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La Vida es Cuento

Selección de cuentos y relatos

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La

Vida

Es

Cuento

Ediciones

Daniel Soto Rodrigo



A Maite, mi esposa, en agradecimiento

a su inestimable colaboración

e incondicional apoyo en estos

últimos treinta años.

D.S.R.


En ‘La Vida es Cuento’ he realizado una

selección de mis cuentos y relatos de distintas

etapas de mi vida que quisiera compartir con

ustedes.

No se trata de los mejores, ni los más logrados

textos, sino de una elección personal: los que

más me han gustado.

Releerlos ha sido muy grato y me encantaría

transmitirles la misma sensación.

D.S.R

© Daniel Soto Rodrigo

ISBN:

Depósito legal:

Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción,

distribución, comunicación pública o transformación de esta

obra sin contar con la autorización de los titulares de la propiedad intelectual.

La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de

delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y siguientes. Código Penal).

El Centro Español de Derechos Reprográficos (www.cedro.org) vela por el

respeto de los citados derechos.

Contacto autor: djsoto49@gmail.com

Solicitud de ejemplares: trotamundo.magazine@gmail.com

Editado en Galicia, España, Septiembre 2020.‐


Índice

Infidelidad concertada .....................................................................................7

Una mañana en Villa Devoto ..........................................................................13

El fin del causará una grave crisis económica ................................................17

Viejo Barrio, nueva gente................................................................................ 18

El secreto de La Candelaria ............................................................................19

El reloj del médico ...........................................................................................21

Una revelación tardía ......................................................................................26

Auto-consulta sobre la bici ..............................................................................31

No volveremos a vernos ................................................................................32

El ser humano no deja de sorprender ............................................................33

Covid-19, el mito de Procusto y otras miserias ...............................................34

Días de coronavirus .......................................................................................35

Ingeniería financiera y alzamiento de bienes ..................................................36

Ivonne, como la del tango ..............................................................................38

Cazador cazado ............................................................................................41

Don Carlos, el crispante ..................................................................................42

El cine miente y el efecto Pigmaleón, una farsa .............................................43

Convivencia en modo evanescente ................................................................44

El abuelo y su guerra (.....................................................................................45

Santiago de Compostela, donde el mundo se hace ciudad ............................46

Long Dark Park (..............................................................................................48

Tardanza ........................................................................................................49

Federico Fellini: ¡Il più grande! ...................................................................... 53

Están entre nosotros .......................................................................................58

Compañero insufrible .....................................................................................59

Las palabras… Un tesoro ...............................................................................60

Absurda timidez .............................................................................................61

Inhabilitado para quejarme .............................................................................66

Diálogos en el quirófano .................................................................................67

La visita .......................................................................................................... 68

La vida después de Elvis ( ...............................................................................70

La horrenda muerte de la 'añá' avara en El Paraíso .......................................74

La muerte asola en la frontera ........................................................................78

Un lobizón en El Paraíso ...............................................................................83

El misterio del Dr. Galván ...............................................................................90

Peculiar viaje en el Expreso de Palencia ......................................................101

Heriberto ........................................................................................................111

Cuarto día de lluvia continua ........................................................................ 117

Manías de maníaco .......................................................................................118

Cumpleaños... ¿feliz? ...................................................................................119

La casa maldita ............................................................................................ 120

Soleil ............................................................................................................ 129

Asamblea final ............................................................................................. 133

Superhéroe de barrio ....................................................................................136

Depresión insoportable ................................................................................ 141

Auroriña ....................................................................................................... 144



Infidelidad concertada

Octubre derramaba todo su encanto sobre una Buenos Aires que aparentaba

receptiva y cálida. Una mañana perfecta. Luisa era testigo de la invasión

de color que desbordaba Retiro. Desde el amplio ventanal del piso

15 dominaba el intenso tráfico de coches y personas que hacia y desde el

núcleo de las terminales de trenes se distribuían por la Plaza de San Martín,

en todas las direcciones. Hasta el ruido de la calle de esas horas le sonaba

más armonioso. ¿Qué puede ser discordante en un día como este?, pensó

Luisa, sin imaginar siquiera que en pocas horas se convertiría en una pesadilla.

Mientras tanto, disfrutaba de la luz, el color y la suave variedad aromática

de una primavera que por fin alcanzaba su esplendor. Mientras recogía un

poco el dormitorio y solucionaba el eterno dilema de cada mañana, ¿qué

ponerse?, optó por comenzar poniendo música. Enseguida, el torrente de

voz de Ella Fitzgerald inundó el ambiente: “Summertime, And the livin’ is

easy, Fish are jumpin’, And the cotton is high…”. Media hora después daba

su aprobación ante el espejo. Sus 48 años realzaban su esbelta figura y

aportaban un cuidado e inconfundible estilo. Estás espléndida Luisa –afirmó–

, e inmediatamente cerró tras de si la puerta de su piso.

La idea era disfrutar con Hernán, su marido, de un día tan espléndido. Le

pasaría a buscar para almorzar juntos. Su oficina estaba cerca y como era

temprano, decidió dar un paseo con el coche. Los inmensos parques de la

avenida Figueroa Alcorta resaltaban aún más el decorado del día. Revolviendo

en la guantera encontró el cd. La fuerza arrolladora del tema compuesto

por Henry Mancini para la serie policial Peter Gunn recorría sus

venas. Tanto ella como Hernán eran apasionados del jazz y aunque no habían

nacido cuando se emitía esa serie escrita por Blake Edwards y protagonizada

por Graig Stevens, consideraban su música excepcional. Sólo tres

temporadas en el cambio de década de los 50 a los 60 le bastaron a Peter

Gunn para convertirse en una serie de culto. Mucho tuvo que ver la calidad

musical.

Exquisita sensación que ni el intenso tráfico, aunque sin atascos, era capaz

de empañar. Pasado el Aeroparque giró la derecha en busca de la Avenida

Costanera. Uno de sus paseos preferidos junto al Río de la Plata hasta volver

a sumergirse en las entrañas del microcentro porteño. A pesar de las anchísimas

avenidas que discurren entre el puerto y las terminales de Retiro,

Luisa se encontró con el primer atasco. Quedó envuelta en medio de una

caravana de cinco carriles atestados de coches. La concurrencia al Palacio

de Justicia, el edificio de la Armada y el de Aeronáutica y otros edificios administrativos

provocaban el colapso. Tampoco ese percance logró cambiar

su excelente humor. Era el momento para escuchar el gran éxito de Lois

Armstrong de 1967: “I see skies of blue and clouds of white; The bright

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La vida es cuento

blessed day, the dark sacred night; And I think to myself what a wonderful

world…”

Entre el laberinto de calles laterales, libres de peatones casi en su totalidad,

se instalaron varios hoteles por hora bastante bien integrados entre la añeja

arboleda de las aceras. Establecimientos de cierto nivel, populares entre los

ejecutivos de empresas dada la discrecionalidad y cercanía de la ‘city’. El

azar quiso que Luisa, al volante de su coche, tuviese una vista perfecta de

la calle lateral del hotel Maracaibo en el preciso momento en que un coche

salía discretamente del garaje. El corazón le dio un vuelco. Inmersa en el

enjambre automotor no podía ser descubierta y sin embargo ella disponía

de una vista inmejorable. De allí salía Hernán, su marido, con una chica

joven, muy llamativa por cierto. Se cuidó muy bien de no ser vista y regresó

desolada a su casa.

Indignación, y sobre todo, mucha rabia, eran los sentimientos dominantes

al sentarse en el sillón ante el ventanal, antes luminoso y ahora insulso.

Debo serenarme, no puedo abatirme ni por pensamientos negativos –pensó.

Una humeante taza de café recién hecho mejoró el ánimo. Algo de música

vendría bien y la elección fue perfecta: la voz étnica de Eartha Kitt actuó

como un bálsamo: “Night and day, you are the one, only you ‘neath the

moon or under the sun…”; Su maquiavélica mente se puso en marcha.

Media hora más tarde llamó a la oficina de Hernán. Como siempre, atendió

Mabel, la secretaria, que enseguida le pasó el llamado a su jefe. Crispando

el puño de su mano derecha sudorosa, Luisa escuchó como su marido le saludaba

cortésmente desde el otro lado del aparato. Según Hernán, la mañana

había sido muy complicada y no tendría tiempo para salir a comer –se

apresuró a atajar cualquier sugerencia al respecto. Luisa dominó el primer

impulso de cortar la comunicación y con voz pausada dijo, es un día estupendo,

motivador, y pensé que nos vendría muy bien pasar un rato distinto,

que sé yo…, en un hotel por ejemplo, ¿qué te parece? –preguntó. Tras unos

instantes de silencio se escuchó una carcajada. “Dulce y anárquica como

siempre mi querida Luisa”. La voz de su esposo insistía en que ese día no

tendría tiempo para ninguna otra cosa que no fuera trabajar y dio por cerrado

el tema diciéndole que por la noche hablarían.

La mentira era algo que no podía soportar. Que se hubiese acostado con

otra mujer no era lo importante. Si le hubiese dicho “Mira, lo siento, surgió

de improviso y no pude evitarlo, ya hablaremos”, lo habría entendido; además,

la mujer en cuestión era joven y bonita. Hernán era un hombre atractivo.

Elegante y algo arrogante, inherente a su status de empresario de

éxito. Pero sentirse engañada hería mortalmente sus sentimientos y estaba

segura de no poder perdonar esa traición. Por otra parte, absolutamente innecesaria.

Luisa y Hernán se conocieron en un curso de Teatro. Ella tenía vocación y

excelente presencia, aunque pronto comprendió que sus dotes como actriz

eran mínimas. Hernán en cambio, veía en los negocios su futuro. Estaba

convencido de que las clases de declamación le resultarían útiles para ser

más persuasivo a la hora de vender sus productos. Se entendieron rápidamente

y comenzó una relación ‘sui generis’.

Desde entonces formaban una pareja caótica. Muy dados a saltarse las prejuicios.

A tal punto, que entre ambos nunca cuadró bien la normativa que

rige el matrimonio.

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Daniel Soto Rodrigo

Tras diez años de vida en común, descubrieron que el único problema de

fondo que en verdad les afectaba era la rutina. Habían perdido el factor sorpresa.

Todo era monótono, aburrido; el hastío amenazaba. Confesaron que

en determinados momentos se sentían atraídos por otras personas, tentaciones

que por respeto mutuo reprimían, pero no ocultaron sus deseos de

que las horas dejaran de ser todas iguales. Como fórmula para contrarrestar

la monotonía y renovar la motivación de la pareja, se concedieron puntuales

y consentidos encuentros extramatrimoniales. Un acuerdo ciertamente provocador,

antisistema, pero que les daba resultado. Con la verdad por delante,

tanto uno como otro accedieron a experiencias similares sin caer en

el engaño. Efímeros encuentros planificados y con preaviso de ejecución.

Por supuesto, esporádicos. Sólo cuando se presentaba una ‘buena presa’

que pasaría sin dejar secuela. El otro cónyuge era puesto al tanto de que la

situación iba a producirse y, con indudable dosis de sadismo, después comentaban

los pormenores del encuentro furtivo, para llegar por último a la

conclusión de que eran verdaderamente felices. Convencidos de que se debían

el uno al otro, cumplían con el rito de una excepcional cena, antes de

sumergirse en una noche de plena de lujuria. Esas infidelidades concertadas

les ayudaban a consolidar su relación.

En su criterio, el sexo no era más que eso, una cuestión carnal, instintiva.

Pocos conocían esa faceta de la peculiar pareja. Tan sólo otros dos matrimonios

sabían de esos recreos. No compartían el criterio y así se lo hicieron

saber en más de una ocasión. Inclusive fueron más allá pronosticando que

el peculiar acuerdo terminaría mal, pero en cierta forma les admiraban ya

que lograr una comunión semejante en el tortuoso terreno de las relaciones

sexuales era casi imposible.

“Muchos apelan a la mentira para escapar de la monotonía del matrimonio,

complicándose la vida inventando historias y cargando sobre su conciencia

pesados lastres. Nosotros no tenemos necesidad de eso; brindamos matices

a nuestras vidas y sabemos que con nadie podemos estar mejor que con

nosotros mismos”; había explicado Hernán en su momento y era lo que mortificaba

en lo más profundo a Luisa. ¿Por qué me ha mentido? ¿Cuándo se

ha abierto esta brecha? –se preguntaba Luisa sin encontrar respuesta.

Sin duda, la permisividad basada en la confianza de la pareja escapaba de

lo corriente. Por esa misma razón, que Hernán le ocultara un lance le hería

profundamente.

Las cachetadas de la vida. Era un día precioso como pocos y en un minuto,

un fugaz encuentro no deseado, echaba por tierra doce años de armonía.

Hernán evitó decir la verdad…; estaba furiosa.

El agudo sonido de la célebre trompeta del malogrado Clifford Brown en

‘Brownie Eyes’ la devolvió a la realidad. “Ha ganado arteramente una batalla

pero perderá la guerra”; dijo en voz alta mientras se encaminaba hacia la

cocina. Comió algo frugal sin dejar de concebir su respuesta más contundente.

La situación se tornó angustiosa porque Luisa no dejaba de darle vueltas y

vueltas: ¿Por qué en esta oportunidad Hernán le ocultó su aventura? ¿Acaso

no sería una aventura? Pasaron por tantas situaciones similares y nunca intentaron

ocultarlo, al contrario, creaban el momento ideal y lo conversaban,

¿por qué ahora no? ¿Será la primera vez que lo hace, o viene ya de tiempo?

Las respuestas a los interrogantes no aparecían, como tampoco el proverbial

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La vida es cuento

diálogo entre ambos.

Las aventuras extramatrimoniales han sido disciplinadas, controladas, esporádicas

y cuidadosamente seleccionadas. Nunca cayeron en el error de

formar vidas paralelas. Por alguna razón desconocida, aunque a todas luces

poderosa, Hernán vulneraba el pacto, trampeaba el juego.

Resuelta, salió de casa con la intención de aclarar las cosas o tomar cumplida

venganza. Pocos minutos más tarde entraba en las oficinas de la empresa

exportadora de cereales de su esposo. Mabel la recibió con una sonrisa “Hola

Luisa ¿cómo estás? ¿Sabía Hernán que venías? Ha salido –informó.

–No, no te preocupes Mabel. Mientras le espero cuéntame cómo está esto…

¿todo igual? –preguntó distraídamente mientras que con la mirada inspeccionaba

el amplio salón.

–Ya sabes, los cambios son pocos y cuando se producen son para mejor –

respondió la eficaz secretaría de tantos años.

–¿Quién es aquella? –quiso saber Luisa reconociendo rápidamente en esa

cara nueva a la furtiva amante de Hernán.

–Ah, sí, es Valeria, la nueva jefa de cuentas. Lleva poco más de un mes. Parece

eficiente y es muy bella ¿no? –apuntó Mabel con complicidad.

–Bellísima y sensual –confirmó Luisa– voy a conocerla –dijo y enfiló hacia

su mesa.

Una hora más tarde, Luisa volvía junto a Mabel, “es una chica encantadora

–comentó–. Hemos quedado para almorzar mañana. Secreto de mujeres

¡eh! –dijo con picardía, cruzando el índice sobre su boca.

En pocas horas todo se había desbaratado. Hernán apenas aparecía y nunca

dispuesto para hablar. Huidizo, ausente, una noche llegó a casa y se acostó

rápidamente; sin cenar, sin apenas reparar en su esposa.

–¿No te dijo Mabel que pasé a buscarte? –preguntó Luisa con malicia.

–Sí, es verdad, me dijo, lo olvidaba –respondió–. Llevo unos días terribles.

¿Pasaba algo? –preguntó con poco interés.

–Nada. Comer juntos y charlar un rato… –respondió la mujer.

–¿Te parece mañana por la tarde..? –propuso Hernán.

Con un gesto afirmativo, Luisa le extendió una de las dos tazas de té recién

hecho, al tiempo que se autoimpuso un horario: aguardaría hasta el día siguiente,

a las siete de la tarde como límite máximo para mantener abierta

la puerta del diálogo. Vencido ese lapso, quedaba liberada para iniciar su

tiempo de revancha.

El restaurante era elegante y de renombre; nunca había estado antes y nada

más sentarse Luisa a la mesa hizo su entrada Valeria. Su figura era fascinante.

El cabello renegrido y brillante caía lacio sobre sus hombros. La camisa

verde estampada con sus tres primeros botones desprendidos permitía

comprobar el atractivo color de su piel cuidadosamente bronceada que resaltaban

más aún sus enormes ojos verdes. La lozanía de sus 35 años y su

estampa alta, delgada y elegante le otorgaban el hándicap de trastocarlo

todo. La suave voz de Sarah Vaughan y la orquesta de Earl Hines acompañaron

el inicio de la charla de ambas mujeres. Serias por momentos, alegres

en otros, departieron durante más de dos horas hasta que, se despidieron

con un beso y abandonaron el local separadas.

Dos días después, y sin noticias de Hernán, se puso en marcha la diabólica

venganza. No iba a permitir que Hernán rompiera el matrimonio, ella lo dinamitaría

antes. El sol todavía estaba alto cuando se detuvo frente al edificio

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Daniel Soto Rodrigo

de la compañía. Acaparó todas las miradas en el trayecto hacia la oficina.

No tenía duda de que llamaba la atención. La indumentaria elegida perseguía

ese objetivo. Mabel respondió a su sonrisa pero le informó que no sabía

nada de Hernán.

–A media mañana salió y desde entonces no apareció ni llamó –dijo Mabel–

. El señor Míguez también está preocupado porque tampoco sabe nada,

¿quieres hablar con él? –preguntó–.

–Si por favor, avísale que estoy aquí –pidió Luisa–.

Alfredo Míguez era el socio de su esposo. Entre ambos poseían la titularidad

de la empresa. Luisa detestaba la mirada lasciva, insultante, que le dedicaba

Míguez con indisimulado deseo. Era un tipo egoísta, carente de respeto por

nada ni por nadie, lo que le hacía especialmente apto para su negocio. Se

encargaba de comprar el cereal y lo hacía al mejor precio para él, el otro no

importaba. Luisa siempre le reservó una considerable dosis de desprecio. El

hombre tampoco destacaba de otros aspectos: 55 años, poco culto aunque

su dinero y las amistades que este brinda le habían permitido curtirse en el

terreno social. Su presencia sacaba un aprobado raspado. Intentaba vestir

elegante y sólo conseguía indumentaria cara. De estatura mediana, pelo

castaño y conversación que recurrentemente se tornaba aburrida a los diez

minutos.

–Caramba Luisa ¡estás hermosa! –dijo Míguez saliendo raudamente de su

despacho con ambos brazos estirados a su encuentro. No sabemos nada de

Hernán –se apresuró a señalar–, ven pasa... pasa.

Míguez no dejaba de hablar ni de sonreír embelesado mientras servía unas

copas. Luisa desvió una rápida mirada a su reloj para comprobar que todo

salía según lo aguardado. Estaba segura que el empresario que tenía frente

de ella, no tardaría en ensayar su aburrido juego de seducción. La enorme

sorpresa se la llevaría el acaudalado empresario ya que esta vez tendría

éxito su lance. Después de un rato de intrascendente charla, Luisa pasó al

ataque: “Vine a cenar con Hernán, pero si no aparece ¿me llevarías tú a

comer algo? Tengo hambre”.

–Por supuesto querida; será todo un honor y muy gratificante –respondió

Míguez–. Casi rogaría para que no apareciera Hernán –agregó riendo para

tantear el terreno.

Luisa respondió con una sonrisa consentidora y mirada provocativa.

Mientras tanto Valeria se revolvía en la cama molesta por lo que consideraba

un exceso de luz. Hernán detuvo su vista en las bronceadas nalgas que asomaban

entre las sábanas. Sentado junto a ella comenzó a acariciar los torneados

tobillos ascendiendo lentamente con sus caricias por las largas

piernas. Parecía embelesado ante ese cuerpo escultural. La línea de la espalda

se perdía en una sensual hondonada, mientras que sus hombros, con

suaves movimientos transmitían satisfacción. Recorrió nuevamente, esta

vez con sus labios, la cautivante espalda en forma descendente hasta que,

colocando las manos en sus caderas, le levantó ligeramente. Valeria se olvidó

de la molesta claridad.

El sonido característico de la ducha llegaba desde el baño mientras que, recostado

en la cabecera miraba indeciso el teléfono. Dio una bocanada a su

cigarrillo y fijando sus ojos en el techo trató de entender qué estaba pasando.

Pensó en Luisa y en el enfado que tendría con justa razón. “Pero...

¿me he vuelto loco?”; se planteaba. Su esposa era su compañera ideal y

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La vida es cuento

continuaba situada por encima de todo, aunque renunciar a esa morena espectacular

era un pensamiento a descartar de plano.

Llevaban encerrados en esa habitación desde después de almorzar. A pesar

de guardar ciertas reticencias, Hernán consintió complacer a Valeria que se

le había antojado ir a ese hotel, el ‘Versalles’, el que tanto ella como Hernán,

reservaban para sus mejores momentos. De todas formas no estaba arrepentido;

Valeria era dueña de una imaginación lujuriante. Por fin, exhaustos,

compartieron un cigarrillo en silencio.

–Estoy hambrienta, ¿por qué no vamos a comer algo? –propuso Valeria al

cabo de unos minutos–.

–Es una buena idea; además, falta poco para las once, ya es hora –asintió

Hernán–.

Cuando le dieron la llave del cuarto 413 del hotel ‘Versalles’, Míguez seguía

embobado. No podía creer lo que le sucedía. A su lado, incitándole al desenfreno,

la mujer que deseó durante años.

–Lo pasaremos muy bien ya verás –dijo Luisa colgándose del cuello del socio

de su marido mientras aguardaban el ascensor.

A las once en punto de la noche, las puertas automáticas del ascensor se

abrían en la planta baja del hotel ‘Versalles’ y las dos parejas se encontraron

de frente.

–¡Hijo de puta! –fueron las únicas palabras que pronunció Hernán antes de

abalanzarse contra su socio.

Los gritos y la pelea generaron una confusión generalizada. El conserje pedía

a viva voz la intervención del personal de seguridad. Las mucamas, histéricas,

corrían de un sitio a otro de la planta sin saber qué hacer. Las únicas

personas que conservaban la calma, eran justamente las acompañantes de

esos señores que peleaban entre sí.

–¡Alto! ¡Alto! –ordenó uno de los guardas privados del hotel–.

Lejos de obedecerle, Hernán tomó con ambas manos la cabeza de Míguez y

le golpeó con fuerza contra la ventana y continuó haciéndolo repetidamente

pese a las advertencias del agente de seguridad que, ante el cariz que adquiría

la situación, sacó su arma para tratar de intimidar, con tan mala fortuna

que se disparó accidentalmente.

Hernán se tomó con ambas manos su estómago del que manaba mucha

sangre y mirando fijamente a Luisa se dobló y también cayó de bruces. Míguez,

tras la andanada de golpes recibidos, cayó inerte con su cara ensangrentada…

–¡Todo ha salido bien! –dijo Luisa acariciando la mejilla de Valeria; poco

antes de que ambas se alejaran del hotel tomadas de la mano mientras que

en el enrarecido ambiente seguía sonando la melodía ‘A love supreme’, magistralmente

ejecutada por el célebre John Coltrane.

Buenos Aires 1986 - Salvaterra 2019

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Daniel Soto Rodrigo

Una mañana en Villa Devoto

Calles adoquindas…, amores olvidados

Imposible precisar cuántas veces soñó en recorrer estas calles. Tantas,

que ahora, a punto de comenzar a hacerlo le resultaba difícil de asimilar. A

pesar de las décadas alejado, empujado por las circunstancias, jamás olvidó

el tranquilo barrio de su infancia, sus bienqueridas calles. Era un reencuentro

temporal, unos días como para que la imagen de la realidad no distorsione

del todo a la de los recuerdos.

Buenos Aires le recibió avasallante como siempre, pero bastante más convulsionada.

Pujante por la imparable irrupción de las nuevas tecnologías

que, en contraposición, redujeron parte de los valores que él guardaba herméticamente

en su memoria. Satisfecho, comprobó que su viejo barrio se

resistía a esa transformación. Acusaba embates de la forzada modernidad

pero mantenía intactos aspectos de su marcado carácter. Al menos, aquello

que obedecía a sus recuerdos: casas familiares, calles adoquinadas, aceras

pobladas de fresnos y algarrobos que embriagaban el aire con su aterciopelado

perfume…, uno de los pocos barrios en los que aún se puede escuchar

el canto de los pájaros –pensó. No lo recorría por nostalgia sino como comprobación

de que sus recuerdos eran tan verdaderos como el suelo que pisaba

y las imágenes que veía.

Observó detenidamente el desparejo empedrado. Le sorprendía que esa

misma calle, por entonces carente de tráfico, sirviera de cancha para los

partidos de fútbol de los niños durante la siesta de los mayores. Le hubiese

gustado contarle a esos chicos que jugaban en la plaza con una pelota igual

que los de Primera, que ellos, a su edad, se fabricaban sus propios balones:

un núcleo de papel cuidadosamente compactado era el primer paso. Por encima

se envolvían láminas de papel cada vez más gruesos, engomándolos

con engrudo hecho con harina y agua. Posteriormente se revestía con capas

de trapos viejos, dejando los más llamativos y resistentes para el exterior.

El último paso era coser prolijamente el contorno –lo hacíamos nosotros

mismos– y la pelota de trapo quedaba lista para ser utilizada. Si se cuidaba

de no mojarla, su durabilidad era sorprendente.

Los chicos siguen con sus juegos y gritos aunque el ruido de los coches y el

ritmo de vida actual han trastocado la tranquilidad de las tardes, erradicando

para siempre la reparadora siesta. Si alguien le hubiera preguntado cuánto

tiempo se detuvo a contemplar la plaza, los niños, la calle adoquinada, no

habría sabido qué responder. Sonrío. El viejo barrio no le defraudaba y continuó

su paseo.

Algunas moles de varios pisos dañaban la vista, pero la contrapartida se hallaba

en las viejas casonas que perviven con sus cerramientos de rejas artesanales

negras o verdes, cuidados jardines en los que los rosales y las

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La vida es cuento

calas continúan dominando la escena. El típico jazmín del país mantenía su

sitio sobre los portales ambientando la elegancia tradicional de la zona, fortaleciéndose

ante la desdeñosa mirada de las torres que desde su altura

muestran irónico desdén.

Dio vuelta a la esquina y se encontró de frente con la mansión de los García

Markevitch, acaudalada familia que en 1920 construyera la enorme casona

convertida en centro de atención de la barriada desde entonces. La edificación,

que definían como de estilo irlandés, era la que presentaba el aspecto

más lúgubre de los chalets de la época. Enmohecido, oculto bajo las centenarias

copas que le rodeaban. Tiznado, pero aún habitado, podría servir

como escenario de una película de terror; casi el mismo que décadas atrás

imponían los enormes y amedrentadores perros que cuidaban la finca.

Sus pasos llegaron hasta la vieja estación de ferrocarril. El moderno tren

eléctrico, de panorámicas ventanas y confortables asientos contrastaba con

el antiguo y bien conservado diseño típicamente inglés de la estación. Ya no

está al final del andén la casa de don Cosme, una humilde vivienda que Ferrocarriles

facilitaba a sus trabajadores y donde se reunía la pandilla de entonces

que, con 14 ó 15 años, “no tardábamos en convencer al jefe de la

estación para que nos permitiera viajar gratis las dos estaciones que nos

separaban del partido de fútbol de los sábados en la cancha de Atlanta”.

No fue una buena idea entrar en la estación. Aunque mantenía su estructura

original, el interior ha sido un choque. Expendedoras de billetes informatizadas,

paneles acristalados que reemplazan los cascados ventanucos de la

antigua taquilla daban al sitio un aspecto irreal. Ni el más antiguo de los

empleados había escuchado hablar de don Cosme. Quien le informó de su

fallecimiento fue el del quiosco de diarios y no porque lo haya conocido al

personaje, sino por mentas.

Nada encajaba, ni las mesas y sillas de acrílico de la cafetería. No encontró

ni una de aquellas pequeñas mesas redondas de ornamentada base de hierro

y pulida tapa de mármol donde las gentes apuraban su café al escuchar

el silbato del tren de vapor que se acercaba. Nadie hubiese adivinado que

en aquella pueril infancia los niños proponían una carrera hasta el final del

andén a la fatigada locomotora que nunca pudo ganarles. Al marcharse de

la estación tuvo la sensación de percibir en el aire el hedor del carbón con

que aquel monstruo de acero se despedía.

Villa Devoto era un edén. Un refugio de ese arrabal que Buenos Aires se empecinaba

a devorar. Tampoco el bar de la esquina en el que a nadie se le

ocurriría acercarse a la vitrola para poner un disco que no fuera un tango.

¡Qué distinto! –pensó– al ver a un grupito de jóvenes haciendo extraños

malabares a ritmo de rap.

Los tranvías desaparecieron la ciudad en 1963, sin embargo, en Devoto las

vías continuaban allí impertérritas entre el adoquinado, como convencidas

de que en cualquier momento volverán a transitar los pesados carromatos.

Calles adoquinadas y rieles de tranvía hoy en día. Sólo Villa Devoto podría

ser, se dijo con una sonrisa.

No quería irse sin visitar la Sociedad de Fomento, un viejo salón dominado

por una gran foto de Carlos Gardel y un viejo reloj de carrillón que anunciaba

los cuartos con melodiosa sonería. El local amplio siempre olía a humedad,

pero lo recuerda invariablemente lleno. Un oscuro retablo opacado por los

años servía para acomodar las bebidas que tendrían pronto despacho en las

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Daniel Soto Rodrigo

acostumbradas partidas de naipes y los campeonatos de truco de los sábados.

Evitaba preguntar para no parecer un extraño. Pero después de ir y

venir varias veces, aprovechó la presencia de una señora mayor que barría

su acera. “¡Oh sí! La recuerdo perfectamente, estaba en el 847 de esta

misma calle. ¿Ve aquél edificio alto de fachada beige..? ¡Allí mismo estaba.

Al viejo local lo demolieron hace tiempo. ¿Recuerda a don Elisardo?” –continuó

la mujer explicando– “el que regenteaba el bar…, con lo que le dieron

puso un restaurante en Villa del Parque. Durante mucho tiempo se daba una

vuelta por aquí, pero hace rato que no ha vuelto. ¡Claro! Debe de estar viejo,

si es que aún vive…” –terminó diciendo la mujer antes de volver a su barrido.

Había reservado para el final acercarse a la casa paterna. Sabía que ya no

existía. Diez años antes había dado a su hermano el consentimiento para la

venta del solar de la vivienda que llevaba varios años deshabitada y en ruinas.

No estaba seguro de que fuera una buena idea pero al llegar a la calle

Nogoyá la curiosidad pudo más. Entrecerrando los ojos visualizó la vieja

casa despintada, de altísimo portal y grandes ventanas con gruesas cortinas

blancas de punto que tejía con sumo cuidado la abuela Felisa. La realidad

era bien distinta. Una multitud de desconocidos entraba y salía de la edificación

que usurpó su recuerdo infantil. Alzó la vista: Supermercado La Añoranza,

decía el letrero luminoso. Parece a propósito –pensó.

Decidió que era suficiente. Encaminó sus pasos hacia la avenida Francisco

Beiró donde cualquier colectivo le devolvería al centro. Como despidiéndole

del barrio, un buzón de correos de amarillo rabioso ocupaba su sitio en la

esquina de su casa. “Pues los prefería rojos, como eran antes estos bocones.

Estos dañan la vista”, dijo casi en voz alta.

Apuró un poco el paso cuando unos metros más adelante se detuvo un taxi.

De él pretendía bajar una señora, elegante, que intentaba calmar a cuatro

niños vestidos de uniforme que, sin duda, volvían del colegio. Entre gritos y

a carterazos entre ellos enloquecían también al taxista que seguro deseaba

que le pagara cuanto antes y poner distancia con esos salvajes. La desquiciada

mujer con el barullo y su afán por mantener a los niños por un momento

quietos, revolvía en su bolso sin atinar a dar con su cartera.

La escena había captado toda su atención porque además, se desarrollaba

frente a la casa de Raquel, su primera novia. La misma que besó al anochecer

de un día de verano junto a unos rosales de la plaza de la Estación. El

romance se prolongó. Volver de la escuela cada día a pie y tomados de la

mano; el cine los domingos por la tarde y luego una porción de pizza y un

refresco. Más tarde, los tiempos más audaces con paseos que se extendían

hasta el centro de la ciudad. La muerte de su padre fue un cambio radical

en su vida. Le obligó a asumir la responsabilidad de hermano mayor y aunque

continuaron viéndose con Raquel, el tiempo que pasaban juntos se fue

reduciendo cada vez más.

Después, lo de siempre, una oportunidad para trabajar fuera… promesa de

fidelidad, juramento de amor eterno y el tiempo que pasa y con su manto

de crueldad todo lo olvida.

Volvió a comparecerse de la señora, a todas luces, la abuela de las indomables

criaturas cuyas edades oscilarían entre los 6 y los 11 años y que no

había forma de controlar. Muchas veces se había preguntado qué habría sido

de Raquel y el destino quiso que los niños entraran como un torbellino en la

casa de la novia juvenil.

15


La vida es cuento

Se quedó extasiado. Raquel seguía siendo una hermosa mujer, pese a perder

la lozanía de aquellos años mozos. Recomponiendo un poco su figura despidió

al taxi y se encaminó a la casa.

–¿Siempre son así? –preguntó intentando llamar su atención.

–¡Uff! ¡Sí! –respondió la mujer mientras trataba de zafarse de uno de los

niños que había vuelto a tironear de ella reclamando la merienda– cuando

una podría estar tranquila comienzan a llegar los nietos y ya sabe, los padres

se desentienden y aquí estamos –agregó–. Si al menos consultaran antes

de tenerlos –se lamentó.

Aguardaba con una sonrisa cómplice que la mujer pronunciase su nombre y

se fundieran en un abrazo, pero se quedó simplemente en una mueca. Raquel

ni siquiera le había reconocido.

–¿Qué vamos a hacer? Es la vida –dijo la mujer antes de cerrar la puerta de

casa.

Estuvo a punto de tocar el timbre y llamarla por su nombre, pero desistió.

Sintió como una pesada carga sobre los hombros. Le costaba caminar. Aprovechó

que el taxi aún estaba allí y volvió en él. Desde entonces convive con

esa sensación de tiempo perdido.

2015

16


Daniel Soto Rodrigo

El fin del mundo provocará una grave crisis económica

A pesar de las reiteradas advertencias de la comunidad científica durante

los últimos años alertando sobre el inminente fenómeno espacial que

podría acabar con la vida en el planeta, los gobiernos no han tenido en consideración

ninguno de los anuncios hasta ayer mismo, cuando el cielo comenzó

a oscurecer a media mañana y la temperatura a descender a razón

de tres grados por hora. Ahora, que resulta más que evidente que el final

está cerca, las bolsas apuran las transacciones para evitar el colapso de la

economía.

“El apocalipsis puede suponer un grave perjuicio para nuestra economía de

mercado. Impondré aranceles”; vociferaba el presidente de la nación más

poderosa llegando con su saliva hasta la tercera fila de periodistas que escuchaban

estoicamente sus habituales sandeces, mientras que el resto del

mundo se atropellaba en busca de un inexistente refugio. El semblante del

mandatario ruso era el mismo de siempre, así que nadie sabe qué hará. La

España vaciada se invirtió como por arte de magia. En el poder central solo

quedaba la oposición enfurecida con el Gobierno por haber causado el desastre

con la irresponsable gestión de las rutas de los meteoroides, secundada

por un coro de insultadores profesionales exquisitamente entrenados.

En pocos minutos China dispuso de una línea de producción de muñequitos

chamuscados con la leyenda ‘Recuerdo de 2020’ con los que inundará el

mercado en las próximas horas, mientras que en todos los templos de todos

los credos atribuían solo a sus respectivos dioses la capacidad de acabar con

la vida.

Para ayudarnos a valorar la crisis que se avecina, las televisiones de todo el

mundo mostraban los chiringuitos y las tiendas vacías poniendo énfasis en

las pérdidas que ocasionaría ese día. “Es el mercado, amigo” se escuchó

decir a un señor huyendo con una maleta de la que sobresalían billetes.

No subestimemos la crisis, adoremos el dinero, no vaya a ser que la muerte

nos sorprenda pobres. Cuando menos que sea endeudados hasta las cejas.

“¡Esto es la ruina!”, se desgañitaban inconsolables los banqueros. A ver

quién les va a rescatar ahora. ¡Cabrones!

2020

17


La vida es cuento

Viejo barrio, nueva gente…

Es como quien vuelve a recorrer la casa en la que vivió, treinta años

después de haberla abandonado. Las paredes siguen en su sitio, pero el

resto ha cambiado. Sensaciones como de intimidad compartida. Vas en

busca de aquél rincón por entonces preferido y descubres que ya no es tan

apreciado y, en contrario, aquel odioso cuarto desangelado exhibe su nuevo

rol de postergado protagonismo. Era mi casa, pero ya no lo es. Sentimientos

que afloraron en mi reciente viaje a Buenos Aires. Fue mi casa, fue mi barrio,

se reconoce, pero no tanto. Junto al taller ya no vive Julián. Ni siquiera saben

quién es. En realidad, tampoco el taller ha subsistido. “Hace más de veinte

años que cerró”, me comentó un señor mayor que nunca se alejó demasiado

del lugar.

Sensaciones que bien explican el reencuentro con el barrio, y por extensión

con la ciudad que me ha visto crecer. Reencontrarse con un tiempo que pasó

tiene esas cosas, no alcanza más brillo que la historia propia, en primera

persona, y sosegada por el tiempo. Evocar el pasado, añorar a quienes dejamos

de ver, lamentar habernos ido, alegrarnos de haber vuelto…, suena a

tango ¿verdad? No es casual, está en los genes de esta empírica ciudad que

todo lo puede. Media vida en España que se desvanece en un fantasmagórico

abrazo con la otra media, la que se quedó aguardando este momento.

Un encuentro feliz pero distinto. Al entrar al Café la realidad abofetea. Ni

una cara familiar, el diseño ha llevado al desván (o peor aún) a las viejas

mesas y el billar hace décadas que causó baja. Pero las sillas, más modernas

y ampulosas continúan formando parte de lo que vendrá prestando su invariable

labor. Ya no somos los que fuimos, son otros lo que están, pero igual

de arremolinados ante la mesa también charlan, discuten…, jóvenes defendiendo

ideales que aún desconocen que son quiméricos. La música suave,

los gustos los mismos, el debate sin estridencia, escuchándose. Hoy no he

encontrado a nadie conocido, como era entonces, pero vuelvo con la sensación

de conocerles a todos.

2017

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Daniel Soto Rodrigo

El secreto de La Candelaria

Tantos años después, recorro las mismas calles, el mismo barrio, aunque

no es fácil reconocerlo. Poco queda del de entonces y lo que aún se conserva

hay que descubrirlo camuflado en ese entorno de modernidad. Alguna

vieja casona sometida a un no muy esmerado ‘lifting’ del que como avergonzada,

pretende esconderse entre las grandes moles. Entre tanto ventanal

de acero y cristal tintado mantiene su porte intacto una de esas de altas

ventanas grandes y pesadas puertas con gruesos cristales esmerilados y visillos,

marcos de madera otrora orgullosos de su porte y hoy vencidos por

varias capas de oprobioso esmalte sintético.

Atento, observando a uno y otro lado, continuaba mi paseo por el nuevo decorado

del que fue mi barrio de juventud. Extrañamente, el almacén de la

esquina de Maure sigue abierto. No exactamente en su sitio. Deduzco que

el enorme local que ocupaba toda la ochava ha cedido su espacio al edificio

que allí se yergue de cuántos..? ¿nueve pisos..? En pago, don Evaristo –que

así se llamaba su dueño– habrá recibido, como suele ser habitual, un departamento

y ese local bastante más pequeño por la calle lateral, pero que

todavía conserva su nombre original: ‘La Candelaria’. Me acerqué a la vidriera

para intentar descubrir la fórmula de la sorprendente longevidad. La

sencillez era la nota dominante. No había grandes carteles amarillos con

destacadas letras rojas ofreciendo un 2x1, ni ofertas de sustanciosos descuentos,

ni siquiera llevan la compra a casa del cliente, no. Nada de eso.

Dentro, unas cuantas personas. A ninguna se la veía con prisa o revolviendo

estanterías en busca de novedades. En medio de la vorágine siempre hay

espacio para la pausa y eso era lo que ofrecía el viejo almacén de don Evaristo

en estos tiempos de modernidad.

Como un cliente más entré al local para seguir observando desde más cerca.

Ya se me ocurriría qué comprar. Sobre el mostrador, tentadores productos

artesanales, tartas, empanadas, dulces, mermeladas, todo casero. He ahí

el misterioso secreto: charlar con el cliente, escucharle, y venderle buenos

productos.

Desvié la mirada hacia la mujer del otro lado del mostrador. Su rostro me

resultó conocido. Sin duda, era aquella niña preciosa de trenzas largas y rubionas

que tendría por entonces 10 u 11 años y que se esforzaba todo lo

posible para que reparáramos en ella. El barrio, por aquellos años de casas

bajas y calles adoquinadas, regalaba tiempo y espacio para los juegos, y

más tarde para los primeros escarceos de la seducción. Nuestra inseguridad

adolescente de entonces latía en otras direcciones y Nora –que así recordé

el nombre de esta mujer que guarda fehaciente muestra de su belleza– no

era más que una niña.

Absorto como estaba, obligué a repetir “qué desea señor”. A punto estuve

de preguntar: “¿Cómo estás Nora?”, pero me contuve. Volví a dar un vistazo

19


La vida es cuento

sobre el mostrador y señalando unos cilindros merengados de aspecto delicioso

pregunté: “Estos son ‘chajá’, no? “Sí –respondió la mujer con una sonrisa–

hechos esta mañana. ¿Quiere llevar alguno?, añadió”. “Claro, cuatro

por favor”.

–Lleva mucho tiempo en el barrio, ¿verdad? –pregunté.

–Toda la vida. Aquí nací, me crié y aquí sigo –dijo levantando ligeramente la

vista hacia mi– ¿Pero usted no es del barrio, no?

–Sí y no. Viví por aquí hace muchos años.

Le iba a decir que conocía a su padre, su viejo almacén, y el café de la esquina

de Jorge Newbery, e inclusive, que me acuerdo de ella y de sus largas

trenzas, pero me ganó de mano.

–Esto ha cambiado demasiado. Los años han volado. Por las tardes abro un

rato nada más, de 18 a 20; tengo a los clientes acostumbrados así. Eso de

ser una esclava no me va. Bastante esclavitud sufrió mi padre. Porqué teníamos

el almacén en esta misma esquina y vivíamos detrás. Cuando cerrábamos

venían a tocar el timbre a buscar algo. Y mi padre atendía a todo el

mundo. No era vida. Ahora –continuaba el monólogo– a las siete de la mañana

abro la puerta hasta la una de la tarde. Luego cierro y si alguien se olvidó

de algo tiene dos horitas por la tarde para reponerlo. ¿No le parece?

–preguntó.

–Por supuesto. Y si no al Súper a ver si va encontrar lo mismo –agregué con

complicidad.

–Decía que por las tardes salimos mi perro y yo, se llama Sancho, es un salchicha,

es bueno pero ladra todo el día, me tiene harta –apuntó riendo. Nos

gusta dar largos paseos por el barrio y casi a diario se notan los cambios,

nuevos negocios, edificios elegantes y coches, muchos coches, demasiados.

La vecindad se renueva constantemente, casas como antes, prácticamente

no queda ninguna, hasta los porteros de toda la vida se van jubilando…

–Es verdad –afirmé– ¿cómo se llamaba el bar de la otra esquina? –pregunté

como para que quede clara mi veteranía en el sitio. Bien me acordaba de su

nombre, ‘Yemeca’.

–Sabe que no recuerdo como se llamaba –reconoció avergonzada. Es cierto,

el bar… –repetía con nostalgia– allí se juntaban los rompecorazones del barrio.

Bah! Eso se creían ellos; en realidad eran unos engreídos –agregó

riendo. Poco a poco se han ido todos. Ahora serán muy mayores…, o puede

que ya no quede ninguno.

Dio un salto, como si se percatara de haber hablado de más me miró inquieta

y preguntó: “No será usted…”

–¡Oh, no, no no! Lo que usted dice. Ya no debe quedar ninguno, dije al despedirme

como quien se va para no volver.

2019

20


Daniel Soto Rodrigo

El reloj del médico

A las ocho menos diez fue su último estertor. A partir de ese momento,

las agujas ya no volvieron a moverse en el reloj del doctor. No sabría precisar

si fue a las 7:50 ó 19:50, sólo que llevaba años así. Un día cualquiera, uno

como tantos, fue el de la eternización. Era la primera vez que acudía a la

consulta, pero ya conocía la historia de ese reloj. Por eso, nada más entrar,

reparé en él. Un antiguo modelo de sobremesa, seguramente suizo, revestido

por una caja de madera lustrosa con forma de cabaña que el médico, o

quien haya sido, lo colocó entre los libros y otros adornos de un aparador

clásico de principio del siglo XX.

Estaba avisado también de que era un médico muy metódico, que se toma

su tiempo con cada paciente, auscultarle, aconsejarle, sobre todo escucharle

y cuando no había otra alternativa, medicarle. Su experiencia le permitía

evaluar un diagnóstico con ver el rostro del paciente y escuchar de su boca

sus dolencias; pero aún así, su meticulosidad no dejaba margen al error.

Cada día, su sala de espera se completaba de pacientes sabedores de que

el tiempo de permanencia en ella sería impredecible. Por eso resultaba tan

extraño el detalle, o quizá no…

Tres cuadros colgaban de sus paredes. Paisajes bien logrados. Óleos de los

que no se compran en bazares. Un par de mesillas bajas en esquinas contrapuestas.

Sobre ellas, apiladas varias revistas de fecha de caducidad vencida

bastante tiempo atrás y al lado, unas esbeltas lámparas que iluminaban

el cuarto con mortecina luz amarillenta. Una fina alfombra de diseños geométricos

y varias sillas de estilo alineadas a lo largo de las paredes daban

profundidad mientras que completaba la decoración un pequeño escritorio

antiguo, de aquellos de cortina de madera corredera, con un estante de

frente y dos pequeños cajoncitos a cada lado.

Resultaba extraño, al menos para mí, que en una sala cuidada con esmero

mantuviera ese reloj, muy bonito por cierto, muerto a las 8 menos 10 de un

día cualquiera; ¿o sería un día determinado?

El reloj tiene estilo. Destacaba sobre el estante del mueble de madera,

puede que de cerezo. La esfera blanca, los números romanos y las manillas

negras con puntas de flechas que llevaban… ¿cuánto tiempo?, clavadas en

ese punto horario.

Eché una rápida mirada a mi reloj, que si funciona, estaba a punto de dar

las seis. Llevaba ya un buen rato en esa antesala y nadie había salido aún

de la consulta. Miré las personas que tenía alrededor, que me precedían en

el turno y me percaté de que tardaría bastante en volver a la calle. Todos

en silencio. Sin quebrar el ambiente reflexivo me dirigí con suma prudencia

junto a la secretaria, o enfermera, no sé cómo cualificarla, le pregunté

acerca de los horarios estipulados y su parecer acerca de la hora que accedería

ante el médico. Su respuesta me dejó algo turbado.

21


La vida es cuento

–La verdad es que los turnos para el doctor no son más que anecdóticos.

Un intento de poner cierto orden en el fárrago de su agenda. Pero no se preocupe;

le atenderá estupendamente. Seguro que como nunca nadie antes

lo ha hecho. Eso sí, cuando venga hágalo consciente de que deberá a renunciar

al resto del día.

Notificado quedé, sin duda. La mujer, robusta, atractiva, de unos cuarenta

y bastantes años, me dedicó una semi sonrisa y luego bajó la vista para seguir

inmersa entre sus papeles, con lo que, evidentemente, había dado por

cerrada la conversación. A punto estuve de preguntarle por el reloj, el de la

sala, el que no funciona, pero me pareció que estaba fuera de lugar. Ya habría

tiempo para enterarme con detalle. Volví a mi asiento sin que a nadie

le hubiese despertado curiosidad mi inquietud detectivesca. Ninguno de los

presentes se había dignado a dirigirme una mirada, ni comentario alguno.

Un señor, algo entradito en kilos, mantenía las manos entrelazadas sobre

sus piernas y con la cabeza gacha luchaba con la somnolencia. Una mujer,

a mi izquierda, había fijado su vista en el cielorraso y allí se mantendría

hasta que sonara la diana de la consulta. Otros leían o hacían crucigramas.

El silencio sólo se quebraba con el pasar de alguna página o algún ligero carraspeo.

La mejor opción era hojear alguna de las revistas. Qué importa que

sean viejas, si no las leí es lo mismo que si fueran de hoy.

Así supe que con unos ligeros arreglos de bambú y unas mamparas separadoras

de vegetales entrelazados lograría una minimalista decoración del jardín

que además de llamativa sería también muy conveniente en el aspecto

del desembolso económico. Interesantes consejos si no fuera que el único

jardín con el que cuento se reduce a una maceta de unos veinte centímetros

de ancho en la que no logro hacer prosperar una begonia que va de altibajo

en altibajo. Opté por buscar alguna lectura más amena, justo en el momento

que, por fin, se abrió la puerta de la consulta.

Salió una señora mayor de gafas de carey que enfiló directamente hacia la

puerta. Sin dilación la enfermera, o secretaria, con una mueca invitó a pasar

al siguiente paciente y pude ver al médico lo suficiente como para comprobar

que cargaba a sus espaldas con unas cuantas decenas de años. Podría llevar

al menos diez como jubilado, pero seguía al pie del cañón. Camisa, corbata,

chaleco roído y por encima un bata blanca larga hasta por debajo de las rodillas

y con todos sus bolsillos ensanchados por el uso.

No lo imaginaba exactamente así, pero tampoco me ha sorprendido. Su apariencia

no encajaba con la cuidada antesala, ni con la atractiva presencia de

la secretaria, o enfermera, que por cierto la llamó Lola. Volvió a abrirse la

puerta y sin perder ni un segundo entró el señor de la cabeza gacha. “Bueno,

ya falta menos”, me dije, y volví a rebuscar en la mesa alguna lectura más

acorde a mis gustos.

Enfrascado en la lectura de una interesante entrevista a tres voluntarios mexicanos

que entregaron su juventud a colaborar en cubrir las necesidades

básicas de la niñez en la parte más desamparada de África, el tiempo pasó

rápido. Volvió a abrirse la puerta del médico y fue el turno de la señora que

conocería el cielorraso hasta el mínimo detalle. “¡Caramba, ya son las nueve

de la noche!”, pensé con la intención de inquirir nuevamente a la enfermera,

o secretaria, pero ella fue más veloz. Se levantó de su silla, apiló los papeles

y carpetas sobre la mesa, se puso el abrigo, recogió su bolso y antes de

salir dijo a quienes aún aguardábamos: “Bueno, ya saben cómo funciona

22


Daniel Soto Rodrigo

esto ¿verdad?”. Iba a responder que no, pero tampoco me dio tiempo: “A

las 22 horas se cierra la consulta. Quienes aún aguarden pueden volver mañana

a las 17, serán los primeros manteniendo el turno. Mi jornada ha terminado.

Hasta mañana”; dijo agitando la mano abierta “y por cierto, al salir

no olviden cerrar la puerta”, cosa que hizo antes de desaparecer de la escena.

Quedé anonadado. No encuentro otra forma de definir la situación. Llevaba

casi cuatro horas de espera y quedaba una hora para que la atención médica

del día se cerrara automáticamente. Algo así como ‘a casa que mañana seguimos’.

Era poco probable que con las personas que tenía delante y la parsimonia

profesional del médico lograra evitar volver mañana, como

efectivamente sucedió.

Sin decir palabra, las personas de la sala de espera se levantaron casi al

unísono, recogieron sus cosas y se encaminaron hacia la puerta. Consulté

el reloj y faltaba un minuto para las diez de la noche, así que me sumé al

éxodo. En el ascensor intenté sonsacar algún indicio: “que curioso este médico,

¿no?”, dije con un gesto parecido a una sonrisa. Sólo obtuve una ligera

mirada de una señora de indefinible edad y ni una palabra, ni de ella ni de

nadie.

En la calle pasé del estado de confusión al hartazgo. Consideré que cuatro

horas esperando ser atendido y mañana vuelta a velar por la bondad de una

consulta médica resulta excesivo. Me disponía a dar por finalizada mi experiencia

con este doctor, cuando se me acercó un señor esmirriado, tanto que

su presencia me había pasado casi desapercibida. “No se deje llevar por la

impaciencia”, dijo, “antes de tomar una decisión tenga en cuenta que una

hora de consulta con este médico equivale a diez años de revisiones con

otros”, apuntó antes de irse sin aguardar respuesta.

Después de marchas y contramarchas, a las 17 llamé en el consultorio de

tan sistemático médico. Abrió Lola con una amplia sonrisa: “Buenas tardes,

adelante. Tome asiento. El doctor ya ha comenzado las consultas, sólo que

tenemos dos casos urgentes. Una señora que ya está dentro y luego aquel

señor de gruesas gafas negras. Luego el orden se mantiene con las personas

que, como usted, corresponden a los turnos de ayer”, me explicó.

–Esta vez vengo prevenido –respondí enseñándole el voluminoso libro que

portaba y simulando buen humor.

Sabedor de que no obtendría respuesta exhalé un sonido gutural en lugar

de un saludo y me senté sin más, dispuesto a aislarme de todo hasta que

llegara mi turno. La trama literaria me absorbió por completo. Devoré página

tras página sin apenas levantar la cabeza para asistir al recambio de pacientes

en la consulta y a la displicente actitud de la secretaria, o enfermera,

Lola, cuya sola presencia me resultaba cada vez más intrigante. No tramita

gestiones con los seguros, no cobra los honorarios, no acude a recibir a los

pacientes, ni los acompaña al ingresar junto al médico…, en realidad, no se

levanta de su silla casi nunca, menos aún para llevarle un té o un café al

médico que dedica tantas horas a sus pacientes. La observaba intentando

desentrañar cuál sería su función concreta, cuando veo que se pone en pie,

en un santiamén recoge sus cosas y sale disparada: “Bueno, ya saben…,

mañana seguimos. Quienes no entren hoy, mañana a la cinco de la tarde

nos vemos. Hasta mañana”. Y desapareció sin dar tiempo a una escueta

consulta.

23


La vida es cuento

¿Otra vez las nueve de la noche? –pregunté sorprendido. Obviamente nadie

respondió así que confirmé el horario con mi reloj. Puede ser que tenga

suerte esta vez. Sólo una persona y toda una hora por delante. Quince minutos

después, el médico despide a la señora: “Recuerde, es muy importante

la estricta puntualidad con las dosis medicinales, muy importante…”

Ya me estaba acostumbrando al extraño sistema del Consultorio. Al dejar la

puerta de la consulta abierta quedaba implícita la orden de paso al siguiente

paciente. Todo muy raro y muy metódico.

