
ya que en 2001 fue inaugurado, en el otrora depósito de locomotoras, el
Museo del Ferrocarril de Galicia. Cabe destacar que allí se muestran joyas
de la industria ferroviaria, locomotoras míticas, coches de viajeros de singular
belleza y todo lo relativo a la industria ferroviaria y Galicia. La importancia
de este Museo se rubrica con el título otorgado por la Unión Europea
como ‘Edificio destacado del Patrimonio Industrial Europeo’.
Volviendo a nuestro periplo, a medida que avanzábamos en el andén se veía
más gente. De hecho, fuimos creciendo en número desde la partida de Vigo
y fue aquí, en Monforte, donde subió la mayor cantidad de viajeros. Nada
más detenerse el convoy, comenzaron a ascender ordenadamente. Desconozco
el estado de ocupación de los otros coches, pero el nuestro recibió un
importante refuerzo de personas. Aún así, no alcanzaba a cubrir ni el 30%
de su capacidad. Pero como si de una ambientación para una cuidada puesta
en escena se tratara, los personajes más variopintos coincidieron a nuestro
alrededor. Todo fue muy curioso; parecía obedecer a una orquestación pre-
104
Daniel Soto Rodrigo
via. Por la simple intervención del azar fuimos inesperado epicentro de toda
la acción; espectadores privilegiados de las peculiares costumbre y personalidades
de los recién llegados.
Entre los primeros en subir, un señor que hablaba en un tono muy alto. No
podía verle porque la acción transcurría en la puerta situada a nuestra espalda
y claro, no era cosa de darse la vuelta. «Ha visto que yo tenía razón.
Usted desconfiaba pero, ¿estaba o no en lo cierto?, ¿sé o no sé de lo que
hablo?, decía grandilocuente y sin obtener ningún comentario por parte de
nadie, dando la sensación de que se trataba de afirmaciones desproporcionadas.
«Sí, sí, vale», se escuchó de una voz femenina que no dejaba margen
para continuar una conversación. Aún sin ver a los actores, percibí el repiqueteo
de tacones de zapatos de mujer que se acercaban y con ellos llegó
una agraciada dama localizando su número de asiento justo delante de nosotros.
Ubicó su pequeña maleta en el portaequipaje, nos echó una ligera mirada
acompañada de un «Buenos días» y se sentó. De su bolso de mano
extrajo una edición de bolsillo de un libro sin saber que, como a mí, le iba a
ser imposible avanzar en su lectura. Era una mujer de treinta y pocos años,
muy llamativa. Más tarde supimos que se llamaba Natasha.
Mientras tanto, por la puerta que teníamos de frente subió al cabo de unos
minutos una señora cargada con una enorme mochila y asistida por un auxiliar
que Renfe destina para ayudar a personas con algún tipo de discapacidad.
Le ayudó a descargar la voluminosa mochila que llevaba en el
compartimiento delantero y le acompañó en la búsqueda de su sitio. Por fin
le indicó «ese es su asiento», que resultó ser el anterior al nuestro, vale
decir, en la fila de atrás. «¿Necesita algo más?», preguntó diligentemente la
asistente y se retiró al recibir las gracias de la mujer. La señora era de baja
estatura, redondita y con unas gafas muy gruesas. Sin pretender molestar,
describiría su aspecto como caricaturesco. Poseía un timbre de voz bastante
chillón y aunque intentaba hablar en voz baja, era imposible no escucharla
en unas cuantas hileras de asientos vecinas. No tardamos mucho en conocer
toda su historia. Enseguida supimos que era gallega, de A Coruña, pero llevaba
cuarenta años viviendo en Getxo y regresaba a casa después de visitar
a sus familiares (razón por la que viajaba a Palencia donde haría la conexión
con el Alvia Madrid-Bilbao).
Sin tiempo para distraerme, vi que el otro señor, el charlatán, que a primera
impresión me pareció altanero, vino a sentarse en la misma fila, pasillo de
por medio con nosotros y seguía hablando. Una maldición para mí, que me
encanta el silencio. Previamente, había ocupado el asiento junto a él, el de
la ventanilla, una señora muy discreta, no muy alta, bien vestida con un
traje sastre color grana oscuro y por la cara que puso noté que no le gustó
nada el compañero de viaje que le había tocado. El hombre, al que voy a
bautizar como el ‘charleta’, seguía dando brasa. Colocó una revista en el
respaldo del asiento delantero y una pequeña bolsa azul bajo de su asiento
y en vez de sentarse tranquilamente, se dedicó a insistir sobre su indudable
sabiduría a la joven Natasha. «Es que llevo muchos años haciendo este trayecto
y conozco de sobra cómo funciona esta línea. Usted no me hacía caso
¿verdad?», insistía impertinente.
Natasha se comportaba con exquisita urbanidad y con igual respeto le dijo:
«Me ha dado usted la información exacta. Le agradezco mucho», sonrió y
por su parte volvió a zanjar el tema. Por parte de ella, claro, porque el tipo
105
La vida es cuento
dele que dele…
Por suerte para todos, entró en escena una mujer de alrededor de sesenta
años cuya presencia tuvo un efecto balsámico que todos agradecimos, especialmente
Natasha. Se sentó junto a ella y ambas mujeres entablaron rápida
conversación desbaratando completamente las intenciones continuistas
del charleta.
Éste acusó el golpe pero no se desanimó. Se percató que esa vía ya no le
sería productiva y adoptó la decisión de cambiar de carril. Se sentó, dirigió
su mirada hacia su ocasional compañera y sin siquiera saludar espetó:
–¿Usted a dónde viaja? –preguntó indiscreto.
–A Bilbao –respondió la mujer sin ganas y echándole una mirada disuasoria.
–¡Ah! Conozco muy bien Bilbao. Yo vivo en Leioa –apuntó sin que nadie le
preguntara.
La mujer quedó mirándole y por no ser descortés, con mucha elegancia:
–El tren va casi vacío, podríamos elegir asientos mejores ¿no?
Lejos de captar la invitación más que explícita a que se marchase y la dejara
en paz, el individuo entonó otra diatriba:
–¿Usted se imagina lo que sería si todos hiciéramos eso? Para algo se nos
asignan los asientos ¿no?, para mantener un orden ¿no?
Y ahí estaba yo, como mero espectador, dispuesto a no intervenir en nada,
ni perder detalle de cuánto pasara. Era tanta la actividad a bordo que el paisaje
había perdido atención. Llevaba bastante tiempo sin mirar por las ventanillas
y me propuse abstraerme de las circunstancias y disfrutar del viaje,
ya que estaba claro que no podría disfrutar de la lectura.
Lo intenté, es verdad, pero no lo conseguí. No sé cómo habrá recurrido al
tema, pero el charleta de pronto estaba dando a su desconsolada compañera
de asiento, una lección sobre los restaurantes para comer bien y no muy
caro en Bilbao. Ante la nueva soflama que veía venir, la mujer se apuró a
subrayar: «Mire usted, conozco perfectamente Bilbao y sus restaurantes»,
dijo tajante volviendo la vista hacia una revista que abrió nerviosa, seguramente
como excusa para no continuar el diálogo.
«Pero ¿no los conocerá todos, no?», insistió como un auténtico pelmazo.
«Pues le diré de uno que seguro no sabe», continuó diciendo sin aguardar
resignación de su forzado interlocutor, la dama en este caso. «El que yo le
digo queda en Zurbarán ¿conoce?», preguntó indiscreto. «Es mi barrio»,
respondió la mujer sin apartar sus ojos de la revista. «Con más razón –seguía
adelante el charlatán– Si baja de la avenida por la calle (no recuerdo
que nombre dijo) verá al fondo una rotonda y un cartel de la taberna Bazkaldu.
Se come de maravilla y tiene menú por diez euros. Eso sí, tiene que
volver a la avenida porque la calle no tiene salida», apuntó.
La mujer daba indicios más que elocuentes de estar harta, le dijo con sonoridad:
«Precisamente vivo allí, conozco de sobra la taberna y la calle sí tiene
salida, ya que va a dar a la Cooperativa de Consumo; haga usted el favor…
», dijo fastidiada.
«No, no, no, escúcheme, hágame caso a mí que sé lo que le digo», insistía
imprudente el molesto pasajero y como seguía alardeando estúpidamente
y no tenía visos de que aquello fuera a cambiar, la mujer recogió a manotazos
sus pertenencias, se levantó y sin esperar a que el hombre se levantara
ganó el pasillo con presteza. «Es usted una persona autoritaria», dijo eno-
106
Daniel Soto Rodrigo
jada y se fue a sentar al otro extremo del vagón.
El golpe surtió efecto. Dejó aturdido al molesto viajero que, a partir de entonces,
se llamó a silencio y casi no se le volvió a escuchar durante el resto
del viaje.
“Eso te pasa por pesao, pesao”; pensé y de reojo miré al susodicho que
había quedado pasmado ante la puesta en razón de la señora harta de escuchar
sandeces. Por un poquito así no retomé la lectura. A punto estuve
de reabrir el libro que continuaba sobre mis piernas, pero la conversación
distendida de las mujeres del asiento delantero había ganado en confianza
y empleaban un tono de voz algo más alto y sus palabras se hicieron más
audibles.
Como quedó claro, fuimos testigos directos de toda la acción que se desarrollaba
a escasa distancia de nuestra ubicación. Tanto que de Natasha podíamos
oler su perfume. Sólo nos separaba el respaldo de su asiento. Como
comprenderán, aunque no quisiéramos escucharla –que sí queríamos–, habría
sido inevitable. Se puede decir que aquello era un confesionario.
De Natasha dije que era alta, rubia de ojos claros, y muy elegante. Fue ella
quien comentó: «Qué lástima que ya baje en León –dirigiéndose a su ocasional
compañera– es usted una gran conversadora». «Sí, a mí también me
hubiese gustado seguir la charla», respondió la otra mujer, de mediana
edad, vestida con sencillez y buen gusto. «Después de dos días fuera, da
gusto volver a casa», agregó.
La parada en la estación de la ciudad de León fue bastante más larga de lo
previsto. Después supusimos que fue obligada por un retraso del ramal proveniente
de Gijón; lo cierto es que fueron los únicos momentos de casi nula
actividad a bordo.
Pero nada más reanudarse la marcha, retomamos también la acción. La primera
en mover ficha fue Natasha. Se puso de pie y se encaminó hacia el
aseo. Su esbelta figura eclipsaba entre el común del pasaje y todos, en
mayor o menor medida, seguían sus pasos con miradas disimuladas, cuando
no abiertamente descaradas. Unos minutos pendientes y luego, otra vez ella
en camino inverso.
Ni bien se reubicó en su asiento, Natasha volvió a tener compañía, esta vez
la coruñesa había logrado su posición con un resuelto movimiento de caballo
de ajedrez. Desde los asientos detrás de los nuestros ganó el pasillo en un
paso y en el siguiente logró ubicarse frente a Natasha, del otro lado de la
mesa. Sorprendida, pero sonriente recibió a la simpática figura gallega.
Manos pequeñas y dedos regordetes pero ágiles, se puso a entrelazar largas
tiras de cuero muy finitas y de distintos colores. «Es que hago artesanías,
¿sabe?», dijo sin que le preguntaran. «Me ayuda a distraerme un poco y a
relajarme», agregó mostrando una clara disposición a charla asegurada.
Dicho y hecho.
Reconfirmamos que su procedencia coruñesa, y con cuarenta años en Bilbao,
donde regresaba después de visitar a sus familiares. Su vida había sido
una sucesión de desdichas y creo que todos los que la escuchamos –algunos
sin quererlo, y otros sin perder detalle, como en mi caso–, llegamos a comparecerla.
Muy jovencita había estado casada «bueno no, en realidad, juntada», aclaró
con la sencillez aldeana. La experiencia arrojó como resultado una hija a la
que siempre tuvo en su contra. Deseaba explicarse en un tono confidencial,
107
La vida es cuento
pero no lo conseguía. Yo, que soy algo duro de oído la escuchaba sin ningún
esfuerzo a dos metros de distancia, como mínimo. «Cuando nos separamos
y hasta el día de hoy –continuó diciendo– me señala como la causante de la
separación», decía con evidente emoción Lola (la bautizamos así por darle
un nombre, ya que no pudimos conocer cuál era el suyo en realidad). «Entre
todos me hicieron la vida tan imposible que decidí irme a vivir a otro lado.
Así fue como aparecí en Bilbao. Tenía una tía trabajando allí y al contarle lo
que pasaba me dijo, ‘pues vente para aquí niña, que estarás tranquila’ –
dijo– y ya han pasado años», prosiguió su relato con los ojos humedecidos,
pero con la voz inquebrantable y sin detener sus rápidos dedos que en ningún
momento dejaron de entrelazar las tiras de colores. Su historia era muy
triste, sin duda, pero tampoco faltaban los pasajes tragicómicos. «Son cestitas.
Quedan muy bonitas y unas cuantas tiendas de artesanías y regalos
me las compran», agregó cambiando absolutamente de tema. «¿Y tú, también
vas a Bilbao», preguntó de pronto con desparpajo.
Natasha, algo sorprendida por la pregunta tan directa tardó algo en responder.
Quizá evaluando la afectación de su intimidad, pero probablemente enternecida
por la trágica historia de la sufriente artesana, decidió compartir
con ella algunos desencantos propios.
Natasha hablaba correctamente castellano, pero con esa carencia agradable
que le imprimen los rusos. Supimos entonces que había llegado a España
algunos años atrás y que primeramente se había instalado en San Sebastián.
En sus propias palabras «preciosa ciudad. Estaba encantada allí, con
muy buenos amigos y una gran calidad de vida pero, a veces las cosas se
cortan por donde menos se espera», dijo lamentándose. Todo discurría de
maravilla hasta que un hubo un novio dispuesto a desmantelar la etapa de
buenaventura que le había deparado la vida. «No era mal chico, al contrario,
tenía muy buen corazón pero era muy celoso, demasiado. Llegó un momento
que mi agobio era tal que decidí cambiar por un tiempo de vida y de ciudad.
Enfriar un poco la relación para comprobar si era posible reconducirla, así
que hace un poco más de un año vine a Galicia», comentaba Natasha con
discreción.
También me enteré que era enóloga y al parecer con contactos importantes
en su país, poderosa razón para una importante bodega gallega se interesase
por sus servicios. Los vinos gallegos en general han experimentado un
importante avance cualitativo sustentado, precisamente, por el fecundo trabajo
de los jóvenes profesionales que en pocos años han convertido estos
caldos en tentadores productos para los exportadores e importadores.
«Ahora mismo voy a visitar a los amigos que aún mantengo en Donosti.
También a verlo a él. Me gustaría que haya cambiado un poco y pudiéramos
retomar la relación, pero lo dudo», confesó Natasha abriendo su corazón.
Estaba tan abstraído en las historias de estas dos mujeres que no percaté
que el tren se había detenido en una estación, no sé cuál, a no ser por otra
señora, ésta más mayor y menos empatía, que mirando su billete se situó
frente a Lola y le espetó: «Disculpe pero ese es mi asiento».
Lola mirando a un lado y a otro, como haciéndole ver que el coche iba casi
vacío, optó por la resignación y le dijo: «¡Me fastidia usted la artesanía!».
«Bueno, hasta pronto chica y que tengas suerte. A ver si nos vemos», dijo
a modo de despedida. Levantó sus cosas, miró displicente a la recién llegada
y salió al pasillo. Buscó con la mirada su nueva ubicación y se dirigió varias
108
Daniel Soto Rodrigo
filas más adelante, donde tres señoras charlaban animadamente. Seguro
que enseguida mete baza, –pensé– y volví a centrarme en Natasha.
Las cosas habían cambiado sustancialmente, la entrañable gallega le había
conmovido y la nueva vecina era inmutable, así que la mejor decisión era
leer un rato. Pero no contaba la rusita con que todos buscaban congraciarse
con ella. Fue el momento de la entrada en acción de un osado caballero, ya
entrado en años, por lo menos sesenta, que atento a la jugada, aprovechó
la oportunidad y ocupó el asiento contiguo para establecer conversación con
la llamativa dama. Hablaba muy bajo, casi un susurro. Por mucha atención
que pusiera, no iba a ser capaz de enterarme de nada.
Tal tolvanera de personajes y situaciones no daba respiro. En uno de los escasos
momentos de sosiego, desvié mi atención hacia otras personas, concretamente,
un hombre y una mujer. No porque dijeran cosas interesantes,
en realidad, no les escuché decir ni una palabra. Tampoco porque se prodigaran
en aspavientos, o similar, no…, nada de eso. Simplemente comían.
En riguroso silencio, sin prisa, y a decir verdad, con ávido apetito. Seguramente
un matrimonio, podrían ser flamantes jubilados o no les faltaría
mucho para serlo. Delgados, buena presencia. Ambos de aspecto muy deportivo,
polos blancos y pantalones tipo safari. No era necesario agudizar el
ingenio para deducir que, dada su pulcritud, irían a alguna excursión de senderismo
o similar. Cuando quedó libre una de las mesas la ocuparon con
presteza, abrieron sus mochilas, extendieron un pequeño mantel, también
blanco, y colocaron sobre él bandejas envueltas en film transparentes que
conservaban la etiqueta del supermercado. Una de jamón serrano, otra de
queso en lonchas y otra de un salchichón que al abrirla aromatizó gratamente
el ambiente. Una baguete y cada uno a lo suyo. Él, que llevaba gafas
y barba canosa en corte candado, fijaba su atención en el paisaje, mientras
que ella, de pelo recogido y no muy alta estatura, abstraída en un libro. No
fui capaz de ver de qué lectura se trataba, ni tampoco contemplar sus rasgos.
Se situó de espalda a mí y se mantuvo casi inmóvil hasta el momento
de recoger las cosas y volver a sus asientos al fondo del coche. Pero antes
de que sucediera eso, dieron buena cuenta del pan y de las tres bandejas y
de dos botellines de agua. Hasta entonces yo no había sentido ni pizca de
hambre, pero verles me recordó que el café con el trozo de bizcocho del
desayuno habrían completado hace rato todo su tránsito nutritivo. Mis papilas
gustativas comenzaron a desperezarse, incluso a desesperarse, al comprobar
que el almuerzo de los deportistas se preparaba para una nueva
ronda. Aparecieron otras dos bandejitas, una de queso blanco y cremoso y
otra bandeja con un buen trozo de membrillo y un paquetito discreto de crujientes
tostas. Ni que lo hicieran para fastidiarme. Nada podía apetecerme
más en ese momento que zamparme unas crocantes tostaditas con queso
y delicioso membrillo. Mi boca era incapaz de contener tanta agua, así que
opté por alejar de mí la tentación apelando a la ilusa idea de retomar la lectura
de mi libro. Apenas unos pocos renglones y el revisor que pasa alertando
sobre una próxima parada, apropiado momento para preguntarle
sobre las posibilidades alimentarias en el tren. Así supe que toda la oferta
se cernía a un coche bar en disposición de ofrecer refrescos, té o café y
snacks variados, por supuesto, envasados.
