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interior YO FUI UN BEATLE y otros cuentos

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YO FUI UN BEATLE

Y OTROS CUENTOS



Eliseo Bouquez

y otros cuentos



A mi mamá Elena,

de quien heredé esa reconfortante

costumbre de tener siempre un libro cerca.

A mi amores Vanesa y Helena.

Y a Julián, que al cierre de esta edición,

aun flotaba en líquido amniótico.

A mi papá Alfredo, con quien compartimos

pasiones y nostalgias. Siempre con El Gráfico de testigo.

A mi hermano Luciano, quien me dio

3 cosas maravillosas: Ariana, Gerónimo

y mi primer casette de Queen.

A mis amigos,

que se rien porque saben que son ellos.



YO FUI UN BEATLE

—¡Van ahora! —dijo un asistente. El primero

en salir fue Ringo, algo perdido entre las torres de Vox

que venían tronando hacía horas.

George esperó a Paul, que se acomodaba la correa del

Höfner, y juntos entraron a escena a las 21:51.

En el tumulto de técnicos, periodistas e infiltrados que

observábamos entre bastidores, me encontré obnubilado,

intercambiando palabras con el hombre de la

musculosa blanca: Freddie Mercury. Me susurró con

tono cómplice:

—¿Así que tú eres Mr. Time, el que ayudó a los Beatles

a llegar a las masas?

Supe de donde venía una frase similar; quise responderle

algo tonto, pero me frenó y me indicó que

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McCartney me llamaba.

Los gritos de las 80 mil personas no me permitían escucharlo

y en segundos ya no era sólo Paul, sino toda

la banda quienes me hacían señas. Freddie entendió:

—Creo que preguntan por John.

El Live Aid de Wembley, un concierto visto por 3 mil

millones de personas, cerraba con la banda más grande

de la historia.

Y aún faltaba lo mejor.

***

Siempre amé la música; a los 7 años escuchaba lo que

mi hermano ponía en su casetera, hasta que a los 12

me enamoré de una banda que, para él, era solo un

interés pasajero: The Beatles.

Cuando los escucho, siento correr adrenalina por mi

cuerpo.

Por eso le insistí a mi madre que me anoté en el conservatorio

a estudiar piano o guitarra… cualquier cosa

que me acercara a mi pasión. Formé parte de una orquesta

juvenil tocando el piano y en la adolescencia

procuré estar en todas las bandas posibles que tocaran

la música que me gustaba.

Me llamo Juan Pablo Martin, soy argentino, nacido en

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1992. Hincha del Liverpool F.C.

Pareciera que mis padres hubiesen sido videntes o

quizás algo ya estaba escrito desde el principio: mi

nombre traducido al inglés es John, Paul, Martin. las

tres personas que llevaron a los Beatles a ser el grupo

más revolucionario e influyente del mundo. Sin menospreciar

a George, claro.

En la secundaria conocí a Julia, mi mejor amiga. Ella

me inspiraba a componer letras y melodías que luego

me rechazaban en los ensayos, por ser muy “cursis”.

Siempre me gustó Julia, pero nunca quise estropear

nuestra amistad.

Toda esa efervescencia por los Beatles y el fanatismo

que me invadía, fueron fundamentales para desarrollar

los eventos que les voy a contar a continuación.

En agosto de 2019, por pura casualidad, descubrí que

ingiriendo una mezcla de Coca-Cola, pimienta, harina,

tres huevos, y un chorro de aceite, podías viajar en

el tiempo a elección. Esa era la fórmula, ni más ni menos.

Algo que Einstein o Hawkings no hubiesen podido

descubrir jamás. Solo tenías que concentrarte bien

en la fecha y el lugar al cual viajar, mientras tragabas

ese brebaje.

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Fue por pura casualidad, insisto. Ese engrudo estaba

destinado a Julia, que se recibía de Psicóloga. De alguna

manera lo tragó, (habrá pensado en una fecha o

acontecimiento) y ante nuestra perplejidad, desapareció.

Se esfumó en un segundo.

Sus padres nunca lo asimilaron, ni supieron a quién

reclamarle. Mucho menos donde buscarla. Lo que sí

hacen, es observar una y otra vez ese momento en un

video grabado con un celular, que alguien subió a You-

Tube.

Yo sentí culpa porque algo rondaba en mi cabeza.

Analicé los hechos y me propuse demostrar que ese

mejunje tenía algo que ver con todo eso.

Durante un mes realicé pruebas de fallo y error. No

recordaba bien qué había incluido en esa bolsa asquerosa,

ni tampoco podía razonar que, pensando en un

lugar y una fecha específica, podías viajar en el tiempo

y el espacio. Pensé que eso, sólo lo hacía un Delorean.

Hasta que, en una de esas pruebas, en la habitación

de la casa de mis padres, bebí la poción con los ingredientes

exactos y sentí una mezcla de calor, frío, miedo,

hambre y sueño; todo a la vez. No sé cómo explicarlo,

pero aparecí flotando y cayendo al suelo desde

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un metro de altura, ante la mirada desconcertada de

los hippies que se habían acercado a ver a The Who, el

15 de agosto de 1969 en Woodstock. Si mal no recuerdo,

sonaba “Pinball Wizard”. Salí de allí como pude,

procurando no hablar ni mantener contacto con nadie.

Eso era solo una prueba, exitosa, por cierto, de mi

teoría absurda por la cual Julia se había esfumado en

un parque.

Escuché un grito perdido entre la gente:

—¡Hey men! Are you a russian spy? —mientras otros

reían sin entender lo que pasaba. Lamenté no poder

quedarme a ver a Daltrey, pero luego de ingerir esa

poción (llevaba una frasco con los ingredientes), regresé

al presente.

“Tengo que confirmar por última vez, que todo no

sea una alucinación mía”, pensé; así que preparé de

nuevo la mezcla y mientras imaginaba a Maradona

gambeteando ingleses, aparecí en una playa de estacionamiento

enorme, repleta de autos antiguos y una

multitud de hinchas entre los que, deduje, había varios

hooligans cantando estupideces y bebiendo vino

barato. Recuerdo el calor intolerable que contrastaba

con el invierno que había dejado hacia menos de 10

segundos.

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Le pregunté a un hincha con la camiseta de México

por donde debía ingresar al estadio. Mi ansiedad hizo

que olvidara que sin ticket no me iban a permitir entrar.

—Pues... si eres argentino tienes que entrar por esas

rejas negras donde están los mástiles con banderas;

de todos modos, las puertas abren en 2 horas.

Confirmé lo que me había dicho el hombre y al segundo

me encontré en pánico: el procedimiento de traslado

en el tiempo no era perfecto; había fallado en un

par de horas con respecto al instante que yo representé

en mi mente.

