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YO FUI UN BEATLE
Y OTROS CUENTOS
Eliseo Bouquez
y otros cuentos
A mi mamá Elena,
de quien heredé esa reconfortante
costumbre de tener siempre un libro cerca.
A mi amores Vanesa y Helena.
Y a Julián, que al cierre de esta edición,
aun flotaba en líquido amniótico.
A mi papá Alfredo, con quien compartimos
pasiones y nostalgias. Siempre con El Gráfico de testigo.
A mi hermano Luciano, quien me dio
3 cosas maravillosas: Ariana, Gerónimo
y mi primer casette de Queen.
A mis amigos,
que se rien porque saben que son ellos.
YO FUI UN BEATLE
—¡Van ahora! —dijo un asistente. El primero
en salir fue Ringo, algo perdido entre las torres de Vox
que venían tronando hacía horas.
George esperó a Paul, que se acomodaba la correa del
Höfner, y juntos entraron a escena a las 21:51.
En el tumulto de técnicos, periodistas e infiltrados que
observábamos entre bastidores, me encontré obnubilado,
intercambiando palabras con el hombre de la
musculosa blanca: Freddie Mercury. Me susurró con
tono cómplice:
—¿Así que tú eres Mr. Time, el que ayudó a los Beatles
a llegar a las masas?
Supe de donde venía una frase similar; quise responderle
algo tonto, pero me frenó y me indicó que
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McCartney me llamaba.
Los gritos de las 80 mil personas no me permitían escucharlo
y en segundos ya no era sólo Paul, sino toda
la banda quienes me hacían señas. Freddie entendió:
—Creo que preguntan por John.
El Live Aid de Wembley, un concierto visto por 3 mil
millones de personas, cerraba con la banda más grande
de la historia.
Y aún faltaba lo mejor.
***
Siempre amé la música; a los 7 años escuchaba lo que
mi hermano ponía en su casetera, hasta que a los 12
me enamoré de una banda que, para él, era solo un
interés pasajero: The Beatles.
Cuando los escucho, siento correr adrenalina por mi
cuerpo.
Por eso le insistí a mi madre que me anoté en el conservatorio
a estudiar piano o guitarra… cualquier cosa
que me acercara a mi pasión. Formé parte de una orquesta
juvenil tocando el piano y en la adolescencia
procuré estar en todas las bandas posibles que tocaran
la música que me gustaba.
Me llamo Juan Pablo Martin, soy argentino, nacido en
8
1992. Hincha del Liverpool F.C.
Pareciera que mis padres hubiesen sido videntes o
quizás algo ya estaba escrito desde el principio: mi
nombre traducido al inglés es John, Paul, Martin. las
tres personas que llevaron a los Beatles a ser el grupo
más revolucionario e influyente del mundo. Sin menospreciar
a George, claro.
En la secundaria conocí a Julia, mi mejor amiga. Ella
me inspiraba a componer letras y melodías que luego
me rechazaban en los ensayos, por ser muy “cursis”.
Siempre me gustó Julia, pero nunca quise estropear
nuestra amistad.
Toda esa efervescencia por los Beatles y el fanatismo
que me invadía, fueron fundamentales para desarrollar
los eventos que les voy a contar a continuación.
En agosto de 2019, por pura casualidad, descubrí que
ingiriendo una mezcla de Coca-Cola, pimienta, harina,
tres huevos, y un chorro de aceite, podías viajar en
el tiempo a elección. Esa era la fórmula, ni más ni menos.
Algo que Einstein o Hawkings no hubiesen podido
descubrir jamás. Solo tenías que concentrarte bien
en la fecha y el lugar al cual viajar, mientras tragabas
ese brebaje.
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Fue por pura casualidad, insisto. Ese engrudo estaba
destinado a Julia, que se recibía de Psicóloga. De alguna
manera lo tragó, (habrá pensado en una fecha o
acontecimiento) y ante nuestra perplejidad, desapareció.
Se esfumó en un segundo.
Sus padres nunca lo asimilaron, ni supieron a quién
reclamarle. Mucho menos donde buscarla. Lo que sí
hacen, es observar una y otra vez ese momento en un
video grabado con un celular, que alguien subió a You-
Tube.
Yo sentí culpa porque algo rondaba en mi cabeza.
Analicé los hechos y me propuse demostrar que ese
mejunje tenía algo que ver con todo eso.
Durante un mes realicé pruebas de fallo y error. No
recordaba bien qué había incluido en esa bolsa asquerosa,
ni tampoco podía razonar que, pensando en un
lugar y una fecha específica, podías viajar en el tiempo
y el espacio. Pensé que eso, sólo lo hacía un Delorean.
Hasta que, en una de esas pruebas, en la habitación
de la casa de mis padres, bebí la poción con los ingredientes
exactos y sentí una mezcla de calor, frío, miedo,
hambre y sueño; todo a la vez. No sé cómo explicarlo,
pero aparecí flotando y cayendo al suelo desde
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un metro de altura, ante la mirada desconcertada de
los hippies que se habían acercado a ver a The Who, el
15 de agosto de 1969 en Woodstock. Si mal no recuerdo,
sonaba “Pinball Wizard”. Salí de allí como pude,
procurando no hablar ni mantener contacto con nadie.
Eso era solo una prueba, exitosa, por cierto, de mi
teoría absurda por la cual Julia se había esfumado en
un parque.
Escuché un grito perdido entre la gente:
—¡Hey men! Are you a russian spy? —mientras otros
reían sin entender lo que pasaba. Lamenté no poder
quedarme a ver a Daltrey, pero luego de ingerir esa
poción (llevaba una frasco con los ingredientes), regresé
al presente.
“Tengo que confirmar por última vez, que todo no
sea una alucinación mía”, pensé; así que preparé de
nuevo la mezcla y mientras imaginaba a Maradona
gambeteando ingleses, aparecí en una playa de estacionamiento
enorme, repleta de autos antiguos y una
multitud de hinchas entre los que, deduje, había varios
hooligans cantando estupideces y bebiendo vino
barato. Recuerdo el calor intolerable que contrastaba
con el invierno que había dejado hacia menos de 10
segundos.
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Le pregunté a un hincha con la camiseta de México
por donde debía ingresar al estadio. Mi ansiedad hizo
que olvidara que sin ticket no me iban a permitir entrar.
—Pues... si eres argentino tienes que entrar por esas
rejas negras donde están los mástiles con banderas;
de todos modos, las puertas abren en 2 horas.
Confirmé lo que me había dicho el hombre y al segundo
me encontré en pánico: el procedimiento de traslado
en el tiempo no era perfecto; había fallado en un
par de horas con respecto al instante que yo representé
en mi mente.
Me fui de inmediato de allí, convencido de que, si pisaba
una hormiga, Diego no tendría la picardía de meter
su puño, ni la valentía de inventar el Gol del Siglo.
Ahora sí estaba en problemas; era culpable de la desaparición
de una persona, de quien, además, estaba
enamorado. No tenía la menor idea sobre el lugar y
la fecha en la que había pensado ella en ese instante.
¡Rogué que no hubiese imaginado un Big Bang!
El otro problema era qué iba a hacer yo con ese poder,
para que lo iba a utilizar. Para el bien del planeta, para
hacerme millonario… ¿o sólo para hacer travesuras?
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Durante noches interminables reflexioné qué era lo
mejor para mí, si esto beneficiaba al mundo o era un
terrible desastre. No podía quedarme de brazos cruzados,
tenía que hacer algo productivo con este hallazgo
demencial y, desde que se me metió aquella idea en la
cabeza, no pude dar marcha atrás. Me convencí de que
mi misión era esa. Aunque debía evaluar los riesgos…
Comencé a frecuentar el bar “El Santo”, un antro tanguero;
necesitaba pensar, tener la mente fría. Era demasiada
responsabilidad para mí, para cualquier ser
humano. Si revelaba lo que había descubierto, sería
el caos, el fin del mundo. O quizás no. Si lo utilizaba
con prudencia, podía ser muy útil. Pero ¿debía contarlo?
¿a quién? Recordé al Doc y Marty, a Doctor Who
y todas las películas y series sobre viajes en el tiempo.
¡Todo era fantasía! Ahora el guionista de la historia
real, era yo.
En una mesita para dos, pegada a la ventana, hurgué
en mi mente la manera de utilizar ese poder de forma
inteligente. No hubiese querido que alguien más salga
lastimado.
De todos modos, eso era difícil. Si viajaba en el tiempo
los cambios se iban a suceder por sí solos; además
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me convencí de que algo divino o sobrenatural había
puesto esto en mi camino. y tenía que usarlo para algo
grande. Opté por no contárselo a nadie. Por el momento.
A la semana de mi paseo fugaz por el Estadio Azteca,
mis uñas se ennegrecieron y algunos mechones aislados
se desprendieron de mi cabeza. Intuí que era un
daño colateral de los viajes. Luego de dos contrapruebas
(siempre al pasado), sentí dolor de muelas y hasta
la vista nublada. Estaba en lo cierto.
Días después de mi último ensayo, donde creo no haber
cambiado nada en mi presente, finalmente decidí
viajar al pasado con la expectativa de cambiar la historia
de la música contemporánea. Ya estaba decretado.
Me propuse ampliar la ultra conocida discografía de
los Beatles. Mi banda favorita. Después de todo, ellos
habían hecho su jugada maestra: separarse en la cima;
dejándonos a todos pidiendo más, incluso 50 años
después. Enorme idea surgió en ese bar.
Para eso viajé a Liverpool a marzo de 1962, auto convertido
en Robert Puger, nombre que surgió en un
sueño; me contacté con ellos fácilmente una noche
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post show en el Cavern Club; Aún no eran los cuatro
inalcanzables muchachos que revolucionarían el
mundo y les propuse mostrarles sus futuros 6 discos,
sin necesidad de grabarlos; los lanzarían al mercado el
mismo año que en la realidad, aunque la única realidad
ahora, era esta que yo transcurría.
Mientras tanto, dedicarían sus años como grupo a
componer más y más discos nuevos, los cuales nadie
conocía en el futuro. Si iba a cambiar algo, lo haría por
propio placer, ya que solo los Beatles, George Martin
y yo, sabríamos que todos esos nuevos álbumes, eran
inéditos para el mundo. En el futuro solo serían más
discos de los Beatles. Pero, ¿cuánto valía para mí escuchar
una canción nueva de McCartney, compuesta por
el Paul de aquella época?
Nunca caí en la realidad de lo que sucedió y aún hoy
todo me resulta onírico. Todo fue culpa del inconveniente
con Julia y de ese montón de componentes caprichosos
que, solo Dios sabe cómo, logran transportar
por el éter a quien lo beba.
Por lo pronto, armé una estrategia para desaparecer
de casa y que mis padres y amigos no me buscaran por
un tiempo prolongado.
Decidí inventarles la historia de un viaje a Europa, a
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un campus de estudio en el medio de la campiña inglesa
donde no podría recibir llamadas ni tendría acceso
a internet. No me lo creía ni yo mismo, pero no tenía
otra alternativa. Di de baja mi servicio de telefonía,
pagué todas mis deudas y me encomendé a Dios.
Ignoraba cuanto tiempo pasaría en el pasado.
Aunque, pensándolo mejor, recalculé mi plan: luego
de convencerlos de aquella locura en el 62, me trasladé
a un pasado más lejano para rebootear este cambio
y volver a aparecer en sus vidas en enero de 1966,
donde, yo consideraba, se encontraban en su plenitud
compositiva.
Prever o anticipar paradojas espacio-temporales no
tenía sentido, porque no es una materia exacta que se
calcule con precisión.
Pero mi desconfianza se hallaba en la posibilidad de
provocar mi propia desaparición. Con el correr de los
viajes fui perdiendo ese miedo.
Así que permanecí solo 2 minutos en la plaza Rivadavia
de Bahía Blanca, el azaroso 6 de julio de 1958. No
quise retroceder demasiado en el tiempo por temor a
que el nacimiento de mis padres se encuentre en riesgo.
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Al volver a 1966, fue mucho más difícil acceder a ellos.
Estuve sentado durante horas en la esquina de Abbey
Road y Grove End Road, esperando ver una cara conocida
y poder pedirle un minuto para contarle algo
‘’especial’’. Sobre las 19.10, vi a un hombre alto, peinado
hacia atrás, cruzando la calle con una carpeta en la
mano. Era George Martin. Me dirigí hacia él. No voy a
decir que sentí nervios, porque ya habíamos entablado
una charla con él en el 62 y el impacto fue diferente.
Aunque el distinto ahora, era él.
—Buenas tardes, Sr. Martin, disculpe la molestia. Mi
nombre es Robert Puger, tengo algo importante…
—Perdón muchacho, tengo prisa, si quieres un autógrafo...
—¡Nada de eso! es una propuesta musical. George frenó
en seco y me miró con una sonrisa burlona.
—¿Imagino que sabes quién soy y con quién trabajo?
No hay en el mundo, mejor propuesta que trabajar
con The Beatles… ¿no lo crees?
Asentí, pero sin prestarle atención.
—Veinte minutos alcanzan para explicárselo Sr. Martin,
nada más.
—Está bien —resopló, mientras cambiaba de mano
sus papeles—. Pero tendrás que ser breve. Si pretendes
que los Beatles toquen en vivo, estás perdiendo
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el tiempo. Demasiados problemas nos trajeron ya la
muerte de Brian Epstein.
No entendí a qué se refería. Conocía la historia de la
banda, pero en el 66…
—Los medios insisten con el suicidio, pero sé que
Brian no haría una cosa así.
Esa tarde me despedí de George Martin, aturdido.
El pasado no estaba siendo lo perfecto que debía ser.
Mi sola intervención, estaba modificando los hechos.
Brian Epstein había muerto un año antes de lo previsto,
con lo que, además, la idea de Apple Records en la
cual Epstein había colaborado en su gestación, quizás
quedaba desterrada.
Me encontré con George Martin la mañana siguiente,
luego de pagar una semana, una habitación en el New
London Carlton Hotel. Tenía fe de que, en ese lapso,
ya habría convencido a todos sobre mi idea y habría
vuelto al futuro para ver los resultados.
La reunión fue en el bar “Mirror”, ubicado dentro un
hotel muy lujoso, que no recuerdo el nombre y que se
situaba en el barrio Lisson Grove. Pidió dos tés con
torta de arándanos y sin preámbulos le dije:
—Seré breve como Ud. me pidió Sr. Martin. Sé que es
una locura, pero necesito que me crea.
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Dio un sorbo corto a su bebida.
—Te escucho —dijo, y decidí ir al grano.
—Escuche con atención… sé que The Beatles ya han
cambiado el mundo con una revolución musical y social,
y sabiendo...
—Buen día Sra. Paddington —saludó Martin, que era
ante todo un hombre atento y cordial—. Continúe joven.
—… y sabiendo ahora que Epstein ha muerto, entiendo
que ud. será una pieza importante para la integridad
anímica de los cuatro.
Iba por buen camino, porque en el 62 lo había convencido
con un speech parecido.
—De alguna forma que excede mi conocimiento y la
razón de cualquier individuo, logré viajar hasta aquí,
desde otra época… —Me detuve ahí, solo para ver su
primera y espontánea reacción. Digno de inglés, solo
arqueó sus cejas hacia arriba, metiendo un bocado de
bizcocho en la boca.
—No sé cómo fue. En realidad, sé cómo hacerlo, pero
la cuestión es que: ¡quiero ver a los Beatles!
—Viajes en el tiempo… interesante —me interrumpió—.
Como en el libro de H.G.Wells. ¿Y dime, de dónde
vienes y cómo llegaste?
Parecía que me estaba tomando el pelo, pero luego de
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explicarle mi viaje de la manera más verosímil posible,
sentí que lo tomaba en serio.
—Sr. Martin... gracias por escucharme y entender que
esto no es una broma. ¡Le aseguro que ampliaremos la
extensa discografía de los Beatles! Ellos podrán seguir
componiendo muchas más genialidades y...
—Levantó su mano para frenarme y señaló:
—Dos condiciones exijo para creerte y seguir adelante
con esto. La primera es que me demuestres con hechos
que estén por llegar, que de verdad eres un viajero
del tiempo y la segunda es que… —miró hacia la
calle y asintió para sí mismo— ¡quiero escuchar todo!;
todo lo que grabaron los Beatles, incluidas sus carreras
solistas, que intuyo, han tenido.
Se mostró muy interesado en saber sobre el futuro de
la ingeniería de sonido, pero fui antipático y reacio a
seguir hablando de eso.
Solo le balbuceé al oído: “Existen pistas infinitas…”
Estrechamos las manos y salimos en un taxi hacia los
estudios EMI.
***
Juro por amor a Julia que, conocer a los Beatles del
66 fue lo más bestial, grandioso e irreal que haya sen-
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tido un ser humano en la historia (supuse que era el
primero en trasladarme en el tiempo). Contemplé el
delirante despliegue de dioses del rock, intentando
convencerme de que aquello no era un sueño, de que
realmente estaba allí.
Hacerles entender que venía del futuro fue un poco
más surrealista. La reacción inicial fueron risas generales
y luego sobrevino el enojo tras mi insistencia y
la complicidad de George Martin. Dejé que él tome la
palabra y les explicara mi idea.
Lennon fue el más reticente. Era desconfiado y celoso;
siempre fue mi preferido, aunque conocerlo en persona
fue una experiencia distinta.
—¿Acaso eres un espía de los Stones? Seguro fue idea
de Andrew Loog Oldham… ¡debe querer saber en que
andamos!
No contesté y él continuó:
—Si en efecto puedes viajar por el tiempo, ¿por qué
nos elegiste a nosotros y no a Mozart, o a Buddy Holly?
Es decir, puedes ir a donde se te antoje.
La pregunta me descolocó, pero recurrí a mi sinceridad.
—John, Uds. son la banda más grande de la música.
Además… —me contuve. No podía adelantarles casi
nada.
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Paul remató:
—No lo presionen, solo… déjenlo ser.
Terminaron de creerme (o eso creo) cuando, sin más
remedio, revelé alguna información del futuro. George
Harrison me puso a prueba preguntándome el título
que él tenía en mente para un posible primer disco
solista, el cual acerté. Lo mismo ocurrió con el nombre
de un hijo de Paul. De todos modos, el asombro y la
desconfianza hacia mí, tardó en atenuarse.
Aunque sí había algo que debía contarles: cuál sería
su último disco. De cualquier manera, lo sabrían en
poco tiempo. ¿El riesgo?, eso revelaba algo: una separación,
una pausa en la banda o algún hecho trágico
que determinara el final. Preguntarían que pasó,
quien tuvo la culpa o si fue por algún factor externo o
por la muerte de algún integrante.
—No puedo aceptarlo —dijo Lennon cuando anuncié
el lanzamiento de su último disco para 1970—. Va contra
todo lo que soñé para esta banda. Si pasara algo así
me volvería loco.
Esperé que George Martin intercediera, pero John
prosiguió excitado:
—¿A qué viniste? ¡¿Acaso te creés más grande que Jesús?!
Me retiré del estudio un rato y reflexioné que, por lo
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menos ahora, no habría fogatas con sus discos.
Con mil dudas sobre mi futuro personal, pero decidido
a instalarme en el Londres del 66, recibí la propuesta
de George Martin de vivir en la ciudad por el
tiempo que quisiera. El mismo productor me ayudó a
alquilar un departamento a unas cuadras del estudio
EMI, sobre la calle Abbey Gardens, un barrio señorial,
idealizado durante mi fervor adolescente por la banda,
la cultura y las construcciones inglesas.
Era una vivienda muy cómoda, con habitaciones amplias,
una gran cocina y una sala de estar clásica, que
me recordaba a las películas de Sherlock Holmes. Demasiado
para mí. El pago de locación corría por parte
de George Martin, sin contar el arreglo al que habíamos
llegado con la banda, de percibir el 5% de las ventas
de los discos. De algo tenía que vivir; además, mi
llegada desde el futuro había simplificado la labor de
cada uno de los participantes, ya sean los cuatro músicos,
el ingeniero y el productor. Los temas ya estaban
grabados y listos para que el mundo enloqueciera.
Solo tenían que dedicarse a componer nuevo material.
En poco tiempo entablé una relación de charla simpática
con Lilly Clark, la encargada del edificio: una
morena inglesa de raíces afros, a quien, en cada con-
23
versación, imaginaba como una verdadera ancianita,
del siglo XXI.
—¿Así que trabajas en estudios EMI?, debes conocer
a los Beatles…
Pensé: “Los conozco desde antes de trabajar con ellos
y mucho después de que se separen”.
—Sí, los conozco, son buena gente.
—¿Y tú qué instrumento tocas?
Sonreí tímido, mirando al suelo y contesté:
—Ninguno señora Clark, solo soy administrativo.
El recuerdo y la preocupación por el paradero de Julia
era un asunto que me tenía inquieto. No podía dominar
mi tristeza aun ni en el estudio. Necesitaba saber
que estaba bien. Si es que había probado el líquido
mágico, mi gran interrogante era ¿en qué había pensado?
Eso me daría la respuesta de su destino. Medité
la posibilidad de volver al hall de la universidad, antes
de que aprobara su final, y así frenar su traslado a “no
sé dónde”, pero temí que eso provocara que yo nunca
supiera como viajar en el tiempo y esto me entusiasmaba
cada día más. Las cartas ya estaban echadas y
yo quería jugarlas. De última, si algo salía mal, tenía el
tiempo de mi lado, como cantaba Mick.
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Un detalle fundamental: tras esa vuelta a 1966, además
de la temprana muerte de Epstein, algo había
cambiado en la formación de la banda. Ringo Starr no
era el baterista, sino ¡Pete Best! Pero las baterías de
los temas que les enseñé, estaban grabadas por Ringo
(salvo “Love me do”), y él cantaba y componía un
par de temas. Esto, en mi realidad. En esta, Pete Best
ya había sido parte del proceso de grabación de todos
los discos y actuaciones en vivo hasta mi llegada. Comenté
esto a George Martin y a los cuatro músicos,
una noche luego de ensayar “With a little help from
my Friends”, cantada por McCartney.
Ringo seguía tocando en Rory Storm and the Hurricanes
por todo Europa, con un éxito bastante mayor al
que yo tenía registro. Los Beatles lo conocían porque
había arrancado con ellos en los comienzos.
Y mientras George Martin se encargaba de los tramites
de publicación de “Revolver”, los Beatles me pidieron
que desaparezca por un par de días. Cuando me
llamaron para volver al estudio, la noticia me la dio
Lennon.
—Decidimos ubicar a Ringo y que toque con nosotros.
Echaremos a Pete.
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No tuve el coraje para expresar un comentario; solo
miré a Paul, que me devolvió un gesto sereno.
—Siempre supimos que Ringo era nuestro baterista,
es un gran músico —agregó Harrison—, pero Brian
Epstein insistió en que Pete debía ser el baterista. No
sé qué ocurrió en el medio, pero estamos a tiempo de
reemplazarlo.
A dos semanas de vivir en Londres, mi intromisión
ya estaba torciendo la historia. El cambio de baterista
fue tapa de todos los diarios del mundo; provocó
polémicas en las calles, discusiones en las radios más
escuchadas y significó la primer gran controversia que
se desataba en mi presencia. Best se mostró furioso y
confundido con la banda, pero sobre todo conmigo y
con George Martin, quien tuvo que atajarlo en el estudio
3 para que no salte sobre mí, enardecido. Recorrió
varios medios de la época, como la emisora Klue
de Texas, donde tuvo su más fuerte ataque hacia mí.
En una entrevista en Late Night Line-Up, mirando a
cámara, reveló mi nombre y le confesó al mundo que
“los Beatles y George Martín se hicieron amigos de un
extraño hombre que viene del siglo XXI y trae consigo
música del futuro ¡Investíguenlo!”
Claramente, yo no había tomado la decisión y tampo-
26
co sentía culpa por ello. Además, él había tocado con
los Beatles durante seis años gracias a mi reboot. En
el pasado real, Pete Best no era más que un recuerdo
anecdótico dentro de la historia del grupo más famoso
del mundo; así que todo esto, le había llegado de arriba.
Aunque eso, él no lo sabía.
De todos modos, mientras el tema se mantuvo candente,
comenzó a correr por mi cuerpo un escalofrío,
un presentimiento de que mi castillo de naipes se desmoronaba.
Si la policía o la prensa averiguaban un
poco sobre este extraño personaje, mis argumentos
no tenían buen sustento; mi acento inglés no era tan
bueno y mis documentos falsos podían ser examinados
al detalle.
Tomé la decisión de esconderme un tiempo hasta que
se calme la excitación. Por las tardes, antes de entrar
al estudio, Ringo pasaba a saludarme. Lo esperaba con
té de Fortnum and Mason, mientras en mis parlantes
sonaba el “Ziggy Stardust” de Bowie.
Harrison se encargó de relatarle la razón de mi permanencia
en Londres, explicación que Ringo no terminaba
de digerir, pero que agradecía profundamente.
—Me gusta esa canción “This is Starmaaan”, ¿es un
grupo nuevo?
27
Mientras el mundo discutía el porqué de la decisión,
nosotros, debatimos semanas enteras junto a los Fab
Four y Martin, proyectando y organizando la edición
de los discos, presentaciones ante la prensa y sesiones
de composición.
Después de un mes de debates, tres estuvieron de
acuerdo con mi plan; sin embargo, John nos propuso
algo más ambicioso. Se había empecinado en hacer las
cosas a su manera.
—Quiero que nos muestres música de otros autores —
afirmó—. Saber que compuso Hendrix en los 80´s, o
Elvis en el año 2000. Quiero hacer canciones de músicos
que aún no nacieron y de géneros que no se inventaron.
Paul y George se negaron a la codicia de Lennon, aunque
Ringo apoyó la propuesta.
—No tiene sentido hacer algo así John —expliqué—.
La vida tiene que sorprenderlos. Demasiado tienen
Uds. ya con toda esta barbaridad. De mí no van a sacar
más información que la que deban oír. De todos modos,
todo lo que sé del futuro, va cambiando segundo
a segundo…, ya no estoy seguro de poder volver atrás.
John se ponía irascible en el estudio cuando el resto
no opinaba como él.
28
—¿Sabes qué? ¡Nosotros somos los Beatles, tú no eres
los Beatles! ¡Aquí son nuestras reglas!
George Martin agachó la cabeza y lamentándose agregó:
—No creo que sea buena idea apropiarse de las canciones
del futuro, estaríamos modificando aún más el
rumbo natural de la evolución musical. Podría ser una
catástrofe, John.
Lennon dejó su guitarra, se acercó a mí tanto que podía
besarme, y con rostro ofuscado me dijo:
—Toda tu maldita historia del futuro. Ya no te creo, no
eres Dios. Solo creo en los Beatles, y en mí.
La séptima persona que tuve acceso al secreto fue
Geoff Emerick, ingeniero de sonido y empleado de
EMI. Con él trabajamos bastante también.
Se ocupó de que el material que yo le proporcionaba,
pudiera adaptarse a la tecnología de aquella época.
Solíamos almorzar juntos en el Isows Restaurant en
Soho Brewer Street, donde un par de veces nos cruzamos
con Muhamed Ali. Algunas noches íbamos a comer
acompañados por Paul y George Martin.
Geoff fue el primero a quien le conté sobre Julia.
Una noche me dijo:
—Robert, esto de jugar con el tiempo no es muy buena
29
idea. Ignoro que estarás cambiando de tu pasado, porque
es mi futuro y para mí el transcurso del tiempo es
lo más normal del mundo, pero si vas a cambiar algo,
que sea para bien, amigo.
—Te aseguro que mi plan es lo más generoso que pueda
haber hecho por los 4 músicos y por el mundo. Podrán
llegar grandísimos artistas Geoff, muy pronto y
de hecho ya los hay, pero… como los Beatles no habrá
nada igual. Son más que música.
Geoff intimidaba con sus casi 2 metros, pero generó
en mí una sensación de confianza inmediata.
—Tu Julia aparecerá en el momento en que más la necesites;
así son las mujeres.
***
El 23 de julio de ese año aproveché a distenderme
del mundo musical y le pedí a George Martin, que me
acompañase al barrio Wembley. Hubiese querido ir
con Paul o John, pero a esa altura, no era conveniente
provocar demasiada histeria en el público. Y menos en
un partido de la selección local.
—George, ¿estás al tanto de la Copa del Mundo?
Martin sonrió y con ironía esbozó:
—¡La Copa del Mundo! Sé de buena fuente que la Rei-
30
na no estuvo de acuerdo con la organización del evento,
pero los intereses económicos lo hicieron posible
—levantó su dedo índice y como quien se sabe erudito
en el tema, dijo:— Además, el equipo hace aguas por
todos lados. No tenemos chance de levantar el trofeo.