No pude más que admirar la previsión del matrimonio, además de su adecuada
elección de productos. Volví la vista hacia ellos para ver cómo llevaban
109
La vida es cuento
su banquete y de verdad, iba adelantado. Prácticamente habían dado cuenta
del segundo set, sin inmutar.
Llegamos a la estación advertida, bajaron algunos pasajeros, subieron unos
pocos y reemprendió la marcha. Dediqué una rápida mirada de control del
entorno y la rusita seguía soportando la charla del señor mayor, según Maite
–que tiene mucho más fino el oído que yo– era médico y le ‘tiraba los tejos’
con elegancia. Íbamos a comentar entre nosotros, cuando nos dimos cuenta
de que el ‘charleta’ volvía en sí tras una reparadora siesta. Sólo una mirada
bastaría para que se largara a opinar, así que a mirar para otro lado raudamente.
Los ojos me traicionaron y enfocaron nuevamente a los vejetes
aventureros que ya habían recogido la segunda tanda de bandejas y hurgaban
en sus respectivas mochilas. «¿Más..?», pensé, y sí, adonde fuera que
iban lo harían bien alimentados. Sacaron otros dos botellines de agua –lógico,
el queso y membrillo da sed– y él extrajo un par de tentadoras manzanas
y ella otra bandeja de Súper con mandarinas, fruta de la que dieron
cuenta con la misma avidez. Liquidado el último bocado y la última gota de
bebida, la pareja, sin hacer el menor ruido ni expresar palabra alguna, recogieron
todo y volvieron a sus asientos sin dejar mínimo vestigio del banquete.
Al verles alejarse, me costaba entender que esos menudos físicos
condijeran con tanta voracidad.
Llegamos por fin a Palencia. No sabría decir si me apenó haberlo hecho.
Después de unas rápidas gestiones en la ciudad retomamos el tren, esta
vez el Alvia hacia Madrid. Un par de días libres cada tanto para visitar la capital
no vienen nada mal. Este tramo del viaje fue distinto. Coches muy modernos,
llenos a tope y a 260 km/h en menos de una hora y media
estábamos en Chamartín. Poco después, saliendo de la boca del Metro en
Puerta del Sol le dije a Maite: «Vamos a hacer todo lo planeado, aunque lo
de ir al teatro no sé si valdrá la pena…».
2017
110
Daniel Soto Rodrigo
Heriberto
Como cada año, cuando se acercaba la fecha de su ‘cumple’ Heriberto
se predisponía a mejorar aspectos de su vida y agasajarse con algún gusto
largamente postergado. Al contrario que otras personas que suelen deprimirse
con el paso de los años, Heriberto gozaba en plenitud de la experiencia
recogida y recibía cada aniversario con renovado fervor. El que se avecinaba
no sería la excepción; llevaba buen tiempo trazando planes acerca del agasajo
que se brindaría. Cada efeméride de su natalicio reflejaba con claridad
que sus mejores momentos tuvieron lugar durante este período.
Afirmaba que la soledad era mala consejera y recluirse el peor de los métodos.
No era un chiquilín, ni pretendía serlo, pero se sentía con fuerzas y los
más importante, con ganas de hacer cosas, a pesar de la tristeza de sentirse
olvidado por los suyos. Sus hijos y nietos llevaban tiempo sin visitarle, ni siquiera
sabrían si continuaba vivo y eso le mortificaba; sin embargo, se reponía
una y otra vez a la ingratitud. La diferencia principal radicaba en que
nunca antes se había sentido tan solo; por eso esta vez, decidió rodearse
de mucha gente. Quería ver gente, mucha gente, pero gente nueva, desconocida.
Era hora de entablar nuevas amistades, sobre todo con el sexo
opuesto. Su círculo afectivo llevaba tiempo sin renovarse, ya no ofrecía
atractivos. Conocía a todos los que le rodeaban tan a fondo, que ni las discusiones
resultaban interesantes. Por otra parte, siempre manifestó una
clara predisposición hacia la aventura y por más que se esforzara, le resultaba
imposible recordar cuándo había tenido lugar la última; en resumen,
consideró que debía gratificarse y puso manos a la obra.
Mantenía elegancia en su andar y en su cuidado personal, con ambos ingredientes
disimulaba lo anticuado de su vestuario. Adecentó sus zapatos negros
acordonados que reservaba para ocasiones especiales. Mientras les
frotaba para obtener brillo, recordó que los estrenó la noche del casamiento
de su hijo mayor y sonrió. Después de una cuidada ducha se enfundó sus
pantalones negros, una blanca camisa y la tan preciada corbata de seda con
tonalidades ocres. Completó su indumentaria con un clavel que colocó en la
solapa de su chaqueta inglesa de ‘cuadrillé’ marrón. Un último repaso frente
al espejo de la sala brindó su aprobación: ¡todo listo!
Una vez en la calle se presentaron otros problemas; el primero: decidir hacia
dónde ir; el otro: ignorar las bromas de sus viejos amigos que le preguntaban
si así vestido pensaba tomar la primera comunión. Toda esa tarde deambuló
por calles de su barrio en busca de un lugar adecuado para entablar
nuevas amistades. No existían demasiadas opciones; los tiempos habían
cambiado mucho y tomó conciencia de que no le resultaría sencillo cumplir
con su propósito, pero no estaba dispuesto a bajar la guardia a la primera.
La monotonía, el acostumbramiento, le había llevado, sin darse cuenta, a
una vida apoltronada de la que no era fácil emerger y se lamentó por ello.
111
La vida es cuento
Se propuso inclusive, servir de ejemplo para otros en situación similar, destacando
que la edad no es impedimento para enfrentar las circunstancias
que se presenten adversas.
Tarde tras tarde Heriberto repitió con tesón los preparativos de cada expedición.
El fracaso también se repetía con imprudente persistencia. Uno de
esos días, cansado por la larga caminata, busco refugio en un banco de plaza
estratégicamente ubicado debajo de un añoso sauce llorón que le cubría con
su sombra. Comenzó a observar la realidad circundante; la discusión a gritos
de unos chicos le arrancó una sonrisa que fue borrada casi inmediatamente
por el paso desaprensivo de un motociclista que le perforó los tímpanos con
el ruido del escape. Poco más tarde, le llamó la atención la actitud de dos
señores que portaban sendos maletines y con su mano libre gesticulaban
ampulosamente. Se los veía enfrascados en su charla a tal punto que casi
fueron atropellados por un coche al bajar de la acera. Quizá más aún le sorprendió
la reacción del automovilista que lejos de interesarse por la integridad
de los peatones, lanzó una larga serie de improperios, antes de
reanudar su marcha haciendo chirriar las ruedas. Un autobús se detuvo
cerca y nada más subir los pasajeros arrancó vomitando una espesa bocanada
de gases renegridos que le obligaron a toser un buen rato. La gente
iba y venía por la calle con paso apurado y mirada perdida. Al cabo de un
rato, Heriberto se dio cuenta de que ninguno de los transeúntes se había fijado
en él. “¿Cómo se hará en este llamado mundo moderno para establecer
comunicación?” –pensó mientras que con la punta de su zapato dibujaba el
contorno de una baldosa.
No era cosa de desanimarse, pero, ¿cómo era posible que nadie se percatara
de su predisposición al diálogo? ¿Para qué corren tanto?, “¡a lo mejor quieren
llegar a viejos cuanto antes!”. Algo confuso reemprendió la marcha. Se
había alejado más de habitual en la búsqueda, pero los resultados alentadores
se negaban a aparecer. Durante el regreso se dedicó a insuflar ánimo
a su espíritu algo deprimido. Después de cenar se sintió mejor y al acostarse
supo que había recuperado el empeño.
Su perseverancia comenzó a rendir dividendos unos días antes de su aniversario.
Fue cuando descubrió un destartalado casino social del que provenía
música muy de su agrado. Aceleró el paso y nada más ingresar, su
primera visión fue ocupada por unas cuantas mesas a cuyo derredor se sentaban
varios hombres jugando a los naipes. Un poco más allá, una barra de
bar cubierta por una lámina de estaño servía de apoyo a unos cuantos parroquianos
atentos al televisor. Hacia allí se encaminó justo en el momento
en que llegaba a sus oídos el sonido de risas femeninas. El lugar cuajaba
con sus pretensiones. Durante un buen rato recorrió el salón estudiando en
silencio a los presentes. Por fin supo que eso era exactamente lo que tan
afanosamente buscaba y con una amplia sonrisa resopló satisfecho sin que
sus ojos dejaran de recorrer cada rincón sin ningún disimulo.
Sus visitas al atractivo local de reunión se hicieron frecuentes lo que permitió
que su figura se hiciese familiar. Se sumergió en un mundo fascinante y distinto
a sus costumbres. A pesar de que las personas del local eran de su
edad, o incluso menores, Heriberto se sentía rejuvenecido. Pasaba muchas
horas allí y comenzó a ganar amigos. Esa nueva oportunidad de socializar
le reconfortaba notablemente; conversaba animadamente con alguien en la
barra, inmediatamente se acercaba a las mesas y bromeaba con otro. Sa-
112
Daniel Soto Rodrigo
ludaba estentóreamente a quienes llegaban y festejaba cualquier tontería
como una genialidad. Día tras día se fue ampliando el abanico de amistades
y cuando quiso darse cuenta, ya conocía por su nombre a más de una docena
de mujeres. Con una de ellas el acercamiento era mayor, ese juego de
sonrisas y miradas cómplices, propio de quienes se sienten atraídos. Su
nombre era Inés y cuando uno de ellos ingresaba en el local, instintivamente
buscaba al otro con la mirada. Sin embargo guardaban algún reparo para
encontrarse a solas. Debía mantener la cautela hasta sentirse lo suficientemente
familiarizado con todos sus nuevos amigos. Cuando comprobó que
no existía la posibilidad de herir los sentimientos de nadie, se puso en marcha
el agradable juego de la seducción. Mantenía intacta la multiplicidad de
sus recursos mundanos facilitaron la tarea para romper el hielo. Una oportuna
copa enviada a la mesa de ella, fue correspondida con una sonrisa que
Heriberto aceptó con desacostumbrado rubor. A partir de ese momento, todo
marchó sobre ruedas. Cada tarde la pareja se sentaba a la misma mesa y
como norma, bebían cada día algo distinto. La conversación, distendida y
amena se extendía por horas que pasaban demasiado rápido.
Inés era la persona aguardada y le motivaba especialmente. Avanzaba en
un terreno difícil para personas mayores: cómo el de plantear una mayor
intimidad. No era que no supiera cómo hacerlo, sino que, llegado ese punto,
le dominaba una molesta cohibición incorregible a pesar de los años. Inés
experimentaba un sincero placer escuchándole relatar miles de historias que
él le contaba, con profusión de matices y ademanes. Heriberto sabía que
transitaba por el camino correcto, pero se turbaba en los momentos propicios.
Ganar su atención en las extensas charlas y tomarle una mano, fueron
todas las conquistas en su haber, después de varios días. Franquear esa situación
se le presentaba dificultoso, debía superar un trecho pero lo hacía a
demasiada lentitud para su gusto. Sin embargo, imprevistamente llegó la
solución. Fue la tarde de un martes, cinco días antes de la celebración de su
cumpleaños. Los amigos de Inés y por ende, nuevos amigos de Heriberto,
se percataron de que en la pareja se perfilaba un romance y comenzaron a
bromear en voz alta. Por fin Julián, el más atrevido, se plantó frente a la
mesa que ocupaban gesticulando e invitándoles a que se besaran en público.
Era imposible desperdiciar el momento y observando por el rabillo del ojo
comprobó que Inés sonreía. Se acercó despacio y besó suavemente una de
sus mejillas. La mujer le observó con ternura por lo que repitió el beso, esta
vez en los labios.
Cuando finalizaron las chanzas, los vítores y estentóreos aplausos, poco a
poco cada uno de los presentes volvió a lo suyo, Inés y Heriberto siguieron
besándose tiernamente. Se les veía como a jovencitos acaramelados que
por primera vez atravesaran instancias semejantes. Podría decirse que hallaron
refugio mutuo. Así lo entendían también los allegados a quienes les
causaba admiración verles prodigarse tanto cariño mientras hablaban en voz
baja mirándose dulcemente a los ojos. Las tardes de sol las aprovechaban
para dar largos paseos tomados de la mano. Los días pasaron rápidamente.
Durante las caminatas, siempre por la acera bañada por el sol, se alternaban
contándose aspectos de sus vidas, algunas situaciones graciosas y otras no
tanto. Al final de cada paseo, Heriberto acompañaba a su novia hasta la
puerta de su casa, como era costumbre en los viejos tiempos. Inés vivía en
un antiguo caserón con su numerosa familia, ampliada en los últimos años
113
La vida es cuento
con yernos y nueras y, por supuesto, varios nietos que tardaron en llegar.
Había enviudado hacía tiempo pero con su decisión para enfrentar la vida
logró dar una carrera a los suyos y asegurarse el bienestar que ahora gozaba.
Al contrario de Heriberto, cuyo carácter vehemente, jamás le permitió
pensar en el porvenir. Lo cierto era que no tenía nada y dependía casi exclusivamente
de su paupérrima jubilación o de alguna ayuda familiar, que
llegaba cuando alguien se acordaba que aún existía.
La tarde anterior a su cumpleaños decidió que había llegado el momento de
dar un paso más. De no hacerlo desperdiciaría una gran ocasión y bajaría
unos cuantos enteros en la consideración de Inés. Como siempre desde que
frecuentaba el casino, dedicaba buen tiempo a acicalarse. Para la ocasión
eligió un traje azul con finas rayas grises que, si no fuera por el corte del
pantalón y la chaqueta de solapas anchas, podría decirse que estaba a la
moda. La camisa en cambio, no podía disimular los signos de excesivo uso
en el cuello y los puños, aunque impecablemente limpia. La corbata oscura,
perfectamente anudada, permitía el lucimiento de la brillante piedra del alfiler
ubicado exactamente unos centímetros más arriba del cierre de la chaqueta.
Colocó la infaltable flor en el ojal y tomando al paso un elegante
sombrero de seda negro, salió con paso resuelto.
Le invadía un estado de ánimo sobradamente conocido. Se sentía impetuoso,
dueño del mundo. Cuando esa personalidad arrolladora le embargaba,
consumaba actuaciones que en su estado normal era incapaz de
emprender. Mientras caminaba, recordó que también los mayores desastres
de su existencia podían imputarse a esa fogosidad. En contrapartida, sería
ingrato no reconocer que sus pocos logros también obedecían a ese estado
impulsivo, hasta si se quiere, vehemente. De todas formas, destilaba satisfacción
porque había encontrado un sugestivo rumbo a sus días en un momento
crítico. Ingresó en local y saludó a los presentes con su acostumbrada
exclamación: “¡Salute a tutti!”, que respondieron sin darse vuelta. Sus pasos
se dirigieron directamente hacia el salón trasero, donde estaba seguro hallaría
a su amiga. Con una seña pidió un café y se sentó a la mesa de su
compañera. Quedó en silencio contemplándola, Inés estaba radiante. No le
conocía ese vestido grana, ni tampoco la había visto maquillada como esta
vez. Transmitía un donaire imposible de no percibir. Besó su mano y halagó
su presencia recibiendo una sonrisa como recompensa.
Descubrió el café que el mesero le dejó sin que hubiera notado su presencia.
Lo bebió casi de un trago. No podía quitar los ojos de la fascinante figura de
Inés. Le gustaba, la necesitaba, la quería, pero ese día además la deseaba,
casi con desesperación. Era imposible contener ya esa pasión como hacía
tiempo que no experimentaba. Acercó su silla y pasó su brazo por sobre el
hombro de la mujer que le miraba como desconociéndole. Unos segundos
más tarde, por completo obnubilado, Heriberto comenzó a besarla ávidamente
mientras le repetía lo hermosa que estaba. Ella no tuvo tiempo para
reaccionar cuando sintió que una mano le acariciaba las piernas por debajo
del mantel.
Al cabo de unos momentos, Inés se incorporó con presteza, alertada, recuperó
su posición en la silla, reacondicionó su cabello y reacomodó su blusa.
Heriberto la contemplaba silencioso hasta que ella le pidió que tuviera cordura,
que no era el momento ni el lugar.
Heriberto suspiró aliviado; había acelerado demasiado pero confirmó que
114
Daniel Soto Rodrigo
continuaba en el buen camino. Ella, aturdida, no terminaba de comprender
la actitud intempestiva de su ‘Heri’. No le había ofendido, pero consideraba
su ímpetu fuera de lugar, no obstante, aceptó la copa de anís que le ofreció.
Juntos ganaron la calle unos minutos después y la mujer no pudo evitar una
sonrisa al escuchar los argumentos que esgrimía Heriberto, que no dudaba
en confesarle el amor que sentía por ella.
–La verdad es que no esperaba esta explosión tuya –dijo ella pausadamente–
pero no quiero que malinterpretes, a mí también me gustaría estar
a solas contigo pero entiéndeme, necesito prepararme para ello ¿lo comprendes?
Heriberto aceptó que se había excedido. Le achacó la culpa a ese estado intempestivo
que cada tanto le asaltaba, pero también reconoció que ese ímpetu
le había permitido ganar mucho terreno.
Caminaron un buen rato sin hablarse hasta que por fin, volvió a la carga;
abrazó a Inés reiterando sus aspiraciones, dichas esta vez en un tono más
sereno y firme. La mujer interpuso en primera instancias algunas evasivas;
sin embargo, terminó por reconocer que él le había cambiado la vida.
Un imprevisible chaparrón les obligó a buscar refugio en un bar cercano.
Ocuparon una mesa alejada de miradas indiscretas y entrelazaron sus
manos. Las carreras de las gotas de agua descendiendo los cristales captó
la atención de la pareja. Después del segundo café, fue ella quien llevó la
iniciativa. Algo sonrojada, fijó sus ojos en los de Heriberto y admitió compartir
los sentimientos que poco antes él le confesara, añadiendo enseguida
que estaba dispuesta a seguir adelante. Cuando por fin se dieron cuenta de
que la vida continuaba alrededor de ellos, comprobaron que era noche cerrada.