Tres cuartos de hora para las 22 horas…, pero con este hombre no se sabe…

, la impaciencia comenzó a consumirme. Por primera vez en estas dos tardes

en la antesala me erguí y comencé a dar vueltas siguiendo los rombos de la

geométrica alfombra; después los triángulos y por último los círculos. “Oiga,

quiere estarse quieto, me marea con tanto giro”, me reprendió de mala manera

una señora a la que no respondí por respeto a su edad y a su demacrada

figura. “Disculpe”, dije lacónicamente y volví a ocupar mi silla junto al

viejo reloj mudo.

A falta de dos minutos para las 22 horas se abrió la puerta de la consulta.

El médico despidió al paciente con un simple “Hasta la próxima” y fijó sus

ojos en mí que ya había plantado mi estampa junto a él. “¿Es la primera vez

que viene?”, me preguntó, a lo que respondí afirmativamente y de pronto,

la desazón. “Tendré que verle mañana. Según costumbre, será el primero

de la lista. Lo siento”; y a punto estuve de meter el pie para que no cerrara

la puerta. “En realidad doctor traigo conmigo una serie de análisis y se trata

de una consulta muy puntual. Concisa”.

El médico me miró fijamente: “Aquí nada es conciso ni puntual. Todos los

pacientes, incluido usted mismo, merecen mi atención y se la dispensaré

como corresponde. Pero será mañana, a las cinco en punto de la tarde.

Hasta mañana”, me despidió sin darme margen a nada. Ni a devolver el saludo

ya que cerró la puerta con la última sílaba.

¡Caramba! –refunfuñé– no me parecen modales. Nuevamente en la calle sin

diagnóstico ni remedio. Al menos, mañana seré el primero –me consolé.

Abrí los ojos y entre las rendijas de la persiana se filtraba claridad. El reloj

me dijo que eran las nueve. ¡Ocho horas para estar ante el médico! –pensé.

“¿Pero es que me estoy volviendo obsesivo? ¿Qué fijación es esa?”, dije en

voz alta. Nadie me respondió porque vivo solo, pero tampoco habría obtenido

respuesta en la consulta –sonreí. ¡Otra vez la consulta!

Sonó el teléfono. “¿Qué tal con el médico?”, preguntó mi tía Rosa. “La sala

de espera preciosa; por lo demás, ni idea…”, respondí. “¿Pero no tenías cita

a las seis de la tarde del lunes?”, “Sí, pero según Lola, la secretaria, o enfermera,

es algo anecdótico. A las seis de la tarde, pero a saber de qué día.

Es un hombre muy metódico”, conté. “Y una eminencia –completó mi tía–

ya me contarás. Adiós”, y cortó.

Decidí almorzar un poco más tarde para no tener hambre durante la consulta,

que será larga. “¡Quieres parar con la consulta!”, me reproché. Una

especie de almuerzo–merienda. Como un ‘brunch’ que dicen en América. A

las cuatro, ya recogidos, lavados y guardados los enseres, salí hacia la consulta.

Por fin saldría de dudas. Estaba seguro que el diagnóstico del metódico

doctor evacuaría todas las dudas que me transmitieron los tres especialistas

consultados, con tres valoraciones distintas. Quería evitar cualquier imprevisto

así que llamé a la puerta de la consulta media hora antes. Si hubiera

24


Daniel Soto Rodrigo

sido puntual, a las 17 horas ya estaría abierta.

Abrió Lola convulsionada. Su cara era una mancha negra de maquillaje descorrido.

Se echó sobre mí abrazándome fuerte y llorando desconsolada.

“¿Qué le pasa Lola? ¿Porqué está así?”, pregunté. Después de un largo rato

durante el cual el abrazo no aflojó ni un poquito, entrecortadamente dijo:

“Ha muerto…”

–¿El doctor? –pregunté.

–Sí –asintió temblando y apretándose aún más a mí.

–¿Pero qué ha pasado?…

Comencé a sentir la humedad de las lágrimas de Lola correr por mi pecho

produciéndome extraña sensación que me obligó a envolverla con mis brazos

por su cintura y ceñirla contra mí. La situación, en principios embarazosa,

trastocó en agradable percepción. Lola poco a poco fue recomponiendo

el ánimo. Al cabo de un rato, y sin dejar de mantener la presión corporal,

me fue susurrando al oído los acontecimientos.

–Nelly –la señora de la limpieza– llegó a las siete y media, como todos los

días. El doctor ya estaba levantado y le pidió un té con un poco de leche –

extraño porque nunca pedía nada. Lo bebió con cierta prisa y estiró su

cuerpo tan largo era sobre la silla. Nelly se asustó al verle con los ojos desencajados–continuaba

contando Lola– y le sacudió llamándole. Se dio cuenta

de que había muerto.

–¿Qué hora era? –pregunté inquieto.

–Las 7:50 –fue la respuesta.

–¡Claro! Un hombre tan metódico… –dije manteniendo la presión del abrazo

entre ambos, a la vez que con el talón derecho cerré la puerta de la consulta.

2020

25


La vida es cuento

Una revelación tardía

El salón era enorme, imponente. Un espacio lujosamente decorado en

el que se alternaban escritorios ocupados por personal evidentemente seleccionado,

con elegantes sillones y al fondo, dos grandes puertas de cristal

que daban acceso a las dependencias del presidente de la multinacional. Se

encontraba a metros de convertir ese día en el más importante de su vida.

Se había preparado concienzudamente para ello. La informática ganaba terreno

a pasos acelerados y sólo él y su pericia, lograba llegar a la presa más

codiciada para dotar a la Central de la compañía y a todas sus sucursales

de los nuevos sistemas computarizados.

A cada paso repasaba el cuidado guión visualizado en su mente. Con decisión

abrió la gran puerta de cristal de las suntuosas dependencias privadas.

Tras el saludo de rigor quedó petrificado. Todo se fue al traste al verla. Un

inesperado encuentro que también ella acusó clavada en su sillón, mirándole

fijamente y sin saber qué hacer, ni qué decir.

Allí estaba, tan hermosa como siempre. Sus rasgos demostraban el paso de

más de veinte años, pero podría decirse que la madurez acentuaba su belleza.

El ambiente le otorgaba también el marco adecuado para resaltar su

figura; un salón más íntimo de cuidada estética, fina alfombra de tonalidades

ocres, mesas de diseño y lámparas que aportaban sugerente iluminación

que, a su vez, permitía adivinar sus largas piernas invariablemente rematadas

en estilizados zapatos de tacón. Su cabello, largo y vaporoso, seguía

mostrando esas tonalidades rojizas tan propias.

No requería un gran esfuerzo de deducción comprender que su función era

la más importante de cuantos le rodeaban. Era el paso previo para acceder

a la Presidencia de la empresa, cuyo despacho se encontraba inmediatamente

detrás de su mesa.

Comprendió que cuando logró cerrar su anhelada cita con el presidente lo

había concertado con ella, sin saberlo. Allí estaba, frente a frente con el frustrado

amor de su vida, en medio del desconcierto y un profundo silencio.

Ninguno de los dos sabía qué decir, qué hacer. Veinte años son demasiados.

Su estudiada táctica comercial dio paso a un vertiginoso desfile de momentos

que creía olvidados pero que, era evidente, guardaba a buen recaudo.

El tiempo que pasaron juntos fue breve pero muy intenso. El suficiente para

enamorarse perdidamente de esa mujer, admirada y deseada por todos. Una

relación más conflictiva que saludable, pero intensa, pasional.

Ella supo quitar el máximo provecho a sus encantos y los utilizaba constantemente.

Ariadna, que de ella se trataba, era adorable, dueña de un poder

seductor que casi siempre trasponía el límite de la perversidad. Obtenía fructífero

rendimiento de su constante coqueteo y henchía su ego con la indecorosa

pleitesía que recibía a cada paso; inversamente proporcional a la

inseguridad que, por entonces, agobiaba a Javier, minando su juventud.

26


Daniel Soto Rodrigo

En la intimidad, en cambio, ella dejaba de lado su papel cautivante y se

mostraba simple, apetecible. Momentos en los que se mostraba cariñosa,

aunque Javier en ningún momento percibió sinceridad. Aún así, la amaba

profundamente, pero era consciente de que las constantes oportunidades

que se le presentaban a Ariadna tarde o temprano la arrancarían de su lado.

Como no pudo evitarse, la conflictiva situación desembocó en una dolorosa

ruptura. Pero para lo que Javier no estaba preparado era para asumir que

el rival que le arrebató el amor de su vida había sido Adolfo, su amigo de

siempre.

La desazón y el dolor hicieron trizas su frágil temperamento juvenil. Desconsolado,

optó por alejarse. Que la distancia consiga tender un manto de

olvido a la doble traición. Deambuló de un sitio a otro del país en una loca

carrera para dejar atrás los fantasmas reticentes a abandonarle.

En un recóndito paraje bucólico encontró el bálsamo anestésico para sus

malqueridos recuerdos. Los años serenos fueron cicatrizando malamente las

heridas. El tiempo la auto confinamiento fue aletargando el efecto de la profunda

crisis. Lentamente los lazos con el mundo volvieron a tenderse.

Años más tarde, por medio de una carta supo que Ariadna y Adolfo terminaron

casándose y yéndose del barrio y nadie había vuelto a saber de ellos.

Fortalecido, y con la certeza de no toparse con aquellas personas que le causaran

tanto daño, fue madurando la idea de emprender el camino de regreso.

Su aspecto seguía siendo atractivo y su formación cultural había engrosado

por el pertinaz ejercicio de lectura mantenido durante su autoexilio. Además,

había reforzado la seguridad en sí mismo y con ello ganar desenvoltura. Decidido

a recuperar el tiempo reemprendió la nueva etapa con sobrada carga

de energía positiva.

Su casa, su barrio, hasta la ciudad mostraba cambios significativos, pero se

adaptó a todo con mayor facilidad de la aguardada. En poco tiempo había

conseguido hacerse un hueco en la gran ciudad.

Su afabilidad le permitió ascender rápidamente en el Departamento de Ventas

de una importante multinacional de sistemas informáticos hasta alcanzar

el nivel de los agentes más destacados. En él confiaron sus jefes para cerrar

el acuerdo más importante con una empresa multinacional víctima de ataques

cibernéticos y del espionaje imperante en el ámbito de las altas finanzas.

El contrato suponía la renovación total del sistema y la red de los ocho

pisos de la casa central y las veintitantas sucursales en todo el país.

Podría resumirse así el camino que durante estos años ha ido construyendo

Javier hasta que el destino ha dispuesto cruzar a Ariadna nuevamente en

su camino.

Desde que le encomendaran el cliente, Javier dedicaba cada hora de cada

día a preparar la estrategia que le permitiera cerrar la operación y vencer a

la despiadada y desleal competencia del sector. Su concentración era total

hasta el mismo momento de acceder a ese salón y toparse con ella.

Fiel a su costumbre había llegado con antelación a la cita para situarse y

observar el entorno, pero en esta ocasión fue diferente. Ser recibido por

Ariadna fue un mazazo. Petrificado, apenas pronuncio un casi inaudible

“hola”.

Ariadna vivía una situación similar. La evidente tirantez no pasó desapercibida

por el resto de los empleados y empleadas que comenzaron a cuchi-

27


La vida es cuento

chear. Allí estaban, Ariadna y Javier frente a frente, tantos años después,

sin saber qué decirse…, si darse la mano o un beso…

–No imaginaba que eras tú cuando hablamos; hay tantos Javier Pérez… –

justificó tímidamente Ariadna después de unos segundos que parecieron

eternos.

–Yo tampoco supuse que podrías ser tú–confesó él sin dejar de mirarle.

Mantuvieron el cruce de miradas unos segundos o varios minutos, no sabrían

precisarlo, hasta que el embrujo se rompió con la campanilla del intercomunicador.

El presidente pedía a su secretaria que cancelara la visita que tendría

con el especialista de sistemas porque debía salir urgentemente. Le

pidió que se excusara ante el visitante y le concertara una nueva cita lo

antes posible.

Lo que en otras circunstancias habría sido un percance de mal augurio,

dadas las circunstancias, ha resultado balsámico. Javier hubiese sido incapaz

de centrarse al ciento por ciento en su objetivo.

–¿Te parece bien el próximo jueves a la misma hora? –preguntó Ariadna con

voz temblorosa tras consultar la abultada agenda.

–Sí está bien –confirmó Javier.

Volvieron a mirarse a los ojos y fue en ese momento cuando Javier descubrió

la tristeza en la mirada opaca de Ariadna. La otrora brillante, incluso insolente

mirada, se veía lánguida, apagada, inequívoca señal de una infausta

realidad. Quizá fuera prematuro asegurar que no era nada feliz. Lo que sí

confirmaba el fugaz encuentro es que algo en la vida de Ariadna no andaba

bien.

La eterna lucha entre el egoísmo y la solidaridad volvió a obligar a Javier a

definirse. Se desencadenó una lucha entre su rencor de macho herido que

se alegraba de verla en horas bajas, que pagara por su traición y, por otro

lado, el recuerdo de un amor intenso que, al parecer, guardaba rescoldos.

–Ya que mi entrevista ha sido pospuesta, pienso que este inesperado encuentro

bien merece una pequeña charla, ¿aceptas un café?

Indecisa, presa de la turbación de la que no lograba sobreponerse, la mujer

demoraba la respuesta removiendo cosas de su escritorio, como si buscara

algo, aunque en realidad intentaba ganar tiempo para recobrar la compostura

y no abordar la situación en desventaja.

–Sí está bien, bajemos un momento –dijo finalmente recogiendo su bolso.

El trayecto desde el octavo piso a través de pasillos y ascensores, así como

recorrer la corta distancia hasta la cafetería más próxima resultó de lo más

extraño para Javier. Caminar junto a ella, tantos años después, sin intercambiar

palabra, salvo algún comentario trivial, una extraña sensación.

Comprendió que nada había cambiado lo suficiente. Como entonces, ella seguía

acaparando las miradas. Mantenía su atractivo intacto. Podía afirmar

que su estilo y elegante vestuario acrecentaba su belleza.

Cuando el camarero llegó con las tostadas y el café la charla discurría sobre

las ocupaciones del presidente de la empresa y los evidentes progresos de

Javier en el mundillo de la informática. El hielo se había roto y la distención

comenzaba a hacerse hueco. La mesa elegida les ofrecía cierta discreción y

al cabo de una hora, al ver que Ariadna recogía sus cosas como para marcharse,

Javier abordó el tema de fondo:

–¿Sigues casada con Adolfo?

Aunque esperaba la pregunta Ariadna acusó el golpe. Su mirada se endure-

28


Daniel Soto Rodrigo

ció, fijándose en un punto indeterminado.

–Sí –respondió quedamente, sin poder evitar que sus ojos se humedecieran.

–¿Eres feliz?

También esperaba esa pregunta que era imposible de responder. Intentó hacerlo

pero se lo impidió un incontenible ataque de llanto. Escondió su rostro

como pudo tras una servilleta, pero el desconsuelo era evidente.

–¿Cómo pudo..? –preguntó con voz entrecortada– ¿cómo pudo hacerme algo

así? –insistió.

–¿Quién? –preguntó Javier sin saber qué hacer.

–Espera; déjame un momento –suplicó Ariadna.

Encendió un cigarrillo y fumaba evitando cualquier mirada indiscreta. Sorbió

agua del vaso que le ofreció Javier mientras se empleaba a fondo para dominar

la crisis. Poco después, arregló un poco el maquillaje y le pidió a Javier

que abandonaran el lugar. Era cliente habitual y no deseaba llamar la atencióm.

Correría como la pólvora que la secretaria personal del presidente lloraba

desconsoladamente en una mesa con un desconocido.

Caminaron un rato en silencio entre la muchedumbre. Unas cuantas calles

más allá dieron con una cuidada plaza de floridos jardines con bancos verdes

que sirvieron de adecuado refugio para continuar la conversación con algo

más de intimidad. Javier descartó la idea de repreguntar sobre la misma

cuestión. Se limitó a aguardar a que fuera ella quien retomara el tema. Si

no quisiera abordarlo ya se habría marchado. Ariadna mantenía la vista fija

en algún punto en dirección opuesta a la de Javier,

–¿Qué es lo que pasa en verdad? –preguntó Javier tras un tiempo prudencial.

Con ademán nervioso, ella acomodó un mechón de cabellos tras su oreja

izquierda. Se mantenía como ausente, cosa que este aprovechó para comprobar

que la falda de rombos rojos y negros dejaban ver sus piernas cruzadas

seguían siendo hermosas y su entreabierta chaqueta sugería la

voluptuosa redondez de unos senos firmes. Una figura estilizada y atractiva

sin ninguna duda. Otro movimiento nervioso de cabeza dejó al descubierto

el esbelto cuello de Ariadna. Javier recordó que allí estaba la llave de acceso

al placer. Era su punto más sensible que él conocía sobradamente. Acercó

su mano y con un ligero roce de la yema de los dedos le notó estremecerse.

–No tengo la menor idea de lo que te pasa. Si crees que puedo ayudarte,

aquí estoy. Si prefieres quedarte sola me voy –insistió Javier dejando entrever

que la indefinición comenzaba a molestarle.

–Realmente no sé cómo Adolfo pudo hacerme una cosa así –insistió Ariadna,

pero esta vez buscó la mano de Javier que acariciaba su cuello y la apretó

con fuerza y volvió a caer en desconsolado llanto.

–Por favor Ariadna, trata de explicarme y haré lo posible por ayudarte.

Ariadna reclinó la cabeza sobre el hombro de Javier y él no pudo evitar besar

su mejilla.

–No lo hagas, por favor –musitó, pero sin oponer ninguna resistencia, ni separarse

un centímetro.

Sin hacer ningún caso, Javier continuó besando la mejilla y con mayor fruición

al percibir en sus labios la humedad de sus lágrimas, lo que le impulsó

a mordisquear delicadamente el lóbulo de la oreja izquierda.

–Ven… –dijo Javier que sin aguardar respuesta tiró de ella y en un santiamén

29


La vida es cuento

estaban en un taxi en dirección de su departamento.

–No, por favor Javier sé razonable –insistía la muchacha sin convencimiento.

Tras cerrar la puerta, Javier le quitó la chaqueta y desabrochó su blusa. Sintió

como Arianda temblaba cuando sus manos recorrieron su espalda y acariciaban

sus senos.

–No lo hagas, por favor, no lo hagas –eran las únicas frases que Ariadna

pronuncia entre llanto y llanto.

Javier, en plena excitación, recorrió con sus labios ese cuerpo tan deseado.

Ariadna respondía con llanto entrecortado y suaves jadeos de placer que se

intensificaron al advertir que Javier llegaba a lo más profundo de su ser.

–¡¡No!! –gritó una vez más como único argumento y como no, el consabido

llanto.

A pesar de la confusa situación, el deseo contenido de ambos alcanzó un

final estentóreo, intenso, brutal. La confirmación de una atracción sexual

casi salvaje nacida en la juventud y prolongada en el tiempo.

Exhausto, Javier estiró su brazo hasta la mesilla, extrajo un cigarrillo y lo

encendió. Dio o tres profundas bocanadas pleno de satisfacción, cuando volvió

a escuchar los sollozos de Ariadna.

–Por favor Ariadna, dime de una vez qué ha sido lo tan terrible que te ha

hecho Adolfo –imploró.

–¡Me ha transmitido el VIH! –fue la breve respuesta.

1989

30


Daniel Soto Rodrigo

Auto-consulta sobre la bici

Disfrutaba de unos de los habituales paseos en ‘bici’ por la senda del

río Mendo cuando, sorpresivamente, salió de entre la maleza y se cruzó delante

una pequeña serpiente, o culebra, no sé diferenciarlas. Tendría no más

de 25 ó 30 centímetros pero no viera como se puso la bici… ¡Menudo susto!

Se elevó sobre su rueda trasera y comenzó a dar corcoveos. Logré mantenerme

montado gracias a que sujeté muy bien los pies en los estribos apretando

los talones a las bielas y mantuve agarrado con fuerza el manillar.

Cuando logré serenarla reemprendí el camino de regreso.

Durante el trayecto meditaba sobre su comportamiento. En principio lo atribuí

a un defecto de doma; pero enseguida me corregí: ¿Pero qué dices tío?,

las bicicletas no se doman, vienen así de fábrica. Son mejores o peores,

pero todas mansas y obedientes –fue la primera respuesta obtenida tras la

mental sesión de auto-consulta, como las que proponen esos modernos módulos

interactivos de moda en intranet. En el ‘feisbu’ van a alucinar cuando

lo cuente –me dije socarronamente. ¿Pero, cómo vas a contar eso? –me respondí.

¿Por qué no..?, ¡si publican cada cosa..! –intenté convencerme. ¿Es

que no te das cuenta..? Van a confirmar que estás tarumba perdido–pensé.

¡Tienes razón! –accedí mientras me alejaba.

¿Qué estaría yo pensando..?

2020

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La vida es cuento

No volveremos a vernos

Le sorprendió encontrar su casa a oscuras. Su esposo llevaba meses

enclaustrado en la vivienda, afectado por una profunda depresión; por lo

que esa soledad, ese silencio, no presagiaba nada bueno. El hombre no lograba

superar el abatimiento que le suponía llevar más de dos años desocupado.

Sin embargo, cada noche la aguardaba con la cena dispuesta. Razón

que fundamentaba la extrañeza de la mujer. Encendió la luz de la sala. Las

ventanas estaban herméticamente cerradas, también muy poco habitual.

Desconcertada, miro en redor y descubrió junto al candelabro en el centro

de la mesa, un sobre a su nombre. Sin duda, la letra de su marido. Alarmada,

lo abrió y extendió el papel que contenía:

“Si estás leyendo estas líneas es porque ya no estaré” –comenzaba la carta

que con esas pocas palabras le encogió el corazón–; “habrás comprobado

que la debacle económica que he padecido estos últimos años ha sido desgastante

y ya es insostenible. Ha hecho estragos en mí”, –continuaba su lectura

mientras que de los ojos de la mujer brotaba una incontenible marea

de lágrimas. ¿Qué has hecho?, pensó antes de continuar.

“Nunca pensé que el dinero, mejor dicho, su ausencia, podría trastornar

tanto la vida de una persona. Hundirla en la más profunda desazón, denostarla,

recluirla, avergonzarla…, llegas a odiarte, a menospreciarte hasta límites

insospechados” –leía la mujer que para proseguir hubo de sentarse

en una silla contigua.

“Todos estos meses enjaulado entre estas paredes me han servido para conocer

cada rincón de la casa y lo que son las cosas, he descubierto un cofre

que guardabas debajo del suelo del armario del dormitorio. Lo abrí y me he

encontrado con todo el dinero negro de tus sobresueldos en el Partido y las

decenas de joyas que te han regalado los empresarios en agradecimiento a

tantos contratos que les has otorgado. Grande fue mi sorpresa al comprobar

lo rentable que resulta tu corrupta ocupación; tan grande como la tuya ahora

al enterarte que he juntado hasta el último céntimo y me he pirado a donde

jamás me podrás encontrar. Y como tampoco podrás denunciar nada, te dejo

estas líneas de agradecimiento, así como te confirmo lo que dije al principio,

si estás leyendo esta carta, es porque ya no nos volveremos a ver. Adiós

amor”.

2020

32


Daniel Soto Rodrigo

El ser humano no deja de sorprender

Vamos a suponer que el coronavirus no viene para frenar el 5G, ni

para aligerar la lista universal de persistentes jubilados, odiosos persistentes

acreedores de los estados; ni siquiera que tenga que ver con las balanzas

comerciales tecnológicas, ni las otras; nada de eso. Demos por buena la hipótesis

de que los chinos, como son tantos, se zampan todo lo que sea

menea y ¡hala!, ahí tenemos una pandemia de cojones.

¿Qué hacemos? ¿Qué no hacemos?, piensan los gobiernos y cuando deciden

cerrar todo lo que aglutine a más de cuatro, el resultado es abrumador.

Miren por dónde, la reacción del ser humano está siendo similar en casi todo

el mundo. Quitando de la evaluación a los aburridos países disciplinados,

ordenados y seriecitos de siempre, ¿qué nos queda?; una reacción casi calcada:

“aprovechemos este tiempo precioso, nos tomamos unas cervecitas,

llevemos a los niños al parque y después, si hay que meterse en casa, lo

haremos con el ánimo elevado”.

Eso sí, antes, hay que arrasar con las existencias de los súper y vean que

curioso: ¿cuál es el producto estrella del ciudadano universal?, el papel higiénico.

Lo habrán visto en la tele, gente cubriendo con sus cuerpos echados

sobre los carritos pertrechados del preciado producto de soez destino. Si

hasta se han liado a tortas por el último rollo de una escuálida estantería,

creo que en Australia…, da igual, bien pudo ser en A Coruña, en Torrelodones,

o en Alabama, quién sabe…

Curioso orden de prioridades. ‘Tengamos el culo limpio aunque la conciencia

chorree mierda’, puede ser la lectura. Odas al romance más prosaico. Tomen

nota los poetas: escriban sus versos en papel higiénico. El destino será el

mismo, pero tendrán muchísima más difusión.

2020

33


La vida es cuento

Covid-19, el mito de Procusto y otras miserias

Esta pandemia que se ha cobrado tan elevado número de personas

infectadas y un cruento precio en víctimas mortales, también ha dejado al

descubierto la actitud egoísta, insensata y por qué no decirlo, miserable, de

personas lejos de comprender la gravedad de la situación, echaron mano

de cuanto les fue posible para menospreciar el esfuerzo de quienes se abocaron

a combatir el virus salvaguardando la salud de todos.

Esa conducta tan grosera con la inteligencia bien puede encuadrarse en el

mito de Procusto, cuya definición es algo así como la carencia absoluta de

empatía con personas a las que consideran más talentosas, capaces de opacar

las propias capacidades.

Lo han demostrado un importante número políticos, lo que es especialmente

grave ya que están en sus cargos públicos impuestos por la ciudadanía, y

deberían de velar por la seguridad de todos, pero el mero hecho de ser imbéciles,

ante un ataque virulento sin precedentes se desentendieron del enemigo

común para centrarse en obtener réditos estériles que satisfagan su

fanatismo.

También se ha manifestado en personas de mentes cuadriculadas incapaces

de comprender que un paso más allá de su casilla existe vida y personas

que, como ellos mismas, deben ser defendidas de un enemigo común. Pero

el miedo les lleva a vivir en una continua mediocridad, donde no avanzan ni

dejan que otros lo hagan. Se instalan en el negacionismo y en el desprecio

a cualquier atisbo de mérito de los demás. Existe una definición para estas

personas que al verse superadas por el talento de otros, muestran su rechazo

e inclusive, si pudieran, deshacerse de ellos. Personas para las que

todo debe ajustarse a lo que piensa o cree. Todo lo que se aparte de eso es

motivo de rechazo, en ocasiones, irracional, como negar lo evidente. Padecen

el síndrome de Procusto.

Un síntoma que explica la mitología griega los casos de perversos comportamientos

que no responde a otra razón que el propio resquemor a verse

superados por otras personas.

El mito dice que Procusto ofrecía posada al viajero solitario en su casa en

las colinas de Ática. Invitaba al forastero a tumbarse en una cama de hierro

y, mientras dormía, lo amordazaba y ataba a las cuatro esquinas del lecho.

Si la víctima era alta y su cuerpo era más largo que la cama, serraba las

partes del cuerpo que sobresalían: los pies y las manos. en caso de que su

físico fuera de menor longitud que la cama, lo estiraba a martillazos.

Para que nadie escapara a su enceguecido criterio disponía de dos camas,

una exageradamente larga y otra exageradamente corta.

Procusto finalizó su reinado de terror tras su encuentro con el héroe Teseo

-rey de Atenas, hijo de Etra y Egeo- quien invirtió el juego y retó a Procusto

a comprobar si su propio cuerpo encajaba con el tamaño de la cama.

34


Daniel Soto Rodrigo

Nada más tumbarse, el posadero fue amordazado y atado a la cama por

Teseo que aplicó la misma tortura que el envidioso posadero aplicaba a los

viajeros. Le cortó a hachazos los pies y, finalmente, la cabeza.

Así me parece este escenario propio de Procusto que nos ha tocado vivir. El

enfermizo temor a reconocer la validez y el talento de las personas; a aceptar

sus ideas o incapaces de reconocer el esfuerzo ajeno. Por el contrario, la

actitud es dirigir toda la energía y el máximo esfuerzo en denostar, trabar

cualquier idea e intentar por todos los medios frenar cualquier iniciativa que

no haya surgido de su inventiva…, escasa por cierto. Les suena ¿verdad?

2020

Días de coronavirus

Furiosos los padres con sus hijos adolescentes.

–¡Sois unos idiotas! ¿Pensabais que no los teníamos contados? ¿Que no nos

daríamos cuenta? ¡Imberbes!

–Bueno, sólo fue uno, tampoco es para tanto –intentaban justificar.

–¿Cómo que no es para tanto?

–Y para cambiarlo por dos gramos de esa mierda que tomáis –se indignaba

la madre–, ¿es que no tenéis conciencia de lo que significa un rollo de papel

higiénico en una crisis como esta? ¡Inútiles!

2020

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La vida es cuento

Ingeniería financiera y alzamiento de bienes

Era importante que ante el notario recordara cada detalle. Su memoria

naufragaba rápidamente y era su voluntad dejar en buenas manos su sólida

herencia. Consciente de ello, convino con su esposa y con su hijo mayor agilizar

todas las gestiones antes de que el proceso sea irreversible y se vean

abocados a lidiar con los buitres que caerán hambrientos a rapiñar bocados

de la suculenta presa.

Sólo dos de sus seis descendientes eran dignos de confianza. Alberto, el primogénito;

único capaz de dirigir las empresas desde ahora mismo y Catalina,

la segunda en llegar, no muy creativa pero una mente privilegiada para

los números. Ambos siguieron los pasos del padre y crecieron junto con las

empresas. El resto, tres varones y una mujer, así como los nietos mayores,

eran unos vividores instalados en el desamor y la mezquindad. No veían la

hora de que el patriarca muriera o se declarara su incapacidad, para cernirse

sobre su fortuna.

El pragmatismo fue eje de toda su vida así que, cuando se percató que por

edad y por síntomas más o menos evidentes de que su existencia se acercaba

a la meta, del propio Honorio surgió la idea de traspasar la industria a

una empresa creada al efecto. El fundador consideraba que no bastaba un

testamento, sino que pretendía blindar la fábrica, la empresa y los fondos,

buena parte camuflados en paraísos fiscales, mediante maniobras de ingeniería

financiera muy compleja; sólo así quedaría a salvo de quienes consideraba

usurpadores, dentro de su propia familia. Esos solo obtendrían algún

modesto beneficio a razón de una cantidad limitada de acciones que les concedería.

La aparición de ese Alzheimer fulminante trastocó los planes. Su avance era

imparable y el deterioro era visible a diario. La reconversión económica y

social que estaba en marcha requería de gestiones administrativas complejas

y la estructura económica del tramado empresarial era importante. El

prestigioso buffet de abogados había advertido a la familia sobre la necesidad

de que, al rubricarse los cambios de titularidad, Honorio no presentara

ante los notarios ninguna fisura en su conducta que diera lugar a sospechas

de contravención alguna; vale decir que toda la gestión llevaría tiempo y

eso era precisamente lo que no había.

El desgaste del industrial era insoslayable. Una mañana Felisa, su mujer, le

encontró deambulando en pijama por la casa. Al levantarse se desorientó y

no recordaba cómo llegar al baño principal. Al recuperarse del shock de desorientación,

don Honorio decidió que había que tomar medidas urgentes.

Consultado el mejor especialista, alertado además de las diligencias familiares

en tramitación, se puso en marcha entonces un laborioso entrenamiento

de memoria. Un equipo encabezado por el médico neurólogo, un

psiquiatra y tres técnicos comenzó a trabajar de inmediato. Primero con rememoración

retardada leyendo una lista de 15 palabras y evaluando cuántas

36


Daniel Soto Rodrigo

era capaz de recordar al momento; repitiendo cada cinco minutos por cinco

veces consecutivas.

El tratamiento debía ser intensivo. Mantener el cerebro de Honorio activo

requería de la participación activa y continuada de Felisa, Alberto y Catalina,

después de las agotadoras sesiones con los profesionales. Básicamente, se

trataba de intentar grabar en la mente de Honorio, mediante nemotécnicas:

–Vamos a ver Honorio, ¿qué fue lo primero que se puso en marcha? –preguntó

–Pues, la fábrica –respondió el viejo sin dudarlo–. Fue en 1934 y se llamaba

Vidal y Paserna –agregó.

–Sabemos que era una refinería de aceite, pero ¿recuerda que al fallecer

Paserna se fundó Vidal Alimentaria? –insistió el psiquiatra.

Así una y otra vez día tras día intentando que la enfermedad no se llevara

los valiosos recuerdos del empresario.

Por la mañana eran los especialistas. Después de comer, Felisa. Por la tarde

Catalina y al caer la noche Alberto. Las sesiones, impiadosas, exactamente

iguales, eran devastadoras. El viejo se equivocaba una y otra vez, lo que

obligaba a corregir y volver a empezar. Curiosamente, los hechos más recientes

eran los que inducían a más errores. Ardua tarea.

–A ver Honorio, ¿qué fue lo primero que se puso en marcha? –escuchó por

enésima vez

–Pues, la fábrica –respondió el viejo como un autómata–. Fue en 1934 y se

llamaba Vidal y Paserna –agregó.

Así, decenas de veces al día durante meses. Desgastante labor que en ocasiones

semejaba infructuosa ya que el pobre hombre luchaba por superar a

su cruel enemigo que se hacía cada día más fuerte.

Pero como el poder del dinero es infinito, el ejército de gestores trabajando

a las órdenes del buffet y contando con todos los adelantos técnicos imaginables,

en tiempo record logró disponer de todas las escrituras y poderes

notariales para su firma.

Honorio confío desde el primer día en la Notaría Osuna. Le conocían tanto

que era un evidente riesgo que deberían asumir. Cambiar de notario en el

último acto de su vida laboral sería incitar a sospecha.

La noche anterior Honorio se mostraba entusiasmado y mucho más animado

que de habitual. Repitió sin equivocarse, en varias ocasiones, las respuestas

a las preguntas que inevitablemente debía responder, lo que permitió que

todos descansaran satisfactoriamente. Por la mañana, durante el desayuno,

el industrial mantenía la serenidad y el tono convincente en cada respuesta,

aunque su mirada recorría de un lado a otro de la sala como buscando algo.

–Pase señor Vidal –invitó la secretaria– siéntese –le dijo colocando una silla

ante una importante cantidad de carpetas.

–Qué le parece don Honorio se empezamos por la fábrica? –preguntó el notario

sentado en la gran mesa rodeado por los auditores y técnicos financieros.

–¿Qué fábrica? –respondió el viejo completamente desnortado.

–Vidal y Paserna… –insistió el notario algo turbado.

–¡No sé quiénes son! –afirmó para desesperación de Felisa, Alberto y Catalina.

2020

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La vida es cuento

Ivonne, como la del tango

Llevaba semanas en el hospital y parecía ser invisible a todos. Pocas

personas reparaban en ella y nunca había recibido visitas. Sola, no hablaba

con nadie ni miraba a quienes, como ella, esperaban en esa misma sala recuperar

la salud. Ocupaba la cama más cercana al ventanal y aprovechaba

para fijar la vista a lo lejos, prescindiendo de todo lo que le rodeaba.

Su aspecto era delatador: maltrecha, arrugada, de ojos opacos y las manos

huesudas que se cerraban sobre los bordes de las sábanas. Me apenaba.

Desconocía el mal que le aquejaba y me daba apuro averiguarlo. La habitación

era típica de hospital: paredes blancas con friso grisáceo y cuatro camas

para cuatro pacientes. Junto a cada una de ellas un sillón pequeño, algo reclinable,

para el eventual acompañante y un pequeño banco blanco e incómodo,

para una visita extra. Yo había ido a visitar a mi tía y allí estaba,

sentado junto a ella en uno de esos banquitos. Mi tía no es de muchas palabras,

así que la visita consistía más en acompañarle un par de horas hasta

que llegara otro pariente o amigo que hiciera lo propio. Por lo tanto, disponía

de paciencia y tiempo como para observar a la extraña mujer. Como mi tía

llevaba una semana ingresada y estaría al menos otra por los estudios médicos,

la escena acabó por convertirse en una diaria rutina de control.

Al igual que en todos los hospitales del mundo, tras la visita matinal, los

médicos dejaban sus indicaciones escritas en el parte a los pies de la cama.

Después, las enfermeras cumplían las prescripciones comentándole al paciente

qué le harían, pero en el caso de esta singular mujer, en ningún caso

obtenían respuesta alguna. Permanecía impasible, ajena a todo, como si ella

nada tuviera que ver con todo ese ajetreo. Tragaba las píldoras que le suministraban,

no se inmutaba si la giraban un poco para aplicarle una inyección

y así con todo. No dejaba de sorprenderme.

Como leyéndome el pensamiento, el esposo de la señora que ocupaba la

cama de al lado a la de mi tía quebró mi ensoñación. El hombre, ya mayor,

me dijo: “lleva semanas aquí y todos los días es igual. No habla con nadie.

Duerme, despierta, de vez en cuando come algo, mira fijamente el horizonte

hasta que se vuelve a dormir y así…”.

–¿No se interesa ni por su propia salud? –pregunté.

–¡Qué va! Mi esposa llevaba dos días hospitalizada cuando la trajeron a ella.

Nunca le escuchamos la voz. Ni siquiera para quejarse. Mal debe de estar –

aventuró- ya sabe que las internas en esta sala no lo tienen fácil, pero ella,

a su bola…

–¿Nadie sabe quién es? –insistí.

–Yo sé quién es. La conocíamos como Aurelia y así como la ve, en su juventud

fue una de las mujeres más deseada de este pueblo. Era hermosa y altanera

y le encantaba comportarse con descaro y altivez. Su belleza tapaba

todo y sólo la detestaban las otras mujeres. Ellas fueron quienes echaron a

38


Daniel Soto Rodrigo

rodar el rumor sobre sus frecuentes viajes a Madrid. Decían que era para

ejercer de puta; bah..!, de dama de compañía fina, si prefiere que lo diga

con más elegancia –me lo largó así como lo cuento y me quedó mirando,

como esperando mi reacción.

Y sí, sorprender me sorprendió. Jamás se me hubiese ocurrido que aquella

viejecilla demacrada e inmersa en tan profunda depresión pudiera tener un

pasado tan vigoroso.

–¿Y cómo llegó a este estado? –volví a preguntar realmente interesado en

la historia.

–Es lo que no sabemos. Los que tenemos una edad la hemos reconocido.

No fue fácil eh! Eso que ve ahí no se parece en nada a aquella que enloquecía

al machaje. La pude sacar por su perfil ¿sabe? –continuó diciendo el

hombre entusiasmado por mi interés y su repentino papel protagónico–.

Como usted mismo ha comprobado, se pasa el día mirando hacia el ventanal,

ofreciendo su perfil derecho que era el que me resultaba familiar.

–¡Es sorprendente! –comenté, evidentemente impresionado.

–¿Quién lo diría no? –agregó el hombre con la clara intención de dar pie a

seguir la charla.

Me resultaba casi imposible apartar la vista de la atormentada mujer. Más

aún tras conocer la triste historia que se ocultaba detrás de esa esmirriada

figura. Me paseé un par de veces junto a su lecho e incluso me paré delante

de la ventana, casi tapándole la vista, pero no obtuve ninguna reacción,

como si no existiera. Mirada perdida y silencio absoluto.

Los días siguientes repetí las visitas. No tanto por mi tía, porque creo que

le daba igual. Somos una familia grande y si no va uno va otro. Nunca está

sola y supongo que tampoco se daría cuenta de quien ha faltado a su cita.

Iba más por la curiosidad de comprobar qué pasaría con Aurelia. Con el paso

de los días los huéspedes sanitarios fueron renovándose. Mi tía también estaba

en la lista de los que recibirían el alta en breve, razón por la que debía

de intentar algún tipo de contacto para establecer comunicación con esa

mujer que, a pesar de todo, mantenía ese toque subyugante. Un pasado intenso,

un presente de penuria…, una historia de tango, pensé, y de inmediato

vinieron a la mente los versos que Enrique Cadícamo dedicó a ‘Madame

Ivonne’, su personaje de tango:

Te conocí en el viejo Montmartre

cuando el cascabel de plata de tu risa

era un refugio para nuestra bohemia,

y tu cansancio, y tu anemia,

no se dibujaban aún detrás de tus ojeras violetas…

Parecía encajar a la perfección. La figura desesperanzada de Aurelia, vencida

por el dolor y la soledad, seguramente recordando aquella época de esplendor

y con toda probabilidad, también de despreocupada lujuria.

Deseaba decirle que a mí me importaba. Que no sentía lástima ni compasión

por ella sino, en todo caso, la voluntad de ponerme en su lugar y que supiera

que alguien quiere hacerle compañía. Quería dejarle claro la inexistente intención

de sojuzgar su vida. Así que decidí obrar en consecuencia. Bajé el

hall central y compré un sencillo ramillete de pequeñas flores muy coloridas.

De esas que alegran la vista y volví rápidamente a la habitación ansioso por

39


La vida es cuento

ver su reacción, si lograba rescatar su postergada sonrisa.

Puse las flores en un pequeño jarrón con agua, me acerqué a la cama de

Aurelia y colocándolas sobre la mesilla le dije “Son para usted”. La mujer

apartó la vista del infinito para mirar fugazmente las flores. Ni una palabra,

ni un gesto. Acto seguido fijo sus ojos en mí y debo confesar que su mirada

hería en lo más profundo. Hasta entonces, nunca había percibido que unos

ojos pudieran destilar tanto odio, tanto rencor. Fueron unos segundos, pero

bastaron para comprender toda una vida. Aurelia volvió a su horizonte de

incierto futuro y yo, atribulado, le di la espalda a mis buenas intenciones. Vi

a mi tía ya vestida de calle. “Me han dado el alta esta mañana y pensé que

esas flores eran para mí”, me dijo.

–Pensaba comprártelas al bajar –mentí–. Vamos, que tengo el coche en el

parking. Te llevo a casa.

Cuando me alejaba del hospital, pensando en los efímeros reinados, volvieron

a revolotear los versos de Cadícamo:

Alondra gris,

tu dolor me conmueve,

tu pena es de nieve…

Madame Ivonne…

2016

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Daniel Soto Rodrigo

Cazador cazado

Me acerqué sigilosamente. Introduje la llave y con mucho cuidado fui

abriendo el cerrojo. Me quité los zapatos y en completa oscuridad, entré

arrastrando los pies para evitar caer en las trampas que suele dejarme en

forma de objetos en medio del paso para que tropiece, y si fuera posible,

me parta la crisma.

En el baño encendí el aplique pequeño para lavarme los dientes y eliminar

algo del aliento alcohólico. De nuevo a oscuras llegué hasta la silla valet e

intenté que la ropa quedara sobre ella. Sólo faltaba el último y crucial paso,

meterme en la cama sin que se despertara. Para lograrlo, hay que evitar

sentarse en el borde del colchón. La maniobra requiere habilidad y buena

dosis de equilibrio, razón por la que no es recomendable la formula si uno

se ha pasado un poco con las copas. Se trata de bajar el centro de gravedad

flexionando la pierna izquierda en el suelo (en mi caso que ocupo el lado

derecho de la cama) e ir deslizando la otra pierna hacia el interior, apoyando

sutilmente la pantorrilla sobre el colchón. Continuar reptando siempre con

suavidad, acompañando el movimiento con el brazo derecho, empujando

con el pie de apoyo y acompasando el resto del cuerpo hasta sentirse estabilizado

en posición horizontal.

Perfecto. Dije satisfecho. Ni se inmutó. Me quedé tal como estaba, sin moverme

y casi sin respirar hasta que pasaron unos minutos. Silencio absoluto.

Ahora a dormir que mañana será otro día.

Morfeo comenzaba a abrazarme con sus seductores brazos a los que me

prestaba a caer gustosamente, cuando un ruido de llaves y golpes en la

puerta me hizo dar un brinco. Pensé que ya estaba soñando, pero no, provenía

de la puerta de nuestro apartamento. Sobresaltado, encendí la luz y

me puse en pie.

La primera sorpresa fue que Carla, mi abnegada Carla, no estaba a mi lado

como pensaba. Su lado de la cama estaba impoluto.

La segunda sorpresa fue abrir la puerta y encontrarla ahí, con un pedo descomunal,

intentando adivinar que llave correspondía a esa dichosa cerradura.

Al verme, Carla erguió algo su figura y dijo:

–No es lo que parece…

–¿Ah no..? –pregunté con sorna.

–No. ¡Es muchísimo peor! –dijo sin contener una carcajada entrecortada por

el hipo y extendiendo la mano para que la ayude a llegar al dormitorio.

Se desvistió como pudo mientras la contemplaba atónito.

–¿Y tu braga...? –pregunté irritado.

–¡Hostias! Se me ha perdido. Se ve que tenía el elástico muy flojo –dijo quitándole

importancia– igual estaba ya muy gastada –agregó haciendo un

gesto de desdén con la mano.

No tuve tiempo para ningún reproche. Nada más meterse en la cama se

41


La vida es cuento

quedó profundamente dormida.

Me senté de mi lado con las piernas colgando, absolutamente desencajado.

Las ideas confusas por el alcohol y la desagradable experiencia. No era capaz

de pensar con claridad. Pasaba de la ira al rencor y de allí a la autocompasión.

Sentí bajo los pies un ligero cosquilleo; no sabría decir si era la alfombra

o mi autoestima. Por no saber, no sabía ni qué pensar. Giré la cabeza

para verla una vez más. Dormía como un tronco. No sé si me mortificó más

esa odiosa fragancia de AXE o la hiriente sonrisa socarrona que le iluminaba

el rostro de maquillaje descorrido y ese rastro inconfundible de una noche

intensa.

2016

Don Carlos, el crispante

Sin venir a cuento de nada, de pronto, surgió el recuerdo de don Carlos,

un viejo amigo de mi padre. Viejo porque el recuerdo viene de antiguo

y también porque ya por entonces el individuo era bastante mayor. Don Carlos

era un hombre trabajador, sencillo, poco cultivado, desinteresado por

casi todo y carnicero para más señas. Sólo destacaba por la particularidad

que poseía de irritar a las personas. Todo un arte, no vaya a creer. No es

sencilla la tarea. Hay que ser sutil y oportuno y era lo único que tenía don

Carlos, sentido de la oportunidad. A poco de llegar a una reunión o charla

entre más de dos personas sacaba a relucir esa ‘virtud’ y en la segunda, a

más tardar la tercera intervención suya sacaba de quicio a cualquiera.

Hablaba quedo, sin acritud, casi dulcemente, pero era un auténtico tocapelotas.

En minutos lograba exacerbar al más sosegado. La charla más amena

y festiva se tornaba bronca a poco de terciar don Carlos. Como dije, no sé

bien como revivió el recuerdo de esta persona. Si hoy viviese –pensé– pedazo

de político tendría este país.

2020

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Daniel Soto Rodrigo

El cine miente y el efecto Pigmalión, una farsa

Lo tengo visto en películas de tinte erótico y lo he leído en novelas,

pero jamás, hasta ahora, tuve tan cerca la posibilidad de experimentarlo.

Viví todas y cada una de las horas previas con intensidad, preparándome

para no decepcionar; imaginando situaciones y como resolverlas, por si se

presentan…, lo que se dice previsión ¿no? Sería mi primera cita a ciegas.

Como en las saturnales fiestas de disfraces en las que, como broche, los invitados

varones introducen las llaves de su automóvil en un cubo y posteriormente

cada dama escoge una al azar y aguarda en el coche a quien será

el misterioso acompañante de la inspirante noche. Algo así. La diferencia es

que esta vez sería de mañana.

Intenté evitar que la excitación me dominara, mientras reforzaba el convencimiento

en que todo saldría estupendamente. Aguardé en la cama, impecable,

vistiendo solamente la parte de arriba de un pijama no muy evocador

por cierto, todo hay que decirlo. Noté que el pulso se me aceleraba al acercarse

la hora. Con bastante puntualidad se abrió la puerta y entró ella.

¡Vaya! –pensé– no está nada mal.

Debo confesar que en ese momento esperaba algún tipo de preámbulo, qué

sé yo…, algo…, pero no. Se acercó con decisión, descorrió completamente

las sábanas y carente por completo de sensualidad me pidió: “Por favor,

vuélvete un poco hacia al otro lado”; cosa que hice y de inmediato sentí el

pinchazo.

Me preguntó cómo estaba y esas cosas y antes de irse dijo: “Yo soy Fanny,

la enfermera del turno de mañana. Por la noche vendrá a pincharte Elsa, un

encanto, enseguida te pondrás bien”.

Quise responder pero no me dio tiempo más que a despedirla con la mano.

¡Habrase visto! Está claro que el cine es una puta fantasía barata. ¡Qué desilusión!

2020

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La vida es cuento

Convivencia en modo evanescente

El amor llevaba tiempo en búsqueda y captura. La amenaza del final

se cernía sobre ellos. Aquellos bonitos momentos compartidos, poco a poco,

iniciaron el proceso de autodestrucción; ya no servían de sustentación. Los

lazos de la pareja se debilitaban a cada instante.

–Insistir sería necedad –murmuró él.

–Los reproches carecen de valor –acordó ella.

Desde la puerta, vio alejarse lentamente a la conocida silueta por el camino

de la suave colina. Entró en la pequeña casa y por primera vez le pareció

enorme. Aturdido, fue a la cocina a preparar café, pero se dio cuenta de que

faltaban cosas.

No están las sonrisas –se dijo–, no queda ni una. Corrió hasta el dormitorio.

Tampoco estaban las caricias. Ninguna. Se asomó al cuarto de baño confiado

en que allí sí encontraría ecos de la contagiosa risa mañanera, pero nada.

La ducha declinaba a todo signo de vitalidad.

Se echó sobre el sofá, desconsolado, y comprobó que en el salón, siempre

cálido y acogedor, ya no flotan ideas, ni animan los proyectos, ni retumba

su voz entre corcheas y copas. Una enorme ola de súbita vulgaridad lo ha

invadido todo. El color, la alegría, todo ha evanescido.

¡Se lo ha llevado todo! –gritó–. En tres zancadas llegó hasta la puerta. Abrió

esperanzado, pero la amada figura ya no se recortaba en el camino. Nunca

volvió a encontrarla.

2019

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Daniel Soto Rodrigo

El abuelo y su guerra

Sentó al niño frente a él y preguntó: “alguna vez te he contado de la

guerra”, a lo que el niño respondió que “no” acompañado de un gesto entre

temor y asombro. “Pues te contaré” –dijo el viejo mientras acomodaba su

magullado cuerpo en la desvencijada silla.

“Hace muchos años en este pueblo hubo una guerra muy larga y muy

cruenta y una tarde de verano, siendo yo muy joven, sucedió esta triste historia

–comenzó su relato. El calor era sofocante y en las trincheras apenas

había para beber un poco de agua recalentada por el sol. Los pocos vecinos

que quedaban buscaban refugio entre las ruinas de las casas destruidas por

las bombas.

“Los soldados parecíamos carne puesta a secar al sol y la única manera de

evitar más sufrimiento era dejarse vencer por la somnolencia. Yo había colocado

el fusil como un mástil que sostenía un trozo de tela a modo de toldo

para obtener algo de sombra. Me di cuenta de que había logrado dormirme

cuando unos cuantos tiros que pegaron en la pared a mi lado me despertaron.

“Aquello fue horrible –continuó el anciano. Todos los que allí estábamos reaccionamos

igual, mirando alrededor tratando de entender qué pasaba y

desde dónde nos atacaban. Mi amigo Pepe se irguió de pronto y nada más

asomar la cabeza una bala se la atravesó –dijo mientras ilustraba con gestos

la narración.

“Cuando comprendimos que los nacionales entraban de a cientos intentamos

escondernos para salvar la vida –agregó mientras el niño apenas lograba

reprimir el llanto atemorizado por la gesticulación rabiosa con que el viejo

animaba su relato.

“Dos días con sus noches me mantuve acurrucado entre dos grandes piedras

de los muros de la iglesia que se había venido abajo. Dos días sin comer, sin

beber y sin moverme, mientras los enemigos cantaban y fumaban, comían

y bebían vino. Dos días sin dormir, con un pequeño puñal en la mano por si

alguno me descubría o por si un zorro o un perro hambriento hubiesen decidido

merendarme. Dos días hasta que se fueron…” –contó lastimosamente.

–¿Qué hizo después? –preguntó el niño echándose hacia atrás.

–Me levanté como pude para buscar algo que comer, cosa muy poco probable,

pero se me cruzó una gallina que milagrosamente sobrevivía y me tiré

sobre ella. De un mordisco le arranqué la cabeza –respondió el viejo a viva

voz y dramatizando el relato dando un bocado al aire abriendo grandemente

los ojos y emitiendo un gruñido salvaje. El niño rompió a llorar y huyó despavorido

hacia su casa. Pepe, que se encontraba allí cerca le recriminó:

“Vaya sarta de mentiras le has contado al pequeño. Aquí nunca llegó la guerra,

ni tampoco nunca has sido soldado. Mira el susto que lleva tu nieto”.

–En realidad, tampoco es mi nieto –respondió el viejo mientras encendía un

cigarrillo camino a su casa.

2019

45


La vida es cuento

Santiago de Compostela, donde el mundo se hace ciudad

La pregunta fue casual, espontánea y casi intrascendente pero logró

encender apagados resquicios sensitivos. Fue en una de nuestras rutinarias

excursiones cuando uno de los integrantes del grupo, quizá movido por la

belleza del entorno me preguntó: “A usted, ¿qué lugar ha sido el que más

le ha impactado?”. Convendrán que la pregunta no tiene más motivación

que saciar una curiosidad y no ahondar en cuestiones mucho más allá del

gusto por la estética. Sin embargo me ayudó a descubrir un sentimiento que

resultó mucho más profundo de lo que podía suponer.

Nací en Buenos Aires, Argentina, y bien contento estoy de ello, pero este

culo inquieto me ha llevado a recorrer un buen trecho, me ha permitido reconocer

bondades y virtudes de otros lugares, otras gentes, otros pueblos…

Por eso, si me hubiese preguntado, por ejemplo, ¿en qué otro lugar le hubiera

gustado nacer?, sin duda le hubiese contestado “en Holanda”; porque

considero admirable la aplicación del concepto de la libertad en su vida diaria,

donde derechos y respeto marchan íntimamente ligados; o si me hubiese

preguntado ¿dónde le gustaría vivir?; posiblemente le hubiese dado

por respuesta Portugal, por la calidez de sus gentes, o Inglaterra, por su

afable estilo mundano y su imperecedero respeto por sus usos y costumbres,

pero no, la pregunta fue ¿qué lugar me había impactado más?