Reflexionó un segundo y me miró:
—¡No me quites la sorpresa!
Ese sábado, entramos juntos al estadio Wembley por
la South Way. Indescriptible fue la sensación de estar
en ese templo mítico, viendo un Inglaterra-Argentina,
que, aunque yo nunca lo había visto completo, sí sabía
el resultado final.
Me vi tentado a provocar algo que cambie el resultado,
porque hubiera querido que Argentina gane, pero modificar
algo en ese partido significaba un efecto dominó
de acciones diferentes a las que todos conocíamos.
Y no quería averiguarlo.
Cuando el capitán argentino Antonio Rattin pasó expulsado
cerca de la grada donde nos situábamos con
George, presencié la famosa apretujada del banderín
con la bandera inglesa. Sentí una emoción profunda,
un orgullo por mi patria que estaba siempre latente a
pesar de mi gusto por la música y la cultura inglesa.
Con detalle, pude revivir ese instante infinitas veces
por YouTube. Si buscan el video, en el momento justo
31
del estruje, pueden vernos a George y a mí, que estoy
con camisa blanca, corbata y lentes negros. Esos que
llevaba puestos eran de Paul.
Una semana más tarde, Inglaterra levantaría el trofeo
gracias a sus cuatro goles frente a Alemania. Sentí alivio.
Las revelaciones futuras siempre fueron mi mayor
miedo. Ellos o cualquiera que supiera de dónde venía,
inevitablemente querrían saber, hacerme preguntas.
Es algo natural del ser humano tener curiosidad sobre
lo que va a pasar. Yo mismo la tenía. ¿Qué pasaría en
mi futuro actual, que también era mi pasado? Quizás
porque tampoco podía imaginar más allá del 2019, era
que solo quedaba trasladarme hacia atrás. Era esa la
manera en que funcionaba el brebaje.
Y en ese sentido, es que había creado un conflicto del
cual ninguno de ellos era consciente: el desvío en sus
historias personales. Con mi irrupción en sus vidas,
¿Yoko se cruzaría con John?, y ¿Chapman tendría la
oportunidad de dispararle en el Dakota?; incluso era
probable que Lennon ni siquiera se mudase a Nueva
York.
Por otra parte, Paul conoció a Linda Eastman en el 67,
por lo que quizás también negaría esa relación.
32
Eran demasiados cambios importantes, del pasado
que yo conocía. Sería cuestión de no abrir la boca,
nunca revelarles detalles y entender que esa historia
ya era ficción.
Para George y Ringo el destino era el mismo: cambio
absoluto de sucesos, pero la ventaja era, poder crear
más música de la que yo conocía.
En el traslado a 1966, en el que pensaba establecerme
un tiempo prolongado (aunque incierto), llevé conmigo
varios objetos de utilidad y de valor sentimental.
Fotos de mi familia, de amigos y de Julia, en quien
depositaba mis pensamientos cada vez más; falsifiqué
documentos de nacionalidad inglesa y argentina: era
Robert Puger, nacido en Londres, el 7 de febrero de
1940. Mi mayor temor era ser interrogado por policías
o agentes del gobierno y confiaba en que mis falsificaciones
fueran verosímiles, pero no era bueno actuando
y mis nervios podían delatarme como en el cuento
de Edgar Allan Poe.
En mi mochila azul, además, cargué un artefacto de
peligrosa tenencia: un iPhone X con más de 8.000
canciones de todos los artistas y épocas. Procuré meter
el cargador del dispositivo y llevar una cantidad
considerable de Libras para vivir, hasta que la aven-
33
tura me sorprendiera ganando algún dinero extra, haciendo
algo que aún desconocía.
La noche en que me transporté al pasado, también
cargué en mi bolso, vinilos del Sgt. Pepper´s Lonely
Hearts Club Band, Magical Mistery Tour, The White
Album, Yellow submarine, Abbey Road y Let it be.
Además de una caja con extras que aún no tenía intención
de mostrarles. La llamé: “La caja solista”.
Comenzamos el trabajo en mayo de 1967, luego de
lanzar al mercado el fantástico Sgt. Pepper…, del cual
rescato algunas anécdotas: John pasó toda una tarde
analizando y criticando cada personaje de la tapa, porqué
este o aquel y preguntando quien habría sugerido
cada famoso. “El único que merece estar es mi amigo
Stu Sutcliffe y Carl Marx, la portada serían solo ellos”.
Procuré no demostrarle importancia a su comentario.
Hubiese lamentado un cambio estúpido como ese.
La otra anécdota la provoqué yo, en mi única participación
en una canción de los Beatles. Sugerí a Martin
en privado que grabásemos el final de “A day in the
life”, porque en su opinión, no había quedado del todo
bien. George Martin nunca había dicho eso, pero pasarían
los años y mi ego me reclamaría una mínima
34
presencia en un disco.
Una mañana preparamos pianos para Paul, John,
Martin y para mí. El super acorde de 43 segundos se
grabó en 11 tomas y la última quedó plasmada en quizás
la mejor composición a dúo de Lennon-McCartney.
En junio también organizamos la interpretación en
vivo de “All you need is love”, canción que Lennon no
quiera cantar, a pesar de escuchar su voz en la grabación
original. “Es muy naif y simplona” comentó. Ringo,
que contrajo Amigdalitis y debía ser reemplazado,
planteó una duda en la gente. Hasta un reportero
cuestionó a Lennon sobre por qué no le habían dado
la oportunidad a Pete Best de reemplazar a Ringo, a lo
que John, esta vez coherente, respondió: “Ya tuvo su
oportunidad con nosotros y puede interpretarse como
si quisiéramos que vuelva definitivo, lo cual no es bueno
para él”.
Ensayaron la canción 2 o 3 veces con Charlie Watts y
la presentaron al mundo en el programa “Our World”.
Era el “Verano del amor”.
Pasé días enteros con George Martin en la sala 3 de los
estudios EMI, transformando el material y escuchando
los temas.
35
Amaba cantarlos, y anunciar con gestos algún arreglo
que estaba por venir. Eso a Paul lo fastidiaba, pero a
Ringo se lo veía feliz admirando sus propios pases y
golpes. John se molestaba o alegraba dependiendo de
cuan camuflada estaba su voz. De George advertí su
orgullo por el gran avance en sus composiciones. Lloró
cuando, años después, Martin puso “Something” en
los parlantes. Paul y John asintieron en un gesto de
aprobación.
Un viernes de julio con The Zombies ensayando en el
estudio vecino, tuve el descuido de revisar unos temas
en el IPhone y Lennon lo notó:
—Y dime morsa viajera, ¿cómo metiste todas esas canciones
ahí dentro?; hasta donde sé, la música se escucha
en discos redondos.
Dudé en hablar demasiado del futuro, pero consideré
que mi comentario no iba a causar problemas.
—En mi época existe algo llamado Internet, es una red
global donde todos compartimos conocimientos y archivos
digitales.
John sonrío sarcástico y comentó:
—¿Eres militar entonces? hemos oído hablar al presidente
americano sobre esa red, solo ellos tienen acceso
a esa tecnología.
36
—Es cierto —respondí—, solo entiende que, entre hoy
y el día en que me fui, pasaron 50 años de evolución.
Muchas cosas cambiaron John.
Paul se mostró pensativo y preocupado:
—Por lo tanto, si la gente escucha música por allí, ¿ya
nadie comprará discos? ¿De qué viviremos los músicos?
—Uds. estarán salvados. ¡Son los Beatles! —dije, mientras
John fumaba en un sillón y el resto reía.
Debo decir que, aunque parezca irracional, los Beatles
no estaban conformes con muchos de sus temas. Objetaban
arreglos, solos de guitarra, efectos en las voces,
acordes “mal usados”.
—No entiendo porque razón compartimos los créditos
a dúo con Paul… si cada uno compone lo suyo —John,
de brazos cruzados y con gesto hosco, cuestionaba
aquella decisión de firmar todo como “Lennon-
McCartney”.
Harrison objetó: —¿Y yo? ¡sólo 11 canciones en 6 discos!
—Debe haber un error —dijo McCartney queriendo
apaciguar la situación. Por dentro me solidaricé con el
guitarrista que, aunque fue una pata más de la mesa,
37
los dos líderes lo mantuvieron al margen durante
años, sin dejarlo aportar canciones. Con el tiempo demostró
que estaba a la altura.
Les expliqué: —Mi idea inicial, es que Uds. se dediquen
a componer libremente la música que quieran y
yo les entrego sus discos ya hechos y listos para lanzar.
—Paul dejó de tocar y me observó atento—. Pero lo
único que escucho son cuestionamientos a Uds. mismos,
por algo que ya está hecho, que la gente consumió
durante 50 años y que ya son clásicos de la música
universal.
George Martin agregó: —Relájense, lo que dice este
muchacho es cierto. No escuchen más sus obras. Lo
más probable es que terminen copiándose a sí mismos.
Tomen sus instrumentos, el lápiz y hagan lo que
más saben.
Geoff Emerick prometió no hacer sonar ningún tema
ya escrito en presencia de los cuatro, salvo que George
Martin lo indicase.
Casi a fin de año Paul me sobresaltó con una buena
noticia para él, pero extraña para mí. Se sentó al piano
y me dijo:
—Escucha Robert, esta canción es para mi nuevo
amor: se llama Linda. Es fotógrafa.
38
Si mal no recordaba, esa era la fecha en la que ellos se
habían conocido, pero dadas las circunstancias peculiares
del tiempo y las condiciones caóticas que habíamos
desencadenado, cualquier pequeño cambio debería
haber variado el antiguo pasado que yo conocía.
Me alegré por ellos.
Pasaron los meses y 1968 llegó con los cuatro trabajando
en la sala, zapando, escribiendo letras para nuevos
temas. Aunque las sesiones eran muy poco productivas
para mi gusto. Y esa era la parte que a mí más
me interesaba. Era el objetivo esencial de mi permanencia
allí.
Algunas pocas cosas sugestivas de Paul me llamaron
la atención. Una mañana, comenzó a tocar algo muy
similar a “Band on the run”. Dejé que continúe sin
prevenirle que ese tema ya existía y en una semana
de grabación, terminó siendo casi idéntico al que yo
conocía. Me pregunté si servía, y pensé: “Quiero escuchar
cómo suena tocada por los Beatles y quizás le
sugiera a John que cante la segunda parte”.
En agosto se lanzó el álbum “Yellow Submarine”,
acompañado con su respectiva película, en la que ninguno
de los cuatro músicos participó, salvo una breve
39
aparición en un gag sobre el final, que ejercía de presentación
para la canción “All together now”.
—¿Recuerdas quién arregló las piezas orquestales? —
indagó George Martin.
Como no acordarme de aquel dato. “Pepperland” era
mi favorito del álbum.
—Arreglos, producción, mezclas y composición a cargo
del “Quinto Beatle”.
George no terminó de entender mi acertijo; me arrebató
el vinilo de las manos, revisó la contratapa y allí
apareció su enojo.
—¡No lo puedo creer! Robert… hubiera disfrutado muchísimo
la experiencia de trabajar con estas obras…
Miré a Neil Aspinall, el asistente personal de la banda
a quien yo no le caía en gracia en lo más mínimo,
No era él quien iba a poner paños fríos por mí en ese
momento. Hice un débil intento por disculparme de
algo que era irremediable, pero Martin, con una ira
elegante me expresó:
—Me has arrebatado una anécdota maravillosa de mis
recuerdos. Hubiese sido una fiesta para mis sentidos.
¿Dijiste el “quinto Beatle”?
A pesar de los choques con el grupo y la gente que los
rodeaba, comprensibles hasta cierto punto, las tardes
40
de composición con Paul, Ringo y el solitario Harrison
eran amenas y divertidas; hasta que algún acido
comentario de John ponía tensión en el ambiente. El
cantante solía ser mordaz en sus críticas hacia Paul y
hacia mí. Durante meses, le molestó mi presencia en
el estudio o que tomara el té con McCartney. La misma
incomodidad que sentía Paul cuando Yoko interrumpía
los ensayos de “Abbey Road” instalando una
cama para ella en el estudio. Eso, John, quizás nunca
lo sabría. Su obsesión por liderar la banda era evidente;
era el líder, pero si otra persona competía por el
puesto, prefería disolver la banda. Era él o nadie.
En una cena que organizó Peter Wilcox en su mansión
‘Beckingham Palace’, en Hertfordshire, conocí a Andy
Warhol. Wilcox era un neurocirujano prestigioso de
quien Lennon ostentaba ser amigo (cuando lo lógico
sería que fuese al revés) Era una relación fría, llena de
abrazos más interesados que afectuosos. Si se vieron
seis, siete veces en sus vidas estaría exagerando.
Nunca fui invitado al evento. en realidad, aparecí con
los Fab Four como un objeto más del staff. En un patio
interno, sentados en algo que parecía de mimbre, estaban
Bob Dylan y Harrison intercambiando un porro;
41
el americano me observaba con sus ojos entrecerrados
y rojos mientras George le susurraba al oído, quizás
contándole quien era yo y de dónde venía. Intuyo que
Dylan creyó que al Beatle ya le había pegado demasiado
el humo, por eso no me preocupé. Me corrí de
su visión, tomando una copa de champagne al pasar y
allí lo vi: el gran artista Warhol. Debo reconocer que
ver a ese hombrecito con pelo blanco de espaldas, me
hizo temblar las piernas. Mi capacidad de asombro se
mantenía intacta. Una bendición si se quiere.
Ni bien se dio la oportunidad, me presenté y le pregunté
como imaginaba el mundo en el año 2000.
McCartney levantó una ceja y esbozó una sonrisa
mientras miraba de reojo a un Ringo Starr desentendido
ya de todo, luego de varios tragos de Ron.
Lennon que conversaba cerca, muy cautivado con una
artista oriental, con orgullo aventuró: —En esa época
seré un joven de 60 años, escritor de libros para niños.
Andy me observó con su rostro de mascara y dijo:
—¿El 2000? ¡que vintage! venimos imaginándolo desde
hace 100 años. Con cada movimiento que hacemos
el futuro está avanzando. Seremos entes superfluos.
Tú por ejemplo… en el futuro tendrás 15 minutos de
fama. Todos serán famosos durante 15 minutos.
Brindamos por eso mientras él seguía mirándome fijo.
42
Nunca supe si estrenó su frase insigne esa noche, pero
sí sé que cuando volví al 2019, Warhol aún era un anciano
de 91 años.
Esa noche me dormí muy tarde pensando en Julia, en
Warhol y en que Lennon había conocido a Yoko Ono.
Una noche de noviembre de 1968, ya con “The White
Album” publicado por Capitol Records (Apple no
existiría jamás), volví al loft agotado, luego de 15 horas
encerrado en el estudio 1, siendo testigo privilegiado
de un grupo de músicos geniales, que componían bestialidades
sin despeinarse.
Preparé un sándwich y una cerveza, pero noté que había
olvidado algo en la sala. Postergué la cena y regresé
corriendo a EMI. Los autos de los Beatles ya no estaban
en el parking, pero aún quedaba George Martín
revisando grabaciones.
Entré por una puerta de emergencia y me dirigí hacia
él.
—¿George, los muchachos ya se fueron? ¿por casualidad
viste mi bolso azul?
Le prestaba mucha atención a ese objeto. Lo apoyaba
siempre en un sofá a espaldas de la consola que manejaba
Emerick. Pero no estaba allí.
—Los chicos salieron a cenar y ya no vuelven hasta
43
mañana a las 7.
Una incertidumbre surgió en mi cabeza; una extraña
sospecha. Volví a casa y descansé procurando estar en
el estudio antes de que alguno de los cuatro llegara.
Pero no fue así. Me quedé dormido y lo lamenté, porque
no pude cerciorarme si alguien había tomado mi
mochila y la devolvía por la mañana. Allí había información
sobre el futuro que podía complicar demasiado
las cosas y hacer que todo tome un rumbo diferente
al que me había planteado.
Entré al Estudio 1 y mi mochila estaba apoyada sobre
el piano, aquel donde McCartney grabaría “Let ti be”.
La llevé al baño y revisé que todas mis pertenencias
estuvieran allí. No faltaba nada, pero cuando tomé el
iPhone vino a mi mente el pequeño oso que intuía que
alguien había tomado su sopa y dormido en su cama,
en aquella fábula escocesa.
Ese día, con actitudes dudosas hacía mí, grabaron
“Real Love” y “Free as a bird”, dos canciones del proyecto
“Anthologhy” de 1996, que mostré a George
Martin, porque presagiaba que no iban a necesitar
ninguna antología en el futuro y quedarían olvidadas
en una recopilación que el mundo nunca escucharía.
Mas tarde, dos de ellos subieron a la cabina y me confesaron
su trampa: la noche anterior, mientras espiaba
44
abstraído el ensayo de los Who en el Estudio 2, George
y John tomaron de mi bolso el iPhone, un artefacto en
extremo sorprendente y exótico para su entendimiento,
pero en la práctica, intuitivo de utilizar.
Lograron distraerme enseñando un tema nuevo.
—Escucha esto Robert… —anunció John— te va a encantar.
Entre tanto George, retiraba el teléfono del bolso y con
cuidado lo escondía bajo el sofá.
La canción era bastante buena y cuando terminaron
de interpretarla, George me pidió que lo acompañase
a fumar un cigarro al patio delantero.
—Tienes cara de cansado Robert... ¿porque no te relajas
un poco? Ve un rato a descansar, mañana te mostraremos
el tema terminado.
Era George Harrison el que me aconsejaba, y yo no dejaba
de ser un joven de 27 años, alucinado por ver a los
Beatles a diario y en su juventud. Asentí sin refutarlo y
me despedí de allí, sin recordar tomar mi bolso.
—Envíales a todos mis saludos, George.
Habían procurado dejar en la campera, mis llaves, que
siempre guardaba en el bolso. Un plan perfecto.
Semanas antes de lanzar al mercado, Abbey Road,
John comenzó a tocar en el piano una melodía muy
45
buena, que me sonaba de algún lado.
“Just as I thought it was going alright, I find out I’m
wrong, when I thought I was right, It’s always the
same, it’s just a shame, that’s all” cantaba. La ficha me
cayó al instante y la historia del bolso se cerraba. John
y algunos cómplices más, habían escuchado tracks que
tenía cargados en el iPhone. Lennon había profanado
“That´s all”, un éxito de Genesis de 1983.
Y el resultado de aquella ratería también se vio reflejada
durante toda mi visita en Londres, con la interpretación
de algunas otras canciones.
Me molestó bastante su actitud, pero intenté no interceder,
esperando que la sorpresa desapareciera, lo
cual nunca ocurrió. Lennon además se había aprendido
los acordes enteros de “Sowing the seeds of love”
de los Tears for Fears, pieza a la que el resto se sumó a
zapar. Recuerdo también a Harrison con su acústica,
esbozando el estribillo de “There she goes”, una canción
que sin dudas sonaba beat, aun cuando The La´s
la estrenara en 1987. Geoff me preguntaba si lo que
tocaba Ringo era suyo o del futuro, mientras el baterista
ejecutaba la base rítmica de “Personal Jesus” y
Harrison lo acompañaba con la Gibson Les Paul.
George Martin y Emerick quisieron convencerme de
que, en definitiva, todo ocurría así porque yo lo había
46
forzado. Si los Fab Four tenían acceso a cierta música
del futuro, nadie se enteraría de todos modos y en
consecuencia aquellos artistas nuevos, deberían componer
otras obras distintas.
Pero seguí fastidioso, sobre todo con John y George,
y frustrado conmigo mismo. Por eso decidí rebootear
una vez más los acontecimientos, volver a 1958 y de
nuevo a mi 2019, sin saber ni importarme las consecuencias
ni los cambios que podía ocasionar. La treta
de Harrison y Lennon había ido más allá de mi zona
segura con respecto a las revelaciones. ¿Qué sería de la
historia, no de la música, sino del mundo, si Los Beatles
saqueaban canciones y estilos que aun necesitaban
tiempo para desarrollarse? Quizás muchos artistas ni
siquiera tendrían el incentivo para ser músicos si la
chispa que los encendió, cambiaba su rumbo; y muchos
otros que, en el pasado real, no trascendieron, de
repente podían transformarse en estrellas mundiales.
Mi idea inicial era otra, y quería respetarla. Además,
me mortificaba el enigma sobre Julia. Una y otra vez,
despierto, en sueños, con gente o solo en un parque,
me visitaba un aluvión de pensamientos culposos.
47
Tomé una decisión que cambiaría la dirección de los
acontecimientos.
El 20 de abril de 1969, disimulando enojo por lo sucedido,
me despedí de Geoff Emerick y me dirigí a mi
departamento donde tenía los ingredientes del líquido
mágico. A los 5 minutos de llegar, alguien golpeó la
puerta: era Paul McCartney.
—Ey Robert… escúchame. Todos sabemos que George
y John se equivocaron al meterse con tus pertenencias;
no lo justifico, ni Martin, ni Geoff, ni yo. pero…
—La decisión ya está tomada Paul, quiero hacer las
cosas como se gestaron desde un principio —Noté en
Paul una falsa calma: atento, pero a punto de objetar.
Se sentó en el sillón donde siempre tomaba su té
y musito:
—¡Vamos Mr. Time, tu tampoco eres un santo! Irrumpes
en nuestras vidas, cambias por completo un futuro
que solo tú conoces, pretendes moldearlo a tu manera
y que nosotros seamos títeres de tu función.
Percibí entonces como la ira empezaba a nacer en
Paul, algo que imagino habrán visto pocas personas.
—Dime, ¿acaso sabes si alguna vez conocí al amor real
y tú ahora vienes a impedir ese encuentro? ¡Y qué hay
de la banda! ¡O de mi carrera! ¡Dime si aún sigo tocando
hasta el año 2000!
48
—¡Los Stones si lo hicieron! —grité. McCartney torció
la cabeza, abrió sus brazos como invocando a Dios y
con su ceño fruncido murmuro:
—¿Estás bromeando Robert? Voy hacer de cuenta que
no escuche eso.
—¡Paul, fue un placer conocerte! —Con mi bolso a
cuestas y el brebaje llegando a mi boca, observé como
Paul saltaba sobre mí como un arquero, y rozaba mi
mano en el instante en que tragaba el ungüento y me
desvanecía, transportándome hacia 2019.
***
A medida que la discográfica lanzaba los discos ya grabados
en el antiguo pasado, Los Fab Four se juntaban
en la casona de George Martin para ver y criticar el arte
de las tapas. ¡Juro que eran 4 gallos peleando! Paul
quería cambiar siempre todo: el nombre del disco, de
los temas. Escuché cosas de Lennon como “¿por qué
estás descalzo en este cruce Paul?”, y el bajista respondiendo
“¿y tú porqué tienes esa barba horrible?”
Harrison proponía tomar nuevas fotos y a Ringo le
daba lo mismo todo mientras repiqueteaba cucharas.
La lluviosa noche del 7 de julio de 1969, después de
49
empaparme los pies en los escalones inundados de la
entrada, entré a la mansión de Ringo. Con sus amigos
y el resto de la banda, celebraban una fiesta intima. El
baterista cumplía 28 años. No recuerdo la cantidad de
gente que reconocí, pero fue desde luego un desfile de
celebridades: Keith Richards, y su inseparable Mick,
no podían estar más de un metro separados. Venían
de homenajear en el Hyde Park a Brian Jones, fallecido
4 días antes. Maureen Starkey, la esposa del cumpleañero,
charlaba con la muy delgada modelo Twetty.
Por supuesto estaban Mick Love y Brian Wilson,
Roger Daltrey, Eric Clapton, Billy Preston, Loo Reed,
los actores Paul Newman y la exuberante Elizabeth
Taylor. Me mantuve retraído, tomando champagne
junto a George Martin y un arquitecto brasileño que
nos contaba sus proyectos edilicios en la flamante capital
de su país.
La tormenta cortó el suministro un par de veces, y era
Neil Aspinall quien corregía la térmica para que la fiesta
se reanudara. Uno de esos apagones me encontró en
un pasillo largo, buscando un baño para desagotar el
alcohol, cuando una voz comenzó a susurrarme. Miré
inútilmente al vacío. Pregunté quién era, pero nadie
contestó. Sabía que había alguien allí. Tanteé las paredes
para encontrar una puerta y al volver repenti-
50
namente la luz, levanté la vista y descubrí que quien
estaba a mi lado era Charles Manson, mirándome con
la cabeza inclinada y su barba desprolija. Me incorporé
como pude, quise salir corriendo, pero el terror
me paralizó. Perdí la noción del lugar y el año en que
vivía. Solo estábamos él y yo en un corredor angosto.
Hasta dejé de escuchar el alboroto de los invitados.
“Eres un tramposo” murmuró, haciendo el gesto de
que me olfateaba.
Quise despegarme de él, pero me seducía con su voz
imitando a una serpiente, “no más mentirasssss”. Hasta
que John apareció con paso colérico y se le abalanzó
ebrio sobre sus espaldas. Me liberé y salí a fumar un
cigarro con gente, en teoría, más confiable. Reaccioné
con el corazón latiendo a mil, pero sin poder entender
lo que Peter Sellers me preguntaba. Regresé a casa a
las 6 de la mañana, y volví al estudio sin dormir.
***
La discusión con Paul y el traslado abrupto a 2019,
confirmó y develó otra gran incógnita que tenía cuando
descubrí lo del brebaje y los viajes a través del tiempo:
“¿Podía incluir más gente en estos paseos alocados?”
Entonces, sobre el asfalto candente del 14 de febrero
51
de 2019, con el sonido lejano de una moto, en pleno
barrio de suburbios de mi ciudad, parado con traje
azul oscuro, descalzo, despeinado y confuso, se hallaba
Paul McCartney, con 27 frescos años. Ahora se encontraba
frente a mi casa de la infancia, con la certeza
de que mis padres estaban dentro.
Por un instante nos quedamos callados, mirando a
nuestro alrededor. Paul observaba todo con la boca
semi abierta y una leve sonrisa.
—¡Cometiste una imprudencia Sir McCartney! —mi
enojo era bizarro e inconsistente. Por un lado, mi plan
se estaba bifurcando demasiado por hechos eventuales
y eso me preocupaba, y por otro lado me moría
por cruzar la puerta del chalet de mis padres y gritar:
“¡Mamá… papá, les presento a uno de los Beatles, lo
traje del pasado…!”
—¿Sir? ¿en qué año estamos? ¿en esta época ya me
nombraron Sir? —reí y negué al mismo tiempo.
—¡Paul es muy peligroso que alguien te vea! Ven conmigo.
—Llevé a Paul al quincho del fondo de casa, atravesando
el pasillo del costado. Escuché un murmullo
mientras caminábamos por el estrecho pasadizo.
—¡Chst… Juan! ¿te llevás un noviecito al fondo? Jiji.
Era Matilda, la vieja insolente y mal pensada de al
lado. Aunque le hubiese explicado quien me acompa-
52
ñaba, su ignorancia le hubiera prohibido conocerlo.
Dejé a Paul sentado en un lugar atestado de imágenes
del futuro, cuadros de campeones de futbol y algunos
posters de los Beatles.
—Espérame aquí Paul… iré a la cocina a preparar la
pócima para devolverte a tu época.
Ingresé sigiloso por la puerta de atrás, con una llave
que escondíamos en el marco. Mis padres, por suerte,
dormían la siesta en la habitación de arriba.
En un frasco de mermelada metí aquella poción y volví
a buscarlo, pero ¡McCartney no estaba!
—¡Paul... ¿dónde te metiste?!
Sentí sonar un piano desde el living y salí corriendo
con el rostro pálido y la sangre hirviendo.
—¡Juan, hijo, volviste!
Sentí el apretón y la alegría de mi madre tras verme
después de no sé cuánto tiempo, pero mi mente estaba
en aclarar quién era ese hombre.
—Mamá...
—¡Que divino tu amigo! no me lo presentaste, mirá
como toca Yesterday en el piano…
Abrasé a mamá para disimular y otro poco porque la
extrañaba y me dejé llevar por el momento. No dejaba
de ser un instante único, a pesar de la realidad.
—Él es un amigo del campus —improvisé— Tiene una
53
banda tributo a los Beatles…
—¡Ya sé! él hace de Paul.
—Si mamá, ¿cómo te diste cuenta?
Reímos juntos y ella terminó cantando la última estrofa
con el McCartney real, que lejos estaba de ser un
reemplazante.
Postergamos la invitación a tomar el té y nos dirigimos
de vuelta al quincho. Antes me despedí de mamá
por tiempo indeterminado y lamenté no preguntarle si
había noticias sobre Julia. Consumí esa asquerosidad
tomando de la mano a Paul y pensé en mi apartamento
de Londres, el 20 de abril de 1969. Allí estábamos
de nuevo en la empresa más ambiciosa de la historia
de la música.