Había dejado de llover, por lo que decidieron caminar hasta la casa
de ella, como cada noche. Ya en el portal y a punto de despedirse, Inés lanzó
una propuesta que sonó a música en los oídos de Heriberto.
–Mañana será tu famoso cumpleaños –le dijo sin dejar de sonreír–, ¿por qué
no vienes a buscarme para comer y pasamos el resto del día juntos?
–¿Dónde yo quiera? –preguntó ansioso–.
–¡Donde tú quieras! –respondió Inés con ternura–.
–¡Claro que sí!, ¡es el mejor regalo de cumpleaños de todos cuantos he tenido!
–aceptó Heriberto alborozado–.
La impaciencia lo carcomía. Daba vueltas y vueltas en la cama sin poder
dormir, igual que cuando niño llegaba la noche de Reyes. A cada rato miraba
el reloj sin que por ello la hora avanzara más rápido. Casi no podía creer en
lo que le pasaba; apenas unos días atrás su vida era anodina, monótona,
en cambio ahora, experimentaba un notorio cambio. Las preocupaciones
desaparecieron como por arte de magia y se disponía a vivir plenamente de
las flores tardías que brotaron en el jardín.
El largo desvelo le permitió presenciar el amanecer del aguardado día. Eso
le hizo relajar y en segundos nada más, se quedó profundamente dormido.
Despertó sobresaltado poco después de las once de la mañana, aún con
tiempo para prepararse a gusto. Era apropiado estrenar aquella camisa que
le regalaron precisamente para esa fecha, sin poder precisar cuándo que reservaba
para alguna ocasión importante. Y esta lo era. Cuidadosamente la
desenvolvió, quitó los alfileres y la estiró sobre la cama. Alistó asimismo su
mejor traje, sus zapatos, su ropa interior, prendas que le hicieron reflexionar
acerca de una necesaria renovación, a la vez que cumplía con su obsesión
115
La vida es cuento
de darle brillo a sus zapatos. Cuando daba los últimos retoques a su peinado
que, por su poco pelo no presentaba demasiadas dificultades, escuchó que
llamaban a su puerta. Acudió a atender mientras colocaba la rosa roja que
creyó oportuno lucir en su solapa y abrió la puerta.
–¡Hola abuelo, feliz cumpleaños! –gritaron al unísono tres de sus pequeños
nietos que al momento corrían y saltaban a su alrededor.
–Hola papá, felicidades! –agregaron por turno dos de sus hijos– te venimos
a buscar. Toda la familia está reunida en casa porque decidimos organizar
una fiesta por tu cumpleaños. ¿Has visto que no nos olvidamos de ti!
–Gracias, gracias... –balbuceaba Heriberto sin reponerse de la inesperada
invitación–, es que yo... hoy tengo un compromiso..., verán...
–¡Nada, nada!, hoy no hay más compromisos que para con tu familia que
en pleno te esperan con un montón de regalos –dijo su nuera mientras le
besaba la mejilla derecha.
Nada de lo que pasaba tenía razón ni sentido para Heriberto cuando ascendía
al coche de su hijo. En cualquier otro momento, la llegada de sus hijos,
nietos y demás familiares, le habría llenado de alegría. En cambio en esta
ocasión, sus ilusiones eran otras. Su reloj le indicó que faltaban dos minutos
para la una, su pensamiento voló hacia Inés, le estaría esperando y ni siquiera
pudo avisarle...
Los sones del ‘cumpleaños feliz’ recibieron a Heriberto en la casa familiar.
Todos aplaudían contentos y acercaban una gran torta con una simbólica
vela encendida. Heriberto les miraba a todos pero no los veía, su rostro presentaba
un aspecto desencajado y a todas luces se le notaba triste.
–Te das cuenta de que es un viejo loco –dijo por lo bajo su hijo al oído de su
esposa–, se queja porque no le visitamos seguido en la residencia y cuando
lo vamos a buscar para celebrar su cumpleaños, se pone como si fuera su
velatorio, ¿quién lo entiende?
–No seas malo, es que debe estar emocionado –justificó la mujer sin dejar
de batir sus palmas.
1990
116
Daniel Soto Rodrigo
Cuarto día de lluvia continua
Acerco mi silla a la mesa junto a la ventana y el repiqueteo contra el
cristal ya comienza a hartarme. Soy bastante taciturno, melancólico por antonomasia,
por lo que los días tristones y lluviosos encajan como un escenario
adecuado. Sobre todo después de un verano de insufrible bochorno,
de sol abrasador. No hay duda, prefiero este oprobioso tiempo de brisa
fresca, tirando a fría, y algunas gotas para consolidar el quehacer de madre
natura. Pero entiéndase, tampoco los extremos. Cuatro días lloviendo sin
pausa comienza a agobiar.
El primer día lo dediqué a disfrutar el momento. Llevé a la mesa un café
bien caliente y aromático como nunca y el primer libro de la pila seleccionada
para este invierno –tres o cuatro títulos importantes, preferentemente
novelas, y algunos ‘light’ para entremezclar. Hace ya muchos años que dejé
de fumar; de no haberlo hecho, ese habría sido el momento ideal para encender
uno. Pero, pude dejarlo, un bien inconmensurable para mi salud y,
quizá aún más, para mi maltrecha economía.
La segunda mañana, más o menos lo mismo. Mesa, café, libro y cada tanto
alzar la vista para comprobar que la llovizna volvía a convertirse en chaparrón
y un poco más tarde descender de rango, sin renunciar a su persistente
presencia. Así los dos días siguientes.
El efecto hipnótico de las gotas repiqueteando sobre las baldosas del patio
me abstraía de la lectura. En realidad, casi de todo. Las tardes de juegos
con los niños, antes de que misteriosos caminos que la razón esconde al entendimiento
se convirtieran en laberínticos vericuetos de complicado retorno.
Aún anhelo el viento helado del Sur. Aquel que golpeaba en la cara y sacudía
en el alma. Ráfagas que humedecían los ojos para ver mejor. Viento consejero
que lejos de molestar, impulsa, da vida. Eran tiempos de sueños y de
futuro. De frío, viento y soledad. Jamás volví a experimentar una sensación
de libertad tan poderosa como en medio de la inmensidad del desolado paisaje.
Una inesperada claridad rompió el encantamiento. No soporto el café frío,
voy a por otra taza y con ella humeante vuelvo junto al ventanal. La cerrazón
recuperó su sitio, al igual que yo. ¿Cómo pueden mortificar tanto los recuerdos
de momentos que fueron tan felices?
2017
117
La vida es cuento
Manías de maniático
No es que a mí me pasen cosas raras, o que tenga un imán para ellas,
no. O en realidad sí, no sé… Lo que es cierto es que soy más observador
que hablador. Bastante más. Si tuviera dinero pagaría por no hablar, o mejor
aún, por no escuchar chácharas. Pero observar sí me gusta. La gente por la
boca dice cosas, pero sus gestos, sus actos, son los que hablan por ellos.
Por trabajo, tengo algunos ratos libres por lugares de Galicia que suelo andar
y hoy, precisamente, en uno de esos habituales paseos, en esta ocasión en
Baiona, me acerqué al bar de siempre (con el café ponen unas pastitas crocantes
que son una delicia). A veces leo el periódico, otras un libro o simplemente
observo. Esta mañana tocó esta última alternativa y comprobé
(porque ya lo había notado antes) que un parroquiano que casi siempre
ocupa la misma mesa, se levantaba para tomar el café.
Como ya nos conocemos de vista y nos damos los buenos días con un ligero
cruce de miradas, le pregunté: “He notado que usted se pone de pie para
tomar el café, ¿o es que me ha parecido?
–Sólo me pasa con el café –dijo, animando más todavía mi curiosidad. Con
un refresco, un vino o una cerveza no, pero con el café o el café con leche
sí.
–¿Raro no?, ¿por qué? –insistí.
–No sé explicarlo. Viene de niño. Para comer también–agregó–. No me
siento a la mesa.
–Y su familia, ¿qué dice?
–Nada. Están acostumbrados. Ellos como todos, se sientan a la mesa pero
yo como de pie.
–¿Siempre? –repregunté intrigado.
–No. A la cena sí que me siento.
–¡Ahh! –dije a modo de despedida.
Mientras volvía al coche comprendí que las cosas raras les pasan a otros,
sólo que las descubro por mirón. ¿Será eso? ¿No?
2013
118
Daniel Soto Rodrigo
Cumpleaños… ¿feliz?
Decidió sorprender a su esposa con una cariñosa tarjeta de cumpleaños
hecha por él. Después de tantos años juntos era la primera vez que lo
haría y puso todo su empeño para que le quedara algo ingenioso y que expresara
todo su amor. Durante varios días navegó por la Red en busca de
ideas. La creatividad no era lo suyo, pero la ocasión demandaba el esfuerzo.
Tras varios intentos fallidos, dio con un boceto que le satisfizo. Comenzó a
pulirlo. La imagen ya estaba decidida. Faltaba la frase. Pocas palabras, pero
un mensaje contundente. Tras cantidad de idas y vueltas, borrones y descartes,
fue apareciendo el concepto final.
El resultado estaba cerca. El momento de montar la adorable misiva había
llegado. Una gran base de hermosas rosas rojas bajo un impecable cielo
azul en el que unas nubes dibujan un enorme corazón que contiene el mensaje:
“Te deseo como el primer día. Te quiero amor”. Absolutamente conforme
con lo logrado, convirtió el diseño en una imagen y la guardó en su
móvil.
Esa noche, sentados en el sofá, uno junto a otro, como era habitual, esperó
con mal disimulada calma que diera la medianoche y comenzara el día del
cumpleaños de su esposa. Distraídamente, extendió el brazo hasta la mesita
contigua donde tenía el móvil con el mensaje preparado y listo para enviar.
Y allí salió…
Al instante, sonó el de ella. La sorprendió. Miró de qué se trataba mientras
su marido de reojo seguía toda la escena. Esperaba una sonrisa, un beso,
quizá algo más…, pero la mujer, pensativa, mantuvo la vista sobre la pantalla
unos momentos más y luego volvió a dejar el teléfono en su sitio. Nada,
ni un comentario, ni un gesto…
Desconcertado, preguntó: ¿Quién era..?
No lo sé –respondió ella– uno de esos mensajes anónimos.
2019
119
La vida es cuento
La casa maldita
La casa maldita estaba en boca de todos pero en realidad nadie había
entrado en ella al menos en los últimos cincuenta años. Tampoco existía
constancia de desaparición alguna, de persona u otro ser viviente, y, sin
embargo, abundaban las fábulas y otros hechos misteriosos. El edificio, de
respetables dimensiones, había sido construido a principios del siglo XIX en
una deshabitada zona del norte de Portugal; tan alejada de la población más
cercana como se mantiene en la actualidad. Se desconoce quién fue su propietario.
Se atribuía a una rica familia de Lisboa que la construyó como morada
de la hija menor de una larga descendencia. Algo así como una jaula
de oro para mantenerla alejada de una relación afectiva reprobada por sus
padres. Muy poco más se sabía al respecto. Tampoco era sabido si alguien,
alguna vez, habría vivido en ella. Partiendo de esa base comenzaron a entretejerse
historias variopintas.
La casa envejeció. La vegetación fue adueñándose de la finca engullendo
parte del edificio. En el proceso fue adoptando un aspecto cada vez más lúgubre,
facilitado por la espesura que impedía el paso de la luz solar. Como
en los cuentos de fantasmas los muros se veían grisáceos, verdosos, con
largas manchas de negro chorreado, charcos y humedades por todas partes.
Como intuyendo un destino azaroso, sus constructores resguardaron todo
el perímetro con altas rejas rematadas en punta de lanza capaces de desanimar
al intruso más entonado. El cercado se mantenía entero y sólido, cubierto
de herrumbre, líquenes, telas de araña y todo lo que la imaginación
del lector pueda aportar. Aún así, permitía adivinar que originalmente había
sido verde y las rosetas de forja, así como las terminaciones en punta, doradas.
Sin duda, un gran trabajo de los herreros de la época. La cerradura
del enorme portalón permanecía cerrada, si por la llave o por el óxido solidificado
tras años de total abandono, pero era imposible de abrir y tampoco
nadie lo había intentado de otro modo.
Debe considerarse que el aspecto general de la hacienda era aterrador. Invitaba
a mantenerse lo más alejado posible. Durante el día se escuchaba el
trinar de pájaros anidados en los añosos árboles, el croar de ranas y poco
más; pero era durante la noche cuando los sonidos alcanzaban otra dimensión.
Muy pocas han sido las personas animosas para pasear en la oscuridad
por las inmediaciones de la casa maldita, pero quienes se aventuraron aseguraron
haber escuchado llorar desconsoladamente a una mujer desde el
atardecer, hasta que el sol se vuelve a levantar por el horizonte. Otros testimonios
dieron credibilidad a esta historia, añadiendo la visión penumbrosa
de una mujer con un bebé en brazos deambulando aturdida. Sorprendió a
todos el testimonio de una conocida señora del ámbito cultural de la población
que, durante una misa dominical, había interrumpido el sermón del sacerdote
para confesar abiertamente haber sido testigo de una escena
120
Daniel Soto Rodrigo
surrealista. La señora, creyente y respetuosa a pie juntillas de los designios
del Señor, juró haber visto la desdibujada figura de una mujer abrazando a
un bebé corriendo como enloquecida y llorando a gritos de un lado a otro
de los jardines de la finca. Asegura haberse quedado petrificada ante la escena,
incapaz de reaccionar, horrorizada. No supo indicar el tiempo que allí
estuvo, paralizada. Sólo recordaba que, en un momento dado, sin dejar de
emitir el desgarrador llanto, la extraña figura se metió a la casa atravesando
la gruesa puerta de madera. El sonido de los lamentos fue menguando hasta
parecer llegar desde un sitio con mucha resonancia, lo que le llevó a pensar
que se habría refugiado en el sótano.
Los portugueses son, en general, muy creyentes, con mayor incidencia en
las mujeres mayores. Muchas de ellas, sobre todo en las zonas rurales, continúan
vistiendo de negro riguroso por el resto de sus días tras la pérdida
de un esposo o de un hijo. Infaltables a la cita con la eucaristía, cuchicheaban
entre ellas y se persignaban repetidamente tras el terrible testimonio.
Ese misterioso relato no hacía más que confirmar otros anteriores, distintos,
pero igual de misteriosos y espeluznantes. Rápidamente, el ánimo de las
mujeres, clara mayoría en la relativamente pequeña nave parroquial, se caldearon.
Una de esas campesinas vestidas enteramente de negro, con un
pañuelo cubriéndole la cabeza y parcialmente la cara, alzó su voz con una
potencia que no se correspondía con su imagen abatida, parecía sobrehumana:
“Aquela casa é amaldiçoado. Ele leva dezenas de anos habitadas por
demônios. Temos de fazer algo para afastar esses espíritos malignos em
nossa vizinhança”, requirió (“Esa casa está maldita. Lleva decenas de años
habitadas por demonios. Tenemos que hacer algo para alejar estos malos
espíritus de nuestra vecindad”). Ante el cariz que tomaban los acontecimientos,
el párroco prometió tomar cartas en el asunto para intentar dilucidar
qué era lo que pasaba en esa antigua propiedad.
A la salida de misa no se hablaba de otra cosa. Los más viejos revolvían en
su memoria para rescatar historias sobre la casa maldita; aquellas que se
contaban cuando eran jóvenes. Otras contribuían a nutrir las leyendas con
someras tesis o rumores sin ningún fundamento que, en realidad, sólo aportaban
temores e inquietud entre los vecinos.
Con el paso de los días, lejos de aplacarse los ánimos, fueron llevando la fabulación
colectiva a extremos nunca antes alcanzados. La vocinglería desatada
acumulaba al menos cuatro o cinco avistamientos de extrañas
presencias, más propias de la ciencia ficción que de leyendas de ánimas tan
propias de estas tierras.
No obstante, el tema despertó la curiosidad de cuatro hombres de mediana
edad: João, Helder, Guilherme y Danilo. Los cuatro trabajadores del medio
rural pero de una formación adecuada para el desarrollo de las nuevas tecnologías;
es decir, personas de cierta preparación y poco proclive a dejarse
subyugar por conjuras o contubernios. Solían coincidir al finalizar cada jornada
en un viejo bar al que el azar le había regalado una segunda vida. Don
Afonso abriera una tienda de ultramarinos ochenta años atrás en esa vieja
casona, por entonces, en la entrada del pueblo. Con los años, la villa fue
creciendo y se crearon nuevos accesos, con lo que la tienda quedando aislada.
Sus actuales propietarios, nietos del fundador, la transformaron en un
bar que en realidad era más un reducto de los campesinos que volvían con
sus tractores o burros de regreso a casa y tenían allí parada casi obligada.
121
La vida es cuento
La buena fortuna hizo que recobrará brío cuando el diseño de la nueva autopista
eligiera la antigua carretera comarcal como enlace, con lo que el
viejo bar volvió a la vanguardia y para favorecer más aún, frente a él levantaron
una estación de servicio, con lo cual, los lugareños lo volvieron a tener
como punto de encuentro, todo un “centro de convivio”, como dicen por esas
tierras.
Allí también el tema de la casa maldita ocupaba buenas horas. La cuestión
era tristemente célebre y no era raro que algún eventual visitante preguntara
al respecto. Eso mismo sucedió aquella tarde en la que João, Helder,
Guilherme y Danilo apuraban su ‘Sagres’ para regresar a casa. Un coche se
detuvo frente al bar. Bajó un señor, algo mayor, entró y pidió café y a poco,
encaró hacia la mesa de los cuatro parroquianos y sin dar mucho rodeo, dijo
que había escuchado hablar de la misteriosa casa que llevaba décadas atemorizando
a la zona y que le gustaría conocerla y dada su apariencia de lugareños,
preguntó si podían indicarle el camino.
Los cuatro se cruzaron miradas y finalmente fue João quien habló:
–Claro que sabemos dónde está, pero le desaconsejamos que vaya usted
ahora. Ya está anocheciendo y es noche de luna llena y veo que lleva un
perro en el coche ¿sabe? –dijo João.
–¿Podría ampliar algo el concepto? –preguntó escéptico el forastero.
–Mire, a decir verdad, nosotros ni creemos ni dejamos de creer, pero que
pasan cosas raras, sí que pasan… –insistió João.
La mirada fija del viajero y su silencio reclamaban saber algo más.
–Verá usted –intervino Helder– desde hace muchísimos años todas las noches
de luna llena suceden hechos inexplicables que tienen que ver con los
animales domésticos. Cuando todo está en calma y el silencio nocturno se
hace dueño y señor, las cosas comienzan a turbarse sin motivo aparente.