Pensé en decir la Patagonia porque aún hoy, treinta y tantos años después,

aún me conmueve. Entre mis muchos defectos (en realidad sigo sin perder

la esperanza de encontrar alguna virtud) destaca mi escasa afición al gregarismo.

Algo misántropo, por lo tanto, bastante melancólico, ermitaño, taciturno

y nostálgico y, sobre todo, amante incondicional de la Naturaleza, la

Patagonia encaja en mí como una pieza a medida. La salvaje fuerza del

viento, el frío, el poder del mar y el agreste medio alertan a cada paso que

tu presencia es efímera; apenas un suspiro. Un visto y no visto en un mundo

grandioso que puede vapulearte en cuanto se lo proponga. La magnificencia

de sus paisajes, su inmensidad, la desolación, las increíbles criaturas que la

habitan. El mensaje es claro y se lee a cada paso: el mundo natural no necesita

de la presencia humana y la verdad, para qué negarlo, eso me gusta.

Pude responder “la Patagonia”, y no habría mentido un ápice, pero no, acabé

sorprendiéndome…

El tiempo está consiguiendo dominar mi físico “galopeador contra el viento”,

como decía don Atahualpa Yupanqui , pero no mi espíritu, tan libre como

siempre y contradictorio como nunca, porque miren ustedes por donde llegue

a la conclusión de que el sitio que más me ha impactado es Santiago de

Compostela, uno de los puntos de convergencia humana más importante

que existe. ¿Raro verdad? Lo mismo pensé yo.

Pero créanme que recuerdo nítidamente la primera vez que pisé sus calles.

Las mismas que hoy, más de dos décadas y cientos de visitas después, man-

46


Daniel Soto Rodrigo

tienen la particularidad de vigorizarse con el tiempo. Es una ciudad increíble,

capaz de sorprender cada día, durante años, con un detalle. Cada baldosa,

cada piedra, cada balcón rezuma siglos de historia que el buen observador

sabe interpretar. Hasta su Catedral impone. Su grandiosidad no ofende,

como puede suceder en otros templos, sino que persuade, se descubre ante

el visitante e invita a la curiosidad. Si existe algún dios, bien debe saber que

mi relación con sus intermediaciones terrenales no es muy fluida, pero allí,

aquella enorme estancia invita también a la reflexión.

Compostela, toda ella, luce ese toque de distinción que la realza cualquier

día, en cualquier circunstancia, a pleno sol, o envuelta en niebla y bajo fina

lluvia, condicionantes que en cualquier otro lugar supondría la decepción y

en esta ciudad alcanzan otra dimensión. Entre la piedra empapada y el camaleónico

verdín se deslizan esquivas figuras que buscan refugio en cualquier

rendija. Si hasta sorteando charcos sobre el desparejo adoquinado,

con sólo levantar la vista parece descorrerse una cortina de cualquier ventana

para dejar ver el rostro de la Berenguela para alegrarte el día.

Las calles atiborradas de gentes que el Camino jacobeo convoca no es la

mejor estampa ni sirve de ejemplo de mi fascinación por esta pequeña urbe,

pero no por ello deja de ser llamativo los cientos de miles de pasos que caminan

sobre caminos caminados por caminantes desde tiempos inmemoriales.

Pero no es menos cierto que la magnitud de la marea humana impide

reencontrarse con la huella dejada en la piedra por la rueda rechinante del

carruaje cargado hasta los topes para lamento de los bueyes. El vocerío, por

propia masificación, no deja oír el repicar de las herraduras de las cabalgaduras

de caballeros o meros mercaderes.

Estas calles, de peregrinar constante a las que añoro desérticas, han visto

pasar a mercenarios, trovadores, doncellas de suspicaz mirar, curas fraudulentos

y de los otros, trovadores, frailes, arlequines, saltimbanquis, espadachines

arrogantes, juglares, matronas malencaradas, penitentes,

sacrílegos, algún que otro virtuoso, muchos tunos y más tunantes y hasta

hoy en día ha llegado el cuidado esmero del orfebre afamado en su arte de

conjugar como nadie la plata y el azabache, símbolo pétreo representativo

como pocos de la identidad compostelana.

¡Oh venerados romanos capaces de ingentes obras y sabiduría infinita,

¿cómo acertasteis a nombrar ‘campus stellae’ a un desolado páramo sobre

el que cientos de años más tarde se levantaría esta inigualable ciudad…?

Es, sin duda el sitio que mayor impacto me ha causado. Pero por si todo

esto no bastara, añado que también Santiago de Compostela guarda para

siempre la devoción de mi madre y el recuerdo de la mirada emocionada de

la inolvidable Susi. Otra vez regreso contento. Santiago de Compostela ha

vuelto a sorprenderme y ya nadie, absolutamente nadie, puede quitarme la

sensación de que esta ciudad es un poco mía.

2010

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La vida es cuento

Long Dark Park

El coche dio cuatro o cinco corcoveos y se detuvo a falta de cinco metros

para llegar a la carretera general. Plena noche, y oscura como pocas. Un

error incalificable. En ningún momento controló el indicador de combustible.

Durante el recorrido no recordaba haber visto ninguna gasolinera. Desconocía

por completo la zona, pero alguna habrá adelante, pensó. Recogió del

maletero un pequeño bidón. Aguardó en la carretera el paso de algún vehículo,

pero nada. Igualmente, comprendió que en una medianoche completamente

oscura como esa y su figura cubierta con un abrigo negro, sería

poco probable que alguien se detuviera. Echó a andar…

Muy pronto la inquietud fue ganando espacio. Entre la espesa sombra de lo

que parecía un parque comenzó a oír niños cantando. El rumor fue creciendo,

como si se acercaran. Entonaban cifras, números aparentemente

aleatorios, pero en cuidada melodía, como un coro. No puede ser –se dijo–

¿cómo va a haber un coro de niños en mitad de la noche, a oscuras y en

pleno campo?

Decidió apurar el paso, pero sus pies apenas tocaban el suelo. Quería caminar,

incluso correr, pero era como si levitara. Solo con la punta de los pies

lograba contacto y el empuje conseguido era mínimo. No lograba avanzar

más que unos metros y le era imposible volver. La angustia terminó de apoderarse

de él cuando delante, entre la tiniebla, adivinó una figura humana.

Sin duda un hombre, muy alto, bajo un paraguas abierto, que avanzaba a

paso rápido hacia él, mientras los niños por detrás daban brío a su canción

numérica.

Es evidente que si se trata de una pesadilla, es el momento de abrir los ojos

y ponerle fin –pensó. Haciendo un esfuerzo abrió los ojos lo más grande que

pudo, pero allí seguía, casi flotando a merced de una situación inexplicable.

En un esfuerzo sobrehumano logró afirmarse, darse la vuelta y correr a buscar

refugio en su coche. Corría, corría y corría, pero apenas ganaba metros,

mientras que las voces infantiles era cada vez más fuertes: “twenty five,

fiftyn, six hundred, ten…”.

Se aplicaba con denuedo pero era como correr arrastrando un peso enorme,

las piernas pesadas, lo desconocido acechando, la soledad absoluta… El terror

dominándolo todo… Sintió una mano apoyarse fuertemente en su hombro

derecho…

Le encontró cerca de su coche la primera patrulla que hace su ronda a las

seis de la mañana. Los dos guardias coincidieron: “intentó ir a por gasolina”.

–¿Lleva algo encima? –preguntó uno de ellos.

–Un susto de muerte…

–Lógico. A quién se le ocurre…?, de noche por Long Dark Park un 1 de noviembre…

2019

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Daniel Soto Rodrigo

Tardanza

El regreso a casa estaba resultando tan duro como lo había sido el

día. Un manto negro se extendía ante Germán que mantenía sus manos bien

aferradas al volante. El temporal arreciaba contra los cristales del coche.

Sólo faltaba una noche como esa para completar una jornada particularmente

agotadora. Atravesaba la espesa niebla que se esparcía sobre la autopista

como un entramado de hilos de algodón. La visibilidad no

sobrepasaba mucho más allá de quince o veinte metros, pero el camino era

sobradamente conocido. Tanto, que a pesar de la tiniebla, llevaba una velocidad

algo superior a la aconsejada. Las gotas de cristal sobre el parabrisas

variaban en tonos violáceos y rojizos cuando recibían el contraluz esfumado

de algún esporádico coche que se aventuraba en dirección contraria y era el

único toque de color que se entremezclaba con las errantes figuras que dibujaban

los faros en la enturbiada atmósfera.

Desde la radio surgió una melodía conocida que inmediatamente le transportó

a Raquel. Esa misma canción fue la primera que escucharon a poco

de conocerse, nueve años antes, durante unas vacaciones. Les encantaba y

de común acuerdo decidieron que sería “su” canción. Sonrió, miró fugazmente

el reloj del salpicadero y supuso que ella ya estaría en la casa, “o no

tardará demasiado”, pensó.

Aún quedaba un buen trecho. Incentivado por el deseado reencuentro aceleró

un poco, pero enseguida desistió. La mayor velocidad reducía notablemente

la visibilidad, formando una pantalla blanca que obligaba casi a

adivinar el camino. La sórdida noche se había transformado en una agradable

sensación de bienestar dentro del vehículo. “Para que digan que la radio

no es buena compañía”; dijo en voz alta aunque sabía que nadie le escucharía.

Durante los últimos días observaba un riguroso control de los cigarrillos que

fumaba. Se había propuesto no superar los seis diarios: dos después del almuerzo,

otros dos después de la cena y reservaba los dos últimos para disfrutarlos

al acostarse. La cuota de ese día estaba casi cubierta. Se había

excedido y sólo le quedaba uno para después de la cena. Sin embargo, la

calefacción en su justo punto, la música que inundaba el habitáculo y la intimidad

que sugería el entorno, fue sobrada excusa para hacer el momento

más grato disfrutando del postergado placer.

Buscó en el asiento una posición más relajada, encendió el cigarrillo con

algún remordimiento que superó tras la primera calada. “¡Que noche espantosa!,

menos mal que pronto estaré en casa; aún no son las diez, no creo

que Raquel se demore mucho”, pensó. Recordó que noches así solían ser

especiales para ellos así que, ni bien traspasase el umbral, se daría una

ducha caliente, buscaría su mejor pijama –que por cierto no recordaba si lo

tenía planchado– las pantuflas nuevas y esa bata escocesa que compró en

49


La vida es cuento

aquel viaje a Londres.

La niebla parecía disiparse, aprovechaba para acelerar, pero sólo para internarse

más rápidamente en la siguiente cerrazón. Debía tomarlo con calma,

así que, pensó en el menú. Cocinaría él y prepararía un plato reconfortante:

cappellettinis con salsa de atún, acompañados con un excelente vino de

Rioja, o algún borgoña que sería ideal. Repasó en su memoria los ingredientes

y casi podía asegurar que no le faltaba nada. Cortaría las cebollas en

tiras finas para dorarlas lentamente junto con los pimientos, zanahoria rallada

y un poco de ajo. Un diplomático italiano, con el que cultivó una buena

amistad, le enseñó los secretos de la cocina su país. Recetas que varias

veces aplicó con notable éxito. Según le había referido Guliano, la especialidad

que prepararía esa noche era la predilecta de uno de los famosos capos

mafiosos de su país. Cuando el rehogado queda a punto, se agregan los tomates

bien picados y se sazona con sal, pimienta, un generoso puñado de

orégano, dos hojas de laurel, una pizca de comino y otra de nuez moscada.

Enfrascado en sus habilidades culinarias, la realidad le sorprendió en forma

de unos farolitos rojos detrás y a los costados de un enorme camión, justo

delante. La cortinilla de agua que levantaba las ruedas de la enorme mole

haría imposible adelantarlo, por lo que debería tener aún más paciencia y

continuar la marcha cómodamente detrás del vehículo. En su mano derecha

el cigarrillo ya se había consumido. Comprendió que la dieta auto impuesta

iba a ser mucho más difícil de cumplir de lo pensado.

El viento volvió a soplar con fuerza. Los pequeños farolillos rojos del camión

por momentos se perdían entre la lluvia y la niebla. No estaría lejos la pronunciada

curva que todos conocían como la “curva del ciervo”. Al salir de

ella se podría contemplar una vista panorámica de la ciudad siempre sorprendente

y más aún de noche, realzada por las luces. ¡Fascinante!.

A partir de allí el camino era una recta descendente que en condiciones normales

no insumiría más de quince minutos. Los flashes informativos daban

cuenta de que la tormenta estaba causando estragos en diversos lugares.

Árboles caídos interrumpían el tránsito en distintos sectores y que varias

zonas sufrían cortes de energía eléctrica debido a las roturas en el tendido.

Volvió a mirar el reloj y se tranquilizó: “ya debe estar en casa. ¡Con esta

noche..!”

Una ráfaga lateral sacudió el coche con violencia obligándole a aferrarse al

volante para evitar salirse de la calzada. Supuso que estaría sobre la pronunciada

curva. Las luces traseras del camión aumentando su intensidad

anunciaban que el conductor frenaba y comenzaba a girar lentamente. En

unos minutos más, la extenuante jornada sería historia.

Suspiró aliviado mientras introducía la llave en la cerradura. El departamento

estaba en total oscuridad. Se dirigió directamente al dormitorio, con rapidez

buscó la ropa seleccionada durante el largo viaje y enfiló hasta la ducha.

Dejó que el chorro de agua caliente cayera sobre el cuello y recorriera su

espalda durante bastante tiempo. Le pareció escuchar que la puerta de calle

se abría; “Sabía que no tardaría!; suspiró con una sonrisa. Se envolvió en

la toalla y se asomó para saludar a Raquel. Falsa alarma. La sala continuaba

tan vacía como antes. Sin embargo, estaba seguro de lo que había oído. Inmediatamente

comprobó que la puerta de la cocina estaba cerrada y que,

seguramente, la corriente de aire le confundió. “De todas maneras, ya no

puede tardar”; excusó.

50


Daniel Soto Rodrigo

Reconfortado tras la ducha, se acercó al bar, buscó una copa y la llenó con

un soberbio jerez que disfrutó a cortos tragos recostado en el sofá. Hubiera

repetido la copa de no haberse percatado de que era tarde. Debía cocinar y

a grandes zancadas llegó a la cocina. Llenó la olla grande con agua y la puso

sobre el fuego. Cuando cocinaba, gustaba de tener todos los elementos que

utilizaría al alcance de la mano, así que, despejó la mesa y colocó todos los

ingredientes. Sus ojos se llenaron de lágrimas. A pesar de haber puesto en

práctica todos los trucos que le recomendaron, era inevitable..., es lo que

tienen las cebollas...

El esmero a la hora de preparar la mesa del comedor se advertía fácilmente;

lucía espléndida. “¡Tiene que estar por llegar..!”; pensó al tiempo que retocaba

la posición de los cubiertos. Decidió que era el momento de cocer los

capellettinis. Tardarían unos doce minutos y supuso que en ese tiempo, Raquel

ya habría traspasado esa puerta.

El aroma de la fritura le despertó el apetito. El secreto de este plato residía

en la cocción de la pasta; cuando el agua estaba a punto de romper el hervor,

debía agregarse un puñado de sal y un generoso vaso de vermut rojo.

Recién entonces, se introducen los cappellettinis revolviendo lentamente durante

unos minutos para evitar que se peguen. El siguiente paso era agregar

a la salsa el atún desmenuzado. Sólo quedaba unas cuantas hojas de albahaca

fresca cortada a mano y si no es época, un poco de perejil sobre el

plato y realza aún más la calidad de la pasta. Por encima, un buen puñado

de parmesano rallado.

Miró hacia la puerta, ansioso. En unos minutos todo estaría a punto.... Si

entrara en ese mismo instante la sorprendería con un exquisito plato caliente.

Se asomó a la ventana y en la calle no encontró ningún indicio de

movimiento alguno, estaba desierta.

La soledad en su departamento se hacía insoportable. No sabía cómo contrarrestarla.

Intentó con el televisor pero enseguida desistió. Iba y venía por

la sala sin saber qué hacer. “¡Ya no puede tardar!” pensó con algo de preocupación.

Se decidió por la música, revolvió un rato entre los viejos vinilos

hasta encontrar lo que buscaba: Ravel. Los primeros acordes tuvieron su

efecto. ‘Bolero’ resulta sedante y vigoroso a la vez. Poseía esa fuerza capaz

de remontar el peor estado de ánimo y durante un rato volvió a sentirse

bien.

Descorchó una botella de vino tinto elegida cuidadosamente. Ya no puede

tardar –pensó– así que se encaminó hacia la cocina para servir la cena.

Cuando vertió los cappellettinis en la fuente y los cubrió con la aromática

salsa, se dio cuenta que había hecho demasiada cantidad. No importa, Raquel

vendrá con hambre... y además, aunque él lo detestaba, a ella le encanta

la pasta al día siguiente, recalentada en el horno.

Se sentó a la mesa contemplando la humeante y tentadora fuente y la silla

vacía al frente. Se le hacía agua la boca y decidió comer. No quería ser descortés,

pero después de la larga jornada tenía el estómago de un lobo hambriento.

“Ella ya no puede tardar”. Redistribuyó en la fuente los cappellettinis

restantes, dejando la mesa intacta y comió en la cocina. Cenaría nuevamente

en cuanto Raquel llegara porque no podría tardar mucho más, así

que devoró con fruición el rebosante plato. Como los cappellettinis seguían

siendo muchos se sirvió otro abundante plato que lo satisfizo. Volcó a una

fuente más pequeña los que quedaban y los cubrió con otra capa de salsa

51


La vida es cuento

antes de taparlos para que mantengan el calor. La mesa continuaba impecable,

pero debería hacer un gran esfuerzo para acompañar a Raquel que,

por otra parte, otra vez se demoraba demasiado.

Recostado en el sofá, convino en que los mafiosos italianos eran unos sibaritas;

el menú, aunque sencillo, era una auténtica delicia. El whisky con poco

hielo colaboraba con la digestión y predisponía a saborear un cigarrillo. Si

no fuera por la angustia, disfrutaría de ese momento con gran intensidad.

Apretando los párpados dibujó en su pensamiento la figura de Raquel. Dinámica,

simpática, de personalidad arrolladora y bella, sobre todo bella,

muy bella. Hasta podía oír su risa contagiosa, su mirada encendida y su pelo

indefectiblemente revuelto. Dio un respingo y se golpeó la frente con la

mano derecha: “Quizá intentó llamar y con la tormenta el teléfono no funciona”;

levantó el auricular para cerciorarse. El sonido del tono le entristeció.

Faltaban pocos minutos para las dos de la mañana, el cansancio acumulado

hacía sentir su efecto, le costaba gran esfuerzo mantenerse despierto. La

abundante, cena, el par de generosos vasos de whisky... Se resistía a retirarse

al dormitorio con esa sensación de intranquilidad, sin saber nada de

Raquel e inició una caminata siguiendo los bordes de la alfombra intentando

despabilarse. Odiaba presagiar, pero la intempestiva noche le inducía a suponer

que ella podría haber sufrido un accidente; la posibilidad aumentó su

nerviosismo, resintiendo su estómago.

Suspiró profundamente y buscó otra vez ubicación en el sillón. La agitación

le impulsó a encender otro cigarrillo y de hecho, dejó nuevamente en suspenso

indefinido la decisión de alejarse del tabaco. “No, si pasa algo malo

enseguida te enteras”, se consoló, así que redirigió sus pensamientos. La

idea de que Raquel estuviera con otro hombre era una alternativa que no

era justo evaluar. “No merece que desconfíe de su lealtad. ¡Ya no puede tardar!”;

dijo quedamente intentando calmarse. Mortificado por el pensamiento,

tomó un papel y escribió: “Raquel: Preparé la receta de mi amigo

Giulano, ¿te acuerdas de él, verdad? Te esperé para cenar juntos pero el

cansancio me ha vencido. Despiértame cuando llegues. Te quiero. Germán”.

Dejó la nota apoyada en una de las copas, apagó las luces dejando encendida

una lámpara de pantalla oscura que daba al ambiente una cálida penumbra.

Al meterse en la cama tuvo especial cuidado en no invadir el sector de Raquel.

A ella le encantaba la sensación de deslizarse entre las sábanas frías,

aún en invierno, y templarlas con el calor de su propio cuerpo. Le quedaba

un buen trago de bebida y lo apuró. Como era su costumbre antes de apagar

la luz, verificó si el despertador estaba en la hora correcta. Se encogió sobre

el costado derecho tapado casi hasta la cabeza. De entre el ropaje extendió

su brazo y quedó en completa oscuridad.

El único sonido que llegaba hasta la cama era el monótono e inconfundible

murmullo de la lluvia. Sentía los ojos pesados. “¡Ella ya no puede tardar!”;

dijo en la soledad de su dormitorio antes de caer en un profundo sueño,

como cada noche, desde hacía cuatro años, cuando se fue Raquel.

1990

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Daniel Soto Rodrigo

Federico Fellini: ¡Il piú grande!

No suelo hacer del cine cuestión de nacionalidades, una película es

buena o mala independientemente de dónde haya nacido. Pero no es menos

cierto que, en algunos lugares, la mejor preparación técnica, económica o

creativa, o bien sensitiva redunda en una frecuencia mayor de películas de

gran calidad. En ese sentido, no puedo ocultar que guardo preferencias bastantes

subjetivas. Me encanta el cine francés en general, y su género negro

en particular. Pero este tema va un poco más allá y se expande en una sostenida

relación de amor-odio con Francia. Mejor dicho, no hay ninguna duda

que es un país extraordinariamente bello. Cuidado, sensible, elegante hasta

la saciedad. Pero cosquillea un poco cierto aire presuntuoso. Aunque puede

llegar a entenderse (no justificarse) después de haber recorrido la campiña

del valle del Loira, sus castillos, su patrimonio cultural, histórico y paisajista.

Entiendo que no se puede poseer semejante caudal de belleza y no refregarlo

por las napias de medio mundo…, pero bueno, no se debería. Y eso

que sólo me he referido a una pequeña región franca, así que, me jode un

poco la arrogancia. Pero para ser sincero, no sé cómo asumiría yo ese rol

en igualdad de condiciones.

Volviendo al cine, que es a lo que iba, España suele presentar muy buenas

producciones y el cine escandinavo también me ha sorprendido más de una

vez. No es muy pródigo, pero es interesante y muy recomendable.

Latinoamérica expone cada tanto títulos gratificantes, sobre todo Argentina,

y claro, también del mogollón de películas que distribuye Estados Unidos,

hay muchas muy buenas. Voy a pasar de puntillas sobre este tema porque

si bien es verdad que no se puede prescindir de los grandes directores (Steven

Spielberg, Woody Allen, Martin Scorsese, Ford Coppola y tantos y tantos

otros), como tampoco de sus magníficas producciones, pero la exaltación

de la violencia y el reiterado belicismo de la mayoría de los filmes me echan

un poco para atrás. Además, eso de fabricar cine como chorizos, a todas

horas mezclando bueno, muy bueno, malo y absolutamente reprochable no

me parece acertado. Estimo que hay muchos más casos de los recomendables

de buenos directores que se han dejado subyugar por las variables más

comerciales de la industria.

Para entrar en materia tengo que abrir mi corazón y confesar abiertamente

que prefiero el cine europeo y dentro de él, fui un apasionado de las ‘pelis’

de la era de oro del cine italiano. Dominan el arte como casi nadie y pueden

incursionar con éxito en casi cualquier género. El cine italiano ha caído en

un bache del que le está costando salir, pero lleva renta suficiente como para

permitirse una década más de displicente desgano.

Visconti, Pasolini, De Sica, Tornatore, Antonioni, Ettore Scola, Nino Risi,

entre otros directores que tenían bajo sus órdenes a actores como Vittorio

Gassman, Nino Manfredi, Mastroiani, Volonté, Ventura y tantos y tantos

53


La vida es cuento

otros. Y entre ellas: Sofía Loren, Gina Lollobrigida, Claudia Cardinale, Silvana

Mangano, Mónica Vitti y tantas y tantas otras.

Entre tan inmenso tesoro hay un diamante que sobresale. El más grande.

El genio de los genios: Federico Fellini. Su increíble talento dio forma a obras

de arte que deberían proyectarse en los colegios, desde preescolar.

A estas alturas del relato, parece quedar claro que planteo el tema desde

una visión absolutamente personal, pero no voy a ahorrar calificativos.

Hacer cine, mucho cine, durante muchos años y prácticamente una peli

mejor que otra, es mérito reservado para unos pocos elegidos. Fellini, insisto,

fue grandioso.

Lo curioso fue que su primera película, ‘El jeque blanco’ (1952) fue un fracaso

en toda regla. Cualquier otro director se hubiese desmoralizado, pero

Fellini presentó al año siguiente ‘Los inútiles’ y se alzó con un León de Plata

en Venecia y de paso, dio el espaldarazo definitivo a la carrera de Alberto

Sordi. Desde ahí no paró de generar maravillas que atraían a las salas a los

espectadores de pie juntillas cajutivados por su mágico apellido.

Fellini era capaz de contar lo que le rodeaba y darle una dimensión universal.

Creaba sus argumentos –casi siempre también los guiones– y transmitía en

cada escena esa complicidad que hacía creíble todo su trabajo. Era capaz

de encontrar una historia en los lugares más insospechados. Una vez confesó

que una imagen ocasional, efímera, de personas desconocidas, podía

transmitirle la idea sobre la que desarrollaría su próxima película. Era tan

genial que hasta se había propuesto llevar al cine el drama de las personas

ingresadas en las zonas de Cuidados Intensivos de los hospitales. Se basaría

en su propia experiencia en el hospital de Rímini, donde pasó horas angustiosas

pero que le aportaron otro enfoque al drama humano de la vida. La

muerte unos meses después, le impidió llevar la historia…, ahora les contaré.

Antes, decirles que mi encuentro con Fellini fue con Satiricón. Película de

1969 de esas que te enamoran del séptimo arte. Agrio, divertido, profundo,

expuso la decadencia de Roma a lo largo de un juego de cortas historias entrelazadas

con diálogos y personajes típicamente fellinianos. Transmitía el

desenfreno lujurioso de esa etapa romana con escena de crudeza y con un

desenfado inusual en unos años en los que se comenzaba a romper con la

tiranía impuesta por los usos y costumbres de una sociedad reprimida en

todos los aspectos. Satiricón escandalizó en su momento, pero fue y es una

de esas pelis intensas que lamentas que tengan final.

A partir de ese momento, convertido en fan incondicional del magistral Federico,

me ocupé de ver una gran parte de su filmografía. Tampoco es que

fuera fácil; por entonces no había internet para bajarlas, pero si había cine

clubs de lo más interesantes. Además, por aquellos años (1968-1972), la

ciudad de Buenos Aires rebosaba de centros culturales de lo más variopintos

y salas especializadas. Todo estaba al alcance de la mano por muy poco dinero,

e inclusive gratis.

Yo era socio de un cine club que funcionaba en un sótano de la calle Talcahuano

que solía organizar retrospectivas de directores famosos, súper famosos

y de otros desconocidos que merecían conocerse. Ser afiliado

permitía el acceso a obras ya descatalogadas por lógicas razones comerciales.

Pero por ser Fellini un director de culto, su aparición era recurrente. El

primer ciclo que tuve oportunidad de ver comenzó con ‘La Strada’, primera

54


Daniel Soto Rodrigo

película del director en la que aparece Giulietta Masina acompañando a Anthony

Quinn. Giulietta y Federico fueron una de las parejas más notables

del mundo del cine de todos los tiempos. Se casaron en 1943 y vivieron un

constante romance. Después vi ‘Ocho y Medio’, absolutamente genial. Comentaba

hace un momento que Fellini transformaba cosas rutinarias en

obras de arte y esta película nació de los fantasmas que asolan al creador

cuando no crea. La presión insoportable cuando la inspiración no acude. Fellini

llevó ese padecimiento personal como argumento otorgando a Marcelo

Mastroiani y a la despampanante Claudia Cardinale los papeles protagónicos

y ganó dos Óscar en 1963 (Mejor película y Mejor director).

No recuerdo el orden, pero después llegaron ‘Las noches de Cabiria’ (1957,

otro Óscar), ‘La dolce vita’ (1960, Palma de Oro en el Festival de Cannes),

‘Giuletta de los espíritus’ (1962), ‘Boccaccio 70’, extraordinaria película dividida

en cuatro historias, cada una de ellas contada por un director y atentos

a ellos: Mario Monicelli, Federico Fellini, Luchino Visconti y Vittorio De

Sica. Casi nada.

Fellini relataba la lucha del doctor Antonio contra sus fantasías sexuales,

mientras veía a través de la ventana de su consulta un enorme cartel de la

voluptuosa Anita Ekberg sugerentemente recostada en un diván. Fueron pasando

los años y llegó ‘Amarcord’ (1973, por la que obtuvo otro Oscar) posiblemente

su mejor película.

Más que ir a ver una película, me gusta disfrutar del cine. Además del dinero,

¿Cuántas horas de trabajo y el esfuerzo de cuántas personas se han invertido

para que el espectador, sentado cómodamente, pase un par de horas

agradables? Porque coincidirán conmigo en que no es lo mismo ver una película

en televisión. La gran pantalla no esconde detalles. Todo está ahí para

quien quiera verlo. El director lo ha puesto y cuando los descubres eres uno

más en esa historia. Para mí, eso es disfrutar del cine. Ese determinado encuadre,

el gesto, el silencio oportuno, los elementos que completan la escena…,

nada está porque sí, eso es el cine.

Aprendí a descubrirlo desde pequeño. Ventajas de ser primogénito; y como

de pequeño además debería de haber sido un pesado de temer, los jueves

por la tarde la abuela me llevaba al cine para que mi madre pudiera ocuparse

sólo de mi hermana y respirara más o menos tranquila durante algunas

horas.

Pero no vayan a creer que era una salida al cine cualquiera…, nada de eso.

Era todo un ceremonial, mejor dicho, una expedición al completo. La abuela

no perdonaba nada y si el programa era de tres películas, acto vivo y noticiero…,

pues todo.

Para situarles, les hablo de la ciudad Buenos Aires, sobrepasado el ecuador

de la década de los 50. En los cines del centro daban películas de estreno,

una por función. Eran salas enormes, más menos suntuosas, pero dotadas

de los últimos adelantos técnicos. En los cines de barrio, en cambio, la cosa

cambiaba. Comenzaban la programación a las 14 horas y daban tres funciones

(Matiné, vermut y noche) y en casa sesión se proyectaban tres películas

(una que no conocía nadie y generalmente muy mala, otra de cowboys

o piratas y la tercera era la importante. Algunas de las que semanas atrás

se habían proyectado en los cines del centro). Por supuesto, las localidades

eran sin numerar y las sesiones eran continuadas, vale decir que si querías

55


La vida es cuento

ver la programación del día dos o tres veces, nada lo impedía.

El ‘acto vivo’ al que hice mención era una actuación presencial impuesta durante

la presidencia de Perón, como una forma de crear trabajo para el sector

de Variedades. En todas las salas, antes de la película importante, debía

de actuar un artista (músicos, cantantes, recitadores, malabaristas, mimos,

etc.) que cumplía con su papel lo mejor que podía. Algunos eran realmente

buenos, otros no tanto. A mí, por entonces, no me despertaba mucho entusiasmo.

Inmediatamente después se abría el telón y comenzaba el ‘noticioso’, si no

recuerdo mal, ‘Sucesos Argentinos’, que era muy similar al No-Do español.

Vale decir, jamás se cuestionaba la labor del gobierno.

Como les decía, la abuela no perdonaba nada y ver toda la programación

era hablar de entre cuatro y cinco horas en el cine y claro, además de mear,

había otras cosas. Así que la abuela precavida como era, preparaba una

cesta de picnic con unos cuantos ‘sánguches’ (bocatas de toda la vida),

fruta, leche, alfajores y hasta algún chocolate; con todo lo cual se había ganado

el odio de los chocolatineros que entre proyección y proyección se ganaban

la vida vendiendo golosinas en la sala pregonando el clásico:

“turrones, caramelos, bombón helaadoooossss”. La abuela jamás invirtió un

centavo en ellos. Tendrían que ver las miradas que intercambiaban la abuela

y estos vendedores que, bandeja en ristre, voceaban algo más fuerte sus

productos al pasar a nuestro lado, mientras que la abuela con sonrisa socarrona

decía como para que el susodicho escuche: “toma nene, que esto es

más sano”.

Era una guerra a la que ella acudía dispuesta. Como nos conocían de la tarde

de los jueves (siempre éramos los primeros, a las dos en punto de la tarde)

en boletería le daban los tiques de un adulto y un menor. En el acceso a la

sala estaba el acomodador que cuando alguien llegaba con la función ya comenzada

le acompañaba con la linterna hasta la fila elegida. Luego entregaba

el programa (cartilla con las sinopsis de las películas y publicidad de

comercios de la zona), dejando la mano extendida para recibir las acostumbradas

monedas de propina. Pues como aún no había comenzado la función,

la abuela se salteaba esa parte y al llegar al acomodador le decía muy secamente:

“no se moleste que se ve bien” a la vez que recogía el programa

de las manos del hombre que quedaba esperando lo que nunca llegaba y

nos miraba entrar en la sala dispuestos a disfrutar de la tarde.

Para estas entrañables excursiones de toda una tarde no debíamos de andar

mucho. Desde Carlos Calvo y Entre Ríos donde vivíamos, hasta el cine ‘Perla’

(Independencia entre Combate de los Pozos y Entre Ríos) se contaban poco

más de doscientos metros.

Unos años más tarde, la familia fue aumentando y nos fuimos a vivir a un

caserón de la calle Rioja, entre Estados Unidos e Independencia. Mis incursiones

al cine seguían el mismo derrotero, sólo que los sábados, en lugar

de los jueves, y con algún amigo, en lugar de la abuela y en el cine Unión

(Independencia y Deán Funes) en lugar del Perla. El plan era similar, quitando

aquello del picnic. Las funciones seguían siendo iguales (tres pelis,

acto vivo y noticiero, pero ya se comenzaban a pasar trailers bastante bien

hechos). Nuestra pandilla no era muy numerosa así que le sacábamos provecho

a la entrada. Por cada una entrábamos tres. Los tres primeros pagábamos

la entrada y nos veíamos al menos dos pelis. La gente por entonces

56


Daniel Soto Rodrigo

podía salir del cine para merendar o algo así y volver a entrar. Para hacerlo

sin volver a pagar, te daban la ‘contraseña’, un billete fechado que liberaba

el reingreso en la sala. La pedíamos y en la esquina se la pasábamos a nuestro

amigo. La estrategia se repetía con la tercera tanda de amigos y así cada

sábado. Lo hacíamos con toda la picardía del mundo, pero vaya si se darían

cuenta. Lo que pasa es que el cine es el cine y pasaban y pasan estas cosas.

Con la adolescencia se amplió el radio de acción. Los cines de Boedo eran

otra cosa. De barrio también, pero con otro nivel. El sonido era magnífico y

se veía con nitidez. No se interrumpía la proyección por algún corte en la

cinta, lo que motivaba el enfado de los espectadores que comenzaban a zapatear

o dar chiflidos desaprobatorios. Los cines de Boedo además, daban

películas más en boga y hasta algún que otro estreno. Había muchas salas:

Los Andes, Cuyo, El Nilo, Boedo y hasta alguna de mala reputación, el Moderno,

más barato y cutre. Fui en varias ocasiones porque solían dar pelis

prohibidas para menores de 18 y a nosotros con 15 ó 16 no nos ponían trabas.

Deje de ir un día que un tipo se sentó junto a mí y me empezó a tocar

la pierna. Nunca más volví.

En la avenida San Juan había otros dos a los que también solía asistir. Uno

era el Gran San Juan y el otro no recuerdo bien si se llamaba Select. Pero lo

importante es que mi relación con el cine fue temprana, profunda y prolífica.

En algún momento hasta fui todos los días durante bastante tiempo. Hasta

que llegó el momento de haber visto todos los estrenos.

Me pasaron cosas curiosas, otras menos recomendables. Ya les he contado

los géneros preferidos, policiales, suspense, comedias, documentales, etc.

No me atrae la ciencia ficción y sólo hay dos géneros que detesto, el de terror

y las películas musicales (Excepto las de Elvis Presley y los Beatles que

las vi un montón de veces). Pues miren por dónde, que estando yo casado

y mi esposa en avanzado embarazo (1973) paseando por la calle Lavalle

(más de 500 metros con un cine junto a otro y a cual más grande, en pleno

centro de la ciudad) no se nos ocurrió mejor idea que ir a ver el ‘Bebé de

Rosemary’, de Roman Polansky (en España se llamó la ‘Semilla del diablo’).

Salimos tan traumatizados que casi sin decir palabra nos metimos en la sala

de enfrente a ver una disparatada parodia de los entonces en auge agentes

secretos.

Por eso, ante obras tan deliciosas como las que firmaba Fellini, es dable admirar

el talento de un hombre que abordó cuantos temas le surgieran, algunos

con desmesura y otros llenos de ingenio y creatividad.

Obtuvo cinco estatuillas de Hollywood: La dolce vita en 1960, 8½ en 1963,

Satiricón en 1969, Amarcord en 1974 y otro Óscar honorífico a toda su carrera

en 1993. Poco tiempo después, un ictus cerebral lo dejó muy maltrecho

en la sala de cuidados intensivos del hospital de Rímini, en la costa Adriática,

donde había nacido en 1920. Hemipléjico a consecuencia del ataque cerebral,

Fellini hizo saber a quienes le rodeaban que se encontraba a gusto en

el ‘Gran Hotel’ de Rímini: “el mismo de Amarcord”.

En esas circunstancias, Fellini pidió un bloq de notas y comenzó a perfilar el

argumento de su próxima película. “Las luces de esta sala de rayos son frías,

impersonales. No veo más que batas blancas y médicos que me vienen a

ver a cada rato. Unos para controlarme, otros por curiosidad. Estoy semidesnudo,

junto a la ventana. Vienen a verme hasta los parientes de los otros

pacientes. Cuando me sacan por el pasillo rumbo al TAC sólo veo los flashes

57


La vida es cuento

de las cámaras de los ‘paparazzi’ (por cierto, término que él bautizó en La

dolce vita). Me siento un objeto”; escribió.

Federico Fellini murió el 31 de octubre de 1993. Su última película quedó

sin filmar. Giulietta Masina, murió en 1994, apenas cinco meses después

que su marido. La tristeza le resultó insoportable y dejó que el cáncer la

venciera. Pusieron el cartelito ‘The end’ como habían vivido: juntos.

2014

Están entre nosotros

Es como un acto reflejo; me siento en el bus y abro el periódico. Lo

normal es que lea hasta el momento de bajar. Pero esta vez fue distinto. La

primera noticia me impactó: un crimen. Brutal, como todos, pero especialmente

cruel. El fallecido tomaba café en una terraza céntrica, alguien se le

acercó por detrás y acabó con su vida con un tiro en la nuca. ¿Qué puede

pasar por la mente del asesino cuando tiene próxima a su víctima? Una persona

incauta que desconoce que le quedan los últimos segundos de vida…,

algo que sólo conoce su asesino. ¿Cómo puede decidir el momento de

matar? ¿Es que no siente nada? ¿Puede sobrellevar sus días con esa carga?

Me gustaría preguntarlo. Pero no conozco personalmente a ningún asesino.

Antes de salir por la tele andan por la calle, como cualquiera de nosotros…,

puede ser este o aquel, o aquella…, hasta puede ser esta mujer que subió

en la terminal y se ha sentado a mi lado… No tiene cara de asesina. Pero,

¿cómo es la cara de una asesina, o de un asesino..? Podría preguntarle, hipotéticamente…,

pero mejor no. Prefiero no saberlo. No mira por la ventanilla,

ni lee, ni dormita…, está como tensa, aferrando ese bolso sobre la

falda. ¿Qué llevará en él? Mira de reojo atenta a todo…

Tendría que haberme bajado ya…, me he pasado ya dos paradas… ¡No quiero

darle la espalda!

2019

58


Daniel Soto Rodrigo

Compañero insufrible

–Y usted, ¿por qué ha venido? –preguntó el indiscreto vecino de silla

en la sala de espera de Urgencias.

El hombre quedó un momento mirándole, algo sorprendido, como sopesando

si responder o no. Finalmente optó por la educación y de mala gana

dijo: “tengo una molestia aquí, en el costado”, tocándose en el lado izquierdo

del abdomen.

–Bah!, no debe ser nada grave, de ese lado no hay nada –afirmó el extraño

haciendo gala de una total carencia de mesura.

–Algo habrá ¿no? Está dentro del cuerpo –respondió molesto el aquejado,

dispuesto a poner fin al absurdo diálogo.

–Nada importante digo. El corazón está en el centro, el hígado a la derecha…,

y allí –dijo señalando con el índice el lado izquierdo de su forzado interlocutor–

no hay nada peligroso…, cuando mucho un trozo de intestino

grueso –completando la frase con un gesto despectivo.

–Vale. Ya me dirá el médico en unos momentos –dijo secamente el caballero

girándose de medio lado, dándole la espalda.

–Lo más probable es que sean gases. Suelen dar dolores punzantes, pero

se pasa enseguida si se tira unos buenos pedos –aventuró con descaro el

otro.

–¿Pero qué dice..? –reaccionó el aludido elevando la voz.

–Que unos pedos, ya sabe, los expulsa y se acaba el problema. Eso sí, vaya

al baño no se los tire aquí eh!

–No sea usted entrometido y ocúpese de sus asuntos –respondió con evidente

enojo y cambiándose a una silla de la fila de enfrente, lo que acabó

no siendo una buena decisión, ya que el tipo lejos de amilanarse, hablaba

un poco más alto.

–Aunque si el dolor es agudo y persistente puede ser del páncreas. No le

damos mucha importancia, pero está ahí. Hubo uno que venía como usted

y le descubrieron un cáncer en el páncreas –contó con erudición–, le llevaron

para adentro y no viera…, un tumor como para cuatro…

–Déjeme usted en paz que no le he pedido explicación alguna. Buenos días.

Con evidente malhumor dio por cerrado el tema y la conversación.

Mejor dicho, pretendió hacerlo, porque lejos de darse por enterado, el incómodo

desconocido volvió a arremeter:

–Si se pone usted malo agrava su dolencia –largó el locuaz individuo– he

conocido gente que vino por un ardor de estómago y terminaron ingresándole

por una cardiopatía, al borde del infarto –contó.

–No me extraña. Seguro que le tocó a usted como compañero en la sala de

espera –respondió nuestro hombre con ironía.

–Pues ha acertado, y al igual que usted, no aceptaba consejo –agregó con

verdadera temeridad.

59


La vida es cuento

–¿Consejo? ¿Qué consejo..? Usted lo que da es fastidio. ¡Es usted inaguantable!

–espetó fuera de sí el caballero, abandonando la sala.

Una señora ya mayor, sentada próxima al lugar había presenciado la escena

y no pudo contenerse: “Debería darle vergüenza; cómo ha puesto de nervioso

a ese pobre hombre”.

–Bueno, ya sabe, la gente no sabe enfrentar la realidad. Para mí mejor que

se haya ido ya que él estaba antes en la cola –dijo con descaro–. A propósito,

¿qué número tiene usted..?

2017

Las palabras…, un tesoro

Para evitar perderlas, o mejor dicho, no recordar dónde haberlas dejado,

comencé a guardar palabras en un pequeño cofre. Una belleza. Hecho de

fina madera lustrada con elegantes herrajes de bronce y lo más importante,

con una llave de seguridad que sólo yo poseo. Una medida acertada –pensé–

porque la cerradura era prácticamente inviolable y el cofre lo fijé al fondo

de otro armario pesado que, a su vez, estaba amurado a la pared. Creo que

mis palabras quedan a buen recaudo –me dije– tendré tiempo de pensarlo

antes de quitarlas.

60


Daniel Soto Rodrigo

Absurda timidez

Tanto insistió Damián en que debía conocer a esa mujer que terminó

por convencerme. En realidad, intentar conocerla, porque hasta ese momento

sólo se trataba de observarla desde una distancia prudencial. Que no

se malinterprete, nada de espiar, vigilar o controlar, nada de eso. Simplemente,

nuestro amigo miraba absolutamente enamorado a la mujer de sus

sueños algo que, ni ella, ni nadie conocía. Por no conocer, no sabía siquiera

su nombre. Una conducta más o menos aceptable siendo púber pero bastante

poco seria a los 25 años. Pero Damián era así. Tenía esas cosas poco

entendibles. Un chico de enorme bondad y buena persona. Bien parecido,

de estatura ligeramente por encima de la media, pulcro en su aspecto, vestía

con bastante buen gusto, aunque anticuado, y sus estudios contables le habían

permitido acceder a un puesto de cierta relevancia en una empresa importante.

Vale decir: juventud encaminada con visos de un futuro

prometedor y temprana estabilidad económica. Otra cosa era el plano social

y personal. En ese aspecto sucumbía irremediable a la pesada carga de una

severa y absurda timidez.

Esa, y no otra, ha sido la razón que me obligó a levantarme a las seis de la

mañana, me vistiera de forma desacostumbrada y me encontrara con él a

las siete en punto en la cafetería que se encuentra en el bajo de la torre

donde trabaja. ¿Para qué?, para que compruebe con mis ojos la figura que

desvelaba su sueño. Y que luego le ayudara a establecer comunicación, ya

que me reconocía cierta facilidad en ese ruedo.

Para colaborar con mi gestión Damián aportó un listado con datos y recomendaciones

al respecto. Entre las destacadas, me pedía discreción absoluta.

En cuanto a la información, era bastante pobre. Solo sabía que

trabajaba en la misma torre, pero en otra empresa. También en otro piso, y

aunque desconocía el cargo, no podía ser menos que personal ejecutivo. Entraba,

como todos, a las siete y media de la mañana y desconocía la hora

de salida porque nunca había coincidido. Nada más.

A las siete menos cinco, frente a frente y con un café con leche y unas sabrosas

tostadas de por medio, intenté explicarle que la cosa no era tan complicada.

Entablar una ligera conversación, cualquier día, deja la puerta

abierta para continuar en otro momento –le expliqué.

–Además Damián, son las siete de la mañana y sabes bien que hasta el mediodía

no soy persona –le dije.

Ni me contestó, Sólo se limitó a hacer una señal con los ojos avisándome

que la mujer en cuestión llegaba puntualmente, como todos los días, al asomarse

el sol. Al traspasar la puerta de entrada se recortó su silueta en un

perfecto contraluz. Ciertamente, era una figura inquietante. Gallarda, sobre

unos tacones muy altos, parecía deslizarse en vez de caminar. Vestía un

traje sastre oscuro y una ondulada melena de tonos castaños que caía sobre

61


La vida es cuento

su hombro formando un marco perfecto para un rostro sugerente.

No pude menos que seguir sus pasos en silencio. Absorto. Se acercó a una

de las mesas junto al ventanal y miró hacia el mostrador. Suficiente para

indicar que quería lo de siempre. Tuve que reconocer que Damián no exageraba.

Puede que hasta se haya quedado corto. La mujer resultaba, sin

duda, intrigante. Estoy seguro que su entrada en el salón no pasó desapercibida

para nadie. Menos aún para el personal masculino que en absoluto

silencio y exento de disimulo siguió cada uno de esos pasos que despertaron

sentimientos puros en mi amigo, pero contrapuestos a los de la mayoría de

los presentes, entre los que, por supuesto, me incluyo. No quería herir sus

sentimientos, pero no sabía cómo decirle que quizá había apuntado demasiado

alto. Damián sufrió una transformación tras ver a la cautivante silueta.

Sus pulsaciones se aceleraron y aunque se afanaba por no demostrar nerviosismo,

un traidor balbuceo le delataba.

En vano traté de animarle a romper el hielo, que se acercara hasta su mesa

y entablara una conversación. Damián se negaba tan convulsivamente que

si hubiese insistido es muy factible que se escondiese en el baño o lo que es

peor, hubiese huido a toda carrera.

A diferencia de mis otros amigos, o de la generalidad de los integrantes del

clan masculino, Damián nunca presumía de relevantes historias amorosas,

ni se jactaba de increíbles proezas de dormitorios, ni se atribuía brillantes

conquistas. De hecho, nunca le conocí ninguna. Conocedor de sus limitaciones,

con humildad trataba de superarlas buscando apoyo en sus amistades.

En cierta forma me comparecí porque era evidente que sufría. Estaba enamorado

de esa mujer, no sabía cómo abordarla y lo que es peor, ella aún no

tenía el mínimo indicio de que un joven, de nombre Damián trabajaba en el

mismo edificio, que era un irracional admirador suyo y menos aún de la

amaba desesperadamente. Vale decir, desconocía su existencia.

A las siete y media ya estaban todos en sus puestos de trabajo. Menos yo,

claro. Minutos antes, convenimos que esa misma noche cenaríamos juntos

para esbozar una estrategia ganadora adecuada al temple tímido de mi entrañable

amigo para establecer contacto con esa mujer de la que hasta

ahora desconocemos su nombre.

Decidimos cenar en otro restaurante para evitar intromisiones de los conocidos,

lo que conllevaría la dilación del tema. Elegimos un elegante comedor

de estilo rústico alemán y nada más sentarnos y elegir el menú comenzamos

a elaborar ideas.

De boca de Damián comenzaron a surgir astutas tácticas que me sorprendieron.

Cualquiera de ellas podía perfectamente llevarse a cabo con éxito.

Contenían importantes dosis de creatividad. Comprendí que la idoneidad no

era el faltante que acusaba mi compañero. Recursos le sobraban. De lo que

andaba escaso era de valor para ejecutarlos. Descubrí, por fin, cuál era el

saldo en rojo que mostraba su cuenta en el amor.

Había que encontrar la fórmula de insuflarle ánimo. Pero, ¿cómo?, si cuando

estaba entre hombres era dueño de una soltura apreciable pero ante la presencia

de una falda se desinflaba como un globo pinchado.

Acordamos que sería de mucha ayuda renovar parte del vestuario. Así que,

Damián compraría un traje de un corte más a la moda, de color alegre sin

resultar indiscreto y dado que llevábamos ya un mes de primavera, el clima

permitía los tonos claros y una corbata que contraste. Artimañas para in-

62


Daniel Soto Rodrigo

tentar llamar la atención de la atractiva dama.

De la desconocida sabíamos que su paso por la cafetería antes de entrar al

trabajo era obligado; que el horario variaba muy poco y otro dato importante,

en todas ocasiones se retiraba después de efectuar o recibir una llamada.

Vestía elegantemente, sin repetir muy seguido su indumentaria. Lo que indicaba

cierto nivel económico. Damián no se atrevía a asegurarlo, pero creía

que nunca la había visto con ropa informal; siempre lucía trajes y vestidos

de costosas hechuras, sin duda de marcas importantes, lo que indica estatus

social. Por lo demás, anillos, pulseras y collares, eran piezas infaltables en

su atuendo diario, que unido a su estatura, brindaban a su figura un halo de

misterio, como si fugada de una pantalla de cine.

En este punto de la recopilación de datos rebrotaban las dudas de Damián:

“Debe ser una alta ejecutiva de una multinacional, o esposa de un diplomático,

o de un empresario poderoso…, no sería extraño –apuntó Damián–,

además –agregó–, la ropa que viste un día cualquiera vale más que todo el

guardarropa que tengo en casa. ¿Cómo crees que me puede hacer caso?”.

Eso era necesariamente cierto, pero no se trataba de desmotivar al muchacho

sino de potenciar su voluntad. Le expliqué que muchas veces el dinero

no significa nada. Que la mayoría de las mujeres cubiertas de lujos, sueñan

con vivir un amor intenso... Una aventura despojada de todo interés material

que rompa la rutina. “Ellas tienen de todo, pero hay cosas que no puede

comprar el dinero. Al fin y al cabo, para hacer el amor hay que quitarse la

ropa, aunque sean carísimas y además, el lujo también aburre”; argumenté

sin creérmelo del todo.

También hicimos una lista de las ventajas a favor Damián, aunque debemos

aceptar que fue bastante breve. Damián por sobre todo era culto pero esa

férrea timidez se la juega tan neciamente que deja su mente en blanco

cuando más necesita estar lúcido. No es un Adonis pero ya hablamos sobre

su estampa aceptable. Más animados, bebimos el segundo whisky después

de la suculenta cena.

Días después, del otro lado del teléfono escucho la voz de Damián: Todo

según lo planeado. Mañana temprano será la primera maniobra de abordaje

–dijo pletórico. Antes de cortar la comunicación quedamos para vernos esa

misma tarde.

–He estado pensando –me confío en tono circunspecto– que considero más

apropiado iniciar la conversación en la calle, a pocos metros de la cafetería

ya que, si como es probable, me saca con cajas destempladas, no habría

testigos del escarnio.

–¿Qué dices..?, ¿llevas cuánto…, seis meses idolatrándola desde tu mesa?

¿Y se te ocurre romper el hielo en la calle..? Nada de eso, mañana es el día.

Tempranito ocupas tu sitio y antes de entrar a trabajar te ingeniarás para

hacerle saber que te llamas Damián y averiguas su nombre. Tendrás buena

parte del camino hecho para la próxima vista. ¿Estamos…? –le ordené.

No era lo ideal, pero tampoco estaba del todo mal el nuevo y primaveral

traje de Damián, color habano, conjuntado con la camisa blanca y una corbata

de arabescos con un predominante ocre. Como todos los días, diez minutos

antes de las siete y media los empleados entraban en la torre. Un

moderno edificio de acero y cristal de 30 plantas. Damián trabajaba en la

25 y la atractiva mujer en el 5º piso, según pudo averiguar unos días antes

63


La vida es cuento

tras un sigiloso seguimiento en el atestado ascensor.

El día D había llegado. La noche anterior Damián apenas pudo conciliar el

sueño. Daba vueltas y vueltas en su cabeza buscando las palabras adecuadas

para entablar conversación, causando además una buena impresión.

Llevaba todo calculado. Ningún detalle había quedado librado al azar. Respondiendo

al plan, llegó al bar mucho más temprano para sentarse en la

mesa al lado de la puerta. Paso obligado para ella y lugar elegido para el

encuentro ‘casual’. Repasó mentalmente el guión y a esperar. Como estaba

previsto, la mujer, atractiva como nunca, llegó unos minutos después de las

siete y tomó lo mismo de siempre.

Todo bajo control. Salvo la hora que se levantaría ella de la mesa. Eran ya

y veinticinco y aún seguía sentada. Nunca había hecho eso. Voy a llegar

tarde –se preocupó Damián. Por fin se levantó y se encaminó hacia la

puerta. Damián se congratuló por el acierto de haber elegido la mesa estratégica.

Parece que viene a mí –pensó– y eso le dio coraje. Ahora o nunca.

Después de todo, nadie puede sentirse molesto si una persona, educadamente,

se interesa por ella –pensó reforzando su moral.