Me fui de inmediato de allí, convencido de que, si pisaba

una hormiga, Diego no tendría la picardía de meter

su puño, ni la valentía de inventar el Gol del Siglo.

Ahora sí estaba en problemas; era culpable de la desaparición

de una persona, de quien, además, estaba

enamorado. No tenía la menor idea sobre el lugar y

la fecha en la que había pensado ella en ese instante.

¡Rogué que no hubiese imaginado un Big Bang!

El otro problema era qué iba a hacer yo con ese poder,

para que lo iba a utilizar. Para el bien del planeta, para

hacerme millonario… ¿o sólo para hacer travesuras?

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Durante noches interminables reflexioné qué era lo

mejor para mí, si esto beneficiaba al mundo o era un

terrible desastre. No podía quedarme de brazos cruzados,

tenía que hacer algo productivo con este hallazgo

demencial y, desde que se me metió aquella idea en la

cabeza, no pude dar marcha atrás. Me convencí de que

mi misión era esa. Aunque debía evaluar los riesgos…

Comencé a frecuentar el bar “El Santo”, un antro tanguero;

necesitaba pensar, tener la mente fría. Era demasiada

responsabilidad para mí, para cualquier ser

humano. Si revelaba lo que había descubierto, sería

el caos, el fin del mundo. O quizás no. Si lo utilizaba

con prudencia, podía ser muy útil. Pero ¿debía contarlo?

¿a quién? Recordé al Doc y Marty, a Doctor Who

y todas las películas y series sobre viajes en el tiempo.

¡Todo era fantasía! Ahora el guionista de la historia

real, era yo.

En una mesita para dos, pegada a la ventana, hurgué

en mi mente la manera de utilizar ese poder de forma

inteligente. No hubiese querido que alguien más salga

lastimado.

De todos modos, eso era difícil. Si viajaba en el tiempo

los cambios se iban a suceder por sí solos; además

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me convencí de que algo divino o sobrenatural había

puesto esto en mi camino. y tenía que usarlo para algo

grande. Opté por no contárselo a nadie. Por el momento.

A la semana de mi paseo fugaz por el Estadio Azteca,

mis uñas se ennegrecieron y algunos mechones aislados

se desprendieron de mi cabeza. Intuí que era un

daño colateral de los viajes. Luego de dos contrapruebas

(siempre al pasado), sentí dolor de muelas y hasta

la vista nublada. Estaba en lo cierto.

Días después de mi último ensayo, donde creo no haber

cambiado nada en mi presente, finalmente decidí

viajar al pasado con la expectativa de cambiar la historia

de la música contemporánea. Ya estaba decretado.

Me propuse ampliar la ultra conocida discografía de

los Beatles. Mi banda favorita. Después de todo, ellos

habían hecho su jugada maestra: separarse en la cima;

dejándonos a todos pidiendo más, incluso 50 años

después. Enorme idea surgió en ese bar.

Para eso viajé a Liverpool a marzo de 1962, auto convertido

en Robert Puger, nombre que surgió en un

sueño; me contacté con ellos fácilmente una noche

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post show en el Cavern Club; Aún no eran los cuatro

inalcanzables muchachos que revolucionarían el

mundo y les propuse mostrarles sus futuros 6 discos,

sin necesidad de grabarlos; los lanzarían al mercado el

mismo año que en la realidad, aunque la única realidad

ahora, era esta que yo transcurría.

Mientras tanto, dedicarían sus años como grupo a

componer más y más discos nuevos, los cuales nadie

conocía en el futuro. Si iba a cambiar algo, lo haría por

propio placer, ya que solo los Beatles, George Martin

y yo, sabríamos que todos esos nuevos álbumes, eran

inéditos para el mundo. En el futuro solo serían más

discos de los Beatles. Pero, ¿cuánto valía para mí escuchar

una canción nueva de McCartney, compuesta por

el Paul de aquella época?

Nunca caí en la realidad de lo que sucedió y aún hoy

todo me resulta onírico. Todo fue culpa del inconveniente

con Julia y de ese montón de componentes caprichosos

que, solo Dios sabe cómo, logran transportar

por el éter a quien lo beba.

Por lo pronto, armé una estrategia para desaparecer

de casa y que mis padres y amigos no me buscaran por

un tiempo prolongado.

Decidí inventarles la historia de un viaje a Europa, a

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un campus de estudio en el medio de la campiña inglesa

donde no podría recibir llamadas ni tendría acceso

a internet. No me lo creía ni yo mismo, pero no tenía

otra alternativa. Di de baja mi servicio de telefonía,

pagué todas mis deudas y me encomendé a Dios.

Ignoraba cuanto tiempo pasaría en el pasado.

Aunque, pensándolo mejor, recalculé mi plan: luego

de convencerlos de aquella locura en el 62, me trasladé

a un pasado más lejano para rebootear este cambio

y volver a aparecer en sus vidas en enero de 1966,

donde, yo consideraba, se encontraban en su plenitud

compositiva.

Prever o anticipar paradojas espacio-temporales no

tenía sentido, porque no es una materia exacta que se

calcule con precisión.

Pero mi desconfianza se hallaba en la posibilidad de

provocar mi propia desaparición. Con el correr de los

viajes fui perdiendo ese miedo.

Así que permanecí solo 2 minutos en la plaza Rivadavia

de Bahía Blanca, el azaroso 6 de julio de 1958. No

quise retroceder demasiado en el tiempo por temor a

que el nacimiento de mis padres se encuentre en riesgo.

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Al volver a 1966, fue mucho más difícil acceder a ellos.

Estuve sentado durante horas en la esquina de Abbey

Road y Grove End Road, esperando ver una cara conocida

y poder pedirle un minuto para contarle algo

‘’especial’’. Sobre las 19.10, vi a un hombre alto, peinado

hacia atrás, cruzando la calle con una carpeta en la

mano. Era George Martin. Me dirigí hacia él. No voy a

decir que sentí nervios, porque ya habíamos entablado

una charla con él en el 62 y el impacto fue diferente.

Aunque el distinto ahora, era él.

—Buenas tardes, Sr. Martin, disculpe la molestia. Mi

nombre es Robert Puger, tengo algo importante…

—Perdón muchacho, tengo prisa, si quieres un autógrafo...

—¡Nada de eso! es una propuesta musical. George frenó

en seco y me miró con una sonrisa burlona.

—¿Imagino que sabes quién soy y con quién trabajo?

No hay en el mundo, mejor propuesta que trabajar

con The Beatles… ¿no lo crees?

Asentí, pero sin prestarle atención.

—Veinte minutos alcanzan para explicárselo Sr. Martin,

nada más.