Se multiplican y se agudizan maullidos, ladridos, graznidos…, pero sobre
todo maullidos. Algunos tan lastimosos que erizan la piel. Nadie sale de su
casa, quizá por indiferencia, quizá por cobardía o por lo que sea, cada uno
sabrá por qué, pero nadie sale. Por la mañana –seguía contando Helder concentrando
toda la atención– la gente va a sus ocupaciones y apenas se cruzan
algún saludo en voz baja, casi sin mirarse, como avergonzados por la
pusilanimidad nocturna continúan su camino en silencio, como esperando
las noticias que no tardarán en llegar. Y efectivamente, poco después, siempre
llega corriendo alguno de los más jóvenes que incapaz de dominar su
curiosidad, se desplazara hasta las inmediaciones de la casa maldita para
comprobar si la maldición volviera a cumplirse. La última vez han sido cuatro
gatos y un perro misteriosamente muertos, sin heridas a la vista pero con
los ojos inyectados en sangre, casi desorbitados. A veces son más, pero
nunca menos de cuatro animales muertos cada noche de luna llena, como
le dije, la mayoría gatos, domésticos o salvajes –remató João, sopesando
en el rostro del viandante el efecto conseguido con su historia.
–Ciertamente, es una historia asombrosa –aceptó el visitante– pero he escuchado
otras bastante similares en otros puntos del país. No me parece
que se pueda repetir tanto un fenómeno como ese ¿no creen?
–No es cuestión de creencias –dijo Guilherme entrando en escena–, es la
tradición oral que desde niños escuchamos y que en cierta medida hemos
asumido. Nadie puede confirmarlo, ni tampoco desmentirlo y gritos, aullidos,
llantos y otros sonidos extraños, escuchar, se escuchan, y los animales
122
Daniel Soto Rodrigo
muertos aparecer, aparecen…
El hombre quedó mirándole, reflexionando en silencio. Estaba a punto de
decir algo justo en el momento en que Guilherme arrancaba de nuevo:
–También está la historia de Teresa Fidalgo…
–¿Teresa Fidalgo..? –preguntó el desconocido.
–Sí. Dicen que esta propiedad perteneció a una familia muy rica de Lisboa
y por añadidura, alguien encontró alguna similitud con una espectral fábula
y la trasladó aquí…, o no…, que no lo sabemos. Se trata de un mito más reciente,
concretamente de 1983 que, supuestamente, sucedió cerca de la capital.
Teresa Fidalgo –continuó diciendo Guilherme– era una joven muy
bonita que murió en un accidente de tráfico en una curva muy cerrada de
una carretera comarcal estrecha y oscura. Después de su enterramiento
nació el mito. Fue cuando la familia confirmó que en esa misma curva, muchos
años antes, se había suicidado su abuela y era su ánima que no encontraba
paz, la que empleaba todo su mal arte para que el lugar se
convirtiera en una trampa mortal para quienes fueran atraídos hacia allí.
–Pero es una historia lisboeta, usted mismo lo ha dicho –apuntó el hombre
descreído.
–Es verdad, pero ha habido un par de accidentes mortales similares y un
tercero que después de varios meses de hospital pudo dar testimonio ya
que logró sobrevivir. La víctima en principio no recordaba nada, pero tiempo
después logró hacerlo. Aseguró haber visto a una joven delgada y muy bonita
hacer autostop en plena noche y que se detuvo porque pensó que había
sufrido un accidente. Contó que la extraña se excusara diciendo haberse
perdido y agradeciéndole que le llevara a la población más cercana. El hombre
accedió dejando subir a la chica. Poco más recordaba, sólo que al llegar
a una curva su coche se descontrolaba, el volante estaba trabado y los frenos
no respondían. Lo último que recordaba era una carcajada sarcástica.
Después, ‘renacer’ en el hospital. La historia corrió como un reguero de pólvora
y de hecho, desde entonces nadie en el pueblo acepta llevar a ningún
desconocido en su coche, menos aún si se trata de una mujer joven.
–Inquietante, sin duda –comentó el hombre. Les estoy entreteniendo mucho
y no quisiera ser molesto –agregó– pero todo esto es tan interesante que
no me puedo resistir. Déjenme al menos que pague las tres rondas de cerveza
que ya hemos tomado.
–Aceptado, dijo Danilo y además, después vendrá hasta casa para justificar
ante mi mujer la tardanza –dijo provocando la risa de todos–. Porque aún
le queda una ronda más. Si pide otra vuelta le cuento la más cruenta de las
historias.
–Hecho –consintió el caballero que luego de pedir la ronda pertinente se
acomodó en su asiento dispuesto a escuchar-. ¿De qué se trata? –preguntó
inquieto–.
–De la dantesca historia de la mujer loba.
–Eso me va a encantar –afirmó el extraño cuyos ojos se iluminaron con un
extraño brillo–. ¡Tiene toda mi atención!
–La historia es turbadora y posiblemente la más antigua de todas las que
se cuentan. Además, la que más visos tiene de haber sido cierta. La mitología
mundial recoge historias de licántropos a lo largo y ancho del planeta,
pero generalmente encarnados en la figura masculina. En Portugal, las historias
de ‘lobisomem’ abundan, pero la transformación en mujeres son
123
La vida es cuento
mucho más escasas. Pero hay una –siniestra– que tiene a esta casa por escenario.
La historia se remonta a quién sabe cuántos años. Nuestros abuelos
nos contaban, que ya sus abuelos lo hicieran antes, sobre Efigenia, una bellísima
muchacha de una aldea cercana a Braga que fue cautivada por un
hombre escapado de la vecina Galicia. Decían que era un asesino perseguido
y a su paso por Portugal adoptó la figura de un bello mancebo que de inmediato
captó la atención de la joven. Dice la leyenda que una noche de martes
la llevó a un paraje junto al río Cávado y que allí se cobró la virginidad de la
joven. Tras lo cual, mostró su verdadera imagen. Trocando la risa en gemido
y brotando pelo renegrido por todo su cuerpo, se largó a la carrera monte
arriba lanzando desgarradores aullidos que se escucharon en kilómetros a
la redonda.
El largo relato de Danilo fue seguido con atención por todos, incluido unos
parroquianos que en una mesa cercana habían abandonado su conversación
pendientes de los extravagantes casos de fantasmas. Según Danilo, los habitantes
comenzaron a hablar de la mujer loba poco tiempo después de
aquel suceso que, como quedó dicho, nadie sabe situar exactamente en el
tiempo. Se llegó a comentar que hubo quien trajera a relación testimonios
de pastores que aseguraban haber visto a una loba alimentando criaturas
en plena montaña. No faltó quien afirmara estar en presencia de un caso de
Rómulo y Remo en versión portuguesa. Al igual que Rea Silva, la joven bracarense
que fuera violada por un lobizón y como consecuencia, nacieran gemelos,
como los romanos.
–Bien pudo ser verdad –dijo el extraño que se veía por primera convencido
por un argumento–. No sólo pudo ser verdad, sino que, además, puede seguir
siéndolo. Hay casos de esos por todo el mundo. En Sudamérica –continuó
diciendo– son bastante habituales. En las pampas argentinas, en
Paraguay y en Brasil abundan historias. Allí, existe la creencia que el séptimo
hijo varón será, sin escapatoria, un lobizón. Estos seres malditos se transforman
en animal los días martes y las noches de viernes de luna llena. Adquieren
aspecto de perro muy grande y suelen vagar hasta el amanecer, las
más de las veces, sin atacar a nadie. Por aquellos lugares saben de su presencia
por los perros. Se juntan varios y ladran sin cesar alertando sobre su
cercanía, pero no se conocen casos en que hayan atacado al chocante ser.
En Portugal también abundan las historias de lobisomes, pero son muy
pocos los de mujer loba. ¿Qué más sabe sobre este caso? –preguntó interesado.
–Nada más que rumores sin mayor fundamento que la reiteración a través
de los años –dijo Danilo. Narraciones que de boca en boca fueron transformándose
en ‘verdades’, como que esta jovencita violada, cuando comenzó
a notar la metamorfosis que regiría su vida, se alejó de las personas y se
refugió en esta casa. Nadie la volvió a ver tal cual era. Sin embargo, las fábulas
hablan que la noche de los martes solía dejarse ver una mujer bellísima.
Alta, rubia, de cuerpo descomunal y semidesnuda; un imán de
tremendo poder para con los hombres. Los relatos coinciden en que la mujer
sólo seducía a mancebos de tez muy blanca y de cabellos castaño claro. De
hecho, varios jóvenes que respondían a esas características físicas han desaparecido
sin más. Son muchos los casos de familias desesperadas por perder
todo contacto con hijos de esa forma repentina, sin causa que lo
provoque o justifique. La convicción popular acabó por convencer a propios
124
Daniel Soto Rodrigo
y extraños haber sido víctimas de la mujer loba.
–¡Qué interesante! –repitió una vez más el hombre.
–Con la reiteración de estos hechos a lo largo de tantos años, los lugareños
constataron que las desapariciones de los mancebos siempre se producían
las noches de los martes, luego de ser cautivados por la belleza adoptaba
por la figura legendaria. La locuacidad popular engatusaba a los desprevenidos
jóvenes para llevarlos a la casa y hacer de ellos su sustento hasta el
martes siguiente. Sus víctimas siempre respondían a la fisonomía del que
fuera su agresor, con lo que consumaba una venganza eterna.
–Cuándo se produjo la última desaparición de un mancebo? –preguntó el
forastero.
–No lo sabemos –replicaron los lugareños. También es verdad que persisten
algunos misterios. Personas que dejamos de ver de un día para otro. Las
familias tampoco saben y otras argumentan que emigraron a Alemania o
Francia y jamás han vuelto. Muchos, como nosotros, especulamos que han
intentado entrar en la casa, o han entrado y como se dice, de allí no sale
nadie.
–¿Saben de alguien que efectivamente haya entrado en la casa, últimamente?
–insistió el desconocido.
–Ni últimamente, ni antiguamente…, no tenemos constancia de nadie que
haya entrado; al menos que lo haya hecho y pueda contarlo. Pero sería necio
desoír el cúmulo de historias terribles sobre la casa. Llevan integrada la advertencia
sobre las consecuencias de una visita al misterioso edificio –aseguró
Danilo, añadiendo–, dicen que el intruso que entre se puede dar por
desaparecido porque los extraños poderes que moran en su interior lo atrapan
sin permitir zafarse.
–Creo que ha llegado la hora de comprobar si alguna de estas interesantes
historias que me han contado puede documentarse de alguna manera –confirmó
con un tono muy resolutivo.
–¿Qué…, piensa entrar..? –preguntó Danilo.
–Eso pienso, y esta misma noche –fue la respuesta.
–¿Está usted en posesión de un disparador nuclear de protones como en
Ghostbusters? –preguntó Helder, algo contrariado.
–No, que va –respondió el hombre sonriendo– no es eso.
–¿Qué entonces..? –insistió Helder.
–Mi nombre es Antony Rodrigues –se presentó finalmente el visitante–, soy
de Coimbra y desde muy joven me sentí atrapado por el esoterismo –confesó.
Tanto, que he logrado revelar misterios que llevaban siglos rondando
entre las personas, como el famoso fantasma de las cadenas, en Setúbal, o
el asesinado de los subterráneos (metro) de Buenos Aires, que cada tanto
aparecía un cadáver en el suelo de algún baño público, encharcado en sangre
y con el cuello a medio colgar, o la Dama de Blanco, figura semitransparente
que se pasea por los palacios reales de Alemania.
João, Helder, Guilherme y Danilo quedaron mirándole en silencio, anonadados
ante el personaje y viendo que ya casi era de noche aventuraron que
podría no ser una buena idea. Fue entonces cuando Antony les tranquilizó:
–Tengo mucha experiencia en estos asuntos y un perro entrenado para percibir
sensaciones más allá de las habituales. Detecta fenómenos paranormales.
Como han podido comprobar en todas estas horas de charla que
mantuvimos, ni se le ha escuchado. Sólo ladra cuando percibe algo anormal.
125
La vida es cuento
Tiene poderes sobrenaturales y los expresa de la única forma que puede hacerlo,
ladrando; lo cual es una gran ayuda para mí porque me permite saber
a qué me voy a enfrentar, si es que me voy a enfrentar a algo.
–Y si le toca enfrentarse a algo, ¿con qué lo va a hacer, con las manos? –
preguntó João.
–Con mi capa y una luz especial que detecta el efecto halo que desprenden
las figuras fantasmagóricas de los espíritus errantes o las ánimas en pena.
Durante mis años estudiantiles me ganaba unos escudos cantando fados en
tabernas o por las calles, plazas y también dando serenatas. Por entonces,
al igual que se sigue haciendo, estudiantes y otros fadistas utilizan un gran
sombrero negro y una hermosa capa negra de fino tejido que cubre casi
hasta del tobillo. Aún la conservo y es la que me protege de cualquier mal.
¿Quiere acompañarme alguno de ustedes?
–Pues va a ser que no, mire…, parece una idea absolutamente desaconsejable.
–Pues quedemos para mañana a las nueve en punto, aquí mismo, y durante
el desayuno os contaré qué hay en la casa maldita –dijo con absoluta convicción
Antony y sin aguardar respuesta salió hacia su coche, lo puso en
marcha y se perdió en la noche.
A las nueve en punto de la mañana siguiente, João, Helder, Guilherme y Danilo
aguardaban ansiosos en el bar Don Afonso. Eran casi las diez cuando,
ya desayunados, Helder desconfió: “Nos habrá tomado el pelo”. Unos que
sí, otros que no y Danilo, con sensatez dijo:
–Es posible que todo haya sido una farsa pero por las dudas, antes de irnos
cada uno a lo nuestro ¿por qué no pasamos por la casa y comprobamos que
todo está como siempre?
La propuesta tuvo rápida aceptación salieron en su búsqueda, tras indicar
al dueño del bar que si volvía ese señor de la tarde anterior, le pidiera que
aguardara hasta que los cuatro regresaran.
En el viejo Land Rover de Guilherme, los cuatro amigos enfilaron hacia la
casa. Desde bastante antes de llegar, vieron el coche del ‘cazafantasmas’
frente a ella. Se miraron en silencio. Mala espina. Bajaron y se dirigieron al
portalón de rejas. La tupida vegetación no permitía ver más que la mitad
superior de la puerta del edificio, pero sí se escuchaba perfectamente que
el perro de Antony Rodrigues no dejaba de ladrar. Intentaron abrir, pero las
rejas parecían soldadas, era imposible. Comenzaron a rodear el perímetro
intentando descubrir por dónde habría entrado el fadista de Coimbra. Al fin,
medio cubierta por las ramas, encontraron una trampilla abierta, por la que
indefectiblemente entraría el hombre y, aunque angustiados, decidieron entrar
ellos también.
Susceptibles a cualquier sonido extraño, atentos a cualquier movimiento, y
atemorizados por el incesante concierto de ladridos, los cuatro avanzaron
hasta la entrada principal. Abriéndose camino casi como en la selva llegaron
hasta un pequeño claro desde el que descubrieron el drama. El perro continuaba
ladrando frente a la entrada a la casa y sentado en el umbral, con las
piernas extendidas, la espalda contra la puerta y la cabeza gacha con su
sombrero puesto, estaba Antony, inmóvil. Lo llamaron desde lejos, tiraron
algunas piedras pequeñas por si estaba dormido, pero lo único que respondió
fue el perro girando la cabeza para mirar a los recién llegados y como si
nada, continuar su ritual de ladridos frente a su amo.
126
Daniel Soto Rodrigo
Ya metidos en un buen berenjenal decidieron rescatar al extraño sujeto.
Quedaba probado que había logrado entrar en el edificio y al parecer, también
que nadie vuelve de su interior con vida. Antony Rodrigues estaba sentado
en el umbral, la espalda apoyada sobre la hoja izquierda de la enorme
puerta, la cabeza bien gacha con el sombrero puesto que le tapaba por completo
el rostro. No cabía duda de que el hombre estaba muerto y bien
muerto. Sus manos, dentro de unos grandes guantes negros, cerradas en
puños. En el derecho apretaba unos papeles, tan fuertemente aferrados que
no les fue posible quitárselos. Al moverle, el cuerpo cayó sobre su derecha
y los cuatro quedaron horrorizados ante la imagen. Al audaz conimbricense
le faltaba la mitad de su cuello. La tremenda herida que dejaba su garganta
al descubierto no parecía efectuada con un elemento de corte sino como
haber sido arrancada brutalmente. El perro no dejaba de ladrar y al ladearse
el cuerpo de su amo intensificó el aullido. João, Helder, Guilherme y Danilo,
aterrados, no sabían qué hacer. Lo único claro era salir de allí cuanto antes.
“No toquemos nada más y vayamos a avisar a la policía. Uno debe quedarse
aquí”; dijo Guilherme, obteniendo una respuesta unánime de sus compañeros:
“Ni loco”…
Los cuatro volvieron sobre sus pasos y pocos minutos alertaron sobre el suceso.
Siendo un pueblo tranquilo como era, en poco tiempo policías, juez,
peritos, bomberos y médicos se encontraban frente a la lúgubre casona que
lucía más tenebrosa que nunca. Comprobaron que el portalón de las rejas
no había sido forzado y entraron agazapados siguiendo el resabio de los cuatro
denunciantes que encabezaban el grupo indicando por dónde habían accedido.
El juez y el médico retrasaron la diligencia, incapaces de atravesar
la trampilla a gatas. Fue necesario aguardar hasta que los bomberos agrandaran
el paso.
Junto a la dantesca escena se repitieron las expresiones de horror. El perro
continuaba con sus ladridos sin desfallecer un momento, mientras que entre
los miembros de la intrusa comitiva reinaban partes iguales, inquietud y
náuseas. Envueltos en la congoja que transmitía el sitio, apuraron su labor.
Luego de varios intentos, lograron desasir los papeles que el muerto sujetaba
con tanta firmeza que, a pesar del esmero puesto en su recuperación
no pudieron evitar algunas roturas. Hecho lo cual se dispuso el traslado del
cadáver para su autopsia. El juez y los peritos comenzaron a examinar las
viejas hojas que el fallecido poseía tan firmemente. “Llevan mucho tiempo”,
apuntaron pronto. Están fechadas en 1875 y escritas en un portugués en
desuso.
–¿De qué se trata? –preguntó el comisario.
–Una escritura; o mejor dicho, un contrato de traspaso de dominio, al parecer
de esta casa.
–¿De dónde la habrá sacado este hombre? –insistió el comisario.