Llegamos intactos y sin grandes cambios aparentes,
salvo las típicas manchas en las manos y la cara que,
en el bajista, también fueron muy evidentes.
Transcurrido aquel altercado, volvimos a EMI.
Al parecer, y solo para nosotros, la odisea de ir hacia
el futuro, había durado solo 1 hora. Pero lo más sorprendente
fue el recibimiento que le dieron a Paul, los
músicos y el productor. Todos corrieron a abrazarlo.
Nuestra aventura, para los de 1969, ¡había durado 2
meses!
54
Y allí reviví uno de los grandes mitos de la cultura pop.
—¿Paul, qué te pasó en la piel? tienes manchas extrañas…
y tus orejas se ven diferentes. George Martin
examinó a McCartney como lo hace una madre luego
de que su niño tropezó en la tierra. Ringo rodeó al bajista
en un círculo perfecto, sin dejar de observarlo con
detenimiento. El cuello de Paul no podía girar en 360,
pero hizo el intento.
—¿Qué pasa? ¿qué hay de extraño conmigo? ¡Soy
Paul, estoy vivo!
—¿En serio?, —respondió su amigo John, soltando
una carcajada— porque el mundo anda diciendo otra
cosa.
Intuí la confusión y me apuré a aclarar que habíamos
viajado al futuro solo 1 hora: “Fue un accidente…”
—Aquí fueron 2 meses de incertidumbre para todos y
sobre todo para la prensa mundial.
Harrison hablaba poco, y aportaba sus pensamientos
siempre con un tono tímido.
—Nos estuvieron acosando día y noche —agregó
Lennon.
—Escucha Paul… —Martin nos invitó a sentarnos y
pidió a Neil, bebidas para todos —un tal Wallance y
Jills Templeton, ambos miembros de Scotland Yard,
presentaron hace unas semanas, un documento que
55
confirma tu muerte.
Martin me miró con rostro ceñudo cuando insinué
una leve sonrisa…
—Dicen que tuviste un accidente automovilístico,
donde el coche en que ibas tú, fue embestido por un
camión en el cruce de Abbey Road y Belsize Road, en
el norte de Londres.
Todas las miradas apuntaron hacia mí, buscando una
explicación rápida, al suponer que yo sabía “todo”.
—Estuvimos juntos todo el tiempo; no se alarmen, no
hubo ninguna muerte. ¡Les devuelvo al verdadero!
—Si estuviera muerto, —me cortó McCartney— yo sería
el primero en enterarme. Así que, no hay más nada
que explicar… soy yo, Paul.
Lo cierto era que George Martin, que no apoyaba la
decisión de abandonar los recitales, había arreglado
una onerosa presentación para la BBC. Al no poder
cancelar el show por las publicidades vendidas, enseguida
propuso un sustituto de Paul. El elegido fue
el bajista canadiense Billy Shears, también conocido
como William Campbell, con quien Paul guardaba un
gran parecido. Nadie sabía que ese, no era el verdadero
McCartney.
56
Y fue a propósito del rumor global que la prensa inglesa
analizó y encontró una serie de supuestas pistas en
las portadas de los discos, en las que sembraban las
dudas de si Paul estaba vivo o lo habían reemplazado.
—Fueron solo especulaciones y material para crear
el mito entre los fans —dije. Aunque con cambios, la
anécdota se repetía. El pasado también tiene memoria.
En diciembre del 69 los Beatles grabaron por fin 4 demos
nuevos. Lennon aportó un mid-tempo pop titulado
“Covert Slavery”, que me recordó a “Working class
hero”, y “Bad dream”, una balada melancólica y testimonial,
dedicada a su madre (años más tarde, saldría
a la luz “Mother”, aunque sin tener que componerla).
Paul compuso “Tomorrow Home”, una exquisitez de
varias partes que me sonaba mucho a Wings; y George,
parodiando a su “Here comes the sun”, escribió “Here
comes the rain”. Sentí escalofríos cuando la escuché.
Otra tarde, Ringo nos mostró la maqueta de un tema
bastante rockero al que tituló “She’s my lover”. Una
pieza que reconocí en los inicios del 2000. Ringo sin
que nadie lo sepa (salvo yo) se estaba adelantando a
su época.
57
El cambio de década significó un volantazo a mi objetivo
principal, que era mantener viva a la banda. En
cambio, fue fiel a la historia que yo conocía: Los Beatles
querían separarse. El inconveniente más grande e
ineludible era que ya no tenía más material ni discos
que mostrarles. Eso Martin lo sabía. Evaluamos utilizar
el material nuevo pero la cosecha era pobrísima.
Desde hacía tiempo, salvo Ringo que siempre era neutral,
los tres restantes miembros se llevaban pésimo.
La fuerza de la historia imponía su dictamen. En algún
momento la banda más grande del mundo, en su
instancia musical más notable, tenía que finalizar. Ni
siquiera alguien que manipulara el tiempo y espacio,
como yo, podía reprimir esa energía arbitraria.
El 8 de mayo de 1970 las casas de discos vieron como
las multitudes reclamaban “Let it be”, el último disco
editado.
Harrison reparó en la tapa:” Ni ayer ni hoy, podríamos
sacarnos una foto juntos. Pero todas las cosas deben
pasar”
Comenzaron a tomar rumbos opuestos, a no hablar
más entre sí, ni a juntarse para planificar el futuro del
grupo. Las diferencias creativas y personales eran insalvables.
El primero en dar un paso al costado fue McCartney y
58
el resto lo siguió.
—Yo ya estaba afuera hace tiempo —aseguró Lennon
que afloraba su pico de vanidad.
Harrison, que ya me había comentado sobre su álbum
solista, propuso un último recital en un lugar íntimo,
para poca gente.
Presté especial atención a lo que venía cuando
McCartney sentenció: “Prefiero despedirme de la gente
que compra nuestros discos, en un recital al aire libre,
gratis, donde todos puedan escucharnos”.
—Pero en la calle no se puede, no les darían permiso
para cortarla —dije, queriendo forzar otra opción.
—Entonces toquemos en la terraza de algún edificio
—dijo Ringo y nadie se opuso a su loca idea.
Luego del show en la azotea de EMI (Apple ya no existía
en el nuevo pasado), donde tocaron los poco ensayados
cuatro nuevos temas, me replanteé mi estadía
en 1970. Había vivido en aquel Londres durante 4
años. 4 alocados años de convivir con mis más grandes
ídolos, de compartir lo inimaginable. También de
sufrir por la desaparición de Julia: quería verla con
vida; de no ver a mi familia, de intentar cambiar un
destino intocable. Cambiar la dirección de la banda y
pretender darle valor agregado había sido una empre-
59
sa irrealizable, utópica.
El 25 de mayo de 1970, me despedí de la ciudad, sin
avisar a nadie mi marcha. Tragué aquella basura de
líquido e imaginé mi casa, unos instantes después de
mi visita con Paul, en 2019
Sin saludar a mis padres, subí acelerado y me encerré
en mi habitación.
Antes de meterme de lleno con el misterio de Julia,
busqué arrebatado un libro. Tenía una duda, un temor…
Escuché el grito mi madre: ¡¿Juan, estas ahí?! ¿volviste
hijo?
Llevé mi mano a la boca instantáneamente, como si
no pudiera callarme solo. El viaje en el tiempo me seguía
ocasionando problemas. Sentí mis labios resecos
y en mi dentadura faltaban muelas. ¿Las había perdido
en el camino? Encontré “John Lennon: The life”
el libro de Philip Norman en mi repisa Beatle. Antes
de buscarme en el índice onomástico, abrí el último
capítulo, que se llamaba “NEW YORK, ÚLTIMA PA-
RADA” y allí estaba: en página derecha, completa, la
imagen del miserable, el despreciable Mark Chapman.
Mis padres golpearon la puerta:
—¡Juan sabemos que estás ahí, abrinos por favor!
60
¿qué te pasó?
Pero no podía salir, tenía que hacer algo por mi amigo.
Revisé en la mochila, que alguna vez me habían robado
él y Harrison y en el bolsillo lateral, encontré un
frasco con el líquido repugnante.
—¡Vamos a tirar la puerta abajo Juan!
Mi madre no me daba opción: me calcé la mochila
y tragué mi poción mientras mi padre derribaba la
puerta con una patada y veía como me convertía en
un fantasma.
Imaginé un 8 de diciembre de 1980 por la tarde, en la
vereda del edificio Dakota de Nueva York. Costó representar
ese día sin su famoso hecho trágico, pero no
me hubiese servido de nada llegar en el instante en
que las balas traspasaban el cuerpo de John.
Me materialicé cerca de un poste de luz en la esquina
de la 72 y Central Park west. Hacía mucho frío, detalle
en el que no había reparado, a pesar de haber leído
cada detalle del asesinato de Lennon. Con la lengua
noté más dientes flojos y percibí un poco rígida la
mano izquierda. No podía seguir haciendo estos viajes
por mucho tiempo. El cuerpo recibía deterioros cada
vez más complejos, y no quería averiguar cuál era el
límite. Pregunté la hora a una mujer: las 16:45 pm.
61
“John ya firmó autógrafos hace un rato” me confesó.
Comencé a caminar hacia la entrada del edificio sobre
la calle 72, mirando con sigilo la presencia de fans
y con el pánico de ver en vivo a Chapman. Recuerdo
que, en el antiguo pasado, el que yo conocía, él estaba
allí por la tarde, junto a otros curiosos, esperando
para que le firme el “Double Fantasy”, pero teniendo
en cuenta los cambios en cadena que habíamos provocado,
ignoraba si él ya había estado allí, qué disco
querría que le firme (si es que había un disco) e incluso,
qué hacía Lennon en New York.
A pesar de mis idas y venidas por las épocas, aún me
fascinaba la experiencia visual de contemplar las modas,
los coches y hasta la forma en que la gente se
“movía” por el mundo. Todo era más casual que en
los sesentas; hombres y mujeres procuraban lucir más
sexys, con esos looks deportivos; jóvenes que se adueñaban
de las calles, saltando en un skate o tan solo
manejando en una bici con calcos flúor. En el futuro
se vería cada vez menos.
Para ese entonces ya eran las 18:50 pm y yo no dejaba
de andar de esquina a esquina. hasta que lo vi venir:
llevaba pantalones verdes, un suéter, y un abrigo largo
y una bufanda verdes. También llevaba un revólver
Charter Arms .38 oculto en el saco. Eso lo sabíamos
62
solo él y yo.
Cerca mío, revoloteando nervioso, estaba Paul Goresh,
aquel fotógrafo apodado el “fan bueno”, quien tendría
el orgullo de tomarle la famosa foto del cantante firmándole
el disco “Double Fantasy” a Chapman. Esa
imagen quizás ya no existiría en el futuro y Paul Goresh
sería más difícil de encontrar en Google.
La figuración de Chapman disparándole a Lennon y
este cayendo abatido en el piso, me llegaban como impulsos
eléctricos. Cobré conciencia de que aquello era
cierto, que había sucedido y de que dicho desenlace
era posible, pero también comprendí que, ese momento,
aún no había llegado. Miré alrededor, sentí el
ímpetu de un aire sofocante y eché a llorar.
Disimulé mis lágrimas y rogué a Dios no ser visto por
Chapman, lo cual era difícil porque no éramos más de
diez personas en un espacio reducido. Me daba repugnancia
siquiera entablar un diálogo con él.
Tenía su disco preparado para desenfundar y un arma
con la que pondría su firma en la historia.
Comenzó a oscurecer y pasadas las 22 hs., un coche
estacionó en las inmediaciones del edificio. Un chofer
le abrió las puertas a la pareja que todos esperábamos:
Yoko se adelantó unos metros sin mirar atrás y
John caminó despacio, observándonos. Fue ahí donde
63
me di cuenta de que no tenía ni un mísero plan para
frenar el asesinato. ¡Nada! La situación me había dominado.
Contemplé entonces tirarme encima de John
o avisarle al policía que alguien estaba armado, pero
nada de eso ocurrió. John intentó seguir a Ono, cruzó
mirada con otro fan que lo esperaba desde la tarde,
pero Chapman con su objetivo intacto, le gritó:
—¡Mr. Lennon!... ¡Mr. John Lennon!
Pero luego de un destello, alguien detrás suyo dijo:
—¡Maldito Chapman!
Este se detuvo temblando, con su furia ahogada y Julia,
embadurnada del engrudo mágico, se acercó serena a
Mark, lo tomó por el hombro y le susurró durante un
minuto. Fuimos testigos de un suceso ridículo, en el
que un individuo ya decidido a embestir a balazos a su
ídolo, era persuadido por una joven embadurnada con
harina y huevo.
Me acerqué a John, que no tuvo tiempo de reconocerme
y, como si se tratase del final de una película en
donde ya nada malo puede suceder, vimos como Mark
Chapman, estadounidense de 25 años, le entregaba en
secreto, su revolver a Julia. Caminó unos pasos marcha
atrás, observándola, contemplando la escena, despidiéndose
del incidente que le hubiera cambiado la
vida. Se fue cruzando la avenida y se perdió en el Cen-
64
tral Park. A su paso, dejó caer el disco de vinilo que
John le había firmado por la tarde. Decía: “Para Mark,
mi querido fan... John Lennon”.
Corrí a abrazar a Julia tan fuerte que no pude ver a
John vivo, entrando al edificio, una imagen que fantaseé
tantas veces. Logré escuchar al policía de la garita
darle sus buenas noches a Sean.
Entonces comenzamos a resolver algo que no tenía explicación:
—¿Se puede saber porqué estás acá Juan, qué es todo
esto?
Me eché a reír de la felicidad de verla y de su pregunta.
—¡Estoy feliz de volver a verte, amiga!… tengo mucho
para contarte, pero no entiendo como llegaste vos a
este día, viajando por…
—¡No sé! estábamos en la universidad, me tiraron esta
porquería y aparecí acá.
—¿Cómo es que... —señalé el lugar donde apareció —
tuviste esa calma para hablarle a Chapman?
Julia no dudaba nunca, te decía todo con firmeza y seguridad.
—¡Juan! Por más inverosímil que parezca, si veo a
John Lennon y a su asesino, así sea una obra de teatro,
voy intentar salvarlo. Eso hice. Después vienen los
“como” y los “porque” y….
65
—Jaja, no lo puedo creer y ¿qué le dijiste?
—Secreto profesional. ¡Soy una Psicóloga recién recibida!
Volví a reír y ella con un gesto de sorpresa, notó que
mi dentadura era la de un viejito de 80.
—O sea que Chapman fue tu primer paciente….
—Mis primeras veces son inolvidables —dijo y se volvió
al policía para dejarle el revolver de aquel individuo
anónimo. También le habló al oído y el uniformado
asintió como si fuese una orden recibida.
—Le dije que esté atento a los fans de John.
Comenzamos a caminar hacia la avenida Columbus.
Nos sentamos en la vereda y nos miramos durante minutos,
sin hablar, quizás shockeados por lo de recién.
Yo soñaba una noche así, perfecta como esta: Julia y
Lennon seguían vivos.
—¿Qué recordás haber visto por última vez cuando te
arrojamos ese líquido? —pregunté.
—Te miré a vos, que tenías puesta tu remera de “Maldito
Chapman”. Me quedó esa frase en el inconsciente,
y cuando lo vi, le grité eso mismo.
Sonreí, afirmando mi ingenuidad.
—¿Cómo no pensé en eso? Viste mi remera e imaginaste
a Chapman disparando… Julia me interrumpió:
66
—¿Por eso estoy acá? ¡Mi familia debe estar desesperada!
Hacía diez minutos, Julia estaba en 2019, en una plaza
de la Facultad, festejando su título.
—¡¿Cómo vamos a volver Juan?!
Aún tenía embadurnada su ropa del compuesto mágico.
Y sobre todo su cara.
—Tenés la respuesta en tus labios, Julia… —como romántico
era patético, pero me acerqué a ella como
nunca antes me había atrevido.
Me encontraba en New York, 29 años antes de conocerla,
en una noche más en la vida de John Lennon,
feliz porque que ahora tenía toda una vida por delante.
Abracé a Julia y nos besamos como Yoko y John en
la portada del “Double Fantasy”. Consumí un poco del
mejunje de su boca e imaginé la fecha y el lugar exactos
para presentarnos detrás de la gente que festejaba
su graduación. Disimulamos… pero nuestras vidas habían
cambiado para siempre.
Esa noche de 2019, con Julia dormida en mi cama,
pasé la madrugada, Googleando la historia de la banda:
No existan canciones, ni discos nuevos, diferentes
a los que yo conocía en el antiguo pasado. Mi nombre
era difícil de encontrar, salvo en foros de fanáticos
67
acérrimos donde se elucubraba, además de la muerte
de Paul, sobre un hombre misterioso, que ensayaba
con ellos en Abbey Road y a quien los Beatles en confianza
llamaban Mr. Time.
***
Podía ir las veces que quisiera, pero decidí reencontrarme
con ellos por única y última vez y elegí un evento
insuperable: El Live Aid del 13 de julio de 1985. Esa
tarde, mientras David Bowie terminaba su show con
“Heroes”, sorprendí a mis viejos amigos en el
backstage improvisado del estadio: ¡No podían creer
que siga igual que hace 15 años! Paul me estrechó la
mano durante un rato largo y me saludó conmovido
—Que gusto verte Robert, veo que mantienes tu juventud
intacta. ¡Hoy será una noche irrepetible! Desde
nuestro recital en el Shea Stadium, no tocábamos
para tanta gente.
Conocía de sobra el Live Aid, pero el que yo había visto,
tenía a Paul solo, haciendo “Let it be” con problemas
técnicos y un coro deplorable a su lado. Eso, ya no
era ni pasado; en realidad no existía.
Pero no viajé solo esa vez:
—Ella es Julia mi novia. Ellos son…
68
—¡Seguro que no necesitamos presentación! —me interrumpió
McCartney, feliz—. Nosotros la recordamos
también, la nombrabas todas las noches, sobre todo
cuando nos pasábamos tomando hasta el amanecer
con Geoff y los chicos.
Julia estaba deslumbrada. Amagó a sacarse una selfie
con ellos pero preferí llamar al fotógrafo del evento.
Los iPhone ya habían traído algunos problemas en el
pasado.
Nos presentaron a Stuart Sutcliffe, un viejo amigo de
John que había sido bajista y a quien consideraban “el
Beatle perdido” Nos estrechamos las manos y me regaló
una sonrisa afectuosa. En el antiguo pasado, Stu
había muerto a los 21 años, unos meses antes de lanzar
“Love me do”.
“Bendito brebaje mágico” pensé.
—¿Recuerdas las canciones que hicimos durante tu visita
en los sesentas?
Las había olvidado por completo. Me sentía un fracasado
en esa tarea y preferí quedarme con aquella increíble
experiencia.
—Esas canciones no nos pertenecen, —continuó Harrison
con su flamante bigote ochentero— ¡son tuyas!
Paul me entregó una cinta casera y unas hojas con las
letras y los acordes de catorce obras. Las había escrito
69
la noche anterior. Una memoria inhumana.
Siendo poseedor de un disco inédito de los Beatles, y
por sugerencia de los tres, formé en 2019, una banda
con mis mejores amigos. Regrabamos ese único álbum
con las catorce canciones que los de Liverpool habían
compuesto en su lucidez creativa.
Esa vez Harrison me insinuó que llamara al disco
“Daydream”: “lo que fueron aquellos años de fama
imposible y chicas gritonas” aseveró.
Y Paul señalándome cómplice, agregó:
—Tu banda podría llamarse London, ¿no te parece?”.
Quise agradecerles, pero los nervios me ganaron de
mano y Ringo tomándome del hombro, se adelantó:
—No sé qué cambiaste pero que hoy estemos juntos,
tocando y sembrando el mundo (así era el slogan del
concierto), es quizás también mérito tuyo. Se dio vuelta
para tomar sus palillos, pero aún le quedaba una
pregunta:
—Quisiera que me cuentes algo que tu recuerdes de tu
antiguo pasado, y que nosotros no vivimos…
Contesté con una revelación que ya no tenía sentido
ocultar:
—Hubo un viaje a la India en el 68, del cual Uds. volvieron
bastante decepcionados, pero…
Harrison asintió y con una mueca de decepción me culpo:
70
—Siempre me atrajo la India… ¡sabía que tenía que ir!
Pero, ¿quién iba a acompañarme? —largó su risa ronca.
—No cambié casi nada, en absoluto —les respondí—
La historia se repitió tal cual yo la conocí.
Nos dimos un abrazo los cuatro. Como nunca lo habíamos
hecho en los aquellos años de post-Beatlmania.
***
John Lennon había llegado al evento sobre la hora y
con el resto del grupo ya sobre el escenario, Freddie
Mercury me anunció qué era lo que me pedían Paul y
la banda.
—¿¡Dónde está John?!, ¡ve a buscar a John! —Paul me
llamaba desesperado porque pensó que Lennon venía
atrás suyo y sin él, no podían arrancar “Revolution”, el
primero de los nueve temas que tenían pactado para el
gran cierre del Live Aid. Corrí hacia el camerino chocándome
a los músicos que ya se habían presentado y
que seguían deambulando por ahí.
Toqué la puerta y como nadie contestó, la abrí con violencia.
En el medio de la pequeña sala estaban John, Yoko y
el pequeño Sean, abrazados. Al costado, Julian y su
madre Cinthya, su primera esposa.
71
¿Podía ser testigo de algo tan maravilloso? Aun podía
recordar al mundo conmocionado por el asesinato,
pero también a Julia desarmando a ese idiota. Por eso
cobró tanto valor verlos unidos.
Lo cierto es que no había podido estimular musicalmente
a los mejores Beatles, a crear nuevas composiciones,
pero esa imagen valía más que mil discos. Era
mi logro personal. Y el de Julia.
—John, el resto ya salió —le dije intentando no romper
la intimidad.
Se apuró y yo también recibí su afectuoso abrazo en el
pasillo.
Saludó con un beso en la mano a Julia y le dijo:
—Sospecho quién eres tú, creo que tienes con tu nombre
una bella canción, ¡que yo nunca compuse!
Así era el ácido pero intuitivo Lennon. Le deseé buena
suerte, pero antes de correr al escenario, se descolgó
algo que, en su momento había devuelto a la corona
británica: La medalla de Miembro del Imperio Británico,
que la Reina Isabel les entregó en 1965.
—Toma colega, esta moneda te queda mejor a ti. En
definitiva, tu también eres un Beatle. —Enmudecí
como la primera vez que lo vi en persona.
Uniformado con un jean, saco negro de hombreras y
72
unos Ray Ban de aviador, tomó su Epiphone Casino y
volvió a juntar, luego de quince años de inactividad,
al grupo que había fundado como The Quarrymens.
Era la reunión más esperada de la historia del rock. Yo
tenía algo de culpa, y estaba orgulloso de eso.
Entendí que la grandeza de los cuatro estaba en su
música y en el cambio cultural que provocaron. Ese
fue su legado más valioso. No había persona ni fuerza
que pudiese alterarlo. Por lo menos en aquella época.
Hoy, el grupo más importante del mundo está vigente,
de gira por el mundo. Lennon y McCartney siguen
subiéndose la vara el uno al otro y esa es, en definitiva,
mi gran victoria. Ringo es un engranaje importantísimo
en el grupo, aportando música propia, más que
nunca, y Harrison… ya no necesita demostrar nada
para que lo llamen genio.
Desde 1985 hasta hoy, han lanzado discos maravillosos,
y el mundo se mantuvo casi igual al que yo recordaba.
De todos modos, ¿qué les puedo contar yo, que Uds.
no sepan?
73
HACE TANTOS AÑOS...
Don Julio salió apurado, olvidó su abrigo; lo
necesitaba porque no estaba bien de salud y cualquier
vientito fresco lo ponía de cama. El cielo estaba oscuro,
nublado, siempre amagando a llover. La habitación
donde dormía estaba siempre encharcada si
afuera había temporal. “Un día de estos me subo y lo
arreglo”, decía. Lejos estaba siquiera de arrimar la escalera.
El hombre ya estaba grande, tenía ochenta y ocho.
Había quedado viudo a los sesenta y siete. Vilma, su
mujer, había fallecido por un descuido de su doctor.
Al realizarle una operación con una jeringa sucia, se
le produjo una infección grave. Murió de tétanos. No
75
eran épocas de descartables. Don Julio, no tenía consuelo:
solo y sin hijos.
Pero ese día, atravesados ya varios viudos inviernos,
sintió ganas de volver al viejo bar. Hacía mucho que
no se tomaba algo con los “pibes”.
Entró con miedo, mojado hasta los huesos; no reconoció
a nadie. Había una mujer sentada en una esquina,
mirando a la calle y un mozo que servía cafés no se
sabe a quién. Se sentó en una mesita, observando que
todo estaba intacto, tal como él lo había visto veinte
años atrás. “Un cortado”, pidió, levantando su brazo
derecho. Nadie le prestó atención. “¡Un café por favor!”,
insistió. Nada.
De pronto, las puertas del boliche se abrieron de par
en par dejando entrar algunas gotas de lluvia y viento.
El individuo que entró era también un anciano. A Don
Julio le pareció conocerlo. ¿De dónde?, pensaba.
¡Ernesto!, era Ernesto, compañero de truco en el bar
“El Santo”, donde se encontraban en ese momento.
—Che, Ernesto... ¿qué haces?, —comenzó a reír Don
Julio, mezcla de nervios con felicidad.
El tipo no emitió sonido alguno, aunque dio a entender
con un gesto instintivo que lo había escuchado. Pidió
un vaso de vino, que el barman sirvió con un pingüino.
Hablaron dos minutos, cuando Ernesto se levantó y
76
mirando fijo a Don Julio, se encaminó hacia su mesa.
—Julio, te estuvimos buscando por el barrio durante
años, nunca te ubicamos, y vos tampoco volviste.
Don Julio no entendía la forma repentina con la que
su amigo le hablaba después de tanto tiempo, menos
razonaba lo que le decía. Pero ¿cómo podía ser posible
que nadie lo encontrara? si él vivía a tres cuadras del
negocio desde que tenía quince años.
—Pensamos que te habías mudado, incluso Jorge juró
haber estado en tu funeral.
Ernesto parecía franco, su tono de vos demostraba entre
seriedad y resignación. Don Julio estaba verdaderamente
azorado, era una confusión o una broma de
mal gusto.
—No sé qué decirte Ernesto, te pido perdón.
Don Julio salió del local, saltó un pequeño charco y
cruzó la calle. Se detuvo a mirar el viejo edificio desde
la vereda de enfrente. Una mujer con un paragüas negro
lo protegió del diluvio.
—Venga Don Julio, ¿para qué lo mira?, si el viejo bar
cerró hace tantos años...
77
ACTUS MORTIS
Aquella madrugada había llovido como nunca
en el distrito de Watford. La tarde ya estaba más serena
y la gente empezaba a dar la cara en las veredas y
las tiendas. Ahora el sol amagaba con irse, dejando un
manto ocre sobre todo lo que uno podía ver. EI invierno
recién golpeaba la puerta y Navidad ya había sido
celebrada. Año Nuevo todavía no. Esperaba.
En la 76 Oeste, parado sobre la vereda, con la presencia
atildada, Braulio Middleton no podía ver demasiado.
Entraaa...
Desde allí espiaba, por encima de la altura de un paredón,
el patio principal de aquel caserón antiguo.
Necesitaba levantar muy sutilmente sus pies para lograrlo.
79
En un costado, un cartel rezaba “DESPACHO DEL SR.
MAUREEN SAVILLE”. y más allá, la lúgubre reja de
entrada, entreabierta, le dejó apoyar la pierna izquierda
y cómodamente, permitir que asiente su persona
dentro del parque.
Ven aquiii...
Una vez allí las sensaciones eran lo más parecidas a lo
que había imaginado, teniendo en cuenta la insistencia
de aquel susurro que le pedía entrar.
Estaba todo listo, después de semejante atrevimiento,
solo quedaba encaminarse hacia la puerta. Pero no lo
hizo. La realidad le mostraba un camino incierto.
Ahoraaa…
¿Era la voz de un hombre? Braulio, nervioso, impaciente,
se tornaba indeciso. Los rayos solares que atravesaban
la arboleda del jardín le pegaban en el rostro,
ese rostro que dejaba ver un cargo de conciencia (quizás
porque presentía la magnitud de lo que iba a ocurrir).
El viento del atardecer, el fresco aroma del césped
aun mojado, y los ojos fijos en la puerta de aquella
mansión, formaban parte de la curiosa imagen que
mostraba situaciones tan opuestas como la quietud
del ambiente y el desenfreno mental del protagonista.