—Está bien —resopló, mientras cambiaba de mano

sus papeles—. Pero tendrás que ser breve. Si pretendes

que los Beatles toquen en vivo, estás perdiendo

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el tiempo. Demasiados problemas nos trajeron ya la

muerte de Brian Epstein.

No entendí a qué se refería. Conocía la historia de la

banda, pero en el 66…

—Los medios insisten con el suicidio, pero sé que

Brian no haría una cosa así.

Esa tarde me despedí de George Martin, aturdido.

El pasado no estaba siendo lo perfecto que debía ser.

Mi sola intervención, estaba modificando los hechos.

Brian Epstein había muerto un año antes de lo previsto,

con lo que, además, la idea de Apple Records en la

cual Epstein había colaborado en su gestación, quizás

quedaba desterrada.

Me encontré con George Martin la mañana siguiente,

luego de pagar una semana, una habitación en el New

London Carlton Hotel. Tenía fe de que, en ese lapso,

ya habría convencido a todos sobre mi idea y habría

vuelto al futuro para ver los resultados.

La reunión fue en el bar “Mirror”, ubicado dentro un

hotel muy lujoso, que no recuerdo el nombre y que se

situaba en el barrio Lisson Grove. Pidió dos tés con

torta de arándanos y sin preámbulos le dije:

—Seré breve como Ud. me pidió Sr. Martin. Sé que es

una locura, pero necesito que me crea.

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Dio un sorbo corto a su bebida.

—Te escucho —dijo, y decidí ir al grano.

—Escuche con atención… sé que The Beatles ya han

cambiado el mundo con una revolución musical y social,

y sabiendo...

—Buen día Sra. Paddington —saludó Martin, que era

ante todo un hombre atento y cordial—. Continúe joven.

—… y sabiendo ahora que Epstein ha muerto, entiendo

que ud. será una pieza importante para la integridad

anímica de los cuatro.

Iba por buen camino, porque en el 62 lo había convencido

con un speech parecido.

—De alguna forma que excede mi conocimiento y la

razón de cualquier individuo, logré viajar hasta aquí,

desde otra época… —Me detuve ahí, solo para ver su

primera y espontánea reacción. Digno de inglés, solo

arqueó sus cejas hacia arriba, metiendo un bocado de

bizcocho en la boca.

—No sé cómo fue. En realidad, sé cómo hacerlo, pero

la cuestión es que: ¡quiero ver a los Beatles!

—Viajes en el tiempo… interesante —me interrumpió—.

Como en el libro de H.G.Wells. ¿Y dime, de dónde

vienes y cómo llegaste?

Parecía que me estaba tomando el pelo, pero luego de

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explicarle mi viaje de la manera más verosímil posible,

sentí que lo tomaba en serio.

—Sr. Martin... gracias por escucharme y entender que

esto no es una broma. ¡Le aseguro que ampliaremos la

extensa discografía de los Beatles! Ellos podrán seguir

componiendo muchas más genialidades y...

—Levantó su mano para frenarme y señaló:

—Dos condiciones exijo para creerte y seguir adelante

con esto. La primera es que me demuestres con hechos

que estén por llegar, que de verdad eres un viajero

del tiempo y la segunda es que… —miró hacia la

calle y asintió para sí mismo— ¡quiero escuchar todo!;

todo lo que grabaron los Beatles, incluidas sus carreras

solistas, que intuyo, han tenido.

Se mostró muy interesado en saber sobre el futuro de

la ingeniería de sonido, pero fui antipático y reacio a

seguir hablando de eso.

Solo le balbuceé al oído: “Existen pistas infinitas…”

Estrechamos las manos y salimos en un taxi hacia los

estudios EMI.

***

Juro por amor a Julia que, conocer a los Beatles del

66 fue lo más bestial, grandioso e irreal que haya sen-

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tido un ser humano en la historia (supuse que era el

primero en trasladarme en el tiempo). Contemplé el

delirante despliegue de dioses del rock, intentando

convencerme de que aquello no era un sueño, de que

realmente estaba allí.

Hacerles entender que venía del futuro fue un poco

más surrealista. La reacción inicial fueron risas generales

y luego sobrevino el enojo tras mi insistencia y

la complicidad de George Martin. Dejé que él tome la

palabra y les explicara mi idea.

Lennon fue el más reticente. Era desconfiado y celoso;

siempre fue mi preferido, aunque conocerlo en persona

fue una experiencia distinta.

—¿Acaso eres un espía de los Stones? Seguro fue idea

de Andrew Loog Oldham… ¡debe querer saber en que

andamos!

No contesté y él continuó:

—Si en efecto puedes viajar por el tiempo, ¿por qué

nos elegiste a nosotros y no a Mozart, o a Buddy Holly?

Es decir, puedes ir a donde se te antoje.

La pregunta me descolocó, pero recurrí a mi sinceridad.

—John, Uds. son la banda más grande de la música.

Además… —me contuve. No podía adelantarles casi

nada.

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Paul remató:

—No lo presionen, solo… déjenlo ser.

Terminaron de creerme (o eso creo) cuando, sin más

remedio, revelé alguna información del futuro. George

Harrison me puso a prueba preguntándome el título

que él tenía en mente para un posible primer disco

solista, el cual acerté. Lo mismo ocurrió con el nombre

de un hijo de Paul. De todos modos, el asombro y la

desconfianza hacia mí, tardó en atenuarse.

Aunque sí había algo que debía contarles: cuál sería

su último disco. De cualquier manera, lo sabrían en

poco tiempo. ¿El riesgo?, eso revelaba algo: una separación,

una pausa en la banda o algún hecho trágico

que determinara el final. Preguntarían que pasó,

quien tuvo la culpa o si fue por algún factor externo o

por la muerte de algún integrante.

—No puedo aceptarlo —dijo Lennon cuando anuncié

el lanzamiento de su último disco para 1970—. Va contra

todo lo que soñé para esta banda. Si pasara algo así

me volvería loco.

Esperé que George Martin intercediera, pero John

prosiguió excitado:

—¿A qué viniste? ¡¿Acaso te creés más grande que Jesús?!

Me retiré del estudio un rato y reflexioné que, por lo

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menos ahora, no habría fogatas con sus discos.

Con mil dudas sobre mi futuro personal, pero decidido

a instalarme en el Londres del 66, recibí la propuesta

de George Martin de vivir en la ciudad por el

tiempo que quisiera. El mismo productor me ayudó a

alquilar un departamento a unas cuadras del estudio

EMI, sobre la calle Abbey Gardens, un barrio señorial,

idealizado durante mi fervor adolescente por la banda,

la cultura y las construcciones inglesas.