–De la casa seguro –dijo el juez– nunca ha entrado nadie y puede que conserve
en su interior muebles, enseres y evidentemente, documentación. De
hecho, esta es una acreditación veraz. Sólo sabíamos de hechizos y fantasmas
y ahora tenemos datos concretos.
–Sabemos de las cuestiones legales y del llamado secreto sumarial –se escuchó
decir a Helder–, pero teniendo en cuenta que nos hemos jugado el
tipo y denunciado los hechos, al menos díganos a quién pertenece esta casa
maldita.
127
La vida es cuento
Luego de mirarles largo rato, sopesando el razonamiento, el juez accedió a
contarles, “pero lo haremos en mi despacho, este lugar me da repeluz”, confesó.
–Señor –llamó Guilherme al juez– ¿Puedo quedarme el perro? En cierta medida
me siento responsable. Yo le conté toda esta historia al difunto y qué
menos que cuidar de su perro…
–Todo suyo –aprobó el juez– y ahora vámonos.
Al día siguiente, en el Juzgado, reunidos todos, el juez habló: “Como dije,
este documento fue firmado en el año 1875, quedando establecido que José
María Caldeira do Casal Ribeiro (político portugués, nacido en Lisboa en
1825) compra esta finca a Viriato Silva con la intención de residir en ella
cuando se retire de la actividad política.
“He revisado los libros y los datos se corresponden en cuanto a las personas.
No así sobre la finca ya que desaparecieron los registros. A efectos legales,
esta casa no existe” –continuó relatando el juez.
Por su parte, he contactado con el Ministerio en Lisboa y confirman que José
María Caldeira do Casal Ribeiro fue Embajador en España y que murió en
Madrid repentinamente por una pulmonía en 1896, estando aún en funciones.
Por lo tanto, nunca se retiró ni ocupó esta casa”.
“Adelante”; gritó el juez respondiendo a los golpes en la puerta. Entró el
médico y todas las miradas convergieron sobre él. “¿Sabemos ya la causa
de la muerte?, preguntó el juez.
–Sí –respondió el médico– sin ninguna duda. El tremendo desgarro que se
llevó la mitad izquierda del cuello de la víctima fue producto de una feroz
mordedura.
–¿Un animal? –preguntó el juez incrédulo.
–Exactamente. Revisamos la herida con el doctor Fernando Brandao, que es
veterinario especialista en animales exóticos, salvajes y vida silvestre, y al
respecto tampoco tiene ninguna duda. Se trata de una mordedura de un
lobo de gran tamaño.
–¿Un lobo..? –repitió el juez que continuaba sin creer lo que estaba pasando–
¿aquí, en la casa?
–Eso parece –replicó el doctor.
–Disculpe señor juez pero, ¿cómo dijo que se llamaba el propietario anterior
de la finca? –preguntó Danilo.
El juez revisó la documentación y lacónicamente dijo: “Viriato Silva”.
–Silva… –repitió pensativo Danilo– ¿se da usted cuenta?, Silva –insistió.
–Sí, Silva, ¿y eso qué le dice? –inquirió el magistrado.
–El padre de Rea Silva, la mujer ‘lobisomen’ ¿no conoce la leyenda?
Todos se miraron en silencio. Poco más podía investigarse. Nadie volvería a
entrar en la finca. El misterio de la casa maldita continúa.
2016
128
Daniel Soto Rodrigo
Soleil
El primer rayo de sol de cada día daba directamente a su cara, su más
efectivo despertador. Levantarse bien temprano era una costumbre arraigada.
Desde muy pequeño aprovechaba las horas matinales, sobre todo
aquellas con buen sol, que permiten descubrir el verdadero color de las
cosas. Los tonos pasteles confieren al ambiente una sensación de agradable
intimidad. Avanzado el día, el mismo paisaje se satura, tornarse pesado,
agobiante.
Disfrutaba de esos gratificantes minutos en los que el sol le acariciaba el
rostro, como dispensándole un saludo personalizado, antes de prodigarse al
resto de los mortales. Estiró su cuerpo en la estrecha cama y colocó ambas
manos entrelazadas por detrás de su cabeza. Cerró los ojos y con una sonrisa
se dispuso a recargarse de energía positiva. Ese primer contacto directo
con Febo no se extendía más que unos pocos minutos. Pasado ese breve,
pero intenso lapso, Enrique hacía gala de un dinamismo sorprendente; capaz
de devorarse el mundo. Siempre había sido así. Sin embargo, su personalidad
se distorsionaba los días sin sol.
En los últimos años su vida se había tornado monótoma, aburrida, pero disponía
de mucho tiempo para enfrascarse en sus pensamientos. En eso estaba
cuando volvió a abrir los ojos lentamente y observó al estrecho rayo
de sol continuar su habitual recorrido descendente por la habitación. Cuando
formó un círculo en el suelo recordó que, de pequeño, pasaba horas en el
granero de la casa familiar. El desvencijado tejado tenía numerosos agujeros
por donde se filtraban delgados haces de luz que dibujaban pequeños círculos
sobre el suelo de tierra. Él gustaba de sentarse junto a ellos colocando
su mano extendida con la palma hacia arriba y aguardaba pacientemente a
que el redondel luminoso se posara sobre ella. Esperaba, con los ojos cerrados
hasta sentir el calor que le confirmara que el momento había llegado.
Entonces, cerraba rápidamente la mano y con el puño bien apretado, corría
a contarle a su madre que había atrapado el sol. Durante un buen rato recorría
sectores de la finca manteniendo los puños fuertemente cerrados,
mientras su madre le contemplaba con ternura. El ritual finalizaba llevando
su mano a la boca tragando el sol cautivo mientras que al que poseía en la
otra mano lo liberaba en el bolsillo del pantalón. Luego de unos instantes
revitalizadores, reemprendía su carrera de regreso al granero, esta vez, para
levantar una densa polvareda arrastrando sus pies o sacudiendo cualquier
harapo que encontrara a su paso. Cuando aceptaba como suficiente el revuelo,
escalaba entre los hatos de avena hasta alcanzar el antiguo carruaje
del abuelo, y sentado en su pescante, se dedicaba a observar la extraña
danza que en el aire apuraban las partículas de polvo entre el juego de luces
y sombras que aquellas filtraciones permitían. Contemplación en silencio
hasta que la calma habitual recobraba su espacio.
129
La vida es cuento
Se abstrajo por un momento. Le sorprendió que la visita del delgado brazo
de sol ese día haya sido tan fugaz. No obstante, como siempre, le había llenado
de optimismo. Reacomodó su cuerpo en la incómoda cama y volvió a
sumergirse en sus recuerdos de infancia.
Nada de lo que pudiera hacer en esas horas le motivaba más que rememorar
aquellos dulces años en el seno del hogar materno. También conoció el sabor
amargo de la vida y aunque no era su intención, en ocasiones, al entrecerrar
los ojos se situaba nuevamente en la granja, esta vez en el estrecho sendero
pegado a la acequia principal en un recoveco de un añoso quebracho. Su
guarida preferida, esa que sólo él conocía y desde donde dominaba el camino
de acceso a la casa. Allí, sentado bajo el espeso follaje, se guarecía de
la llovizna. Aquél día estaba triste. No recordaba por qué, pero estaba triste,
muy triste. Le acompañaba Chúcaro, el perro de la casa que había asumido
la responsabilidad de convertirse en su guardián. Su avanzada edad no le
permitía participar de los juegos pero le seguía a todas partes a prudencial
distancia, sin perderle de vista.
Contemplaba en silencio los círculos concéntricos que formaban en los charcos
las minúsculas piedras que arrojaba cuando Chúcaro, que rara vez ladraba,
se incorporó de un salto y comenzó a emitir unos extraños ladridos
largos, semejantes a aullidos. El cielo se ponía más y más negro, como un
anochecer prematuro. Revivía ese momento como si se acabara de producir,
pero en realidad lo separaba tres décadas de por medio. La llovizna se tornó
en aguacero y los ladridos de Chúcaro en lamentos inacabables. Un viento
frío comenzó a soplar con fuerza para hacer aún más tenebroso el entorno.
En la candidez de los siete años, no sabía que el otoño pampeano se presenta
así, sin aviso, un día cualquiera de abril. Buscó amparo apretándose
al grueso tronco y estuvo a punto de estallar en llanto. Lo habría hecho si la
bocina del viejo coche del médico de Pehuajó, no le hubiese llamado su atención.
Era muy raro que el doctor viniera sin que le llamaran y menos en un día
como ése. Por otra parte, nadie estaba enfermo en la casa. Pero no había
error, el médico iba directamente hacia la casa, así que se largó a correr. Ya
casi llegaba cuando desde dentro, su madre apresurada salió al paso de la
visita, visiblemente alarmada.
El Chúcaro no había dejado de aullar ni un momento. Su madre le abrazó y
los tres, bajo la lluvia, aguardaron que el negro auto llegara junto a ellos.
Lo hizo junto con un poderoso trueno que retumbó varios segundos. La tensión
aumentaba, más todavía cuando el doctor descendió de su vehículo a
poca distancia de ellos, sin articular palabra.
–¿Qué pasa doctor? ¿Qué ha pasado? –inquirió la madre con desesperación.
La triste escena se reproducía una vez más con precisión en su mente tantos
años después. Enrique se revolvió en su cama, arrastrando las viejas sábanas
que dejaron sus pies al descubierto. Sintió la misma angustia que entonces.
No pudo contener una lágrima que rápidamente enjugó con un
extremo de la sucia manta. Mantenía fresco en la memoria la imagen de su
madre llorando desconsolada aferrada al médico de Pehuajó. Supo que se
habían quedado solos; que su padre había muerto repentinamente, “infarto,
mientras vendía sus reses en la feria del pueblo” –dijo el médico.
Enrique odiaba los días en los que el sol no brillaba. En esos días todo salía
mal. Él mismo se transformaba en un ser taciturno y agresivo. Desde en-
130
Daniel Soto Rodrigo
tonces fue así y esa fobia fue acrecentándose con el tiempo.
También había sido en una mañana nublada cuando su viejo coche a pedales,
uno de los últimos regalos que le había hecho su padre, se rompió sin
arreglo. Las jornadas sin sol fueron siempre muy negativas. Otro día, también
muy gris, supo que el primer amor de su vida, su maestra de sexto
grado, se casaba el sábado siguiente. Su primera novia le dejó una tarde de
espesa niebla y una mañana de cielo encapotado llegó la cédula de incorporación
a filas para cumplir con el servicio militar.
Volvió a colocar sus brazos detrás de su cabeza, dispuesto a continuar repasando
su vida. Fijó nuevamente la vista en la claridad de la pequeña ventanita
elevada. De algo estaba seguro: el día de su muerte llegará, como a
todos, pero no sería un día de sol. Cualquier día nublado podría ser el último,
pero mientras el sol brillara se sentía protegido. Con el sol como testigo consiguió
su graduación. El astro rey lucía espléndido en cada oportunidad que
algo grato le sucedía. Las fatalidades se presentaban indefectiblemente
cuando las nubes lo tapaban. Cuatro días de tormenta ininterrumpida precedieron
a la muerte de su madre. Era un sino trágico contra el que no podía
luchar, ni siquiera sobreponerse. El cielo estaba encapotado cuando subió al
tren que lo llevó para siempre de su pueblo y como un oscuro presagio, negros
nubarrones lo recibieron en la gran ciudad.
Se incorporó dolorido y dejó caer sus piernas al costado del camastro. Sintió
hambre. Se habría levantado de no ser que desde esa nueva posición podía
contemplar mejor el diáfano mediodía.
Se acordó de Javier. Hacía mucho que no pensaba en él. Imprevistamente,
lo rescató del olvido. Mantuvieron una corta pero muy estrecha amistad.
Desinteresadamente le abrió las puertas que le dieron cobijo en la ciudad.
Lo integró a su grupo de amigos, le puso en contacto con gente que podía
ayudarle en su trabajo, le socorrió en todo cuanto tuvo a su alcance. Hasta
fue el artífice del encuentro con la rebelde Valeria.
Buenos Aires no es una ciudad apta para débiles o temerosos. Gracias a Javier
sus progresos fueron notables, aunque siempre condicionados a los factores
climatológicos. Pronto entendió que debía despojarse de la candidez
pueblerina y poner en práctica el sistema defensivo más eficaz, una coraza
similar a la que se colocan los porteños entre pecho y espalda para que nada
les afecten. Tiempos difíciles. De tanto en tanto se reprochaba alguna actitud,
pero aprendió a abreviar el mal trago y a otra cosa. Una práctica cuestionable,
pero productiva, a la luz de los resultados obtenidos. Fue
evolucionando hasta entender que había sido un acierto abandonar Pehuajó.
Se sentía adaptado a la gran ciudad. La vida en común con Valeria era inmejorable.
Mientras balanceaba sus pies con sus brazos estirados aferrados al borde
de la cama, recordó aquella frase que Javier repetía constantemente: “Aquí
Enrique hay que tener mucho cuidado, lo que tarda cinco años en levantarse
se derrumba en cinco minutos”.
–¡Cuánta razón tenías Javier! –dijo en voz alta y mirando hacia el techo.
Lo cierto es que su castillo de cuento de hadas se desmoronó impiadosamente.
Una concatenación de circunstancias adversas despojaron a Enrique
del esfuerzo de años. Ese tiempo de desgracias coincidió con un inédito período
de tormentas que asolaron día sí y otro también, sucediéndose inundaciones
devastadoras que se llevaron cosechas y ahogaron animales, que
131
La vida es cuento
terminaron por cortar de raíz su actividad como consignatario de productos
rurales. No pudo afrontar las deudas, con lo que su incipiente patrimonio
naufragó en el asfalto porteño. Todo no lo había perdido, aún le quedaba
Valeria.
Tomando un pequeño envión saltó de la cama y comenzó a dar vueltas alrededor
de la estrecha habitación, al tiempo que desentumecía los músculos.
No se creía merecedor de la crueldad de aquellos momentos y menos aún
de la intolerancia que llegó después. Nadie le ayudó y de no haber sido por
Valeria, no sabría que habría sido de él. La amaba y se lo hacía saber a cada
momento. Valeria continuaba ocupando todo su corazón. Simplemente, era
parte de él.
Después de lavarse prestamente las manos y la cara, volvió a echarse sobre
la cama. Su rostro estaba surcado por una vaga sonrisa que no tardó en
desaparecer. La sombra de una nube le devolvió a aquella mañana trágica,
destemplada y gris cuando, Valeria se sentó frente a él en la mesa de la cocina.
–¡No podemos seguir así!, –le había dicho– nos estamos destruyendo lentamente
y aún somos jóvenes; las cosas no pueden ir peor –recalcó Valeria
poco antes de comunicarle que en la puerta aguardaba un señor con una
orden de desahucio–. Vienen a echarnos de casa. ¡Nos desalojan! –gritó con
desesperación.
Enrique recordaba muy bien esa mañana de mayo. Quedó helado. No fue
capaz de asimilar semejante golpe. Tardó unos minutos en reaccionar, y finalmente
dijo con bastante calma: “No te preocupes Valeria, dile al señor
que entre”. Vaya si recordaba bien aquella mañana espesa y nublada, muy
nublada. La misma que lo metió en aquél estrecho habitáculo en el que el
primer rayo del sol lo despierta cada mañana acariciando su cara a través
de la alta ventanita de la celda.
1992
132
Daniel Soto Rodrigo
Asamblea final
A medida que avanzaba la reunión los ánimos se caldeaban. El murmullo
no paraba de crecer y de pronto se oyó:
–¡Esto debe acabar ya mismo! Es un inaceptable ataque a nuestra dignidad.
No se puede tolerar –dijo el que parecía más decidido a que la revuelta siguiera
su curso-.
–¡Es verdad! –gritaba desde el fondo otro asistente– han pisoteado nuestros
derechos, humillado nuestros sentimientos y vilipendiado nuestra voluntad
de convivencia. ¡No se puede dejar pasar ni un minuto más sin plantar cara
a esta horrorosa tiranía –añadió para completar su arenga entre vítores generalizados–.
El congreso estaba a punto de desbordar su tono enérgico para convertirse
en un pandemónium. Cada proclama era respondida en concordancia con el
encendido discurso. Tanto así, que los oradores debían de realizar un enorme
esfuerzo para hacerse oír en medio de aquel aquelarre. Las interrupciones
eran constantes en el enardecido auditorio y resultaba muy poco probable
que el moderador pudiese retomar el control. La inesperada ayuda llegó
desde el ala izquierda de la sala. Desde allí surgió un torrente de voz que,
por su reconocido tono, logró de inmediato captar toda la atención. Por un
momento, el exacerbado griterío se llamó a sosiego. Expectantes, los representantes
de todos los grupos se esforzaban con ademanes para que los
suyos volvieran a sus asientos a escuchar, posiblemente, la más aguardada
de las ponencias y de seguido proceder a votar.
El jefe del ala más dura de los disidentes supo hacer valer su experiencia
permitiendo que los acalorados discursos fueran sucediéndose inflamando
el ánimo de la concurrencia y con ello, soliviantando a la población que seguía
en directo los acontecimientos. En el momento oportuno, el consumado
orador conocido como el ‘búho’, comenzó a desplegar su grandilocuencia.
De pie, guardando estudiado silencio, esperó que el murmullo fuese disminuyendo
hasta acallarse. En ese preciso instante, el respetado jefe del mayoritario
grupo radical inició su proclama.
–Los testimonios escuchados hoy aquí son mayoritariamente coincidentes –
dijo, yendo directamente al grano–. Todos estamos hartos de esta situación
y se puede intuir una decidida voluntad de poner punto final a tanta barbarie.
Si nos mantenemos sumisos ya no seremos nada y no tendremos derecho
a nada –agregó.
Los aplausos y los vítores estallaron espontáneamente e interrumpieron durante
varios minutos la diatriba. El ‘búho’ aguardó un tiempo prudencial
como para permitirse insuflar una buena dosis de vanidad y luego, con ampulosos
ademanes llamaba a la calma.
–¡No, no, no…, eso no pasará! –volvió a estallar el auditorio enardecido. “Se
superó el margen de lo tolerable” –gritaron desde el ala derecha–; “Cuando
133
La vida es cuento
todo está perdido, inclusive la dignidad, el único camino es la guerra” –se
oyó desde la izquierda; “Si hay que morir prefiero hacerlo con honra y no
pisoteado por estos mezquinos”, aclamó el jefe del escuadrón de Águilas.
El ‘Búho’ se vio obligado a esforzarse nuevamente para recuperar el control
de la enorme sala. Pasillos, palcos, butacas, todo estaba completo. La concurrencia
superaba con creces el espacio y parecía rebosar por las ventanas,
pero en realidad eran individuos que a ellas encaramados se esforzaban para
transmitir lo que oían y veían a los revolucionarios que habían quedado
fuera.