Con elegante sutileza dio el segundo paso desde que se
80
situaba allí. A pocos metros suyo, como un silencioso
testigo de lo que acontecía, se encontraba un impredecible
enano de jardín, uno de esos que nada dice pero
que todo insinúa.
De repente, aquella puerta pesada se abrió y un rumor
surcó el aire en forma de remolino y se desvaneció.
Por favooor, entraaa..
Con el menor sentido de peligro corrió a ingresar a
la casa antes de que la puerta lo deje nuevamente sin
chances.
Una vez dentro permaneció quieto durante unos segundos
y respiró hondo.
—¿Y ese suspiro? —se escuchó en esa desolada y oscura
recepción.
—Fue mío —aseveró Braulio aterrorizado.
—¿Quién es “mío”? —respondió alguien inmóvil, sin
dejar que Braulio pudiera verlo.
De pronto una luz se encendió y el asombro mutuo
paralizó sus rasgos. No se conocían, pero, uno estaba
parado en su hall con un extraño y el otro, era “invitado”
absurdamente por un murmullo.
Disimularon la encrucijada y se presentaron casi al revés.
—Tu eres Braulio, mucho gusto.
—Y tú eres Maureen… lo leí en el cartel.
81
—No, soy Gaspar, mucho gusto también.
El dueño de casa hizo el gesto de invitarlo a pasar a la
biblioteca.
—Toma asiento Braulio, ya estoy contigo. ¡EGO IAM!
Gaspar era un hombre escuálido, de pelo blanco y
cara angulosa. Llevaba puesto, como único atuendo
aparente, una bata roja de pana. Tan larga que solo
dejaba ver unos zapatos marrones de punta cuadrada,
y cuero agrietado.
Braulio notó que el interior de aquel despacho era,
quizás el único ambiente iluminado del caserón.
Era un lugar frío, y olía a humedad y tabaco. La totalidad
de las paredes estaba cubierta de libros. La excepción
eran los dos ventanales gigantes y la puerta. La
misma en la que observó como un animal maloliente
que no supo reconocer a simple vista, lo amenazaba
con su mirada.
Una gota de sudor helado nació en un instante ínfimo
desde su sien...
—¡Gaspar! —. Era un grito ahogado, tímido. —¡Gaspar,
aquí!
Braulio divisó una canasta con galletas en una mesa
ratona frente a él. Se estiró con cautela intentando ser
amable con esa cosa, y se la revoleó hasta caer cerca
de sus patas delanteras. Fue peor. El animal la olfateó
82
y comenzó a gruñir y a vociferar un sonido que no era
precisamente un ladrido.
—¡Ciro! —Gaspar apareció con una bandeja de plata
que contenía 2 tazas y una tetera.
—No le tengas miedo y, ¡DEDISSE IUVET! disculpa
por no avisarte.
Braulio se secó la gota que, para ese entonces, ya estaba
en la barbilla.
—Ciro es mi fiel Unígalo —dijo el delgado anfitrión—
Es un ejemplar de los Mánidos, una raza oculta al
grueso de la humanidad.
Gaspar sirvió dos tés. —¿Cuántas de azúcar?
—Ninguna. ¿Cómo es que nadie conoce un animal así?
—Son extremadamente caros —aseguró Gaspar— Pagué
por él 7 millones de libras. ¡HOC EST A MAG-
NUS! Quedan solo 27 en el mundo. Además, huelen
mal, siempre. Pero… son simpáticos.
Braulio dio un sorbo al té que estaba por demás caliente
y lo apoyó de nuevo. Sintió curiosidad de saber
porque estaba allí sin que nadie lo invite.
—Gaspar, ¿cómo es que...?
—¿Te traje hasta aquí sin que te des cuenta?. Sin que
lo razones, digamos.
—Explícate.
—Poseo un extraño hechizo, con el que involuntaria-
83
mente ¡MENDACIUM! y mediante frases dichas sin
discernimiento, realizo una invocación a Lucenda… la
amante de Lucifer.
Braulio advirtió que ahora la gota salía del otro costado
de su frente.
—Me entrevisté con médiums, chamanes, sacerdotes,
pero ninguno ¡OCCISO FRATRE! pudo resolver mi
problema.
Hasta que visité, como última opción a Jistra, un viejo
amigo de mi padre, que me enseñó un libro: “Seguro
que aquí encontrarás la solución a tu dilema” me dijo.
Era el Actus Mortis, un antiquísimo manual griego,
que en el capitulo IV, transcribía un extenso enunciado
capaz de… devolverle la vida a este Demonio.
—Es decir, que con cada frase que dices, formas…
—Completo una expresión entera. Así es.
Braulio no disimuló su asombro, y buscó entre sorbos
de té, su próxima pregunta. —¿Cuándo ocurrió…?
—A propósito… ¿qué te parece este lugar, cómo te llevas
con la literatura? Gaspar había terminado su infusión
y a continuación prendió un grueso habano. “Si
no te molesta” se excusó.
—Casualmente soy profesor de literatura y un lector
constante, podría decirse. Me gustan los clásicos…
Flaubert, Allan Poe, Lovecraft, Scott, Elliot.
84
—Paso mis días aquí —interrumpió Gaspar—, leyendo
¡ERO NUMMORUM! y aspirando buen tabaco. Me
gustan mucho las autobiografías. Ayer comencé esta
de Puger: “El impostor tras el muro”, es por demás
seductora.
—No conozco al autor —anunció Braulio y se adelantó—,
pero continúe con el relato del libro de su amigo.
—¡Ah, sí! decía que el Actus Mortis explica como terminar
con el hechizo ¡NULLUM CRIMEN SCELUS! y
por consiguiente con la agonía. La forma y el momento
exacto.
—Y como se debe… es decir ¿qué puedo hacer yo para
ayudarle?
Gaspar relajó su espalda, apagó el habano y mirándolo
por encima de sus lentes declaró:
—Necesito que acabes conmigo la noche del año nuevo,
exactamente a las 11:59 cuando muere el año viejo.
Mi alma se purificará y renacerá limpia en un nuevo
ente.
El visitante observó perplejo al dueño de casa y tosió
nervioso y turbado…
—Quisiera suicidarme, pero, me falta coraje. Si lo haces,
a cambio te daré mi fortuna y esta mansión. Y Ciro
mi Unígalo, será tu fiel mascota, además.
El sujeto arrojó un portafolio a la mesa y agregó:
85
—Allí tienes mi testamento, léelo. Esta firmado por
mí, solo falta tu rúbrica.
Braulio se apartó de cualquier respuesta veloz.
—Déjeme pensarlo...
—¡Ja!, vamos amigo —manifestó Gaspar— ¿qué cree
que lo trajo por aquí? ¿sintió usted la fuerza que lo sedujo
a entrar a mi patio y luego a la casa? Vi su rostro
enajenado, espiando por encima del muro. ¡Siga sus
instintos, varón!
—Es cierto, durante un tiempo pensé que la casa me
llamaba cada vez que deambulaba por su vereda.
—Entones, Braulio présteme atención: el 31 de este
mes, yo estaré en el 115 de Terence Road, muy probablemente
acompañado de una mujer y un niño. ¡Ignórelos!
Entre por la puerta del frente, estará abierta y
sin vacilar, ni mediar conversación, realice tres detonaciones
sobre mi pecho.
—¿Qué ocurriría si llegase retrasado o no lograra consumar
el crimen?
—¡Lo hará! y sea puntual, por favor. El Actus Mortis
es claro en su instrucción. ¡ET NON DOLEBANT ET
USQUE IN AETERNUM! ¿Lo ve?… ¡cada vez es peor!
Antes de que Braulio se retirase, Gaspar, imperturbable,
le entregó el arma: una “Smith & Weeson” modelo
American de caño largo, envuelta en un paño de ter-
86
ciopelo.
—Cuando acabes conmigo, vuelve aquí, toma el portafolio
y ve en busca de mi abogado, Gordon Pierce.
Aquella noche en que Braulio cruzó la reja para volver
a su hogar, llovía como nunca en el distrito de Watford.
La gente empezaba a ocultar sus caras y en las
veredas y las tiendas ya no había nadie, Ahora la luna
llena amagaba con quedarse, dejando un manto fantasmal
sobre todo lo que uno podía ver. EI invierno
recién golpeaba la puerta y Navidad ya había sido celebrada.
Año Nuevo todavía no. Esperaba.
Como Gaspar sus tres impactos.
Parado sobre la vereda, con la presencia atildada,
Braulio no entendía demasiado. Pero decidió que ese
era su momento y lo iba a aprovechar. La ambición
tornaba irresistible la propuesta.
Lo que ocurrió la noche del 31 en Terence Road, lo narra
mejor y con detalles, la crónica policial del
“Watford Post”.
87
Watford Post, 2 de enero de 1924.
Sección Policiales: —En un confuso y aun no resuelto
episodio, ocurrido en un hogar de la calle Terence
Road 115, un sujeto identificado por testigos como
Braulio Middleton, interrumpió en la morada del Sr.
Maureen Saville, mientras este compartía su cena de
año nuevo con esposa e hijo, y lo embistió de 3 disparos
al corazón, causándole la muerte instantánea.
Martha y Theo Saville, también fueron cobardemente
asesinados, aunque, por el tipo de heridas, se presume
que se les dio muerte con un arma de mayor
calibre.
Lo mismo el agresor inicial, el Sr. Braulio Middleton,
quien también fue embestido por el mismo arma que
la mujer y el menor, lo que indicaría la presencia de
un segundo atacante no identificado.
El hermano gemelo y ahora único heredero de Maureen,
el Sr. Gaspar Saville, ya inició una investigación
exhaustiva junto con el jefe de policía, Gordon
Pierce, casualmente también abogado de la familia.
88
La policía, ante la consulta periodística, arriesga a
imaginar un atraco premeditado, teniendo en cuenta
el excelente nivel económico del empresario Maureen
Saville, propietario de la Gold Factory, la minera
más grande del país.
Los trámites para la sucesión de bienes al heredero,
darán comienzo la semana entrante.
89
EL FINAL DEL MUNDO
Alberto observó con admiración como Pancho
dormitaba sobre una vieja frazada, con la paz que solo
él podía inspirarle. Aquel perro, consentido, perezoso,
era por sobre todas las cosas, su consejero silencioso.
Bastaban solo un par ladridos para dar un “Si” cuando
Alberto le preguntaba algo.
Y ese domingo, Beto y su can, tenían una cita de honor.
El fútbol los convocaba, los unía en una mañana
de final frente al televisor. “Su” River, el River de su
infancia, el de tardes de lágrimas y sonrisas, el River
por el cual soportaba soles de frente y toleraba apretujones
de hinchas enardecidos por un gol, ese River,
jugaba la Final del Mundo contra los italianos; tipos
aguerridos, pegadores, veteranos de mil cruzadas fut-
91
bolísticas.
Alberto no había dormido en toda la noche, era demasiado
para él. Había ganado todos los campeonatos y
copas posibles. Menos esa.
A las seis y media compró el diario, preparó unos mates
y de pasada, gastó por anticipado a Matías, su vecino
hincha de Boca. Y ese era otro problema.
Alberto vivía en una pensión de La Boca desde que tenía
veintidós años. Era el blanco perfecto para todo
tipo de cargada cuando los clásicos rivales se enfrentaban.
Y lo peor: nunca había podido lucir la camiseta
de sus amores en público, por razones obvias.
—¿Hoy ganamos Panchito? El perro ladró incesantemente.
Ese “Si” lo dejaba tranquilo. Al menos por
ahora.
El encuentro ya había comenzado y el que dominaba
era River. Alberto temblaba como en un día de invierno
y Pancho desde su cobijo, le transmitía tranquilidad.
Para los 35’ del primer tiempo, el travesaño permitía
que la Banda no caiga en el resultado. Los argentinos,
ahora, poco y nada; un remate de Sánchez quizás pudo
haber aligerado varios corazones, pero nada más. ¡Alberto,
cada vez más loco!
92
Los minutos pasaban y el segundo tiempo ya era un
hecho, con los tanos arriba en el marcador. El lateral
derecho de River, pifie mediante, permitió que el 9
“mole” de ellos, convirtiera con la mayor comodidad.
—¡Me quiero morir! Beto buscó en Pancho una esperanza,
un compañero que le diga “no te preocupes,
ahora lo damos vuelta”. Pero el animal estaba dormido,
ya no podía escuchar un ladrido que mantenga la
ilusión.
Sin embargo, a los 89’ se produjo un milagro, un suceso
que podía emparejar la cuestión: ¡penal para River!,
y el encargado de la ejecución era Amadeo. Mario
Amadeo, el ídolo millonario.
El corazón de Beto estalló; el mundo le daba la oportunidad
de ser libre, de poder gritarle a todo ese barrio
hostil: ¡Viva River! Y aunque ese tanto solo le otorgaba
la igualdad, Beto se sentía poderoso, casi campeón.
Alterado, excitado, zamarreó la cola de Pancho y lo
despertó. Ese era un momento que debía compartirlo
con el compañero inseparable, con su consejero silencioso.
—¡Pancho!... ¡Pancho!... ¿lo mete? Beto se quedó duro
y el planeta dejó de dar vueltas.
Pancho lo miró fijo, pero no movió un solo pelo de los
93
millones que le cubrían la trompa. Esta vez no había
“Si”…
El televisor se apagó antes de que la pena máxima se
ejecutara. Estaba todo dicho. Alberto derramaba otra
lagrima más por su querido River.
94
SUERTE & MUERTE
Llegué al puesto de revistas a eso de las 9.35 de
la mañana, después de salir de la agencia de quiniela
que estaba enfrente. Apostaba ahí desde que nos mudamos
con mi viejo al barrio, y como de vez en cuando
ganaba unos mangos, mantenía el hábito de jugar.
El revistero parecía solitario, pero el que atendía estaba
agachado, quizás acomodando algunas colecciones
que le traía el comisionista. Le chiflé para avisarle que
estaba esperándolo y cuando se irguió, me di cuenta
de que no era Hugo, el dueño. Sosteniendo varios libros
y con un gesto apurado me dijo:
—¿Qué pasa flaco, qué querés?
Sorprendido por la ausencia de Hugo y por la forma
en que me hablaba ese pelotudo, afirmé:
95
—Dame La Nación. ¿Dónde está Hugo, le pasó algo?
Se había agachado de nuevo, signo de que no estaba
interesado en lo mío. Pero se levantó, y sacudiéndose
las manos me gritó:
—A ese que decís no lo conozco. La Nación está ahí
abajo, agarrala y rajá de acá.
Sentí esa contestación como una piña directa a la nariz.
No la esperaba.
—A mí hablame bien. ¿Quién carajo sos vos?
Hugo Martelotti, el propietario del revistero, tenía
alrededor de 65 años, era soltero y sin hijos. Un tipo
macanudo, siempre de buen humor, atento. Lo conocí
por mi viejo, que hizo amistad con él en el bar “Soledades”,
un antro tanguero de la primera época. Unos
años atrás le había comprado el kiosko a un tal Benítez,
y se puso a laburar con el reparto a la madrugada
y por las tardes en la cabina.
No saben el cariño que yo tenía por ese hombre. Parte
de comprarle el diario y algunas revistas, se debía a la
necesidad de darle una mano, de ayudarlo a pagar la
pensión.
Una vez en verano caí tarde a casa, porque había ido
a la cancha, y estaban mi viejo y Hugo haciendo un
asado en la terraza. Era para los 3, pero especialmente
96
para Hugo. Nos quedamos hasta las 2 escuchando sus
historias de pibe en el pueblo y de cómo se vino a Capital
a remarla con lo puesto.
Fue la mejor noche que tuve en años. Un testigo privilegiado,
registrando todo lo que mi viejo y él se contaban.
—¡Rajá te dije pendejo! —el asqueroso se me hacía el
guapo.
—¡Decime donde está Hugo o te cago a trompadas, negro
sucio! —mi última frase, lo fastidió tanto que amagó
a salir a pelear, pero fui yo quien arremetió primero
y cuando subí a la cabina, sentí en mis zapatillas el
charco. Los dos miramos al suelo, como si él también
se sorprendiera, y vi el manto rojo esparcido por todo
el piso.
Nos quedamos mudos durante 10 segundos, y cuando
levanté la mirada, su mano, que empuñaba una cuchilla
brillante, se abalanzó sobre mí, cortándome la
mejilla. Reaccioné rápido y le pegué en el brazo para
que soltara el arma. El Negro intentó agacharse para
recuperarla, y antes de que se levantara, ya tenía ensartado
el filo cerca del corazón.
—Te equivocaste conmigo pibe.
97
Se sentó, cerró los ojos, y negó con la cabeza.
Permanecí rígido, mientras una señora de rulos miraba
revistas sin mucho interés. Di un paso atrás, desorientado
y antes de poder acomodarme, se interpuso
entre el negro y yo, la figura de Hugo. En persona,
pero levemente suspendido. Y me habló:
—¿Qué hacés pibe?… yo acá estoy… mira en que me
convertí. —miró a su alrededor riendo y siguió—. Llegó
temprano el matón este, justo después de jugarle
al 79 en la agencia de enfrente. En los sueños “El Ladrón”.
Primero me quiso robar las chauchas que tenía en los
bolsillos; después cuando le dije que se quede piola,
que además lo conocía del barrio, me acertó un puntazo
en el abdomen.
—¡Tomá viejo maricón! —me dijo—. Te juro que sentí
la lengua dulce, caliente. Era mi sangre que empezaba
a gotearme por la boca. A pesar de todo, logré
mirarlo a los ojos, y eso le molestó aún más
—Ahora sí Huguito… ¡quien ríe último… ríe mejor!
Hugo levantó los hombros en gesto de no entender lo
que le había dicho y continuó...
—Me desplomé contra la butaca, y caí muerto en el
fondo de la cabina, que ya empezaba a inundarse de
98
sangre fresca. Este Negro, histérico, me cubrió con
una bolsa arpillera y me metió soga como si preparara
un matambre… ¡Un miserable! Subió mi cadáver
a ese 504 desvencijado que tiene y se deshizo de mí,
tirándome en un charco mugroso atrás de su rancho.
Mientras escuchaba el relato del espectro, el Negro comenzó
a chorrear sangre, igual que Hugo de madrugada.
Aunque notaba su respiración.
El viejo se despidió diciéndome:
—Este Negro es el hijo de puta de Patricio Martínez,
un morocho vengativo y cobarde. Debería haberlo
advertido. Me madrugó.
***
Llegué al puesto de revistas a eso de las 8.40 de la mañana,
después de jugar en la agencia de quiniela que
estaba enfrente. Apostaba ahí, desde que me mudé al
barrio luego de enviudar, y aunque nunca ganaba un
mango, mantenía el hábito de arriesgar. Había soñado
con el 41, “El cuchillo”. ¡Que ironía!
99
Escondido detrás de un árbol, esperé que una pareja y
un viejo se fueran y cuando el hijo de puta de Hugo se
distrajo, me metí en la cabina. Sosteniendo el mate y
con un gesto confuso me dijo:
—¿Qué te pasa Martínez.. qué querés?
—Vengo a buscar lo mío Martelotti!
Se había agachado de nuevo para sacar la pava del fuego
y cuando se levantó, me gritó:
—¡Yo no te debo nada Martínez, ya pasaron 15 años…
tomatelas!
Hugo Martelotti, el que trabajaba en el revistero, tenía
alrededor de 65 años, era soltero, pero tenía hijos
desparramados por todo el país. Un sinvergüenza con
doble vida, siempre mintiendo y trampeando.
Lo conocí en la cárcel. Se había hecho muy amigo del
Rata, un delincuente de primera. Una noche entró en
mi celda (entongado con los guardia cárcel), me puso
un cuchillo en la garganta y me sacó de abajo del colchón,
una guita que tenía para manejarme ahí adentro.
Años más tarde, luego de quedar en libertad, estafó a
un tal Benítez, y se quedó con su puesto de revistas.
No saben el desprecio que yo tenía por ese hombre.
Parte de ir a reclamarle mi plata, se debía a mi sed de
100
venganza y la necesidad de tener unos mangos para
paliar la malaria en que vivía.
—¡Devolveme la guita que me robaste, viejo sucio!
Di un paso atrás, desorientado y antes de poder acomodarme,
Hugo sacó un cuchillo de una caja y me lanzó
un puntazo al estómago, sin llegar a tocarme. Lo
empujé hasta el fondo el local y logré quitarle el facón.
—¡Dale, matame si tenés huevos, negro maricón! —
me gritaba.
Le metí una puñalada certera en el abdomen.
Te juro que sentí vergüenza por mí mismo; yo era chorro
pero no asesino. La sangre empezó a gotearle por
la boca. A pesar de todo, logró mirarme por última vez
a los ojos, y le dije:
—Ahora si Huguito… ¡quien ríe último… ríe mejor!.
El viejo se desplomó contra la butaca, y cayó muerto
en el fondo de la cabina, que ya empezaba a inundarse
de sangre fresca.
Histérico, lo cubrí con una bolsa arpillera que encontré
por ahí y lo envolví como a un matambre… ¡un final
digno para un miserable! Subí el cadáver a mi 504
desvencijado y me deshice de él, enterrándolo en el
fondo de mi rancho.
101
Mas tarde volví al revistero, para buscar plata. Todo
ex presidiario aprendió a guardar sus morlacos con él,
por eso imaginé que ahí habría algo de dinero. Revolví
por todos lados, pero no encontré nada, hasta que
cerca de las 9.30 cayó un pendejo, preguntando por
Hugo. Reconozco que no supe manejar la situación,
estaba aterrado por lo que había pasado hacia una
hora: la puñalada, la sangre, el entierro.
Primero le dije que agarre su periódico y se vaya pero
ahí nomás me contestó: “¡Decime donde está Hugo o
te cago a trompadas!” Me fastidié tanto que salí a pelearle,
pero él se me abalanzó primero y cuando subió
a la cabina, se quedó mirando sus zapatillas manchadas
de sangre.
Nos quedamos mudos durante 10 segundos, y mientras
el pibe estaba distraído tomé la cuchilla y me abalancé
sobre él, cortándole la mejilla. Reaccioné tarde y
me pegó en el brazo para que soltara el arma. Intenté
agacharme para recuperarla, y antes de que me levantara,
ya tenía ensartado el filo cerca de mi corazón.
—Te equivocaste conmigo, pibe... —le dije. Me senté y
cerré los ojos, pero aún estaba vivo.
El amigo de Hugo permaneció rígido, como enajenado,
parado mirando a la pared. Estuvo así, como si es-
102
cuchara a un espectro, durante 5 minutos.
En la mano tenía un ticket de la Provincial, en el que
se leía bien grande el numero al que le había jugado:
el 48, “El Muerto que habla”.
Soltó el cuchillo y antes de que vuelva en sí, sujeté bien
fuerte el puñal y se lo ensarté en la pierna primero y en
la espalda después.
Lo último que recuerdo son gritos de una señora que
llamaba a la policía.
103
LA LITURGIA DE LAS HORAS
Rafael miró al cielo, mientras sonaban las campanadas
retumbantes del monasterio que había dejado
a su espalda. Huía de allí al trote, bajo una lluvia
persistente, cargando una caja que los monjes habían
guardado celosamente en su Armarium.
Rafael Santos, el más joven fraile de la abadía, tropezó
por ese gesto inconsciente, pero al ver que nadie lo
seguía, recuperó su andar y se escondió rápidamente
detrás de un carro con troncos para leña. Lo cierto es
que nadie había corrido detrás suyo, pero Cecilio, el
decano del superior, lo observaba desde lo alto de su
celda dormitorio y no tardó en comentar el suceso.
—Avisen a todos los monjes, ¡hay que encontrar a
Santos! —alertó Bruno, el Abad de San Julián, el monasterio
más emancipado de la Iglesia Católica.
105
—Y tú Cecilio, revisa la biblioteca y asegúrate de que
los libros litúrgicos estén allí. Si Santos los robó, podría
ser el final de San Julián y quizás del Vaticano
mismo.
Los monjes con sus largas túnicas buscaban torpemente
a Rafael; la mayoría de ellos, superaban los 70
años.
Cecilio comprobó que la caja con los libros sagrados
no estaba; avisó a Bruno e inició su búsqueda personal,
desatendiendo las órdenes impartidas a los clérigos.
Él sabía dónde podía hallar a Rafael. Estaba casi
seguro.
Hacía más de 100 años, miembros de la Curia Romana,
habían fundado y construido ese monasterio, redactando
además la Liturgia de las Horas compuesta
por una Invocación Inicial, algunas lecturas Bíblicas y
la Oración final. Muchos años después, un joven Bruno
Giralda, ayudado por los monjes del coro, transcribieron
otro antiquísimo texto, que nada tenía que ver
con Dios, y lo incorporaron al Oficio Divino.
Rafael Santos, no estaba ahí de casualidad. El Papa
Clemente XIII lo había enviado a investigar el monasterio,
tras el extraño comportamiento que un obispo
de San Julián, había mostrado en un viaje a la Santa sede.
106
En realidad, era un espía. Su nombre completo: Rafael
Santos García de Azcuénaga Valencia. Y por supuesto
no era monje. Su función en San Julián era la de repartir
textos sagrados en la biblioteca, organizar el Armarium
y, sobre todo, indagar y en su defecto encontrar
cualquier elemento escrito que entre en conflicto
con el dogma establecido.
Cecilio cabreado, recorrió el patio central y revisó las
habitaciones, pero su sospecha más grande le aseveraba
que el desleal Rafael se encontraba en la iglesia.
Entró por la puerta principal, que estaba siempre
abierta para que cualquier monje pudiese ir a orar.
—¡Rafael! —el eco repitió las últimas dos letras. Era
una capilla pequeña, pero muy alta.
—¡Sé que estás aquí! No sé qué idea tienes, pero esos
libros son sagrados y pertenecen a San Julián. Devuélvemelos
a mí y te prometo ante el Señor que nadie podrá
culparte.
Rafael no estaba dentro del templo, sino sobre la pared
posterior, tras una gran columna de añejos ladrillos,
con un sauce llorón cobijándolo. Y podía oír todos
los intentos de persuasión que Cecilio improvisaba.
Eso le sirvió para seguir moviéndose y encontrar una
107
salida, hasta que alguien tocó su hombro.
—¡Hermano! ¿no buscas tú al fugitivo? —Santos explotó
en nervios, aunque rápidamente comprobó que
el viejo monje no sabía quién era, algo normal en un
monasterio con 200 huéspedes.
—Dicen que lo vieron salir, Padre. ¡Y que llevaba…
un bolso! —era evidente que él sostenía una caja bien
cuadrada.
—Está bien hijo, de todos modos, me iré a mi habitación,
estoy cansado…
—¡Pero que bien! —interrumpió Cecilio— un insubordinado
y un ladrón. Virgilio, puedes irte a dormir si
quieres, aprovéchalo. Quizás no te quede mucho en
este lugar.
Rafael sostenía la caja con fuerza y miraba al cielo.
—Y tú, Santos, nunca entendí tu rol en este monasterio.
Casualmente apareciste luego de mi visita al Vaticano.
—Ah, entonces ¿tu eres “el misterioso”? —reflexionó
Santos.
Cecilio parecía haberse olvidado de los libros.
—¿De qué hablas?
Rafael sonrío.
—Clemente XIII y los cardenales bautizaron así al enviado
de San Julián, aquella Pascua en que los monas-
108
terios de todo el país mandaron un representante.
Bruno y su séquito aparecieron de pronto:
—¡Rafael Santos! por fin lo encontramos, hermano.
Ya se encontraba rodeado de 3o monjes, por lo menos,
además de la lluvia que no cesaba.
—No quiera engañarnos con balbuceos inútiles Santos,
¡usted es un ladrón!, devuelva esa caja sagrada al
Armarium. Cecilio encárgate…
—Estos libros no le perecen ni a Ud. ni a nadie. ¡Son
del monasterio! —se exaltó Santos— Han sido ultrajados
con textos sat…
El golpe fue en la nuca, certero y eficaz. Santos cayó
desplomado en la arena húmeda del claustro y en menos
de cinco minutos se encontraba en un calabozo
frío, habitado por toda clase de alimañas.
Estaba tirado en una cama de piedra y heno, solo con
una cobija de lana gruesa como abrigo. Tomó su cruz
de madera, y pidió:
—Por favor Señor, te pido que me saques de este agujero.
Haré por ti lo que me pidas, solo ayúdame.
Se abrió la puerta y una mano desconocida dejó un
plato de frijoles y un vaso de agua en el suelo. Supo
que ya eran las 8 porque a esa hora daban la cena. Había
dormido mucho y estaba perdido.
Bruno convocó a Cecilio en su despacho y comenzó a
109
elucubrar:
—Así que Rafael Santos puede ser un espía del Vaticano…
dejaremos que las ratas se lo devoren. Nadie
reclamará por él, y si lo hacen, diremos que escapó o
que subió a una carreta con destino incierto.