Era una vivienda muy cómoda, con habitaciones amplias,

una gran cocina y una sala de estar clásica, que

me recordaba a las películas de Sherlock Holmes. Demasiado

para mí. El pago de locación corría por parte

de George Martin, sin contar el arreglo al que habíamos

llegado con la banda, de percibir el 5% de las ventas

de los discos. De algo tenía que vivir; además, mi

llegada desde el futuro había simplificado la labor de

cada uno de los participantes, ya sean los cuatro músicos,

el ingeniero y el productor. Los temas ya estaban

grabados y listos para que el mundo enloqueciera.

Solo tenían que dedicarse a componer nuevo material.

En poco tiempo entablé una relación de charla simpática

con Lilly Clark, la encargada del edificio: una

morena inglesa de raíces afros, a quien, en cada con-

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versación, imaginaba como una verdadera ancianita,

del siglo XXI.

—¿Así que trabajas en estudios EMI?, debes conocer

a los Beatles…

Pensé: “Los conozco desde antes de trabajar con ellos

y mucho después de que se separen”.

—Sí, los conozco, son buena gente.

—¿Y tú qué instrumento tocas?

Sonreí tímido, mirando al suelo y contesté:

—Ninguno señora Clark, solo soy administrativo.

El recuerdo y la preocupación por el paradero de Julia

era un asunto que me tenía inquieto. No podía dominar

mi tristeza aun ni en el estudio. Necesitaba saber

que estaba bien. Si es que había probado el líquido

mágico, mi gran interrogante era ¿en qué había pensado?

Eso me daría la respuesta de su destino. Medité

la posibilidad de volver al hall de la universidad, antes

de que aprobara su final, y así frenar su traslado a “no

sé dónde”, pero temí que eso provocara que yo nunca

supiera como viajar en el tiempo y esto me entusiasmaba

cada día más. Las cartas ya estaban echadas y

yo quería jugarlas. De última, si algo salía mal, tenía el

tiempo de mi lado, como cantaba Mick.

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Un detalle fundamental: tras esa vuelta a 1966, además

de la temprana muerte de Epstein, algo había

cambiado en la formación de la banda. Ringo Starr no

era el baterista, sino ¡Pete Best! Pero las baterías de

los temas que les enseñé, estaban grabadas por Ringo

(salvo “Love me do”), y él cantaba y componía un

par de temas. Esto, en mi realidad. En esta, Pete Best

ya había sido parte del proceso de grabación de todos

los discos y actuaciones en vivo hasta mi llegada. Comenté

esto a George Martin y a los cuatro músicos,

una noche luego de ensayar “With a little help from

my Friends”, cantada por McCartney.

Ringo seguía tocando en Rory Storm and the Hurricanes

por todo Europa, con un éxito bastante mayor al

que yo tenía registro. Los Beatles lo conocían porque

había arrancado con ellos en los comienzos.

Y mientras George Martin se encargaba de los tramites

de publicación de “Revolver”, los Beatles me pidieron

que desaparezca por un par de días. Cuando me

llamaron para volver al estudio, la noticia me la dio

Lennon.

—Decidimos ubicar a Ringo y que toque con nosotros.

Echaremos a Pete.

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No tuve el coraje para expresar un comentario; solo

miré a Paul, que me devolvió un gesto sereno.

—Siempre supimos que Ringo era nuestro baterista,

es un gran músico —agregó Harrison—, pero Brian

Epstein insistió en que Pete debía ser el baterista. No

sé qué ocurrió en el medio, pero estamos a tiempo de

reemplazarlo.

A dos semanas de vivir en Londres, mi intromisión

ya estaba torciendo la historia. El cambio de baterista

fue tapa de todos los diarios del mundo; provocó

polémicas en las calles, discusiones en las radios más

escuchadas y significó la primer gran controversia que

se desataba en mi presencia. Best se mostró furioso y

confundido con la banda, pero sobre todo conmigo y

con George Martin, quien tuvo que atajarlo en el estudio

3 para que no salte sobre mí, enardecido. Recorrió

varios medios de la época, como la emisora Klue

de Texas, donde tuvo su más fuerte ataque hacia mí.

En una entrevista en Late Night Line-Up, mirando a

cámara, reveló mi nombre y le confesó al mundo que

“los Beatles y George Martín se hicieron amigos de un

extraño hombre que viene del siglo XXI y trae consigo

música del futuro ¡Investíguenlo!”

Claramente, yo no había tomado la decisión y tampo-

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co sentía culpa por ello. Además, él había tocado con

los Beatles durante seis años gracias a mi reboot. En

el pasado real, Pete Best no era más que un recuerdo

anecdótico dentro de la historia del grupo más famoso

del mundo; así que todo esto, le había llegado de arriba.

Aunque eso, él no lo sabía.

De todos modos, mientras el tema se mantuvo candente,

comenzó a correr por mi cuerpo un escalofrío,

un presentimiento de que mi castillo de naipes se desmoronaba.

Si la policía o la prensa averiguaban un

poco sobre este extraño personaje, mis argumentos

no tenían buen sustento; mi acento inglés no era tan

bueno y mis documentos falsos podían ser examinados

al detalle.

Tomé la decisión de esconderme un tiempo hasta que

se calme la excitación. Por las tardes, antes de entrar

al estudio, Ringo pasaba a saludarme. Lo esperaba con

té de Fortnum and Mason, mientras en mis parlantes

sonaba el “Ziggy Stardust” de Bowie.

Harrison se encargó de relatarle la razón de mi permanencia

en Londres, explicación que Ringo no terminaba

de digerir, pero que agradecía profundamente.

—Me gusta esa canción “This is Starmaaan”, ¿es un

grupo nuevo?

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Mientras el mundo discutía el porqué de la decisión,

nosotros, debatimos semanas enteras junto a los Fab

Four y Martin, proyectando y organizando la edición

de los discos, presentaciones ante la prensa y sesiones

de composición.

Después de un mes de debates, tres estuvieron de

acuerdo con mi plan; sin embargo, John nos propuso

algo más ambicioso. Se había empecinado en hacer las

cosas a su manera.

—Quiero que nos muestres música de otros autores —

afirmó—. Saber que compuso Hendrix en los 80´s, o

Elvis en el año 2000. Quiero hacer canciones de músicos

que aún no nacieron y de géneros que no se inventaron.

Paul y George se negaron a la codicia de Lennon, aunque

Ringo apoyó la propuesta.

—No tiene sentido hacer algo así John —expliqué—.

La vida tiene que sorprenderlos. Demasiado tienen

Uds. ya con toda esta barbaridad. De mí no van a sacar

más información que la que deban oír. De todos modos,

todo lo que sé del futuro, va cambiando segundo

a segundo…, ya no estoy seguro de poder volver atrás.

John se ponía irascible en el estudio cuando el resto

no opinaba como él.