–La verdad, compañeros y compañeras de todas las nacionalidades y familias
a las que pertenecéis, es que el momento ha llegado; si de verdad estamos
decididos, el momento es ahora o nunca –arengó el ‘búho’ recibiendo
como respuesta una explosión de júbilo.
–Si la decisión es firme –agregó– y no se producen fisuras ni flaquezas en
nuestras filas, la victoria será nuestra –afirmó ante la algarabía general–. El
enemigo es tremendamente poderoso, muy superior en fuerza y escandalosamente
pertrechado –explicó– pero disponemos de una ventaja sustancial
–aseguró el ‘búho’ mientras que los revolucionarios expectantes aguardaban
que finalizara el concepto para volver a estallar en alaridos de aprobación–
.
Todos querían hablar y de hecho lo hacían a la vez, lo que convirtió aquello
en un vocerío inútil. Tanta exaltación impedía que el vozarrón del ‘búho’ se
impusiera. El caos desatado cuando la votación arrojó que una inmensa mayoría
de enfervorizados guerreros había decidido que era el momento exacto
para acabar con la ignominia. La superpoblada sala estalló en un clamor y
de inmediato, cada fracción lanzaba su propuesta táctica para emprender la
inminente guerra.
Que si la supremacía debía de ser aérea –apostaban unos–, que la marina
siempre ha sido la más efectiva –respondían otros–, que nada como un
cuerpo de infantería con ciento de miles de individuos, que el corte de suministros,
que…
Harto de tanto despropósito, se elevó de un salto y dando un chillido atronador,
logró que el griterío fuera moderándose hasta que una sola voz pudiera
oírse. Y esa voz fue la del ‘búho’: “La decisión está tomada y no hay
vuelta atrás” dijo con aplomo obteniendo una ovación como respuesta .
Tras unos minutos prosiguió: “Veo que todos tenéis propuestas y valentía
de sobra, pero necesitamos de la inteligencia para enfrentar y vencer a un
enemigo mucho más poderoso –señaló. Nuestra única opción pasa por un
ataque generalizado, sorpresivo, perfectamente sincronizado al mismo momento
en todo el mundo –agregó y para ello debemos abocarnos a la organización.
Por tanto, propongo que disolvamos la Asamblea entendiendo
que hemos alcanzado el acuerdo más importante de la historia. Que cada
uno de nosotros continúe su labor convenciendo a los indecisos e infundiendo
valor a los demás. Mientras tanto –siguió diciendo el ‘búho’ os pido
que os desconvoquéis ordenadamente”.
Los acontecimientos se sucedían sin pausa. El ‘búho’ reunió a la plana mayor
representante de los cinco continentes para coordinar el plan definitivo. El
momento no admitía dilaciones.
El resultado fue asombroso. El ímprobo esfuerzo de coordinación se tradujo
en un éxito sin paliativos. Minuciosamente consensuado por el horario eu-
134
Daniel Soto Rodrigo
ropeo, exactamente a las 6,40 horas del lunes 6 de octubre de 2025, la ofensiva
fue global. En África, los blindados pesados dirigidos por el regimiento
Elefante, aplastaron, literalmente, a quienes interfirieron su camino hacia la
liberación.
Las divisiones europeas, con los enardecidos bovinos en cabeza, hartos de
padecer siglos de vejaciones y servir de divertimento o para saciar el voraz
apetito de los desaprensivos, demostraron una fiereza indomable que al enemigo
resultó imposible contrarrestar.
Asia confió en la sagacidad y valentía de sus combatientes alados, llevados
a la victoria comandados por las patrullas Águilas, cuyas nutridas formaciones
taparon la luz del sol con un cerrado manto de millones de individuos
que cayeron sin piedad sobre sus desprevenidos enemigos.
La estrategia del ataque universal sincronizado fue decisiva. Eliminar toda
probabilidad de alerta transformó a los poderosos ejércitos del planeta en
meros entes espectadores incrédulos ante la hecatombe y a sus armas, carentes
de toda utilidad.
A la misma hora de ese lunes, plena noche en el continente americano, se
abrieron a la vez todas las compuertas de las minúsculas cárceles en las que
se hacinaban millones de individuos que, de inmediato, se sumaron a la Infantería
al mando de los Gallus gallus de cada región, dispuestos a dejar la
vida luchando por la dignidad de sus descendientes. Miles de millones de individuos
que se echaron sobre sus enemigos con saña, liberando la ira contenida
por cientos de años de cruel acribillamiento de su progenie, se
aplicaron a conciencia, sin darles tiempo ni siquiera a despertar. Avezados
en la riña, aplicando picotazos a ritmo de vértigo, como carga de metralla,
y sus afilados espolones manejados con gran habilidad, causaron estragos
de norte a sur y de este a oeste del vasto continente.
Todo sucedió sorprendentemente rápido. Tanto, que ni las estimaciones más
optimista había contemplado esa posibilidad. Casi a medianoche llegaron a
la mesa permanente de la Asamblea los partes informativos desde todos los
rincones del planeta. Los datos eran unánimes: “Hemos aniquilado al enemigo.
Misión cumplida. Esperamos nuevas órdenes”. Después de leer detenidamente
cada uno de los mensajes, el ‘búho’ se levantó de su sitio y
mirando uno a uno a todos los mandos generales les dijo: “Hemos cambiado
la Historia. Este martes, 7 de octubre de 2025, el Reino Animal ha recobrado
el planeta. Los humanos ya no existen. Podéis ir en paz.
2016
135
La vida es cuento
Superhéroe de barrio
Pasaron los meses y lo que había comenzado como una ocurrencia o
una inocentada propia de su personalidad se fue convirtiendo en un pesado
problema para Roberto. Peor aún, una verdadera pesadilla para cualquiera
que acertara a pasar cerca. Esta historia fue entretejiéndose a medida que
el nivel de inseguridad en la ciudad fue creciendo hasta alcanzar cotas alarmantes.
Su barrio, hasta entonces tranquilo, fue alborotándose. Primero por
pequeños hurtos y luego elevando el nivel. Nada distinto a lo que sucede en
otras ciudades de relativa similitud en cuanto a tamaño y población, pero a
Roberto le escocía especialmente porque se diluía la tranquilidad absoluta,
virtud de esas calles tan suyas que se ufanaba en destacar cuando se presentaba
la mínima ocasión. La íntima vinculación de estos hechos desagradables
ha sido, sobre todo, acelerada. Aquél clima de convivencia amable
trocó en desasosiego alarmante en un período muy breve. Las dificultades
laborales, la aguda crisis económica y el acusado desequilibrio social impulsaron
la maquinaria de autodestrucción ciudadana.
El comienzo del desorden –como quedó dicho– fueron algunos hurtos, fastidiosos
claro, pero sin mayor riesgo para las personas, pero las cosas no
quedaron allí. Fue solo el principio. Luego se dieron los primeros atracos con
armas; después alguna víctima que recibiera algún golpe o resultara herida.
Así fue evolucionando para mal esta situación hasta tornarse ingobernable
y que terminó de la peor manera.
Hernández es el apellido del protagonista de esta historia, Roberto Hernández.
Hombre de mediana edad, desempleado, de formación escasa, pero de
cierta altivez y honrados conceptos. No aceptaba que se invocara a la pobreza
como justificante de malas acciones. En varias ocasiones hubo de superar
situaciones extremas, de no tener para comer, pero nunca renunció a
su honorabilidad. “No tengo dinero, pero tengo crédito”, solía decir jactándose.
El tendero anotaba en una libreta los productos que llevaba, seguro
de que con el primer ingreso que tuviera Roberto saldaría de inmediato su
cuenta.
Esa forma de entender la vida era lo que le hacía particularmente difícil asumir
la nueva realidad de su barrio. Su indignación crecía a medida que cada
nuevo suceso llegaba a sus oídos y estos se multiplicaban muy rápido. Pero
una cosa era que se lo contaran y otra muy distinta fue comprobarlo con
sus propios ojos. Tal como estaba planteada la situación, más temprano que
tarde tenía que pasar. Cerca del mediodía de uno de esos días en los que
Roberto volvía a casa después de andar toda la mañana de fábrica en fábrica
en busca de cualquier conchabo que le permitiera sobrevivir, vio venir a doña
Elpidia, como siempre muy arregladita, caminando muy despacio, habitual
en ella por sus limitaciones físicas, pero no sin elegancia a pesar de su avanzada
edad.
136
Daniel Soto Rodrigo
Vivía sola y salía poco. Al menos, dos veces a la semana tenía visitas. Los
martes su hija Berta pasaba la mañana con ella, echándole una mano en
los quehaceres domésticos. Una limpieza más o menos a fondo de la habitación
y la cocina. Berta era dueña de una casa grande y sus hijos, los nietos
de Elpidia, se fueron marchado, por lo que habitaciones disponibles había
varias. En varias ocasiones le ofreciera llevarla a vivir con ella, pero su mamá
por nada del mundo aceptaba perder su independencia. Doña Elpidia se
mantenía en sus trece y reiteraba que mientras pudiera amañarse sola no
claudicaría. Por tanto, esa ayuda de su hija le era vital ya que hasta el martes
siguiente ella misma se encargaba de mantener todo lo más pulcro posible.
La otra visita era la de su nieto mayor que nunca faltó a la cita con su abuela
las tardes de los viernes. Charlaban un buen rato compartiendo la merienda
y luego Andrés tomaba nota de las cosas que necesitaba la señora y se encargaba
de comprarlas, traerlas y guardarlas en su sitio, algo que doña Elpidia
agradecía especialmente.
Por lo tanto, Elpidia llevaba todo bastante controlado. Se preparaba su comida,
le gusta leer, mirar poco la televisión y los días bonitos solía dar una
vueltita por el barrio, siempre por la tarde. No se alejaba mucho. Un par de
manzanas para estar al tanto de las novedades.
Cuando Roberto vio venir a la mujer a esas horas podía significar dos cosas:
que viniera del médico o de cobrar su pensión. «Pues ahora le preguntaré»
pensó mientras se acercaba a la señora. Estaba a unos veinte metros de
doña Elpidia cuando un muchacho alto se acercó a la carrera y al pasar junto
a la mujer le arrebató de un tirón el bolso que delicadamente llevaba en el
brazo, con tal violencia que la anciana fue a caer dos metros más allá dándose
un serio golpe. Roberto intentó correr tras el ladrón, pero éste ya casi
había desaparecido. Ayudó entonces a Elpidia que sangraba bastante de una
herida en el costado derecho de la cara.
Rabia y estupor. Furia apenas reprimida por el daño causado a la indefensa
mujer. En ese instante comprendió que los ojos de la pobre mujer le estaban
enseñando el camino. Su mirada lánguida, suplicante, fue como un toque
de diana, un llamado a filas. «Esto no puede seguir así…, hay que poner
freno a esto…», se le escuchó decir entre dientes a Roberto, en el momento
en que la ambulancia llegaba para atender y trasladar a doña Elpidia al hospital
más cercano.
Mientras se llevaban a la anciana, absorto de los comentarios del nutrido
grupo que se había formado, Roberto juramentó asumir la responsabilidad
y poner todo de su parte para colaborar en la ardua tarea de recobrar la
proverbial tranquilidad de su barrio.
Como un Quijote moderno hacer virtud de su situación para verterla a favor
de sus conciudadanos de bien. Se necesitaba una planificación: Primero, obtener
una forma física más adecuada. Aún se sentía joven y con un poco de
actividad más intensa rápidamente se pondría a punto. No se podía permitir
acceder a un gimnasio, pero la opción apareció pronto. Rebuscando en el
fondo de armario encontró la ropa adecuada. Algo anticuada, eso sí, pero
eso era insustancial. Lo importante era la decisión tomada y la forma de ejecutarla.
A la mañana siguiente, bien temprano, salió equipado con su ropa de gimnasia.
«Una idea acertada» –pensó–, al momento de comenzar a caminar
137
La vida es cuento
ligero para ir entrando en calor, antes de comenzar a correr. De ese modo,
cambió su rutina de buscar trabajo. En lugar de hacerlo de camisa, corbata
y un pequeño bolso con ropa de trabajo por si surgía algo inmediato, comenzó
a hacerlo en chándal, riñonera con documentación y botellín de agua
y acérrima voluntad de conseguir ambas cosas: un medio para ganarse la
vida, y el punto físico imprescindible para convertirse en el héroe barrial en
que se proyectaba.
Y comenzaron las andanzas. Una mañana de jueves, que le tocaba correr
por las aceras pares –lunes, miércoles y viernes eran para las impares– escuchó
un griterío sin poder precisar su procedencia. Como se acercaba a
una pequeña plazoleta en la que desembocaban seis calles, la situación era
algo confusa. Paró, intentó situarse y pronto lo logró con la ayuda de unas
personas a las que vio correr en dirección a la esquina de la derecha, donde
seguramente estaría la acción. Sudoroso, entró en la carnicería, epicentro
del vocerío, para informarse. El carnicero que aún se tomaba el costado derecho
de la cabeza, sentado y asistido por unas clientas, aún dolorido por el
golpe que le habían propinado explicó:
–Eran dos. Uno se quedó en la puerta y el otro pasó por detrás del mostrador
con un arma y me exigió el dinero de la caja –dijo–, me quedé mirándole y
como tenía el cuchillo en la mano, debió de temer que le fuera a atacar y
me dio un golpe muy fuerte con el revólver. Aprovechó mi desconcierto para
abrir el cajón sacar el dinero que había y salir los dos a la carrera –agregó
mientras se colocaba sobre el chichón el paño con hielo que le acercaron.
–¿En qué dirección? –preguntó Roberto– ¿en qué dirección? –insistió alterado.
Al saberlo, el aprendiz de héroe salió tras ellos sin evaluar la considerable
ventaja que le llevaban. Lejos de planteárselo, siguió corriendo y corriendo.
Al llegar a un cruce no supo por donde continuar así que, como pudo, consultó
a un señor mayor que paseaba con calma:
–¿Ha visto a dos tipos corriendo por aquí? –preguntó bastante agitado.
–Con usted ya es el tercero –respondió el hombre.
–¿Y adónde fueron los otros? –repreguntó Roberto.
–A dónde no sé –señaló con sorna el anciano y agregó: pero siguieron en
esa dirección –aclaró señalando hacia la izquierda.
Olvidándose de dar las gracias, Roberto reemprendió su alocada carrera contra
la delincuencia. La atenta mirada del jubilado se mantuvo mientras fue
capaz de distinguirlo.
Un nuevo frenazo se produjo al llegar a la avenida. En ese momento Roberto
comprendió que los había perdido. Había llegado hasta los confines del barrio.
A partir de allí todo cambiaba. La tranquilidad subvertía en bullebulle.
Siempre había sido así. Aunque ahora la irritabilidad extendía sus fronteras.
Un fuerte olor a sudor ácido le devolvió a la realidad. Miró en derredor buscando
el origen y se percató que era él. Olía fatal, estaba empapado en
sudor, muy cansado, algo acalambrado y muy lejos de casa. Comenzó a caminar
lentamente, acompasando la respiración. Regresar a casa suponía un
enorme esfuerzo.
Los días siguientes fueron en la misma línea. La inseguridad seguía en aumento
a la vez que Roberto perseveraba en su afán justiciero. El resultado
igualmente repetitivo. Los pequeños negocios del barrio eran carne de
cañón. Primero fue el ya citado carnicero, luego la frutería de doña Rosa, y
138
Daniel Soto Rodrigo
otro día la ferretería del bueno de Pedro –muy apreciado por todos porque
empleaba el tiempo que fuera menester para asesorar a sus clientes sobre
el producto que mejor se correspondía a la ocasional consulta. Siguieron la
lista de víctimas lavandería, la casa de recambios de coche y así casi todos,
ni los chinos se salvaron del ataque de los rateros que no dudaban en apelar
a la violencia y causar una herida si la víctima no accedía rápidamente a sus
demandas.
Roberto, para entonces, ya estaba en plena forma. Era capaz de correr durante
horas a un ritmo sostenido. Pero a pesar de su esfuerzo, lo que no lograba
era cumplir con su objetivo de dar caza a esos malhechores que
encontraron un filón en el barrio. Su figura se había popularizado entre los
vecinos. «Adiós Roberman», le saludaban con sorna. «Suerte esta vez», se
escuchaba desde la otra acera. Se había convertido en un ‘Forrest Gump’
de entrecasa al que sólo le faltaba atrapar a un delincuente para convertirse
en un verdadero héroe. Y no era porque no lo intentara; la acción se presentaba
casi a diario, pero se debatía en soledad contra los malos. Cuando
llegaba a sus oídos la noticia de que se estaba perpetrando un atraco en tal
lugar, salía disparado a todo lo que daban sus piernas pero al llegar los atracadores
ya habían huido con su botín, siempre escaso.
Al verle, los damnificados de turno no esperaban ni que preguntase: «Hacia
allí, corrieron hacia allí» –indicaban señalando con la mano. Como una saeta
Roberto iniciaba la tenaz persecución a dos desconocidos invisibles de los
que no tenía más datos que corrían delante de él, hacia alguna parte. Las
alocadas persecuciones finalizaban cuando el agotamiento lo ordenaba, o
bien cuando no existía el mínimo indicio de estar en la pista correcta.
Así una, y otra, y otra y otra vez… Cambiaba mínimamente el escenario,
pero argumento y resultado, el mismo. Hasta este día.
Una mañana de domingo todo cambió. No era día de buscar trabajo, razón
por la que Roberto dedicó todo su tiempo a patrullar el barrio. Le obsesionaba
la idea de capturar a uno de esos malvivientes y que se corriera la voz
entre el malevaje que tanto daño causaban en su amada vecindad. Que se
enteraran que ya nada sería igual. Que atracar ya no era gratis. Envalentonado
y con más decisión que nunca, comenzó su rececho.
Su recorrido era ágil, a pie por supuesto, pero a paso ligero y sin distracciones.
Atento a cuanto sucedía alrededor, a fuer de parecer descortés, apenas
intercambiaba un rápido saludo sin siquiera mirar al destinatario. Todo sea
por captar el momento preciso del vil atropello a una persona de bien.
Pantalón de entrenamiento holgado, gorra con la visera hacia atrás para que
al correr no levante vuelo, zapatillas bastante degastadas lo que implicaba
dificultad añadida, pero como llevaba tiempo sin llover el suelo estaba bastante
seco, lo que evitaba patinazos.