Se levantó rápidamente y abrió la puerta de la cafetería galantemente cediéndole

el paso. Detalle que la mujer agradeció con una mirada y una ligera

inclinación de cabeza.

–Hoy es su cumpleaños ¿verdad? Le he traído este pequeño presente –dijo

Damián extendiendo su brazo ofreciendo a la señora una pequeña caja cuidadosamente

envueltos–. Bombones –precisó trasuntando una seguridad

que no sabía si podría sostener muchos segundos más.

–¿De dónde ha sacado eso? –mirando inquieta.

–Lo compré en la confitería de la otra manzana.

–No –dijo la mujer con una casi carcajada–, lo de mi cumpleaños.

–¡Ah! Es que hoy hace un día tan espectacular que no puedo evitar deducir

que así habrá sido el día que nació.

La mujer le devolvió una amplia sonrisa. Bajó la vista hacia el obsequio y le

susurró un gracias que acarició su alma.

–Trabajamos en la misma torre. Mi nombre es Damián y desde hace tiempo

compruebo que ambos cumplimos a diario con el mismo ritual del café –

dijo. Puede que tengamos otras cosas en común; ¿qué le parece si a partir

de mañana tomamos el café junto en vez de hacerlo en solitario –agregó

jugándose el tipo y temblando por dentro.

–La verdad es que soy de muy mala mañana…, mejor quedamos una tarde

–escuchó salir de los labios de la hermosa mujer–. Soy Patricia, dijo antes

de perderse entre la gente hacia el enorme ascensor.

Damián quedó sin capacidad de reacción. Petrificado. Ni en el mejor de sus

sueños hubiese imaginado alcanzar un éxito tan rotundo. La gente le esquivaba

por los flancos. En apenas cinco minutos se resolvió aquello que durante

meses le atormentaba. Exactamente cinco minutos. Los mismos por

los que llegó tarde a su empleo. Inmediatamente después, levantó el teléfono

y me puso al corriente de todo lo ocurrido.

Cuando logró centrarse en la jornada laboral, pasada la media mañana, encontró

su Sección sumida en un semi caos por culpa de un complejo inventario

que no cuadraba. Localizar un contenedor en algún puerto del mundo

demandaría, con suerte, muchas horas. De hecho, él y sus tres subordinadas

dispusieron de media hora para comer algo y continuar la búsqueda para

64


Daniel Soto Rodrigo

cerrar el documento que la auditoria reclamaba para esa misma noche. Por

lograron el objetivo pasadas las nueve de la noche.

A falta de unos minutos para las 22 horas pudo dar la jornada por rematada.

Era poco probable que quedaran trabajadores en el edificio, salvo el personal

de vigilancia que comenzarían sus rondas después de que el personal de

limpieza haya acabado con su trabajo y para eso aún faltaba bastante. Sus

tres compañeras contables permanecían aún cumplimentando pequeños detalles

del balance. Todo por fin volvía a su cauce, así que era hora de volver

a casa.

Nada más tocar el botón del ascensor comenzó a sentir un fuerte espasmo

intestinal. Seguramente el estado nervioso de un día tan distinto, comer de

mal y de prisa, junto a la relajación de completar el trabajo se traducía en

ardor intestinal y un molesto ruido de tripas. Ya le era imposible mantener

el dominio sobre la incómoda flatulencia que tras relajar la tensión se abría

paso con decisión. Miró de reojo y muy cerca, dos mujeres juntando los papeles

que allí y aquí van quedando desparramados a lo largo del día. Más

atrás, sus ya citadas compañeras. El ascensor no llegaba y concentraba todo

su esfuerzo en retener el gas que inoportunamente se esmeraba en salir.

No hay nadie, porqué tarda tanto en llegar, pensó reteniendo la respiración

y evitando el menor movimiento.

Por fin, se abrieron las puertas en el piso 25 y entró raudamente. Un último

“hasta mañana” y vía libre. Se cerraron las puertas y el alivio fue inmediato.

El pedo resonó con estruendo en la acústica caja de acero a la vez que un

hedor nauseabundo la cabina. Era tan horrible que no pudo evitar una sonrisa,

casi de satisfacción, como sorprendido por lograr un grado tan alto de

pestilencia. En medio de la mareante atmósfera, el ascensor, que descendía

rápidamente, se detuvo imprevistamente en el quinto piso. “Quééé..?”, gritó

alarmado, volcándose contra los botones con desesperación para evitar las

puertas automáticas se abrieran… sin suerte. Se abrieron de par en par y

allí estaba ella. Justo ella, ni un hombre, ni un vigilante, ni otra señora de la

limpieza, no… era ella, Patricia, más hermosa que nunca que con su dulce

voz preguntó: “¿bajas?”.

Buenos Aires 1989 - Salvaterra 2019

65


La vida es cuento

Inhabilitado para quejarme

Santiago de Compostela es una ciudad increíble. Cada rincón se abre

a quien quiera observar para mostrar algún detalle de sus más de once siglos

de historia. Testimonios que pasan casi inadvertidos para la inmensa

mayoría de los miles y miles de visitantes que llegan cada día, eclipsados

por la imponente catedral o demasiado emocionados por haber concluido el

Camino que iniciaron a saber cuánto tiempo atrás. Conozco íntimamente

esta ciudad. La disfruto cada vez que voy y debo decir que me ha tocado ir

en cinco ocasiones en estos últimos diez días.

Tengo muchos rincones favoritos, dependiendo de mi estado de ánimo. Uno

de ellos es la plaza de Cervantes. Sin duda es un punto clave. Con ella se

encuentran los pasos de quienes ya han atravesado la Puerta del Camino;

que se mezclan con los lugareños que enfilan hacia el Mercado y el desfile

de peregrinos continúa bajando hacia la catedral, algunos casi arrastrándose,

otros cobrando impulso sobre la despareja calle de piedra. Me gusta

sentarme en alguna de las cafeterías a observar. Los grupitos más jóvenes

pasan cantando o riendo. Otros, con la tensión reflejada en el rostro, alterado

por lo ya hecho y expectante ante lo que vendrá. La mayoría mira escaparates,

pasea con mayor o menor curiosidad y los lugareños ya casi

impasibles a todo.

Aprovechando el inusual buen tiempo santiagués, me senté a contemplar

las oleadas de gente, café y bizcocho por medio. De pronto, vi acercarse a

un señor, ya mayor (puede que algo menos que yo) empujando una silla de

ruedas en la que viajaba un muchacho (no sabría definir su edad) con la cabeza

ladeada y un gesto duro como una sonrisa enquistada. Venían lentamente.

El hombre, el mayor, miraba las balconadas acristaladas con gesto

de satisfacción y no dejaba escapar de sus ojos ningún cruce con las estrechas

callejas.

Me sentí gratificado. Siempre me pasa cuando descubro gente que mira un

poco más allá. Quiso la casualidad que decidieran hacer un alto. Seguramente,

para acaparar más detalles de este punto tan especial. Se sentaron

en una mesa junto a mí y vi perfectamente como tomaba la mano del joven

y le daba lo que me parecieron pellizcos. Habían acaparado toda mi atención

y fue inevitable preguntarles. No fue nada sencillo comunicarnos. El señor

apenas champurreaba algo de inglés pero ayudado por las socorridas señas

supe que eran polacos. Que el muchacho era su hijo y que además de condenado

a la silla de por vida, era ciego y sordomudo de nacimiento. Que se

entendían con esos pellizcos mutuos y enseñándome la credencial de peregrino

me enteré que habían empezado el Camino en Roncesvalles, en plenos

Pirineos, hacía más de 40 días, realizando un sacrificio supremo en busca

de un favor divino que aliviara la situación del muchacho. En el momento

en que les interrumpí, le contaba lo que estaba viendo.

66


Daniel Soto Rodrigo

Nos despedimos con los ojos húmedos y los vi descender por la calle hacia

la cercana catedral. Hasta ahora mismo me pregunto cómo se puede explicar

un sentimiento dibujando con el dedo en una mano ciega, sorda y muda.

¿Cómo explicar el color, el dolor, la fe..?

Los seguí con la vista hasta que se perdieron entre la multitud y desde ese

mismo momento quedé emocionalmente inhabilitado para quejarme.

2014

Diálogos en el quirófano

–Así las cosas, hay que extirpar. Comprendo que es muy difícil de asumir

pero, no nos queda otro remedio… –dijo el médico cuidando cada palabra.

–¿Y usted cree que podré vivir sin ella? –preguntó el paciente absolutamente

desconcertado.

–Claro que sí, verá como se acostumbra...

–No sé yo... Lleva toda la vida conmigo, me ha hecho pasar tan buenos momentos;

es verdad que alguna que otra vez ha fallado, como a todos, pero

la más de las veces..., ya sabe..., no hay reproche. No sé qué voy a hacer

sin ella. Es un golpe importante.

–Tendría que verlo bajo otras perspectivas. Hay hombres que la tienen y no

la quisieran. Otros no la usan y otros quisieran usarla y no pueden o no les

dejan. Usted, según dice, ya le ha sacado buen rendimiento.

–Es verdad. Pero aún sigo vivo, me queda mucho por hacer.

–Disculpe que me entrometa, pero, usted tiene 70 años, su vida hecha ¿qué

más quiere?

–¿Cómo que qué más quiero? ¡Quiero seguir! Ahora es cuando disfrutaba

más que nunca, aprovechando la experiencia...

–¿Por qué no habla con su psicólogo? Le puede ayudar...

–No, con esa gente nada. Es el único negocio en el que el cliente nunca tiene

razón.

–Bueno mire, intento ayudarle; no le queda otra. Hay que extirpar. Verá que

podrá seguir adelante –comenzaba a impacientarse el cirujano.

–¡No creo! ¡No creo doctor! Si tiene que extirpar, extirpe... pero es el final.

¡Lo sé!

2018

67


La vida es cuento

La visita

El sol de junio asomaba tímido. Las nubes, incansables danzarinas,

parecían burlarse de él desplegando su velo haciéndole saber que eran dueñas

de la situación. Por momentos le dejaban brillar, o a su antojo le cubrían.

Finalmente decidieron ignorarlo y tan sólo por la tenue luminosidad se intuía

que el astro rey continuaba allí. Su calor era retenido por las encarnizadas

contrincantes en una porfía que perdía irremediablemente.

Apagó con cierta violencia su cigarrillo en el cenicero de cristal sobre su escritorio

y continuó contemplando la desapacible mañana invernal. Intentaba

ordenar sus ideas, pero la llegada de aquellos densos nubarrones se lo impedía.

Se distrajo por completo cuando las primeras gotas golpearon con

fuerza los ventanales de su oficina. La lluvia se descargó torrencial y el aspecto

de la ciudad, allí abajo, era desalentador. Todavía no eran las once y

sin embargo, parecía anochecer. Se acercó a la ventana. La gente corría

desordenadamente, sorteando charcos buscando guarecerse. La lentitud de

los autos con sus cristales empañados y las marquesinas encendidas daba

un aspecto surrealista a la mañana. Buenos Aires se sometía a otro día de

viento helado del sur, ese que transmite la sensación de cuchillas desgarrando

la piel.

Pero sus preocupaciones pasaban por otro lado. En cualquier momento ingresaría

en su despacho una mujer. Una mujer cuya sola presencia le atormentaba.

¡La esperaba..! ¡Sabía que vendría inevitablemente!

“Quizá con esta lluvia no...” –pensó, descartándolo rápidamente, con cierto

rubor por su ingenuidad.

Desde el mismo momento que anunció su visita, comenzó a elucubrar métodos

para librarse de ella. Fue desechándolos uno a uno. Hasta en determinado

momento se asustó de sí mismo al saberse capaz de idear tramas

perversas. Esa mujer le asustaba pero no sabía cómo desembarazarse de

ella y resultar bien parado. Pensó en su esposa y en sus hijos; debía manejar

muy bien la situación para no dañar el esfuerzo de tantos años. ¡Esa mujer

le atormentaba!

Bebió un café mientras volvía a fijar la vista, absorto, en los acrobáticos saltos

del agua en la cornisa. Su inquietud aumentaba a medida que avanzaba

la hora. ¿Sería lo suficientemente cauto? ¿Lograría dominarse y no cometer

una locura?

Recordaba nítidamente la última visita de esa odiosa mujer. Aquella obstinada

presencia femenina le había costado demasiado dinero. Era consciente

de que lo único que lograba el silencio de esa mujer era el dinero, pero la

situación era insostenible, se acercaba al hartazgo.

La lluvia no cesaba y, mientras jugueteaba haciendo girar una estatuilla de

metal, divisó allí abajo, en la calle, a una joven pareja que se abrazaba debajo

de un paraguas. Estaban empapados, sin embargo, reían y se besa-

68


Daniel Soto Rodrigo

ban.

“¿Cómo puede haber gente feliz en un día como este?" –pensó con envidia

mientras los seguía con la mirada hasta que se perdieron.

Comprendió que acababa de pensar una tontería. Él también, como casi

todos cuando jóvenes, vivió situaciones similares; recuerdos que luego las

preocupaciones fueron minimizando hasta sepultarlos. Era necesario ese día,

esa visita, esa pareja, para darse cuenta de que alguna vez había sido feliz.

Estuvo a punto de sonreír pero el nerviosismo recuperó el terreno perdido.

El contacto con esa mujer, bellísima por cierto, se había establecido varios

años atrás. Cuando su industria se perfilaba a un venturoso porvenir. La relación

fue interesada desde el inicio mismo, pero su gran error fue creer que

siempre podría dominar la situación. La realidad le demostró que nunca fue

así. Jamás logró evitarla y para más, esa rubia, alta y elegante dama, ostentaba

en su poder, comprometedores papeles firmados por él de ineludible

legalidad.

“Apelaré a la persuasión; intentaré, con calma, explicarle que mi situación

ya no es la misma; que las cosas han cambiado. Ya no puedo aportar tanto

dinero” –decidió.

Casi junto con la tranquilidad de haber alcanzado una táctica que podría

rendir buenos resultados, sonó el intercomunicador:

–Ella ya está aquí –le dijo su secretaria por el aparato.

–Está bien. Hágala pasar –respondió con sequedad.

Acomodó su corbata; carraspeó un par de veces y ensayó una sonrisa que

trasuntara la serenidad que no tenía. Pero no podía evitarlo. Siempre le

ponía muy nervioso la visita de la inspectora de Hacienda.

1991

69


La vida es cuento

La vida después de Elvis

Fue algo sorpresivo. Una reacción inmediata. Un impulso que accionó

un mecanismo desconocido. En ese momento no me di cuenta, pero acababa

de dejar atrás la primera infancia. No hacía más que traspasar el umbral de

una nueva etapa; un mundo de sensaciones desconocidas hasta entonces

se abría ante mí. Todo, tras escuchar por primera vez un disco de Elvis.

Los sitúo: Elvis Presley había ganado una inmensa popularidad basada en

los escandalizados comentarios que generaba en la sociedad ‘normal’ sus

actitudes extrañas y sus provocativas contorsiones que en la segunda mitad

de los 50 causaron gran impacto en todo el mundo. Estados Unidos gozaba

de un gran prestigio por su decisiva participación en la segunda guerra mundial,

aún muy fresca en la memoria de todos y aprovechaba su situación de

privilegio para inundar al mundo con sus productos que consumíamos voraces

sin rechistar.

En Buenos Aires eran tiempos de notorios y rápidos cambios, pero a la anquilosada

sociedad de aquellos años le resultaba muy difícil superar el desafío

de las convulsivas caderas de aquel muchacho de Memphis. Los discos

de Elvis los pasaban a cada rato por la radio, pero sus raras apariciones en

la ‘tele’ se cernían a un plano corto de medio cuerpo, reservando un paneo

general muy fugaz que evite las contorsiones pelvianas, sin detalle.

La música siempre ha sido un factor de cambios culturales y sociales y los

adelantos técnicos aceleraron los procesos. Volviendo a mí y a mi casa, ese

choque que experimenté vino motivado por la presencia del ‘wincofon’. No

era más que un pequeño tocadiscos de escasa potencia pero capaz de reproducir

discos de vinilo de 33, 45 rpm, además los ‘antiguos’ de 78 revoluciones,

lo que abrió las puertas a todo un mundo de posibilidades. Su

entrada triunfal fue determinante. Los 33 rpm se presentaban en ‘singles’

un tema de cara lado y los ‘long play’ hasta 12 temas en total. Para los de

45 rpm había que utilizar un ostentoso accesorio para amoldarse a la amplia

abertura central del disco que podía ser ‘single’ o doble (dos temas de cada

lado).

El wincofon fue el primer paso a la liberación musical. Permitía colocar varios

discos en la parte superior de su eje central y automáticamente los iba reproduciendo.

Además era transportable y comenzaba a sonar nada más conectarlo.

Parece una tontería, pero no lo era. Hasta entonces subsistieron

los discos de pasta que se rompían con mucha facilidad, sufrían rayaduras

que irreparablemente archivaban el disco. Además, se necesitaba infraestructura

bastante costosa. Un melómano que se preciara debía de tener uno

de aquellos magníficos ‘combinados’; es decir, un giradiscos de 78 rpm que

compartía un ornamental mueble, generalmente de madera noble, con una

‘broadcasting’ y los más exquisitos incluso incorporaban un enorme televisor,

por supuesto en blanco y negro. Eso sí, todo era a válvulas y había que

70


Daniel Soto Rodrigo

saber aguardar a que tomaran la temperatura que necesitaban para que su

potente altavoz comenzara a conversar.

Vale decir, la inversión era considerable con lo cual el ‘combinado’ quedaba

bajo el mando de los mayores y terreno absolutamente vedado para nosotros,

los niños de entonces. Lo cual tampoco nos importaba demasiado ya

que, como acabo de decir, la ‘nueva ola’ venía en discos de otro formato. De

ahí la revolución del ‘wincofon’ que en realidad era una marca, no sé si argentina,

pero no cabe duda que allí marcó una época. Era barato, muy fácil

de usar y mantenía a los más nuevos entretenidos y sin agobiar ya que,

también dije, que su escasa potencia no taladraba los oídos de nadie.

Mis padres siempre ha sido grandes amantes de la música y del baile. Siendo

novios asistían a los conciertos que pululaban por todas partes en aquella

Buenos Aires que era una de las principales urbes del mundo. No se perdían

uno. Desde las orquestas de tango, verdaderas filarmónicas de hasta 20 ó

30 músicos, a las bandas de jazz que hacían furor por entonces. Después

de casados, e inclusive ya con hijos, no desperdiciaban ocasión de acudir a

algunos de los salones de baile. La música era en directo y los salones rivalizaban

presentando a las mejores orquestas del momento.

Con estos antecedentes es relativamente sencillo comprender que la colección

de discos en casa era algo superior a la media. Me refiero a aquellos 78

RCA Victor, Odeón, TKD, Columbia… gruesos pesados y delicados que se

guardaba en álbumes en lugares altos, alejados del peligro. Por eso, tenerlos

y escucharlos eran cosas muy distintas. Esto último era un momento solemne

que solía presentarse algún domingo por la mañana, o alguno de los

pocos festivos en los que mi padre no trabajaba. Ante nuestra insistencia,

papá terminaba por acceder a encender la venerada ‘vitrola’. Después elegía

los discos, abierto siempre a la sugerencia general. Pero eso sí, antes de colocar

el pesado brazo con la púa sobre los surcos, había que proceder a la

preparación previa. Ante nuestra impaciencia, repasaba con un paño de gamuza

impregnado en un líquido especial para retirar las motas de polvo, de

un lado y otro. Lo que es cierto es que mi oído se había acostumbrado a la

buena música, aunque no lo sabía. Tommy Dorsey, Glen Miller, Aníbal Troilo,

Osvaldo Pugliese, Louis Armstrong o la orquesta preferida por mi madre,

Osvaldo Fresedo, educan aunque no lo quieras.

Sería por eso –pienso hoy- que Elvis fue tan impactante. Existían varios grupos

y solistas que presentaban cosas muy interesantes, pero todo quedó

irremediablemente eclipsado con la aparición de Elvis. El rock and roll ya

existía, pero el de Memphis le dio otra dimensión. Su voz, sus movimientos,

su ritmo, su estilo, su vestuario, su explosiva presencia fue el inicio de la

revolución total que llegaría, unos años más tardes con los Beatles.

Lo curioso es que, en plena eclosión Elvis Presley fue llamado a filas y durante

más de dos años sirvió en el ejército de su país, sin grabar prácticamente

nada. Lejos de apagarse, eso acrecentó su fama y al retomar su vida

civil, Elvis Presley era aún más famoso.

En este punto entra precisamente mi historia. El cine se encargó de ilustrar

sobre la idílica ‘mili’ de Elvis cantando baladas vestido de soldado en las playas

hawaianas en unas ‘pelis’ que devorábamos con fruición sin plantearnos

su calidad. Vale decir que estábamos preparados para su retorno.

En Argentina se editó ¡Volvió Elvis! Un LP que recogía grandes éxitos y algunas

nuevas canciones que hicieron época. Uno de los mejores discos de

71


La vida es cuento

la historia que, entre otras cosas, me cambió totalmente. A partir del momento

en que lo escuché, dejó de interesarme la ‘Hora de Walt Disney’ para

centrar toda mi atención en la música.

En el ‘cole’ no se hablaba de otra cosa. Que si ‘Heartbreak Hotel’ era mejor

que ‘Jailhouse Rock’, que si ‘Loving you’ superaba a ‘Teddy bear’, que si

‘Crawfish…, en fin, interminable y ¡ojo..!, debe reconocerse el enorme mérito

que conlleva la difusión con los medios escasos y rudimentarios. La televisión

llegó a Buenos Aires en 1952 y para ver los programas y series del momento

había que aguardar que llegaran ‘enlatadas’ y tras el viaje en barco.

La radio era algo más rápida y allí estaban los discos.

Elvis cantaba unas baladas preciosas, pero a nosotros, el segmento poblacional

de entre 10 y 18 años de entonces, nos interesaba el rock & roll más

puro. Supongo, estoy convencido, de que le daría a mi padre la misma ‘carrasca’

que cualquier jovencito de hoy en día imprime a su generación inmediata

anterior.

El tema fue que un día, mi madre dejó al cuidado de mi abuela a las dos

más pequeñas de la familia y armándose de valor nos llevó a mi hermana y

a mí a uno de los recorridos de compras especiales (ropa de casa, toallas,

perfumería, tocador, etc., etc.,) todos los elementos que una familia de

nueve personas necesitaba.

Vivíamos en un inmenso caserón mis padres, los cuatro hermanos, mis

abuelos, el tío soltero, tres canarios, un cardenal y un gato demente de clara

vocación suicida que nos daba sustos cada tanto. Más de una vez, ante cualquier

anormalidad, por pequeña que fuera, se lanzaba al vacío desde la azotea,

cosa que no entrañaría demasiada trascendencia para un felino si se

tratara de una vivienda actual, pero pasaba a ser muy considerable el riesgo

si tenemos en cuenta que en aquella casona los techos alcanzaban los cinco

metros de altura. El pobre animal quedaba tan tullido que tardaba varios

días en recuperarse. Cuando no se le veía a la hora de su comida, ya se

daba por sentado que habría protagonizado otra temeraria suerte acrobática.

Al cabo de unos días, a veces hasta una semana, el gato reaparecía

cojeando y malhumorado a reclamar su sustento. La verdad es que no recuerdo

su nombre, ni siquiera qué fue de él. Un día dejamos de verlo. Seguramente

un último susto agotó la séptima de sus vidas.

Nunca tuvimos mucha suerte con las mascotas domésticas. En otra ocasión,

mi padre nos trajo un hermoso perro de reluciente pelo negro. Tanto que le

pusimos por nombre ‘Furia’, en honor a una serie televisiva que por protagonista

tenía un caballo de un brillante pelaje azabache. Lo malo no fue que

el perro creciera demasiado rápido, sino que tuviera un carácter bastante

más que avinagrado. Furia se había adueñado del patio. Había marcado su

territorio sobre nuestro campo de juegos y no nos dejaba ni asomar la nariz.

En cuanto se abría una puerta se ponía como un poseso. Todas las intenciones

de educarlo se quedaron en eso, intenciones. Pero el día que mi abuela

tuvo que cruzar a la carrera para llegar a la cocina, con el can haciendo

honor a su nombre intentando morderle los talones comprendimos que la

suerte de Furia estaba echada.

Papá había traído el problema y se encargó se repararlo engañando malamente

a un amigo que tenía una quinta en las afueras. Le convenció sobre

la seguridad que le daría un buen perro guardián. En la finca no entraría

nadie, ni él mismo (aunque eso no se lo dijo). La cuestión es que se convino

72


Daniel Soto Rodrigo

en que se quedaría con el noble animal, pero había que llevárselo y eso fue

otro episodio tragicómico en la historia familiar. La verdad es que el destierro

de Furia no tiene desperdicio, dejen que les cuente…

Adoptada la decisión de desprenderse de la bestia, mi padre elaboró un plan

de evacuación. Furia llegaría a su nueva casa en el camión de un proveedor

que una vez a la semana pasaba por el Mercado San Cristóbal y que finalizaba

su recorrido muy cerca de la quinta del amigo de mi padre. Hasta ahí,

fenomenal. El punto flaco del plan lo constituía el primer paso. Desde casa

hasta el mercado debía de llevarlo mi tío Máximo en su triciclo de reparto.

Un desvencijado y pesado vehículo con una caja de 1 m2 que exigía muy

buenas piernas para moverlo a pedales. Los pongo en situación: Máximo

tenía el corazón más grande que el pecho, pero su humor, sobre todo temprano,

era poco estable. Dejo a la imaginación del lector cómo sería aquella

mañana cuando supo que debía colocar un bozal a Furia, asirlo en brazos,

meterlo en la caja del triciclo, bajar la tapa y pedalear las 12 cuadras que

separaban mi casa del mercado. Máximo no era muy alto, pero sí muy

fuerte. Llevaba una boina negra hecha carne en su cabeza que lo identificaba

claramente, sobre todo en verano. Llegó aquella mañana refunfuñando un

poco más que lo habitual, decidido a terminar cuanto antes la tarea. Salió

al patio, bozal y correa en ristre y el escándalo fue de proporciones… El perro

ladraba como si lo estuvieran desollando vivo y el tío Máximo maldiciendo a

todo lo que existía intentado capturar al animal. Era un cuadro digno de una

comedia, de no ser por el terror con que contemplábamos la escena detrás

de los cristales.

Lo intentó de todas las maneras posibles, pero no había caso. El perro estaba

decidido a no abandonar su redil. Máximo guardaba especial respeto por mi

madre, a la que siempre trató de usted. Nervioso como era y acalorado como

estaba, con el rostro desencajado y rojo como un tomate le dijo:

-Mire señora, solo no puedo –bajando la vista como avergonzado por el fracaso.

La propuesta de mi madre no fue del todo novedosa. En realidad fue recurrente.

“Llamemos a Pereira”, dijo resuelta. Cada vez que se presentaba

algún problema de solución complicada acudía al taller mecánico de al lado

de casa. Como siempre, Pereira no tardó en prestar socorro acompañado

por dos de sus ayudantes.

Entre los cuatro lograron dominar a la fiera, amordazarla, colocarle la correa

y meterlo en el cubículo del carro. Hasta aquí lo que recuerdo con absoluta

fidelidad. No me quedan claras las sensaciones de entonces. Creo que una

especie de alivio por recuperar la zona de juegos, entremezclado con la angustiante

escena de la captura del pobre Furia. La verdad es que no quedaba

exento el sentimiento de culpabilidad por la suerte del animal.

Lo que no puedo ni siquiera imaginar es cómo habrá sido el momento en

que Máximo abriera la tapa de su triciclo. El perro, enfurecido por los sucesos

de la amarga mañana y aterrorizado por el viaje encerrado en un compartimiento

oscuro, utilizado para el transporte de carne. La situación era aún

más tenebrosa si se tiene en cuenta que la mayor parte del recorrido era

sobre adoquinado con lo cual, el traqueteo sumaba un alto grado de intensidad

a la tortura.

Como siempre, cuando hablo de la infancia brotan los recuerdos y terminó

yéndome por las ramas. Sabrán disculpar. Estaba contándoles de la tarde

73


La vida es cuento

de compras con mi madre por las tiendas del centro de la ciudad. Para mantenernos

más o menos calmados solía recurrir a alguna prebenda como: “si

se portan bien les compro un regalo al final”. La estratagema solía darle

buen resultado porque la recompensa era ilusionante. No recuerdo cuál

había sido la elección de mi hermana, seguramente alguna muñeca (le encantaban),

pero para mí esa tarde resultó determinante. Sí, como pueden

imaginar, el premio elegido fue el LP ¡Volvió Elvis! A regañadientes mi madre

terminó consintiendo y yo no veía la hora de llegar a casa.

Aquí volvemos al principio del relato. No fue más que llegar y correr hasta

el wincofon. Fue entonces cuando me di de bruces con ese nuevo mundo.

Supongo que todos habréis experimentado descubrimientos similares pero

en mi caso fue Elvis el que marcó ese momento grabado a fuego en mi vida.

Es cierto también que marcó toda una época. Fue el génesis de los más

grandes momentos de la música pop. El genio, el Rey que dictó las pautas

sobre las que se forjó la que posiblemente, fue la década más contestaría y

creativa de nuestra época. Elvis Aarón Presley sentó los sólidos cimientos

sobre los que, apenas unos años después, se iba a producir la revolución

total que desde una caverna de Liverpool pusieron en marcha John Lennon,

Paul McCartney, George Harrison y Ringo Star. A partir de The Beatles, nada

volvió a ser igual, pero eso, si les parece, lo dejo para otro día.

2010

74


Daniel Soto Rodrigo

La horrenda muerte de la ‘añá’ avara en El Paraíso

Historias del Chaco argentino

El sargento ‘Vaye’ me contó un terrible relato que tuvo lugar en una

población que, paradójicamente, se llamaba El Paraíso. Está en el provincia

argentina de Formosa, a pocos kilómetros de Asunción, obviamente, región

fronteriza con la República del Paraguay. Allí, según recordaba Vaye, sucedió

esta historia, de la que fue testigo, ya que durante muchos años prestó servicios

en el puesto de la Gendarmería Nacional destacado en ese lugar.

Contaba que en esa zona conviven varias etnias y otras tantas lenguas indígenas,

mayoritariamente guaraní, que hablaban entremezcladas todas con

el castellano, lo que conformaba un galimatías difícil de descifrar para quien

no tuviera el oído bien entrenado. Un territorio donde la ley pasaba de puntillas,

lo que endurecía aún más las ya de por sí intrincadas condiciones de

vida. En ese entorno semi selvático vivía una ‘arucha kuña-caraí bai cuera’

(una vieja flaca, fea que vivía sola), a la que además tildaban de mala como

el demonio. Eso en cuanto a su persona, porque en cambio, su campo era

una bendición. Tenía unas quinientas cabezas de ganado vacuno, decenas

de yeguarizos, cerdos, ovejas, gallinas, patos y hasta algunos pavos, además

de decenas de gatos y una media docena de perros flacos y sarnosos,

tan malos como ella. Pero el bien más envidiado que poseía era un milagroso

pozo de agua dulce ‘Icuá-porá’ (agua linda) que nunca secaba la veta. Era

una vertiente constante y aún en la época de más calor y de terrible sequía

(la temperatura suele llegar a los 50º), de su preciado pozo continuaba manando

agua.

El manantial era tan generoso que le sobraba para la finca y para todos sus

menesteres. Aún así, la vieja andaba siempre andrajosa e increíblemente

sucia. Llevaría años sin lavarse; pero lo peor era su mezquindad. De tan

avara negaba hasta un vaso de agua a un niño. “Ni ella se quiere” –comentaban

los vecinos.

Pero un día, la mujer enfermó. Cayó postrada en cama dando claro indicio

de que se moría. Su aspecto pasó de ser la vieja odiada por todos, al de

una vieja ‘angá’ (desgraciada). La vieron varios curanderos y milagreros

pero nadie acertaba a sacarla de la ruin situación. Visto que el final era inminente,

apareció el cura del pueblo y empezó a repartir agua bendita y

bendiciones por sobre la mujer y por la vivienda. También por fuera del rancho

y de pronto, el cura comenzó a dar vueltas. “Reboleaba la pollera (refiriéndose

a la sotana como una falda) y se le pusieron los ojos en blanco”,

contaba un paisano asustado. Se llevaron al pobre hombre a la iglesia y

tardó bastante en recuperarse. A duras penas podía dar la misa de los domingos

y no le quedaba fuerza para mucho más.

Mientras tanto, pasaban los días y la vieja no moría. Desde la visita del cura

75


La vida es cuento

la mujer había empeorado tanto que pegaba unos aterradores alaridos y

pedía a gritos que la muerte se la llevara.

En el pueblo no se hablaba de otra cosa. Días y días en que las calamidades

de la mujer era el comentario obligado. Por las noches, los chillidos de la

moribunda se alcanzaban a oír en las casas, a un kilómetro del rancho de la

vieja ‘angá’.

Pero, como todo tiene un final, un buen día la mujer apareció muerta. La

noticia corrió rápidamente y en poco tiempo había llegado a oídos del sargento

Vaye. Conocedor de las habladurías, no le daba mayor trascendencia

a los chismes pueblerinos. Su labor, como autoridad destacada, era verificar

los hechos y labrar el acta de la defunción. En El Paraíso no había jueces, ni

servicios médicos. Todo lo legal pasaba por el Destacamento de Gendarmería

y como autorizado a certificar las defunciones constaba el Dr. Mendieta,

que además era curandero, peluquero, partero y ‘chupa caña’ (bebedor de

caña paraguaya, aguardiente de destilación de la caña de azúcar). Mendieta

por supuesto no era médico, ni era nada, pero con media botella de caña

encima no le temblaba el pulso para hacer una cesárea. Tampoco se conocía

quién, dónde ni cuándo le había autorizado para tales labores, pero era así

aceptado por todos. Lo que no le faltaba al Dr. Mendieta era coraje.

Cuando Mendieta llegó al Destacamento con el certificado de defunción firmado,

el sargento Vaye abrió la investigación para determinar las causas

del fallecimiento. Así que allá se fue el gendarme hasta el rancho y grande

fue su sorpresa cuando al entrar se encontró con cantidad de vecinos y parientes,

algunos a los que nunca había visto antes. “Junas gran siete, como

se juntan rápido los parientes” –pensó el sargento– e intentó preguntar a

los presentes que lloraban a moco tendido. ‘Aseyaranga kuña caraí’ (pobrecita

la señora), lamentaban entre rezos y sollozos. Así fue como la avarienta

mujer a la que no se le conocía familia ni amistad alguna, nada más morir

se encontró rodeada de parientes llorando su pérdida, preparados para la

dura lucha por la herencia de tan sabrosos bienes. Hasta una novena habían

montado para honrar a la finada. Nueve días que entre rezos, nadie dejaba

de sacar partido. Los ‘herederos’ pensando en cómo se repartirían la chacra,

los animales, las herramientas, los carros. Tierras que eran un primor en

frutos: cítricos, bananeros, mangos, guayabos, mandioca, maíz, algodón,

verduras de cualquier clase, si por no faltar hasta maní había. También hacían

su ‘agosto’ en esos días quienes montaron en los alrededores puestos

de chipá (pan paraguayo), de golosinas, de chicharrones de cerdo, de cigarros,

de choripanes, de todo y no podía faltar la caña paraguaya.

El sargento Vaye dudaba entre sacar a todos a patadas o dejar que la finada

recibiera sepultura como manda la tradición, pero antes debía de comprobar

las causas de su muerte. En principio quedaba claro que la edad era lo más

probable, pero ante el interés por la suculenta herencia no debía de cerrarse

el expediente sin las comprobaciones.

En eso estaba Vaye cuando escuchó que una señora, una de esas viejas comadres

que no faltan a ningún velatorio, le hacía señas llamándole insistentemente.

Hizo que le siguiera hasta un lugar apartado y le dijo: “Yo te

voy contar bien ‘cheruvicha Karaí’ (señor jefe) todo ‘ko’ápe’ (lo que pasó

aquí)”.

Circunspecta, la mujer comenzó a contándole que el día anterior a la muerte

de la mujer llovía torrencialmente. “Llegué como pude hasta el rancho y en-

76


Daniel Soto Rodrigo

contré a varios vecinos en vela por ella en la cocina”. Que ella fue a sentarse

en la cama, junto a la moribunda que no paraba de dar alaridos. “De pronto,

los perros comenzaron a ladrar y a llorar –contaba la mujer– y se apareció

un viejo en la puerta del rancho. Mal entrazado, andrajoso, mal calzado,

daba miedo verle. ‘Ay cherubichá’, yo no sabía si era cristiano o indio; lo

hice pasar y nada más verle todos se persignaron y comenzaron a rezar

como si hubiesen visto un aparecido. Como si hubiese entrado ‘añá’ (el diablo)”,

relataba la comadre angustiada.

Siguió contando que sintió mucho miedo, pero que sacó coraje para hacerle

un hueco junto al fuego, con los demás. Siguió contando que el hombre les

habló en guaraní. Les pidió que no tuvieran miedo, que sólo era un caminante

y que había venido para hacer el bien, nada más. De seguido, tomó

un jarro de sopa caliente y poco después quedó dormitando pero sin dejar

de mover las manos, como si orase. “Al poco rato, se dirigió a mí para que

le llevara junto a la moribunda. Una vez allí pidió que le dejaran solo con

ella. Que yo podía quedarme, pero tuve tanto miedo que también salí”, relata

la mujer.

“Pasó un tiempo, no sé, diez minutos o así, y ya no se escuchó más nada.

La mujer dejó de llorar y de pedir a Dios a gritos que le mandase la muerte”,

aseguró la comadre.

El sargento Vaye siguió escuchando el relato de la mujer que contaba del

miedo se había adueñado de todos los presentes. Animándose unos a otros

por fin juntaron valor para abrir la puerta y ver lo que sucedía. “Y ahí estaba

ella, muerta y con los ojos muy abiertos. Ni rastro del viejo. La ventana estaba

cerrada y por delante de nosotros no pasó. Nos pusimos a rezar de rodillas.

En ese llegó el ‘doctor’ y le pregunté ¿Qué le parece?’, y él me

respondió “que murió nomás chamigo”.

Vaye no encontró ningún indicio en el cuerpo de la mujer que pudiera levantar

sospecha de haber sufrido violencia alguna, así que cerró el expediente

como ‘Muerte Natural’, pero siempre estuvo convencido que se

trataba de un ‘quebranta huesos’ que le ayudó a morir.

Leyendas y costumbres del Norte argentino. Entre los personajes algo más

que curiosos que seguramente aún subsisten entre los asentamientos indígenas,

se encuentra la figura del ‘despenador’, conocido también como el

‘quebranta huesos’. Algo parecido a un chamán que se encargaba de despachar

al otro mundo a las personas desprovistas de futuro, ancianos desvalidos

por completo, pacientes imposibles de recuperar o inclusive,

accidentados de tal mal pronóstico y duro sufrimiento cuyo mejor tratamiento

era ponerse en manos de este personaje al que además se le atribuían

propiedades místicas lo que revestía a su figura de un halo de

profundo temor. El despenador entonces hacía gala de su cuestionable habilidad

y con un golpe rápido, seco y certero, que no dejaba ningún rastro,

acababa con todo padecer. Un chasquido certificaba que el sufriente había

pasado a mejor vida.

Memorias de Miguel Ángel del Valle

Sargento de la Gendarmería Nacional

1992

77


La vida es cuento

La muerte asola la frontera

Historias del Chaco argentino

El sargento Vaye también solía contar que a mediados del pasado

siglo, por aquellos indomables lares del Chaco asolaba un afamado caudillo

colorado (simpatizante del Partido Colorado, fracción política mayoritaria en

Paraguay). Un tal Caballero, al que describían como sanguinario y tan cruel

que le temían hasta los más salvajes asesinos. Desde que un día se aquerenció

en Puerto Elsa, todo lo que sucedía en Colonia Falcón, Beterete-cué,

y las pequeñas villas hasta la confluencia de los ríos Paraguay, Pilcomayo y

Negro, estaba bajo su control. La zona inhóspita y propia de tres fronteras

(Argentina, Paraguay y Brasil) rejuntaba de delincuencia en todas sus manifestaciones:

antros de juego clandestino, prostitución, contrabando de

todo tipo, etc. Policías y gendarmes tenían vedado el acceso y si alguno se

aventuraba en la región, tenía los minutos de vida contados.

Recordamos que hablamos de regiones muy difíciles de controlar, por lo

agreste del terreno y las enormes distancias. A lo largo de sus más de 1.400

kilómetros de cauce lineal, el río Pilcomayo va dejando escenarios de enorme

potencia natural, selvas, bañados y lagunas que concentran una fauna salvaje

variada y, sobre todo, concentración de poblaciones de un alto grado

de conflictividad. El Pilcomayo nace en Bolivia, al pie de la Cordillera de Los

Andes y desemboca en el río Paraguay que, a su vez, va a dar sus aguas al

río Paraná, el más importante de la Cuenca del Plata. Es un río que presenta

un caudal de gran potencia, pero irregular, con oscilaciones muy marcadas.

Durante la época de lluvias desborda inundando grandes superficies y en

otras llega hasta quedar seco por zonas, siendo el único río del mundo que

varía su curso por la sobreelevación permanente de su lecho por la deposición

de los sedimentos transportados.

En su extenso curso sirve de frontera entre Paraguay y Bolivia a lo largo de

40 kilómetros y por más de 600 limita a las repúblicas del Paraguay y de

Argentina. En ambas orillas de esta extensa zona fronteriza se refugiaban

bandidos y gente de la peor calaña, huidos de la justicia o de la policía de

sus respectivos países. Se establecían en las espesuras selváticas o en pequeñas

poblaciones en lugares en los que, aún hoy, pocos se atreven a entrar.

Los maleantes saltaban de un lado al otro del río, según el delito cometido.

Vale decir, huían de la justicia paraguaya o argentina a conveniencia. Durante

su estadía se ganaban el sustento como ‘bagayeros’ (bagayos son bultos

que se transportaban de un lado a otro del río, cobrando el porteador

una comisión. Contrabando puro y duro), actividad a la que definían como

‘el trabajo’. Tampoco faltaban matones o matadores a sueldo. Se fijaba un

precio y sin más preguntas se procedía a liquidar al señalado, ya sea a machete,

cuchillo o pistola.

78


Daniel Soto Rodrigo

Clorinda, la que es hoy en día una pujante ciudad de la provincia argentina

de Formosa, era a mediados del siglo XX un autentico mercado persa. Su

estratégica situación geográfica, frente a Asunción, capital del Paraguay, Pilcomayo

de por medio, le convertía en un centro de actividades clandestinas

en el que se movían a gusto malandrines de todo linaje. Abundaban los ‘buchones’

o ‘alcahuetes’, confidentes que vendían información como si de un

producto se tratase. Datos que interesaban a un lado u otro de la frontera.

El control de la zona quedaba a cargo de la Gendarmería Nacional (en Argentina),

mientras que en Paraguay ese aspecto quedaba bastante librado

al azar. De hecho, los gendarmes solían actuar en suelo guaraní como propio,

sin dar cuenta ni incidencia. Pero lo cierto es que los gendarmes estaban

muy debilitados en cuanto a número de efectivos y para males mayores,

apenas recibían apoyo de las administraciones (Nacional o Provincial, ya no

digamos internacional). Poco podían hacer ante la creciente delincuencia

que, además, estaba respaldada y hasta protegida por una nube de inescrupulosos

abogados o leguleyos descubridores de un filón que les dejaba

suculenta renta.

Cuenta el sargento Vaye que en aquellos años, 1948 concretamente, las

Fuerzas Armadas argentinas comenzaron a incorporar personal para completar

los cuadros en las zonas más conflictivas. Lo hicieron tentando a gente

local con sueldos de cierta importancia y sin prestar demasiada atención a

los curriculums personales. De ese modo, abdicados gendarmes con años

de servicio se vieron rodeados de cuatreros, bagayeros, pasadores, etc.,

como compañeros de filas. Delincuentes a los que perseguían días atrás y

que de pronto compartían cuartel y armas. La situación era tensa, como es

fácilmente entendible. En las guardias no faltaban comentarios obscenos y

provocadores como: “Sargento, se acuerda que usted no nos dejaba ‘trabajar’

tranquilos y ahora somos compañeros”. La desconfianza era total, al

punto que los veteranos se turnaban para dormir, temerosos de que sus

nuevos compañeros los liquidaran durante el sueño. La máxima tirantez se

alcanzaba durante los desplazamientos a comisiones o puestos lejanos. Existía

el temor de haber sido ‘vendidos’ y que fueran objeto de emboscadas o

muertos a traición, por un tiro por la espalda.

La principal misión de la Gendarmería es el resguardo de las fronteras y teniendo

en cuenta la extensión del país es una ardua tarea. Argentina limita

con Uruguay, Brasil, Paraguay, Bolivia y Chile y la extensión lineal de su

frontera terrestre alcanza a 25.728 kilómetros (9376 de frontera terrestre,

5.117 de litoral, fluvial y marítimo y otros 11.235 km de perímetro en sector

antártico e islas del Atlántico Sur). En el caso que nos ocupa, la frontera paraguaya,

era en aquellos años incontrolable. Existían dos rutas camineras

troncales que vinculaban las localidades del norte con las del sur. La zona

de llanura escasamente recorrida por caminos precarios en territorio argentino

y en muchos casos intransitables en épocas estivales de fuertes tormentas

o de crecidas. Por su inestabilidad, la zona de bañados del Pilcomayo

fue el último reducto de poblaciones indígenas que, conocedores de todos

sus secretos, eran los únicos en saber extraer algún rendimiento más allá

de la madera, como por ejemplo, la explotación ganadera marginal.

Los gendarmes hacían todo lo que podían, que era mucho, pero se veían

superados por la cantidad de malvivientes que aumentaba a diario. Para

peor debían de cuidar sus espaldas de sus propios compañeros. Pero como

79


La vida es cuento

la vocación siempre acaba triunfando, los experimentados gendarmes siguieron

muy de cerca las andanzas de aquellos reclutados tan alocadamente

y, uno a uno, fueron cayendo. Sus contactos y actividades ilícitas continuaron

inalterables durante su incorporación a las fuerzas del orden, por lo que

a medida que se comprobaban ilegalidades en las que tenían participación,

eran sumariados, represaliados o dados de baja. Así volvieron a limpiarse

las filas de la Gendarmería chaqueña.

Superada esa etapa, los gendarmes tenían delante otro difícil reto, controlar

las bandas de ‘bagayeros’ que no hacían más que multiplicarse. En los años

50 la prosperidad argentina demandaba productos de calidad y última moda.

Whisky escocés, coñac francés, cigarrillos de las afamadas marcas norteamericanas

y lencería femenina, sobre todo el producto estrella: las medias

de nylon, que eran todo un boom. La frontera con Paraguay era un coladero.

(La actividad recrudecería en los años cuando reemplazaron estos productos

por drogas y sustancias nocivas para la salud.).

A las dificultades propias se sumaba las ya citadas carencias de la Gendarmería

para contrarrestar a las bandas cada día más numerosas y mejor organizadas;

y siempre bajo el control del hombre fuerte de la región, el antes

mencionado Caballero.

Lo habitual cada día y a cualquier hora, era escuchar tiroteos. Intensos intercambios

de disparos entre gendarmes y ‘bagayeros’ o sus custodios, o

bien entre cacos ya que las ‘mejicaneadas’ (llamada así la acción en la que

ladrones robaban el botín a otros ladrones) estaban en el orden del día.

El oficio no reconocía edad ni género. Cualquier persona que le echara coraje

y pudiera portar un bulto de peso considerable, pasaba a formar parte de

alguna de las bandas de ‘bagayeros’. Hay que tener en cuenta que ‘el trabajo’

como ellos llamaban, era casi el único medio para arrimar unos pesos

a las casas de los lugareños.

Las bandas se organizaban para cruzar la mercadería desde Paraguay a Argentina

eligiendo pasos en el río, generalmente en las zonas más estrechas.

Escondían los bultos en la frondosidad de la orilla aguardando el momento

oportuno para completar su participación entregando la mercancía en territorio

argentino.

Imposible controlar tantos kilómetros de zonas pantanosas, asoladas por

nubes de mosquitos, jejenes, garrapatas, pulgones y otras alimañas y atendiendo

además a la fauna salvaje. Había yaguaretés (jaguares), serpientes

venenosas como la de cascabel, o las enormes boas constrictor, capaces de

tragarse a un hombre entero, o la temible yarará. Los bañados estaban infestados

de yacarés (cocodrilos sudamericanos que puede llegar a los tres

metros de largo) que obligaban a mirar muy bien dónde apoyar el pie. Pero

sin duda, el más peligroso animal que campeaba a sus anchas era el jabalí.

Se desplazaba en enormes piaras de hasta 200 individuos que arrasaban

con todo a su paso. Ejemplares que podían superar largamente los 200 kilos

cuyos colmillos al entrechocar producían un ruido que los paisanos conocían

como ‘tamboreo’, lo que anunciaba su presencia. Eran sumamente agresivos

y atacaban sin más a los humanos, a lo que consideraban un preciado alimento

más.

Aún así, los gendarmes se apañaban para abortar muchos intentos de los

contrabandistas y en ocasiones hasta apresar a algunos. Un día la suerte

acompañó al escuadrón que comandaba el sargento Vaye y después de una

80


Daniel Soto Rodrigo

sigilosa vigilancia siguiendo la intuición del veterano suboficial, lograron

apresar a una comitiva nada más poner pie en suelo argentino. Eran cuatro

mujeres, fuertes y decididas que sin temor no ofrecieron resistencia a su

detención, sabedoras de que en pocas horas estarían libres, pero tampoco

se quedaron con las ganas de proferir amenazas: “Vos nos podés llevar ‘faja

puitá’ (en guaraní haciendo referencia a una faja roja que utilizaba el sargento)

pero sabés que tus días están contados”.

Así era de angustiosa la vida diaria en la frontera argentina del Pilcomayo,

pero cientos de veces mejor de lo que ocurría en la otra banda del río. En

Paraguay el ambiente era irrespirable. La guerra civil de 1947, cruenta y

despiadada, había dejado secuelas irreparables entre la población, al punto

de que varios escuadrones de gendarmes, así como el 11º de Exploración y

el 29º de Infantería del Ejército Argentino actuaban en suelo paraguayo para

rescatar a las personas que huían de las feroces represalias. Organizaban

campamentos de refugiados en los que les brindaba protección a los perseguidos.

Gentes que eran cazadas como ratas, o fusiladas sin más en las mismas

barrancas del río.

Llegar al campamento era salvar la vida. A los que ingresaban se le requisaban

las armas y rápidamente eran evacuados a suelo argentino y desde

allí derivaros a zonas seguras, alejadas de la guerra y de las bandas. Clorinda

era el primer destino, paso obligado de cuarentena, ya que la mayoría

era portadora de graves infecciones, paludismo, viruela, hepatitis, sífilis,

lepra, etc. Los servicios sanitarios desparasitaban y curaban a los migrantes

y después se les legalizaba otorgando papeles y permisos de trabajo para

rehacer su vida en el país. Más de 800.000 refugiados paraguayos entraron

en la Argentina en aquellos años.

En medio de la caótica situación y tras la amenaza recibida de aquellas mujeres,

el sargento Vaye comprendió que la situación desbordaba cualquier

control. Salía de madre. Debía de hacer algo e inmediatamente. Optó por

tomar el toro por los cuernos y decidió cruzar el río y presentarse en Puerto

Elsa para hablar con Caballero, el ‘capo’ máximo de las salvajes huestes que

controlaban la delincuencia desde la otra orilla. Desoyendo a los suboficiales

que intentaron en vano hacer que recapacitara de cometer “semejante locura”.

“Nos quieren muertos y bien muertos y usted quiere ir en persona a

presentarse ante cientos de despiadados ‘pata-pilás’ (referencia a asesinos

descalzos)”.

No hubo argumento válido. El sargento Vaye acomodó un 38 debajo de la

faja roja, ocultó una daga en su bota y colocó al cinto la 45 reglamentaria.

“No se preocupen –dijo el sargento– ustedes se quedan en el bote y si me

las veo feas, vacío el cargador sobre el Caballero ese y me zambullo en el

‘Pilco’. Cuiden ustedes de que no me cacen como a un pato”. Sin más, subió

al bote y minutos después desembarcaba en el tierra hostil, indicando a los

sorprendidos boteros paraguayos que quería verse con el caudillo. El factor

sorpresa fue decisivo. De entre la maleza salieron quince fusileros que en

otra circunstancia no habrían dudado en acribillar al intruso, pero que en

esta ocasión no sabían qué hacer. Vaye se mantenía erguido e inmóvil.

Durante unos minutos se acalló hasta el bullicio selvático. Una tensa espera

que se quebró con la entrada de Caballero seguido por un séquito armado

hasta los dientes. “¿Qué se le ofrece?” –preguntó el caudillo con desconfianza.

“He venido para hablar con usted –respondió el sargento Vaye– si es

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La vida es cuento

que usted quiere hablar conmigo” –añadió.

El hombre tendió su mano y amablemente le invitó a pasar, “Por supuesto

que podemos hablar, los hombres hablan y lo que usted ha hecho es de

hombres”. Giró sobre sus talones y pegó un grito. Como por arte de magia

desaparecieron los perturbadores personajes armados. Se dirigió a un capitán

para pedirle que retirara la guardia e invitó a Vaye: “Venga sargento,

vamos a mi casa que hablaremos después de una buena comida”.

Vaye se dio vuelta para mirar hacia el lado argentino desde donde le hacían

todo tipo de señas pidiéndole que regresara. Él levantó su mano tranquilizándoles

con un ademán como de ‘ahora vengo’ y se perdió en la espesura

junto con el temible personaje.

Caballero era un hombre ya mayor, pero no le temblaba el pulso ni le faltaba

decisión para mandar matar a alguien. Tenía el cuerpo cubierto de cicatrices,

heridas producidas por todo tipo de armas, machetes, cuchillos, balas y

hasta metralla. Hablaba gangosamente porque le faltaba un trozo de cara,

perdida durante una batalla en la guerra con Bolivia. “Si este viejo me lleva

al matadero dé por seguro que me lo llevo conmigo”, pensaba el curtido

gendarme.

Al llegar a la casa del jefe, el custodio de la entrada se plantó ante Vaye pidiéndole

el arma. El acto fue interrumpido por el propio Caballero: “Es una

formalidad pero en este caso no se aplicará. A los valientes no se les quita

el arma y usted ha demostrado serlo. Puede quedársela. Nadie le va a molestar

en lo más mínimo”, dijo e ingresaron en la casa.