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—¿Sabes qué? ¡Nosotros somos los Beatles, tú no eres

los Beatles! ¡Aquí son nuestras reglas!

George Martin agachó la cabeza y lamentándose agregó:

—No creo que sea buena idea apropiarse de las canciones

del futuro, estaríamos modificando aún más el

rumbo natural de la evolución musical. Podría ser una

catástrofe, John.

Lennon dejó su guitarra, se acercó a mí tanto que podía

besarme, y con rostro ofuscado me dijo:

—Toda tu maldita historia del futuro. Ya no te creo, no

eres Dios. Solo creo en los Beatles, y en mí.

La séptima persona que tuve acceso al secreto fue

Geoff Emerick, ingeniero de sonido y empleado de

EMI. Con él trabajamos bastante también.

Se ocupó de que el material que yo le proporcionaba,

pudiera adaptarse a la tecnología de aquella época.

Solíamos almorzar juntos en el Isows Restaurant en

Soho Brewer Street, donde un par de veces nos cruzamos

con Muhamed Ali. Algunas noches íbamos a comer

acompañados por Paul y George Martin.

Geoff fue el primero a quien le conté sobre Julia.

Una noche me dijo:

—Robert, esto de jugar con el tiempo no es muy buena

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idea. Ignoro que estarás cambiando de tu pasado, porque

es mi futuro y para mí el transcurso del tiempo es

lo más normal del mundo, pero si vas a cambiar algo,

que sea para bien, amigo.

—Te aseguro que mi plan es lo más generoso que pueda

haber hecho por los 4 músicos y por el mundo. Podrán

llegar grandísimos artistas Geoff, muy pronto y

de hecho ya los hay, pero… como los Beatles no habrá

nada igual. Son más que música.

Geoff intimidaba con sus casi 2 metros, pero generó

en mí una sensación de confianza inmediata.

—Tu Julia aparecerá en el momento en que más la necesites;

así son las mujeres.

***

El 23 de julio de ese año aproveché a distenderme

del mundo musical y le pedí a George Martin, que me

acompañase al barrio Wembley. Hubiese querido ir

con Paul o John, pero a esa altura, no era conveniente

provocar demasiada histeria en el público. Y menos en

un partido de la selección local.

—George, ¿estás al tanto de la Copa del Mundo?

Martin sonrió y con ironía esbozó:

—¡La Copa del Mundo! Sé de buena fuente que la Rei-

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na no estuvo de acuerdo con la organización del evento,

pero los intereses económicos lo hicieron posible

—levantó su dedo índice y como quien se sabe erudito

en el tema, dijo:— Además, el equipo hace aguas por

todos lados. No tenemos chance de levantar el trofeo.

Reflexionó un segundo y me miró:

—¡No me quites la sorpresa!

Ese sábado, entramos juntos al estadio Wembley por

la South Way. Indescriptible fue la sensación de estar

en ese templo mítico, viendo un Inglaterra-Argentina,

que, aunque yo nunca lo había visto completo, sí sabía

el resultado final.

Me vi tentado a provocar algo que cambie el resultado,

porque hubiera querido que Argentina gane, pero modificar

algo en ese partido significaba un efecto dominó

de acciones diferentes a las que todos conocíamos.

Y no quería averiguarlo.

Cuando el capitán argentino Antonio Rattin pasó expulsado

cerca de la grada donde nos situábamos con

George, presencié la famosa apretujada del banderín

con la bandera inglesa. Sentí una emoción profunda,

un orgullo por mi patria que estaba siempre latente a

pesar de mi gusto por la música y la cultura inglesa.

Con detalle, pude revivir ese instante infinitas veces

por YouTube. Si buscan el video, en el momento justo

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del estruje, pueden vernos a George y a mí, que estoy

con camisa blanca, corbata y lentes negros. Esos que

llevaba puestos eran de Paul.

Una semana más tarde, Inglaterra levantaría el trofeo

gracias a sus cuatro goles frente a Alemania. Sentí alivio.

Las revelaciones futuras siempre fueron mi mayor

miedo. Ellos o cualquiera que supiera de dónde venía,

inevitablemente querrían saber, hacerme preguntas.

Es algo natural del ser humano tener curiosidad sobre

lo que va a pasar. Yo mismo la tenía. ¿Qué pasaría en

mi futuro actual, que también era mi pasado? Quizás

porque tampoco podía imaginar más allá del 2019, era

que solo quedaba trasladarme hacia atrás. Era esa la

manera en que funcionaba el brebaje.

Y en ese sentido, es que había creado un conflicto del

cual ninguno de ellos era consciente: el desvío en sus

historias personales. Con mi irrupción en sus vidas,

¿Yoko se cruzaría con John?, y ¿Chapman tendría la

oportunidad de dispararle en el Dakota?; incluso era

probable que Lennon ni siquiera se mudase a Nueva

York.

Por otra parte, Paul conoció a Linda Eastman en el 67,

por lo que quizás también negaría esa relación.

32


Eran demasiados cambios importantes, del pasado

que yo conocía. Sería cuestión de no abrir la boca,

nunca revelarles detalles y entender que esa historia

ya era ficción.

Para George y Ringo el destino era el mismo: cambio

absoluto de sucesos, pero la ventaja era, poder crear

más música de la que yo conocía.

En el traslado a 1966, en el que pensaba establecerme

un tiempo prolongado (aunque incierto), llevé conmigo

varios objetos de utilidad y de valor sentimental.

Fotos de mi familia, de amigos y de Julia, en quien

depositaba mis pensamientos cada vez más; falsifiqué

documentos de nacionalidad inglesa y argentina: era

Robert Puger, nacido en Londres, el 7 de febrero de

1940. Mi mayor temor era ser interrogado por policías

o agentes del gobierno y confiaba en que mis falsificaciones

fueran verosímiles, pero no era bueno actuando

y mis nervios podían delatarme como en el cuento

de Edgar Allan Poe.

En mi mochila azul, además, cargué un artefacto de

peligrosa tenencia: un iPhone X con más de 8.000

canciones de todos los artistas y épocas. Procuré meter

el cargador del dispositivo y llevar una cantidad

considerable de Libras para vivir, hasta que la aven-

33


tura me sorprendiera ganando algún dinero extra, haciendo

algo que aún desconocía.

La noche en que me transporté al pasado, también

cargué en mi bolso, vinilos del Sgt. Pepper´s Lonely

Hearts Club Band, Magical Mistery Tour, The White

Album, Yellow submarine, Abbey Road y Let it be.

Además de una caja con extras que aún no tenía intención

de mostrarles. La llamé: “La caja solista”.