Las horas fueron pasando. «Es lógico que esté tranquilo –pensó al cabo de
un buen rato– a nadie se le va a ocurrir atracar un negocio a poco de abrir;
aguardará a que haga algo de caja ¿no?». Dándose la razón optó por hacer
una pausa. Nada mejor que la plaza frente al Centro de Salud, la farmacia
principal y en la esquina norte, la parada de autobuses.
La mañana soleada invitaba a sentarse en un banco bien ubicado desde
donde no perder perspectiva. En la acera de enfrente, las mesas de la cafetería
eran tentadoras. Cubierta por una moderna marquesina y sus laterales
protegidos por toldos transparentes, la terraza era una invitación irresistible.
139
La vida es cuento
Intentó recordar cuánto tiempo llevaba sin tomar un café en un bar. Pensó
que después de tanto tiempo podía darse un pequeño gusto. En la reluciente
mañana todo estaba muy tranquilo. Llevó la mano al bolsillo para comprobar
que tenía algún dinero consigo y se encaminó hacia su postergado café.
Relajado, satisfecho con su decisión, se aprestaba a sentarse en la primera
mesa cuando vio salir del portal, unos metros más allá de la terraza, a una
señora con un cochecito de bebé. Ya en la acera se detuvo para acomodar
algunos enseres en el porta objetos del carrito cuando del mismo portal sale
un hombre corriendo levanta bruscamente al niño y arrebata el bolso a la
mujer y a la carrera enfila en dirección a Roberto.
–¡Válgame Dios! –gritó nuestro héroe al que por fin llegaba la hora de la
verdad– ¡Alto ahí! –ordenó–, pero al ver que el individuo no daba muestras
de acatamiento, al pasar a su lado cruzó su pierna izquierda en brusca zancadilla
al tiempo que con un hábil movimiento arrancó entre sus brazos al
pequeño evitando cualquier riesgo para él.
El hombre cayó de bruces dando un fortísimo golpe contra el suelo. Con la
cara ensangrentada intentaba descubrir qué le había sucedido, cuando a la
escena se sumaba la mujer gritando histérica «¡Mi niño, mi niño, ¿qué le ha
pasado a mi niño».
–Nada señora, quede usted tranquila que a su niño nada le ha pasado. Aquí
está Roberto que ha evitado consecuencias mayores.
–Pero, ¿qué dice trastornado?, ¿qué ha hecho? –grita la señora con desesperación.
–¿Que qué hecho..?, pues he evitado que ese caco le robara a su hijo, ¿le
parece a usted poco? –respondió Roberto con altanería.
–Pero que caco, ni que caco, ese es mi marido, el padre del niño que corría
para no perder el autobús. ¡Será idiota!
2016
140
Daniel Soto Rodrigo
Depresión insoportable
Cuanto más recrudece el invierno, más se acentúa el trastorno que
desde siempre aqueja a Javier y que le expone a una peligrosa vulnerabilidad.
Un largo proceso que fue alejándose de la sintomatología habitual para
convertirse, con el tiempo, en una dolencia de difícil arreglo. Aquella recurrente
tristeza juvenil ha ido variando hacia una depresión en toda regla.
Condicionaba su vida hasta convertirle en el ser que ya no toleraba. Sometido
a sempiterno tratamiento psicológico que no superaba expectativas, su
desilusión era evidente. Tampoco la medicación rendía sus frutos. Casi por
el contrario, le tornaba en una persona violenta. Combatía su inseguridad
personal con una conducta agresiva, desproporcionada y difícil de contener
la mayoría de las veces. Perdía el control con facilidad y su reacción ante
cualquier nimiedad era tan desmesurada como la mayoría de las veces, injustificada.
La violencia física no le era ajena y en varias ocasiones sus arrebatos
terminaron con contusiones y unos cuantos puntos de sutura en
alguna cabeza ajena. Más tarde, cuando lograba serenarse, volvía a su rutina
de autoflagelación, de menosprecio personal; la tendencia suicida reconquistaba
espacio en su maltrecho pensamiento.
Los días resultaban insoportables y las noches cada vez más largas. Valga
como ejemplo esta misma noche. Aún no había amanecido, en la calle comenzaban
los primeros movimientos de actividad cotidiana. Harto de dar
vueltas entre las sábanas, decidió levantarse. Se asomó entre las cortinas
en el momento que el repartidor dejaba un paquete con periódicos junto al
kiosco de diarios. A pesar de vivir en un tercer piso, el silencio nocturno le
permitió escuchar el corto diálogo con el kiosquero, envuelto con la bufanda,
grueso gorro de lana y abrigo acorde con una madrugada de enero en Madrid:
“Qué tal Pepe ¿fría la mañana, eh?” –dijo el repartidor a viva voz– “Sí,
es lo que toca” –respondió el kiosquero y agregó: “Hasta mañana Juan”, se
despedía con un ademán para seguir su ruta. Durante unos minutos se entretuvo
mirando como el kiosco iba tomando forma con los periódicos apilados,
las revistas del día acomodadas como en un escaparate, todo
aguardando el momento en que, como obedeciendo a un mismo clarín, el
rebaño humano invadiera las calles como autómata y se sumergiera por las
bocas del Metro.
La habitación se mantenía cálida pero no había logrado dormir más que un
par de horas. Se encontraba inmerso en un nuevo período depresivo profundo.
Lo alarmante era que los intervalos entre estos bajones tan severos
eran cada vez más cortos. A poco de reponerse de uno, su maltrecha templanza
le sumergía de inmediato en otro aún más profundo. Convivía con
estos ciclos de desaliento desde siempre, pero ahora no le dejaban margen
de recuperación.
Desprovisto de la fortaleza necesaria para rectificar el rumbo que había to-
141
La vida es cuento
mado su vida, su distorsionada personalidad fue ahondando esa crisis profunda
y mordaz de la que no encontraba forma de escapar. Javier era consciente
de su debilidad de carácter y de su fragilidad para afrontar las
adversidades. Superar estos pozos anímicos exigía ingente esfuerzo y dejaba
profundas cicatrices en su maltrecho espíritu. Su lucha personal no sólo
no prosperaba, sino que su anárquica conducta sólo agravaba la situación
hasta límites peligrosos. Ya nadie quedaba a su lado. La soledad era su compañera
y la sucesión de desplantes que tuvieron lugar durante las últimas
semanas le mantenían acorralado, derrotado, a punto de quebrar su resistencia.
Su aspecto confirmaba lo que en realidad era: un hombre doblegado,
incapaz de reponerse. Vilipendiado por todos. Harto de soportar los insultos
que recibía por su acalorada conducta.
Se había acostado más apesadumbrado que nunca, pensando en la forma
de poner fin a tanta penuria, pero no se le ocurría ningún método taxativo
capaz de dar solución. Su pensamiento era asaltado por el recuerdo de los
traspiés acumulados que machacan su integridad hasta eliminar el espacio
para la esperanza; para una ilusión.
Se alejó de la ventana cuando reanudaba la marcha un camión tras dejar
unas cuantas cajas de leche en el bar de la esquina. En el quinto piso del
edificio de enfrente se encendía una luz. En su largo desvelo entendió que
solo existía una única salida.
Parsimoniosamente se colocó la bata y a paso lento se acercó hasta la cómoda.
Abrió el primer cajón y allí se mantuvo durante un par de minutos,
estático, con la mirada fija en el espejo que tenía delante. El rostro reflejado
le parecía ajeno. Ojeras violáceas, pómulos enflaquecidos y unos labios sin
color completaban su aspecto macilento.
El recuerdo de la imagen de su madre le quitó del ostracismo. No pudo evitar
pensar en ella. Sin más revolvió en el cajón. Con la punto de los dedos,
entre la ropa mal planchada, tocó la culata de la pistola automática. La estrechó
en su mano. La sostuvo frente a si con las dos manos abiertas como
si de una bandeja durante bastante tiempo. Arrastrando los pies llegó hasta
la mesa del comedor. Se sentó. Apoyó el arma sobre ella y continuó observándola
obnubilado. El recuerdo de los amigos que uno a uno fue perdiendo
invadió su pensamiento. Cargaba con la culpa de todos los males que le
aquejaban; el egoísmo y la desidia hicieron de él esa persona que momentos
antes le asustó en el espejo. Sus ojos volvieron a fijarse en la reluciente
arma y susurró: “Nunca he tenido mala intención madre”. Una afirmación
carente de validez. Los hechos demostraban lo contrario. Echó el cuerpo
sobre la mesa desplazando con su antebrazo la pistola hacia el centro. Sus
ojos se humedecieron y la respiración se tornó agitada. Con la mejilla apoyada
sobre la lustrosa superficie, fue acercando su mano derecha hasta volver
a contactar con el frío cuerpo de acero.
Las primeras luces pincelaban de rojo el cielo. La intensificación del sonido
inconfundible que llegaba desde la calle confirmaba que la nueva jornada
de trabajo estaba en marcha. El bullicio continuaba en aumento. Los escolares
tampoco escapaban al rigor de la fría mañana. El gorgoriteo de un gorrión
le retrajo: “Quizás puede haber otra solución”; dijo con malograda
esperanza. Se reincorporó. Pactó consigo mismo evaluar una vez más las
circunstancias. Convencido de que un buen desayuno le ayudaría, se encaminó
hacia la cocina.
142
Daniel Soto Rodrigo
La pistola, prepotente y arrogante, como él mismo, mantenía su sitio estratégico
en el centro de la mesa, dominando la escena. Su rol sería breve,
pero fundamental. De ella dependía todo.
Volvió a la mesa con una taza de humeante café. Inarmónicos, sus pensamientos
volvieron a cernir solo aspectos negativos. De poco sirvió la reconfortante
infusión. Cayó en la cuenta de que la taza, que por costumbre
utilizaba, se la había regalado Lita para su cumpleaños, lo que le hundió aún
más. Todo se confabulaba para entorpecer cualquier salida airosa. Rememorar
a Lita era lo menos aliciente en esos momentos. Vivieron una tortuosa
relación durante tres años y, paradójicamente, acabó una mañana de gran
similitud a la actual. Más o menos a esta misma hora, después de una noche
atroz, Lita abrió la puerta y salió al inverno dejando helado el salón desde
el cual Javier fue testigo de los pasos decididos con los que su compañera
se alejaba para no volver nunca.
“No queda otra. Tendrá que ser una fría mañana de enero”; dijo Javier tornando
otra vez su vista hacia la pistola.
El radio despertador se activó sobresaltándole. Eran las ocho en punto y se
iniciaba un nuevo programa de noticias. Como es costumbre, desde el aparato
ratificaban la marca horaria e informaban que la temperatura era de
dos grados, con ligera brisa del norte que acentuaba la sensación térmica.
Volvió hacia la ventana como si buscara a través de ella otra idea, pero fue
en vano. No existía otra forma de acabar con tanto padecimiento. “Si debe
ser así, que lo sea cuanto antes –dijo y buscó en el armario el impecable
traje azul que tanto le gustaba a su madre. Lentamente comenzó a vestirse
como si de un ritual se tratara. La camisa blanca aún estaba en el paquete
llegado de la lavandería, anudó en su cuello la corbata oscura.
Durante mucho tiempo había estado convencido de que hacía lo correcto,
pero era evidente que el resultado no fue el deseado. Ocupó el lugar de víctima,
de incomprendido, pero cuando todos le fueron abandonando tuvo que
reconocer que había equivocado el camino. Su semblante fue tomando algo
de color a medida que se mostraba más convencido con la idea. Aceleraba
sus movimientos por momentos.
Terminó su atavío y recogió con extremo cuidado la pistola. Retrocedió nuevamente
hacia el espejo y se contempló un buen rato. La imagen era diferente.
Seguía consternado, pero en su rostro se adivinaba convicción; esa
que durante toda su vida fue tan escasa y desacertada. Por primera vez en
mucho tiempo estaba dispuesto a llevar adelante lo que su conciencia le dictaba.
Se sentó a la mesa bolígrafo en mano ante un papel en blanco. Tomándose
tiempo para que la letra fuera correcta y legible, documentó su
decisión. Resuelto, reacomodó el nudo de su corbata, tomó la pistola con su
mano derecha y con ágil movimiento la colocó en su cintura. Cerró tras él la
puerta del apartamento. Con paso ligero llegó a la Comisaría. Apenas entrar
entregó el arma junto al documento en el que presentaba su renuncia indeclinable
como miembro del Cuerpo de Antidisturbios.
2016
143
La vida es cuento
Auroriña
Recorría cada mañana su finca con la misma satisfacción que el primer
día. Su enamoramiento con esos prados, pequeños en extensión pero de
destaca producción, resistía cualquier adversidad. No cuenta ni la cantidad
de años, ni las condiciones ambientales con frecuencia adversas. Bajo un
sol de justicia o soportando la persistente lluvia, el diario recorrido de Antón
por sus tierras era ceremonial. Precisamente el régimen pluvial ronda los
3.000 mm y su situación junto al río Sar, resultan ser el hada de la fertilidad
en el valle de A Maia, a pocos kilómetros de Santiago de Compostela.
Nació sesenta años atrás en la misma secular casa de piedra levantada por
sus bisabuelos, y en ella sigue viviendo; por lo tanto, dedicó toda su vida a
ese medio rural. Desde niño entre vacas, cabras, maíz, coles y gallinas, poco
le quedaba por aprender en cuanto a labores campestres.
Su dedicación y esfuerzo obtuvieron importantes resultados y, sobre todo,
una vasta experiencia. Por eso, no sorprendió demasiado que Antón consiguiera
de ‘Aurora’, su vaca rubia gallega, un rendimiento lechero muy por
encima del normal. No sorprendía, pero sí intrigaba lo suficiente como para
que toda la vecindad mantuvieran el tema entre sus charlas, a las que también
se sumaban otros ganaderos de más lejos, porque la fama del productor
era creciente. Se planteaban las más diversas tesis para intentar
descubrir el secreto tan celosamente guardado por Antón.
Habéis, cuanto menos, escuchado hablar del carácter cauteloso gallego tan
poco proclive a ir directo al grado. Suelen responder a una pregunta con
otra pregunta y su ambigüedad juega al despiste cuando de responder a
cuestiones que afectan a sus intereses se trata. En varias ocasiones intentaron
sonsacar a Antón detalles alrededor de la producción lechera que conseguía.
Le preguntaban, así como al pasar, aspectos secundarios como, a
quién le compraba el pienso, por ejemplo; preguntas a las que Antón respondía
con otra pregunta enrevesada como: “¿Por qué, quieres conseguir
mejor precio?
Como nadie nunca le preguntó directamente de qué manera conseguía un
rendimiento tan magnífico de ese bello ejemplar, las especulaciones fueron
creciendo y eso trajo consigo que Antón comenzara a gustarle el juego y siguiera
poniendo de su parte para engordar la leyenda añadiendo capítulos
a la serie de vagos tópicos que lograban el propósito de confundir más a los
paisanos. Salvaguardar su secreto tan eficazmente le permitía disfrutar en
silencio observando los rostros incrédulos de sus desconfiados colegas. Y
para ahondar en la herida, cada tanto dejaba trascender, como quien no
quiere la cosa, que en el último ordeñe la colaboración de ‘Auroriña’ se situaba
en los 20 litros de excelente leche.
La vaca de Antón era centro de animadas charlas cada miércoles en el Mercado
de Ganado de Amio, el mayor de Galicia y uno de los referentes del
144
Daniel Soto Rodrigo
noroeste peninsular. Las teorías de los expertos tertulianos conspiraban
entre el ‘extra’ de alimentación que podría recibir el bovino, o bien sobre las
extrañas o quizá poco éticas técnicas que podría estar empleando Antón
para conseguir resultados tan reseñables.
Cierto es que Antón era muy aplicado en cuanto a la tecnología. No tenía
más formación que experiencia vivida, pero siempre mostró enorme voluntad
por aprender. Sus estudios fueron escasos por haber dedicado su tiempo
a continuar el trabajo de sus padres, pero su mayor empeño era aprender
para mejorar los resultados de su granja que manejaba como una empresa.
Su finca no escapaba de lo habitual en Galicia, la pequeña población de Bertamiráns
es una expresión más del marcado minifundismo. En esas estrechas
parcelas labraron su sustento varias generaciones de la familia. Unos
pocos metros de terreno que han dado de comer desde los bisabuelos hasta
el propio Antón que acaba de cumplir sesenta años. El galpón donde guarda
los animales era la casa familiar de sus bisabuelos y abuelos, y luego reacondicionada
por sus padres y años después el propio Antón la dotó de las
necesidades de confort.
Media docena de vacas eran como de la familia; entre ellas la famosa Aurora,
un hermoso ejemplar de raza rubia gallega de unos 500 kilos que le
dan formidable y distinguible porte, no sólo por su robustez, sino por el brillo
de su pelaje de color miel.
La producción de la granja, aunque pequeña era muy variada. Las vacas se
destinaban principalmente a la leche y algún ternero para carne. Las ovejas
cumplían varios cometidos. Su dentadura especialmente diseñada para
aprovechar hasta la mínima hierba mantenía limpio el campo, especialmente
después de las cosechas. También aportaban lana y buena leche para el tradicional
queso que elaboraba la familia. Por supuesto no podía faltar algún
cerdo que allá por el ‘san Martiño’ llenaba la bodega con su exquisita y totalmente
involuntaria contribución de jamones, lacón, embutidos surtidos y
raciones saladas para los cocidos y potajes con los que contrarrestar el esfuerzo
diario durante el largo invierno. La variedad animal se completaba
con unas cuantas gallinas ponedoras y unos conejos, muy pocos porque son
mal dados de criar por los cuidados que requieren y su escaso rendimiento.
Habría que apuntar que más allá de las intrigas surgidas de la convivencia
vecinal, podría aceptarse como lógica la excelente renta que obtenía Antón
de su vaca si se tiene en cuenta la perseverante preparación del campesino
en las cuestiones técnicas. Pero, tampoco olvidar qué ‘Aurora’ seguía siendo
un ejemplar de rubia gallega –como quedó dicho– raza que aunque mantiene
un rendimiento lechero más que aceptable (con una media de unos
2.200 kg al año, que Aurora superaba con creces), su principal disposición
genética la hace especialmente apta para la producción cárnica.
La dedicación de Antón se tradujo en una importante inversión que supuso
instalar un moderno sistema de ordeñe mecanizado, pionero en la zona. Su
metodología de trabajo era inflexible. Ningún motivo debía quebrar el horario
de extracción. Es de relevante importancia que los animales se acostumbren
a una rutina. Tienen una tendencia natural a ‘estresarse’ con facilidad
y Antón hacía todo el posible para evitarlo. Se aseguraba de mantener limpio
hasta el último entresijo. Era constante su particular guerra contra los roedores
y aunque no lograra erradicarlos, apenas se notaba su presencia. Brindaba
la debida atención hasta el mínimo detalle. La limpieza de las
145
La vida es cuento
instalaciones era primordial; sobre todo las de almacenamiento del pienso,
siempre bien aireadas. A su vez, la finca exigía un constante control de la
humedad y temperatura. La zona es de las más lluviosas de la Autonomía,
por lo que las condiciones climatológicas son adversas durante casi todo el
año.