En la casa-cuartel no faltaba de nada. Hasta banda de música tenía y tras

una señal del jefe arrancaron tocando interminablemente la polca ‘Colorado’,

toda una exaltación patriótica. Sobre la mesa fueron apareciendo todo tipo

de manjares y por supuesto, no podía faltar la caña paraguaya y de la mejor

calidad. A partir de entonces, ambos hombres forjaron una amistad, o quizá

sería mejor definirlo como respeto mutuo y colaboración, interesada, pero

colaboración al fin y al cabo. Vaye consultaba a Caballero y obtenía de él la

información deseada. Del mismo modo, Caballero se deshacía de indeseados

competidores o de bandas enemigas dando al sargento chivatazos precisos

sobre el lugar y la hora que los contrabandistas cometerían su próxima fechoría.

Así la Gendarmería logró ir acotando aquella delincuencia antes incontrolable,

con la ayuda de otro delincuente. La relación se mantuvo y fue

fructífera durante bastantes años.

En 1954 se instauró en Paraguay la dictadura de Alfredo Stroessner, que se

iba a extender hasta febrero de 1989. Treinta y cinco años de duro régimen

que mantuvo al país bajo severo control, sumido en la pobreza y en la ausencia

de oportunidades.

Esos mismos encumbrados políticos fueron los que se deshicieron de Caballero

cuando dejó de serles útil. Fue asesinado por la espalda por sus propios

custodios. El viejo capo mafioso se había convertido en un peligro para la

emergente clase política paraguaya. Un tiro en la nuca acabó con el más temido

jefe del Chaco.

Memorias de Miguel Ángel del Valle

Sargento de la Gendarmería Nacional

1992

82


Daniel Soto Rodrigo

Un lobizón en El Paraíso

Historias del Chaco argentino

Durante las décadas de los años 30, 40 y 50 del pasado siglo, la frontera

norte y noreste de la Argentina era tierra en la que maleantes y forajidos

de cualquiera de los márgenes se hacían fuertes, facilitados por el

escaso personal de gendarmes para vigilar kilómetros y kilómetros de frontera.

La región del Gran Chaco (chaco argentino, chaco paraguayo y hasta

el Mato Grosso suma una superficie aproximada de 1.150.000 km2). Enorme

extensión de condiciones extremas de calor y humedad en la que el reino

animal es dueño y señor: yacarés, yaguaretés, jabalíes, pecaríes, pumas,

víboras de todo tipo y todo un muestrario de insectos que acribillan al intruso

con sus picaduras que perforan incluso la ropa.

Desde otro punto de vista, era un vergel. Tierra surcada por caudalosos ríos

repletos de peces, de vegetación exótica y de indescriptible belleza, flores,

y la más grande variedad de frutos que se pueda encontrar en el mundo. La

diversidad de aves y sus cantos daban al atardecer una sonoridad por momentos

ensordecedora. Un marco de ensueño, de no ser por la presencia

humana.

Los más sanguinarios asesinos de cualquiera de los países limítrofes buscaban

refugio de un lado u otro de esa frontera delimitada por el río Pilcomayo.

La cantidad de sitios por los que era posible vadearlo lo hacía incontrolable.

Los Destacamentos de Gendarmería se asentaban en las poblaciones más

importantes, y los Puestos (destacamentos de cuatro o cinco hombres al

mando de un suboficial de experiencia) se salpicaban en puntos más o

menos estratégicos para que pudieran dar servicio a los pequeños poblados.

Misión que cumplían más que abnegadamente unos pocos militares ante la

creciente cantidad de malvivientes.

Cerca del puesto de Gendarmería de El Paraíso, en las barrancas del río Porteño,

a menos de dos leguas del gran río formoseño, el Pilcomayo, y de la

frontera con Paraguay, tuvo lugar esta historia que mantuvo en vilo durante

mucho tiempo a la escasa población.

En el caserío se levantaba una escuelita, de la que Faria Carriego era su director

y hombre para todo; el boliche, que como todos los pueblos por entonces,

de un lado era ‘despacho de bebidas’ (un bar en toda regla) y del

otro ‘ramos generales’ (una tienda que tenía de todo); unas pocas casas levantadas

sobre el húmedo suelo arcilloso en las que habitaban mayoritariamente

paraguayos, salvo un par de correntinos ya mayores, conocidos como

‘Caraú’ y ‘Angullaí’ y entre los vecinos, algunos gringos polacos. Por cierto,

vivía también un italiano, don Carlo, que se había granjeado fama porque

su mujer iba a parto por año. A ella le decían ‘doña Población’, en atención

83


La vida es cuento

al fruto de sus once años allí.

Como en toda vecindad pequeña, sus habitantes se conocían en mayor o

menor grado y en esas condiciones chaqueñas no era recomendable intentar

saber algo más. Mantenerse callado era el mejor consejo, sobre todo con

extraños. Así que, raramente se hablaba de personas que no sea para alertar

de la probable llegada de bandas de saqueadores que cada tanto arrasaban

poblaciones enteras, robando, secuestrando mujeres y si era necesario, matando

sin piedad a quien molestara.

Esa prudencia se agrietó cuando se empezó a hablar de la extraña figura

que las noches de los viernes se dejaba ver por las inmediaciones del pequeño

cementerio situado sobre el margen derecho del río Porteño. Antes

de 1930 se había construido un puente que facilitaba el acceso al camposanto,

y que era además paso obligado hacia el poblado. Acerca de él comenzaron

a divulgarse todo tipo de historias, respetadas a rajatabla por

personas tan afectas a las supersticiones, y leyendas variopintas que la creencia

popular no tardaba en asociar a la presencia de extrañas figuras, como

a un lobizón que, por otra parte, también asolaba a otras localidades más o

menos cercanas.

Las apariciones, o mejor dicho las habladurías, no eran regulares. De pronto

cobraban brío después de que algún vecino digno de credibilidad confesaba

haber sido testigo de algún episodio. Tal así, sucedió con Aparicio Funes,

ganadero residente en Clorinda, pero habitual en la zona ya que era arrendatario

de unas cuantas hectáreas de bañado que reservaba para el engorde

de terneros tras el destete, aprovechando los tiernos brotes de las pasturas

naturales. Una noche, Funes entró al bar y tras su primera copa de ‘Aristócrata’

(marca de una aguardiente de caña paraguaya), contó que justo al

anochecer, cuando cruzaba el puente y con el crepúsculo de fondo pudo ver

una silueta recortada, encorvada, y muy veloz que al percibir su presencia

se escondió entre las tumbas. “Esperé unos minutos pero enseguida se echó

la noche y no vi nada más”; contó el ganadero a los parroquianos. Estos,

cautos pero respetuosos del testimonio dado por una persona estudiada y

digna de todo crédito, no sabían cómo reaccionar. Después de cruzarse unas

miradas que sin hablar lo dijeron todo, se armaron de valor y decidieron

aclarar el entripado esa misma noche. Cinco paisanos portando machete y

Funes en cabeza guiando a la comitiva al punto exacto donde se le produjo

la furtiva aparición. Los candiles de aceite apenas alumbraban en el descampado,

pero al entrar en el cementerio el reflejo de las mortecinas flamas

refrenaba el paso hasta entonces decidido del séquito. “Fue allí” –dijo Funes

señalando un punto bastante determinado. Algo disuadidos por el entorno,

los paisanos avanzaron con recelo y como no constataron nada significativo,

decidieron volver “antes de que se haga más tarde” –coincidieron. Tomaron

nota de que el sitio indicado por el ganadero correspondía a la tumba de la

madre del sargento Félix Ferreira y detrás de la lápida podía observarse tierra

como recién pisada, pero nada más.

A la mañana siguiente, como era de rigor, se consultaba al hombre más informado

sobre cualquier tema, don Faria, el director de la escuelita, hombre

que a su caudal de conocimiento añadía también la experiencia que le otorgaba

su avanzada edad. “Es curioso –dijo al escuchar el relato de la expedición

nocturna– el sargento Félix Ferreira prestaba servicio aquí mismo, en

este Puesto y un buen día desapareció. Nunca más se supo de él y tampoco

84


Daniel Soto Rodrigo

nunca volví a escuchar su nombre hasta hoy, que lo traen ustedes” –concluyó

el viejo maestro.

Después de ese episodio se abrió un paréntesis bastante amplio en el que

las visiones fantásticas se mantuvieron adormiladas. Son muchas las creencias

mágicas, fantasías o historias paranormales que asolan a las poblaciones

del Gran Chaco, en su mayoría de origen indígena a los que sólo

escuchar mencionar al ‘Pombero’, ‘el sombreduro’, el ‘Crespín’ o la ‘yaci-yateré’,

echan a temblar. La mayoría de los paisanos de los pueblos originarios

viven en condiciones que de tan precarias, son inhumanas. Para ellos la

selva no tiene secretos, pero sí misterios a los que guardan respeto y ponen

distancia. Son personas poco comunicativas. Huraños al trato con el blanco

que siempre les ha despreciado. Por otra parte, tienen problemas con el lenguaje.

Son argentinos o paraguayos según le haya tocado en suerte documentarse,

pero no entienden de fronteras, ni comprenden bien el castellano.

Su lengua es el ‘abañeé’, cuyo origen se pierde en la noche de los tiempos,

aunque dominan perfectamente el guaraní. De hecho, mezclan vocablos de

las tres lenguas cuando quieren expresarse en castellano, lo que les crea

muchas dificultades y un enorme sentimiento de inferioridad. Sin embargo,

cuando son escuchados, cuando no se burlan de ellos adoptan una actitud

más abierta; en el fondo les gusta pertenecer al mundo de los ‘carapálidas’

o ‘cajetillas’, como denominan a los blancos. Siendo pacientes, sabiendo escucharles,

el interlocutor logra sumergirse en un mundo de historias y tradiciones

paganas, ritos de la selva, leyendas, personajes fantasmales. Todo

eso hizo que los mitos fueran cambiando de boca en boca hasta adoptar diversas

formas y adaptaciones a las creencias que trajeran los colonizadores

españoles y portugueses; fábulas que pasaron de los mestizos a la población

blanca y luego se extendieron por el país. Estas circunstancias motivaban

que el recurrente tema de las apariciones fantasmales fuera como anécdota

de un día que quedaba olvidada a la mañana siguiente. Como fue el caso de

un lugareño que llegó despavorido al poblado asegurando haberse topado

con un lobizón revolcándose entre las tumbas del cementerio. “Yo le vi a él

chamigo, en el camposanto, era ‘mba’epochy, añá menby’ (era el diablo

mismo, hijo de puta)” –explicaba con desesperación el paisano, santiguándose.

Para más datos, era viernes y anochecía. Lejos de calmarse, el pobre infeliz

había alcanzado un grado tal de excitación, que dos gendarmes tuvieron

que acompañarle hasta su ‘nido-guaycurú’ (choza hecha de ramas entrelazadas

con ‘izipó’, lianas de enredadera), ya que se negaba a volver a cruzar

solo el puente.

Su relato no tuvo más trascendía que otros similares, sin embargo, cobró

gran consistencia unos días más tarde cuando un gendarme, en servicio en

el Puesto de Sáenz Peña, se aprestaba a llegar a El Paraíso. Nada más cruzar

el puente sobre el río Porteño en la penumbra de ese viernes, apenas pudo

sujetar a su caballo que sin causa aparente se agitó de tal forma que por

muy poco pudo evitar que lo lanzara de su montura. Tras unos minutos de

porfía logró sujetarlo, que no calmarlo, mientras intentaba adivinar cuál

sería la causa del extraño comportamiento. Notó que los perros ladraban

sin descanso y, como tantas veces antes, una extraña e inexplicable figura

atravesaba a la carrera el cementerio. En esta ocasión, la aparición se completaba

con un aullido que erizaba la piel –según contó el gendarme.

85


La vida es cuento

Con el susto en el cuerpo, el agente llegó al Destacamento, donde en ese

momento estaba al mando el sargento Vaye y a él realizó un pormenorizado

relato de lo que le había ocurrido. Fue así como Vaye comenzó a investigar.

El mismo relato, casi las mismas circunstancias, pero denunciado por un

gendarme, una persona de reconocida seriedad. Digna de crédito.

El primer paso fue, como siempre, consultar al experto director de la escuela.

Don Faria, conocedor de todo lo que sucedía en el pueblo y en varios

otros a la redonda, luego de escucharle, habló el viejo maestro. Contó que,

desde siempre, se ha sospechado del hijo de una mujer, dueña de una pequeña

chacra ‘capuerá’ (alejada del poblado). “Se creía que el chico era un

‘aguará-guazú’ (lobo de crin). De eso hace años, si vive, ya debe ser un

hombre. A saber…, nadie lo ha vuelto a ver” –contó el maestro.

El sargento Vaye decidió hacer una visita a esa mujer. Por la mañana se

acercó a la chacra de la señora Ludueña, que así se llamaba y ella misma

salió a recibirle. “Mi hijo no sale nunca. No va de fiestas, ni de compras.

Está enfermo y le da por hablar. Habla y habla a veces cosas sin sentido,

otras como lamentaciones. Tiene miedo a salir, así que se queda en su pieza

todo el día, pero no molesta a nadie”; argumentó la mujer ante el sargento

Vaye que era, por otra parte, la máxima autoridad del pueblo. Policías o militares

de escalafón mayor sólo había en las ciudades y un juez, únicamente

en Clorinda. Cada uno o dos años se daba una vuelta por estas alejadas

zonas un representante del Registro Civil para inscribir a los que nacieran

entre una visita y otra, al igual que asentar las defunciones producidas en

ese período, tarea que hasta entonces era responsabilidad de la Gendarmería,

en las provincias fronterizas, en la Comisaría Rural, en las de interior.

Vaye pidió ver al muchacho para constatar lo que le contaba la mujer. Esta

a regañadientes permitió que comprobara que su hijo vivía, pero a través

de la ventana. “Se pone muy nervioso si ve a un extraño, entra en crisis y

se pasa días llorando y gritando…, compréndame sargento…,”–rogó la mujer.

Si algo le habían enseñado los años de servicio en frontera era a ser comprensivo.

La mujer tiene un hijo, está vivo, se llama Saúl y está afectado

por un mal. No sale de su casa. Así rezaba la ficha de datos que el sargento

guardó en el Puesto.

Las semanas siguieron su curso habitual. Los gendarmes no se olvidaron

del caso, por lo que reforzaron la vigilancia en torno al cementerio los días

viernes, sobre todo a partir del atardecer. Vaye, que esta vez se había tomado

en serio este asunto, se informó bien sobre estas supersticiones recurriendo

a los más viejos, ya que no abundaba documentación escrita. Las

historias, reales o fantásticas, se transmitían oralmente por generaciones.

Por ellos, supo que la única forma de acabar con un lobizón era matándole,

ya que rara vez se asustaba hasta el punto de dejar de frecuentar su territorio.

Pero ultimarlo no era moco de pavo. Según le explicó un chamán

Mbayá al que hubo consultado, a cuchillo o cualquier filo era imposible. Una

herida cortante estando el individuo en su estado maléfico se curaba, aunque

fuera mortal de necesidad. Que si se le atravesaba el corazón de una

puñalada huiría al monte y antes o después sanaría. Las armas de fuego

tampoco eran gran solución. Las balas atraviesan a un lobizón sin causarle

daño. La única excepción era utilizar una bala bendecida. En ese caso, el

‘bicho’ caía fulminado. A no ser que se trate de un ‘yaguá-hú’, en cuyo caso,

ni con esas… El licántropo que se transforma en esa tenebrosa figura resulta

86


Daniel Soto Rodrigo

aún más abominable. Suele aparecer en los plenilunios y es muy agresivo.

Pocas veces rehúye a un enfrentamiento con animales o humanos y posee

una gran fortaleza. El único elemento capaz de acabar con él es el fuego.

Aún así, nunca se tendrá certeza de haber roto el maleficio. El ‘yaguá-hú’

es muy veloz y consigue huir en cuando se ve en peligro. Para que el fuego

le alcance debe estar rodeado, atrapado sin posibilidad de escape. Y nunca

se sabrá si ha perecido ya que no quedan restos que lo confirmen. Ni cenizas.

Los motivos de preocupación del jefe del Destacamento aumentaron considerablemente

unos días más tarde, cuando su subordinado, el cabo Ojeda,

se presentó pálido, desencajado…, a pesar de la insistencia del sargento, el

hombre no largaba prenda. Vaye, que comprendía a sus hombres como

pocos, cambió de actitud. Invitó al cabo a que se sentara, le dio unos mates

y un trozo de torta frita que su esposa había hecho esa mañana y, en silencio,

aguardó que Ojeda lograra calmarse.

Varios minutos después, Ojeda arrancó: “Que lo he visto sargento, que lo

he visto…” –afirmó– lo he visto” –insistió.

–¿Qué has visto a quién? –preguntó el sargento.

–A él, el maligno –completaba su versión Ojeda santiguándose.

–Vamos a ver Ojeda –dijo Vaye– te conozco desde hace mucho tiempo y

tengo plena confianza en vos. Ilustráme un poco sobre lo que ha pasado.

Tranquilizate, tomá aire y empezá por el principio ¿querés?

Ojeda le miró fijamente, tomó aire y comenzó a contar que había visitado a

su ‘guaina’ (novia) y que al volver, se repitió la historia: los perros que aúllan,

el caballo que se espanta y jinete al suelo. “Allí quedé, en medio de la

oscuridad sin saber qué ocurría”. Hasta ahí, monserga conocida. Vaye escuchaba

atentamente el relato al que daba plena credibilidad por varios motivos,

los principales, porque provenía de otro gendarme íntegro y después

porque era el cabo Ojeda, uno de sus hombres de máxima confianza.

–Y entonces fue cuando lo vi, le juro sargento, lo he visto –insistía con amargura

el militar.

–Como no voy a creerte Ojeda, sos un hombre que no se asusta fácilmente,

me lo has demostrado muchas veces. Anda, contame que es lo que viste –

pidió el sargento.

–Aún andaba yo medio ‘abombao’ con el golpe de la caída, la actitud de los

perros y la noche cerrada, cuando oí ruidos, no muy fuertes, pero sabe que

tengo el oído entrenado, que venían desde el cementerio. Me fui acercando

despacito, agachado, hasta que noté movimiento entre unas lápidas. Al

avanzar algo más me parecieron chasquidos apagados –puntualizó Ojeda–

y lo que vi me dejó helado –agregó–, vi un monstruo como nunca antes. En

la negrura le brillaban los ojos como llamas. Era una figura grande y como

encorvada y le juro que metía miedo.

El sargento Vaye no terminaba de salir de su asombro con el relato del suboficial.

Valoraba su actitud de investigar y adentrarse en el cementerio con

todas esas connotaciones, pero no lograba despojar de su lógica ese punto

de escepticismo que bailotea entre la fantasía y la realidad. Ojeda era su

hombre de confianza y un gendarme de dedicación y conducta intachable,

pero aquello no terminaba de cerrar. Con toda una carga de dudas se fue a

visitar una vez más a Carriego para evaluar los nuevos acontecimientos.

Sentados en el humilde despacho que hacía las veces de Dirección de la Es-

87


La vida es cuento

cuela, pero a la vez Secretaría, Intendencia, almacén y todo lo que tenga

que ver con la vida diaria del pueblerino centro de enseñanza que apenas

contaba con otras tres aulas para impartir los siete cursos de la Primaria

obligatoria.

–Mire sargento –dijo el viejo maestro después de escuchar con atención–,

estas cosas hay que tomarlas en serio. Puede que parezcan fantasías pero

mire…, ¡cosas han pasado! Usted y sus hombres harían muy bien en llevar

consigo algunas balas bendecidas. Si esa cosa es un lobizón, lo único que

acabará con él es un certero disparo con uno de esos proyectiles –agregó–

.

Al viernes siguiente, Vaye y uno de sus hombres montaron guardia al anochecer

junto a unas lápidas del cementerio, cercanas a las señaladas en los

relatos por los testigos. El sargento mantenía la sensación de estar haciendo

el ridículo, pero tras ver la cara de su acompañante cambió de idea. Gesto

adusto, de seriedad y respeto; cara de no gustarle nada tener que pasar la

noche apostado allí. Desde ese punto dominaban el camposanto y un poco

más allá el Camino Real y el puente, protagonista de los testimonios.

En absoluto silencio, inmóviles, acuciados por los mosquitos y por el hambre,

los dos hombres estuvieron a punto de abandonar a falta de dos horas para

el amanecer. Persistir en el empeño les retribuyó con algo de acción. Una

línea rojiza en el horizonte anunciaba el alba, cuando les sorprendió un tropel

de perros salidos de la nada ladrando y aullando a la carrera detrás de

una indefinible sombra que se dirigía hacia ellos. De pronto giró, como si se

percatara de la presencia de los gendarmes, huyendo hacia el lado contrario

del pueblo, con la jauría detrás.

–¡Alto! ¡Alto! ¡Deténgase o disparo! –gritó Vaye, que ante el caso omiso a

sus órdenes disparó por dos veces su carabina.

Los ladridos se perdieron a lo lejos y todo volvió rápidamente a la normalidad.

Con las primeras luces, ambos gendarmes, agitados con los tiros y la

acción, comenzaron a inspeccionar la zona. A ellos se sumó Ojeda, quien

desconocía la guardia montada por sus compañeros, pero llegó prestamente

alertado por los tiros. Los tres recorrieron el puente, el camino, el cementerio…,

saltaron el vallado más o menos por donde lo hiciera el extraño visitante

en busca de huellas o cualquier indicio. Le costaba aceptarlo, pero

esta vez Vaye estaba seguro de haber visto algo…, qué, no sabía, pero algo

era…

Entre los arbustos aparecieron unas manchas de sangre. No muchas, sobre

el lateral de los matorrales y a baja altura. “Puede que sea de alguno de los

perros que haya recibido un balazo”; coincidieron como para no darle más

vueltas al tema. Ante la ausencia de más elementos, dieron por cerrado el

episodio.

Tras la vigilia, el sargento Vaye decidió dormir unas horas en el catre del

Destacamento. Al poco rato, fue despertado bruscamente: “Piden ayuda sargento,

hay un incendio en la chacra de Ludueña”, le dijo el gendarme de

guardia.

Al llegar a la tranquera encontró a la dueña de casa rodeada por unos cuantos

vecinos que se habían acercado a echar una mano. De pie, inmóvil, la

señora Ludueña observaba como su rancho ardía como una tea.

–¿Qué ha pasado? –preguntó el sargento.

–Lo he prendido yo –respondió la mujer, inmutable.

88


Daniel Soto Rodrigo

–¿Hay alguien dentro? –insistió Vaye.

–Mi hijo –respondió secamente la mujer sin apartar la vista de lo que fue su

rancho.

El estupor paralizó a todos. En pocos minutos la humilde vivienda había quedado

reducida a cenizas. La mujer continuaba petrificada. Ni un gesto, ni

una lágrima. Cuatro gendarmes se acercaron a los restos humeantes removiendo

el rescoldo en busca de los restos calcinados del joven. No encontraron

nada más que brasas de las maderas que sostenían la tapera, alguna

vasija de metal retorcida por el calor, trozos de mantas calcinadas, herramientas

ennegrecidas, nada más. Ningún resto humano. Ni cadáver, ni huesos,

ni nada de nada.

–No van a encontrar nada –dijo Carmen Ludueña mientras subía al carro de

bueyes en el que había acomodado unas pocas pertenencias–, él era el

‘yaguá-hú’ y tenía que dejar de hacer daño –dijo.

Ante la atónita mirada de los presentes, la pesada carreta echó a andar al

lento paso de los bueyes. Los gendarmes se miraban en silencio hasta que

Vaye habló: “No hacemos nada con detener a la pobre vieja. Ya ha tenido

bastante con su vida desgraciada”, afirmó y mirando al grupo agregó: “Además,

nos ha quitado un problema de encima ¿no?”.

Todos asintieron sin quitar la vista de la carreta que lentamente se alejaba

rumbo a Paraguay. Allí vivió el resto de sus días, sin trato con persona alguna.

En El Paraíso no se volvió hablar nunca de un ‘yaguá-hú’.

Memorias de Miguel Ángel del Valle

Sargento de la Gendarmería Nacional

1992

NOTA:

La Real Academia Española recoge la grafía lobisón, como procedente del portugués lobishome ‘hombre

lobo’. No obstante, es aceptada también la variante con -z- (en la que los hablantes reinterpretan

la terminación como un sufijo) ya que su difusión está ampliamente documentada y sustentada por

diccionarios americanos. Por lo tanto, acepta la coexistencia de la doble grafía.

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La vida es cuento

El misterio del Dr. Galván

Las primeras sombras de la noche sorprendieron a Anselmo Galván

recorriendo los terrosos caminos pampeanos en su rural Fiat. El recorrido

era habitual y el médico lo disfrutaba como si de un paseo se tratara, le servía

para relajar tensiones. Mientras los últimos destellos rojizos del sol se

inclinaban al poniente, le sorprendió el recuerdo del día que decidió dejar la

gran ciudad. Había nacido en Buenos Aires, pero lo cierto es que nunca se

acostumbró a su ritmo y escapó de la jungla de hormigón. No se arrepentía.

Cuando obtuvo su graduación, la idea de ejercer la profesión en el interior

del país le subyugó. El concierto de mugidos de cada atardecer ya no le sorprendía

como aquél primer día en Puelches, localidad del sur de la provincia

de La Pampa a la que había llegado con sus pocas pertenencias, un bagaje

de ilusiones y esa misma camioneta unos años atrás. No había sido fácil la

tarea. Aclimatarse primero y después ganarse la confianza de los lugareños,

ya de por sí reacios a aceptar rápidamente a un porteño, requirió buena

parte de su tiempo. Los recuerdos brotaban como una fuente mientras dejaba

atrás la finca de los Arévalo. Sólo ocho años pasaron desde entonces,

pero gran parte de sus expectativas se hallaban cubiertas. Era un respetado

médico y hombre de buena posición.

Desde los últimos tres años dirigía el Hospital Zonal y su consultorio privado,

en la calle 9 de Julio, se completaba de pacientes cada tarde, después de la

consabida siesta provinciana. Las urgencias le obligaban a recorrer diariamente

el campo para visitar a sus enfermos impedidos de movilidad. Una

simple cuestión de afecto le impulsaba a utilizar esa vieja camioneta. Le encantaba

conducir la vieja Fiat de su época estudiantil.

Ocho años de entrega total. Noventa y seis meses en los que forjó día a día

una estrecha relación con el paisanaje que le fue aceptando paulatinamente

hasta convertirse en una de las personas más reconocidas.

Del antiguo centro asistencial al moderno Hospital Zonal había un mundo

casi igual al que separaba a aquel Dr. Galván de estrenada carrera al médico

de hoy. Del mismo modo sintetizarse su integración en la cotidianidad rural.

Un respeto ganado con esfuerzo y con la vocación por bandera. Supo ganarse

la confianza de la gente; personas sufridas y calladas que no se abren

con naturalidad ante los extraños. Pero el doctor había dejado de ser un extraño.

Hasta entonces, nunca había pasado que el médico siguiera la evolución de

un paciente visitándole en su casa (sin que se le hubiese llamado) o que

casi conociera a todos por su nombre.

Como es habitual en aquellas enormes llanuras, el pueblo o villa principal

reúne a varios cientos de personas y un número aún más importante se desperdigaba

por los puestos, caseríos de las estancias o en centros poblacionales

más pequeños. El alcance de la primera Unidad Sanitaria del Dr.

90


Daniel Soto Rodrigo

Galván se situaba en la localidad centro de la comarca y abarcaba a varias

poblaciones, lo que traducido a distancias pampeanas equivale a un radio

superior al centenar de kilómetros. Precisamente eso era lo que diferenciaba

a Anselmo. Sabía de lo apartado que podían vivir sus pacientes, y de las dificultades

para acercarse hasta su consulta y no dudaba en darse una vuelta

él mismo para verificar su evolución. Muchos de sus pacientes eran gauchos

acostumbrados a duras condiciones y su visita al galeno se producía ya en

circunstancias, en ocasiones, extremas.

El brillo de los ojos de una lechuza posada sobre la alambrada junto al camino

rompió su abstracción. Era noche cerrada. Se había retrasado más de

lo acostumbrado. El cielo se había cubierto de amenazadores nubarrones.

No tardaría en llover. Quedaban aún cinco leguas para arribar al poblado

que, merced a la negrura de su entorno, se vislumbraba por el lejano resplandor.

Cansado, bostezó profundo y se reacomodó en el asiento. Al hacerlo, algo

le llamó la atención desde el espejo retrovisor. Miró fijamente y obedeciendo

a un acto reflejo, bajó el volumen de la radio. Allá lejos, en el camino detrás,

una extraña luz muy potente parecía parpadear. Olvidado de su cansancio,

sus ojos miraban al frente y saltaban al espejuelo del coche. La extraña fosforescencia

se acercaba a velocidad increíble. No llevaba una posición fija

sino que parecía danzar en movimientos ascendentes y descendentes. Tampoco

describía una figura definida.

“Seguramente es otro coche” –dijo en voz baja tratando de no alarmarse–;

pero sabía que las luces de los faros no producen figuras irregulares, tampoco

de esa intensidad y menos aún podría acercarse a esa velocidad en

esos caminos. En todos estos años la paisanada, tan afecta a los misterios,

le había contado cantidad de historias de aparecidos, ánimas y espíritus desolados

que vagaban por los campos. Un sudor frío empapaba su frente.

Avergonzado de sentir miedo, aceleró dispuesto a llegar cuanto antes a su

casa, pero no lo podía evitar, el espejo atraía su vista intempestivamente. A

pesar de la polvareda que levantaban las ruedas, la extraña luz se observaba

con nitidez. No había margen de error. La incandescente figura se acercaba.

“No... no hay duda, no puede ser un auto” –murmuró.

Un relámpago iluminó el campo. El trueno, ensordecedor, colaboró otorgando

un tinte dramático. Las primeras gotas cayeron sobre el parabrisas,

justo cuando se aprestaba a tomar el ancho pavimento de entrada a Puelches.

Respiró aliviado. Sintiéndose un poco más seguro oteó hacia atrás. La

antojadiza luminosidad estaba allí, a menos de quinientos metros. A pesar

de la lluvia, ya fuerte, lucía brillante, de inusitada intensidad.

Casi en la entrada del pueblo, a unas diez cuadras del casco urbano, está

emplazado el cementerio. La calle rodea al mismo y luego de girar en el extremo

oeste, se interna directamente hacia el centro de la villa. Esta última

curva la tomó al límite de velocidad. A partir de allí, las farolas del alumbrado

público cambiaron el panorama.

Todos conocían al doctor Galván y su auto, pero jamás le habían visto ingresar

al pueblo a esa velocidad.

¡Debe ser algo muy urgente! –comentaron unos parroquianos compartiendo

un vino a la mesa de un bar.

Por enésima vez consultó el espejo interior del vehículo y suspiró aliviado:

la extraña luminosidad había desaparecido. Aminoró la marcha y enfiló hacia

91


La vida es cuento

su casa. La lluvia no retenía a la gente que acudía a las confiterías céntricas,

única diversión nocturna de un sábado.

El Dr. Galván intentaba responder gentilmente los saludos que a su paso le

prodigaban, pero acusaba la tensión vivida al final de la intensa jornada.

Cortésmente asentía con la cabeza a modo de saludo, con una sonrisa fingida.

Abrió la puerta de casa y se sirvió un whisky. Obvió la cena. El episodio

le había quitado el hambre. Por otra parte vivía solo y lo que menos deseaba

en esos momentos era cocinar. Preparó café, repitió un abundante whisky y

se encerró en el dormitorio. No lograba concentrarse en la lectura. Una y

otra vez debía volver sobre las páginas. Cerró el libro. Optó por rememorar

los sucesos recién acontecidos y, a poco de hacerlo, le pareció una situación

ridícula. Llegó a la conclusión de que merecía un descanso.

El conocimiento de los paisanos nunca dejó de sorprenderle. Sin más recursos

que la sabiduría asimilada por la transmisión oral de generación a generación

y la observación del medio, son capaces de predecir cambios

climáticos o fenómenos naturales. Lo había comprobado fehacientemente

una ya lejana mañana de mayo, cálida aunque bien entrado el otoño en esas

estepas sureñas. Doña Gumersinda, tras entregarle la cesta con las verduras

encargadas le advirtió: “Tenga cuidao dotor si va a salir esta tarde… –dejando

ese espacio de silencio habitual de estas gentes para agregar–, está

por llegar el Pampero”.

Avisado y agradecido, Anselmo sabía que debía tomar recaudos para soportar

el fuerte viento antártico que azota el sur del país. Entra con fuerza desde

el sudeste surcando la Patagonia y barre literalmente la estepa pampeana.

Una meseta situada en el centro del país del tamaño de le península ibérica

y algo más, donde crecen las mejores pasturas naturales, pero carente de

árboles. Las labores básicas del hombre en su lucha contra la erosión del

poderoso viento ha sido, precisamente, acometer la plantación árboles en

largas hileras, generalmente dobles, que además de proteger las viviendas

o instalaciones próximas, ejercían como cortavientos perpendiculares a la

dirección más intensa para proteger sobre todo las fuertes y heladas ráfagas

que llegan desde el sur y el sudeste.

Esa predicción de la llegada del Pampero no dejaba de sorprender al médico.

Gumersinda insistió: “Esta calor no es normal. El invierno siempre llega y

estamos en hora”. Pues sí que llegó. Más o menos a la hora propuesta por

la anciana. Desde el sur se asomaba una masa de nubes renegridas que en

pocas horas desató el choque violento del frente frío que de buenas a primeras

dispuso un brusco descenso de la temperatura, paso previo a la segunda

avanzadilla, las lluvias heladas. Eso sí, tras su paso, el aire y la

atmósfera quedan limpias del todo, aunque para verlo hay que tener paciencia.

El Pampero puede soplar durante días sin cansarse.

El efecto contrario lo produce el viento Zonda. Aire caliente y seco que llega

desde el Pacífico superando la Cordillera de Los Andes y al descender, generalmente

en fuertes rachas, eleva las temperaturas y ‘ensucia’ el ambiente

de polvo y partículas.

Por la mañana, más tranquilo, pudo hacer otra lectura de lo sucedido la

noche anterior. Hacía años que no tomaba vacaciones y atribuyó la situación

vivida al cansancio y la acumulación de ‘stress’. La vida en el campo es tranquila

para todos, menos para un médico. La ausencia prácticamente total

de historias clínicas obligaba a estudiar a cada paciente con minuciosidad.

92


Daniel Soto Rodrigo

Preguntar y repreguntar sobre achaques anteriores, antecedentes familiares,

etc. Por otra parte, la carencia de infraestructura adecuada le exigía un

desgaste imaginativo para solventarlas sin poner en riesgo el diagnóstico y

tratamiento de sus pacientes. Además, las horas de hospital se prolongaban

en la consulta privada y después, la visita a domicilio. Y no estamos hablando

de unas pocas calles. En la región pampeana para llegar a las casas

hay que recorrer decenas de kilómetros, en ocasiones, cientos. Cómo no iba

a acusar un exceso de carga acumulada. “Es eso, no hay duda”; se dijo convencido,

con la tranquilidad de haber resuelto el problema.

Solía almorzar con una enfermera de Pediatría. Los horarios son férreamente

respetados en la llanura pampeana. A la una y media de la tarde, invariablemente,

el doctor y Anastasia se sentaban a la mesa en la casa de ella.

Anastasia era cordobesa; hija de croatas. Era unos años mayor que él, cumpliría

pronto los cuarenta años. Había estado casada pero su matrimonio fue

un fracaso. En poco tiempo no quedó ni el recuerdo de quien fuera su esposo.

Desde entonces, la enfermería de dio la fuerza necesaria para reencauzar

su vida.

Los pueblos pequeños son, en cualquier lugar del mundo, especialmente

propensos a desmenuzar la intimidad de las personas. Cualquier pequeño

detalle pasa por el tamiz popular para distribuir ‘sambenitos’ del que tan difícil

resulta después desprenderse. Sin embargo, Puelches no había encontrado

jamás un motivo para reprochar a la solícita profesional, y no porque

no pusieran esmero en ello. Pero a medida que se fueron conociendo con el

médico porteño, algunos aspectos de la vida rígidamente estructurada de la

enfermera comenzaron a variar.

El trato que dispensaba Galván a sus pacientes, siempre tan correcto y

franco, la cautivaba. Poco a poco, fueron coincidiendo en puntos más allá

de lo estrictamente profesional. Almorzaban y en ocasiones, compartían la

infaltable siesta. Aquél mediodía, Anselmo estuvo a punto de contarle la experiencia

vivida la noche anterior, pero el temor al ridículo le reprimió. El

hermoso cuerpo desnudo de la mujer, le hizo olvidar sus extraños e indescifrables

miedos para otra ocasión. Se dedicó a ella y no volvió sobre el tema

hasta el momento de salir a su recorrido habitual.

El otoño se había apatronado del lugar y dejaba entrever que el cercano invierno

sería cruel. La temperatura era bastante más baja que lo normal.

Provisto de un buen abrigo, salió el Dr. Galván a visitar a una de sus pacientes

más delicadas: la señora de Argüelles, el capataz. A medida que ganaba

la confianza de sus pacientes, estos le retribuían con recomendaciones, consejos

e historias que fueron adentrando cada vez más a Anselmo en la intrincada

cultura gauchesca. Una de las más sorprendentes revelaciones se

produjo esa tarde. Aún se encontraba en lo de Argüelles apurando el último

mate. A punto de despedirse, doña Obdulia le confió sus temores: “Doctor,

no debería andar por ahí fuera cuando cae la noche. Sabe que por estos

lados en cualquier momento se le aparece la ‘luz mala’ y nunca se sabe…”.

–Ya sabe doña Obdulia que no creo en esas cosas y tampoco soy muy sugestionable

–afirmó aunque en realidad comenzaba a serlo.

–Perdone dotor, pero no es cuestión de creer o no. Es que está ahí y más

antes que después se le cruzará. Son almas en pena de difuntos que no fueron

cristianamente sepultados y como todo, las hay más güenas y otras no.

Desde la puerta de la humilde vivienda el médico miró disimuladamente el

93


La vida es cuento

horizonte y comprobó que el cielo era de un rojo apagado, como cubierto

por un manto oscuro que le confería un aspecto inquietante.

La mujer no cejaba: “¿Acaso sabe cómo defenderse?” –preguntó.

–No –respondió titubeante Anselmo, algo avergonzado.

–Si se le presenta, nunca la mire de frente, pase lo que pase. Baje la cabeza

y rece alguna oración mordiendo la vaina de su puñal hasta que desaparezca.

No la provoque, no responda y si la ‘luz’ se pone agresiva, defiéndase

con el cuchillo. No hay otra arma capaz de hacerle frente. ¡Nunca olvide

estos consejos! –instruyó la mujer.

–Pero…, ¿de qué me habla..?, ni tengo puñal siquiera…

–Pué mal hecho. Debería tener uno. Es por su bien y ahora váyase antes de

que venga más oscuro y no pare hasta el pueblo doctor. Gracias por venir y

lleve estos huevos frescos; son de hoy mismo –agregó Obdulia.

El médico recibía su sueldo del Estado y estas visitas ‘particulares’ no obedecían

más que a su abnegación y su condescendencia con estas gentes expuestas

a los trabajos más duros y míseramente pagados. Ellos reconocían

su bondad y nunca dejaban de compartir con él sus escasas pertenencias.

Nunca faltaba en la despensa de Anselmo, huevos, como esta vez, lechugas,

hortalizas, algún pollo, queso y hasta en ocasiones un buen trozo de costillar

de algún novillo o vaquillona sacrificado en ocasiones especiales.

Mientras conducía de regreso, resonaban las palabras de Obdulia en la

mente de Anselmo. Era perfectamente probable que muchos difuntos no tuvieran

la cristiana sepultura que mencionaba. De hecho, el ‘leit motiv’ se

sus recorridos camperos era precisamente ese, prestar ayuda, atención o

servicio, a personas que a pesar de las recomendaciones y sus cuadros clínicos

en ocasiones graves, son más que reticentes a mantener el seguimiento

adecuado. A veces por la lejanía hasta el puesto asistencial, en otras

porque consideraban que una vez visto por el médico se completaba el proceso:

“tengo los remedios que dio”, solía escuchar Galván. Los gauchos son

personas solitarias, autónomas; sin familia. Éstos son los ‘puesteros’ que

viven en taperas (paredes de barro y palos y techo de chapa) sin las mínimas

condiciones de habitabilidad. Lejos de todo y de todos pueden pasar

semanas hasta cruzarse con alguien. Bien puede morir una persona sin que

la noticia se conozca hasta mucho después.

En una mordaz equivalencia con el reino animal, el gaucho sería un depredador

nato. Nómade, indomesticable y de gran fortaleza física, además de

una habilidad extraordinaria para desarrollar sus tareas. Verles actuar sobre

su cabalgadura es un todo un espectáculo y su conocimiento del medio es

insuperable. Taciturno, callado, pero dispuesto a lavar cualquier afrenta de

inmediato, el gaucho (argentino, uruguayo, paraguayo o del sur brasileño)

lleva en su cintura el facón (cuchillo o daga de considerables dimensiones

en su vaina de cuero o de plata labrada) dispuesto de manera tal, como recomendaba

Martín Fierro, “que al salir salga cortando”. Un arma sin duda,

pero también una herramienta imprescindible para el hombre de campo.

Durante el camino de regreso, cabeza de Anselmo no paraba de dar vueltas

al asunto. Quiso evitarlo no lo logró reprimir el recuerdo de la noche anterior.

Enfiló hacia el pueblo. La escena se repetía en parte. El rojo sol al recostarse

daba directo en la cara. Encendió la radio y atento a la carretera y a las noticias,

cada tanto de reojo, como disimulando, observaba el espejo retrovisor.

Toda esa inquietud que padecía tener su lógica. En realidad no era más

94


Daniel Soto Rodrigo

que la influencia directa del entorno en la vida cotidiana. La continuada residencia

en un lugar la persona asume como suyos habituales usos y costumbres

hasta entonces desconocidos.

Galván vivía en una región que mantiene viva costumbres y tradiciones heredaras

de sus habitantes primitivos, los mapuches; con gentes de firmes

convicciones religiosas, culto a los antepasados y absoluta creencia en la

existencia de las ánimas imposibles de evitar. Su cometido es vengar la

muerte de su cuerpo y alma y hasta que no lo cumplieran vagaría sin paz.

La única forma digna de muerte para un mapuche era la natural o la que resultaba

de una guerra o una disputa. La desafortunada persona era entonces

enterrada de forma efectiva y para siempre, es decir que descansaría en

paz. Cualquiera otra forma de deceso era considerada consecuencia directa

de la hechicería. Cuando se daba este caso, los cuerpos eran sepultados

provisionalmente, a veces a muy poca profundidad, o bien en improvisados

ataúdes colocados con cuidados entre rocas o árboles en lugares más o

menos inaccesibles para los vivos. Como se trataba de un ‘alma en pena’,

se pretendía facilitar su liberación para que consumara su venganza y obtuviese

la paz definitiva.

Estas concepciones se mantienen con bastante más aceptación de lo que

puede parecer. Sobre todo entre los gauchos ‘sureros’, cuya población está

muy dispersa entre pequeños pueblos, o ‘rancheríos’. Para ellos, las ánimas

son cosa seria porque aparecen en los lugares que frecuentaba el difunto o

ante personas conocidas por aquel. Su presencia podía interpretarse como

una solicitud de ayuda a un conocido para poder cumplir con su misión o

bien, y mucho más temible, para señalar al culpable del supuesto hechizo y

consumar su venganza. Si su avistamiento coincidía entre sospechosos de

una muerte y familiares del difunto, las cosas solían terminar en actos de

sangre.

Los gauchos, capaces de soportar las sudestadas heladas, herederos del

mestizaje indígena e hispánico, mantienen sus creencias a pies juntillas,

aunque en mayor o menor medida lo confiesan abiertamente. El mapuche

otorgaba a los fenómenos naturales el poder de expresión de los espíritus e

invocaba a la magia para lograr su concurso. La evolución cultural y mental

del gaucho ha descartado el poder casi total que se atribuía a los chamanes

o machis y sus ritos mágicos, pero mantienen reparo y continúan considerándolo

cosas de cuidado. Poco puede hacer un mortal ante una ‘aparición’,

un espíritu en pena sediento de venganza.

El cristiano que se enfrente al temido momento de verse ante una ‘aparición’,

no queda otra opción que acudir en busca de ayuda a los curanderos

que mantienen sugestión esotérica entre el mundo terrenal y el otro. Es la

manera de buscar un aliado que interceda ante el ánima e intente establecer

contacto para saber qué es lo que pretende y de qué manera puede liberar

a su protegido.

Muy hábiles en métodos impactantes como la prestidigitación, la ventriloquia

y la sugestión hipnótica, los curanderos solían sacar buena tajada de esas

creencias populares. La fama de algunos ha traspasado fronteras naturales

hasta transformarse en objeto de culto junto a reconocidas figuras católicas.

Por eso no era de extrañar que la formación cultural universitaria del Dr.

Galván sucumbiera ante la sugestión pagana de encontrarse ante una ‘apa-

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La vida es cuento

rición’. Tal es el poder que le atribuyen en estas tierras desoladas a los espíritus

errantes.

No serían más que patrañas o simples supersticiones, pero lo cierto es que

estaban llegando a confundir al médico. Por otra parte, la gente le transmitía

sus temores y él comprendía que provenían de estas nobles personas reconocidas

por su bonhomía; a tal punto que en todo el país se describe como

‘gauchada’ el favor desinteresado que se hace a otra persona.

La mañana siguiente, le visitó en la consulta Isaúl, uno de los domadores

más afamados, y por él supo de la existencia del ‘farol de Mandinga’ (equivalente

al diablo en la creencia amerindia). Sin recordar muy bien cómo

salió el tema, el paisano le advirtió: “Tiene que tener cuidado don y no caer

en la tentación porque dicen que señala el lugar donde se guarda un tesoro

de plata”.

–¿Y cómo se presenta? –preguntó Anselmo, interesándose.

–Eso. Como un farol. Una luz que alumbra un punto exacto. Tiene que tener

mucho cuidado si la ve, sobre todo el 24 de agosto, que es San Bartolomé.

Ese día brilla mucho más porque es el que los ángeles dejan de vigilar y se

aprovecha Mandinga para robarse unas almas; le contó el domador con el

gesto adusto como quien revela un secreto largamente guardado.

El paso del médico hacia las creencias y tradiciones gauchescas se aceleró.

Aunque para casi todo encontraba una explicación de raíz científica, no dejaba

de guardar respeto hacia historias inexplicables que, en algunos casos,

hasta había sido testigo.

Los días, las semanas, los meses fueron pasando. La evolución profesional

de Anselmo era constante, pero no mermó su vocación de visitar a sus pacientes

menos favorecidos en su propia casa. El entorno en que vive cada

familia tiene una influencia directa en la salud, tanto sea la higiene, las condiciones

sanitarias o la posibilidad de contagio parasitario o la convivencia

con insectos como la vinchuca, capaz de transmitir enfermedades tan graves

como el Mal de Chagas, u otras transmitidas por mosquitos, como el dengue.

Galván entendía que conocer el medio aportaba datos de singular trascendencia

a la hora del diagnóstico. Así que, una tarde más se dispuso a otro

de sus habituales recorridos. Esta vez iría a ver a la madre de don Romualdo,

el consignatario de ganado y a don José María Salerno, uno de los grandes

terratenientes de la zona. Siempre dejaba a Salerno para el final. Al anciano

le gustaba mucho conversar. Es más, en numerosas ocasiones su llamado

era casi exclusivamente para tener a alguien con quien hablar.

La charla con don José había girado como siempre, entre sus recuerdos de

cuando llegó de España y el precio de las vaquillonas. El viejo le simpatizaba.

Consultó su reloj. Estaba atardeciendo. Apuró el vermú al que siempre le

invitaba el anciano y se despidió.

El crepúsculo otorgaba al campo esa tonalidad tan especial de la época. La

inabarcable planicie colabora para que al anochecer las formas se fundan.

Los árboles parecen nubes y éstas montañas. Los ojos de los búhos brillan

desmesuradamente iniciando su juego hipnótico. Estaba absolutamente

acostumbrado al medio, pero se dio cuenta de que en esa oportunidad algo

era distinto. Tenía la certeza de que aquella extraña situación que le tocó

vivir aquella vez, se repetiría.

Viajaba a velocidad normal, pero atento a la retaguardia, como esperando

la fugaz visita, pero detrás la oscuridad era cada vez mayor. Intranquilo, in-

96


Daniel Soto Rodrigo

tuía otro extraño episodio, que sería nuevamente testigo de una luminosa

aparición. La calma se mantuvo, encendió un cigarrillo y aspiró profundamente.

La mitad de camino había quedado atrás cuando a su derecha, en

medio del campo algo estalló. Una sorda explosión de la que surgió con toda

intensidad aquella misteriosa luz, a no más de mil metros. Instintivamente

imprimió velocidad y advirtió una fantasmal figura que se desplazaba en paralelo,

conservando la distancia, como observándole.

Lamentó comportarse como un cobarde y decidió dilucidar de una vez el

misterio. Detuvo el automóvil. Descendió y se ubicó delante del mismo para

aprovechar la luz. El frío era intenso. Levantó la solapa del pesado abrigo y

se dedicó a mirar con atención. Confirmó que la figura no quedaba fija sino

que parecía temblar arriba y hacia abajo fugazmente. En su centro la luz

era muy intensa, deslumbrante, y se atenuaba hacia los bordes más indefinidos.

No había notado antes su forma alargada. Hubiese continuado la observación

de no haber sido que verificó un movimiento de acercamiento

hacia él por parte del desconocido... ¿objeto..?

Su valentía se agotó. Con agilidad trepó al coche que había dejado con el

motor en marcha y arrancó raudamente. Recomenzó también la persecución.

En determinado momento pensó que la luz, o lo que fuese, le alcanzaría.

No se animaba a mirar atrás pero podía escuchar los latidos de su

corazón a punto de estallar. Sobrepasaba con mucho la velocidad aconsejable

para un camino pedregoso como el que surcaba, pero ni siquiera se había

dado cuenta de eso. Sugestionado, sólo buscaba refugio lo antes posible.

Intentaba calcular cuánto le faltaba, cuando comprobó que la claridad se

hacía cada vez más intensa a su lado. No quiso mirar. Preso del pánico aceleró

aún más y con alivio, pudo comprobar que estaba llegando al cementerio.

Como en aquella noche, nada más rodear el camposanto retornó la

oscuridad y con ella, la serenidad.

Anselmo Galván no podía dar crédito pero estaba casi seguro que la iluminada

figura había atravesado los muros del cementerio, perdiéndose. La secuela

de ese segundo misterioso encuentro fue alarmante. La angustia

oprimía el pecho y percutía en su estómago. ¿Qué era lo que le acechaba?

¿Por qué a él?

No logró dormir en toda la noche repasando todos y cada uno de los asuntos

poco claros en los que pudo ser protagonista involuntario. Las borracheras

eran y son bastante habituales entre el paisanaje y como consecuencia de

ellas alguna reyerta que puede terminar con un duelo gaucho, es decir, a

cuchillo. Los cortes y heridas eran cosas tan de todos los días que la mayor

parte de ellas eran atendidas por los médicos sin preguntar, ni presentar denuncia;

como aceptando que formaba parte de la idiosincrasia de estos hombres

que trabajan de sol a sol y cuya única diversión es la de beber alguna

copa de más. No encontraba en sus recuerdos resquicio para algún reproche.

Como consecuencia del largo insomnio, durante la mañana su aspecto no

era muy saludable. Alegando no sentirse bien eludió casi todas sus tareas

hospitalarias. Hizo lo propio con su consultorio, cancelando las citas y, por

supuesto, tampoco efectuó sus visitas rurales. Sus colegas y asistentes notaron

que algo le pasaba al médico. Fernández, el hemoterapeuta, quizá su

amigo más cercano le preguntó:

–Hace tres días que no se te ve muy bien ¿te pasa algo?

–No, nada che ¿por..?, –respondió con ese marcado acento porteño que in-

97


La vida es cuento

voluntariamente aparecía cuando se mostraba nervioso.

La llegada de Anastasia le obligó a tomar una pose más displicente e invitó

a los allí reunidos a café. No alcanzaba a comprender las razones que le obligaban

a actuar de esa manera. ¿Por qué no les contaba a sus amigos la extraña

situación? Más tarde, en la soledad de su casa, sometió todo

nuevamente a análisis, tratando de hacerlo en forma pormenorizada. Se resistía

a aceptar que tenía miedo, pero también era consciente de que estaba

al borde de la histeria. Enumeró las posibilidades. Descartó las fantasías

descabelladas. Sólo le quedaron dos hipótesis que perfiló como probables:

¿Se enfrentaría a un cuerpo no identificado proveniente del espacio exterior..?

o la explicación debería buscarla en poderes extrasensoriales? ¿Era la

luz mala? ¿O un alma en pena? Todas las alternativas le inquietaban. Sabía

con certeza que justamente en esa zona pampeana, las visitas de objetos

voladores no identificados fueron y eran asiduas. Así lo certificaba además

abundante bibliografía al respecto. En cuanto a la mística, era algo más escéptico,

aunque había aprendido a respetar mucho esas historias.

Después de haber pasado una inquietante semana, optó por intentar descifrar

el entuerto. Pasó varios días hurgando en la biblioteca en busca de información

adecuada. Por los libros supo de la existencia del Zupay, una

figura equivalente al Diablo de la cultura cristiana, pero a diferencia de lo

que sucede con los católicos, el indígena no lo repudiaba sino que, temiéndole,

lo invocaba y rendía culto para mantenerle contento y evitar así tenerle

en su contra.

Desconocía por completo la existencia de los lobizones. Mutación que comienza

a manifestar el séptimo hijo varón. Las noches de luna llena son

más propicias para la transformación del hombre-lobo, especialmente si

coinciden en martes o en viernes. Muchas historias recogen esta superstición

largamente extendida por el territorio argentino, así como las fórmulas para

combatir contra él, o evitar que traspase su encantamiento.

Absorto en la lectura, le sorprendió enormemente saber que tanto en la Argentina

como en el Paraguay, era aceptada la práctica de que el Presidente

de la Nación sea envestido ‘padrino’ del séptimo hijo varón para evitar el

pánico de los padres. Existieron casos de sacrificios de los pequeños hijos

ante el temor de tener en casa a un lobizón.

Tantos elementos en su poder le permitían evaluar qué actitud debía tomar

ante imprevistos de este calibre. Armándose de valor, decidió que era la hora

de desvelar tanto misterio. ¡Las diez de la noche!

En sobredimensionado impulso fue hasta el garaje, puso en marcha su automóvil,

dispuesto a finalizar esa misma noche la encrucijada. Descartó la

idea de llevar un arma. Provisto de un termo con café, comenzó su marcha

hacia los oscuros senderos. Repitió exactamente el mismo recorrido que

efectuará la noche del primer encuentro. No se produjo ninguna novedad.

Optó entonces por repetir la otra ruta, la de la segunda aparición. En dos

oportunidades lo recorrió de ida y de vuelta. Ahora que deseaba enfrentarse

a lo desconocido, era el visitante quien lo eludía.

Nuevamente llegó hasta el cementerio. Lentamente dio una vuelta a su alrededor.