Comenzamos el trabajo en mayo de 1967, luego de

lanzar al mercado el fantástico Sgt. Pepper…, del cual

rescato algunas anécdotas: John pasó toda una tarde

analizando y criticando cada personaje de la tapa, porqué

este o aquel y preguntando quien habría sugerido

cada famoso. “El único que merece estar es mi amigo

Stu Sutcliffe y Carl Marx, la portada serían solo ellos”.

Procuré no demostrarle importancia a su comentario.

Hubiese lamentado un cambio estúpido como ese.

La otra anécdota la provoqué yo, en mi única participación

en una canción de los Beatles. Sugerí a Martin

en privado que grabásemos el final de “A day in the

life”, porque en su opinión, no había quedado del todo

bien. George Martin nunca había dicho eso, pero pasarían

los años y mi ego me reclamaría una mínima

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presencia en un disco.

Una mañana preparamos pianos para Paul, John,

Martin y para mí. El super acorde de 43 segundos se

grabó en 11 tomas y la última quedó plasmada en quizás

la mejor composición a dúo de Lennon-McCartney.

En junio también organizamos la interpretación en

vivo de “All you need is love”, canción que Lennon no

quiera cantar, a pesar de escuchar su voz en la grabación

original. “Es muy naif y simplona” comentó. Ringo,

que contrajo Amigdalitis y debía ser reemplazado,

planteó una duda en la gente. Hasta un reportero

cuestionó a Lennon sobre por qué no le habían dado

la oportunidad a Pete Best de reemplazar a Ringo, a lo

que John, esta vez coherente, respondió: “Ya tuvo su

oportunidad con nosotros y puede interpretarse como

si quisiéramos que vuelva definitivo, lo cual no es bueno

para él”.

Ensayaron la canción 2 o 3 veces con Charlie Watts y

la presentaron al mundo en el programa “Our World”.

Era el “Verano del amor”.

Pasé días enteros con George Martin en la sala 3 de los

estudios EMI, transformando el material y escuchando

los temas.

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Amaba cantarlos, y anunciar con gestos algún arreglo

que estaba por venir. Eso a Paul lo fastidiaba, pero a

Ringo se lo veía feliz admirando sus propios pases y

golpes. John se molestaba o alegraba dependiendo de

cuan camuflada estaba su voz. De George advertí su

orgullo por el gran avance en sus composiciones. Lloró

cuando, años después, Martin puso “Something” en

los parlantes. Paul y John asintieron en un gesto de

aprobación.

Un viernes de julio con The Zombies ensayando en el

estudio vecino, tuve el descuido de revisar unos temas

en el IPhone y Lennon lo notó:

—Y dime morsa viajera, ¿cómo metiste todas esas canciones

ahí dentro?; hasta donde sé, la música se escucha

en discos redondos.

Dudé en hablar demasiado del futuro, pero consideré

que mi comentario no iba a causar problemas.

—En mi época existe algo llamado Internet, es una red

global donde todos compartimos conocimientos y archivos

digitales.

John sonrío sarcástico y comentó:

—¿Eres militar entonces? hemos oído hablar al presidente

americano sobre esa red, solo ellos tienen acceso

a esa tecnología.

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—Es cierto —respondí—, solo entiende que, entre hoy

y el día en que me fui, pasaron 50 años de evolución.

Muchas cosas cambiaron John.

Paul se mostró pensativo y preocupado:

—Por lo tanto, si la gente escucha música por allí, ¿ya

nadie comprará discos? ¿De qué viviremos los músicos?

—Uds. estarán salvados. ¡Son los Beatles! —dije, mientras

John fumaba en un sillón y el resto reía.

Debo decir que, aunque parezca irracional, los Beatles

no estaban conformes con muchos de sus temas. Objetaban

arreglos, solos de guitarra, efectos en las voces,

acordes “mal usados”.

—No entiendo porque razón compartimos los créditos

a dúo con Paul… si cada uno compone lo suyo —John,

de brazos cruzados y con gesto hosco, cuestionaba

aquella decisión de firmar todo como “Lennon-

McCartney”.

Harrison objetó: —¿Y yo? ¡sólo 11 canciones en 6 discos!

—Debe haber un error —dijo McCartney queriendo

apaciguar la situación. Por dentro me solidaricé con el

guitarrista que, aunque fue una pata más de la mesa,

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los dos líderes lo mantuvieron al margen durante

años, sin dejarlo aportar canciones. Con el tiempo demostró

que estaba a la altura.

Les expliqué: —Mi idea inicial, es que Uds. se dediquen

a componer libremente la música que quieran y

yo les entrego sus discos ya hechos y listos para lanzar.

—Paul dejó de tocar y me observó atento—. Pero lo

único que escucho son cuestionamientos a Uds. mismos,

por algo que ya está hecho, que la gente consumió

durante 50 años y que ya son clásicos de la música

universal.

George Martin agregó: —Relájense, lo que dice este

muchacho es cierto. No escuchen más sus obras. Lo

más probable es que terminen copiándose a sí mismos.

Tomen sus instrumentos, el lápiz y hagan lo que

más saben.

Geoff Emerick prometió no hacer sonar ningún tema

ya escrito en presencia de los cuatro, salvo que George

Martin lo indicase.

Casi a fin de año Paul me sobresaltó con una buena

noticia para él, pero extraña para mí. Se sentó al piano

y me dijo:

—Escucha Robert, esta canción es para mi nuevo

amor: se llama Linda. Es fotógrafa.

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Si mal no recordaba, esa era la fecha en la que ellos se

habían conocido, pero dadas las circunstancias peculiares

del tiempo y las condiciones caóticas que habíamos

desencadenado, cualquier pequeño cambio debería

haber variado el antiguo pasado que yo conocía.

Me alegré por ellos.

Pasaron los meses y 1968 llegó con los cuatro trabajando

en la sala, zapando, escribiendo letras para nuevos

temas. Aunque las sesiones eran muy poco productivas

para mi gusto. Y esa era la parte que a mí más

me interesaba. Era el objetivo esencial de mi permanencia

allí.

Algunas pocas cosas sugestivas de Paul me llamaron

la atención. Una mañana, comenzó a tocar algo muy

similar a “Band on the run”. Dejé que continúe sin

prevenirle que ese tema ya existía y en una semana

de grabación, terminó siendo casi idéntico al que yo

conocía. Me pregunté si servía, y pensé: “Quiero escuchar

cómo suena tocada por los Beatles y quizás le

sugiera a John que cante la segunda parte”.

En agosto se lanzó el álbum “Yellow Submarine”,

acompañado con su respectiva película, en la que ninguno

de los cuatro músicos participó, salvo una breve

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aparición en un gag sobre el final, que ejercía de presentación

para la canción “All together now”.

—¿Recuerdas quién arregló las piezas orquestales? —

indagó George Martin.

Como no acordarme de aquel dato. “Pepperland” era

mi favorito del álbum.