—Tenemos que estar atentos de quien entra o sale,
Bruno. El Vaticano sospecha sobre el manejo del monasterio,
por eso lo deben haber enviado.
—Tranquilo Cecilio, todo acabará el próximo 6 de junio,
y de la mejor manera. El ritual ya está organizado;
los monjes que se unieron a la convención serán participes
del acontecimiento más grande desde la venida
de Jesús. Si es que vino alguna vez…
—¿Está seguro de enunciar eso textos? Yo tendría cautela,
no sabemos que puede provocar en...
—¡No seas ingrato! te develé este secreto porque creí
que me eras fiel y ¿ahora dudas de sus efectos?
Cecilio se retiró a su alcoba vacilante, sintiéndose culpable
por dudar, por temer a las consecuencias de la
ceremonia que Bruno Giralda había planificado. Todos
los involucrados de San Julián sabían que podía
gestarse algo bestial. El Papa Clemente XIII había escuchado
sobre esos escritos y el monasterio dirigido
por Bruno Giralda era el sitio ideal para ocultarlos.
El 5 de junio, tres semanas después de que Rafael fue-
110
ra encerrado en los calabozos, un sacerdote arribó al
portón de entrada de la abadía. Un monje escuchó los
golpes de llamada y dejó pasar al clérigo que mostraba
en su aspecto, signos de un viaje agotador.
Bruno bajó a recibirlo, pero sin disimular su enojo por
no indagar de quién se trataba aquel sujeto.
—Muchas gracias por la bienvenida, es un placer conocerlos
hermanos —dijo el visitante—. Mi nombre es
Nathán, soy un emisario del Ministerio. Mi propósito
es comprobar la normal actividad del monasterio. Si
son tan amables, les agradecería una silla cómoda y un
buen plato de comida. He recorrido un largo trayecto
para estar aquí con Uds.
—Por supuesto que sí, acompáñenos —Bruno indicó a
un monje que llevara a Nathán al refectorio. La cena
estaba por servirse.
Cecilio susurró algo al oído de Bruno:
—Nathán significa “el enviado por Dios…”
—¡Vigílalo día y noche!
Rafael estaba débil, hambriento. Le dieron de comer
solo las cuatro primeras noches. Convivía con ratas
que se le trepaban mientras dormía. La humedad y el
frío lo estaban enfermando. Pero esa noche mientras
111
todos cenaban junto al emisario, escuchó un manojo
de llaves que dejaban la pesada puerta de madera
abierta. Rafael corrió hacia el pasillo y en el fondo vio
doblar velozmente a un monje, con el rostro cubierto
por su caperuza.
Caminó sigilosamente para que nadie lo viese; cruzó
el claustro y se escondió en un rincón de la sala capitular.
Nadie iría allí esa noche, suponía.
Mientras tanto Giralda, y los monjes más partidarios a
él, conversaron reservadamente con Nathán, de quien
no sabían demasiado.
—Cuéntenos Nathán, ¿cuánto tiempo piensa quedarse
en San Julián?
—Mi querido Bruno, el tiempo que Uds. permitan
quedarme. Este recibimiento ya ha sido mucho para
mí, no quisiera entorpecer las labores diarias de los
monjes. Aunque mañana temprano me gustaría revisar
los libros Litúrgicos, ordenarlos…
—¡Ya están ordenados! —interrumpió Cecilio, recibiendo
una mirada feroz de Bruno Giralda— Pero si
su trabajo aquí es inspeccionarlos, así lo podrá hacer
usted.
—Gracias, gracias. A propósito, supe que hace poco
ingresó al monasterio, un joven fraile, no recuerdo su
112
nombre…
—¡Rafael Santos! ¿A mí se refiere?
Un movimiento enfurecido de Bruno originó la caída
de varias copas de vino, e inmediatamente se levantó
y gritó:
—No sé si usted está al tanto Ministro Nathán, pero
este individuo ¡es un ladrón y traidor! y por ende se lo
encarceló para ser juzgado.
—Pero claro que sí, algo me habían comentado. Santos…
ha decepcionado a nuestro Señor de la Misericordia.
Rafael no entendía nada y prefirió quedarse callado y
esperar.
—A escapado de alguna manera —dijo verborrágico
Bruno—. ¡Monjes, enciérrenlo!
—¡No! calma por favor, —prosiguió Nathán— antes
quisiera escuchar qué es lo que robó Rafael Santos.
Nadie habló, pero todos se miraron con todos.
—Infringió las reglas monásticas, se rehusó a evangelizar
a los nativos del pueblo, hurtó comida a sus compañeros,
revisó sin permiso el Armarium…
—Suficientes motivos para apresarlo —concluyó Nathán—
Bruno, disponga entonces.
Cecilio acompañó a Rafael y la velada acabó en una
tensa paz, con Bruno y los monjes disimulando serenidad.
113
El 6 de junio, Nathán despertó de madrugada. Desayunó
junto a los monjes más ancianos y pidió la llave
del Armarium. Estuvo allí tres horas examinando en
detalle cada uno de los textos, e incluso postergó su almuerzo
para seguir leyendo. Todo estaba bien, según
hizo constar el Ministro en el sumario.
***
Cerca de la tarde, Giralda sugirió al visitante una salida
nocturna.
—Mi querido Nathán, quiero invitarlo a conocer una
posada en el pueblo, donde he comprobado, se comen
riquísimos mariscos.
—¡Pero que grato halago, Bruno! —se sorprendió Nathán—
desde ya acepto su agasajo y será un placer
compartirlo con usted.
—No será posible esta vez —titubeó el Abad—, tengo
una reunión muy importante con algunos monjes.
Planificamos las próximas siembras, y estamos reestructurando
las misas para que más pobladores se entusiasmen
con la palabra del Señor.
Nathán levantó la cabeza, afinó su mirada y dijo:
—Entonces, realmente será una pena… no poder contar
con Ud. ¡Pero le tomo la palabra! la próxima salida
114
la haremos juntos.
—No faltará oportunidad, padre. Y le deseo el mejor
banquete.
Giralda procuró acercar al emisario al pueblo lo más
pronto posible. Esa medianoche ya estaba planificada
desde hacía años y un visitante desconocido no calificaba
como partícipe.
—Señor, la biblioteca está lista.
—Bien Cecilio, tengo los textos en mi poder; ¿somos
13 en total?
—14, contándonos a nosotros, como Ud. me indicó.
Giralda le lanzó una mirada inquieta y Cecilio aclaró:
—Persuadí a uno de los viejos monjes y quiso estar
presente…
—No sé quién es —apuntó Bruno—, pero espero que
no genere problemas. ¡Comencemos, la noche se acerca!
La biblioteca de San Julián era un cuarto de mediano
tamaño. Albergaba más de tres mil volúmenes y contaba,
además de varios escritorios, con un altar y un
sagrario. Esa noche se había iluminado con infinitas
velas y el aspecto era solemne.
115
Nathán ya recorría el poblado vecino, cuando Bruno
Giralda comenzó a preparar el ritual. Un culto que según
los textos solo podía celebrarse cada cien años.
—Padres, hermanos… estamos hoy aquí para alabar,
reverenciar y convocar a nuestra única y glorificada
divinidad, que cada cien años nos obsequia un ingreso
a su mundo.
Cecilio abrió la primera página del Oficio Divino, para
que Bruno inicie el protocolo y antes de que recite una
palabra, alguien entró gritando:
—Discúlpeme Abad, pero debo advertirle que hubo un
incendio en la taberna donde cenaba el Ministro Nathán
y ha regresado al monasterio.
—¡Cierren la puerta con llave, la ceremonia la haremos
de todos modos! No viviré para la próxima admisión,
así que comenzaré…
—¡Aparta tus manos de ese tomo Giralda, esta pantomima
se acabó!
Era Rafael Santos, escondido entre los testigos. Le
apuntaba al Abad con su fusil de doble cañón, bajo la
mirada atónita del resto de la curia.
—¡Terminemos con este sacrilegio…aggrrhh!
Santos sintió una presión asfixiante, un fuego en la
garganta. que no lo dejaba moverse.
Bruno se relajó:
116
—Jaja, buena coartada la del incendio, Nathán, llegaste
justo a tiempo. Por fin usas un Rosario para algo
realmente importante.
—Siempre hay entrometidos Bruno… —dijo sonriente
Nathán.
—Queda poco tiempo para el ritual, —aseguró el
Abad— ¡aprieta fuerte!, ¡vamos! El vaticano nunca se
enterará…
—¡A menos que yo cuente todo!
—¡¿Cecilio?! —gritó Bruno sorprendido— ¿Qué estás
haciendo, necio? ¡tu no contarás nada! Ayuda a Nathán
a deshacernos de Santos…
Cecilio, que se hallaba frente al sagrario, aprovechó el
momento de confusión y atacó a Bruno, apuñalando la
mano que apoyaba en los libros sagrados.
Los monjes espantados por el arma y el rojo sangre
que se esparcía por las hojas, huyeron despavoridos.
El proyecto que Giralda había elucubrado, estaba
mostrando su naturaleza más violenta.
A pesar del fuerte dolor en su mano, el Abad, logró
arremeter contra Cecilio, golpeándolo en la sien con
un candelabro de oro.
—Nunca imaginé una traición de tu parte Cecilio…
¡eres un canalla!
117
Mientras Rafael Santos intentaba soltarse del ahogo,
Giralda inició el rito; el tiempo corría y debía realizarse
antes de medianoche:
—¡EGO IAM! ¡DEDISSE IUVET!. ¡HOC EST A MAG-
NUS!.
El cielo comenzó a engendrar una tormenta inusitada,
escondiendo la luz de la Luna, pero iluminando con
fuerte relámpagos. Santos seguía sofocado. Nathán
grito:
—¡Serás el Rey, Bruno! ¡el poder y la gloria te pertenecen
a ti!
—¡MENDACIUM! ¡OCCISO FRATRE! ¡ERO NUM-
MORUM!
Rafael observó estupefacto como Giralda se elevaba
un metro del piso, resplandeciendo un destello rojizo.
Abrió los brazos al cielo y su fisonomía se transformó
en la de un ser repulsivo, bestial.
Cecilio seguía desvanecido en la base del altar. cuando
tres inmensos vitrales estallaron dentro del recinto,
incrustando fragmentos de vidrios a Bruno, que estaba
más expuesto que el resto.
—¡NULLUM CRIMEN SCELUS!
—¡Prosigue Bruno! —lo incentivó Nathán —¡La invocación
casi se completa!
Rafael conocía los textos de memoria y se percató de
118
que, con solo una frase más, Bruno Giralda dejaría de
ser un simple mortal. ¡Se convertiría en el mismísimo
Anticristo!
—¡ET NON DOLEBANT ET…
Bruno, o lo que quedaba de él, esbozó un gesto perverso,
palpitando ya su consumada metamorfosis.
—USQUE IN…
“AETERNUM!… AETERNUM!” pensó Nathán.”¡Dilo!”
Rafael conmocionado y ya sin nada que perder, empujó
con su espalda a un fascinado Nathán, liberando
un impulso demencial y logró tomar su fusil que había
caído cerca. Sin esperar un segundo, le lanzó tres
disparos al corazón, pero Giralda continuó flotando
sobre el altar sin mostrar signos de debilidad. Las balas
ya no dañaban a un ser que era más demonio que
humano.
Giralda comenzó a recitar su última palabra, la que
concluía la Liturgia.
Todo el esfuerzo, y los riesgos que se habían corrido
para detener esta profanación, habían sido en vano.
El papa Clemente XIII estaría devastado ante la noticia,
y sólo Dios sabría cómo parar a este ente.
Pero Cecilio despabilado y advertido del inminente
final, tomó su estaca, la empapó con el agua
119
bendita que quedaba en el Sagrario y atacó a Giralda
por la espalda, clavándosela en el corazón. El demonio
cayó al suelo y comenzó a volver a su estado inicial,
el del cuerpo de Giralda. El daño no era la puñalada,
sino el líquido sagrado que se esparció por la sangre
del Abad.
—¡No! ¡Nooo! —clamó llorando Nathán— ¡Era nuestra
única oportunidad!
Rafael, decidido a terminar la proeza, arrojó la copa
de agua bendita en la herida de Bruno. La tormenta
calmó, y cuando Cecilio salió a buscar ayuda, los monjes
que nada sabían del ritual que acababa de oficiarse,
llevaron a Giralda a la enfermería y encerraron a Nathán
en el calabozo.
Rafael se agachó, respiró hondo, recuperando el aire
que la estrangulación le había quitado y agradeciendo
a Dios por la ayuda, miró a Cecilio exigiéndole una
explicación.
El antes cómplice de Bruno Giralda, se acomodó en
una silla, y aun con un fuerte dolor de cabeza, manifestó:
—Cuando fui al Vaticano, tuve una íntima conversación
con el Pontífice, donde le expresé el plan siniestro
de Giralda. Me explicó que todos los monasterios estaban
siendo vigilados, porque la fecha para la invoca-
120
ción, acordada milenariamente por los textos, era el 6
de junio de los años terminados en 66.
—Pero, ¿porqué me apresaste y nunca me contaste
nada? En definitiva, éramos compañeros de una misma
misión.
—Yo no lo sabía. Fueron órdenes de Clemente XIII.
Me mandó a mí como espía, para vigilar y conocer el
plan de Bruno. Y a ti, imagino, te envió como última
instancia para robar los textos y dejar sin efecto el culto.
—Por eso cuando me encontraste fuera del templo, no
me dejaste ir…
—Claro, no conocía tus intenciones, y aunque las hubiese
sabido, Bruno ya estaba muy cerca. Pero te olvidas
de un favor que te hice…
Rafael sonrío pensativo.
—¿Quién crees que abrió la puerta de tu celda? Desde
la llegada de Nathán, comencé a ver las cosas más claras,
por eso intuí que tú también estabas de mi lado.
—¡Te lo agradezco!… y Nathán, ¿quién es? —preguntó
Rafael.
—¡Sabía que era un impostor!, el único enviado por
la Santa Sede era yo… además, lo reconocí luego de
que autorizó tu detención. Nathán, no es más que el
hermano de Bruno, otro cabreado discípulo de Satán,
121
que cedió a su hermano mayor, el privilegio de transformarse
en esa abominación.
Tres semanas más tarde, Bruno Giralda y Nathán fueron
apresados en Roma, despojados de toda estirpe
eclesiástica.
Los dos héroes se reunieron con el Papa y relataron lo
sucedido, que fue debidamente documentado en los
expedientes de la Santa Sede.
Y desde ya, recibieron sus respectivos honores. Cecilio
volvió a San Julián como Abad; se encargó de quemar
aquellos libros y de reorganizar el monasterio.
Rafael Santos García de Azcuénaga Valencia, el falso
monje, volvió a su pueblo y se juramentó nunca más
realizar tareas de salvamento para el Vaticano. O eso
creyó él.
122
ETERNAS CONFESIONES
Programa N°1
(Suena la intro del programa con “Forever and
Ever” de Demis Roussos)
—Las cero en punto de este lluvioso domingo 6 de
agosto de 1995, mi nombre es Antonio Serrano y, durante
las próximas 2 horas estaremos compartiendo
este encuentro semanal, donde seremos testigos de
“Eternas confesiones”. Cada semana tenemos un invitado
en el estudio, elegido mediante las solicitudes
que nos envían por correo...
Hoy nos visita Rubén Arriaga, taxista de Buenos Aires.
¡Buenas noches Rubén!
—Buenas noches Serrano, y a toda la audiencia.
—Bueno Rubén, contanos porqué enviaste tu carta al
programa. ¿Cuáles son tus “Eternas confesiones”?
—Hace 30 años que recorro las calles de la ciudad.
123
—Ajá, bien, le pedimos a Lalo que nos baje un poco la
música, ¿puede ser? ¿Cómo te iniciaste en esta profesión
Rubén?
—Arranqué pendejo arriba del coche, tenia 22 años.
Mi viejo falleció de un paro y me tuve que subir de
prepo a su auto para laburar. Soy hijo único, pero mi
vieja era ama de casa ¿viste?, y me puse la familia al
hombro.
—Osea que resignaste muchas cosas en tu juventud
por ponerte a laburar…
—Prácticamente todo... aunque el vermú con amigos
del club, fue lo que más me dolió dejar. Me la pasaba
doce horas con el culo sentado en el Fairlane. Después
con los años puse un pibe que me ayudaba.
—Me parece muy bien. ¿Cuántos años tenés Rubén?
—52 pirulos. Lo único que no dejé de hacer, es ir a
la cancha de Boca los domingos. Dejaba el tacho a 10
cuadras, y me iba con los muchachos a la popular.
—¿El auto era tuyo?
—Sí, siempre. El de mi viejo primero y después cuando
falleció mi madre, con el seguro de vida, cambié el
modelo. Sino te renovás a tiempo, se te cae el negocio.
—Ajá... y ¿cuántas vec...?
—Perdone que lo interrumpa Antonio, porque en realidad
yo quiero contarles mis anécdotas de viajes... so-
124
bre todo de cuando laburaba de noche
—Bien, bien… entonces Lalo, mándame la tanda, un
tanguito y seguimos charlando con Rubén, que está
ansioso por contarnos. Nos acomodamos y volvemos.
(Suena “Garufa” de Edmundo Rivero)
—Rubén te escuchamos…
—Mirá, para el 68, 69… 70, yo ya estaba medio asentado
en el rubro, tenía clientes fijos, me pude comprar
un departamentito interno; chiquito, pero para un
soltero como yo, alcanza y sobra.
—¿Estás casado, tenés hijos?
—Noo...nada. Las minas son jodidas, las metés en tu
casa más de un día y se adueñan de todo, deciden por
vos, por tu vida. Prefiero ir a visitarlas yo.
—Ja ja entiendo ¿Y cómo fueron esos años?
—Y, en los setentas la cosa se puso jodida, te paraban
mucho, te pedían papeles, los documentos. En esa
época salía con una chica, Alicia. Vivía en Caballito,
la iba a ver los viernes, salíamos a cenar, íbamos al
boliche.
Una noche me acuerdo que la dejé en la vereda del departamento.
Arranqué el Fairlane y cuando llegué a la
esquina, vi por el espejito que estacionaba un Falcon.
125
Antes de que entrara, la agarraron dos tipos y la metieron
adentro del coche. ¡Me quedé duro, sabés! Ahí
nomás se las tomaron. Pasaron al lado mío. El milico
que acompañaba al conductor, me clavó la mirada; me
vio, pero se hizo bien el boludo. Digo milico porque
chorros comunes no eran. Al otro día toqué timbre en
el depto de Alicia y no atendió nadie. Me lo imaginaba.
Probé varias veces durante semanas y nada. Nunca
más la vi. Encima esa noche, le había dejado unos
ahorros míos para que los guarde ella. ¡Un pelotudo!
—Pregunta Rubén, Alicia ¿militaba...? ¿andaba en…?
—No, no, ella vivía sola, era una mina laburante, no se
metía con nadie, casi no tenía amigas, mirá lo que te
digo. Por eso no me escondí esa noche, ¡lo miré bien a
la cara para que me busque! pero estos tipos eran unos
cobardes, iban siempre en manada, armados. Igual…
—Osea que, Alicia es una desaparecida de la dictadura…
—Naaa, ¡desapareció de mi vida la desgraciada esa!
Prestá atención: a los dos meses se sube al taxi el tipo
que me había mirado a los ojos. Paré el coche y me
bajé para cagarlo a trompadas. Me frena y me dice:
“¡Pará bigote, tranquilo! La mina esa nos pagó para
hacer toda esa artistada de que la secuestrábamos
y se las tomó a España. No quería hacerte
126
sufrir, nos dijo, porque se iba a casar con un gallego, o
algo así. ¿No te la vas a agarrar conmigo che…?”. ¡Lo
que me tuve que aguantar la bronca! Se me acercaba
la gente para ver si no iba a tener un infarto. Osea, la
cosa estaba jodida en serio en esos tiempos, pero, que
bien que me la hizo Alicia…; se rajó con otro tipo y con
mis ahorros.
Tsss, desaparecida…
—Y para los oyentes que recién se suman al programa,
les contamos que esta noche estamos con Rubén
Arriaga, taxista, 52 años, un hombre que, sobre cuatro
ruedas, atesoró sus “Eternas confesiones”… nos
acaba de contar una…
—Y por Corrientes, por la zona de teatros, andaba mucho
en los setentas... una vez se subió Mirtha, ¡lo que
llovía ese día!
—Perdón Rubén ¿qué Mirtha?
—Mirtha, ¡la Legrand! Qué mujer fina. En esa época
tendría cuarenti largos. Me pidió que la lleve a una
calle en San Isidro. Agarré por Santa Fe y llegamos
rápido. Era una mansión me acuerdo, de esas con los
muros altos. Muy correcta la señora, tenía un perfume
que enamoraba.
La ayudo a bajarse porque llovía a cantaros y me dice
“¿Quiere pasar?”. Me quedé duro viste. Le dije “no se-
127
ñora, le agradezco de corazón, pero tengo que seguir
laburando, hoy con un día así, me hago el mes”
Me insistió la mina: “por favor, se está mojando, apúrese”.
Y yo, esto lo cuento ahora, porque ya sé lo que pasó,
que si no, sabés qué… Entonces abro la puerta del taxi
para irme y ella desde el portón me grita “no se vaya
por favor, entre” y ahí nomás dije “esta es la mía” y
en un pique corto me metí al living, pero Mirtha no
estaba ahí.
¿Vos sabés lo que es, que te entren los ratones a laburar?
El plan perfecto: mansión en un barrio alejado,
con la Legrand que todavía estaba buena, noche de
verano, yo ya había picado unas rabas en un puestito;
la noche ya estaba perdida para mí pero de yapa aparecía
esto.
—No te lo puedo creer Rubén, es insólito lo que me
contás. ¿Todo esto es cierto?
—¡Escuchá! Yo tenía la camisa celeste hecha sopa. Al
lado de la entrada había un bañito; entro, me quito la
camisa para estrujarla y de paso me iba preparando
¿viste?... ¡¿sabés como estaba yo?! Y cuando vuelve la
señora me ve en cuero. ¡La cara de susto que tenía esa
mujer! Me muestra un manojo de billetes y me dice
“quería pagarle señor, no tenía efectivo en la billetera,
128
por eso le dije que espere adentro de casa”. ¡De una
escalera lo veo bajar al marido! Le pego un manotazo
a la plata y le digo “gracias querida Mirtha, fue un
placer”.
El viejo desde lo alto de la escalera le grita “¡subís ya
mismo y me explicás todo esto María Rosa Martínez!”
Sali cagando. Pobre Mirtha… el marido pensó que lo
había cuerneado y encima, ¡había pagado ella!
(risas y tanda publicitaria)
—Y si... en otra oportunidad se subieron dos tipos. Se
sentaron medio apurados y uno me pidió medio de
mala manera “llévame cagando a Nazca al 4000 y no
mires para atrás”. ¡Me resultó sospechoso que diga
“llévame”, si eran dos! Pero en un momento miré por
el espejo retrovisor, una costumbre de cualquiera que
maneje, y el tipo me gritó ”no te hagas el pelotudo y
mirá para adelante”. El otro tenía una campera roja,
eso sí puede ver. El viaje duró más de media hora,
pensá que yo estaba en Suipacha cuando dejé al último
pasajero. Hasta Nazca al 4000, imagínate…
—¿Y el hombre que lo acompañaba?
—¡Nada che! Pero ni un suspiro. Eso sí, cuando llegamos,
el matón este ni se fijó en el reloj: me tiró cien
dólares y se bajó abrazado al otro. Me quedé mirando
129
el billete y un poco el espejito ¿viste? Y veo que estos
dos empezaron a forcejear en la vereda. Se ve que el
que me bravuconeaba a mí, lo quería meter al “mudo”
en una casa, y en un momento el “mudo” se le escapa,
sale corriendo para el lado donde estaba yo y le veo la
cara: ¿sabés quién era? ¿querés que te diga quién era?
—¿Quién era?
—¡Robertito Sánchez, Sandro! La voz de América;
tenía sus casetes en la guantera. Le abrí la puerta de
atrás y salí carpiendo. “Dale pelado apurate” me dijo.
El otro desgraciado me corría desde la vereda apuntándome
con un revolver, “¡frená hijo de puta!”. Manejé
agachado como setenta metros Antonio. Pasé en
rojo la esquina y me metí en Salvador del Carril.
—Pero Rubén, ¡esto nunca se supo de Sandro!
—Pará que sigo…. de ahí me fui hasta Triunvirato,
donde tenía un amigo. Se me ocurrió dejar el auto y
meterme en algún lugar para guardarme. Mirá si encima
me llenaban de plomo mi herramienta de trabajo.
Era lo de Nardo, un compañero de bochas. Le golpeé
la puerta, pero olvidate que me iba abrir. Eran las 3
de la mañana. ¡Y yo gritándole “Abrime que estoy con
Sandro”!
—Me imagino…
—La cuestión es que Nardo nos abrió y no entendía
130
nada. Mirá si será tan nabo que no le hablaba a Sandro,
me hablaba a mí como si estuviera con un muñeco.
Me decía “¿qué hacés con Sandro acá a esta hora?”
Yo le contesté “dale boludo, prepará tres cafés que la
noche va a ser larga”.
—Bueno Rubén frenemos acá, porque esto ha tomado
un vuelo interesantísimo. Realmente nos has sorprendido
con esta historias.
¿Podés contar qué pasó después?
—Si como me voy a olvidar: esto debe haber sido…76,
77 más o menos. Antes del mundial seguro porque
después… bueno, termino esta y te cuento la otra. La
cuestión es que el malandra este era un cafiyo, dueño
de uno de los boliches nocturnos más famosos de
Agronomía, y este delincuente le había prometido a
una de sus minuzas, que esa noche Sandro iba a cantar
para ella. Así que lo fue a buscar al Opera donde había
terminado un show, le punteó la pistola en la espalda
y me encontró a mi yirando por el centro...
—¿Y qué paso luego del café en lo de Nardo?
—Sandro nos agradeció por la ayuda, y tipo ocho, medio
sigilosos nos metimos en el tacho y lo llevé al piso
que tenía en Libertador. Puse el casete que tenía guardado
y nos fuimos cantando sus temas. Al final me
hizo el recital a mí. Y yo que le decía el “mudo”.
131
¡Ojo, el viaje se lo cobré igual, eh!
(tanda publicitaria)
—Volvemos con “Eternas confesiones”, ya un clásico
de los domingos en la madrugada. Hoy con un invitado
que ha superado todas nuestras expectativas.
Cantidades enormes de llamados queriendo saber
más de este taxista porteño. ¿Dónde naciste Rubén?
—Igual las mejores las viví con el flaco Menotti, lo llevaba
siempre desde la casa hasta el predio de la AFA
en Ezeiza. Sobre todo, en la época previa al Mundial de
Argentina. Éramos confidentes, yo le contaba de mis
mujeres, le pedía su opinión como hombre de mundo.
En esa época salía con la Su Giménez…
—¿Cesar estuvo con Susana?
—No, que Cesar, ¡Yo! Salimos 3 meses con la rubia.
Si te fijás en una Radiolandia de esa época hay una
nota chiquita “LA GIMÉNEZ DE NOVIA CON UN TA-
XISTA”. La llevaba seguido al teatro y una noche de
vuelta a su casa, la invité a salir, “che Su, ¿no te vas a
ir a dormir a esta hora?, son las 4 recién!” así que nos
fuimos a tomar algo a Mau Mau, y la saqué a bailar.
“Esta la mía” pensé. Y no va que justo pasan la lenta
de los Bee Gees…
132
—¿“How deep is your love”?
—No, de nombres no tengo ni idea. A mí me la cantás
y yo te digo.
—¿Y qué pasó?
—¿Qué pasó? qué no pasó... ¡La enrollé como una
víbora y le metí un beso más fuerte que una piña de
Monzón! Chapamos lo que duró el tema y nos fuimos
a mi casa.
—¿Y…?
—¡No Antonio, un hombre no tiene memoria! La pasamos
bien, eso sí. Nos vimos dos o tres veces más y
un domingo después de los ravioles, me pide que me
la juegue por ella: “largá el taxi que con lo mío nos
mantenemos bien Rubén, así estamos más tiempo
juntos”. Le dije que era una locura, que el auto era mi
pasión, que no lo iba a largar ni loco, así que a la que
largué fue a ella. Yo no soy ningún mantenido y menos
por una mina, así que le dije “¡chau, te sigo viendo en
las películas!”
—¿Te fuiste así nomás?
—Si, con los años viendo lo que cobraron los ex maridos,
me arrepentí, pero ¡yo me tenía que tomar revancha
de lo de Alicia también!