El silencio era total. Se negaba a abandonar y se encaminó a un

nuevo paseo nocturno. Una taza de café caliente le reanimó. Se aventuró

entonces por un angosto sendero serpenteante entre las chacras, uniendo

los dos caminos principales de la campaña. Exactamente medianoche. Du-

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Daniel Soto Rodrigo

rante la noche, la pampa adquiere tintes, si se quiere, tenebrosos. El ganado

pasta libremente y merced a la planicie absoluta, sus ojos semejan pequeñas

linternas. El brillo de la luna actúa sobre restos óseos de animales diseminados

reflectando un brillo singular.

Galván presentía que era observado. Los ojos de los búhos, lechuzas, zorros

y liebres contribuían a enriquecer el tinte de misterio. La temperatura había

descendido considerablemente y el viento del sur, con su característico silbido,

comenzaba a azotar. La escarcha lentamente teñía de blancuzco los

pastizales, mientras que las pocas casas a oscuras que a la distancia divisaba,

permitían deducir que sus moradores llevaban tiempo durmiendo. El

cansancio también comenzaba a hacer mella en él. Lamentó tener que suspender

la búsqueda.

Se acercaba a dos pronunciadas curvas que luego desembocarían a la carretera

general hacia el pueblo. Con precaución tomó la primera. El angosto

camino y la oscuridad dificultaban bastante la maniobra. Unos pocos metros

más adelante debía tomar la otra, en sentido inverso. Colocó la segunda

marcha y encaró el recodo. Delante, el viento levantó una espesa nube de

polvo. Bajó las luces para mejorar la visión mientras se disipaba la polvareda

y del pronto... el corazón de dio un vuelco.

Allí de frente, en medio del camino, espontáneamente, como si una mano

invisible la hubiese colocado, brillaba con toda intensidad la misma extravagante

figura a muy corta distancia. Quedaron frente a frente, como en un

duelo. Era evidente que se buscaban. Las pulsaciones de Galván repercutían

con fuerza en la sien. Por su parte el visitante, disminuyó la intensidad lumínica

de su núcleo, tornándose azulado. Anselmo comprobó que la figura

se mantenía suspendida en el aire. Adelantó su auto hasta que quedaron a

unos veinte metros. La figura pareció comprender y acercándose a su vez

graduó aún más su luminosidad rebajándola. Ya no deslumbraba. Tendría

unos dos metros de alto y alcanzaría un metro en su parte más ancha. En

el centro se podía apreciar, no sin dificultad, un borroso rostro humano. ¡Sólo

el rostro!

Era extraño, pero aquella sensación de miedo intenso había desaparecido.

Estaba inquieto, claro, pero dispuesto a terminar con tanta incertidumbre,

así que bajó del coche colocándose a la altura de los faros, a un costado.

–¿El Doctor Anselmo Galván? –escuchó como si alguien hablara a la distancia

a través de un túnel; como un eco.

–¡Sí..! ¿quién sos? –balbuceó el médico con voz inquietante e inconfundible

acento porteño.

–El Epifanio Romero –se escuchó con inconfundible acento sureño.

Epifanio Romero había sido uno de sus primeros pacientes. El hombre había

sido domador y enfermó gravemente de una tuberculosis que de haberse

tratado a tiempo habría prosperado. Cuando decidió acudir al médico poco

se pudo hacer por él. Desde su muerte había pasado tiempo y ahora se le

presentaba en forma fantasmal.

–Mirá Romero, yo no pude hacer nada. El tuyo era un caso terminal –intentó

disculparse el doctor–, nadie buscó tu mal ni fuiste víctima de ningún hechizo

–agregó. Si hubieras venido antes por la consulta…

–Sí, sí… ¡Lo sé! –aseguró la cavernosa voz sin dejar que Galván finalizara

sus argumentos.

Cerca del mediodía, cuando la helada había levantado, descubrieron el

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La vida es cuento

cuerpo de Anselmo Galván. El coche, en medio del camino, mantenía las

luces encendidas y la puerta abierta. El médico boca abajo con los brazos

extendidos y los dedos como garras clavados en la tierra. Cuentan los testigos

que no presentaba signos de violencia. Aún hoy, nadie sabe explicar

porqué había bajado del coche en medio del campo en una noche en la que

la temperatura había bajado a los siete grados negativos.

Sin embargo, el mayor dilema continúa siendo el motivo: ¿qué pudo asustar

de tal manera al bueno del doctor? Tantos años después del macabro hallazgo,

los paisanos lo rescatan del olvido cuando la ginebra convida a la

memoria y salen a relucir las historias de apariciones y víctimas de la luz

mala. Cuentan que cuando dieron vuelta el cuerpo, la cara de terror del doctor

les había petrificado. Algunos especulan diciendo que quiso enfrentarse

a un ‘alma en pena’, pero nunca se sabrá la verdad. El caso de Anselmo Galván

persiste sembrando inquietud en las noches pampeanas.

1989

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Daniel Soto Rodrigo

Peculiar viaje en el Expreso de Palencia

Como a muchos afectos a la lectura cada tanto me gusta releer alguno

de esos libros guardados en el selecto anaquel de los gratos momentos.

Aquellos cuya trama sigue viva pero con el paso del tiempo se escapan los

detalles. Me suele pasar, supongo que como a muchas otras personas, que

al releerlos encuentro cambios, no el libro, que ha permanecido inalterable

en el estante, sino en mí. Vamos cambiando. Ante las cosas no reaccionamos

igual, o las apreciamos de diferente manera. Proceso evolutivo lógico y debería

ser normal, excepto para aquellos cuya cortedad mental les mueve a

promulgar a los cuatro vientos que no se han arrepentido de nada y que si

volvieran a nacer darían los mismos pasos. No sabría si definirles como necios

o simplemente como pedantes idiotas incapaces de asumir errores. Si

se me presentara la oportunidad, vaya si cambiaría cosas…, pero no es eso

lo que les quería contar.

Cuando me acerqué a la estantería, no la virtual sino a la de verdad, a pesar

de los e-books y tantos adelantos electrónicos, no puedo despegarme de

esos volúmenes en papel; mantengo plena fascinación con ellos y sus olores;

ese particular aroma a tinta, en ocasiones a humedad, en otras a añejo.

Un contacto sensorial viene desde cuando, en los ratos libres, recorría las

librerías de viejo de Buenos Aires, sobre todo las de Avenida de Mayo o de

la Avenida Corrientes –que siguen en su sitio y funcionando– donde solía

pasar bastante rato hojeando ejemplares, leyendo al corte cualquier página

por si era capaz de captar mi atención.

Lo cierto es que, hace unos días, de pie frente al tercer anaquel de la estantería

de casa, coloqué el índice sobre Asesinato en el Orient Express, de

Agatha Christie, y lo extraje. A renglón seguido comencé a leerlo, y ya no

pude parar. Precisamente, anoche devolví el ejemplar al mismo hueco que

lo aguardaba hasta su próxima lectura, vaya a saber cuándo y, cosas del

destino, esta mañana nos toca viajar en tren, después de muchos años.

Como no podía ser de otra manera, como buenos jubilados llegamos temprano.

Nuestro futuro inmediato aguardaba en el andén 9. Buscamos nuestro

vagón, nuestros asientos y a esperar en calma la salida del tren que nos

llevaría de Vigo a Palencia, paso previo de un enlace a Madrid.

Fuimos los primeros y poco a poco fueron llegando algunos viajeros, pocos

por cierto. Primeros días de enero, después de las Fiestas no quedan ganas

de viajar, y lo que es peor, tampoco queda dinero. Como cabía esperar, la

mañana fría. Quité de mi bolso el libro que había seleccionado para el viaje

y lo coloqué en la cestilla del respaldo del asiento frente a mí, sin imaginarme

que no iba a tener tiempo de hojearlo en todo el viaje. Unas horas

compartidas con extraños en un vagón de ferrocarril y un resultado que bien

podría ser una excelente zarzuela.

Aún no nos habíamos puesto en marcha cuando comenzó la intriga. En un

101


La vida es cuento

momento que no puedo precisar, subió un hombre de mediana edad, solo.

Pantalón vaquero, cazadora corta y pañuelo al cuello. Me llamó la atención

porque a cualquier punto que viajara en este recorrido estaba claro que llevaba

muy poco abrigo para la época. Colocó su mochila, único equipaje, en

el portamaletas y empezó a caminar por el vagón mirando continuamente

hacia fuera. Iba y venía, se sentaba unos momentos y a repetir la jugada.

Era evidente su inquietud. Seguramente esperaba a alguien, pero me pareció

exagerada su ansiedad ya que faltaba algo más de veinte minutos para

que se pusiera en marcha el tren. Tiempo más que suficiente para que,

quien sea, llegara sin agobio. Soy observador por naturaleza, pero esta actitud

me mosqueó bastante; ya saben…, eso de las mochilas, los trenes…,

las alteraciones de conducta…, así que no le quitaba ojo al inquieto pasajero.

Ni a él, ni a su mochila.

Sin proponérmelo, me puse en la piel de Hércules Poirot, influenciado por la

genial escritora, pero más aún por el singular personaje al que estaba sometiendo

a intensa vigilancia. El sujeto volvió a sentarse. Miró el reloj y

cerró los ojos. Ese momento de sosiego me permitió comprobar que habían

llegado otros diez o doce pasajeros. Me disponía a contarlos cuando nuestro

hombre se reincorpora y otra vez a dar vueltas y a mirar hacia fuera. Si esperaba

a alguien ahora era el momento de intranquilizarse un poco porque

quedaban unos cinco minutos para iniciar el viaje.

No esperó más. Sacó el teléfono del bolsillo y se puso a llamar. El semblante

era de mayor preocupación, no se produjo diálogo. Los minutos pasaban y

nada cambiaba. Bueno, nada no, su estado era cada vez más angustioso.

Tres minutos. Volvió a llamar. Esta vez sí, alguien respondió. Suspiró aliviado.

Más o menos un minuto después, un matrimonio ascendió al vagón

y se abrazaron y besaron y esas cosas. Justo a tiempo, enseguida se cerraron

las puertas y el tren se puso en marcha.

El vagón está dividido en dos mitades. En una todos los asientos miran hacia

un lado y la otra mitad, enfrentados, y justo en el medio, donde se enfrentan

las filas, una mesa en cada una de las hileras. Vale decir que, una parte de

los pasajeros viaja mirando en dirección del recorrido, y la otra mitad, de

espalda. Son situaciones alternas ya que son varias las estaciones que reciben

al convoy de frente y lo despide en reversa, así que hay para todos.

Aprovechando la escasez de viajeros, nos cambiamos en cada situación para

ir siempre mirando el paisaje en dirección de la marcha. Hacerlo en contrario

marea un poco, al menos a nosotros.

El matrimonio y el sospechoso desconocido se ubicaron en los asientos enfrentados,

los que comparten mesa. Saliendo de la estación de Vigo comenzó

a amanecer. El paisaje de la ría, aunque nos es bien conocido, no

deja de sorprender por su belleza. Los tres amigos hablaban y miraban hacia

el Este, contemplando como asomaba el sol sobre los montes, sin darse

cuenta de lo que se perdían. Estuve a punto de entrometerme para decirles,

–oigan, que lo bonito está del otro lado– y señalarles la magnífica vista que

ofrece el tren desde su inmejorable tendido de rieles dibujando el contorno

de la omnipresente Ría de Vigo. Me contuve porque seguían conversando y

acepto el reproche de indiscreto, ya que puse todo de mi parte para enterarme

de quiénes eran, más que nada por toda esa inquietud previa. Así

supe que se trataba de un matrimonio venezolano, seguramente, recién jubilados.

El hombre, hijo de un emigrante cántabro y la mujer, hija de una

102


Daniel Soto Rodrigo

señora que se fue de Redondela con poco más de 16 años y que nunca había

logrado volver. Lo hacían ellos en su lugar, a conocer sitios y familiares. Una

historia como tantas que ha dejado la gran emigración, circunstancia repetida

pero que en todas y cada una se repite la carga de emoción que supone

conocer los orígenes. Llevaban pocos días de visita y la proverbial hospitalidad

gallega no les había dado tregua casi ni para dormir. “Anoche mismo

se hicieron casi las dos charlando y esta mañana por poco nos quedamos

todos dormidos y perdemos el tren”, dijo la mujer en voz alta, a lo que el

sospechoso respondió: “Doy fe de ello. Lo pasé mal, pensé que no llegaríais

a tiempo”.

El tramo de conversación sirvió para exculpar de toda suspicacia al desconocido

y olvidarme de su mochila. Viajarían con nosotros hasta Palencia,

donde transbordarían con el Alvia hacia Santander, para visitar a la familia

del caballero. Al fin y al cabo, terminé arrepentido de haber cargado de sospechas

al diligente individuo preocupado por sus parientes que, después de

media hora escasa de conversación, se quedaron profundamente dormidos

por el resto del viaje.

Todo aclarado, era hora por fin del libro y su postergada lectura. Primero,

datos del autor, sinopsis y a punto de comenzar el prólogo se abre la puerta

del vagón y escucho: «Buenos días señores pasajeros, soy el revisor de esta

formación tal (no recuerdo el número), permitan por favor los billetes»,

dicho lo cual, verificó los mismos, siempre con una sonrisa, intercambiando

alguna frase con algún pasajero y antes de pasar al siguiente coche anunció

en voz alta y clara: «Haremos una parada en Ourense y luego en Monforte

de Lemos; unos treinta minutos –precisó–. Después seguiremos hasta Ponferrada,

otra parada de cinco minutos y de ahí ya seguido hasta León. Les

informaré cualquier novedad. Que tengan buen viaje», dijo con exquisitos

modales cerrando tras de sí la puerta.

Seguí con la mirada la labor del eficaz empleado y al verle repetir la misma

situación en el otro vagón retomé la lectura. No había leído ni tres líneas

cuando Maite me toca el brazo: «Mira, Salvaterra». El parque, el río, los senderos,

los sitios cotidianos se ven distintos desde el tren. Comentarios,

apuntes sobre el terruño, lo habitual hasta volver a posar la vista sobre las

páginas ociosas. Poco tiempo, a decir verdad. Los recodos del Miño, sus pequeñas

poblaciones ribereñas, por fin Ribadavia, los extensos viñedos del

‘Ribeiro’, y casi sin darnos cuenta, ya entrábamos en Ourense. No es para

perdérselo. El puente del Milenio, el Puente Romano, la estación que está

en el centro, lo que incluye una visita urbana a bordo. Y qué decirles de los

siguientes tramos. Posiblemente, lo mejor del viaje. Saliendo de la elegante

capital ourensana, el convoy sube el curso del Miño hacia la represa de Os

Peares. Donde se mire es encantador. «Mira, ahí la desembocadura del Sil»,

apunta Maite. El otro gran río gallego que aporta sus aguas para lucimiento

del Miño. Ya lo dice el refrán ‘El Sil lleva las aguas y el Miño la fama’.

El evocador paisaje no concede pausa, y tras dejar atrás el embalse nos

adentramos en la espectacular Ribeira Sacra. Hacia un lado la frondosidad

de naturaleza exuberante. Hacia el otro, las empinadas laderas que desde

épocas romanas fueron acondicionadas en forma de sorprendentes terrazas

escalonadas para tornarlas productivas, especialmente merced a las vides

de calidad excelsa. No hay posibilidad de distracción. Siquiera de parpadear.

Es imposible quitar la vista del paisaje sobrecogedor.

103


La vida es cuento

Poco después, el tren aminoró su marcha adentrándose entre calles con bastante

movimiento; no fácil de definir, un ambiente híbrido, entre rural y urbano.

«Monforte de Lemos. Pararemos alrededor de media hora»; anunció

el revisor sin perder la curvatura de su impecable sonrisa. Movimiento había

bastante. De hecho, en el andén aguardaba bastante más gente que la que

ocupábamos el tren hasta ese momento, así que decidimos regresar a nuestros

asientos legítimos, es decir, a los asignados en el billete. Una decisión

acertada. No podía ni imaginar lo que cambiaría la vida dentro de ese coche.

Ahora les cuento.

Pero antes, un apunte sobre Monforte de Lemos. Una ciudad, una estación,

que merece se le reconozca su importancia. Ha sido punto neurálgico de la

red ferroviaria española, y gallega en particular. Un cruce de rutas importante

que aún mantiene vigencia, aunque ha perdido aquel caudal de carga

y flujo de mercancías que hasta no hace demasiado tiempo obligaba a una

actividad casi permanente en la estación.

Una frondosa historia ligada al ferrocarril casi desde el primer día. En 1883,

la capital de esta ‘Terra de Lemos’ se erigió en el nudo ferroviario más importante

de Galicia y uno de los de mayor relevancia nacional por su situación

estratégica. Allí entrecruzaban las líneas de Vigo – Ourense, con las

que llegaban desde A Coruña y tras encontrarse en esta ciudad continuaban

juntas hacia León y las tierras castellanas.

El ferrocarril y Monforte abrieron la puerta de Galicia a la modernidad, un

punto de inflexión que acabó con el secular aislamiento de la región y lo hizo

con visita real incluida. El 1 de septiembre de 1883 llegaba a Monforte el

tren que traía a bordo al rey Alfonso XII que oficializaba así el viaje inaugural

de la línea que unió la capital de España con la comunidad gallega.

El ferrocarril contribuyó decisivamente en el desarrollo y crecimiento de la

ciudad. Monforte de Lemos era una estación relevante en la red nacional,

potenciándose aún más a partir de 1941, con la entrada en operatividad de

Renfe.

Actualmente, la empresa mantiene allí las instalaciones más amplias de Galicia.

Se extienden sobre una superficie que supera los 270.000 metros cuadrados

en torno a la estación, lo que permite imaginar el constante flujo de

mercancías y viajeros, además de talleres de locomotoras, almacenes varios

y hasta una antigua rotonda de máquinas. Esa intensa relación ha perdurado

ya que en 2001 fue inaugurado, en el otrora depósito de locomotoras, el

Museo del Ferrocarril de Galicia. Cabe destacar que allí se muestran joyas

de la industria ferroviaria, locomotoras míticas, coches de viajeros de singular

belleza y todo lo relativo a la industria ferroviaria y Galicia. La importancia

de este Museo se rubrica con el título otorgado por la Unión Europea

como ‘Edificio destacado del Patrimonio Industrial Europeo’.

Volviendo a nuestro periplo, a medida que avanzábamos en el andén se veía

más gente. De hecho, fuimos creciendo en número desde la partida de Vigo

y fue aquí, en Monforte, donde subió la mayor cantidad de viajeros. Nada

más detenerse el convoy, comenzaron a ascender ordenadamente. Desconozco

el estado de ocupación de los otros coches, pero el nuestro recibió un

importante refuerzo de personas. Aún así, no alcanzaba a cubrir ni el 30%

de su capacidad. Pero como si de una ambientación para una cuidada puesta

en escena se tratara, los personajes más variopintos coincidieron a nuestro

alrededor. Todo fue muy curioso; parecía obedecer a una orquestación pre-

104


Daniel Soto Rodrigo

via. Por la simple intervención del azar fuimos inesperado epicentro de toda

la acción; espectadores privilegiados de las peculiares costumbre y personalidades

de los recién llegados.

Entre los primeros en subir, un señor que hablaba en un tono muy alto. No

podía verle porque la acción transcurría en la puerta situada a nuestra espalda

y claro, no era cosa de darse la vuelta. «Ha visto que yo tenía razón.

Usted desconfiaba pero, ¿estaba o no en lo cierto?, ¿sé o no sé de lo que

hablo?, decía grandilocuente y sin obtener ningún comentario por parte de

nadie, dando la sensación de que se trataba de afirmaciones desproporcionadas.

«Sí, sí, vale», se escuchó de una voz femenina que no dejaba margen

para continuar una conversación. Aún sin ver a los actores, percibí el repiqueteo

de tacones de zapatos de mujer que se acercaban y con ellos llegó

una agraciada dama localizando su número de asiento justo delante de nosotros.

Ubicó su pequeña maleta en el portaequipaje, nos echó una ligera mirada

acompañada de un «Buenos días» y se sentó. De su bolso de mano

extrajo una edición de bolsillo de un libro sin saber que, como a mí, le iba a

ser imposible avanzar en su lectura. Era una mujer de treinta y pocos años,

muy llamativa. Más tarde supimos que se llamaba Natasha.

Mientras tanto, por la puerta que teníamos de frente subió al cabo de unos

minutos una señora cargada con una enorme mochila y asistida por un auxiliar

que Renfe destina para ayudar a personas con algún tipo de discapacidad.

Le ayudó a descargar la voluminosa mochila que llevaba en el

compartimiento delantero y le acompañó en la búsqueda de su sitio. Por fin

le indicó «ese es su asiento», que resultó ser el anterior al nuestro, vale

decir, en la fila de atrás. «¿Necesita algo más?», preguntó diligentemente la

asistente y se retiró al recibir las gracias de la mujer. La señora era de baja

estatura, redondita y con unas gafas muy gruesas. Sin pretender molestar,

describiría su aspecto como caricaturesco. Poseía un timbre de voz bastante

chillón y aunque intentaba hablar en voz baja, era imposible no escucharla

en unas cuantas hileras de asientos vecinas. No tardamos mucho en conocer

toda su historia. Enseguida supimos que era gallega, de A Coruña, pero llevaba

cuarenta años viviendo en Getxo y regresaba a casa después de visitar

a sus familiares (razón por la que viajaba a Palencia donde haría la conexión

con el Alvia Madrid-Bilbao).

Sin tiempo para distraerme, vi que el otro señor, el charlatán, que a primera

impresión me pareció altanero, vino a sentarse en la misma fila, pasillo de

por medio con nosotros y seguía hablando. Una maldición para mí, que me

encanta el silencio. Previamente, había ocupado el asiento junto a él, el de

la ventanilla, una señora muy discreta, no muy alta, bien vestida con un

traje sastre color grana oscuro y por la cara que puso noté que no le gustó

nada el compañero de viaje que le había tocado. El hombre, al que voy a

bautizar como el ‘charleta’, seguía dando brasa. Colocó una revista en el

respaldo del asiento delantero y una pequeña bolsa azul bajo de su asiento

y en vez de sentarse tranquilamente, se dedicó a insistir sobre su indudable

sabiduría a la joven Natasha. «Es que llevo muchos años haciendo este trayecto

y conozco de sobra cómo funciona esta línea. Usted no me hacía caso

¿verdad?», insistía impertinente.

Natasha se comportaba con exquisita urbanidad y con igual respeto le dijo:

«Me ha dado usted la información exacta. Le agradezco mucho», sonrió y

por su parte volvió a zanjar el tema. Por parte de ella, claro, porque el tipo

105


La vida es cuento

dele que dele…

Por suerte para todos, entró en escena una mujer de alrededor de sesenta

años cuya presencia tuvo un efecto balsámico que todos agradecimos, especialmente

Natasha. Se sentó junto a ella y ambas mujeres entablaron rápida

conversación desbaratando completamente las intenciones continuistas

del charleta.

Éste acusó el golpe pero no se desanimó. Se percató que esa vía ya no le

sería productiva y adoptó la decisión de cambiar de carril. Se sentó, dirigió

su mirada hacia su ocasional compañera y sin siquiera saludar espetó:

–¿Usted a dónde viaja? –preguntó indiscreto.

–A Bilbao –respondió la mujer sin ganas y echándole una mirada disuasoria.

–¡Ah! Conozco muy bien Bilbao. Yo vivo en Leioa –apuntó sin que nadie le

preguntara.

La mujer quedó mirándole y por no ser descortés, con mucha elegancia:

–El tren va casi vacío, podríamos elegir asientos mejores ¿no?

Lejos de captar la invitación más que explícita a que se marchase y la dejara

en paz, el individuo entonó otra diatriba:

–¿Usted se imagina lo que sería si todos hiciéramos eso? Para algo se nos

asignan los asientos ¿no?, para mantener un orden ¿no?

Y ahí estaba yo, como mero espectador, dispuesto a no intervenir en nada,

ni perder detalle de cuánto pasara. Era tanta la actividad a bordo que el paisaje

había perdido atención. Llevaba bastante tiempo sin mirar por las ventanillas

y me propuse abstraerme de las circunstancias y disfrutar del viaje,

ya que estaba claro que no podría disfrutar de la lectura.

Lo intenté, es verdad, pero no lo conseguí. No sé cómo habrá recurrido al

tema, pero el charleta de pronto estaba dando a su desconsolada compañera

de asiento, una lección sobre los restaurantes para comer bien y no muy

caro en Bilbao. Ante la nueva soflama que veía venir, la mujer se apuró a

subrayar: «Mire usted, conozco perfectamente Bilbao y sus restaurantes»,

dijo tajante volviendo la vista hacia una revista que abrió nerviosa, seguramente

como excusa para no continuar el diálogo.

«Pero ¿no los conocerá todos, no?», insistió como un auténtico pelmazo.

«Pues le diré de uno que seguro no sabe», continuó diciendo sin aguardar

resignación de su forzado interlocutor, la dama en este caso. «El que yo le

digo queda en Zurbarán ¿conoce?», preguntó indiscreto. «Es mi barrio»,

respondió la mujer sin apartar sus ojos de la revista. «Con más razón –seguía

adelante el charlatán– Si baja de la avenida por la calle (no recuerdo

que nombre dijo) verá al fondo una rotonda y un cartel de la taberna Bazkaldu.

Se come de maravilla y tiene menú por diez euros. Eso sí, tiene que

volver a la avenida porque la calle no tiene salida», apuntó.

La mujer daba indicios más que elocuentes de estar harta, le dijo con sonoridad:

«Precisamente vivo allí, conozco de sobra la taberna y la calle sí tiene

salida, ya que va a dar a la Cooperativa de Consumo; haga usted el favor…

», dijo fastidiada.

«No, no, no, escúcheme, hágame caso a mí que sé lo que le digo», insistía

imprudente el molesto pasajero y como seguía alardeando estúpidamente

y no tenía visos de que aquello fuera a cambiar, la mujer recogió a manotazos

sus pertenencias, se levantó y sin esperar a que el hombre se levantara

ganó el pasillo con presteza. «Es usted una persona autoritaria», dijo eno-

106


Daniel Soto Rodrigo

jada y se fue a sentar al otro extremo del vagón.

El golpe surtió efecto. Dejó aturdido al molesto viajero que, a partir de entonces,

se llamó a silencio y casi no se le volvió a escuchar durante el resto

del viaje.

“Eso te pasa por pesao, pesao”; pensé y de reojo miré al susodicho que

había quedado pasmado ante la puesta en razón de la señora harta de escuchar

sandeces. Por un poquito así no retomé la lectura. A punto estuve

de reabrir el libro que continuaba sobre mis piernas, pero la conversación

distendida de las mujeres del asiento delantero había ganado en confianza

y empleaban un tono de voz algo más alto y sus palabras se hicieron más

audibles.

Como quedó claro, fuimos testigos directos de toda la acción que se desarrollaba

a escasa distancia de nuestra ubicación. Tanto que de Natasha podíamos

oler su perfume. Sólo nos separaba el respaldo de su asiento. Como

comprenderán, aunque no quisiéramos escucharla –que sí queríamos–, habría

sido inevitable. Se puede decir que aquello era un confesionario.

De Natasha dije que era alta, rubia de ojos claros, y muy elegante. Fue ella

quien comentó: «Qué lástima que ya baje en León –dirigiéndose a su ocasional

compañera– es usted una gran conversadora». «Sí, a mí también me

hubiese gustado seguir la charla», respondió la otra mujer, de mediana

edad, vestida con sencillez y buen gusto. «Después de dos días fuera, da

gusto volver a casa», agregó.

La parada en la estación de la ciudad de León fue bastante más larga de lo

previsto. Después supusimos que fue obligada por un retraso del ramal proveniente

de Gijón; lo cierto es que fueron los únicos momentos de casi nula

actividad a bordo.

Pero nada más reanudarse la marcha, retomamos también la acción. La primera

en mover ficha fue Natasha. Se puso de pie y se encaminó hacia el

aseo. Su esbelta figura eclipsaba entre el común del pasaje y todos, en

mayor o menor medida, seguían sus pasos con miradas disimuladas, cuando

no abiertamente descaradas. Unos minutos pendientes y luego, otra vez ella

en camino inverso.

Ni bien se reubicó en su asiento, Natasha volvió a tener compañía, esta vez

la coruñesa había logrado su posición con un resuelto movimiento de caballo

de ajedrez. Desde los asientos detrás de los nuestros ganó el pasillo en un

paso y en el siguiente logró ubicarse frente a Natasha, del otro lado de la

mesa. Sorprendida, pero sonriente recibió a la simpática figura gallega.

Manos pequeñas y dedos regordetes pero ágiles, se puso a entrelazar largas

tiras de cuero muy finitas y de distintos colores. «Es que hago artesanías,

¿sabe?», dijo sin que le preguntaran. «Me ayuda a distraerme un poco y a

relajarme», agregó mostrando una clara disposición a charla asegurada.

Dicho y hecho.

Reconfirmamos que su procedencia coruñesa, y con cuarenta años en Bilbao,

donde regresaba después de visitar a sus familiares. Su vida había sido

una sucesión de desdichas y creo que todos los que la escuchamos –algunos

sin quererlo, y otros sin perder detalle, como en mi caso–, llegamos a comparecerla.

Muy jovencita había estado casada «bueno no, en realidad, juntada», aclaró

con la sencillez aldeana. La experiencia arrojó como resultado una hija a la

que siempre tuvo en su contra. Deseaba explicarse en un tono confidencial,

107


La vida es cuento

pero no lo conseguía. Yo, que soy algo duro de oído la escuchaba sin ningún

esfuerzo a dos metros de distancia, como mínimo. «Cuando nos separamos

y hasta el día de hoy –continuó diciendo– me señala como la causante de la

separación», decía con evidente emoción Lola (la bautizamos así por darle

un nombre, ya que no pudimos conocer cuál era el suyo en realidad). «Entre

todos me hicieron la vida tan imposible que decidí irme a vivir a otro lado.

Así fue como aparecí en Bilbao. Tenía una tía trabajando allí y al contarle lo

que pasaba me dijo, ‘pues vente para aquí niña, que estarás tranquila’ –

dijo– y ya han pasado años», prosiguió su relato con los ojos humedecidos,

pero con la voz inquebrantable y sin detener sus rápidos dedos que en ningún

momento dejaron de entrelazar las tiras de colores. Su historia era muy

triste, sin duda, pero tampoco faltaban los pasajes tragicómicos. «Son cestitas.

Quedan muy bonitas y unas cuantas tiendas de artesanías y regalos

me las compran», agregó cambiando absolutamente de tema. «¿Y tú, también

vas a Bilbao», preguntó de pronto con desparpajo.

Natasha, algo sorprendida por la pregunta tan directa tardó algo en responder.

Quizá evaluando la afectación de su intimidad, pero probablemente enternecida

por la trágica historia de la sufriente artesana, decidió compartir

con ella algunos desencantos propios.

Natasha hablaba correctamente castellano, pero con esa carencia agradable

que le imprimen los rusos. Supimos entonces que había llegado a España

algunos años atrás y que primeramente se había instalado en San Sebastián.

En sus propias palabras «preciosa ciudad. Estaba encantada allí, con

muy buenos amigos y una gran calidad de vida pero, a veces las cosas se

cortan por donde menos se espera», dijo lamentándose. Todo discurría de

maravilla hasta que un hubo un novio dispuesto a desmantelar la etapa de

buenaventura que le había deparado la vida. «No era mal chico, al contrario,

tenía muy buen corazón pero era muy celoso, demasiado. Llegó un momento

que mi agobio era tal que decidí cambiar por un tiempo de vida y de ciudad.

Enfriar un poco la relación para comprobar si era posible reconducirla, así

que hace un poco más de un año vine a Galicia», comentaba Natasha con

discreción.

También me enteré que era enóloga y al parecer con contactos importantes

en su país, poderosa razón para una importante bodega gallega se interesase

por sus servicios. Los vinos gallegos en general han experimentado un

importante avance cualitativo sustentado, precisamente, por el fecundo trabajo

de los jóvenes profesionales que en pocos años han convertido estos

caldos en tentadores productos para los exportadores e importadores.

«Ahora mismo voy a visitar a los amigos que aún mantengo en Donosti.

También a verlo a él. Me gustaría que haya cambiado un poco y pudiéramos

retomar la relación, pero lo dudo», confesó Natasha abriendo su corazón.

Estaba tan abstraído en las historias de estas dos mujeres que no percaté

que el tren se había detenido en una estación, no sé cuál, a no ser por otra

señora, ésta más mayor y menos empatía, que mirando su billete se situó

frente a Lola y le espetó: «Disculpe pero ese es mi asiento».

Lola mirando a un lado y a otro, como haciéndole ver que el coche iba casi

vacío, optó por la resignación y le dijo: «¡Me fastidia usted la artesanía!».

«Bueno, hasta pronto chica y que tengas suerte. A ver si nos vemos», dijo

a modo de despedida. Levantó sus cosas, miró displicente a la recién llegada

y salió al pasillo. Buscó con la mirada su nueva ubicación y se dirigió varias

108


Daniel Soto Rodrigo

filas más adelante, donde tres señoras charlaban animadamente. Seguro

que enseguida mete baza, –pensé– y volví a centrarme en Natasha.

Las cosas habían cambiado sustancialmente, la entrañable gallega le había

conmovido y la nueva vecina era inmutable, así que la mejor decisión era

leer un rato. Pero no contaba la rusita con que todos buscaban congraciarse

con ella. Fue el momento de la entrada en acción de un osado caballero, ya

entrado en años, por lo menos sesenta, que atento a la jugada, aprovechó

la oportunidad y ocupó el asiento contiguo para establecer conversación con

la llamativa dama. Hablaba muy bajo, casi un susurro. Por mucha atención

que pusiera, no iba a ser capaz de enterarme de nada.

Tal tolvanera de personajes y situaciones no daba respiro. En uno de los escasos

momentos de sosiego, desvié mi atención hacia otras personas, concretamente,

un hombre y una mujer. No porque dijeran cosas interesantes,

en realidad, no les escuché decir ni una palabra. Tampoco porque se prodigaran

en aspavientos, o similar, no…, nada de eso. Simplemente comían.

En riguroso silencio, sin prisa, y a decir verdad, con ávido apetito. Seguramente

un matrimonio, podrían ser flamantes jubilados o no les faltaría

mucho para serlo. Delgados, buena presencia. Ambos de aspecto muy deportivo,

polos blancos y pantalones tipo safari. No era necesario agudizar el

ingenio para deducir que, dada su pulcritud, irían a alguna excursión de senderismo

o similar. Cuando quedó libre una de las mesas la ocuparon con

presteza, abrieron sus mochilas, extendieron un pequeño mantel, también

blanco, y colocaron sobre él bandejas envueltas en film transparentes que

conservaban la etiqueta del supermercado. Una de jamón serrano, otra de

queso en lonchas y otra de un salchichón que al abrirla aromatizó gratamente

el ambiente. Una baguete y cada uno a lo suyo. Él, que llevaba gafas

y barba canosa en corte candado, fijaba su atención en el paisaje, mientras

que ella, de pelo recogido y no muy alta estatura, abstraída en un libro. No

fui capaz de ver de qué lectura se trataba, ni tampoco contemplar sus rasgos.

Se situó de espalda a mí y se mantuvo casi inmóvil hasta el momento

de recoger las cosas y volver a sus asientos al fondo del coche. Pero antes

de que sucediera eso, dieron buena cuenta del pan y de las tres bandejas y

de dos botellines de agua. Hasta entonces yo no había sentido ni pizca de

hambre, pero verles me recordó que el café con el trozo de bizcocho del

desayuno habrían completado hace rato todo su tránsito nutritivo. Mis papilas

gustativas comenzaron a desperezarse, incluso a desesperarse, al comprobar

que el almuerzo de los deportistas se preparaba para una nueva

ronda. Aparecieron otras dos bandejitas, una de queso blanco y cremoso y

otra bandeja con un buen trozo de membrillo y un paquetito discreto de crujientes

tostas. Ni que lo hicieran para fastidiarme. Nada podía apetecerme

más en ese momento que zamparme unas crocantes tostaditas con queso

y delicioso membrillo. Mi boca era incapaz de contener tanta agua, así que

opté por alejar de mí la tentación apelando a la ilusa idea de retomar la lectura

de mi libro. Apenas unos pocos renglones y el revisor que pasa alertando

sobre una próxima parada, apropiado momento para preguntarle

sobre las posibilidades alimentarias en el tren. Así supe que toda la oferta

se cernía a un coche bar en disposición de ofrecer refrescos, té o café y

snacks variados, por supuesto, envasados.

No pude más que admirar la previsión del matrimonio, además de su adecuada

elección de productos. Volví la vista hacia ellos para ver cómo llevaban

109


La vida es cuento

su banquete y de verdad, iba adelantado. Prácticamente habían dado cuenta

del segundo set, sin inmutar.

Llegamos a la estación advertida, bajaron algunos pasajeros, subieron unos

pocos y reemprendió la marcha. Dediqué una rápida mirada de control del

entorno y la rusita seguía soportando la charla del señor mayor, según Maite

–que tiene mucho más fino el oído que yo– era médico y le ‘tiraba los tejos’

con elegancia. Íbamos a comentar entre nosotros, cuando nos dimos cuenta

de que el ‘charleta’ volvía en sí tras una reparadora siesta. Sólo una mirada

bastaría para que se largara a opinar, así que a mirar para otro lado raudamente.

Los ojos me traicionaron y enfocaron nuevamente a los vejetes

aventureros que ya habían recogido la segunda tanda de bandejas y hurgaban

en sus respectivas mochilas. «¿Más..?», pensé, y sí, adonde fuera que

iban lo harían bien alimentados. Sacaron otros dos botellines de agua –lógico,

el queso y membrillo da sed– y él extrajo un par de tentadoras manzanas

y ella otra bandeja de Súper con mandarinas, fruta de la que dieron

cuenta con la misma avidez. Liquidado el último bocado y la última gota de

bebida, la pareja, sin hacer el menor ruido ni expresar palabra alguna, recogieron

todo y volvieron a sus asientos sin dejar mínimo vestigio del banquete.

Al verles alejarse, me costaba entender que esos menudos físicos

condijeran con tanta voracidad.

Llegamos por fin a Palencia. No sabría decir si me apenó haberlo hecho.

Después de unas rápidas gestiones en la ciudad retomamos el tren, esta

vez el Alvia hacia Madrid. Un par de días libres cada tanto para visitar la capital

no vienen nada mal. Este tramo del viaje fue distinto. Coches muy modernos,

llenos a tope y a 260 km/h en menos de una hora y media

estábamos en Chamartín. Poco después, saliendo de la boca del Metro en

Puerta del Sol le dije a Maite: «Vamos a hacer todo lo planeado, aunque lo

de ir al teatro no sé si valdrá la pena…».

2017

110


Daniel Soto Rodrigo

Heriberto

Como cada año, cuando se acercaba la fecha de su ‘cumple’ Heriberto

se predisponía a mejorar aspectos de su vida y agasajarse con algún gusto

largamente postergado. Al contrario que otras personas que suelen deprimirse

con el paso de los años, Heriberto gozaba en plenitud de la experiencia

recogida y recibía cada aniversario con renovado fervor. El que se avecinaba

no sería la excepción; llevaba buen tiempo trazando planes acerca del agasajo

que se brindaría. Cada efeméride de su natalicio reflejaba con claridad

que sus mejores momentos tuvieron lugar durante este período.

Afirmaba que la soledad era mala consejera y recluirse el peor de los métodos.

No era un chiquilín, ni pretendía serlo, pero se sentía con fuerzas y los

más importante, con ganas de hacer cosas, a pesar de la tristeza de sentirse

olvidado por los suyos. Sus hijos y nietos llevaban tiempo sin visitarle, ni siquiera

sabrían si continuaba vivo y eso le mortificaba; sin embargo, se reponía

una y otra vez a la ingratitud. La diferencia principal radicaba en que

nunca antes se había sentido tan solo; por eso esta vez, decidió rodearse

de mucha gente. Quería ver gente, mucha gente, pero gente nueva, desconocida.

Era hora de entablar nuevas amistades, sobre todo con el sexo

opuesto. Su círculo afectivo llevaba tiempo sin renovarse, ya no ofrecía

atractivos. Conocía a todos los que le rodeaban tan a fondo, que ni las discusiones

resultaban interesantes. Por otra parte, siempre manifestó una

clara predisposición hacia la aventura y por más que se esforzara, le resultaba

imposible recordar cuándo había tenido lugar la última; en resumen,

consideró que debía gratificarse y puso manos a la obra.

Mantenía elegancia en su andar y en su cuidado personal, con ambos ingredientes

disimulaba lo anticuado de su vestuario. Adecentó sus zapatos negros

acordonados que reservaba para ocasiones especiales. Mientras les

frotaba para obtener brillo, recordó que los estrenó la noche del casamiento

de su hijo mayor y sonrió. Después de una cuidada ducha se enfundó sus

pantalones negros, una blanca camisa y la tan preciada corbata de seda con

tonalidades ocres. Completó su indumentaria con un clavel que colocó en la

solapa de su chaqueta inglesa de ‘cuadrillé’ marrón. Un último repaso frente

al espejo de la sala brindó su aprobación: ¡todo listo!

Una vez en la calle se presentaron otros problemas; el primero: decidir hacia

dónde ir; el otro: ignorar las bromas de sus viejos amigos que le preguntaban

si así vestido pensaba tomar la primera comunión. Toda esa tarde deambuló

por calles de su barrio en busca de un lugar adecuado para entablar

nuevas amistades. No existían demasiadas opciones; los tiempos habían

cambiado mucho y tomó conciencia de que no le resultaría sencillo cumplir

con su propósito, pero no estaba dispuesto a bajar la guardia a la primera.

La monotonía, el acostumbramiento, le había llevado, sin darse cuenta, a

una vida apoltronada de la que no era fácil emerger y se lamentó por ello.

111


La vida es cuento

Se propuso inclusive, servir de ejemplo para otros en situación similar, destacando

que la edad no es impedimento para enfrentar las circunstancias

que se presenten adversas.

Tarde tras tarde Heriberto repitió con tesón los preparativos de cada expedición.

El fracaso también se repetía con imprudente persistencia. Uno de

esos días, cansado por la larga caminata, busco refugio en un banco de plaza

estratégicamente ubicado debajo de un añoso sauce llorón que le cubría con

su sombra. Comenzó a observar la realidad circundante; la discusión a gritos

de unos chicos le arrancó una sonrisa que fue borrada casi inmediatamente

por el paso desaprensivo de un motociclista que le perforó los tímpanos con

el ruido del escape. Poco más tarde, le llamó la atención la actitud de dos

señores que portaban sendos maletines y con su mano libre gesticulaban

ampulosamente. Se los veía enfrascados en su charla a tal punto que casi

fueron atropellados por un coche al bajar de la acera. Quizá más aún le sorprendió

la reacción del automovilista que lejos de interesarse por la integridad

de los peatones, lanzó una larga serie de improperios, antes de

reanudar su marcha haciendo chirriar las ruedas. Un autobús se detuvo

cerca y nada más subir los pasajeros arrancó vomitando una espesa bocanada

de gases renegridos que le obligaron a toser un buen rato. La gente

iba y venía por la calle con paso apurado y mirada perdida. Al cabo de un

rato, Heriberto se dio cuenta de que ninguno de los transeúntes se había fijado

en él. “¿Cómo se hará en este llamado mundo moderno para establecer

comunicación?” –pensó mientras que con la punta de su zapato dibujaba el

contorno de una baldosa.

No era cosa de desanimarse, pero, ¿cómo era posible que nadie se percatara

de su predisposición al diálogo? ¿Para qué corren tanto?, “¡a lo mejor quieren

llegar a viejos cuanto antes!”. Algo confuso reemprendió la marcha. Se

había alejado más de habitual en la búsqueda, pero los resultados alentadores

se negaban a aparecer. Durante el regreso se dedicó a insuflar ánimo

a su espíritu algo deprimido. Después de cenar se sintió mejor y al acostarse

supo que había recuperado el empeño.

Su perseverancia comenzó a rendir dividendos unos días antes de su aniversario.

Fue cuando descubrió un destartalado casino social del que provenía

música muy de su agrado. Aceleró el paso y nada más ingresar, su

primera visión fue ocupada por unas cuantas mesas a cuyo derredor se sentaban

varios hombres jugando a los naipes. Un poco más allá, una barra de

bar cubierta por una lámina de estaño servía de apoyo a unos cuantos parroquianos

atentos al televisor. Hacia allí se encaminó justo en el momento

en que llegaba a sus oídos el sonido de risas femeninas. El lugar cuajaba

con sus pretensiones. Durante un buen rato recorrió el salón estudiando en

silencio a los presentes. Por fin supo que eso era exactamente lo que tan

afanosamente buscaba y con una amplia sonrisa resopló satisfecho sin que

sus ojos dejaran de recorrer cada rincón sin ningún disimulo.

Sus visitas al atractivo local de reunión se hicieron frecuentes lo que permitió

que su figura se hiciese familiar. Se sumergió en un mundo fascinante y distinto

a sus costumbres. A pesar de que las personas del local eran de su

edad, o incluso menores, Heriberto se sentía rejuvenecido. Pasaba muchas

horas allí y comenzó a ganar amigos. Esa nueva oportunidad de socializar

le reconfortaba notablemente; conversaba animadamente con alguien en la

barra, inmediatamente se acercaba a las mesas y bromeaba con otro. Sa-

112


Daniel Soto Rodrigo

ludaba estentóreamente a quienes llegaban y festejaba cualquier tontería

como una genialidad. Día tras día se fue ampliando el abanico de amistades

y cuando quiso darse cuenta, ya conocía por su nombre a más de una docena

de mujeres. Con una de ellas el acercamiento era mayor, ese juego de

sonrisas y miradas cómplices, propio de quienes se sienten atraídos. Su

nombre era Inés y cuando uno de ellos ingresaba en el local, instintivamente

buscaba al otro con la mirada. Sin embargo guardaban algún reparo para

encontrarse a solas. Debía mantener la cautela hasta sentirse lo suficientemente

familiarizado con todos sus nuevos amigos. Cuando comprobó que

no existía la posibilidad de herir los sentimientos de nadie, se puso en marcha

el agradable juego de la seducción. Mantenía intacta la multiplicidad de

sus recursos mundanos facilitaron la tarea para romper el hielo. Una oportuna

copa enviada a la mesa de ella, fue correspondida con una sonrisa que

Heriberto aceptó con desacostumbrado rubor. A partir de ese momento, todo

marchó sobre ruedas. Cada tarde la pareja se sentaba a la misma mesa y

como norma, bebían cada día algo distinto. La conversación, distendida y

amena se extendía por horas que pasaban demasiado rápido.

Inés era la persona aguardada y le motivaba especialmente. Avanzaba en

un terreno difícil para personas mayores: cómo el de plantear una mayor

intimidad. No era que no supiera cómo hacerlo, sino que, llegado ese punto,

le dominaba una molesta cohibición incorregible a pesar de los años. Inés

experimentaba un sincero placer escuchándole relatar miles de historias que

él le contaba, con profusión de matices y ademanes. Heriberto sabía que

transitaba por el camino correcto, pero se turbaba en los momentos propicios.

Ganar su atención en las extensas charlas y tomarle una mano, fueron

todas las conquistas en su haber, después de varios días. Franquear esa situación

se le presentaba dificultoso, debía superar un trecho pero lo hacía a

demasiada lentitud para su gusto. Sin embargo, imprevistamente llegó la

solución. Fue la tarde de un martes, cinco días antes de la celebración de su

cumpleaños. Los amigos de Inés y por ende, nuevos amigos de Heriberto,

se percataron de que en la pareja se perfilaba un romance y comenzaron a

bromear en voz alta. Por fin Julián, el más atrevido, se plantó frente a la

mesa que ocupaban gesticulando e invitándoles a que se besaran en público.

Era imposible desperdiciar el momento y observando por el rabillo del ojo

comprobó que Inés sonreía. Se acercó despacio y besó suavemente una de

sus mejillas. La mujer le observó con ternura por lo que repitió el beso, esta

vez en los labios.

Cuando finalizaron las chanzas, los vítores y estentóreos aplausos, poco a

poco cada uno de los presentes volvió a lo suyo, Inés y Heriberto siguieron

besándose tiernamente. Se les veía como a jovencitos acaramelados que

por primera vez atravesaran instancias semejantes. Podría decirse que hallaron

refugio mutuo. Así lo entendían también los allegados a quienes les

causaba admiración verles prodigarse tanto cariño mientras hablaban en voz

baja mirándose dulcemente a los ojos. Las tardes de sol las aprovechaban

para dar largos paseos tomados de la mano. Los días pasaron rápidamente.

Durante las caminatas, siempre por la acera bañada por el sol, se alternaban

contándose aspectos de sus vidas, algunas situaciones graciosas y otras no

tanto. Al final de cada paseo, Heriberto acompañaba a su novia hasta la

puerta de su casa, como era costumbre en los viejos tiempos. Inés vivía en

un antiguo caserón con su numerosa familia, ampliada en los últimos años

113


La vida es cuento

con yernos y nueras y, por supuesto, varios nietos que tardaron en llegar.

Había enviudado hacía tiempo pero con su decisión para enfrentar la vida

logró dar una carrera a los suyos y asegurarse el bienestar que ahora gozaba.

Al contrario de Heriberto, cuyo carácter vehemente, jamás le permitió

pensar en el porvenir. Lo cierto era que no tenía nada y dependía casi exclusivamente

de su paupérrima jubilación o de alguna ayuda familiar, que

llegaba cuando alguien se acordaba que aún existía.

La tarde anterior a su cumpleaños decidió que había llegado el momento de

dar un paso más. De no hacerlo desperdiciaría una gran ocasión y bajaría

unos cuantos enteros en la consideración de Inés. Como siempre desde que

frecuentaba el casino, dedicaba buen tiempo a acicalarse. Para la ocasión

eligió un traje azul con finas rayas grises que, si no fuera por el corte del

pantalón y la chaqueta de solapas anchas, podría decirse que estaba a la

moda. La camisa en cambio, no podía disimular los signos de excesivo uso

en el cuello y los puños, aunque impecablemente limpia. La corbata oscura,

perfectamente anudada, permitía el lucimiento de la brillante piedra del alfiler

ubicado exactamente unos centímetros más arriba del cierre de la chaqueta.

Colocó la infaltable flor en el ojal y tomando al paso un elegante

sombrero de seda negro, salió con paso resuelto.

Le invadía un estado de ánimo sobradamente conocido. Se sentía impetuoso,

dueño del mundo. Cuando esa personalidad arrolladora le embargaba,

consumaba actuaciones que en su estado normal era incapaz de

emprender. Mientras caminaba, recordó que también los mayores desastres

de su existencia podían imputarse a esa fogosidad. En contrapartida, sería

ingrato no reconocer que sus pocos logros también obedecían a ese estado

impulsivo, hasta si se quiere, vehemente. De todas formas, destilaba satisfacción

porque había encontrado un sugestivo rumbo a sus días en un momento

crítico. Ingresó en local y saludó a los presentes con su acostumbrada

exclamación: “¡Salute a tutti!”, que respondieron sin darse vuelta. Sus pasos

se dirigieron directamente hacia el salón trasero, donde estaba seguro hallaría

a su amiga. Con una seña pidió un café y se sentó a la mesa de su

compañera. Quedó en silencio contemplándola, Inés estaba radiante. No le

conocía ese vestido grana, ni tampoco la había visto maquillada como esta

vez. Transmitía un donaire imposible de no percibir. Besó su mano y halagó

su presencia recibiendo una sonrisa como recompensa.

Descubrió el café que el mesero le dejó sin que hubiera notado su presencia.

Lo bebió casi de un trago. No podía quitar los ojos de la fascinante figura de

Inés. Le gustaba, la necesitaba, la quería, pero ese día además la deseaba,

casi con desesperación. Era imposible contener ya esa pasión como hacía

tiempo que no experimentaba. Acercó su silla y pasó su brazo por sobre el

hombro de la mujer que le miraba como desconociéndole. Unos segundos

más tarde, por completo obnubilado, Heriberto comenzó a besarla ávidamente

mientras le repetía lo hermosa que estaba. Ella no tuvo tiempo para

reaccionar cuando sintió que una mano le acariciaba las piernas por debajo

del mantel.

Al cabo de unos momentos, Inés se incorporó con presteza, alertada, recuperó

su posición en la silla, reacondicionó su cabello y reacomodó su blusa.

Heriberto la contemplaba silencioso hasta que ella le pidió que tuviera cordura,

que no era el momento ni el lugar.

Heriberto suspiró aliviado; había acelerado demasiado pero confirmó que

114


Daniel Soto Rodrigo

continuaba en el buen camino. Ella, aturdida, no terminaba de comprender

la actitud intempestiva de su ‘Heri’. No le había ofendido, pero consideraba

su ímpetu fuera de lugar, no obstante, aceptó la copa de anís que le ofreció.

Juntos ganaron la calle unos minutos después y la mujer no pudo evitar una

sonrisa al escuchar los argumentos que esgrimía Heriberto, que no dudaba

en confesarle el amor que sentía por ella.

–La verdad es que no esperaba esta explosión tuya –dijo ella pausadamente–

pero no quiero que malinterpretes, a mí también me gustaría estar

a solas contigo pero entiéndeme, necesito prepararme para ello ¿lo comprendes?

Heriberto aceptó que se había excedido. Le achacó la culpa a ese estado intempestivo

que cada tanto le asaltaba, pero también reconoció que ese ímpetu

le había permitido ganar mucho terreno.

Caminaron un buen rato sin hablarse hasta que por fin, volvió a la carga;

abrazó a Inés reiterando sus aspiraciones, dichas esta vez en un tono más

sereno y firme. La mujer interpuso en primera instancias algunas evasivas;

sin embargo, terminó por reconocer que él le había cambiado la vida.

Un imprevisible chaparrón les obligó a buscar refugio en un bar cercano.

Ocuparon una mesa alejada de miradas indiscretas y entrelazaron sus

manos. Las carreras de las gotas de agua descendiendo los cristales captó

la atención de la pareja. Después del segundo café, fue ella quien llevó la

iniciativa. Algo sonrojada, fijó sus ojos en los de Heriberto y admitió compartir

los sentimientos que poco antes él le confesara, añadiendo enseguida

que estaba dispuesta a seguir adelante. Cuando por fin se dieron cuenta de

que la vida continuaba alrededor de ellos, comprobaron que era noche cerrada.

Había dejado de llover, por lo que decidieron caminar hasta la casa

de ella, como cada noche. Ya en el portal y a punto de despedirse, Inés lanzó

una propuesta que sonó a música en los oídos de Heriberto.

–Mañana será tu famoso cumpleaños –le dijo sin dejar de sonreír–, ¿por qué

no vienes a buscarme para comer y pasamos el resto del día juntos?

–¿Dónde yo quiera? –preguntó ansioso–.