—Arreglos, producción, mezclas y composición a cargo

del “Quinto Beatle”.

George no terminó de entender mi acertijo; me arrebató

el vinilo de las manos, revisó la contratapa y allí

apareció su enojo.

—¡No lo puedo creer! Robert… hubiera disfrutado muchísimo

la experiencia de trabajar con estas obras…

Miré a Neil Aspinall, el asistente personal de la banda

a quien yo no le caía en gracia en lo más mínimo,

No era él quien iba a poner paños fríos por mí en ese

momento. Hice un débil intento por disculparme de

algo que era irremediable, pero Martin, con una ira

elegante me expresó:

—Me has arrebatado una anécdota maravillosa de mis

recuerdos. Hubiese sido una fiesta para mis sentidos.

¿Dijiste el “quinto Beatle”?

A pesar de los choques con el grupo y la gente que los

rodeaba, comprensibles hasta cierto punto, las tardes

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de composición con Paul, Ringo y el solitario Harrison

eran amenas y divertidas; hasta que algún acido

comentario de John ponía tensión en el ambiente. El

cantante solía ser mordaz en sus críticas hacia Paul y

hacia mí. Durante meses, le molestó mi presencia en

el estudio o que tomara el té con McCartney. La misma

incomodidad que sentía Paul cuando Yoko interrumpía

los ensayos de “Abbey Road” instalando una

cama para ella en el estudio. Eso, John, quizás nunca

lo sabría. Su obsesión por liderar la banda era evidente;

era el líder, pero si otra persona competía por el

puesto, prefería disolver la banda. Era él o nadie.

En una cena que organizó Peter Wilcox en su mansión

‘Beckingham Palace’, en Hertfordshire, conocí a Andy

Warhol. Wilcox era un neurocirujano prestigioso de

quien Lennon ostentaba ser amigo (cuando lo lógico

sería que fuese al revés) Era una relación fría, llena de

abrazos más interesados que afectuosos. Si se vieron

seis, siete veces en sus vidas estaría exagerando.

Nunca fui invitado al evento. en realidad, aparecí con

los Fab Four como un objeto más del staff. En un patio

interno, sentados en algo que parecía de mimbre, estaban

Bob Dylan y Harrison intercambiando un porro;

41


el americano me observaba con sus ojos entrecerrados

y rojos mientras George le susurraba al oído, quizás

contándole quien era yo y de dónde venía. Intuyo que

Dylan creyó que al Beatle ya le había pegado demasiado

el humo, por eso no me preocupé. Me corrí de

su visión, tomando una copa de champagne al pasar y

allí lo vi: el gran artista Warhol. Debo reconocer que

ver a ese hombrecito con pelo blanco de espaldas, me

hizo temblar las piernas. Mi capacidad de asombro se

mantenía intacta. Una bendición si se quiere.

Ni bien se dio la oportunidad, me presenté y le pregunté

como imaginaba el mundo en el año 2000.

McCartney levantó una ceja y esbozó una sonrisa

mientras miraba de reojo a un Ringo Starr desentendido

ya de todo, luego de varios tragos de Ron.

Lennon que conversaba cerca, muy cautivado con una

artista oriental, con orgullo aventuró: —En esa época

seré un joven de 60 años, escritor de libros para niños.

Andy me observó con su rostro de mascara y dijo:

—¿El 2000? ¡que vintage! venimos imaginándolo desde

hace 100 años. Con cada movimiento que hacemos

el futuro está avanzando. Seremos entes superfluos.

Tú por ejemplo… en el futuro tendrás 15 minutos de

fama. Todos serán famosos durante 15 minutos.

Brindamos por eso mientras él seguía mirándome fijo.

42


Nunca supe si estrenó su frase insigne esa noche, pero

sí sé que cuando volví al 2019, Warhol aún era un anciano

de 91 años.

Esa noche me dormí muy tarde pensando en Julia, en

Warhol y en que Lennon había conocido a Yoko Ono.

Una noche de noviembre de 1968, ya con “The White

Album” publicado por Capitol Records (Apple no

existiría jamás), volví al loft agotado, luego de 15 horas

encerrado en el estudio 1, siendo testigo privilegiado

de un grupo de músicos geniales, que componían bestialidades

sin despeinarse.

Preparé un sándwich y una cerveza, pero noté que había

olvidado algo en la sala. Postergué la cena y regresé

corriendo a EMI. Los autos de los Beatles ya no estaban

en el parking, pero aún quedaba George Martín

revisando grabaciones.

Entré por una puerta de emergencia y me dirigí hacia

él.

—¿George, los muchachos ya se fueron? ¿por casualidad

viste mi bolso azul?

Le prestaba mucha atención a ese objeto. Lo apoyaba

siempre en un sofá a espaldas de la consola que manejaba

Emerick. Pero no estaba allí.

—Los chicos salieron a cenar y ya no vuelven hasta

43


mañana a las 7.

Una incertidumbre surgió en mi cabeza; una extraña

sospecha. Volví a casa y descansé procurando estar en

el estudio antes de que alguno de los cuatro llegara.

Pero no fue así. Me quedé dormido y lo lamenté, porque

no pude cerciorarme si alguien había tomado mi

mochila y la devolvía por la mañana. Allí había información

sobre el futuro que podía complicar demasiado

las cosas y hacer que todo tome un rumbo diferente

al que me había planteado.

Entré al Estudio 1 y mi mochila estaba apoyada sobre

el piano, aquel donde McCartney grabaría “Let ti be”.

La llevé al baño y revisé que todas mis pertenencias

estuvieran allí. No faltaba nada, pero cuando tomé el

iPhone vino a mi mente el pequeño oso que intuía que

alguien había tomado su sopa y dormido en su cama,

en aquella fábula escocesa.

Ese día, con actitudes dudosas hacía mí, grabaron

“Real Love” y “Free as a bird”, dos canciones del proyecto

“Anthologhy” de 1996, que mostré a George

Martin, porque presagiaba que no iban a necesitar

ninguna antología en el futuro y quedarían olvidadas

en una recopilación que el mundo nunca escucharía.

Mas tarde, dos de ellos subieron a la cabina y me confesaron

su trampa: la noche anterior, mientras espiaba

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abstraído el ensayo de los Who en el Estudio 2, George

y John tomaron de mi bolso el iPhone, un artefacto en

extremo sorprendente y exótico para su entendimiento,

pero en la práctica, intuitivo de utilizar.

Lograron distraerme enseñando un tema nuevo.

—Escucha esto Robert… —anunció John— te va a encantar.

Entre tanto George, retiraba el teléfono del bolso y con

cuidado lo escondía bajo el sofá.