—Yo no salgo de mi asombro Rubén. ¿Y lo de Menotti
en qué quedó?
133
—Me preguntó varias veces que opinaba de la Selección.
Le escribí en un papelito los nombres y la táctica
para jugar. “No lo abrás ahora” le dije, “abrilo contra
Holanda en la final, que levantás la Copa”.
—¡Pero el Mundial no había arrancado todavía!
—Claro, me dice “¿y el resto de los partidos, cómo los
ganamos?
“Ah, eso es problema tuyo César, ¡sino llévame de
ayudante técnico!”
(risas y aplausos)
—Ja ja bueno Rubén, realmente usted es merecedor
de lugar que está ocupando, hay llamados...
—¡¿Y la del Negro Olmedo?!
—No me diga que también…
—Siii, esto debe haber sido principios de los ochentas,
una época hermosa, de las que más recuerdos tengo,
ochentiuuuno, ochentidos…
Yo ya tenía el R12, ¡que cochazo! Me llaman de San
Telmo, caigo en la puerta de un restaurante y ¿quién
se sube?
—El Negro Olmedo.
—No, pará, esta fue antes. Se sube García, el bigotudo,
el rockero.
134
—¿Charly? Que increíble…
—¡Un hijo de puta! Así nomas te lo digo. Se sube él,
con una rubia y una morocha. Lo reconozco enseguida
por la voz de muñeco: “llévenos a pasear por la ciudad,
maestro” me tira. Digo “bueno, lo llevo por la 9 de Julio,
Costanera”. Meta besos estaban ahí atrás, yo pensaba
“¿no me prestás la rubia un rato?”, pero bueno,
a los 10, 15 minutos saca una bolsita. Una bolsita ¿me
entendés Antonio?
Y empieza a pasársela por la jeta a las minas. Una se
embadurnó los pechos con polvo y se las refregaba a
los otros en la cara, un descontrol arriba de mi auto,
viste. Al principio me la banqué porque pensé que me
podía enganchar, pero cuando vi que la quería toda
para él, me enculé y me fui a la comisaría que está ahí
en Perú al 1000. Paré el coche ahí, bien en la puerta,
digo “¡a este forro drogadicto lo voy a cagar!” ¡El
milico que estaba en la puerta no entendía nada! Se
me acerca y me dice “¿qué es todo esto, señor? ”Soy
Charly” gritaba el otro. Hasta que el poli dijo: “¡bájense
todos y acompáñenme!“
Nos metieron a los dos en un calabozo y a las trolas las
dejaron irse. Serían las 11 de la noche. Cae el Comisario
enterado del asunto y no va que lo saca a este y le
dice “¡Charly querido! Estoy en un asado con amigos
135
en Palermo, o venís a tocarnos unos temas o te quedás
toda la noche con este viejo puto” Me quedé solo hasta
las 3 de la tarde del otro día. Por ambicioso Antonio.
Y por resentido.
—Ja ja Say no more Rubén…
—¿Lo qué?
(suena ‘Y tú te vas’ de Jose Luis Perales)
—Una vida sobre ruedas ha tenido Rubén Arriaga, y
con jugosas anécdotas, la mayoría inéditas, con famosos...
—Y a Olmedo lo conocí un 24 de diciembre de 1983,
no me olvido más, porque ese año había cambiado el
R12 por el Taunus. ¡Lo que era esa nave! al principio
esquivaba pasajeros para que no me lo toquen, imagínate.
Y a Alberto lo subo de casualidad en Talcahuano
y Marcelo T. de Alvear y noto que tenía una cara de
culo tremenda. “¿Qué pasa Alberto, problemas con
las minas?”. “Ojalá” me dice “tengo que ir a pagar una
deuda de juego, pero no tengo un mango y voy a negociar,
te prometo que hacemos rápido” Me le doy vuelta
y le digo “¿a negociar qué? ¿Tas seguro dónde vamos?
El viaje no te lo cobro, pero no quiero que tengamos
quilombo”. Me dijo que no tenía alternativa así que
136
salimos para Parque Chas. Barrio raro ese, eh. Te metés,
pero no sabés si encontrás la salida.
Paramos en la puerta del chalet. Estaba todo oscuro.
¡No había un alma! Un ladrido a lo lejos se escuchaba.
Me bajo yo a tocar timbre, y nada. Abro la reja y golpeo
la puerta. Nada. Cuando vuelvo al Taunus, lo veo a
Alberto con dos monos atrás y un gordo sentado en el
volante. Me le acerco y con mucha tranquilidad le pido
que se baje del auto. La cara no se la veía, estábamos
todos en penumbras. Me dice “¿y si no me quiero bajar
qué vas a hacer?” Ahí salta el Negro con esa voz de
corneta “tranquilos muchachos, acá el hombre tiene la
plata en el baúl”
—¡Ah, pero te mando al frente mal, Rubén!
¡Un kamikaze el Negro! Se bajan los dos monos y el
gordo, y se van para atrás del coche, uno apuntándolo
en el estómago. Abro el baúl y claro no había un sope
ahí. “¿Uds. me están cargando? si no aparece la guita
en cinco minutos son boleta los dos!” Entonces lo
veo al Negro que me hace señas con la cabeza. Le digo
“permiso Don, hablo con mi socio y ya resolvemos
esto”. “En la que me metiste Negro sorete”… “Paraaá,
pará si salimos de esta juntos te juro que... te prometo
que cuando…”. “Dejá” le digo “no prometas nada.
Quedate piola acá en el árbol”. Me acerqué a estos ma-
137
fiosos y les pagué la deuda. No tuve más remedio, si no
éramos boleta Antonio.
—No te lo puedo creer Rubén y ¿cómo les pagaste?
—Les di el Taunus… Hacía cuatro meses que lo tenía.
Mi primer 0 km ¿podés creer? Le entregué la llave al
gordo y quedamos en que el 26 hacíamos los papeles.
—Que injusticia ¿Y cómo se volvieron desde allá?
—Olmedo, les pidió que nos acercaran con el Taunus.
Yo fui atrás con los dos monos y el Negro adelante cagándose
de risa con el gordo. ¡Claro…habían salido todos
hechos! Así que en casa me descorché una sidrita,
me preparé una milanesa, el turrón y me fui a la terraza
a ver los petardos… ¡Lo que lloré esa Nochebuena!
—¿Y a Olmedo cómo se lo cobraste?
Me invitó varios años a comer al depto. que tenía en
Mar del Plata. El Maral 39. Con eso me alcanzaba, era
un ídolo para mí. Pero fui hasta el 87, al otro año ya no
fui. No le podía salvar la vida dos veces…
(suena “Everybody´s talkin´” de Harry Nilsson)
—¡Rubén, amigazo! No nos queda más tiempo. Te
agradez…
—¡La última! Porque en realidad yo vine para contar
lo que me pasó una semana antes del Mundial de Mé-
138
xico. Eso sí que fue extraño.
Se me sube un pendejo en Viamonte… muy nervioso.
Me pide que lo lleve a la Recoleta. Tenía la radio
puesta y estaban hablando de la Selección de Bilardo,
y el flaco este me dice “¿le puedo confesar algo, Don?
Me hubiese encantado jugar este Mundial” Me reí y
le contesté “si, a mí también, a cualquiera le gustaría
jugar un Mundial” Pero no va que acerca la jeta entre
los asientos y, ¿sabés quién era?
—¿Gareca?
—¡No, el Pibe 10!
—¿Quién?
—¡Maradona! ¡Diego Armando Maradona!
—Pero como, si Maradona estaba concentrado en
México…
—¡A eso voy! le digo “Diego, ¿sos vos en serio? ¿pero
no tenés que estar en México ahora?”. “Debería” me
dice, “pero me usaron para un experimento. No doy
más pelado, necesitaba contárselo a alguien, tengo
una bronca bárbara” Noté que lagrimeaba. “Confiá en
mí nene, ¿en qué te puedo ayudar?”
Me pidió que entrara con él a la casa. La Claudia estaba
arriba durmiendo. Así, medio en penumbras, con
la luz de un velador, saca una carpeta de un cajón y me
muestra: “mirá, esto es un prototipo que armaron Bi-
139
lardo con unos japoneses. Es un como Super Hombre,
un robot jugador. Por dentro es de metal y por afuera
es de silicona. Lo hicieron idéntico a mí”.
¡Me quedé duro Antonio, no te miento! “Osea que
¿este aparato está allá en México ahora?” “Si, va a jugar
por mí” me dice Diego.
—Ja ja ¡qué historia más graciosa Rubén!
—No, no, no. Te estoy hablando en serio. Le pregunté
qué hacía en la calle Viamonte y me dijo que había terminado
de firmar en la AFA un juramento de silencio.
¡Le duró poco! Ya lo sabía hasta el taxista. Entonces
me muestra los planos de la cosa esa. Estaba todo lleno
de engranajes, tuerquitas… “¿Y qué vas a hacer?” le
pregunté “¡No puedo hacer nada maestro! Me callaron
con mucha guita encima. Por lo menos eso, pero jugar
en la Selección es un sueño que tengo desde chico. Ya
quedé afuera en el 78 y en España fracasé”.
Eso era cierto. Y me dice “me quedan dos opciones:
que este androide la rompa toda y Argentina gane la
Copa o que alguien se dé cuenta de la trampa y se destape
la hoya. Ahí, yo me lavo las manos.
“Prefiero la primera” le dije. Diego seguía explicándome:
“los japoneses nos aclararon que, al ser un modelo
nuevo, el robot puede tener fallas. Por ahí en un salto
en vez de ir con la cabeza, pone la mano, por ejemplo”
140
“¿Pero vos lo viste jugar?” le pregunté.
“¡Sí, y es una máquina! También te puede hacer un
golazo gambeteando 7 jugadores, como hizo en una
práctica”
Me invitó una Coca-Cola y me despedí un poco triste
por Diego, pero esperanzado con el bicho ese que lo
reemplazaba. Al final nos fue bien y todo quedó en el
olvido.
—No puede ser Rubén, es decir que...
—¿Pero no te das cuenta Antonio? El Diego del 90 y el
94 sí era el verdadero, y fíjate como nos fue…
(aplausos)
—Ahora si Rubén, te agradecemos que hayas…
—¿Y a políticos? ¡Un montón! A Perón lo llevé cuando
volvió en el 74, pero esa vez yo estaba peleado con
Patricia y ni me fijé a quien llevaba, tenía la cabeza en
otro lado, Un changarín le abre la puerta de atrás y me
dice: “Y, ¿te dejó buena propina el General?” “¿Qué
general?” le pregunto. “¡Juan Domingo!” me dice.
“Uh... y ahora que me decís, hasta me olvidé de cobrarle.
¡La puta madre!”
(se apagan los micrófonos y suena “It never rains in
southern California” de Albert Hammond)
141
EMBRUJO DE VIVOS
—No te enojes, escúchame… tú eras muy chico
cuando conocimos a Charly Crowley, tendrías 4 y yo
16. Los padres de Charly, que tenía mí edad, se habían
mudado a la casa de enfrente, la que los chicos de la
zona llamábamos “la Embrujada”. Aunque en realidad
papá decía que todo el barrio estaba embrujado…
Los Crowley venían vagando de ciudad en ciudad, tratando
de escaparle a la crisis. Nos hicimos amigos muy
rápido, mientras saltábamos los bordillos en skate, o
paseábamos en bicicleta antes de que el sol cayera.
Era bastante tímido con la gente, pero muy verborrágico
por momentos.
A veces me daba miedo estar con él porque lo asociaba
con la casa donde vivía, y sobre todo con la habitación
donde dormía.
Años atrás, cuando los Patterson vivían allí, el hijo
143
menor Peter, encontró a su hermana asfixiada con
una almohada, en el cuarto que ahora ocupaba Charly;
cuando el padre de Peter lo vió parado en la puerta,
corrió hacia él y lo arrojó por las escaleras con gran
fuerza. Peter no murió, pero perdió la vista en un ojo
por un golpe en la caída. George Patterson fue condenado
a 35 años, pero murió apuñalado en la cárcel de
Luisiana, a manos de Carl Mustoff, un oficinista que
casualmente había vivido en nuestra calle.
—¿…quién era Mustoff?
—Carl Mustoff, estaba casado con Janice, no tenían
hijos, y vivían en la casa contigua, al este de la de Patterson.
Llegaron allí, cuando el barrio recién levantaba
sus cimientos. Consiguió trabajo en una agencia
del downtown y durante los almuerzos comenzó a frecuentar
lo bares donde Luky Gandola, un bravucón
italiano, tejía sus negocios sucios. Se hicieron amigos
y una mañana Carl, llamó a Janice para avisarle que
preparase un ágape acorde al invitado, porque quería
quedar bien con el poderoso de turno. La cena nunca
se concretó, porque Luky Gandola y dos secuaces
más, se adelantaron unas horas a Carl y visitaron a la
inocente Janice. No tenían buenas intenciones, está
claro. Cuando Carl llegó a las 19.30 encontró a su esposa
tirada en el suelo y con una gran mancha roja
144
entre sus piernas. Llamó a una ambulancia, pero ya
era tarde, Janice había fallecido desangrada. Mustoff
tomó su revólver y manejó por la ciudad a más de 100
km/h, ignorando semáforos, peatones… ¡estaba desquiciado!
Entró al bar y encontró a Luky y dos prostitutas tomando
whiskey, riendo a carcajadas con sus amigotes.
“Hey Carl… perdón por faltar a tu invitación, llegaron
amigos y me entretuve, ya sabes…”
Lo irónico es que entre esos amigos de Luke, estaba
George Patterson, que se metió en la conversación “Tu
eres Carl, la nueva mascota de Luky, ¡ja! que lástima
habernos perdido el pavo asado de tu mujer, dime
cuan..”
Mustoff no dejó terminar la frase de ese estúpido y
acercándose a pasos lentos, le reventó la cabeza de
seis disparos a Luky Gandola.
La policía llegó pronto, y Mustoff fue condenado a cadena
perpetua.
—Es decir, que Mustoff y Patterson ya se conocían de
antes… pero ¿por qué lo asesino en la prisión?
—Mustoff masticó bronca eternamente por lo sucedido
y reparó en que Patterson también había participado
de la vejación a Janice, cuando mencionó el detalle
145
del “pavo asado de tu mujer”. El bufón había estado en
su casa; si ni él sabía que iban a cenar.
—Increíble… ese barrio era siniestro, de todos modos…
—Años después en la casa al oeste de la de Patterson,
donde vivía Felizia…
—…¡la anciana que tenía un coyote!
—La misma. Había enviudado hacía poco y se sentía
sola, no tuvo mejor idea que llevarse a un coyote de
mascota. Fue la época en que mamá no nos permitió
salir a la vereda por miedo a que lo tenga suelto.
—Lo recuerdo…nos había comprado la Atari para
compensar.
—Si, la cuestión es que Felizia se apegó demasiado al
coyote… dormía con él, se bañaban juntos. En poco
tiempo paso de ser la Tía de los pasteles de fresa a la
Vieja loca del coyote. La policía intentó secuestrarle
el animal en diversas oportunidades, pero ella era astuta:
cuando la poli llegaba, lo escondía en el sótano.
Entonces un día, como todos vaticinaban, el coyote se
escapó y recorrió la cuadra como si fuera un bosque
canadiense. Entró por la puerta de servicio de la mansión
de los Quintana, unos españoles adinerados de
quién mamá y papá eran amigos, y en un descuido comenzó
a morder a Toby, el pequeño bebe de la familia.
146
—¡Aghh! Recuerdo eso…
—Luis escuchó el llanto desgarrador desde la habitación
de arriba: cuando bajó se encontró con el peor
escenario imaginable. Tomó lo primero que vio a su
alcance, creo que fue una cuchilla y descargó más de
treinta puñaladas en la bestia.
—Toby se salvó, lo conocí en la preparatoria.
—Si, increíblemente pudo vivir, pero recuerdo las burlas
incansables de sus compañeros por las cicatrices
en su rostro.
—¿Y Felizia?
—La señora al conocer la suerte de su mascota, se
ahorcó en la cocina de su vivienda.
—¡Vieja zorra!…
—Un tiempo antes del altercado de Patterson y sus hijos,
en la casona verde, que está al este de la nuestra,
un hombre obeso se mudó desde Iowa. Venía por negocios
inmobiliarios según dijo papá.
—¿Cómo se llamaba?
—No lo recuerdo, pero sitúate en mi cuarto… ¿qué
veías por mi ventana?
—La ventana de la habitación de la otra casa.
—¡Exacto! Durante noches enteras espié su extraño
comportamiento. Yo apagaba el velador, corría la cortina
y miraba al vecino de 200 kg moverse misteriosa-
147
mente. No sé cómo explicarlo, pero las siluetas eran
suyas, manejando cuchillos como un ninja, subiendo
y bajando escaleras, sombras de mujeres, siendo que
él vivía solo y nunca vi a nadie entrar allí. Una noche
tras de él, pasó la silueta de un T-Rex.
¡Pude ver su enorme tamaño y sus pequeños brazos!
—¿No sería un ilusionista?
—Lo dudo, salía todas las mañanas con un portafolios
rojo, subía a su Corvette y no regresaba hasta el
anochecer. No tenía aspecto de Houdini. En general
era silencioso, pero tuvo su época ruidosa en la que
¡gemía! y a continuación se escuchaban martillazos,
sirenas, risas de gente. No era sonido de TV, de eso
estoy seguro. Al cabo de un año y medio, al subirme
al autobús escolar, vi el letrero de PROPIEDAD EN
VENTA y ya nunca más supe de él.
Hasta Patterson en una ocasión fue a tocarle el timbre
por los ruidos molestos. “¡Si no dejas de hacer bullicio,
voy a matarte cerdo inmundo!” le gritaba.
—Digamos que esa fue más extraña que trágica…
—Si, pero mientras el gordo hacia sus rituales con testigos
ocultos, ocurrió lo de Jackie, la vecina de la casa
del otro lado. De todos los que ocurrieron en el barrio,
este caso fue el que más me aterró.
—¿Cuándo Bobbie bajó..?
148
—Correcto, aquella tarde al volver de la escuela, mamá
me exigió que hiciese la tarea y me quedara en casa.
En el momento de la tragedia estaban Bobbie, Stephanie,
que vivía a unas cuadras más al norte, en la “Zona
segura” como le llamábamos, y Jackie, con su sombrero
cowboy como siempre.
Jugaban béisbol en un descampado que había detrás
de su jardín, un solar que hasta el día de hoy nunca
fue ocupado. Entre base y base, Jackie persiguió el
balón mirando al cielo y desapareció en un segundo.
La tierra se la había tragado literalmente. La ubicaron
rápido, aunque nunca habíamos visto ese agujero allí.
Todo el barrio se reunió alrededor del hoyo, escuchando
los gritos de dolor de Jackie, que se había fracturado
los brazos al caer. Llegó la policía y propuso que
alguien bajara a rescatarla.
—¿No alcanzaba con tirarle una soga?
—La niña no podía mover ninguno de los brazos, por
eso Bobbie, que era muy delgada, fue la opción más
lógica, a pesar de la negativa de los padres. Le ataron
un improvisado arnés por la cintura y la bajaron hasta
donde Jackie había caído, que no era lo más profundo,
sino un descanso en el pozo. Bobbie cargó a la
pequeña en los hombros como pudo y cuatro policías
jalaron la cuerda hasta depositar a la niña herida en
149
la superficie. La que corrió peor suerte fue su amiga,
porque mientras sacaban a Jackie de sus hombros, el
nudo de Bobbie se desató y cayó al vacío más profundo,
el que no había alcanzado Jackie. Nunca pudieron
rescatarla y tampoco se supo si murió al caer o falleció
de inanición.
—Pobre niña… ¿Y Charly Crowley?
—Claro, Charly… comencé el relato con él. ¿Mencioné
que era muy retraído?
Luego de entrar al Instituto, entabló relaciones con tipos
poco sociables, los llamados “Nerd”. Entre ellos
estaban Doherty, campeón en matemáticas y Leroy, el
gordito de la clase, que además tenía la desgracia de
ser afroamericano..
—¡Eso no es una desgracia!
—Está bien, pero lo cierto es que Charly se enamoró,
inocentemente de la chica equivocada. Lindsey Halley,
la ex de Frankie McFerry, el mariscal de campo
del equipo de Fútbol del Instituto. Le enviaba rosas,
cartas anónimas, pero todo el colegio sabía que eran
suyas.
Frankie celoso, luego de una clase, echó a todos del baño
y arremetió contra Charly, dándole la paliza de su vida.
Charly tuvo que comer papilla durante un tiempo, por
la prótesis bucal. Además de traumatismos de cráneo
150
y varias costillas rotas. Frankie no tuvo mayor sanción
que una multa económica.
—Pero Charly planeó su venganza…
—Si, luego de semanas postrado, y aun con dificultades
para mantenerse en pie, volvió al Instituto y se metió
al campo de juego mientras el equipo pre-calentaba.
Estaban todos ese día, porque era la previa de una final
y el equipo convocaba incluso en las prácticas.
Yo estaba en las gradas cuando Charly gritó:
“Frankie! Ey… amigo ven aquí!”
“Lárgate Charly ya no hay más que hablar, te lo dije
todo en el baño”.
Las carcajadas de los espectadores, retumbaron en la
cabeza del pobre Charly, pero se mantuvo frío.
“Quiero darte un abrazo y perdonarte. Por favor déjame
hacerlo con tu público presente”.
Frankie tiró al césped el casco y caminó sobrando a
quien había sido la víctima de sus golpes.
Yo intuía que algo malo saldría de todo eso… y así fue.
—¿Cómo dejaron que Charly…?
—No lo sé, pero las piernas de Franki explotaron como
tomates cayendo de un techo. Sonaron más de 5 disparos.
Lo dejó lisiado de por vida.
—Tú también podrías haber sido atacado por Crowley,
en ocasiones colaborabas con las burlas a los nerds.
151
—Pero Charly me respetaba, nos conocíamos de la
cuadra.
—¿Logró escapar, no?
—En parte, porque volvió a su casa, se inclinó en la
puerta y se voló los sesos con la única bala que le quedaba.
Mamá escuchó el estruendo.
—Qué lugar Dios mío… Todo ha sido una real y maldita
locura. Yo vine a despedirme…
—Y en casa también… bueno, muchos años antes de
que mamá comprara el terreno donde luego construirían,
un gran incendio quemó hectáreas de trigo y tres
esclavos murieron calcinados en la bóveda.
—Ya no quiero ni acercarme a ese sector…
—Yo tampoco…
—¡Tú no puedes, de hecho!
—Por eso te digo… cada acontecimiento me traumó…
tuve una infancia difícil, la muerte siempre me acechó
a cada instante.
—¡Lo tomaste muy personal, nosotros siempre nos
mantuvimos al margen de toda esa mierda! Hasta
que…
—Le pedí a gritos a papá irnos de ese lugar, pero nunca
me escuchó, ¡nunca entendió lo que yo sentía!
—Nada justifica lo que hiciste… papá no lo merecía, y
aunque seas mi hermano deseo con todo mi ser, que te
152
pudras aquí adentro.
—No levantes la voz, te sacaran de aquí. Tu no conociste
realmente a papá. ¡Fue un hijo de puta! Antes de
que tú nazcas, mamá sufrió golpes constantes, maltratos
psicológicos. Yo sabía que ese lugar estaba transformándolo,
por eso le rogué que...
—¡No lo creo!
—¡Créelo! La golpiza más grande la recibió cuando se
enteró que estaba embarazada de ti. Ella creyó que,
trayendo un nuevo niño a la casa, él iba a recuperar el
espíritu familiar, ¡pero fue peor! Tomaba mucho alcohol…
incluso hasta el mismo Patterson, ¡el hijo de
putas malnacido de Patterson, parecía mejor persona
que papá!
Una chicharra anunció el término del horario de visitas
en la penitenciara local.
—¡Si no quieres, no vuelvas nunca más, bórrame de tu
vida, pero créeme, yo vi el mundo como era!… un lugar
donde los condenados fantasmas y los monstruos
eran de carne y hueso.
153
ETERNAS CONFESIONES.
Programa N°2
(Suena la intro del programa con “Forever and
Ever” de Demis Roussos)
Las cero en punto de este, ya domingo 13 de agosto
de 1995, mi nombre es Antonio Serrano y, durante
las próximas 2 horas, como desde hace 18 años, estaremos
compartiendo este encuentro semanal, donde
seremos testigos de “Eternas confesiones”. Cada semana
tenemos un invitado en el estudio, elegido mediante
las solicitudes que nos envían por correo...
Hoy estamos nuevamente con Rubén Arriaga, el taxista
porteño que nos deleitó la semana pasada con
sus “Eternas confesiones”. Buenas noches Rubén.
—Buenas noches Serrano, gracias por invitarme otra vez.
155
—Bueno Rubén, estas aquí un poco porque el público
lo ha pedido y otro porque notamos que se quedó con
ganas de seguir contando sus anécdotas. Con la producción
no hemos podido corroborar si las historias
que Ud. contó fueron ciertas, pero…
—¡Yo no miento Serrano! y menos a la gente. ¿Y sabe
qué? Algunas no tenía pensado contarlas por miedo a
que me señalen de mentiroso.
—Me parece perfecto Arriaga. Cuéntenos un poco de
su vida.
—¿En abril del 87?, a ver si se dan cuenta de quién
hablo. Había parado en el barcito del Polaco a tomar
un café y suena el teléfono público de ahí. “Tomá” me
dice, “es para vos, de Presidencia”. Agarro el tubo, era
Carlitos Becerra, el Secretario de Alfonsín. Me la hace
corta: “Pelado, ¿estás viendo la tele? se nos pinchó
una goma y necesitamos a alguien de confianza para
llevar al... bueno, venite al Newbery y te explico” Se
me hacía el misterioso.
Llegó al aeropuerto y había un quilombo bárbaro. “Por
mí no vino esta gente” pensé. Y no va que se me sube
Carlitos y al lado, ¡el Papa!…
—¿Su santidad, Juan Pablo II?
—¡El mismo! ¡En el asiento trasero del 504! Decí que
156
era 0 km, pero tenía una mugre…
Yo no sabía cómo saludarlo, me le doy vuelta y me
hago la señal de la cruz. “Falta que le muestres ajo, boludo”
me gasta Becerra. “Dale, sacanos de este infierno,
Rubén. Llevanos a Casa Rosada” El Papa iba duro,
estaba cagado hasta las patas, pero nunca se sacaba la
sonrisita de la cara.
Agarro por Lugones hasta la 9 de Julio y se me dio por
comentar que, si yo no estaba en lo del Polaco, no me
enganchaba ni en pedo.
“Pero si siempre estás ahí boludeando” me dice Carlitos,
y el Papa, atento me pregunta: “¿polaco? yo soy
polaco, ¿cómo se llama su amigo?”
Me quedé pensando, por que para nosotros era el Polaco
Andrés y ahí me acordé: “Andrej… Wojtila se llama”
¡No sabés el grito que pegó el viejo! “Andrej Wojtila?,
pero si es mío sobrino. Quiero verlo, ¡lléveme
por favor!” Claro, yo ni puta idea de que el Papa tenía
el mismo apellido que el Polaco. Ya encaraba para el
bar, pero Carlitos me quería frenar a toda costa, hasta
que Juan Pablo II se le puso recio, y… ¡andá a desobedecer
al Papa! Te la hago corta. Freno en la vereda del
bar y les digo “esperen acá, que le preparo la sorpresa
al Polaco”.
Hago todo el preámbulo y lo dejo a Juan Pablo II en
157
la puerta, caminando, despacito con los brazos al cielo:
“Querido sobrino Andrej, ¡por fin te conozco!”. Los
clientes se arrodillaban y el otro estúpido se lo queda
mirando con la boca abierta y una bandeja en la mano.
Lo miro y le digo “¡reaccioná Polaco, te está saludando
el Sumo Pontífice! ¡Te lo traje porque es tío tuyo!”
—¿Y qué hizo el muchacho del bar?
—Me mira y me dice “sí, todo bien, pero yo soy judío y
además no es mi tío”. “Pero es el Papa, Polaquito querido,
¡abrazalo aunque sea!”
“Si, pero no es tío mío. Yo soy Andrej Bojtala”.
Juan Pablo me mira re caliente y me pregunta “¿Es
cierto eso? ¿Puede ser ud. tan descuidado?” Becerra
no sabía dónde meterse “¡me van a rajar por tu culpa,
pelado!” Entonces lo agarra del brazo al Papa para llevárselo,
pero yo cazo una cámara descartable que ya
había agarrado de la guantera y le grito al Polaco ”¡ponete
que te saco una para colgar en la pared!”. Frenan
tres segundos y saco la foto. Becerra y el Papa se tomaron
otro taxi que estaba parado en la puerta y se van.