–¡Donde tú quieras! –respondió Inés con ternura–.

–¡Claro que sí!, ¡es el mejor regalo de cumpleaños de todos cuantos he tenido!

–aceptó Heriberto alborozado–.

La impaciencia lo carcomía. Daba vueltas y vueltas en la cama sin poder

dormir, igual que cuando niño llegaba la noche de Reyes. A cada rato miraba

el reloj sin que por ello la hora avanzara más rápido. Casi no podía creer en

lo que le pasaba; apenas unos días atrás su vida era anodina, monótona,

en cambio ahora, experimentaba un notorio cambio. Las preocupaciones

desaparecieron como por arte de magia y se disponía a vivir plenamente de

las flores tardías que brotaron en el jardín.

El largo desvelo le permitió presenciar el amanecer del aguardado día. Eso

le hizo relajar y en segundos nada más, se quedó profundamente dormido.

Despertó sobresaltado poco después de las once de la mañana, aún con

tiempo para prepararse a gusto. Era apropiado estrenar aquella camisa que

le regalaron precisamente para esa fecha, sin poder precisar cuándo que reservaba

para alguna ocasión importante. Y esta lo era. Cuidadosamente la

desenvolvió, quitó los alfileres y la estiró sobre la cama. Alistó asimismo su

mejor traje, sus zapatos, su ropa interior, prendas que le hicieron reflexionar

acerca de una necesaria renovación, a la vez que cumplía con su obsesión

115


La vida es cuento

de darle brillo a sus zapatos. Cuando daba los últimos retoques a su peinado

que, por su poco pelo no presentaba demasiadas dificultades, escuchó que

llamaban a su puerta. Acudió a atender mientras colocaba la rosa roja que

creyó oportuno lucir en su solapa y abrió la puerta.

–¡Hola abuelo, feliz cumpleaños! –gritaron al unísono tres de sus pequeños

nietos que al momento corrían y saltaban a su alrededor.

–Hola papá, felicidades! –agregaron por turno dos de sus hijos– te venimos

a buscar. Toda la familia está reunida en casa porque decidimos organizar

una fiesta por tu cumpleaños. ¿Has visto que no nos olvidamos de ti!

–Gracias, gracias... –balbuceaba Heriberto sin reponerse de la inesperada

invitación–, es que yo... hoy tengo un compromiso..., verán...

–¡Nada, nada!, hoy no hay más compromisos que para con tu familia que

en pleno te esperan con un montón de regalos –dijo su nuera mientras le

besaba la mejilla derecha.

Nada de lo que pasaba tenía razón ni sentido para Heriberto cuando ascendía

al coche de su hijo. En cualquier otro momento, la llegada de sus hijos,

nietos y demás familiares, le habría llenado de alegría. En cambio en esta

ocasión, sus ilusiones eran otras. Su reloj le indicó que faltaban dos minutos

para la una, su pensamiento voló hacia Inés, le estaría esperando y ni siquiera

pudo avisarle...

Los sones del ‘cumpleaños feliz’ recibieron a Heriberto en la casa familiar.

Todos aplaudían contentos y acercaban una gran torta con una simbólica

vela encendida. Heriberto les miraba a todos pero no los veía, su rostro presentaba

un aspecto desencajado y a todas luces se le notaba triste.

–Te das cuenta de que es un viejo loco –dijo por lo bajo su hijo al oído de su

esposa–, se queja porque no le visitamos seguido en la residencia y cuando

lo vamos a buscar para celebrar su cumpleaños, se pone como si fuera su

velatorio, ¿quién lo entiende?

–No seas malo, es que debe estar emocionado –justificó la mujer sin dejar

de batir sus palmas.

1990

116


Daniel Soto Rodrigo

Cuarto día de lluvia continua

Acerco mi silla a la mesa junto a la ventana y el repiqueteo contra el

cristal ya comienza a hartarme. Soy bastante taciturno, melancólico por antonomasia,

por lo que los días tristones y lluviosos encajan como un escenario

adecuado. Sobre todo después de un verano de insufrible bochorno,

de sol abrasador. No hay duda, prefiero este oprobioso tiempo de brisa

fresca, tirando a fría, y algunas gotas para consolidar el quehacer de madre

natura. Pero entiéndase, tampoco los extremos. Cuatro días lloviendo sin

pausa comienza a agobiar.

El primer día lo dediqué a disfrutar el momento. Llevé a la mesa un café

bien caliente y aromático como nunca y el primer libro de la pila seleccionada

para este invierno –tres o cuatro títulos importantes, preferentemente

novelas, y algunos ‘light’ para entremezclar. Hace ya muchos años que dejé

de fumar; de no haberlo hecho, ese habría sido el momento ideal para encender

uno. Pero, pude dejarlo, un bien inconmensurable para mi salud y,

quizá aún más, para mi maltrecha economía.

La segunda mañana, más o menos lo mismo. Mesa, café, libro y cada tanto

alzar la vista para comprobar que la llovizna volvía a convertirse en chaparrón

y un poco más tarde descender de rango, sin renunciar a su persistente

presencia. Así los dos días siguientes.

El efecto hipnótico de las gotas repiqueteando sobre las baldosas del patio

me abstraía de la lectura. En realidad, casi de todo. Las tardes de juegos

con los niños, antes de que misteriosos caminos que la razón esconde al entendimiento

se convirtieran en laberínticos vericuetos de complicado retorno.

Aún anhelo el viento helado del Sur. Aquel que golpeaba en la cara y sacudía

en el alma. Ráfagas que humedecían los ojos para ver mejor. Viento consejero

que lejos de molestar, impulsa, da vida. Eran tiempos de sueños y de

futuro. De frío, viento y soledad. Jamás volví a experimentar una sensación

de libertad tan poderosa como en medio de la inmensidad del desolado paisaje.

Una inesperada claridad rompió el encantamiento. No soporto el café frío,

voy a por otra taza y con ella humeante vuelvo junto al ventanal. La cerrazón

recuperó su sitio, al igual que yo. ¿Cómo pueden mortificar tanto los recuerdos

de momentos que fueron tan felices?

2017

117


La vida es cuento

Manías de maniático

No es que a mí me pasen cosas raras, o que tenga un imán para ellas,

no. O en realidad sí, no sé… Lo que es cierto es que soy más observador

que hablador. Bastante más. Si tuviera dinero pagaría por no hablar, o mejor

aún, por no escuchar chácharas. Pero observar sí me gusta. La gente por la

boca dice cosas, pero sus gestos, sus actos, son los que hablan por ellos.

Por trabajo, tengo algunos ratos libres por lugares de Galicia que suelo andar

y hoy, precisamente, en uno de esos habituales paseos, en esta ocasión en

Baiona, me acerqué al bar de siempre (con el café ponen unas pastitas crocantes

que son una delicia). A veces leo el periódico, otras un libro o simplemente

observo. Esta mañana tocó esta última alternativa y comprobé

(porque ya lo había notado antes) que un parroquiano que casi siempre

ocupa la misma mesa, se levantaba para tomar el café.

Como ya nos conocemos de vista y nos damos los buenos días con un ligero

cruce de miradas, le pregunté: “He notado que usted se pone de pie para

tomar el café, ¿o es que me ha parecido?

–Sólo me pasa con el café –dijo, animando más todavía mi curiosidad. Con

un refresco, un vino o una cerveza no, pero con el café o el café con leche

sí.

–¿Raro no?, ¿por qué? –insistí.

–No sé explicarlo. Viene de niño. Para comer también–agregó–. No me

siento a la mesa.

–Y su familia, ¿qué dice?

–Nada. Están acostumbrados. Ellos como todos, se sientan a la mesa pero

yo como de pie.

–¿Siempre? –repregunté intrigado.

–No. A la cena sí que me siento.

–¡Ahh! –dije a modo de despedida.

Mientras volvía al coche comprendí que las cosas raras les pasan a otros,

sólo que las descubro por mirón. ¿Será eso? ¿No?

2013

118


Daniel Soto Rodrigo

Cumpleaños… ¿feliz?

Decidió sorprender a su esposa con una cariñosa tarjeta de cumpleaños

hecha por él. Después de tantos años juntos era la primera vez que lo

haría y puso todo su empeño para que le quedara algo ingenioso y que expresara

todo su amor. Durante varios días navegó por la Red en busca de

ideas. La creatividad no era lo suyo, pero la ocasión demandaba el esfuerzo.

Tras varios intentos fallidos, dio con un boceto que le satisfizo. Comenzó a

pulirlo. La imagen ya estaba decidida. Faltaba la frase. Pocas palabras, pero

un mensaje contundente. Tras cantidad de idas y vueltas, borrones y descartes,

fue apareciendo el concepto final.

El resultado estaba cerca. El momento de montar la adorable misiva había

llegado. Una gran base de hermosas rosas rojas bajo un impecable cielo

azul en el que unas nubes dibujan un enorme corazón que contiene el mensaje:

“Te deseo como el primer día. Te quiero amor”. Absolutamente conforme

con lo logrado, convirtió el diseño en una imagen y la guardó en su

móvil.

Esa noche, sentados en el sofá, uno junto a otro, como era habitual, esperó

con mal disimulada calma que diera la medianoche y comenzara el día del

cumpleaños de su esposa. Distraídamente, extendió el brazo hasta la mesita

contigua donde tenía el móvil con el mensaje preparado y listo para enviar.

Y allí salió…

Al instante, sonó el de ella. La sorprendió. Miró de qué se trataba mientras

su marido de reojo seguía toda la escena. Esperaba una sonrisa, un beso,

quizá algo más…, pero la mujer, pensativa, mantuvo la vista sobre la pantalla

unos momentos más y luego volvió a dejar el teléfono en su sitio. Nada,

ni un comentario, ni un gesto…

Desconcertado, preguntó: ¿Quién era..?

No lo sé –respondió ella– uno de esos mensajes anónimos.

2019

119


La vida es cuento

La casa maldita

La casa maldita estaba en boca de todos pero en realidad nadie había

entrado en ella al menos en los últimos cincuenta años. Tampoco existía

constancia de desaparición alguna, de persona u otro ser viviente, y, sin

embargo, abundaban las fábulas y otros hechos misteriosos. El edificio, de

respetables dimensiones, había sido construido a principios del siglo XIX en

una deshabitada zona del norte de Portugal; tan alejada de la población más

cercana como se mantiene en la actualidad. Se desconoce quién fue su propietario.

Se atribuía a una rica familia de Lisboa que la construyó como morada

de la hija menor de una larga descendencia. Algo así como una jaula

de oro para mantenerla alejada de una relación afectiva reprobada por sus

padres. Muy poco más se sabía al respecto. Tampoco era sabido si alguien,

alguna vez, habría vivido en ella. Partiendo de esa base comenzaron a entretejerse

historias variopintas.

La casa envejeció. La vegetación fue adueñándose de la finca engullendo

parte del edificio. En el proceso fue adoptando un aspecto cada vez más lúgubre,

facilitado por la espesura que impedía el paso de la luz solar. Como

en los cuentos de fantasmas los muros se veían grisáceos, verdosos, con

largas manchas de negro chorreado, charcos y humedades por todas partes.

Como intuyendo un destino azaroso, sus constructores resguardaron todo

el perímetro con altas rejas rematadas en punta de lanza capaces de desanimar

al intruso más entonado. El cercado se mantenía entero y sólido, cubierto

de herrumbre, líquenes, telas de araña y todo lo que la imaginación

del lector pueda aportar. Aún así, permitía adivinar que originalmente había

sido verde y las rosetas de forja, así como las terminaciones en punta, doradas.

Sin duda, un gran trabajo de los herreros de la época. La cerradura

del enorme portalón permanecía cerrada, si por la llave o por el óxido solidificado

tras años de total abandono, pero era imposible de abrir y tampoco

nadie lo había intentado de otro modo.

Debe considerarse que el aspecto general de la hacienda era aterrador. Invitaba

a mantenerse lo más alejado posible. Durante el día se escuchaba el

trinar de pájaros anidados en los añosos árboles, el croar de ranas y poco

más; pero era durante la noche cuando los sonidos alcanzaban otra dimensión.

Muy pocas han sido las personas animosas para pasear en la oscuridad

por las inmediaciones de la casa maldita, pero quienes se aventuraron aseguraron

haber escuchado llorar desconsoladamente a una mujer desde el

atardecer, hasta que el sol se vuelve a levantar por el horizonte. Otros testimonios

dieron credibilidad a esta historia, añadiendo la visión penumbrosa

de una mujer con un bebé en brazos deambulando aturdida. Sorprendió a

todos el testimonio de una conocida señora del ámbito cultural de la población

que, durante una misa dominical, había interrumpido el sermón del sacerdote

para confesar abiertamente haber sido testigo de una escena

120


Daniel Soto Rodrigo

surrealista. La señora, creyente y respetuosa a pie juntillas de los designios

del Señor, juró haber visto la desdibujada figura de una mujer abrazando a

un bebé corriendo como enloquecida y llorando a gritos de un lado a otro

de los jardines de la finca. Asegura haberse quedado petrificada ante la escena,

incapaz de reaccionar, horrorizada. No supo indicar el tiempo que allí

estuvo, paralizada. Sólo recordaba que, en un momento dado, sin dejar de

emitir el desgarrador llanto, la extraña figura se metió a la casa atravesando

la gruesa puerta de madera. El sonido de los lamentos fue menguando hasta

parecer llegar desde un sitio con mucha resonancia, lo que le llevó a pensar

que se habría refugiado en el sótano.

Los portugueses son, en general, muy creyentes, con mayor incidencia en

las mujeres mayores. Muchas de ellas, sobre todo en las zonas rurales, continúan

vistiendo de negro riguroso por el resto de sus días tras la pérdida

de un esposo o de un hijo. Infaltables a la cita con la eucaristía, cuchicheaban

entre ellas y se persignaban repetidamente tras el terrible testimonio.

Ese misterioso relato no hacía más que confirmar otros anteriores, distintos,

pero igual de misteriosos y espeluznantes. Rápidamente, el ánimo de las

mujeres, clara mayoría en la relativamente pequeña nave parroquial, se caldearon.

Una de esas campesinas vestidas enteramente de negro, con un

pañuelo cubriéndole la cabeza y parcialmente la cara, alzó su voz con una

potencia que no se correspondía con su imagen abatida, parecía sobrehumana:

“Aquela casa é amaldiçoado. Ele leva dezenas de anos habitadas por

demônios. Temos de fazer algo para afastar esses espíritos malignos em

nossa vizinhança”, requirió (“Esa casa está maldita. Lleva decenas de años

habitadas por demonios. Tenemos que hacer algo para alejar estos malos

espíritus de nuestra vecindad”). Ante el cariz que tomaban los acontecimientos,

el párroco prometió tomar cartas en el asunto para intentar dilucidar

qué era lo que pasaba en esa antigua propiedad.

A la salida de misa no se hablaba de otra cosa. Los más viejos revolvían en

su memoria para rescatar historias sobre la casa maldita; aquellas que se

contaban cuando eran jóvenes. Otras contribuían a nutrir las leyendas con

someras tesis o rumores sin ningún fundamento que, en realidad, sólo aportaban

temores e inquietud entre los vecinos.

Con el paso de los días, lejos de aplacarse los ánimos, fueron llevando la fabulación

colectiva a extremos nunca antes alcanzados. La vocinglería desatada

acumulaba al menos cuatro o cinco avistamientos de extrañas

presencias, más propias de la ciencia ficción que de leyendas de ánimas tan

propias de estas tierras.

No obstante, el tema despertó la curiosidad de cuatro hombres de mediana

edad: João, Helder, Guilherme y Danilo. Los cuatro trabajadores del medio

rural pero de una formación adecuada para el desarrollo de las nuevas tecnologías;

es decir, personas de cierta preparación y poco proclive a dejarse

subyugar por conjuras o contubernios. Solían coincidir al finalizar cada jornada

en un viejo bar al que el azar le había regalado una segunda vida. Don

Afonso abriera una tienda de ultramarinos ochenta años atrás en esa vieja

casona, por entonces, en la entrada del pueblo. Con los años, la villa fue

creciendo y se crearon nuevos accesos, con lo que la tienda quedando aislada.

Sus actuales propietarios, nietos del fundador, la transformaron en un

bar que en realidad era más un reducto de los campesinos que volvían con

sus tractores o burros de regreso a casa y tenían allí parada casi obligada.

121


La vida es cuento

La buena fortuna hizo que recobrará brío cuando el diseño de la nueva autopista

eligiera la antigua carretera comarcal como enlace, con lo que el

viejo bar volvió a la vanguardia y para favorecer más aún, frente a él levantaron

una estación de servicio, con lo cual, los lugareños lo volvieron a tener

como punto de encuentro, todo un “centro de convivio”, como dicen por esas

tierras.

Allí también el tema de la casa maldita ocupaba buenas horas. La cuestión

era tristemente célebre y no era raro que algún eventual visitante preguntara

al respecto. Eso mismo sucedió aquella tarde en la que João, Helder,

Guilherme y Danilo apuraban su ‘Sagres’ para regresar a casa. Un coche se

detuvo frente al bar. Bajó un señor, algo mayor, entró y pidió café y a poco,

encaró hacia la mesa de los cuatro parroquianos y sin dar mucho rodeo, dijo

que había escuchado hablar de la misteriosa casa que llevaba décadas atemorizando

a la zona y que le gustaría conocerla y dada su apariencia de lugareños,

preguntó si podían indicarle el camino.

Los cuatro se cruzaron miradas y finalmente fue João quien habló:

–Claro que sabemos dónde está, pero le desaconsejamos que vaya usted

ahora. Ya está anocheciendo y es noche de luna llena y veo que lleva un

perro en el coche ¿sabe? –dijo João.

–¿Podría ampliar algo el concepto? –preguntó escéptico el forastero.

–Mire, a decir verdad, nosotros ni creemos ni dejamos de creer, pero que

pasan cosas raras, sí que pasan… –insistió João.

La mirada fija del viajero y su silencio reclamaban saber algo más.

–Verá usted –intervino Helder– desde hace muchísimos años todas las noches

de luna llena suceden hechos inexplicables que tienen que ver con los

animales domésticos. Cuando todo está en calma y el silencio nocturno se

hace dueño y señor, las cosas comienzan a turbarse sin motivo aparente.

Se multiplican y se agudizan maullidos, ladridos, graznidos…, pero sobre

todo maullidos. Algunos tan lastimosos que erizan la piel. Nadie sale de su

casa, quizá por indiferencia, quizá por cobardía o por lo que sea, cada uno

sabrá por qué, pero nadie sale. Por la mañana –seguía contando Helder concentrando

toda la atención– la gente va a sus ocupaciones y apenas se cruzan

algún saludo en voz baja, casi sin mirarse, como avergonzados por la

pusilanimidad nocturna continúan su camino en silencio, como esperando

las noticias que no tardarán en llegar. Y efectivamente, poco después, siempre

llega corriendo alguno de los más jóvenes que incapaz de dominar su

curiosidad, se desplazara hasta las inmediaciones de la casa maldita para

comprobar si la maldición volviera a cumplirse. La última vez han sido cuatro

gatos y un perro misteriosamente muertos, sin heridas a la vista pero con

los ojos inyectados en sangre, casi desorbitados. A veces son más, pero

nunca menos de cuatro animales muertos cada noche de luna llena, como

le dije, la mayoría gatos, domésticos o salvajes –remató João, sopesando

en el rostro del viandante el efecto conseguido con su historia.

–Ciertamente, es una historia asombrosa –aceptó el visitante– pero he escuchado

otras bastante similares en otros puntos del país. No me parece

que se pueda repetir tanto un fenómeno como ese ¿no creen?

–No es cuestión de creencias –dijo Guilherme entrando en escena–, es la

tradición oral que desde niños escuchamos y que en cierta medida hemos

asumido. Nadie puede confirmarlo, ni tampoco desmentirlo y gritos, aullidos,

llantos y otros sonidos extraños, escuchar, se escuchan, y los animales

122


Daniel Soto Rodrigo

muertos aparecer, aparecen…

El hombre quedó mirándole, reflexionando en silencio. Estaba a punto de

decir algo justo en el momento en que Guilherme arrancaba de nuevo:

–También está la historia de Teresa Fidalgo…

–¿Teresa Fidalgo..? –preguntó el desconocido.

–Sí. Dicen que esta propiedad perteneció a una familia muy rica de Lisboa

y por añadidura, alguien encontró alguna similitud con una espectral fábula

y la trasladó aquí…, o no…, que no lo sabemos. Se trata de un mito más reciente,

concretamente de 1983 que, supuestamente, sucedió cerca de la capital.

Teresa Fidalgo –continuó diciendo Guilherme– era una joven muy

bonita que murió en un accidente de tráfico en una curva muy cerrada de

una carretera comarcal estrecha y oscura. Después de su enterramiento

nació el mito. Fue cuando la familia confirmó que en esa misma curva, muchos

años antes, se había suicidado su abuela y era su ánima que no encontraba

paz, la que empleaba todo su mal arte para que el lugar se

convirtiera en una trampa mortal para quienes fueran atraídos hacia allí.

–Pero es una historia lisboeta, usted mismo lo ha dicho –apuntó el hombre

descreído.

–Es verdad, pero ha habido un par de accidentes mortales similares y un

tercero que después de varios meses de hospital pudo dar testimonio ya

que logró sobrevivir. La víctima en principio no recordaba nada, pero tiempo

después logró hacerlo. Aseguró haber visto a una joven delgada y muy bonita

hacer autostop en plena noche y que se detuvo porque pensó que había

sufrido un accidente. Contó que la extraña se excusara diciendo haberse

perdido y agradeciéndole que le llevara a la población más cercana. El hombre

accedió dejando subir a la chica. Poco más recordaba, sólo que al llegar

a una curva su coche se descontrolaba, el volante estaba trabado y los frenos

no respondían. Lo último que recordaba era una carcajada sarcástica.

Después, ‘renacer’ en el hospital. La historia corrió como un reguero de pólvora

y de hecho, desde entonces nadie en el pueblo acepta llevar a ningún

desconocido en su coche, menos aún si se trata de una mujer joven.

–Inquietante, sin duda –comentó el hombre. Les estoy entreteniendo mucho

y no quisiera ser molesto –agregó– pero todo esto es tan interesante que

no me puedo resistir. Déjenme al menos que pague las tres rondas de cerveza

que ya hemos tomado.

–Aceptado, dijo Danilo y además, después vendrá hasta casa para justificar

ante mi mujer la tardanza –dijo provocando la risa de todos–. Porque aún

le queda una ronda más. Si pide otra vuelta le cuento la más cruenta de las

historias.

–Hecho –consintió el caballero que luego de pedir la ronda pertinente se

acomodó en su asiento dispuesto a escuchar-. ¿De qué se trata? –preguntó

inquieto–.

–De la dantesca historia de la mujer loba.

–Eso me va a encantar –afirmó el extraño cuyos ojos se iluminaron con un

extraño brillo–. ¡Tiene toda mi atención!

–La historia es turbadora y posiblemente la más antigua de todas las que

se cuentan. Además, la que más visos tiene de haber sido cierta. La mitología

mundial recoge historias de licántropos a lo largo y ancho del planeta,

pero generalmente encarnados en la figura masculina. En Portugal, las historias

de ‘lobisomem’ abundan, pero la transformación en mujeres son

123


La vida es cuento

mucho más escasas. Pero hay una –siniestra– que tiene a esta casa por escenario.

La historia se remonta a quién sabe cuántos años. Nuestros abuelos

nos contaban, que ya sus abuelos lo hicieran antes, sobre Efigenia, una bellísima

muchacha de una aldea cercana a Braga que fue cautivada por un

hombre escapado de la vecina Galicia. Decían que era un asesino perseguido

y a su paso por Portugal adoptó la figura de un bello mancebo que de inmediato

captó la atención de la joven. Dice la leyenda que una noche de martes

la llevó a un paraje junto al río Cávado y que allí se cobró la virginidad de la

joven. Tras lo cual, mostró su verdadera imagen. Trocando la risa en gemido

y brotando pelo renegrido por todo su cuerpo, se largó a la carrera monte

arriba lanzando desgarradores aullidos que se escucharon en kilómetros a

la redonda.

El largo relato de Danilo fue seguido con atención por todos, incluido unos

parroquianos que en una mesa cercana habían abandonado su conversación

pendientes de los extravagantes casos de fantasmas. Según Danilo, los habitantes

comenzaron a hablar de la mujer loba poco tiempo después de

aquel suceso que, como quedó dicho, nadie sabe situar exactamente en el

tiempo. Se llegó a comentar que hubo quien trajera a relación testimonios

de pastores que aseguraban haber visto a una loba alimentando criaturas

en plena montaña. No faltó quien afirmara estar en presencia de un caso de

Rómulo y Remo en versión portuguesa. Al igual que Rea Silva, la joven bracarense

que fuera violada por un lobizón y como consecuencia, nacieran gemelos,

como los romanos.

–Bien pudo ser verdad –dijo el extraño que se veía por primera convencido

por un argumento–. No sólo pudo ser verdad, sino que, además, puede seguir

siéndolo. Hay casos de esos por todo el mundo. En Sudamérica –continuó

diciendo– son bastante habituales. En las pampas argentinas, en

Paraguay y en Brasil abundan historias. Allí, existe la creencia que el séptimo

hijo varón será, sin escapatoria, un lobizón. Estos seres malditos se transforman

en animal los días martes y las noches de viernes de luna llena. Adquieren

aspecto de perro muy grande y suelen vagar hasta el amanecer, las

más de las veces, sin atacar a nadie. Por aquellos lugares saben de su presencia

por los perros. Se juntan varios y ladran sin cesar alertando sobre su

cercanía, pero no se conocen casos en que hayan atacado al chocante ser.

En Portugal también abundan las historias de lobisomes, pero son muy

pocos los de mujer loba. ¿Qué más sabe sobre este caso? –preguntó interesado.

–Nada más que rumores sin mayor fundamento que la reiteración a través

de los años –dijo Danilo. Narraciones que de boca en boca fueron transformándose

en ‘verdades’, como que esta jovencita violada, cuando comenzó

a notar la metamorfosis que regiría su vida, se alejó de las personas y se

refugió en esta casa. Nadie la volvió a ver tal cual era. Sin embargo, las fábulas

hablan que la noche de los martes solía dejarse ver una mujer bellísima.

Alta, rubia, de cuerpo descomunal y semidesnuda; un imán de

tremendo poder para con los hombres. Los relatos coinciden en que la mujer

sólo seducía a mancebos de tez muy blanca y de cabellos castaño claro. De

hecho, varios jóvenes que respondían a esas características físicas han desaparecido

sin más. Son muchos los casos de familias desesperadas por perder

todo contacto con hijos de esa forma repentina, sin causa que lo

provoque o justifique. La convicción popular acabó por convencer a propios

124


Daniel Soto Rodrigo

y extraños haber sido víctimas de la mujer loba.

–¡Qué interesante! –repitió una vez más el hombre.

–Con la reiteración de estos hechos a lo largo de tantos años, los lugareños

constataron que las desapariciones de los mancebos siempre se producían

las noches de los martes, luego de ser cautivados por la belleza adoptaba

por la figura legendaria. La locuacidad popular engatusaba a los desprevenidos

jóvenes para llevarlos a la casa y hacer de ellos su sustento hasta el

martes siguiente. Sus víctimas siempre respondían a la fisonomía del que

fuera su agresor, con lo que consumaba una venganza eterna.

–Cuándo se produjo la última desaparición de un mancebo? –preguntó el

forastero.

–No lo sabemos –replicaron los lugareños. También es verdad que persisten

algunos misterios. Personas que dejamos de ver de un día para otro. Las

familias tampoco saben y otras argumentan que emigraron a Alemania o

Francia y jamás han vuelto. Muchos, como nosotros, especulamos que han

intentado entrar en la casa, o han entrado y como se dice, de allí no sale

nadie.

–¿Saben de alguien que efectivamente haya entrado en la casa, últimamente?

–insistió el desconocido.

–Ni últimamente, ni antiguamente…, no tenemos constancia de nadie que

haya entrado; al menos que lo haya hecho y pueda contarlo. Pero sería necio

desoír el cúmulo de historias terribles sobre la casa. Llevan integrada la advertencia

sobre las consecuencias de una visita al misterioso edificio –aseguró

Danilo, añadiendo–, dicen que el intruso que entre se puede dar por

desaparecido porque los extraños poderes que moran en su interior lo atrapan

sin permitir zafarse.

–Creo que ha llegado la hora de comprobar si alguna de estas interesantes

historias que me han contado puede documentarse de alguna manera –confirmó

con un tono muy resolutivo.

–¿Qué…, piensa entrar..? –preguntó Danilo.

–Eso pienso, y esta misma noche –fue la respuesta.

–¿Está usted en posesión de un disparador nuclear de protones como en

Ghostbusters? –preguntó Helder, algo contrariado.

–No, que va –respondió el hombre sonriendo– no es eso.

–¿Qué entonces..? –insistió Helder.

–Mi nombre es Antony Rodrigues –se presentó finalmente el visitante–, soy

de Coimbra y desde muy joven me sentí atrapado por el esoterismo –confesó.

Tanto, que he logrado revelar misterios que llevaban siglos rondando

entre las personas, como el famoso fantasma de las cadenas, en Setúbal, o

el asesinado de los subterráneos (metro) de Buenos Aires, que cada tanto

aparecía un cadáver en el suelo de algún baño público, encharcado en sangre

y con el cuello a medio colgar, o la Dama de Blanco, figura semitransparente

que se pasea por los palacios reales de Alemania.

João, Helder, Guilherme y Danilo quedaron mirándole en silencio, anonadados

ante el personaje y viendo que ya casi era de noche aventuraron que

podría no ser una buena idea. Fue entonces cuando Antony les tranquilizó:

–Tengo mucha experiencia en estos asuntos y un perro entrenado para percibir

sensaciones más allá de las habituales. Detecta fenómenos paranormales.

Como han podido comprobar en todas estas horas de charla que

mantuvimos, ni se le ha escuchado. Sólo ladra cuando percibe algo anormal.

125


La vida es cuento

Tiene poderes sobrenaturales y los expresa de la única forma que puede hacerlo,

ladrando; lo cual es una gran ayuda para mí porque me permite saber

a qué me voy a enfrentar, si es que me voy a enfrentar a algo.

–Y si le toca enfrentarse a algo, ¿con qué lo va a hacer, con las manos? –

preguntó João.

–Con mi capa y una luz especial que detecta el efecto halo que desprenden

las figuras fantasmagóricas de los espíritus errantes o las ánimas en pena.

Durante mis años estudiantiles me ganaba unos escudos cantando fados en

tabernas o por las calles, plazas y también dando serenatas. Por entonces,

al igual que se sigue haciendo, estudiantes y otros fadistas utilizan un gran

sombrero negro y una hermosa capa negra de fino tejido que cubre casi

hasta del tobillo. Aún la conservo y es la que me protege de cualquier mal.

¿Quiere acompañarme alguno de ustedes?

–Pues va a ser que no, mire…, parece una idea absolutamente desaconsejable.

–Pues quedemos para mañana a las nueve en punto, aquí mismo, y durante

el desayuno os contaré qué hay en la casa maldita –dijo con absoluta convicción

Antony y sin aguardar respuesta salió hacia su coche, lo puso en

marcha y se perdió en la noche.

A las nueve en punto de la mañana siguiente, João, Helder, Guilherme y Danilo

aguardaban ansiosos en el bar Don Afonso. Eran casi las diez cuando,

ya desayunados, Helder desconfió: “Nos habrá tomado el pelo”. Unos que

sí, otros que no y Danilo, con sensatez dijo:

–Es posible que todo haya sido una farsa pero por las dudas, antes de irnos

cada uno a lo nuestro ¿por qué no pasamos por la casa y comprobamos que

todo está como siempre?

La propuesta tuvo rápida aceptación salieron en su búsqueda, tras indicar

al dueño del bar que si volvía ese señor de la tarde anterior, le pidiera que

aguardara hasta que los cuatro regresaran.

En el viejo Land Rover de Guilherme, los cuatro amigos enfilaron hacia la

casa. Desde bastante antes de llegar, vieron el coche del ‘cazafantasmas’

frente a ella. Se miraron en silencio. Mala espina. Bajaron y se dirigieron al

portalón de rejas. La tupida vegetación no permitía ver más que la mitad

superior de la puerta del edificio, pero sí se escuchaba perfectamente que

el perro de Antony Rodrigues no dejaba de ladrar. Intentaron abrir, pero las

rejas parecían soldadas, era imposible. Comenzaron a rodear el perímetro

intentando descubrir por dónde habría entrado el fadista de Coimbra. Al fin,

medio cubierta por las ramas, encontraron una trampilla abierta, por la que

indefectiblemente entraría el hombre y, aunque angustiados, decidieron entrar

ellos también.

Susceptibles a cualquier sonido extraño, atentos a cualquier movimiento, y

atemorizados por el incesante concierto de ladridos, los cuatro avanzaron

hasta la entrada principal. Abriéndose camino casi como en la selva llegaron

hasta un pequeño claro desde el que descubrieron el drama. El perro continuaba

ladrando frente a la entrada a la casa y sentado en el umbral, con las

piernas extendidas, la espalda contra la puerta y la cabeza gacha con su

sombrero puesto, estaba Antony, inmóvil. Lo llamaron desde lejos, tiraron

algunas piedras pequeñas por si estaba dormido, pero lo único que respondió

fue el perro girando la cabeza para mirar a los recién llegados y como si

nada, continuar su ritual de ladridos frente a su amo.

126


Daniel Soto Rodrigo

Ya metidos en un buen berenjenal decidieron rescatar al extraño sujeto.

Quedaba probado que había logrado entrar en el edificio y al parecer, también

que nadie vuelve de su interior con vida. Antony Rodrigues estaba sentado

en el umbral, la espalda apoyada sobre la hoja izquierda de la enorme

puerta, la cabeza bien gacha con el sombrero puesto que le tapaba por completo

el rostro. No cabía duda de que el hombre estaba muerto y bien

muerto. Sus manos, dentro de unos grandes guantes negros, cerradas en

puños. En el derecho apretaba unos papeles, tan fuertemente aferrados que

no les fue posible quitárselos. Al moverle, el cuerpo cayó sobre su derecha

y los cuatro quedaron horrorizados ante la imagen. Al audaz conimbricense

le faltaba la mitad de su cuello. La tremenda herida que dejaba su garganta

al descubierto no parecía efectuada con un elemento de corte sino como

haber sido arrancada brutalmente. El perro no dejaba de ladrar y al ladearse

el cuerpo de su amo intensificó el aullido. João, Helder, Guilherme y Danilo,

aterrados, no sabían qué hacer. Lo único claro era salir de allí cuanto antes.

“No toquemos nada más y vayamos a avisar a la policía. Uno debe quedarse

aquí”; dijo Guilherme, obteniendo una respuesta unánime de sus compañeros:

“Ni loco”…

Los cuatro volvieron sobre sus pasos y pocos minutos alertaron sobre el suceso.

Siendo un pueblo tranquilo como era, en poco tiempo policías, juez,

peritos, bomberos y médicos se encontraban frente a la lúgubre casona que

lucía más tenebrosa que nunca. Comprobaron que el portalón de las rejas

no había sido forzado y entraron agazapados siguiendo el resabio de los cuatro

denunciantes que encabezaban el grupo indicando por dónde habían accedido.

El juez y el médico retrasaron la diligencia, incapaces de atravesar

la trampilla a gatas. Fue necesario aguardar hasta que los bomberos agrandaran

el paso.

Junto a la dantesca escena se repitieron las expresiones de horror. El perro

continuaba con sus ladridos sin desfallecer un momento, mientras que entre

los miembros de la intrusa comitiva reinaban partes iguales, inquietud y

náuseas. Envueltos en la congoja que transmitía el sitio, apuraron su labor.

Luego de varios intentos, lograron desasir los papeles que el muerto sujetaba

con tanta firmeza que, a pesar del esmero puesto en su recuperación

no pudieron evitar algunas roturas. Hecho lo cual se dispuso el traslado del

cadáver para su autopsia. El juez y los peritos comenzaron a examinar las

viejas hojas que el fallecido poseía tan firmemente. “Llevan mucho tiempo”,

apuntaron pronto. Están fechadas en 1875 y escritas en un portugués en

desuso.

–¿De qué se trata? –preguntó el comisario.

–Una escritura; o mejor dicho, un contrato de traspaso de dominio, al parecer

de esta casa.

–¿De dónde la habrá sacado este hombre? –insistió el comisario.

–De la casa seguro –dijo el juez– nunca ha entrado nadie y puede que conserve

en su interior muebles, enseres y evidentemente, documentación. De

hecho, esta es una acreditación veraz. Sólo sabíamos de hechizos y fantasmas

y ahora tenemos datos concretos.

–Sabemos de las cuestiones legales y del llamado secreto sumarial –se escuchó

decir a Helder–, pero teniendo en cuenta que nos hemos jugado el

tipo y denunciado los hechos, al menos díganos a quién pertenece esta casa

maldita.

127


La vida es cuento

Luego de mirarles largo rato, sopesando el razonamiento, el juez accedió a

contarles, “pero lo haremos en mi despacho, este lugar me da repeluz”, confesó.

–Señor –llamó Guilherme al juez– ¿Puedo quedarme el perro? En cierta medida

me siento responsable. Yo le conté toda esta historia al difunto y qué

menos que cuidar de su perro…

–Todo suyo –aprobó el juez– y ahora vámonos.

Al día siguiente, en el Juzgado, reunidos todos, el juez habló: “Como dije,

este documento fue firmado en el año 1875, quedando establecido que José

María Caldeira do Casal Ribeiro (político portugués, nacido en Lisboa en

1825) compra esta finca a Viriato Silva con la intención de residir en ella

cuando se retire de la actividad política.

“He revisado los libros y los datos se corresponden en cuanto a las personas.

No así sobre la finca ya que desaparecieron los registros. A efectos legales,

esta casa no existe” –continuó relatando el juez.

Por su parte, he contactado con el Ministerio en Lisboa y confirman que José

María Caldeira do Casal Ribeiro fue Embajador en España y que murió en

Madrid repentinamente por una pulmonía en 1896, estando aún en funciones.

Por lo tanto, nunca se retiró ni ocupó esta casa”.

“Adelante”; gritó el juez respondiendo a los golpes en la puerta. Entró el

médico y todas las miradas convergieron sobre él. “¿Sabemos ya la causa

de la muerte?, preguntó el juez.

–Sí –respondió el médico– sin ninguna duda. El tremendo desgarro que se

llevó la mitad izquierda del cuello de la víctima fue producto de una feroz

mordedura.

–¿Un animal? –preguntó el juez incrédulo.

–Exactamente. Revisamos la herida con el doctor Fernando Brandao, que es

veterinario especialista en animales exóticos, salvajes y vida silvestre, y al

respecto tampoco tiene ninguna duda. Se trata de una mordedura de un

lobo de gran tamaño.

–¿Un lobo..? –repitió el juez que continuaba sin creer lo que estaba pasando–

¿aquí, en la casa?

–Eso parece –replicó el doctor.

–Disculpe señor juez pero, ¿cómo dijo que se llamaba el propietario anterior

de la finca? –preguntó Danilo.

El juez revisó la documentación y lacónicamente dijo: “Viriato Silva”.

–Silva… –repitió pensativo Danilo– ¿se da usted cuenta?, Silva –insistió.

–Sí, Silva, ¿y eso qué le dice? –inquirió el magistrado.

–El padre de Rea Silva, la mujer ‘lobisomen’ ¿no conoce la leyenda?

Todos se miraron en silencio. Poco más podía investigarse. Nadie volvería a

entrar en la finca. El misterio de la casa maldita continúa.

2016

128


Daniel Soto Rodrigo

Soleil

El primer rayo de sol de cada día daba directamente a su cara, su más

efectivo despertador. Levantarse bien temprano era una costumbre arraigada.

Desde muy pequeño aprovechaba las horas matinales, sobre todo

aquellas con buen sol, que permiten descubrir el verdadero color de las

cosas. Los tonos pasteles confieren al ambiente una sensación de agradable

intimidad. Avanzado el día, el mismo paisaje se satura, tornarse pesado,

agobiante.

Disfrutaba de esos gratificantes minutos en los que el sol le acariciaba el

rostro, como dispensándole un saludo personalizado, antes de prodigarse al

resto de los mortales. Estiró su cuerpo en la estrecha cama y colocó ambas

manos entrelazadas por detrás de su cabeza. Cerró los ojos y con una sonrisa

se dispuso a recargarse de energía positiva. Ese primer contacto directo

con Febo no se extendía más que unos pocos minutos. Pasado ese breve,

pero intenso lapso, Enrique hacía gala de un dinamismo sorprendente; capaz

de devorarse el mundo. Siempre había sido así. Sin embargo, su personalidad

se distorsionaba los días sin sol.

En los últimos años su vida se había tornado monótoma, aburrida, pero disponía

de mucho tiempo para enfrascarse en sus pensamientos. En eso estaba

cuando volvió a abrir los ojos lentamente y observó al estrecho rayo

de sol continuar su habitual recorrido descendente por la habitación. Cuando

formó un círculo en el suelo recordó que, de pequeño, pasaba horas en el

granero de la casa familiar. El desvencijado tejado tenía numerosos agujeros

por donde se filtraban delgados haces de luz que dibujaban pequeños círculos

sobre el suelo de tierra. Él gustaba de sentarse junto a ellos colocando

su mano extendida con la palma hacia arriba y aguardaba pacientemente a

que el redondel luminoso se posara sobre ella. Esperaba, con los ojos cerrados

hasta sentir el calor que le confirmara que el momento había llegado.

Entonces, cerraba rápidamente la mano y con el puño bien apretado, corría

a contarle a su madre que había atrapado el sol. Durante un buen rato recorría

sectores de la finca manteniendo los puños fuertemente cerrados,

mientras su madre le contemplaba con ternura. El ritual finalizaba llevando

su mano a la boca tragando el sol cautivo mientras que al que poseía en la

otra mano lo liberaba en el bolsillo del pantalón. Luego de unos instantes

revitalizadores, reemprendía su carrera de regreso al granero, esta vez, para

levantar una densa polvareda arrastrando sus pies o sacudiendo cualquier

harapo que encontrara a su paso. Cuando aceptaba como suficiente el revuelo,

escalaba entre los hatos de avena hasta alcanzar el antiguo carruaje

del abuelo, y sentado en su pescante, se dedicaba a observar la extraña

danza que en el aire apuraban las partículas de polvo entre el juego de luces

y sombras que aquellas filtraciones permitían. Contemplación en silencio

hasta que la calma habitual recobraba su espacio.

129


La vida es cuento

Se abstrajo por un momento. Le sorprendió que la visita del delgado brazo

de sol ese día haya sido tan fugaz. No obstante, como siempre, le había llenado

de optimismo. Reacomodó su cuerpo en la incómoda cama y volvió a

sumergirse en sus recuerdos de infancia.

Nada de lo que pudiera hacer en esas horas le motivaba más que rememorar

aquellos dulces años en el seno del hogar materno. También conoció el sabor

amargo de la vida y aunque no era su intención, en ocasiones, al entrecerrar

los ojos se situaba nuevamente en la granja, esta vez en el estrecho sendero

pegado a la acequia principal en un recoveco de un añoso quebracho. Su

guarida preferida, esa que sólo él conocía y desde donde dominaba el camino

de acceso a la casa. Allí, sentado bajo el espeso follaje, se guarecía de

la llovizna. Aquél día estaba triste. No recordaba por qué, pero estaba triste,

muy triste. Le acompañaba Chúcaro, el perro de la casa que había asumido

la responsabilidad de convertirse en su guardián. Su avanzada edad no le

permitía participar de los juegos pero le seguía a todas partes a prudencial

distancia, sin perderle de vista.

Contemplaba en silencio los círculos concéntricos que formaban en los charcos

las minúsculas piedras que arrojaba cuando Chúcaro, que rara vez ladraba,

se incorporó de un salto y comenzó a emitir unos extraños ladridos

largos, semejantes a aullidos. El cielo se ponía más y más negro, como un

anochecer prematuro. Revivía ese momento como si se acabara de producir,

pero en realidad lo separaba tres décadas de por medio. La llovizna se tornó

en aguacero y los ladridos de Chúcaro en lamentos inacabables. Un viento

frío comenzó a soplar con fuerza para hacer aún más tenebroso el entorno.

En la candidez de los siete años, no sabía que el otoño pampeano se presenta

así, sin aviso, un día cualquiera de abril. Buscó amparo apretándose

al grueso tronco y estuvo a punto de estallar en llanto. Lo habría hecho si la

bocina del viejo coche del médico de Pehuajó, no le hubiese llamado su atención.

Era muy raro que el doctor viniera sin que le llamaran y menos en un día

como ése. Por otra parte, nadie estaba enfermo en la casa. Pero no había

error, el médico iba directamente hacia la casa, así que se largó a correr. Ya

casi llegaba cuando desde dentro, su madre apresurada salió al paso de la

visita, visiblemente alarmada.

El Chúcaro no había dejado de aullar ni un momento. Su madre le abrazó y

los tres, bajo la lluvia, aguardaron que el negro auto llegara junto a ellos.

Lo hizo junto con un poderoso trueno que retumbó varios segundos. La tensión

aumentaba, más todavía cuando el doctor descendió de su vehículo a

poca distancia de ellos, sin articular palabra.

–¿Qué pasa doctor? ¿Qué ha pasado? –inquirió la madre con desesperación.

La triste escena se reproducía una vez más con precisión en su mente tantos

años después. Enrique se revolvió en su cama, arrastrando las viejas sábanas

que dejaron sus pies al descubierto. Sintió la misma angustia que entonces.

No pudo contener una lágrima que rápidamente enjugó con un

extremo de la sucia manta. Mantenía fresco en la memoria la imagen de su

madre llorando desconsolada aferrada al médico de Pehuajó. Supo que se

habían quedado solos; que su padre había muerto repentinamente, “infarto,

mientras vendía sus reses en la feria del pueblo” –dijo el médico.

Enrique odiaba los días en los que el sol no brillaba. En esos días todo salía

mal. Él mismo se transformaba en un ser taciturno y agresivo. Desde en-

130


Daniel Soto Rodrigo

tonces fue así y esa fobia fue acrecentándose con el tiempo.

También había sido en una mañana nublada cuando su viejo coche a pedales,

uno de los últimos regalos que le había hecho su padre, se rompió sin

arreglo. Las jornadas sin sol fueron siempre muy negativas. Otro día, también

muy gris, supo que el primer amor de su vida, su maestra de sexto

grado, se casaba el sábado siguiente. Su primera novia le dejó una tarde de

espesa niebla y una mañana de cielo encapotado llegó la cédula de incorporación

a filas para cumplir con el servicio militar.

Volvió a colocar sus brazos detrás de su cabeza, dispuesto a continuar repasando

su vida. Fijó nuevamente la vista en la claridad de la pequeña ventanita

elevada. De algo estaba seguro: el día de su muerte llegará, como a

todos, pero no sería un día de sol. Cualquier día nublado podría ser el último,

pero mientras el sol brillara se sentía protegido. Con el sol como testigo consiguió

su graduación. El astro rey lucía espléndido en cada oportunidad que

algo grato le sucedía. Las fatalidades se presentaban indefectiblemente

cuando las nubes lo tapaban. Cuatro días de tormenta ininterrumpida precedieron

a la muerte de su madre. Era un sino trágico contra el que no podía

luchar, ni siquiera sobreponerse. El cielo estaba encapotado cuando subió al

tren que lo llevó para siempre de su pueblo y como un oscuro presagio, negros

nubarrones lo recibieron en la gran ciudad.

Se incorporó dolorido y dejó caer sus piernas al costado del camastro. Sintió

hambre. Se habría levantado de no ser que desde esa nueva posición podía

contemplar mejor el diáfano mediodía.

Se acordó de Javier. Hacía mucho que no pensaba en él. Imprevistamente,

lo rescató del olvido. Mantuvieron una corta pero muy estrecha amistad.

Desinteresadamente le abrió las puertas que le dieron cobijo en la ciudad.

Lo integró a su grupo de amigos, le puso en contacto con gente que podía

ayudarle en su trabajo, le socorrió en todo cuanto tuvo a su alcance. Hasta

fue el artífice del encuentro con la rebelde Valeria.

Buenos Aires no es una ciudad apta para débiles o temerosos. Gracias a Javier

sus progresos fueron notables, aunque siempre condicionados a los factores

climatológicos. Pronto entendió que debía despojarse de la candidez

pueblerina y poner en práctica el sistema defensivo más eficaz, una coraza

similar a la que se colocan los porteños entre pecho y espalda para que nada

les afecten. Tiempos difíciles. De tanto en tanto se reprochaba alguna actitud,

pero aprendió a abreviar el mal trago y a otra cosa. Una práctica cuestionable,

pero productiva, a la luz de los resultados obtenidos. Fue

evolucionando hasta entender que había sido un acierto abandonar Pehuajó.

Se sentía adaptado a la gran ciudad. La vida en común con Valeria era inmejorable.

Mientras balanceaba sus pies con sus brazos estirados aferrados al borde

de la cama, recordó aquella frase que Javier repetía constantemente: “Aquí

Enrique hay que tener mucho cuidado, lo que tarda cinco años en levantarse

se derrumba en cinco minutos”.

–¡Cuánta razón tenías Javier! –dijo en voz alta y mirando hacia el techo.

Lo cierto es que su castillo de cuento de hadas se desmoronó impiadosamente.

Una concatenación de circunstancias adversas despojaron a Enrique

del esfuerzo de años. Ese tiempo de desgracias coincidió con un inédito período

de tormentas que asolaron día sí y otro también, sucediéndose inundaciones

devastadoras que se llevaron cosechas y ahogaron animales, que

131


La vida es cuento

terminaron por cortar de raíz su actividad como consignatario de productos

rurales. No pudo afrontar las deudas, con lo que su incipiente patrimonio

naufragó en el asfalto porteño. Todo no lo había perdido, aún le quedaba

Valeria.

Tomando un pequeño envión saltó de la cama y comenzó a dar vueltas alrededor

de la estrecha habitación, al tiempo que desentumecía los músculos.

No se creía merecedor de la crueldad de aquellos momentos y menos aún

de la intolerancia que llegó después. Nadie le ayudó y de no haber sido por

Valeria, no sabría que habría sido de él. La amaba y se lo hacía saber a cada

momento. Valeria continuaba ocupando todo su corazón. Simplemente, era

parte de él.

Después de lavarse prestamente las manos y la cara, volvió a echarse sobre

la cama. Su rostro estaba surcado por una vaga sonrisa que no tardó en

desaparecer. La sombra de una nube le devolvió a aquella mañana trágica,

destemplada y gris cuando, Valeria se sentó frente a él en la mesa de la cocina.

–¡No podemos seguir así!, –le había dicho– nos estamos destruyendo lentamente

y aún somos jóvenes; las cosas no pueden ir peor –recalcó Valeria

poco antes de comunicarle que en la puerta aguardaba un señor con una

orden de desahucio–. Vienen a echarnos de casa. ¡Nos desalojan! –gritó con

desesperación.

Enrique recordaba muy bien esa mañana de mayo. Quedó helado. No fue

capaz de asimilar semejante golpe. Tardó unos minutos en reaccionar, y finalmente

dijo con bastante calma: “No te preocupes Valeria, dile al señor

que entre”. Vaya si recordaba bien aquella mañana espesa y nublada, muy

nublada. La misma que lo metió en aquél estrecho habitáculo en el que el

primer rayo del sol lo despierta cada mañana acariciando su cara a través

de la alta ventanita de la celda.

1992

132


Daniel Soto Rodrigo

Asamblea final

A medida que avanzaba la reunión los ánimos se caldeaban. El murmullo

no paraba de crecer y de pronto se oyó:

–¡Esto debe acabar ya mismo! Es un inaceptable ataque a nuestra dignidad.

No se puede tolerar –dijo el que parecía más decidido a que la revuelta siguiera

su curso-.

–¡Es verdad! –gritaba desde el fondo otro asistente– han pisoteado nuestros

derechos, humillado nuestros sentimientos y vilipendiado nuestra voluntad

de convivencia. ¡No se puede dejar pasar ni un minuto más sin plantar cara

a esta horrorosa tiranía –añadió para completar su arenga entre vítores generalizados–.

El congreso estaba a punto de desbordar su tono enérgico para convertirse

en un pandemónium. Cada proclama era respondida en concordancia con el

encendido discurso. Tanto así, que los oradores debían de realizar un enorme

esfuerzo para hacerse oír en medio de aquel aquelarre. Las interrupciones

eran constantes en el enardecido auditorio y resultaba muy poco probable

que el moderador pudiese retomar el control. La inesperada ayuda llegó

desde el ala izquierda de la sala. Desde allí surgió un torrente de voz que,

por su reconocido tono, logró de inmediato captar toda la atención. Por un

momento, el exacerbado griterío se llamó a sosiego. Expectantes, los representantes

de todos los grupos se esforzaban con ademanes para que los

suyos volvieran a sus asientos a escuchar, posiblemente, la más aguardada

de las ponencias y de seguido proceder a votar.

El jefe del ala más dura de los disidentes supo hacer valer su experiencia

permitiendo que los acalorados discursos fueran sucediéndose inflamando

el ánimo de la concurrencia y con ello, soliviantando a la población que seguía

en directo los acontecimientos. En el momento oportuno, el consumado

orador conocido como el ‘búho’, comenzó a desplegar su grandilocuencia.

De pie, guardando estudiado silencio, esperó que el murmullo fuese disminuyendo

hasta acallarse. En ese preciso instante, el respetado jefe del mayoritario

grupo radical inició su proclama.

–Los testimonios escuchados hoy aquí son mayoritariamente coincidentes –

dijo, yendo directamente al grano–. Todos estamos hartos de esta situación

y se puede intuir una decidida voluntad de poner punto final a tanta barbarie.

Si nos mantenemos sumisos ya no seremos nada y no tendremos derecho

a nada –agregó.

Los aplausos y los vítores estallaron espontáneamente e interrumpieron durante

varios minutos la diatriba. El ‘búho’ aguardó un tiempo prudencial

como para permitirse insuflar una buena dosis de vanidad y luego, con ampulosos

ademanes llamaba a la calma.

–¡No, no, no…, eso no pasará! –volvió a estallar el auditorio enardecido. “Se

superó el margen de lo tolerable” –gritaron desde el ala derecha–; “Cuando

133


La vida es cuento

todo está perdido, inclusive la dignidad, el único camino es la guerra” –se

oyó desde la izquierda; “Si hay que morir prefiero hacerlo con honra y no

pisoteado por estos mezquinos”, aclamó el jefe del escuadrón de Águilas.

El ‘Búho’ se vio obligado a esforzarse nuevamente para recuperar el control

de la enorme sala. Pasillos, palcos, butacas, todo estaba completo. La concurrencia

superaba con creces el espacio y parecía rebosar por las ventanas,

pero en realidad eran individuos que a ellas encaramados se esforzaban para

transmitir lo que oían y veían a los revolucionarios que habían quedado

fuera.