En una pizarra colgada a la derecha del pesado portalón del galpón, anotaba
los detalles del forraje, desde el día que lo compró hasta las variaciones que
pudo sufrir durante su estiba, evitando así cualquier síntoma de putrefacción.
Había aprendido de su padre que era vital la buena alimentación de
los animales, por ello, intentaba llevar cuanta hierba fresca pudiese y cuanto
más aromática, mejor, pero el clima obligada a recurrir al pienso para completar
la dieta. Eso sí, el proveedor tenía que acompañar los fardos de la
documentación correspondiente de los resultados de análisis sobre dioxinas
y micotoxinas de esos productos.
Una granja deja muy poco tiempo para el ocio. Siempre hay algo que hacer
y siempre queda algo por hacer. Una vida de duro trabajo de exigencia total,
de la mañana a la noche cada día del año. Los animales no saben de festivos
ni de vacaciones.
El mundo de Antón se limitaba la Bertamiráns, alguna escapada hasta Ames
para comprar alimentos, forrajes, algún herbicida, etc., y de paso, aprovechar
para tomar un vino en el bar de Crespo para ponerse al día de la novedades.
Otra vía de escape era la visita semanal al Mercado de Amio. Ya
hablamos de su importancia pero conviene recordar que en ese centro santiagués
cada año cambian de dueño unos 150.000 vacunos, 7.000 ovinos y
otros 2.000 porcinos.
Tanta actividad desde pequeño le dificultó encontrar tiempo suficiente para
divertimento juvenil. Siendo muchachito conoció a Carmen, labrega como
él, que vivía en la localidad de Ponte Maceira, cerca de su casa, pero perteneciente
al Ayuntamiento de Negreira. Como resulta razonable deducir
según costumbre épocas mucho más difíciles, ambos fueron cumplidores
con las tareas encomendadas por sus mayores, colaborando desde siempre
con la economía familiar. Cuando el rigor invernal dejaba paso a la primavera
debía llevarse los rebaños a las praderas cercanas para aprovechar los tiernos
brotes. Antón hacía todo lo posible para que los respectivos pequeños
lotes de animales coincidieran en los pastizales y ver así a Carmen desde
lejos. El siguiente paso fue cruzar algunas tímidas sonrisas que luego derivaron
en animados parloteos en el camino de vuelta al valle de Amaia –que
por cierto, debe su nombre a la tribu celta Amaeos.
Todo en el entorno de Ponte Maceira es de singular belleza. La construcción
tiene cinco arcos y cruza el río Tambre; fue levantado en el siglo XIV y aún
se mantiene en uso. Además, en su alrededor se mantienen típicas casas
tradicionales de ventanas y balcones acristalados hacia el río, lo que da a la
zona un toque personal de cautivante armonía con el medio. Vale decir que
el escenario natural predispone y facilita las relaciones, especialmente las
amorosas. Por lo tanto, el romance de Antón y Carmen se encaminó rápidamente
y desde entonces nada los separó.
Consciente de la leyenda que la charlatanería popular estaba creando alrededor
de su vaca ‘Aurora’, y que crecía cada miércoles en Amio, Antón descubrió
en el cotilleo una de las pocas diversiones que podía permitirse. No
se le escapaba ni un detalles sobre su extraordinaria vaca, al contrario, con
146
Daniel Soto Rodrigo
su silencio contribuía a alimentar las especulaciones. Llegaba como si no supiera
nada del entramado tejido alrededor de su figura y de sus métodos.
Ese miércoles, camino al mercado, el campesino fue madurando una idea.
Ahondaría la intriga. Daría pistas dispersas, crearía más confusión. Los años
de negociaciones le enseñaron a que su rostro no transmitiera ninguna sensación;
sustancial para no quedar al descubierto y se dieran cuenta de lo
mucho qué disfrutaba con todo ese asunto.
Su apariencia no cambiaba nunca. Camisas de aspecto sufrido, limpias pero
desgastadas, pantalón de trabajo que podría parecer siempre el mismo ya
que todos los que tenía eran del mismo color. Los zapatos correspondían
con la sobria indumentaria que completaba con la inseparable boina. Pero
esa austera figura abrigaba una personalidad inquieta, preocupada en progresar,
estar al día y mantenerse lejos de las elucubraciones pueblerinas.
Su inquietud por conocer la tecnología más avanzada también le hizo pionero
en la zona navegando en la Red con fluidez. Fue el primero en disponer
de internet en su granja, lo que le permitió acceder a un mundo nuevo. Indagando
en las informaciones sobre las nuevas técnicas que se utilizaban
en los países más adelantados, surgió la idea que pondría en práctica.
A poco de entrar en el recinto ferial buscó con la mirada las personas adecuadas,
se acercó y en medio de una charla, distraídamente, dejó caer algunos
datos que despertaron curiosidad. Como un viejo zorro sabía dónde
tenía que soltar el cebo para que surtiera su efecto. Antón continuó hablando
de los precios del ganado, de las desproporcionales ganancias entre productores
e intermediarios y, como cuadra en cualquier parloteo entre paisanos,
de la lluvia de los últimos días y la conveniencia de retrasar algunas tareas
en el campo. Ni palabra de la leche. A medida que recorrían el mercado y
sin nuevos detalles que recoger, el grupo fue disolviéndose hasta que quedó
sólo con ‘Lolo’, que era precisamente lo que deseaba.
A pesar de sus cuarenta y tantos años, a Lolo nadie le conocía con otro nombre.
Era hijo de Xosé, de la Parrenda, pequeña aldea de la zona, y había heredado
de padre su bonhomía, pero incapaz de mantener un secreto por
más de un par de minutos. Entonces, aprovechando el paso por un corral
en el que se encuentra una excelente vaca de hermosas y enormes ubres
Antón espetó de pronto: “Sábes, dende hai un tempo estou a aplicar un
novo método no proceso do leite” (Sábes, desde hace tiempo que estoy aplicando
métodos completamente nuevos en el proceso de la leche).
Lolo acusó el golpe. Abrió los ojos como palanganas y no era capaz de hablar.
Hacía meses que en el mercado no se hablaba de otra cosa más que
de desvelar el secreto de Antón y de pronto, el propio Antón, estaba a punto
de confesarle la fórmula de su éxito. Prestaba toda la atención posible y
abría su mente a lo que diría el ganadero de Ames. Sería el receptor de la
privilegiada información que dejaría al descubierto lo que pasaba en el establo
de Antón donde su famosa vaca Aurora duplicaba cada día los litros
de leche que ofrece de media una vaca normal. Lolo realizaba un gran esfuerzo
dominando su ansiedad y hasta fingía mostrarse desinteresado, pero
ya hacía cálculos sobre lo que podría cobrar por vender la fórmula a los colegas,
además de la inyección de prestigio que iba a suponer para su sagacidad.
El socarrón Antón bien sabía que el golpe había causado efecto y saboreaba
el momento. El interés surgido en los corrillos de los ganaderos apuntaló su
147
La vida es cuento
prestigio, al punto que pudo constatar que en varias ocasiones intentaron
espiarlo. Recibió alguna inoportuna visita de vecinos a la hora de los ordeñes
sin otra intención que la de descubrir algo, por supuesto, sin suerte.
–En una ocasión –comenzó diciendo Antón ante su atentísimo interlocultor–
leí un estudio hecho por expertos de la Universidad de Leicester que probaron
revolucionarios métodos para mejorar el rendimiento de las vacas lecheras
–contaba Antón atento a la cara cada vez más desconcertada del
Lolo.
–Resulta –continuó– que las vacas se estresan. A nosotros nos parecen tranquilas
y tontorronas, pero la procesión va por dentro.
–¡Claro! ¡Claro! –interrumpió Lolo– No recuerdas lo de las vacas locas; parecen
impasibles pero deben tener mucha vida interior. “Pensan moito. Danlle
moitas voltas as cousas” –añadió Lolo que empleaba el gallego cuando
se ponía en plan filosófico, mientras que con el meñique quitaba la ceniza
de su cigarrillo, intentando mostrarse impávido.
–Como te decía, las vacas se cargan de estrés y, según comprobaron los
científicos, afecta a su producción. El estudio hecho público por los investigadores
de la universidad inglesa describía una situación novedosa como la
de poner música ambiental para relajar a los animales. El experimento se
desarrolló en distintas regiones y sobre un total de un millar de vacas de
distintas razas. Se aplicaron distintas melodías, ritmos rápidos y otros más
pausados y se pudo establecer que los animales respondían positivamente
a melodías suaves, sobre todo a la música clásica, especialmente de Mozart
o Beethoven. Reducían notablemente el nivel de estrés y producían hasta
cinco litros de leche más al día, siendo ésta más rica en proteínas y propiedades
alimenticias. Vale decir que la música produce en los animales el
mismo efecto que en los humanos, calma y relaja.
–¿Y cuál es la solución? –preguntó impaciente al comprobar que la explicación
iba para largo.
–¡Hay que mimarlas! –afirmó tajante Antón.
–“Dalles bicos? –preguntó Lolo arrugando el ceño con gesto de desaprobación.
–No hombre, no es eso. Hay que hacer que estén relajadas. Además de ser
muy cuidadosos con sus horarios y comidas, tienen que desplazarse en un
ambiente apacible, sin sobresaltos, y así sentirán que dar su leche sea como
una gratificación por el tratamiento recibido.
–El biólogo Joseph Thorne y su colega Adriam North –precisó– confirmaron
en una entrevista concedida a la BBC que la música constituye un factor de
enorme valor en la producción lechera. No todas las vacas responden por
igual –prosiguió Antón cambiando de pose como Horatio en CSI Miami para
dar mayor énfasis a su disertación– cada una tiene sus gustos, su personalidad.
Además, hay que hablarles, pedirle las cosas, eso de darle con una
vara para que se muevan ya no sirve de nada.
Así fue como el parco Antón de pronto, se transformó en docto orador que
sin dar demasiados detalles enseñaba el camino a la perfección lechera.
Cinco minutos después de la marcha de Antón, el Lolo permanecía clavado
en su sitio. Sus ojos comenzaban a lagrimear por no parpadear. Tardó en
reaccionar y encaminarse hacia el grupo de compañeros de intrigas profesionales.
Dudaba si contar las teorías de Antón u olvidarse de la charla ¿habría
sido tomado por tonto?
148
Daniel Soto Rodrigo
–Vímoche falando animadamente con Antón, ¿contouche algo? –preguntó
Pepe rompiendo el ostracismo mientras los otros cuatro hombres formaron
un círculo a su alrededor.
–Sí –dijo el Lolo cobrando ánimo– temos que contratar un dj –aseguró– y
fue paso a paso contados los secretos de Antón: el estrés vacuno, la música,
la vida interior, la persuasión…
–Eu, o único disco que teño é un do ‘Maiquel Yason’ que hai anos esqueceu
o meu neto –dijo Xaime.
–¡Hay una discoteca camino de Noia..! –avisó Manolo.
Las especulaciones se sucedían y nadie sacaba en limpio sí Antón había
dicho la verdad o les estaba tomando el pelo. Decidieron dos cosas: primero,
probar de poner música a la hora del ordeñe y ver qué pasaba y segundo,
acercarse a la finca de Antón e intentar comprobar si era cierto todo aquello.
Decidieron también celebrar una junta extraordinaria para el sábado, en el
bar ‘O Choquiño’ y crear una comisión para evaluar los resultados.
Fueron días estresantes para los campesinos. Poner en práctica, así de
pronto, una técnica tan revolucionaria tenía sus bemoles. De dónde iban a
sacar estas gentes humildes los elementos imprescindibles. Cada uno lo intentó
de la mejor manera posible. El relato de las experiencias, el sábado
siguiente, fue un catálogo de despropósitos.
–No sé vosotros, pero yo no adelanté nada. Les puse el radio pero con tanta
publicidad y noticias…, no sé…, no les interesó mucho…
–A mí peor –saltó otro– también puse el radio pero como la única que entra
bien en la granja es la SER, mis vacas dieron menos leche que nunca. Lejos
de relajarse parecían inquietas escuchando a Rajoy y Zapatero, Pepiño
Blanco, y los otros de la banda. Menos mal que ya no habla el Acebes que
si no…, a saber.
–Mi resultado fue desastroso –intervino Chano con resignación–. En mala
hora se me ocurrió comentarle a mi sobrino lo de la música. Al día siguiente
apareció en la granja, metió su coche en el establo abriendo el portón del
maletero y puso la música. Como lo tiene tuneado aquello parecía el fin del
mundo. Las vacas se amontonaban intentando huir, las pilas de forraje temblaban
casi tanto como el suelo. Nunca vi nada igual. Cuando logré que el
chaval acabara con aquello, todo estaba desquiciado. Me llevó tres días tranquilizar
a los animales. Me veían entrar y reculaban. En esta semana apenas
dieron algo de leche y la una de las vacas le quedó un ‘tic’ que incluso me
ponen nervioso a mí. ¡Un desastre!
–Así tiene que haber comenzado el mal de las vacas locas –aventuró Suso.
–¡Ni lo digas! –confirmó Chano.
Mientras tanto, Antón disfrutaba imaginando a sus paisanos. Los únicos momentos
de diversión para estas gentes llegaban cuando las Fiestas de la Peregrina,
en agosto y la romería de Santa Minia, cada 27 de septiembre en
Brións. Ahora se añadía de manera inesperada, la situación creada por la
superproducción lechera de Aurora. Por lo demás, los días pasaban disfrutando
de la apuntada belleza de la región, cruce de caminos entre la ría de
Muros-Noia y la capital gallega. Esa cercanía con Santiago de Compostela
hizo que el pueblo creciera notablemente en los últimos años pasando de
los 19.900 habitantes que se contabilizaron en 2003, a los 23.300 de 2009.
Pero nada alteraba las costumbres de Antón que seguía dedicando el poco
tiempo libre a informarse. Sus ganas de aprender no mermaban con la edad.
149
La vida es cuento
Navegando por la red descubrió que además de los estudios realizados por
los doctores de la Universidad de Leicester, en una cooperativa argentina
habían experimentado durante nueve semanas con un programa de música
lenta y a bajo volumen durante 12 horas al día (de 5 a 17 hs) a un lote de
mil vacas de la raza Holando-Argentina y los investigadores aseguraron que,
tras la experiencia, la producción de leche había aumentado una media del
3% (0,73 litro) por animal. Claro extrapolar esta aplicación de métodos revolucionarios
en una zona tan tradicional como la gallega era poco menos
que temerario. No era extraño que los amigos pensaran que Antón enloquecía,
pero no era menos cierto que los resultados estaban ahí. Le hablaba a
las vacas y a los vegetales y estos respondían con una producción mayor en
cantidad y calidad que de sus vecinos.
El escaso éxito de los experimentos realizados por el grupo de paisanos que
intentaron emular a Antón les hizo sospechar que solo les había contado
una parte. Estaban convencidos de que todo aquello encerraba un secreto y
se mostraron decididos a descubrirlo. La comisión de expertos decidió que
para evitar malentendidos o verdades a medias, cinco vecinos se filtrarían
en la finca a observar las maniobras de Antón. Convinieron que lo mejor era
colarse a las 4,30 hs., media hora antes de que Antón se levantara y así lo
hicieron. Como era de esperar, los perros alertaron de la furtiva presencia,
pero convencieron su silencio con un suculento banquete de galletas con
miel y un toque de valium que les disuadió de otra cosa que no sea echarse
en el suelo, despreocupados.
Los cinco intrusos tomaron posiciones estratégicas; obviamente, lo más
cerca posible de Aurora. La misión era no perder detalle del primer ordeñe
del día.
Minutos después de las cinco, una tenue luz rompió la oscuridad. Las máquinas
se pusieron en marcha y poco después, en un tono acorde con la iluminación,
comenzó a sonar la Sinfonía Pastoral de Edwin Van Beethoven.
Aunque no podían verse entre ellos, el aspecto de los espías era similar de
incredulidad y asombro: los ojos bien abiertos, la mandíbula caída dejaba
ver el interior de la cavidad bucal y la manifiesta imposibilidad de articular
palabras.
De pronto, se abrieron las puertas del establo de par en par y como obedeciendo
mudas órdenes, las vacas se encaminaron a sus puestos de ordeñe,
tranquilas, relajadas, como disfrutando del momento. La fornida figura de
Aurora se dibujó en el contraluz. Los intrusos la siguieron con la mirada
hasta su manga, donde se ubicó para que los succionadores mecánicos hicieran
su trabajo.
Los cinco sentían latir el corazón al máximo. Contenían la respiración para
no perder detalle. Estaban a punto de ser testigos del tan deseado método
de producción de Antón. Pero ¿cuál sería..?, porque hasta ese momento todo
obedecía a lo que el propio Antón les contara: ambiente apacible, música
suave, sin agobios de ningún tipo, ¿entonces? ¿Cuál era el argumento convincente..?
Cuando todas las vacas estaban en su sitio, apareció Antón con paso cansino,
botas de goma, camisa de cuadros y el viejo jersey de gruesa lana y
su inseparable boina negra. Los intrusos, desconcertados, comprobaron que
Antón traía un enorme cuchillo y temieron haber sido descubiertos. Sin embargo,
Antón pasó junto a ellos sin percatarse de su presencia camino hacia
150
Daniel Soto Rodrigo
Aurora. Se plantó ante su mejor vaca y mirándola fijamente se le escuchó
decir:
–Hola Auroriña, ¿cómo estás esta mañana..? Bien, ¿verdad..?
Desde su escondite los paisanos no salían de su asombro. Vieron claramente
a Antón blandir amenazadoramente su gran cuchillo golpeando de plano su
hoja sobre su mano izquierda y preguntó nuevamente:
–Vamos a ver Auroriña, ¿hoxe que vendemos, leite ou carne..?
2012
Original en lengua gallega.
Druidas
Es medianoche. Me acuesto. Dentro de nada, los desvergonzados druidas
de la parte oscura volverán a asaltar mi consciencia. Pasaré otra mala noche.
151
Puedes solicitar un ejemplar de anteriores libros de cuentos y otras historias en:
trotamundo.magazine@gmail.com
Síguenos en https://trotamundo10.wordpress.com/
Vista el blog, lee y participa. Aporta tu experiencia, tus ideas.
Danos tu punto de vista. Actualización diaria.