—¿Y qué pasó luego?
—Nos quedamos viendo por la tele el encuentro con
Alfonsín en Casa Rosada. El Polaco me dice: “Pero si
vos sabés mi apellido, Rubén”.
“¡Ya sé, salame, pero yo pensé que me ibas a seguir la
158
corriente! Ayer leí en el diario que este Carol Wojtila,
el Papa, tiene sobrinos en Argentina y se me ocurrió
armar esto. Medio improvisado, pero ¿quién te quita
lo bailado? ¡Mañana mando a revelar la foto!“
(risas y aplausos)
—Anécdota tras anécdota se va superando Rubén,
que increíble historia. Y alguna vez trabajo en...
—Ya en los 90 me calmé un poco, no hay anécdotas
tan buenas. La gente se rajaba mucho a Miami. Llevaba
mucha gente a Ezeiza.
—Bueno Rubén, pero alguna otra historia tendrá, la
gente está esperando…
—Un tiempito antes de la del Papa, hubo otra noche
extraña. Una noche de frio polar. No podía ni agarrar
el volante porque el 504 no tenía calefacción, pobrecito.
Andaba por Recoleta y veo a una señora que me
hace señas. Abre la puerta trasera ella, yo ni me quería
bajar, y mete a un anciano con bastón. Y le dice
“quédate tranquilo Jorge, yo le indico al chofer”. La
mina me dice “llévelo a Berutti al 2300, en Palermo”.
Yo sabía que Berutti a esa altura es en Palermo, soy
taxista, entonces le digo “si señora, ya sé en qué barrio
está esa calle, no soy ciego”, “pero mi marido sí” me
159
contesta. No sabía donde meterme. Íbamos callados
los dos en el viaje con este hombre. El frio te paraliza,
no te dan ni ganas de abrir la boca, hasta que el viejito
me dice “¿usted leé señor?”. “Sí”, le digo, “todos los
martes compro El Gráfico”.
Me dice “Claro, como yo no puedo leer, escribo”.
¿Y, ya sacaron quién es? No sé cómo darle más misterio
Antonio…
—Eh… Jorge, anciano, escritor, ciego… ¿era Jorge
Luis Borges?
—¡Si, estás hecho una luz Serrano! Entonces Borges
me dice “yo lo admiro señor conductor, admiro su
profesión. Yo no he sabido manejar mi vida, menos
podría manejar un vehículo y poniendo en riesgo la
vida de otro”.
“No pasa nada Jorge: embrague, cambio, acelerador,
freno… no tiene mucha ciencia. Eso sí, hay que respetar
los semáforos, porque en Buenos Aires hay mucho
loquito”.
“Ajá. Una visión muy técnica, claro. Yo soy un hombre
mayor, ya no recuerdo casi nada de mi vida. Siempre
digo que he nacido en otra ciudad que también se llamaba
Buenos Aires, es decir, que ha cambiado tanto
que es otra. ¿Ud. cómo la ve?”
“Naa, olvídese, ¡un quilombo el tránsito! Todos pu-
160
teándonos. Tenés al que pasa en rojo, el que te tira el
auto, la vieja que va por el medio de calle. No te recomiendo
que manejes en Capital, Jorge…”
“Un buen consejo para un no vidente” me contesta.
“Si, me queda en claro que lo suyo es vocación. Mi padre
me decía que leyera solo cuando me interesara, y
que solo escribiera cuanto tuviera una necesidad de
hacerlo”.
“Yo arranqué por mi viejo, le digo... y al principio no
me gustaba el taxi, yo quería ser profesor de historia,
Borges”.
Y ahí se ve que le desperté el bicho al viejo. Algo de mí
le cayó bien, porque cuando llegamos me pide “suba
señor, tomemos un café en mi residencia y mientras,
quisiera que me lea algunos párrafos que le van a interesar”.
—Rubén ¿Ud. estuvo en la casa de Borges?
—Yo tenía tanto frio que pensé “este tipo debe tener
la calefacción al mango, subo un rato y me caliento un
poco”.
Así que lo ayudé a subir. Preparé dos cafés yo, porque
le dije a la piba que lo cuidaba, que se vaya a dormir.
Escuchá Antonio: tenía esos sillones altos de terciopelo
bordó, tipo francés... una belleza. Estaban pegados
a un hogar. “Fíjese en la biblioteca, el tercer estante,
161
‘Fervor de Buenos Aires’, mi primer libro editado. Le
hará entender muchas cosas” me dice.
Yo pensaba “esto debe ser un bodrio” pero me aclara:
“hice solo 300 copias allá por 1923. Quédese con este
ejemplar mi buen amigo”.
Prendí una lámpara de pie que estaba al lado de mi
sillón y ahí nomás le leí cuatro, cinco páginas hasta
que lo escucho roncar. Se me quedó dormido. Me llevé
mi obsequio, pero le devolví la plata del viaje que me
había dado la esposa.
—María Kodama…
—Esa. La misma que al otro día en la tele, contaba que
su marido había fallecido esa noche, dormido en el sillón.
(silencio y suena “Adiós Nonino” de Astor Piazzola)
—Estamos de vuelta con Rubén Arriaga, este personaje
de Buenos Aires, que hoy nos acompaña, como
la semana pasada. Va quedando poco de programa
y…
—¿La última? Entonces la de Pelé no se las cuento
porque es brava, pero me acuerdo de una, allá por los
ochentas también. Ochenti… seis… ochetisiete. Una
noche hermosa, en septiembre. Estaba tomando un
162
Cinzano en lo del Polaco. Serían las 21 hs., el local lleno.
Cae Don Julio Grondona, el de la AFA. Le hago las
señas del ‘As de Espadas’ al Polaco, para que le saque
una foto, pero el tipo mira el reloj, apoya un maletín
en la barra y se raja. Enseguida me acerco al bulto.
“¿Será una bomba?” me dice el Polaco. “Escondela un
cacho ahí atrás” le digo, “si explota ¡ni te enterás!”.
Salgo a la vereda para gritarle, pero ya no estaba.
—Le quería devolver el maletín a Don Julio, pobre…
—Y claro, así que lo cargo en el taxi y me fui a dar unas
vueltas por el barrio a ver si lo veía. Nada. Vuelvo al
bar y como estaba lleno de gente pego un grito: “disculpen
señores, ¿alguien sabe dónde queda la ferretería
de Julio Grondona?” Silencio, hasta que uno por
allá perdido, me dice “Independencia 539, Sarandí”.
Entonces pensé “me voy hasta allá, toco timbre y si no
hay nadie, espero en el auto hasta mañana y se lo devuelvo.
Por ahí en recompensa me consigue un laburo
de canchero en algún club”.
—¿Y qué había en el maletín?
—Buena pregunta. Antes de hacer semejante viaje al
pedo, se me da por descartar que no sea una bomba.
¡Nada que ver! ¿Sabés qué había?
—¿Qué?
—¡La copas del 78 y del 86!
163
—¡No le puedo creer!
—Si señor. ¡Las originales! Una belleza, doraditas, pesadas.
Así que agarré por Av. Frondizi y cuando llego
al Puente Pueyrredón: operativo. ¡Chau, preso por afanarme
las Copas del Mundo! Me piden documentos,
cédula verde, seguro y me revisan el baúl del coche.
Le digo “flaco, estoy laburando, tengo un viaje que me
está esperando”.
“Ábrame el baúl” me insiste. Le abro. “¿Qué hay en el
maletín?” Lo miro y le digo “Ahí tengo las dos Copas
del Mundo: la de Kempes y la del Diego”. ¡Se me cagan
de risa! “En serio, abrila y fijate” le digo. Yo ya estaba
jugado, pero como a los milicos les gusta llevarte la
contra en todo lo que decís, no la abrieron un pito y
me largaron. ¡Lo que chivé esa noche!
Llego a la ferretería, toco timbre y me abre una señora.
La mucama. Le muestro que tengo algo para Don Julio
y me dice “vaya para el patio que están en la parrilla”.
Paso para el fondo y los veo en dos reposeras a Grondona
y al Turco Menem. “Permiso muchachos, ¡buen
provecho!... Don Julio, mire, le traigo el maletín que
se olvidó en el bar” Me mira decepcionado y me dice
“¿justo vengo a dejarlo en un bar de tipos honestos yo?
Puedo tener tanta mala suerte”. “No le entiendo Don
Julio…”, me mira el Turco Menem y me dice “es que
164
Don Julio las quería extraviar a propósito para cobrar
el seguro. ¿No era así su idea Don Julio?” Grondona
resignado me dice “¿Podés ser tan pelotudo y honesto
a la vez querido… cómo averiguaste mi dirección?”
En eso, saliendo del baño aparece Bilardo, el DT de
la selección, que había escuchado todo y le empieza a
recriminar al viejo: “Uté ta loco Juleo, ¿cómo va a ser
eso? ¡Con lo que costó conseguirla! Eso vale oro Juleo,
vale más que un Oscar” Don Julio le grita “pero si la
ganó Maradona la Copa ¿qué problema te hacés vos?”
y el narigón seguía sin escucharlo “uté ta loco Juleo,
uté no puede hacer una cosa así… hay que denunciarlo”
—¿Y qué hiciste Rubén?
—Menem me mira y me dice “iévese ese baúl compañero,
ia bastantes problemas a traído desde que lo trajo.
Si lo acusan a Ud. dígale que vaian a la justicia…”.
Grondona y Bilardo se gritaban en la cara, la mucama
quería llorar. Agarré el maletín y seguí el consejo del
Turco: ¡me fui a la mierda! Creo que escuché volar un
par de piñas. ¡Bilardo me corrió como cien metros!
Al otro día miro el Clarín y el titular decía “ROBARON
LAS COPAS MUNDIALES DE FUTBOL. LA AFA CO-
BRARIA 20 MILLONES DE DOLARES DEL SEGU-
RO SINO APARECEN”. Una locura Antonio. Nunca vi
165
tanta corrupción.
—¿Y las Copas?
—Ah, ¿las Copas?, están en una repisa en lo del Polaco.
Todos piensan que son de plástico.
(aplausos y van a la tanda con ‘Angie’ de los Rolling
Stones)
—Estamos en el último bloque de estas “Eternas Confesiones”,
con Rubén Arriaga, escuchando este hermoso
tema de los Rolling Stones…
—Ya que los nombrás… ¿les conté la que me pasó en
enero de este año, cuando metí a los rockeros estos en
el baúl del auto?
—¿Cómo? ¡Esta es la que faltaba! A ver… cuéntenos
la última porque se nos va el programa.
—Estos yanquis llegan a Argentina en enero, y yo me
estaba por ir a Necochea unos días. Todos los años me
alquilo una casita piola y me voy a la playa. La cuestión
es que ese día dejo a un matrimonio en Ezeiza y se
me suben cuatro pendejas en el coche. “Rápido señor
¡siga a esa camioneta!” me gritan. “Pará flaca” le digo
“esto no es una película de Starkey y Hutch, yo no voy
a perseguir a nadie”. ¡Estaban enardecidas las pibas!
Me ponen 200 pesos de adelanto y me tiran “sígala
166
que hay más”
—Ya sé, siguió la camioneta que llevaba a los Rolling
Stones.
—No, para nada. Esos ya estaban en su hotel. Estas
minas querían que siga a esa camioneta porque se corría
el rumor que adentro iba un tal Bon Jovi. Y con la
guita que me habían dado, y la que me prometieron,
las llevaba hasta Olavarría.
En eso escucho en la radio algo así como “Un año cargado
de recitales será 1995, con la llegada de los Rolling
Stones y en septiembre la de los Bon Jovi” En
septiembre decían que venía este tipo, ¡me cagaba el
viaje si no era él! Manoteé el dial de la radio y cambié
enseguida. Y para distraerlas les tiro: “¿a los viejos estos
que tocan hoy, no van?”
“Ya sabemos que los Bon Jovi vienen en septiembre,
pero somos del Club de Fans y sabemos que Jon el
cantante, vino antes por negocios”
Me hice el sonso y seguí a la camioneta hasta el Four
season.
—¿Y qué hiciste Rubén? ¿Qué hicieron las chicas?
—Me metí al garaje del hotel con la camioneta que seguía,
en fila. Las despacho a las pendejas, que me dejaron
cien pesos más y me acerco a un guardia. “¿Cómo
andás nene? Vengo a tomar algo al bar del hotel, ¿por
167
dónde es?” El gordo me hace la seña de que pase al
hall.
—¿Pero, qué más ibas a hacer en el hotel?
—Antonio, no todos los días te pagan 300 pesos por un
viaje. Me quería dar un gustito. Llego a la barra, pido
un Gin tonic y en eso veo a un viejito de pelo blanco
que venía tranqui por el pasillo. Se me para al lado y
le pregunto “¿acá está Bon Jovi?”, me dice “mi, no entender.
My name is Charly Watts”. Lo miro al barman
y le hago gestito de que no entendí un pito. “Dice que
él, es Charly Watts, el baterista de los Rolling Stones”.
¡No sabía dónde meterme Antonio!, me hice el boludo
y le di un abrazo. “Congratulations” le digo. El barman
se me cagaba de risa. Enseguida este Watts me dice:
“Do you want to meet the rest of the band?”.
“Que subas a conocerlos” me traduce y le digo “dale,
haceme una ronda para llevar. Poneme mi Gin tonic,
un Martini, un ron y algún whiskacho, como para caer
con variedad. Si hay miseria que no se note”. “Llevala
vos la bandeja” le dije al inglés, “que me van a confundir
con un mozo”.
Entramos a la suite, pero no había nadie. El viejo este
se va al baño y yo salgo al balcón que tenía la puertita
abierta. No te miento: nunca tuve una ovación tan
grande en mi vida. ¡Abajo había como mil personas!
168
Claro, me confundieron con alguno de estos tipos. Yo
levantaba los brazos, parecía Perón en la Rosada. Entonces
veo que entran Keith Richards y Mick Jagger.
A esos sí los conozco. ¡Tenían un mareo hermano…!
Empiezan a chupar y a mezclar todo lo que yo había
pedido y, en un momento veo que sacan un polvito y
entran a darle a la de crédito.
¡Un descontrol importante, Antonio! Al rato cae otro
igual, acompañado por varias señoritas. ¿Ron Wood
puede ser?
—Sí, el segundo guitarrista.
—Prendo la radio… pasaban ¡’Qué tendrá el petiso’!
Todos meta pachanga, chupi, merca: ¡una orgia griega!
Y en un momento golpean la puerta: “¡Policía, antinarcóticos!”
Pensé, estos ingleses están re pasados,
yo también caigo. Los agarro a todos, los saco por una
puerta trasera y nos metemos en un ascensor de servicio.
El baterista se quedó arriba con las minas, pero
por lo menos yo había rescatado a tres. Pensé: “si los
subo al auto, los va a ver medio mundo” No tenía alternativa,
los amontoné en el baúl del 504 que es grande
y me los llevé.
—Pero eso es un secuestro Rubén…
—¡Déjate de joder! Les salvé la vida a estos tipos. Caigo
en el bar del Polaco con los tres totalmente dados
169
vuelta. Este, acostumbrado, antes que nada, agarra la
cámara y nos saca una foto. “¿Quiénes son?” me pregunta.
“¡Los Rolling Stones boludo! Dales algo para
que se despabilen que en dos horas tocan”. Los metemos
en el lavadero de atrás y lo veo al Polaco abriendo
las canillas. “¿Qué hacés bestia?” le digo. “Baldazos de
agua helada Rubén, es lo más efectivo”. “Dale, apurate
que hasta River tengo una hora”.
—¿Y qué pasó, tocaron al final?
—¡Tenés menos rock que un nigeriano, Antonio! Sí,
claro que tocaron… fue hace dos meses…
(música y aplausos)
—Tiene razón Rubén, pero nos dejó con la intriga de
su anécdota con Pelé. ¿Puede contarla rápido?
—Noo, olvídate, ¡necesito un programa entero! Además,
si cuento esa se arma la podrida. El grone me la
tiene jurada si hablo. No importa si está en Brasil, en
Suiza… ¡el negro se viene a Argentina y me mata!
(se apagan los micrófonos y suena “New York, New
York” de Frank Sinatra)
170
Nota del autor: El programa radial “Eternas Confesiones”,
fue cancelado sin previo aviso esa misma semana,
luego de la segunda invitación al taxista. Nadie
explicó los ‘porqué’, pero luego de 18 años ininterrumpidos
en el aire, la emisión semanal llegó a su fin.
Tampoco se supo nada sobre el paradero de Rubén
Arriaga, aunque lo más probable es que siga deambulando
por el asfalto porteño, recolectando anécdotas.
Los audios de los 2 programas pueden encontrarlos en
YouTube como “Eternas Confesiones: Rubén Arriaga”.
171
¿POR QUÉ NADIE ENTRA A
ENGRID’S BOOKSHOP?
En el intrépido atardecer de Autumnville, los
chicos cruzaron el boulevard frente a Engrid’s Bookshop,
en busca de una respuesta, quizás un tanto
arriesgada. Iban desafiantes, sobre la acera, contemplando
mil chimeneas humeantes y ventanas con aroma
a pastel recién horneado.
Mojo y su inseparable amigo Oliver, forjadores de
una exquisita amistad, sospechaban que en Engrid’s
Bookshop, la librería más antigua del pequeño pueblo,
se guardaban repugnantes secretos de magia negra y
ocultismo. Además de una perpetua sensación de gritos
ahogados, que se percibía al pasar por el frente del
local.
—Solo pensar en Engrid´s, imagino las gárgolas de
Notredame, que me producen pesadillas y veo una
173
tumba con vivos muriendo sin respirar. Ve tu primero
Mojo, tu madre a entrado allí alguna vez.
—¡Vaya que eres miedoso Oliver! Y que imaginativo
te has vuelto. Entraremos juntos, como lo acordamos.
Mi madre nunca entró, por cierto.
Sobre el pavimento, los charcos de la lluvia matinal,
descansaban accidentalmente. Oliver hundió su bota
derecha en uno, y gritó como si un martillo hubiese
aplastado su dedo gordo.
—¡Shhh! Oliver, no debemos llamar la atención de…
—¿A mi atención te refieres? —sorprendió una mujer
interponiéndose a la entrada.
—¡Señora Bolan! Nosotros…
Mojo no pudo continuar su diálogo, porque ya estaban
dentro de la librería, aunque quisieran arrepentirse y
volver.
Desde las profundidades del viejo mobiliario, una voz
perdida murmuró: “Bienvenidos”.
—Oye Mojo, ¿no es qué, era de día afuera?
—Si, lo es amigo, pero aquí pareciera que la luz tuviese
prohibida la entrada.
—Eso no es cierto. —Desde la oscuridad, alguien se
precipitó, sacudiendo sus brazos y liberando los escaparates,
dejando pasar la luz de sol en forma de rayos
y polvo. Era como si millones de partículas danzaran
174
al son de un destello, fabricando relámpagos, tibios
fulgores que ahora acariciaban la espalda de los chicos.
—¿Cómo es que…? ¿cómo hizo eso, sss…señora Bolan?
—¿Lo de hacerlos entrar sin cruzar la puerta? ¿o lo de
correr las cortinas sin tocarlas? Mmm… digamos que
son viejos trucos de ilusionismo. ¿Qué libros estáis
buscando niños?, estoy por cerrar.
Mojo, tembloroso, adelantó un pie sobre el piso crujiente
del recibidor. Eso puso nervioso a Oliver, que
también aportó su “estruendo” tragando saliva.
—En realidad, no buscamos ningún libro señora Bolan,
solo queremos preguntarle si sabe algo de nuestro
amigo Tom.
La señora era Sandra Bolan, una sexagenaria librera
de poca vida social que cualquier poblado de un cuento
como este, debería tener.
Era soltera, indescifrable, temida y extranjera quizás…
—¿Tom? ¿Tom? ¿Tom?... ¡Tom! Si, que adorable criatura,
¿qué le ha ocurrido?
—¿No lo sabe? —gritó Oliver—. ¡Todo el pueblo lo
busca, todos aquí quieren que aparezca Tom, nuestro
amigo! ¿Cómo es que usted…?
Mojo giró de un golpe seco y clavó su mirada en Oli,
haciéndole entender que esa no era la forma de inte-
175
rrogar, digamos… ¿a una bruja?
Escucho esa palabra y ¡me aterroriza! Y ya que lo
menciono, quizás sea ocasión de contar esta parte
del relato en primera persona. Mi nombre es Tom.
Retomemos. Mis dos amigos, luego de una semana
de mi desaparición, tomaron el coraje suficiente para
interpelar a la señora Bolan, dueña de la librería Engrid’s
Bookshop. La mayor sospechosa en este asunto
puesto que fue allí donde entré, pero nunca me vieron
salir.
El sábado anterior, montados en bicicletas, recorriendo
los típicos pastizales rociados de Inglaterra,
decidimos terminar la travesía, sedientos como momias,
en la cafetería conjunta a Engrid’s Bookshop.
Recuerdo la insensata idea de adelantarme a Oliver
y Mojo y verlos pasar, desde adentro de la librería de
la señora Bolan. Algo imprudente de mi parte.
Entré sin el miedo que el coraje de una travesura te
otorga y me paré como un maniquí en la vidriera,
saludándolos desde el interior de la tienda.
Sus caras de estupor eran de angustia, de viejas supersticiones;
de creer en demonios de medianoche,
con insomnio y soledad.
Sus gritos mudos coincidieron con el llamado de Sandra
Bolan, que me invitaba a su escondrijo más ínti-
176
mo, aunque sin permitirme decidir.
—Ven conmigo pequeño, te mostraré como puedes
serme útil. —Me susurraba sin mover su boca.
Mientras, allí dentro, escuchaba a Mojo y a Oli rogar
que salga. Una espesa niebla cruzó mi visión, y
un torrente de obsesiones, monstruos, bestias y vicios
desenfrenados me arrollaron, me escurrían por los
oídos y se deslizaban por la cuenca de mis ojos, que
ardían.
Un tumultuoso vendaval de alaridos y chillidos de
ultratumba resonó en mi cabeza y desperté sobre el
suelo frio, portando un pelaje incapaz de pertenecer
a un ser humano.
Bolan me alzó como a un recién nacido y nos mostró
en el espejo de una recamara. Ya no era humano,
¡ahora era un perro! ¡Un maldito espécimen de raza
Bobtail!
—Nadie usa mi librería para travesuras, niño —me
dijo—. Si lo haces, pagarás un precio. Y el precio aquí
lo pongo yo.
Y la bruja río tanto que sus dientes repiquetearon y
sus huesos castañearon dentro de su cuerpo.
Pero volvamos a Mojo y Oli. Ellos ahora también estaban
dentro de la librería, solo que la gente, los pa-
177
dres, hijos, vecinos, los guardias, los curas, todos… ya
estaban alertas, esperando lo que ocurriese dentro.
Porque Engrid’s Bookshop era un compendio de los
Halloween de todos los tiempos. ¿Por qué nadie quería
entrar allí? ¿Quién le compraba libros a la señora
Bolan? ¿De qué vivía, qué comía, como sobrevivía un
negocio que durante años, no tenía visitantes?
¿Quién le proveía los nuevos Best Sellers, las novedades
que mostraba en tras la vitrina? Era hora de saber
la verdad y la desaparición de Tom era ideal para esclarecer
todas las dudas. Las dudas que nuestros antepasados,
de su boca, en leyendas, mitos y escritos,
también conservaban.
Tras el mostrador, una manta vieja y sucia era todo el
cobijo de Tom. Bueno… del Tom perro. Y con una taza
de agua oscura se alimentaba, por cierto. Esquivó el
mueble y sin que la señora Bolan lo viese, como pudo,
le guiñó un ojo a Oliver que arqueó sus cejas y ahogó
un comentario delator. Pero un amigo reconoce la mirada
de otro amigo. En cualquier lugar del mundo, sea
en la circunstancia que sea.
Mojo continuó.
—Es que la última vez que lo vimos a Tom, él estaba
parado justo aquí señora Bolan. —Señaló el espacio de
178
alfombra y escuchó a Oliver susúrrarle: “es él, el Bobtail”
—¿Desde cuándo tiene usted un perro Bobtail, señora
Bolan? —increpó el más audaz, Mojo, ahora que se comenzaban
a desterrar viejos espantos.
Bolan, como toda pérfida víbora, enemiga del buen
gusto, sacó a relucir su veneno, despreciando la palabra
de un niño.
—¡Eso no te incumbe, crio repugnante! —pero se detuvo.
Sandra Bolan enmudeció cuando observó que ahora
la luz del atardecer no la tapaban las cortinas, sino
una muchedumbre de vecinos hartos de presunciones
y más cercanos a una confirmación, a una certeza que
corría por los corredores de cada generación.
Apabullada, sintiendo como nunca antes la amenaza
de dejar de ser lo que aparentaba y mostrar su apestosa
existencia, tomó por el cuello al Tom perro, y se posó
mediante un fugaz resplandor, sobre el cielo sombrío
y eclipsado de Autumnville. Cerniéndose amenazante,
a 10 metros de altura, sobre el boulevard. Su figura ya
no era la de una sexagenaria. Era la de un engendro,
la de un prodigio de parábola. Sobre unas garras, Tom
Scarry, aun transformado en un Bobtail inglés; sobre
las otras, un texto milenario sobre encantamiento y
hechicería: ¡El “Actus Mortis”!
179
Mojo y Oliver convalidaron a los adultos que el can
era Tom. Los más ingenuos blandían escopetas y los
bomberos preparaban sus mangueras con agua bendita,
mientras un clérigo apuntaba su crucifijo a aquella
aberración.
—¡Dejadme ser libre, infames! —clamaba, lo que ahora
era la señora Bolan. Tom convertido en perro, ascendía
con ella, y su familia se alejaba cada vez más;
veía a sus amigos como pequeños gusanos. Las balas
golpeaban sobre el pecho de la bestia, que se balanceaba
con cada impacto. El reflejo de los últimos rayos
solares en el cristo de metal que empuñaba el cura, le
dejaba surcos en la piel negra, y eso le hacía perder
el control sobre Tom y el libro. Entonces el engendro
advirtió a todos:
—¡Basta de jugar, pueblo maldito! Dejadme tomar el
alma de este niño y les daré prosperidad y fortuna a
toda la población. —Mojo observó como algunos vecinos
dejaban de apuntar sus armas al escuchar esa
oferta.
Otros insistían en derribar aquello que surcaba los cielos,
junto a un perro-niño y un libro. Allí desde casi 20
metros del suelo, en una tormenta inusitada, surgida
como una perversa artimaña para provocar pavor, con
nubes más grandes que un abismo, los dos amigos,
180
los que nunca negociaron su lealtad para encontrar a
Tom, y a pesar del pánico que significaba entrar en
Engrid’s Bookshop, ellos, Mojo y Oliver comenzaron a
gestar el fin de este aborrecible capítulo en Autumnville.
El Demonio, los vecinos con armas, los padres de los
niños, los ancianos, el alguacil y los clérigos, observaron
como los amigos de Tom rociaban la librería de la
señora Bolan con combustible y provocaban la hoguera
más cálida y pura de la que se tenga conocimiento.
Un incendio de pasión y de ímpetu.
Pronto miles de libros que nadie compraba, ardían y
explotaban, lanzados al aire; millones de hojas girando
con el viento, almas que escapaban con alaridos,
centenares de gritos desesperados de todas las víctimas,
que se metían y retumbaban en la conciencia de
cada pueblerino. Muchos de ellos, inesperadamente,
suplicaban e imploraban misericordia, sabiéndose colaboradores
de una blasfemia que se escondía, contada
entre familias y callado por la cobardía. Algunos
más complicados como el sacerdote y el aguacil, comenzaron
a arder espontáneamente, conscientes de
su complicidad.
Mojo y Oliver corrieron en busca de Tom que se encontraba
desnudo sobre el césped del boulevard. Lo
181
taparon con una campera y vieron sobre un costado
una mancha de cenizas, con los restos del “Actus Mortis”.
La tienda se calcinaba por completo y al mismo
tiempo, la señora Bolan rugía injurias y maldiciones y
acababa carbonizada en el pavimento.
Los padres de los tres amigos se unieron en un abrazo
junto a sus hijos, empapándose con un chaparrón, una
lluvia sanadora. Una multitud de almas libres convertidas
en seres luminosos, sobrevoló el firmamento.
Oliver gritó: “Eh… ¡mirad ese perro!”
Un Bobtail, salvaje, inquieto, se revolcaba a unos pocos
metros. Corrió hacia los niños a toda carrera, embarrándolos.
—La cara del perro, los ojos, siguen siendo los de Tom
—observó Mojo— ¿no será...?
Tom se palpó el cuerpo, riendo a carcajadas y Oliver
lo tranquilizó:
—Te reconocemos Tom, No te asustes, ya eres humano,
¡aunque hueles terrible!