–La verdad, compañeros y compañeras de todas las nacionalidades y familias

a las que pertenecéis, es que el momento ha llegado; si de verdad estamos

decididos, el momento es ahora o nunca –arengó el ‘búho’ recibiendo

como respuesta una explosión de júbilo.

–Si la decisión es firme –agregó– y no se producen fisuras ni flaquezas en

nuestras filas, la victoria será nuestra –afirmó ante la algarabía general–. El

enemigo es tremendamente poderoso, muy superior en fuerza y escandalosamente

pertrechado –explicó– pero disponemos de una ventaja sustancial

–aseguró el ‘búho’ mientras que los revolucionarios expectantes aguardaban

que finalizara el concepto para volver a estallar en alaridos de aprobación–

.

Todos querían hablar y de hecho lo hacían a la vez, lo que convirtió aquello

en un vocerío inútil. Tanta exaltación impedía que el vozarrón del ‘búho’ se

impusiera. El caos desatado cuando la votación arrojó que una inmensa mayoría

de enfervorizados guerreros había decidido que era el momento exacto

para acabar con la ignominia. La superpoblada sala estalló en un clamor y

de inmediato, cada fracción lanzaba su propuesta táctica para emprender la

inminente guerra.

Que si la supremacía debía de ser aérea –apostaban unos–, que la marina

siempre ha sido la más efectiva –respondían otros–, que nada como un

cuerpo de infantería con ciento de miles de individuos, que el corte de suministros,

que…

Harto de tanto despropósito, se elevó de un salto y dando un chillido atronador,

logró que el griterío fuera moderándose hasta que una sola voz pudiera

oírse. Y esa voz fue la del ‘búho’: “La decisión está tomada y no hay

vuelta atrás” dijo con aplomo obteniendo una ovación como respuesta .

Tras unos minutos prosiguió: “Veo que todos tenéis propuestas y valentía

de sobra, pero necesitamos de la inteligencia para enfrentar y vencer a un

enemigo mucho más poderoso –señaló. Nuestra única opción pasa por un

ataque generalizado, sorpresivo, perfectamente sincronizado al mismo momento

en todo el mundo –agregó y para ello debemos abocarnos a la organización.

Por tanto, propongo que disolvamos la Asamblea entendiendo

que hemos alcanzado el acuerdo más importante de la historia. Que cada

uno de nosotros continúe su labor convenciendo a los indecisos e infundiendo

valor a los demás. Mientras tanto –siguió diciendo el ‘búho’ os pido

que os desconvoquéis ordenadamente”.

Los acontecimientos se sucedían sin pausa. El ‘búho’ reunió a la plana mayor

representante de los cinco continentes para coordinar el plan definitivo. El

momento no admitía dilaciones.

El resultado fue asombroso. El ímprobo esfuerzo de coordinación se tradujo

en un éxito sin paliativos. Minuciosamente consensuado por el horario eu-

134


Daniel Soto Rodrigo

ropeo, exactamente a las 6,40 horas del lunes 6 de octubre de 2025, la ofensiva

fue global. En África, los blindados pesados dirigidos por el regimiento

Elefante, aplastaron, literalmente, a quienes interfirieron su camino hacia la

liberación.

Las divisiones europeas, con los enardecidos bovinos en cabeza, hartos de

padecer siglos de vejaciones y servir de divertimento o para saciar el voraz

apetito de los desaprensivos, demostraron una fiereza indomable que al enemigo

resultó imposible contrarrestar.

Asia confió en la sagacidad y valentía de sus combatientes alados, llevados

a la victoria comandados por las patrullas Águilas, cuyas nutridas formaciones

taparon la luz del sol con un cerrado manto de millones de individuos

que cayeron sin piedad sobre sus desprevenidos enemigos.

La estrategia del ataque universal sincronizado fue decisiva. Eliminar toda

probabilidad de alerta transformó a los poderosos ejércitos del planeta en

meros entes espectadores incrédulos ante la hecatombe y a sus armas, carentes

de toda utilidad.

A la misma hora de ese lunes, plena noche en el continente americano, se

abrieron a la vez todas las compuertas de las minúsculas cárceles en las que

se hacinaban millones de individuos que, de inmediato, se sumaron a la Infantería

al mando de los Gallus gallus de cada región, dispuestos a dejar la

vida luchando por la dignidad de sus descendientes. Miles de millones de individuos

que se echaron sobre sus enemigos con saña, liberando la ira contenida

por cientos de años de cruel acribillamiento de su progenie, se

aplicaron a conciencia, sin darles tiempo ni siquiera a despertar. Avezados

en la riña, aplicando picotazos a ritmo de vértigo, como carga de metralla,

y sus afilados espolones manejados con gran habilidad, causaron estragos

de norte a sur y de este a oeste del vasto continente.

Todo sucedió sorprendentemente rápido. Tanto, que ni las estimaciones más

optimista había contemplado esa posibilidad. Casi a medianoche llegaron a

la mesa permanente de la Asamblea los partes informativos desde todos los

rincones del planeta. Los datos eran unánimes: “Hemos aniquilado al enemigo.

Misión cumplida. Esperamos nuevas órdenes”. Después de leer detenidamente

cada uno de los mensajes, el ‘búho’ se levantó de su sitio y

mirando uno a uno a todos los mandos generales les dijo: “Hemos cambiado

la Historia. Este martes, 7 de octubre de 2025, el Reino Animal ha recobrado

el planeta. Los humanos ya no existen. Podéis ir en paz.

2016

135


La vida es cuento

Superhéroe de barrio

Pasaron los meses y lo que había comenzado como una ocurrencia o

una inocentada propia de su personalidad se fue convirtiendo en un pesado

problema para Roberto. Peor aún, una verdadera pesadilla para cualquiera

que acertara a pasar cerca. Esta historia fue entretejiéndose a medida que

el nivel de inseguridad en la ciudad fue creciendo hasta alcanzar cotas alarmantes.

Su barrio, hasta entonces tranquilo, fue alborotándose. Primero por

pequeños hurtos y luego elevando el nivel. Nada distinto a lo que sucede en

otras ciudades de relativa similitud en cuanto a tamaño y población, pero a

Roberto le escocía especialmente porque se diluía la tranquilidad absoluta,

virtud de esas calles tan suyas que se ufanaba en destacar cuando se presentaba

la mínima ocasión. La íntima vinculación de estos hechos desagradables

ha sido, sobre todo, acelerada. Aquél clima de convivencia amable

trocó en desasosiego alarmante en un período muy breve. Las dificultades

laborales, la aguda crisis económica y el acusado desequilibrio social impulsaron

la maquinaria de autodestrucción ciudadana.

El comienzo del desorden –como quedó dicho– fueron algunos hurtos, fastidiosos

claro, pero sin mayor riesgo para las personas, pero las cosas no

quedaron allí. Fue solo el principio. Luego se dieron los primeros atracos con

armas; después alguna víctima que recibiera algún golpe o resultara herida.

Así fue evolucionando para mal esta situación hasta tornarse ingobernable

y que terminó de la peor manera.

Hernández es el apellido del protagonista de esta historia, Roberto Hernández.

Hombre de mediana edad, desempleado, de formación escasa, pero de

cierta altivez y honrados conceptos. No aceptaba que se invocara a la pobreza

como justificante de malas acciones. En varias ocasiones hubo de superar

situaciones extremas, de no tener para comer, pero nunca renunció a

su honorabilidad. “No tengo dinero, pero tengo crédito”, solía decir jactándose.

El tendero anotaba en una libreta los productos que llevaba, seguro

de que con el primer ingreso que tuviera Roberto saldaría de inmediato su

cuenta.

Esa forma de entender la vida era lo que le hacía particularmente difícil asumir

la nueva realidad de su barrio. Su indignación crecía a medida que cada

nuevo suceso llegaba a sus oídos y estos se multiplicaban muy rápido. Pero

una cosa era que se lo contaran y otra muy distinta fue comprobarlo con

sus propios ojos. Tal como estaba planteada la situación, más temprano que

tarde tenía que pasar. Cerca del mediodía de uno de esos días en los que

Roberto volvía a casa después de andar toda la mañana de fábrica en fábrica

en busca de cualquier conchabo que le permitiera sobrevivir, vio venir a doña

Elpidia, como siempre muy arregladita, caminando muy despacio, habitual

en ella por sus limitaciones físicas, pero no sin elegancia a pesar de su avanzada

edad.

136


Daniel Soto Rodrigo

Vivía sola y salía poco. Al menos, dos veces a la semana tenía visitas. Los

martes su hija Berta pasaba la mañana con ella, echándole una mano en

los quehaceres domésticos. Una limpieza más o menos a fondo de la habitación

y la cocina. Berta era dueña de una casa grande y sus hijos, los nietos

de Elpidia, se fueron marchado, por lo que habitaciones disponibles había

varias. En varias ocasiones le ofreciera llevarla a vivir con ella, pero su mamá

por nada del mundo aceptaba perder su independencia. Doña Elpidia se

mantenía en sus trece y reiteraba que mientras pudiera amañarse sola no

claudicaría. Por tanto, esa ayuda de su hija le era vital ya que hasta el martes

siguiente ella misma se encargaba de mantener todo lo más pulcro posible.

La otra visita era la de su nieto mayor que nunca faltó a la cita con su abuela

las tardes de los viernes. Charlaban un buen rato compartiendo la merienda

y luego Andrés tomaba nota de las cosas que necesitaba la señora y se encargaba

de comprarlas, traerlas y guardarlas en su sitio, algo que doña Elpidia

agradecía especialmente.

Por lo tanto, Elpidia llevaba todo bastante controlado. Se preparaba su comida,

le gusta leer, mirar poco la televisión y los días bonitos solía dar una

vueltita por el barrio, siempre por la tarde. No se alejaba mucho. Un par de

manzanas para estar al tanto de las novedades.

Cuando Roberto vio venir a la mujer a esas horas podía significar dos cosas:

que viniera del médico o de cobrar su pensión. «Pues ahora le preguntaré»

pensó mientras se acercaba a la señora. Estaba a unos veinte metros de

doña Elpidia cuando un muchacho alto se acercó a la carrera y al pasar junto

a la mujer le arrebató de un tirón el bolso que delicadamente llevaba en el

brazo, con tal violencia que la anciana fue a caer dos metros más allá dándose

un serio golpe. Roberto intentó correr tras el ladrón, pero éste ya casi

había desaparecido. Ayudó entonces a Elpidia que sangraba bastante de una

herida en el costado derecho de la cara.

Rabia y estupor. Furia apenas reprimida por el daño causado a la indefensa

mujer. En ese instante comprendió que los ojos de la pobre mujer le estaban

enseñando el camino. Su mirada lánguida, suplicante, fue como un toque

de diana, un llamado a filas. «Esto no puede seguir así…, hay que poner

freno a esto…», se le escuchó decir entre dientes a Roberto, en el momento

en que la ambulancia llegaba para atender y trasladar a doña Elpidia al hospital

más cercano.

Mientras se llevaban a la anciana, absorto de los comentarios del nutrido

grupo que se había formado, Roberto juramentó asumir la responsabilidad

y poner todo de su parte para colaborar en la ardua tarea de recobrar la

proverbial tranquilidad de su barrio.

Como un Quijote moderno hacer virtud de su situación para verterla a favor

de sus conciudadanos de bien. Se necesitaba una planificación: Primero, obtener

una forma física más adecuada. Aún se sentía joven y con un poco de

actividad más intensa rápidamente se pondría a punto. No se podía permitir

acceder a un gimnasio, pero la opción apareció pronto. Rebuscando en el

fondo de armario encontró la ropa adecuada. Algo anticuada, eso sí, pero

eso era insustancial. Lo importante era la decisión tomada y la forma de ejecutarla.

A la mañana siguiente, bien temprano, salió equipado con su ropa de gimnasia.

«Una idea acertada» –pensó–, al momento de comenzar a caminar

137


La vida es cuento

ligero para ir entrando en calor, antes de comenzar a correr. De ese modo,

cambió su rutina de buscar trabajo. En lugar de hacerlo de camisa, corbata

y un pequeño bolso con ropa de trabajo por si surgía algo inmediato, comenzó

a hacerlo en chándal, riñonera con documentación y botellín de agua

y acérrima voluntad de conseguir ambas cosas: un medio para ganarse la

vida, y el punto físico imprescindible para convertirse en el héroe barrial en

que se proyectaba.

Y comenzaron las andanzas. Una mañana de jueves, que le tocaba correr

por las aceras pares –lunes, miércoles y viernes eran para las impares– escuchó

un griterío sin poder precisar su procedencia. Como se acercaba a

una pequeña plazoleta en la que desembocaban seis calles, la situación era

algo confusa. Paró, intentó situarse y pronto lo logró con la ayuda de unas

personas a las que vio correr en dirección a la esquina de la derecha, donde

seguramente estaría la acción. Sudoroso, entró en la carnicería, epicentro

del vocerío, para informarse. El carnicero que aún se tomaba el costado derecho

de la cabeza, sentado y asistido por unas clientas, aún dolorido por el

golpe que le habían propinado explicó:

–Eran dos. Uno se quedó en la puerta y el otro pasó por detrás del mostrador

con un arma y me exigió el dinero de la caja –dijo–, me quedé mirándole y

como tenía el cuchillo en la mano, debió de temer que le fuera a atacar y

me dio un golpe muy fuerte con el revólver. Aprovechó mi desconcierto para

abrir el cajón sacar el dinero que había y salir los dos a la carrera –agregó

mientras se colocaba sobre el chichón el paño con hielo que le acercaron.

–¿En qué dirección? –preguntó Roberto– ¿en qué dirección? –insistió alterado.

Al saberlo, el aprendiz de héroe salió tras ellos sin evaluar la considerable

ventaja que le llevaban. Lejos de planteárselo, siguió corriendo y corriendo.

Al llegar a un cruce no supo por donde continuar así que, como pudo, consultó

a un señor mayor que paseaba con calma:

–¿Ha visto a dos tipos corriendo por aquí? –preguntó bastante agitado.

–Con usted ya es el tercero –respondió el hombre.

–¿Y adónde fueron los otros? –repreguntó Roberto.

–A dónde no sé –señaló con sorna el anciano y agregó: pero siguieron en

esa dirección –aclaró señalando hacia la izquierda.

Olvidándose de dar las gracias, Roberto reemprendió su alocada carrera contra

la delincuencia. La atenta mirada del jubilado se mantuvo mientras fue

capaz de distinguirlo.

Un nuevo frenazo se produjo al llegar a la avenida. En ese momento Roberto

comprendió que los había perdido. Había llegado hasta los confines del barrio.

A partir de allí todo cambiaba. La tranquilidad subvertía en bullebulle.

Siempre había sido así. Aunque ahora la irritabilidad extendía sus fronteras.

Un fuerte olor a sudor ácido le devolvió a la realidad. Miró en derredor buscando

el origen y se percató que era él. Olía fatal, estaba empapado en

sudor, muy cansado, algo acalambrado y muy lejos de casa. Comenzó a caminar

lentamente, acompasando la respiración. Regresar a casa suponía un

enorme esfuerzo.

Los días siguientes fueron en la misma línea. La inseguridad seguía en aumento

a la vez que Roberto perseveraba en su afán justiciero. El resultado

igualmente repetitivo. Los pequeños negocios del barrio eran carne de

cañón. Primero fue el ya citado carnicero, luego la frutería de doña Rosa, y

138


Daniel Soto Rodrigo

otro día la ferretería del bueno de Pedro –muy apreciado por todos porque

empleaba el tiempo que fuera menester para asesorar a sus clientes sobre

el producto que mejor se correspondía a la ocasional consulta. Siguieron la

lista de víctimas lavandería, la casa de recambios de coche y así casi todos,

ni los chinos se salvaron del ataque de los rateros que no dudaban en apelar

a la violencia y causar una herida si la víctima no accedía rápidamente a sus

demandas.

Roberto, para entonces, ya estaba en plena forma. Era capaz de correr durante

horas a un ritmo sostenido. Pero a pesar de su esfuerzo, lo que no lograba

era cumplir con su objetivo de dar caza a esos malhechores que

encontraron un filón en el barrio. Su figura se había popularizado entre los

vecinos. «Adiós Roberman», le saludaban con sorna. «Suerte esta vez», se

escuchaba desde la otra acera. Se había convertido en un ‘Forrest Gump’

de entrecasa al que sólo le faltaba atrapar a un delincuente para convertirse

en un verdadero héroe. Y no era porque no lo intentara; la acción se presentaba

casi a diario, pero se debatía en soledad contra los malos. Cuando

llegaba a sus oídos la noticia de que se estaba perpetrando un atraco en tal

lugar, salía disparado a todo lo que daban sus piernas pero al llegar los atracadores

ya habían huido con su botín, siempre escaso.

Al verle, los damnificados de turno no esperaban ni que preguntase: «Hacia

allí, corrieron hacia allí» –indicaban señalando con la mano. Como una saeta

Roberto iniciaba la tenaz persecución a dos desconocidos invisibles de los

que no tenía más datos que corrían delante de él, hacia alguna parte. Las

alocadas persecuciones finalizaban cuando el agotamiento lo ordenaba, o

bien cuando no existía el mínimo indicio de estar en la pista correcta.

Así una, y otra, y otra y otra vez… Cambiaba mínimamente el escenario,

pero argumento y resultado, el mismo. Hasta este día.

Una mañana de domingo todo cambió. No era día de buscar trabajo, razón

por la que Roberto dedicó todo su tiempo a patrullar el barrio. Le obsesionaba

la idea de capturar a uno de esos malvivientes y que se corriera la voz

entre el malevaje que tanto daño causaban en su amada vecindad. Que se

enteraran que ya nada sería igual. Que atracar ya no era gratis. Envalentonado

y con más decisión que nunca, comenzó su rececho.

Su recorrido era ágil, a pie por supuesto, pero a paso ligero y sin distracciones.

Atento a cuanto sucedía alrededor, a fuer de parecer descortés, apenas

intercambiaba un rápido saludo sin siquiera mirar al destinatario. Todo sea

por captar el momento preciso del vil atropello a una persona de bien.

Pantalón de entrenamiento holgado, gorra con la visera hacia atrás para que

al correr no levante vuelo, zapatillas bastante degastadas lo que implicaba

dificultad añadida, pero como llevaba tiempo sin llover el suelo estaba bastante

seco, lo que evitaba patinazos.

Las horas fueron pasando. «Es lógico que esté tranquilo –pensó al cabo de

un buen rato– a nadie se le va a ocurrir atracar un negocio a poco de abrir;

aguardará a que haga algo de caja ¿no?». Dándose la razón optó por hacer

una pausa. Nada mejor que la plaza frente al Centro de Salud, la farmacia

principal y en la esquina norte, la parada de autobuses.

La mañana soleada invitaba a sentarse en un banco bien ubicado desde

donde no perder perspectiva. En la acera de enfrente, las mesas de la cafetería

eran tentadoras. Cubierta por una moderna marquesina y sus laterales

protegidos por toldos transparentes, la terraza era una invitación irresistible.

139


La vida es cuento

Intentó recordar cuánto tiempo llevaba sin tomar un café en un bar. Pensó

que después de tanto tiempo podía darse un pequeño gusto. En la reluciente

mañana todo estaba muy tranquilo. Llevó la mano al bolsillo para comprobar

que tenía algún dinero consigo y se encaminó hacia su postergado café.

Relajado, satisfecho con su decisión, se aprestaba a sentarse en la primera

mesa cuando vio salir del portal, unos metros más allá de la terraza, a una

señora con un cochecito de bebé. Ya en la acera se detuvo para acomodar

algunos enseres en el porta objetos del carrito cuando del mismo portal sale

un hombre corriendo levanta bruscamente al niño y arrebata el bolso a la

mujer y a la carrera enfila en dirección a Roberto.

–¡Válgame Dios! –gritó nuestro héroe al que por fin llegaba la hora de la

verdad– ¡Alto ahí! –ordenó–, pero al ver que el individuo no daba muestras

de acatamiento, al pasar a su lado cruzó su pierna izquierda en brusca zancadilla

al tiempo que con un hábil movimiento arrancó entre sus brazos al

pequeño evitando cualquier riesgo para él.

El hombre cayó de bruces dando un fortísimo golpe contra el suelo. Con la

cara ensangrentada intentaba descubrir qué le había sucedido, cuando a la

escena se sumaba la mujer gritando histérica «¡Mi niño, mi niño, ¿qué le ha

pasado a mi niño».

–Nada señora, quede usted tranquila que a su niño nada le ha pasado. Aquí

está Roberto que ha evitado consecuencias mayores.

–Pero, ¿qué dice trastornado?, ¿qué ha hecho? –grita la señora con desesperación.

–¿Que qué hecho..?, pues he evitado que ese caco le robara a su hijo, ¿le

parece a usted poco? –respondió Roberto con altanería.

–Pero que caco, ni que caco, ese es mi marido, el padre del niño que corría

para no perder el autobús. ¡Será idiota!

2016

140


Daniel Soto Rodrigo

Depresión insoportable

Cuanto más recrudece el invierno, más se acentúa el trastorno que

desde siempre aqueja a Javier y que le expone a una peligrosa vulnerabilidad.

Un largo proceso que fue alejándose de la sintomatología habitual para

convertirse, con el tiempo, en una dolencia de difícil arreglo. Aquella recurrente

tristeza juvenil ha ido variando hacia una depresión en toda regla.

Condicionaba su vida hasta convertirle en el ser que ya no toleraba. Sometido

a sempiterno tratamiento psicológico que no superaba expectativas, su

desilusión era evidente. Tampoco la medicación rendía sus frutos. Casi por

el contrario, le tornaba en una persona violenta. Combatía su inseguridad

personal con una conducta agresiva, desproporcionada y difícil de contener

la mayoría de las veces. Perdía el control con facilidad y su reacción ante

cualquier nimiedad era tan desmesurada como la mayoría de las veces, injustificada.

La violencia física no le era ajena y en varias ocasiones sus arrebatos

terminaron con contusiones y unos cuantos puntos de sutura en

alguna cabeza ajena. Más tarde, cuando lograba serenarse, volvía a su rutina

de autoflagelación, de menosprecio personal; la tendencia suicida reconquistaba

espacio en su maltrecho pensamiento.

Los días resultaban insoportables y las noches cada vez más largas. Valga

como ejemplo esta misma noche. Aún no había amanecido, en la calle comenzaban

los primeros movimientos de actividad cotidiana. Harto de dar

vueltas entre las sábanas, decidió levantarse. Se asomó entre las cortinas

en el momento que el repartidor dejaba un paquete con periódicos junto al

kiosco de diarios. A pesar de vivir en un tercer piso, el silencio nocturno le

permitió escuchar el corto diálogo con el kiosquero, envuelto con la bufanda,

grueso gorro de lana y abrigo acorde con una madrugada de enero en Madrid:

“Qué tal Pepe ¿fría la mañana, eh?” –dijo el repartidor a viva voz– “Sí,

es lo que toca” –respondió el kiosquero y agregó: “Hasta mañana Juan”, se

despedía con un ademán para seguir su ruta. Durante unos minutos se entretuvo

mirando como el kiosco iba tomando forma con los periódicos apilados,

las revistas del día acomodadas como en un escaparate, todo

aguardando el momento en que, como obedeciendo a un mismo clarín, el

rebaño humano invadiera las calles como autómata y se sumergiera por las

bocas del Metro.

La habitación se mantenía cálida pero no había logrado dormir más que un

par de horas. Se encontraba inmerso en un nuevo período depresivo profundo.

Lo alarmante era que los intervalos entre estos bajones tan severos

eran cada vez más cortos. A poco de reponerse de uno, su maltrecha templanza

le sumergía de inmediato en otro aún más profundo. Convivía con

estos ciclos de desaliento desde siempre, pero ahora no le dejaban margen

de recuperación.

Desprovisto de la fortaleza necesaria para rectificar el rumbo que había to-

141


La vida es cuento

mado su vida, su distorsionada personalidad fue ahondando esa crisis profunda

y mordaz de la que no encontraba forma de escapar. Javier era consciente

de su debilidad de carácter y de su fragilidad para afrontar las

adversidades. Superar estos pozos anímicos exigía ingente esfuerzo y dejaba

profundas cicatrices en su maltrecho espíritu. Su lucha personal no sólo

no prosperaba, sino que su anárquica conducta sólo agravaba la situación

hasta límites peligrosos. Ya nadie quedaba a su lado. La soledad era su compañera

y la sucesión de desplantes que tuvieron lugar durante las últimas

semanas le mantenían acorralado, derrotado, a punto de quebrar su resistencia.

Su aspecto confirmaba lo que en realidad era: un hombre doblegado,

incapaz de reponerse. Vilipendiado por todos. Harto de soportar los insultos

que recibía por su acalorada conducta.

Se había acostado más apesadumbrado que nunca, pensando en la forma

de poner fin a tanta penuria, pero no se le ocurría ningún método taxativo

capaz de dar solución. Su pensamiento era asaltado por el recuerdo de los

traspiés acumulados que machacan su integridad hasta eliminar el espacio

para la esperanza; para una ilusión.

Se alejó de la ventana cuando reanudaba la marcha un camión tras dejar

unas cuantas cajas de leche en el bar de la esquina. En el quinto piso del

edificio de enfrente se encendía una luz. En su largo desvelo entendió que

solo existía una única salida.

Parsimoniosamente se colocó la bata y a paso lento se acercó hasta la cómoda.

Abrió el primer cajón y allí se mantuvo durante un par de minutos,

estático, con la mirada fija en el espejo que tenía delante. El rostro reflejado

le parecía ajeno. Ojeras violáceas, pómulos enflaquecidos y unos labios sin

color completaban su aspecto macilento.

El recuerdo de la imagen de su madre le quitó del ostracismo. No pudo evitar

pensar en ella. Sin más revolvió en el cajón. Con la punto de los dedos,

entre la ropa mal planchada, tocó la culata de la pistola automática. La estrechó

en su mano. La sostuvo frente a si con las dos manos abiertas como

si de una bandeja durante bastante tiempo. Arrastrando los pies llegó hasta

la mesa del comedor. Se sentó. Apoyó el arma sobre ella y continuó observándola

obnubilado. El recuerdo de los amigos que uno a uno fue perdiendo

invadió su pensamiento. Cargaba con la culpa de todos los males que le

aquejaban; el egoísmo y la desidia hicieron de él esa persona que momentos

antes le asustó en el espejo. Sus ojos volvieron a fijarse en la reluciente

arma y susurró: “Nunca he tenido mala intención madre”. Una afirmación

carente de validez. Los hechos demostraban lo contrario. Echó el cuerpo

sobre la mesa desplazando con su antebrazo la pistola hacia el centro. Sus

ojos se humedecieron y la respiración se tornó agitada. Con la mejilla apoyada

sobre la lustrosa superficie, fue acercando su mano derecha hasta volver

a contactar con el frío cuerpo de acero.

Las primeras luces pincelaban de rojo el cielo. La intensificación del sonido

inconfundible que llegaba desde la calle confirmaba que la nueva jornada

de trabajo estaba en marcha. El bullicio continuaba en aumento. Los escolares

tampoco escapaban al rigor de la fría mañana. El gorgoriteo de un gorrión

le retrajo: “Quizás puede haber otra solución”; dijo con malograda

esperanza. Se reincorporó. Pactó consigo mismo evaluar una vez más las

circunstancias. Convencido de que un buen desayuno le ayudaría, se encaminó

hacia la cocina.

142


Daniel Soto Rodrigo

La pistola, prepotente y arrogante, como él mismo, mantenía su sitio estratégico

en el centro de la mesa, dominando la escena. Su rol sería breve,

pero fundamental. De ella dependía todo.

Volvió a la mesa con una taza de humeante café. Inarmónicos, sus pensamientos

volvieron a cernir solo aspectos negativos. De poco sirvió la reconfortante

infusión. Cayó en la cuenta de que la taza, que por costumbre

utilizaba, se la había regalado Lita para su cumpleaños, lo que le hundió aún

más. Todo se confabulaba para entorpecer cualquier salida airosa. Rememorar

a Lita era lo menos aliciente en esos momentos. Vivieron una tortuosa

relación durante tres años y, paradójicamente, acabó una mañana de gran

similitud a la actual. Más o menos a esta misma hora, después de una noche

atroz, Lita abrió la puerta y salió al inverno dejando helado el salón desde

el cual Javier fue testigo de los pasos decididos con los que su compañera

se alejaba para no volver nunca.

“No queda otra. Tendrá que ser una fría mañana de enero”; dijo Javier tornando

otra vez su vista hacia la pistola.

El radio despertador se activó sobresaltándole. Eran las ocho en punto y se

iniciaba un nuevo programa de noticias. Como es costumbre, desde el aparato

ratificaban la marca horaria e informaban que la temperatura era de

dos grados, con ligera brisa del norte que acentuaba la sensación térmica.

Volvió hacia la ventana como si buscara a través de ella otra idea, pero fue

en vano. No existía otra forma de acabar con tanto padecimiento. “Si debe

ser así, que lo sea cuanto antes –dijo y buscó en el armario el impecable

traje azul que tanto le gustaba a su madre. Lentamente comenzó a vestirse

como si de un ritual se tratara. La camisa blanca aún estaba en el paquete

llegado de la lavandería, anudó en su cuello la corbata oscura.

Durante mucho tiempo había estado convencido de que hacía lo correcto,

pero era evidente que el resultado no fue el deseado. Ocupó el lugar de víctima,

de incomprendido, pero cuando todos le fueron abandonando tuvo que

reconocer que había equivocado el camino. Su semblante fue tomando algo

de color a medida que se mostraba más convencido con la idea. Aceleraba

sus movimientos por momentos.

Terminó su atavío y recogió con extremo cuidado la pistola. Retrocedió nuevamente

hacia el espejo y se contempló un buen rato. La imagen era diferente.

Seguía consternado, pero en su rostro se adivinaba convicción; esa

que durante toda su vida fue tan escasa y desacertada. Por primera vez en

mucho tiempo estaba dispuesto a llevar adelante lo que su conciencia le dictaba.

Se sentó a la mesa bolígrafo en mano ante un papel en blanco. Tomándose

tiempo para que la letra fuera correcta y legible, documentó su

decisión. Resuelto, reacomodó el nudo de su corbata, tomó la pistola con su

mano derecha y con ágil movimiento la colocó en su cintura. Cerró tras él la

puerta del apartamento. Con paso ligero llegó a la Comisaría. Apenas entrar

entregó el arma junto al documento en el que presentaba su renuncia indeclinable

como miembro del Cuerpo de Antidisturbios.

2016

143


La vida es cuento

Auroriña

Recorría cada mañana su finca con la misma satisfacción que el primer

día. Su enamoramiento con esos prados, pequeños en extensión pero de

destaca producción, resistía cualquier adversidad. No cuenta ni la cantidad

de años, ni las condiciones ambientales con frecuencia adversas. Bajo un

sol de justicia o soportando la persistente lluvia, el diario recorrido de Antón

por sus tierras era ceremonial. Precisamente el régimen pluvial ronda los

3.000 mm y su situación junto al río Sar, resultan ser el hada de la fertilidad

en el valle de A Maia, a pocos kilómetros de Santiago de Compostela.

Nació sesenta años atrás en la misma secular casa de piedra levantada por

sus bisabuelos, y en ella sigue viviendo; por lo tanto, dedicó toda su vida a

ese medio rural. Desde niño entre vacas, cabras, maíz, coles y gallinas, poco

le quedaba por aprender en cuanto a labores campestres.

Su dedicación y esfuerzo obtuvieron importantes resultados y, sobre todo,

una vasta experiencia. Por eso, no sorprendió demasiado que Antón consiguiera

de ‘Aurora’, su vaca rubia gallega, un rendimiento lechero muy por

encima del normal. No sorprendía, pero sí intrigaba lo suficiente como para

que toda la vecindad mantuvieran el tema entre sus charlas, a las que también

se sumaban otros ganaderos de más lejos, porque la fama del productor

era creciente. Se planteaban las más diversas tesis para intentar

descubrir el secreto tan celosamente guardado por Antón.

Habéis, cuanto menos, escuchado hablar del carácter cauteloso gallego tan

poco proclive a ir directo al grado. Suelen responder a una pregunta con

otra pregunta y su ambigüedad juega al despiste cuando de responder a

cuestiones que afectan a sus intereses se trata. En varias ocasiones intentaron

sonsacar a Antón detalles alrededor de la producción lechera que conseguía.

Le preguntaban, así como al pasar, aspectos secundarios como, a

quién le compraba el pienso, por ejemplo; preguntas a las que Antón respondía

con otra pregunta enrevesada como: “¿Por qué, quieres conseguir

mejor precio?

Como nadie nunca le preguntó directamente de qué manera conseguía un

rendimiento tan magnífico de ese bello ejemplar, las especulaciones fueron

creciendo y eso trajo consigo que Antón comenzara a gustarle el juego y siguiera

poniendo de su parte para engordar la leyenda añadiendo capítulos

a la serie de vagos tópicos que lograban el propósito de confundir más a los

paisanos. Salvaguardar su secreto tan eficazmente le permitía disfrutar en

silencio observando los rostros incrédulos de sus desconfiados colegas. Y

para ahondar en la herida, cada tanto dejaba trascender, como quien no

quiere la cosa, que en el último ordeñe la colaboración de ‘Auroriña’ se situaba

en los 20 litros de excelente leche.

La vaca de Antón era centro de animadas charlas cada miércoles en el Mercado

de Ganado de Amio, el mayor de Galicia y uno de los referentes del

144


Daniel Soto Rodrigo

noroeste peninsular. Las teorías de los expertos tertulianos conspiraban

entre el ‘extra’ de alimentación que podría recibir el bovino, o bien sobre las

extrañas o quizá poco éticas técnicas que podría estar empleando Antón

para conseguir resultados tan reseñables.

Cierto es que Antón era muy aplicado en cuanto a la tecnología. No tenía

más formación que experiencia vivida, pero siempre mostró enorme voluntad

por aprender. Sus estudios fueron escasos por haber dedicado su tiempo

a continuar el trabajo de sus padres, pero su mayor empeño era aprender

para mejorar los resultados de su granja que manejaba como una empresa.

Su finca no escapaba de lo habitual en Galicia, la pequeña población de Bertamiráns

es una expresión más del marcado minifundismo. En esas estrechas

parcelas labraron su sustento varias generaciones de la familia. Unos

pocos metros de terreno que han dado de comer desde los bisabuelos hasta

el propio Antón que acaba de cumplir sesenta años. El galpón donde guarda

los animales era la casa familiar de sus bisabuelos y abuelos, y luego reacondicionada

por sus padres y años después el propio Antón la dotó de las

necesidades de confort.

Media docena de vacas eran como de la familia; entre ellas la famosa Aurora,

un hermoso ejemplar de raza rubia gallega de unos 500 kilos que le

dan formidable y distinguible porte, no sólo por su robustez, sino por el brillo

de su pelaje de color miel.

La producción de la granja, aunque pequeña era muy variada. Las vacas se

destinaban principalmente a la leche y algún ternero para carne. Las ovejas

cumplían varios cometidos. Su dentadura especialmente diseñada para

aprovechar hasta la mínima hierba mantenía limpio el campo, especialmente

después de las cosechas. También aportaban lana y buena leche para el tradicional

queso que elaboraba la familia. Por supuesto no podía faltar algún

cerdo que allá por el ‘san Martiño’ llenaba la bodega con su exquisita y totalmente

involuntaria contribución de jamones, lacón, embutidos surtidos y

raciones saladas para los cocidos y potajes con los que contrarrestar el esfuerzo

diario durante el largo invierno. La variedad animal se completaba

con unas cuantas gallinas ponedoras y unos conejos, muy pocos porque son

mal dados de criar por los cuidados que requieren y su escaso rendimiento.

Habría que apuntar que más allá de las intrigas surgidas de la convivencia

vecinal, podría aceptarse como lógica la excelente renta que obtenía Antón

de su vaca si se tiene en cuenta la perseverante preparación del campesino

en las cuestiones técnicas. Pero, tampoco olvidar qué ‘Aurora’ seguía siendo

un ejemplar de rubia gallega –como quedó dicho– raza que aunque mantiene

un rendimiento lechero más que aceptable (con una media de unos

2.200 kg al año, que Aurora superaba con creces), su principal disposición

genética la hace especialmente apta para la producción cárnica.

La dedicación de Antón se tradujo en una importante inversión que supuso

instalar un moderno sistema de ordeñe mecanizado, pionero en la zona. Su

metodología de trabajo era inflexible. Ningún motivo debía quebrar el horario

de extracción. Es de relevante importancia que los animales se acostumbren

a una rutina. Tienen una tendencia natural a ‘estresarse’ con facilidad

y Antón hacía todo el posible para evitarlo. Se aseguraba de mantener limpio

hasta el último entresijo. Era constante su particular guerra contra los roedores

y aunque no lograra erradicarlos, apenas se notaba su presencia. Brindaba

la debida atención hasta el mínimo detalle. La limpieza de las

145


La vida es cuento

instalaciones era primordial; sobre todo las de almacenamiento del pienso,

siempre bien aireadas. A su vez, la finca exigía un constante control de la

humedad y temperatura. La zona es de las más lluviosas de la Autonomía,

por lo que las condiciones climatológicas son adversas durante casi todo el

año.

En una pizarra colgada a la derecha del pesado portalón del galpón, anotaba

los detalles del forraje, desde el día que lo compró hasta las variaciones que

pudo sufrir durante su estiba, evitando así cualquier síntoma de putrefacción.

Había aprendido de su padre que era vital la buena alimentación de

los animales, por ello, intentaba llevar cuanta hierba fresca pudiese y cuanto

más aromática, mejor, pero el clima obligada a recurrir al pienso para completar

la dieta. Eso sí, el proveedor tenía que acompañar los fardos de la

documentación correspondiente de los resultados de análisis sobre dioxinas

y micotoxinas de esos productos.

Una granja deja muy poco tiempo para el ocio. Siempre hay algo que hacer

y siempre queda algo por hacer. Una vida de duro trabajo de exigencia total,

de la mañana a la noche cada día del año. Los animales no saben de festivos

ni de vacaciones.

El mundo de Antón se limitaba la Bertamiráns, alguna escapada hasta Ames

para comprar alimentos, forrajes, algún herbicida, etc., y de paso, aprovechar

para tomar un vino en el bar de Crespo para ponerse al día de la novedades.

Otra vía de escape era la visita semanal al Mercado de Amio. Ya

hablamos de su importancia pero conviene recordar que en ese centro santiagués

cada año cambian de dueño unos 150.000 vacunos, 7.000 ovinos y

otros 2.000 porcinos.

Tanta actividad desde pequeño le dificultó encontrar tiempo suficiente para

divertimento juvenil. Siendo muchachito conoció a Carmen, labrega como

él, que vivía en la localidad de Ponte Maceira, cerca de su casa, pero perteneciente

al Ayuntamiento de Negreira. Como resulta razonable deducir

según costumbre épocas mucho más difíciles, ambos fueron cumplidores

con las tareas encomendadas por sus mayores, colaborando desde siempre

con la economía familiar. Cuando el rigor invernal dejaba paso a la primavera

debía llevarse los rebaños a las praderas cercanas para aprovechar los tiernos

brotes. Antón hacía todo lo posible para que los respectivos pequeños

lotes de animales coincidieran en los pastizales y ver así a Carmen desde

lejos. El siguiente paso fue cruzar algunas tímidas sonrisas que luego derivaron

en animados parloteos en el camino de vuelta al valle de Amaia –que

por cierto, debe su nombre a la tribu celta Amaeos.

Todo en el entorno de Ponte Maceira es de singular belleza. La construcción

tiene cinco arcos y cruza el río Tambre; fue levantado en el siglo XIV y aún

se mantiene en uso. Además, en su alrededor se mantienen típicas casas

tradicionales de ventanas y balcones acristalados hacia el río, lo que da a la

zona un toque personal de cautivante armonía con el medio. Vale decir que

el escenario natural predispone y facilita las relaciones, especialmente las

amorosas. Por lo tanto, el romance de Antón y Carmen se encaminó rápidamente

y desde entonces nada los separó.

Consciente de la leyenda que la charlatanería popular estaba creando alrededor

de su vaca ‘Aurora’, y que crecía cada miércoles en Amio, Antón descubrió

en el cotilleo una de las pocas diversiones que podía permitirse. No

se le escapaba ni un detalles sobre su extraordinaria vaca, al contrario, con

146


Daniel Soto Rodrigo

su silencio contribuía a alimentar las especulaciones. Llegaba como si no supiera

nada del entramado tejido alrededor de su figura y de sus métodos.

Ese miércoles, camino al mercado, el campesino fue madurando una idea.

Ahondaría la intriga. Daría pistas dispersas, crearía más confusión. Los años

de negociaciones le enseñaron a que su rostro no transmitiera ninguna sensación;

sustancial para no quedar al descubierto y se dieran cuenta de lo

mucho qué disfrutaba con todo ese asunto.

Su apariencia no cambiaba nunca. Camisas de aspecto sufrido, limpias pero

desgastadas, pantalón de trabajo que podría parecer siempre el mismo ya

que todos los que tenía eran del mismo color. Los zapatos correspondían

con la sobria indumentaria que completaba con la inseparable boina. Pero

esa austera figura abrigaba una personalidad inquieta, preocupada en progresar,

estar al día y mantenerse lejos de las elucubraciones pueblerinas.

Su inquietud por conocer la tecnología más avanzada también le hizo pionero

en la zona navegando en la Red con fluidez. Fue el primero en disponer

de internet en su granja, lo que le permitió acceder a un mundo nuevo. Indagando

en las informaciones sobre las nuevas técnicas que se utilizaban

en los países más adelantados, surgió la idea que pondría en práctica.

A poco de entrar en el recinto ferial buscó con la mirada las personas adecuadas,

se acercó y en medio de una charla, distraídamente, dejó caer algunos

datos que despertaron curiosidad. Como un viejo zorro sabía dónde

tenía que soltar el cebo para que surtiera su efecto. Antón continuó hablando

de los precios del ganado, de las desproporcionales ganancias entre productores

e intermediarios y, como cuadra en cualquier parloteo entre paisanos,

de la lluvia de los últimos días y la conveniencia de retrasar algunas tareas

en el campo. Ni palabra de la leche. A medida que recorrían el mercado y

sin nuevos detalles que recoger, el grupo fue disolviéndose hasta que quedó

sólo con ‘Lolo’, que era precisamente lo que deseaba.

A pesar de sus cuarenta y tantos años, a Lolo nadie le conocía con otro nombre.

Era hijo de Xosé, de la Parrenda, pequeña aldea de la zona, y había heredado

de padre su bonhomía, pero incapaz de mantener un secreto por

más de un par de minutos. Entonces, aprovechando el paso por un corral

en el que se encuentra una excelente vaca de hermosas y enormes ubres

Antón espetó de pronto: “Sábes, dende hai un tempo estou a aplicar un

novo método no proceso do leite” (Sábes, desde hace tiempo que estoy aplicando

métodos completamente nuevos en el proceso de la leche).

Lolo acusó el golpe. Abrió los ojos como palanganas y no era capaz de hablar.

Hacía meses que en el mercado no se hablaba de otra cosa más que

de desvelar el secreto de Antón y de pronto, el propio Antón, estaba a punto

de confesarle la fórmula de su éxito. Prestaba toda la atención posible y

abría su mente a lo que diría el ganadero de Ames. Sería el receptor de la

privilegiada información que dejaría al descubierto lo que pasaba en el establo

de Antón donde su famosa vaca Aurora duplicaba cada día los litros

de leche que ofrece de media una vaca normal. Lolo realizaba un gran esfuerzo

dominando su ansiedad y hasta fingía mostrarse desinteresado, pero

ya hacía cálculos sobre lo que podría cobrar por vender la fórmula a los colegas,

además de la inyección de prestigio que iba a suponer para su sagacidad.

El socarrón Antón bien sabía que el golpe había causado efecto y saboreaba

el momento. El interés surgido en los corrillos de los ganaderos apuntaló su

147


La vida es cuento

prestigio, al punto que pudo constatar que en varias ocasiones intentaron

espiarlo. Recibió alguna inoportuna visita de vecinos a la hora de los ordeñes

sin otra intención que la de descubrir algo, por supuesto, sin suerte.

–En una ocasión –comenzó diciendo Antón ante su atentísimo interlocultor–

leí un estudio hecho por expertos de la Universidad de Leicester que probaron

revolucionarios métodos para mejorar el rendimiento de las vacas lecheras

–contaba Antón atento a la cara cada vez más desconcertada del

Lolo.

–Resulta –continuó– que las vacas se estresan. A nosotros nos parecen tranquilas

y tontorronas, pero la procesión va por dentro.

–¡Claro! ¡Claro! –interrumpió Lolo– No recuerdas lo de las vacas locas; parecen

impasibles pero deben tener mucha vida interior. “Pensan moito. Danlle

moitas voltas as cousas” –añadió Lolo que empleaba el gallego cuando

se ponía en plan filosófico, mientras que con el meñique quitaba la ceniza

de su cigarrillo, intentando mostrarse impávido.

–Como te decía, las vacas se cargan de estrés y, según comprobaron los

científicos, afecta a su producción. El estudio hecho público por los investigadores

de la universidad inglesa describía una situación novedosa como la

de poner música ambiental para relajar a los animales. El experimento se

desarrolló en distintas regiones y sobre un total de un millar de vacas de

distintas razas. Se aplicaron distintas melodías, ritmos rápidos y otros más

pausados y se pudo establecer que los animales respondían positivamente

a melodías suaves, sobre todo a la música clásica, especialmente de Mozart

o Beethoven. Reducían notablemente el nivel de estrés y producían hasta

cinco litros de leche más al día, siendo ésta más rica en proteínas y propiedades

alimenticias. Vale decir que la música produce en los animales el

mismo efecto que en los humanos, calma y relaja.

–¿Y cuál es la solución? –preguntó impaciente al comprobar que la explicación

iba para largo.

–¡Hay que mimarlas! –afirmó tajante Antón.

–“Dalles bicos? –preguntó Lolo arrugando el ceño con gesto de desaprobación.

–No hombre, no es eso. Hay que hacer que estén relajadas. Además de ser

muy cuidadosos con sus horarios y comidas, tienen que desplazarse en un

ambiente apacible, sin sobresaltos, y así sentirán que dar su leche sea como

una gratificación por el tratamiento recibido.

–El biólogo Joseph Thorne y su colega Adriam North –precisó– confirmaron

en una entrevista concedida a la BBC que la música constituye un factor de

enorme valor en la producción lechera. No todas las vacas responden por

igual –prosiguió Antón cambiando de pose como Horatio en CSI Miami para

dar mayor énfasis a su disertación– cada una tiene sus gustos, su personalidad.

Además, hay que hablarles, pedirle las cosas, eso de darle con una

vara para que se muevan ya no sirve de nada.

Así fue como el parco Antón de pronto, se transformó en docto orador que

sin dar demasiados detalles enseñaba el camino a la perfección lechera.

Cinco minutos después de la marcha de Antón, el Lolo permanecía clavado

en su sitio. Sus ojos comenzaban a lagrimear por no parpadear. Tardó en

reaccionar y encaminarse hacia el grupo de compañeros de intrigas profesionales.

Dudaba si contar las teorías de Antón u olvidarse de la charla ¿habría

sido tomado por tonto?

148


Daniel Soto Rodrigo

–Vímoche falando animadamente con Antón, ¿contouche algo? –preguntó

Pepe rompiendo el ostracismo mientras los otros cuatro hombres formaron

un círculo a su alrededor.

–Sí –dijo el Lolo cobrando ánimo– temos que contratar un dj –aseguró– y

fue paso a paso contados los secretos de Antón: el estrés vacuno, la música,

la vida interior, la persuasión…

–Eu, o único disco que teño é un do ‘Maiquel Yason’ que hai anos esqueceu

o meu neto –dijo Xaime.

–¡Hay una discoteca camino de Noia..! –avisó Manolo.

Las especulaciones se sucedían y nadie sacaba en limpio sí Antón había

dicho la verdad o les estaba tomando el pelo. Decidieron dos cosas: primero,

probar de poner música a la hora del ordeñe y ver qué pasaba y segundo,

acercarse a la finca de Antón e intentar comprobar si era cierto todo aquello.

Decidieron también celebrar una junta extraordinaria para el sábado, en el

bar ‘O Choquiño’ y crear una comisión para evaluar los resultados.

Fueron días estresantes para los campesinos. Poner en práctica, así de

pronto, una técnica tan revolucionaria tenía sus bemoles. De dónde iban a

sacar estas gentes humildes los elementos imprescindibles. Cada uno lo intentó

de la mejor manera posible. El relato de las experiencias, el sábado

siguiente, fue un catálogo de despropósitos.

–No sé vosotros, pero yo no adelanté nada. Les puse el radio pero con tanta

publicidad y noticias…, no sé…, no les interesó mucho…

–A mí peor –saltó otro– también puse el radio pero como la única que entra

bien en la granja es la SER, mis vacas dieron menos leche que nunca. Lejos

de relajarse parecían inquietas escuchando a Rajoy y Zapatero, Pepiño

Blanco, y los otros de la banda. Menos mal que ya no habla el Acebes que

si no…, a saber.

–Mi resultado fue desastroso –intervino Chano con resignación–. En mala

hora se me ocurrió comentarle a mi sobrino lo de la música. Al día siguiente

apareció en la granja, metió su coche en el establo abriendo el portón del

maletero y puso la música. Como lo tiene tuneado aquello parecía el fin del

mundo. Las vacas se amontonaban intentando huir, las pilas de forraje temblaban

casi tanto como el suelo. Nunca vi nada igual. Cuando logré que el

chaval acabara con aquello, todo estaba desquiciado. Me llevó tres días tranquilizar

a los animales. Me veían entrar y reculaban. En esta semana apenas

dieron algo de leche y la una de las vacas le quedó un ‘tic’ que incluso me

ponen nervioso a mí. ¡Un desastre!

–Así tiene que haber comenzado el mal de las vacas locas –aventuró Suso.

–¡Ni lo digas! –confirmó Chano.

Mientras tanto, Antón disfrutaba imaginando a sus paisanos. Los únicos momentos

de diversión para estas gentes llegaban cuando las Fiestas de la Peregrina,

en agosto y la romería de Santa Minia, cada 27 de septiembre en

Brións. Ahora se añadía de manera inesperada, la situación creada por la

superproducción lechera de Aurora. Por lo demás, los días pasaban disfrutando

de la apuntada belleza de la región, cruce de caminos entre la ría de

Muros-Noia y la capital gallega. Esa cercanía con Santiago de Compostela

hizo que el pueblo creciera notablemente en los últimos años pasando de

los 19.900 habitantes que se contabilizaron en 2003, a los 23.300 de 2009.

Pero nada alteraba las costumbres de Antón que seguía dedicando el poco

tiempo libre a informarse. Sus ganas de aprender no mermaban con la edad.

149


La vida es cuento

Navegando por la red descubrió que además de los estudios realizados por

los doctores de la Universidad de Leicester, en una cooperativa argentina

habían experimentado durante nueve semanas con un programa de música

lenta y a bajo volumen durante 12 horas al día (de 5 a 17 hs) a un lote de

mil vacas de la raza Holando-Argentina y los investigadores aseguraron que,

tras la experiencia, la producción de leche había aumentado una media del

3% (0,73 litro) por animal. Claro extrapolar esta aplicación de métodos revolucionarios

en una zona tan tradicional como la gallega era poco menos

que temerario. No era extraño que los amigos pensaran que Antón enloquecía,

pero no era menos cierto que los resultados estaban ahí. Le hablaba a

las vacas y a los vegetales y estos respondían con una producción mayor en

cantidad y calidad que de sus vecinos.

El escaso éxito de los experimentos realizados por el grupo de paisanos que

intentaron emular a Antón les hizo sospechar que solo les había contado

una parte. Estaban convencidos de que todo aquello encerraba un secreto y

se mostraron decididos a descubrirlo. La comisión de expertos decidió que

para evitar malentendidos o verdades a medias, cinco vecinos se filtrarían

en la finca a observar las maniobras de Antón. Convinieron que lo mejor era

colarse a las 4,30 hs., media hora antes de que Antón se levantara y así lo

hicieron. Como era de esperar, los perros alertaron de la furtiva presencia,

pero convencieron su silencio con un suculento banquete de galletas con

miel y un toque de valium que les disuadió de otra cosa que no sea echarse

en el suelo, despreocupados.

Los cinco intrusos tomaron posiciones estratégicas; obviamente, lo más

cerca posible de Aurora. La misión era no perder detalle del primer ordeñe

del día.

Minutos después de las cinco, una tenue luz rompió la oscuridad. Las máquinas

se pusieron en marcha y poco después, en un tono acorde con la iluminación,

comenzó a sonar la Sinfonía Pastoral de Edwin Van Beethoven.

Aunque no podían verse entre ellos, el aspecto de los espías era similar de

incredulidad y asombro: los ojos bien abiertos, la mandíbula caída dejaba

ver el interior de la cavidad bucal y la manifiesta imposibilidad de articular

palabras.

De pronto, se abrieron las puertas del establo de par en par y como obedeciendo

mudas órdenes, las vacas se encaminaron a sus puestos de ordeñe,

tranquilas, relajadas, como disfrutando del momento. La fornida figura de

Aurora se dibujó en el contraluz. Los intrusos la siguieron con la mirada

hasta su manga, donde se ubicó para que los succionadores mecánicos hicieran

su trabajo.

Los cinco sentían latir el corazón al máximo. Contenían la respiración para

no perder detalle. Estaban a punto de ser testigos del tan deseado método

de producción de Antón. Pero ¿cuál sería..?, porque hasta ese momento todo

obedecía a lo que el propio Antón les contara: ambiente apacible, música

suave, sin agobios de ningún tipo, ¿entonces? ¿Cuál era el argumento convincente..?

Cuando todas las vacas estaban en su sitio, apareció Antón con paso cansino,

botas de goma, camisa de cuadros y el viejo jersey de gruesa lana y

su inseparable boina negra. Los intrusos, desconcertados, comprobaron que

Antón traía un enorme cuchillo y temieron haber sido descubiertos. Sin embargo,

Antón pasó junto a ellos sin percatarse de su presencia camino hacia

150


Daniel Soto Rodrigo

Aurora. Se plantó ante su mejor vaca y mirándola fijamente se le escuchó

decir:

–Hola Auroriña, ¿cómo estás esta mañana..? Bien, ¿verdad..?

Desde su escondite los paisanos no salían de su asombro. Vieron claramente

a Antón blandir amenazadoramente su gran cuchillo golpeando de plano su

hoja sobre su mano izquierda y preguntó nuevamente:

–Vamos a ver Auroriña, ¿hoxe que vendemos, leite ou carne..?

2012

Original en lengua gallega.

Druidas

Es medianoche. Me acuesto. Dentro de nada, los desvergonzados druidas

de la parte oscura volverán a asaltar mi consciencia. Pasaré otra mala noche.

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