El Bobtail se escurrió tras un sauce, y no volvió a aparecer.
En Engrid’s Bookshop siempre era Noche de Brujas,
aunque el sol derritiera los helados antes de servirlos.
En Engrid’s Bookshop, esa esquina por la que los
182
niños no querían pasar ni con su madre, todo estaba
oculto: el horror se encarcelaba en viejos tomos, en
enciclopedias sacrílegas, que nadie leía. Dentro de Engrid’s
Bookshop no existían las sombras, porque todo
era sombras dentro de Engrid’s Bookshop.
183
LA TRILOGÍA DEL CLUB HOTEL
1. El trueque
Decidieron ir hasta las ruinas del viejo hotel,
cortando camino por el arroyo. Es cierto que el trayecto
era más riesgoso por las piedras resbalosas, los
alambres de púa y algún pozo profundo en medio del
campo; pero saltar la tranquera y tomar el camino que
hacían las camionetas para las visitas guiadas, era más
peligroso aún.
—Hay perros ladrando… por ahí te largan un Rottweiler y
agarrate —dijo Hernán—. Y debe estar lleno de gente.
No es lo mismo que el año pasado, ahora van armados.
Desde el inicio de esa ruta, se encontraba tanto la casa
del cuidador, como de gente que había construido su
185
cabaña a la vera del camino.
Mauro, más decidido respondió:
—¿Te parece que a las 3 a.m. va andar gente despierta
recorriendo el lugar, en pleno invierno?
—Yo creo que si cruzamos por el arroyo es mejor. Evitamos
pasar por la zona habitada. —A Diego, el de espíritu
más aventurero, le seducía la historia del Hotel,
sus misterios y el éxtasis que significaba estar allí en
plena oscuridad.
—¡La noche esta cerradísima! —aclaró Eliseo que durante
el día, en otro cruce por el arroyo, pisó una piedra
mojada y metió su pie derecho en el agua. —Si me
resbalé de día, ahora que no se ve nada, ¡me mato en
las piedras! Además, este año no estoy fino.
Entre risas, los cuatro amigos, con un termo cargado
de Fernet y Coca-Cola, se encaminaron hacia el monumento
histórico: El Club Hotel de la Ventana. Aquel
que había sufrido un incendio 35 años antes y que albergaba
anécdotas del casino, de fastuosas cenas para
la aristocracia y los más inquietantes relatos de marineros
Nazis, alojados allí durante 2 años.
—¡Shh! paren… ¿qué son esas luces? —se atajó Diego.
Mauro lo tranquilizó:
—Las luces de la calle o de las cabañas.
—¡Eu! tengan cuidado con los celulares… apáguenlos
186
ahora. —Hernán ya estaba enfocado en encontrar el
camino hacia el hotel. No creía más en la teoría de los
vigilantes nocturnos.
Recorrieron el kilómetro y medio que separaba el tramo
al que habían accedido desde el arroyo, con el patio
frontal del hotel. Con el corazón en la boca, pasos
ligeros y la adrenalina en efervescencia.
A medida que se acercaban, la tenue penumbra permitía
distinguir una imagen espectral del edificio,
mientras los ladridos lejanos de los perros, le ponían
dramatismo a la travesía.
—Un año más —dijo Diego—, que hermoso es venir al
hotel.
—¡Y por primera vez, de noche! —aclaró Mauro.
Hernán, que oficiaba un poco de guía, de referencia,
advirtió algo. —Esta entrada es nueva. Siempre hubo
un muro acá, y creo que pertenece a… —Lo interrumpieron.
—¡Este año me llevo un ladrillo! Un recuerdo como
el tuyo Hernán. ¡Ja! Diego había tramado durante un
año, llegar al hotel y llevarse un souvenir, como lo había
hecho su amigo un año antes.
—Cuidado que los objetos de este lugar, con esta historia
trágica, tienen una carga especial, una energía
diferente —meditó Mauro. Y removiendo un ladrillo
187
del segundo escalón de una escalinata que antiguamente
se dejó pisar, quizás por algún presidente, dijo:
—¡Tomá, acá tenés uno! estuvo cien años esperándote.
—Querido, ¿vos te vas a llevar algo? —le preguntó Diego
a Eliseo que, dubitativo le contestó:
—Creo que no, no sé… me pegó lo de la energía. Además…
¿dónde lo meto el ladrillo?
Diego le respondió con un gesto reprobatorio y continuaron
pisando escombros de lo que quedaba de galería.
Sacaron algunas fotos con escasa luz, en el patio de
las palmeras, en el interior de la “Gran U” que formaba
el inmueble. En un momento Mauro y Hernán
encontraron algo para Diego, que estaba obsesionado
con hallar algo de hierro, que hubiese pertenecido a la
construcción original de 1911.
—¡Diego, acá tenés algo zarpado! —dijo Mauro, y Hernán
lo iluminó—. Es una caja de luz eléctrica de aquella
época. ¡Emocionate Diego!
Su amigo tomó el descubrimiento, lo analizó y vio que
tenía marcas de nombres que, en alguna época incierta,
se habían rasgado dentro de la caja.
Alguien con sed preguntó:
—Pasame el fernet Eliseo.
188
—No queda más. —Y tirando los hielos gastados en
el pasto, emprendieron el regreso a la cabaña, por el
mismo trayecto clandestino. Eran ya las 5 a.m.
***
El primero en irse fue Hernán. Era domingo y quería
disfrutar la tarde con su hijo. Mauro, Eliseo y Diego,
postergaron el retorno, para almorzar una chocolatada
con bizcochos.
Volvieron a la cabaña y juntando las cajas de bebidas y
los bolsos de viaje, Diego percibió algo...
—No encuentro mis lentes, ¿alguien los vio?
Mauro y Eliseo negaron, mientras revisaban sus bolsos
por si en un descuido los habían metido allí.
—No está por ningún lado, ya revisé toda la casa y la
parrilla.
—Llamalo a Hernán, seguro que se los llevó él por
equivocación —propuso Mauro.
Eliseo tomo su teléfono, habló con Hernán y sin respuesta
positiva, preguntó:
—¿No se te habrán caído cuando estuvimos ayer en el
auto abandonado?
La tarde anterior, caminando por la Villa, se toparon,
en medio de un campo, con un Renault 4 totalmente
189
destruido y oxidado. Sin motor, sin espejos, sin casi
ninguna pieza entera. No tardaron en improvisar un
book de fotos picarescas con el rejunte de chatarra.
Ahora volver allí, era, como decía Mauro, un “antiparaíso”.
Pero Diego estaba empeñado en encontrar sus
gafas de sol.
—Tratemos de hacer el mismo camino que ayer, y vayan
mirando el suelo —propuso Mauro.
—¿Hay que pasar por el arroyo? —cuestionó Eliseo—.
Acuérdense que este año no estoy fino.
Aunque cruzaron la corriente de agua sin inconvenientes,
y retomaron el camino de tierra, los lentes
seguían sin aparecer.
Mauro miró a su amigo afligido y con sinceridad mística
le dijo:
—La energía, Diego… todo tiene un precio.
—¿A qué te referís?
—La caja que te llevaste anoche del hotel…
—¿Vos decís… que puede haber un trueque? —razonó
Eliseo.
—¡Y si! Es el lugar —sentenció Mauro—. Vos te llevás
algo de acá, le cambiás el destino a un objeto que lleva
décadas en el mismo lugar y la Villa se lo cobra.
Los lentes. Los lentes se quedan acá.
190
Diego, improvisó una mueca, mezcla de sonrisa y resignación.
Los tres querían creer en esa teoría.
La Villa y el Club Hotel, como cómplices de un trato
ancestral, sabían que no había teoría, que el equilibrio
del universo lo dirigían ellos.
2. La devolución
—¡La caja! Esperen que me olvidé la caja en la cabaña.
—Diego retrocedió unos metros hasta recuperar el
artefacto centenario que se había llevado un año atrás
del viejo hotel.
Eran a las 3.30 a.m. y el ritual anual de visitar las ruinas
estaba en marcha. El asado y la cerveza que habían
disfrutado esa noche no los amedrentó a encaminarse
a la aventura.
—¿En serio la vas a devolver? —preguntó Hernán.
—Si, durante todo el año, reflexioné y decidí devolverle
al hotel lo que es suyo. —Diego parecía convencido,
y hasta sentenció:
—Es más, no me interesa recuperar los lentes. La caja
nunca estuvo cómoda en mi casa, jamás encontró su
lugar.
191
—La energía, Diego… todo tiene un precio —dijo Mauro,
iluminando la calle en penumbras, como suelen
ser las noches de la Villa.
Caminaron hasta el arroyo del dique, que este año estaba
más seco. Lo cruzaron con facilidad y luego de
atravesar el camping en silencio, encontraron su camino,
el camino hacia la verdad.
Esa excursión era quizás el clímax del viaje, un instante
de plenitud, el pretexto por el cual acudían cada
año.
Dos kilómetros en los que, por momentos se agrupaban
de a dos, transitaban solos o los cuatro juntos.
Solo el entorno y alguna vaca al costado del sendero
eran testigos. Nunca faltaban el termo con fernet y un
habanito saborizado. La luna colaboradora.
—¡Pará! ¿este es el hotel? —se frenó Diego.
—Claro que sí, ¿qué va a ser? —respondió Eliseo.
—Tiene razón Diego, acá hay algo extraño —puntualizó
Hernán—. Este es el costado.
Mauro quiso aclarar el dilema:
—El hotel es, no creo que haya otras ruinas por acá.
Pero igual es raro…
—¡Aquello no estaba ahí al costado! —agregó Diego.
Se movían nerviosos buscando alguna forma conocida
para descifrar el enigma.
192
—Agarramos otro camino… —aportó Eliseo.
—No hay otro camino, ¡el único es por donde vinimos!
—gritó Hernán.
—Insisto en que este es el costado del hotel—se plantó
Diego.
—¡No! mirá, acá está el mástil y aquello del costado es
la cocina. —Mauro se mostraba seguro, pero era cierto,
nunca habían llegado de esa manera al hotel.
—Esa ventana debe ser la de la mujer que le da de comer
al Ternerito, ¡tengo la foto! —Diego intentó buscar
ese lugar exacto, pero por alguna razón nadie logró
ubicarlo.
Dejaron que el misterio quede sin resolver y se dirigieron
al patio interno pasando por la sala principal, que
parecía haber sido despojada de viejos escombros.
Y allí estaban las dos palmeras, en el corazón de la reliquia,
custodias de tantas noches perpetuas. Tal vez
esperando a sus cuatro invitados, esos que la ignoran
durante 364 días, pero que, una madrugada al año,
procuran que la cita se concrete.
Por primera vez, de manera natural y sin mediar palabras,
se sentaron en el pasto del patio. Un sector que,
como podía distinguirse en alguna vieja fotografía,
había albergado una cancha de tenis y una pérgola.
193
Fue un acto espontáneo, creyeron ellos.
Les resultó difícil quebrar el silencio, la noche exigía
sosiego. Alguna frase muda y un par de flashes que
nunca alcanzaban a iluminar las fotos; como si el hotel
dijera “fotos… ahora no.”
De fondo con un celular, hicieron sonar, muy respetuosa,
una canción que ellos mismos habían grabado
con su banda; la atmósfera y ese estrecho vínculo entre
los cuatro y el viejo hotel, vivía su instante más etéreo.
De a poco, se fundieron en inusitados trayectos de alborozo,
con una melodía que mimetizaba su ritmo con
el susurro de los elevados pinos, con la serenidad que
revelaban los huecos de las ventanas, cual ojos que ya
no ven el brillo del día ni el fulgor de la alborada. Sonidos
espaciales y cuidadas armonías, creaban a aquel
sitio, un punto ascendente, revelador de un pasado de
gloria y quebranto. Inefable y perenne segundo, incesante
pero efímera epifanía, madre de la limerencia
consumada, la música perfecta para consumar el acto
fratern…
“¡¡¡Mmmuuuu!!!” Un mugido lejano despabiló el letargo
de los cuatro visitantes.
—Volvamos a la cabaña… —Hernán le estiró el brazo a
Diego; Eliseo y Mauro se levantaron despacio.
Juntos volvieron por aquel mismo camino, que hacía
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un rato, aparentaba haberse corrido.
Diego por supuesto, cumplió su promesa y arrojó la
caja al interior del viejo hotel, que se sentía menos ultrajado
que antes.
3. La sirena
Aquel año, el ritual de visitar las ruinas del viejo hotel,
tuvo un nuevo protagonista: una furiosa lluvia, incontenible,
que emergió sobre la tarde y alcanzó su naturaleza
más profunda bien entrada la noche. Nunca
antes había ocurrido.
—Diego, esta noche cabañita… ¡al calor de las brasas,
ja!
—¡Pará Hernán! no me pinches la salida nocturna.
Diego estaba preocupado, hasta desilusionado por el
clima.
—Va a estar complicado —agregó Mauro—, hay un diluvio
ahí afuera. ¡Mirá por la ventana y decime si ves
algo!
—Además, el camino siempre es distinto, y ahora con
lluvia hasta sería peligroso —dijo Eliseo.
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—¡No! Háganme el aguan…
Un estruendo los interrumpió. No era un trueno, era
un sonido lúgubre de menos de tres segundos.
Se quedaron duros, mirándose sin decir nada.
Y diez segundos después, lo mismo y se repetía sin
pausas.
—¿Habrá pasado algo en el pueblo? —Eliseo rompió
el silencio.
—Eso es una sirena, quizás de los bomberos…
—No, Diego, ¡no hay chance de que exista fuego con
esta tormenta! —gritó Hernán.
—Yo quiero saber que es esa sirena, ahora sí estaría
bueno salir… —insinuó Mauro.
Nadie imaginó una propuesta de esa magnitud.
—Pero si recién dijiste que…
—La energía Diego… todo cambia en un instante.
—¡Yo también voy! —aventuró Eliseo.
Hernán convencido, miró de reojo a Diego y le hizo el
gesto de que ya no había posibilidad de oponerse a la
salida.
Algo distinto había ocurrido en la Villa, y ellos no iban
a ser ajenos al misterio que suponía aquella sirena, no
podían. Era como un canto que los convocaba.
Cruzaron el arroyo, pisando grandes rocas y con la luz
de los celulares como única iluminación. A diferencia
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de anteriores cruces, el agua fluía corriente abajo, con
gran impulso.
—Este año hay que estar fino, no te queda otra. —Eliseo
y el resto de sus amigos procuraban ir despacio y
seguro.
Caerse al arroyo implicaba empaparse completamente,
porque, salvo al salir de la cabaña, no se habían mojado
demasiado. A propósito, Mauro reparó en algo:
—¿Notaron lo rápido que dejó de llover? ¡Ya no hay
nubes!
—Si, pero tengamos cuidado, no quiero que se moje
la tela.
—¿Qué tela, Diego? —indagó Hernán.
—¡Ah! no les conté. El año pasado mientras escuchábamos
“Tomorrow home” en el patio de las palmeras,
encontré esta tela celeste.
Hernán iluminó el retazo.
—No te puedo creer, ¡dejaste la caja, pero te llevaste
otra cosa! Parece de una camisa.
—No quiero sembrar pánico —intervino Eliseo—, pero
eso parece de la blusa que llevaba la chica de la foto.
—¡La que le daba de comer al Ternerito! —dijo Diego.
La sirena causaba mucha intriga, era cierto, pero los
cuatro amigos seguían empecinados en volver al viejo
hotel, costara lo que costara.
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—¿Este es el camino? —preguntó Eliseo—. No quiero
descubrir atajos, ni cosas raras…
—¿Raras como aquella luz? —se exaltó Mauro.
—¡Pará! —Diego frenó al resto con sus brazos—, ¿ese
brillo viene desde el hotel?
Ahora el sonido, que duró más de 20 minutos, había
cesado. Pero a lo lejos, muy apagado se percibía un
silbido y un traqueteo repetido.
—Yo diría que lleguemos, dejes el pedazo de tela y volvamos;
no me preguntes porqué. —Mauro se mostró
terminante.
—Tranquilos, estamos ansiosos. Vayamos a ver qué es
esa luz y después vemos. —Hernán dijo eso antes de
darle un sorbo grande al termo con Fernet.
Continuaron por el camino, que esta vez estaba más
despejado de árboles y vegetación.
—Deben haber talado durante el año —entendió Eliseo—,
porque está todo muy cambiado.
Tras de ellos, un ruido de motor se hacía cada vez más
cercano.
—¡Viene un auto! escondámonos —pidió Diego.
—No, ya nos vieron, si nos preguntan digámosle la
verdad. —Hernán serenó el momento.
El coche paso a su lado sin mostrar interés en estos
individuos que deambulaban de noche por el campo.
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—No ví bien, pero… ¿eso era un Ford T? —cuestionó
Mauro.
—No solo era un Ford T, sino que el tipo que lo manejaba
llevaba galera y mostacho —agregó Eliseo.
Hernán confirmo lo que decía Eliseo y manifestó:
—Escuchen chicos, no tomé tanto y tampoco estoy borracho,
pero si así fuese, lo voy a decir igual. —Mauro
lanzó una carcajada—. ¿Se acuerdan de la mujer del
museo, cuando contó sobre una sirena que se emitió
durante la apertura del Club Hotel? ¡Esos sonidos de
hoy eran esa sirena! ¡y ese auto es de algún invitado a
la fiesta!
—¿Y el brillo que se ve al fondo? —preguntó Mauro.
—Son las luces del hotel… ¡que está en plena inauguración!
—Callate Hernán, ¡estas totalmente ebrio! —gritó Diego.
—¡No, en serio! mostranos la foto de la mujer y el ternerito…
Los cuatro se unieron en uno para ver mejor.
—Hacele zoom a la chica de la ventana… —indicó Hernán.
Diego atónito, no pudo hablar. Mauro afinó la vista y
dudó.
—Fijate el hombro, le falta el pedazo que tenés vos
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—dijo tranquilo Eliseo—. Igual hay algo más increíble
en todo esto…
—¡¿Qué?! —apuró Diego—, ¿qué estás pensando? ¡decilo!
Mauro se adelantó:
—Viajamos en el tiempo, abrimos un portal o algo así.
—Jajaja, viajamos en el…
—Diego no preguntes como, ni cuando, ni porque,
pero estamos en 1911…
—¡11 de noviembre de 1911! El Club Hotel… ¡estamos
en la inauguración del Hotel! —Eliseo lagrimeó de
emoción y Mauro lo abrazó.
Los tres aceleraron el paso dejando a Diego unos metros
atrás.
—No puede ser, decime que estoy soñando… —El mayor
del grupo aún no entendía, ni quería creer lo que
estaba sucediendo.
Llegaron cerca de la entrada y se escondieron detrás
de un eucalipto, uno de los pocos que había en ese entonces,
cuando aún no se había forestado el parque.
El paisaje era soberbio, portentoso. No por las sierras,
que en las tinieblas no llegaban ni a percibirse. ¡Lo
admirable era el hotel! Con su irrepetible presencia,
rematada por su cubierta roja. Esa noche irradiaba
magia, con los ventanales iluminados contrastando
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con la penumbra del bosque. Cada luz, era una brecha
al paraíso, como se creía en la antigüedad sobre las
estrellas. El hotel era una joven y bella princesa, lista
para su ascensión en el Reino. Su figura, enamoraba.
«¡Viva Don Roque Sáenz Peña y larga vida al Club Hotel!».
El grito vino rebotando por los paredones del
salón comedor y llegó hasta donde estaban los cuatro.
Por un rato, el viento que soplaba trajo un tumulto de
voces amontonadas, música de orquesta, niños gritando
y zapatos repiqueteando en el mármol.
—¿Escucharon? —se asombró Diego—, tenían razón,
es el estreno del hotel. Pero sigo sin poder creerlo.
¡¡¡¿Cómo llegamos a 1911?!!!
—¡Shh!, nos van a ver —dijo Hernán cauteloso.
—¿Qué… no vamos a entrar? ¿¡nos vamos a perder la
Fiesta del Siglo!? —Eliseo estaba entusiasmado con
ver a Lord Barrington y a la alta alcurnia Argentina.
—Diego, ¡está el Primer Ministro Inglés!
—Perdón —frenó Mauro—, ¿vos pensás entrar así vestido,
con esa campera camuflada y las Nike rosas?
Rieron juntos y se aventuraron a disfrutar del episodio
más insólito de sus vidas.
Llegaron hasta el acceso principal, donde una fila de
caballeros de Frac y damas con vestidos en raso y
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mangas de encaje, entregaban un rústico papel que
parecía ser la entrada al evento.
—Así empapados no podemos entrar, vayamos por el
costado, donde está la cocina. Por ahí encontramos
algo más acorde a la época.
—¡Disculpen señores! —Alguien los alertó—, la entrada
es por aquí, y la invitación lo decía bien claro: “Para
varones, Frac o Chaqué”.
—Es verdad —contestó Mauro— pero esta vestimenta
es la última moda en Europa, vivimos un tiempo allí.
Por favor, permítannos saludar a… a Ernesto Tornquist.
Quizás alguna día…
—¡Ja! Tornquist falleció hace 3 años, y yo que ustedes
no hubiese querido conocerlo… —dijo el recepcionista—.
Sus apellidos, por favor.
Mauro y Hernán se miraron nerviosos y este último
dijo:
—Renault, somos cuatro primos, de ascendencia francesa…
El hombre buscó en la lista, y con rostro dubitativo
dijo:
—Renault… me suena. Pero… ¿van a pasar o se van
a quedar mucho tiempo aquí? hay muchos invitados
que aún no entraron.
En pocos minutos se había formado una extensa cola
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de gente que llegaba en su mayoría en la Trochita, desde
la estación Sauce Grande.
—Gracias —contestó feliz Eliseo—, y nunca permitan
que este lugar se abandone.
—¡Jamás mi amigo, el Club Hotel durará siglos!
Eliseo miró a Diego y juntos entraron a la Maravilla
del Siglo XX, aquella que veían siempre en decadencia.
Ahora, quien sabe cómo, estaban contemplando
su esplendor, su instante más glorioso, repleto de ilustres
visitantes y con asistentes convencidos de que un
sitio así, nunca podría extinguirse.
Entraron tímidos, asombrados por la ostentación y la
abundancia. La gente se daba vuelta para verlos, sobre
todo las damas mas jóvenes, que cuchicheaban entre
ellas, sonrojadas.
—Mirá como te mira la morocha Diego…
—Jaja, no seas bobo Herny, ¡podría ser mi bisabuela!
—Miren, van a servir el banquete de bienvenida, ¿se
acuerdan la vajilla de plata y porcelana que nos mostraban
en el museo? —observó Eliseo.
Hernán tomó una jarra, la olió y dio un sorbo.
—Mmmm, cerveza. La hacían en el sótano, si mal no
recuerdo. Mil veces mejor que la tirada en 2019.
Mauro, que analizaba las caras dijo:
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—Me muero, ¡el billete de cien! estoy viendo en persona
al tipo que está en el billete de cien.
—¡Julio Argentino Roca! —reconoció Eliseo.
—¿No tenés un billete para mostrarle?, jaja ¡por favor!
Sin hacer caso a la broma de Diego, dieron una vuelta
por el casino, que ya hacía rodar la suerte de los apostadores
y luego se dirigieron al patio central, donde las
dos palmeras, testigos del correr de las décadas, aún
eran muy pequeñas.
—Un detalle… esas palmeras, hoy 11 del 11 del 11, aun
no deberían estar ahí plantadas —notó Eliseo.
—Si, ya estabbbbbb…
De repente el entorno comenzó a alterarse, la noche
se hizo día, las luces se apagaron y las palmeras y el
bosque, crecieron velozmente; como si fuese una película
en cámara rápida, hasta que se detuvo. El hotel
parecía abandonado, con la hierba alta, cristales rotos
y las paredes manchadas. Un deterioro evidente.
—¿Qué pasó? —preguntó Mauro.
—No sé, pero es como si viésemos la historia del hotel
en una realidad virtual.
Y otra vez, el paisaje comenzó a girar y girar; vieron niños
y niñas correr alrededor suyo, jugando, mojándose
en lo que parecía una tarde muy calurosa y mientras
el horizonte no paraba de dar vueltas, alguien les gritó:
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—¡¿Guten Tag, Kollegen, wie kann ich Ihnen helfen?!
Los chicos se quedaron inmutables, esperando que la
ilusión se desvanezca, pero el militar se mostraba extrañado.
Hasta que otro hombre mayor apareció.
—El sargento les preguntó, que necesitaban —dijo en
castellano.
Hernán se apuró a excusarse:
—Bajamos de los tres picos y nos perdimos...
—Está bien, está bien, no hay problema. —Los dos
huéspedes se acercaron y el argentino tomando del
hombro al germano dijo:
—No habla español, es alemán, integrante de la tripulación
del acorazado Graf Spee. No salió en los diarios,
por eso les pido discreción. —Los cuatro asintieron—.
“Fueron enviados al Club Hotel para su internación
bajo la vigilancia de Infantería. Ellos nos están ayudando
a los que administramos el Club Hotel. Queremos
algo superior para este lugar…”
—¿Disculpe, pero aquel hombre de biggggooottt?…
Diego no terminó su frase, cuando repentinamente, el
horizonte dio un millón de giros hasta frenar y mostrar
por enésima vez, al hotel sumido en el olvido y
el abandono. La desidia podía contemplarse a simple
vista. Las sierras del fondo se veían diferentes, con
otra piel, otro semblante.
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Otro grito exaltado los despabiló:
—¿Se puede saber qué hacen acá?!
Y a continuación dos tiros al aire provocaron un eco
retumbante en las montañas.
—Esto se está poniendo feo —dijo Mauro agachándose.
La atmósfera comenzó a enrarecerse y ninguno podía
ver ni respirar con normalidad; era como si estuviesen
dentro de un remolino de imágenes.
—¡Que Dios no ayude! —dijo alguien y ni el resto supo
quien había hablado…
De repente sintieron calor, asfixia, y les costaba moverse.
—¡Estamos en medio de un incendio! —gritó Diego
histérico. Presenciaron con desconsuelo, el desastre
que había ocurrido hacia 36 años; un gigante caía sobre
sí mismo, despojado ya de su encanto y hechizo
inicial. Habían visto su esplendor hacia un momento.
—¡El incendio del 83! en pocos minutos recorrimos…
Hernán interrumpió abruptamente:
—¡Diego…Diegooooo! —Estaban atascados en una
etapa del hotel y no había forma de escapar —¡¿Todavía
tenés el pedazo de tela?! —Hernán tenía que gritar
porque el zumbido del desplazamiento temporal era
demasiado elevado.
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—¡Está guardado en la mochila, ¿qué querés hacer?!
—Diego intentó darse vuelta para abrirla, pero Mauro
al ver que el fuego estaba ya muy cerca, se lanzó sobre
su amigo y le arrancó la mochila en el aire, haciéndola
rebotar a varios metros. Hubo silencio y un apagón,
pero no oscuro, sino más bien luminoso, y recortada,
la figura de una mujer joven recogiendo la parte de tela
que le faltaba para enmendar el hombro de su camisa.
—Gracias —dijo, hasta que desapareció y todo volvió a
la normalidad.
—¿2019? —preguntó Eliseo mientras se sacudía las
cenizas.
—Parece que sí —dijo Hernán—, y lo que nos retenía
en el espacio/tiempo era el retazo de la camisa. ¡Diego
no toques más nada!
—¿Y mi mochila? tengo todas mis cosas…
—¡Preguntale a ese ternerito! —dijo Eliseo; todos se
dieron vuelta y al verlo rieron a carcajadas.
—Igual, tu mochila se perdió Diego —le dijo Mauro—.
La energía del lugar…
—La caja de luz que te llevaste, el pedazo de tela —
razonó Eliseo—, todo tiene un precio ¿no?
—Es decir que, ¿el hotel me hizo otro trueque?
—Claro… ¡el pago por la excursión!
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Retomaron el camino y cruzaron el arroyo que volvía
a estar seco. Eran las 8.30 hs. de una mañana brillante,
tras una noche trascendental. El hotel y el tiempo,
nuevamente cómplices de un trato ancestral, decidieron
que no había leyes físicas, que el equilibrio del
universo lo dirigían ellos.
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ÍNDICE
Yo fui un Beatle..........................................................................7
Hace tantos años.....................................................................75
Actus Mortis............................................................................79
El final del mundo...................................................................91
Suerte & Muerte......................................................................95
La Liturgia de las horas........................................................105
Eternas confesiones. Programa N° 1...................................123
Embrujo de vivos..................................................................143
Eternas confesiones. Programa N° 2..................................155
¿Por qué nadie entra a Engrid´s Bookshop?......................173
La trilogía del Club Hotel....................................................185