La canción era bastante buena y cuando terminaron

de interpretarla, George me pidió que lo acompañase

a fumar un cigarro al patio delantero.

—Tienes cara de cansado Robert... ¿porque no te relajas

un poco? Ve un rato a descansar, mañana te mostraremos

el tema terminado.

Era George Harrison el que me aconsejaba, y yo no dejaba

de ser un joven de 27 años, alucinado por ver a los

Beatles a diario y en su juventud. Asentí sin refutarlo y

me despedí de allí, sin recordar tomar mi bolso.

—Envíales a todos mis saludos, George.

Habían procurado dejar en la campera, mis llaves, que

siempre guardaba en el bolso. Un plan perfecto.

Semanas antes de lanzar al mercado, Abbey Road,

John comenzó a tocar en el piano una melodía muy

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buena, que me sonaba de algún lado.

“Just as I thought it was going alright, I find out I’m

wrong, when I thought I was right, It’s always the

same, it’s just a shame, that’s all” cantaba. La ficha me

cayó al instante y la historia del bolso se cerraba. John

y algunos cómplices más, habían escuchado tracks que

tenía cargados en el iPhone. Lennon había profanado

“That´s all”, un éxito de Genesis de 1983.

Y el resultado de aquella ratería también se vio reflejada

durante toda mi visita en Londres, con la interpretación

de algunas otras canciones.

Me molestó bastante su actitud, pero intenté no interceder,

esperando que la sorpresa desapareciera, lo

cual nunca ocurrió. Lennon además se había aprendido

los acordes enteros de “Sowing the seeds of love”

de los Tears for Fears, pieza a la que el resto se sumó a

zapar. Recuerdo también a Harrison con su acústica,

esbozando el estribillo de “There she goes”, una canción

que sin dudas sonaba beat, aun cuando The La´s

la estrenara en 1987. Geoff me preguntaba si lo que

tocaba Ringo era suyo o del futuro, mientras el baterista

ejecutaba la base rítmica de “Personal Jesus” y

Harrison lo acompañaba con la Gibson Les Paul.

George Martin y Emerick quisieron convencerme de

que, en definitiva, todo ocurría así porque yo lo había

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forzado. Si los Fab Four tenían acceso a cierta música

del futuro, nadie se enteraría de todos modos y en

consecuencia aquellos artistas nuevos, deberían componer

otras obras distintas.

Pero seguí fastidioso, sobre todo con John y George,

y frustrado conmigo mismo. Por eso decidí rebootear

una vez más los acontecimientos, volver a 1958 y de

nuevo a mi 2019, sin saber ni importarme las consecuencias

ni los cambios que podía ocasionar. La treta

de Harrison y Lennon había ido más allá de mi zona

segura con respecto a las revelaciones. ¿Qué sería de la

historia, no de la música, sino del mundo, si Los Beatles

saqueaban canciones y estilos que aun necesitaban

tiempo para desarrollarse? Quizás muchos artistas ni

siquiera tendrían el incentivo para ser músicos si la

chispa que los encendió, cambiaba su rumbo; y muchos

otros que, en el pasado real, no trascendieron, de

repente podían transformarse en estrellas mundiales.

Mi idea inicial era otra, y quería respetarla. Además,

me mortificaba el enigma sobre Julia. Una y otra vez,

despierto, en sueños, con gente o solo en un parque,

me visitaba un aluvión de pensamientos culposos.

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Tomé una decisión que cambiaría la dirección de los

acontecimientos.

El 20 de abril de 1969, disimulando enojo por lo sucedido,

me despedí de Geoff Emerick y me dirigí a mi

departamento donde tenía los ingredientes del líquido

mágico. A los 5 minutos de llegar, alguien golpeó la

puerta: era Paul McCartney.

—Ey Robert… escúchame. Todos sabemos que George

y John se equivocaron al meterse con tus pertenencias;

no lo justifico, ni Martin, ni Geoff, ni yo. pero…

—La decisión ya está tomada Paul, quiero hacer las

cosas como se gestaron desde un principio —Noté en

Paul una falsa calma: atento, pero a punto de objetar.

Se sentó en el sillón donde siempre tomaba su té

y musito:

—¡Vamos Mr. Time, tu tampoco eres un santo! Irrumpes

en nuestras vidas, cambias por completo un futuro

que solo tú conoces, pretendes moldearlo a tu manera

y que nosotros seamos títeres de tu función.

Percibí entonces como la ira empezaba a nacer en

Paul, algo que imagino habrán visto pocas personas.

—Dime, ¿acaso sabes si alguna vez conocí al amor real

y tú ahora vienes a impedir ese encuentro? ¡Y qué hay

de la banda! ¡O de mi carrera! ¡Dime si aún sigo tocando

hasta el año 2000!

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—¡Los Stones si lo hicieron! —grité. McCartney torció

la cabeza, abrió sus brazos como invocando a Dios y

con su ceño fruncido murmuro:

—¿Estás bromeando Robert? Voy hacer de cuenta que

no escuche eso.

—¡Paul, fue un placer conocerte! —Con mi bolso a

cuestas y el brebaje llegando a mi boca, observé como

Paul saltaba sobre mí como un arquero, y rozaba mi

mano en el instante en que tragaba el ungüento y me

desvanecía, transportándome hacia 2019.

***

A medida que la discográfica lanzaba los discos ya grabados

en el antiguo pasado, Los Fab Four se juntaban

en la casona de George Martin para ver y criticar el arte

de las tapas. ¡Juro que eran 4 gallos peleando! Paul

quería cambiar siempre todo: el nombre del disco, de

los temas. Escuché cosas de Lennon como “¿por qué

estás descalzo en este cruce Paul?”, y el bajista respondiendo

“¿y tú porqué tienes esa barba horrible?”

Harrison proponía tomar nuevas fotos y a Ringo le

daba lo mismo todo mientras repiqueteaba cucharas.

La lluviosa noche del 7 de julio de 1969, después de

49


empaparme los pies en los escalones inundados de la

entrada, entré a la mansión de Ringo. Con sus amigos

y el resto de la banda, celebraban una fiesta intima. El

baterista cumplía 28 años. No recuerdo la cantidad de

gente que reconocí, pero fue desde luego un desfile de

celebridades: Keith Richards, y su inseparable Mick,

no podían estar más de un metro separados. Venían

de homenajear en el Hyde Park a Brian Jones, fallecido

4 días antes. Maureen Starkey, la esposa del cumpleañero,

charlaba con la muy delgada modelo Twetty.

Por supuesto estaban Mick Love y Brian Wilson,

Roger Daltrey, Eric Clapton, Billy Preston, Loo Reed,

los actores Paul Newman y la exuberante Elizabeth

Taylor. Me mantuve retraído, tomando champagne

junto a George Martin y un arquitecto brasileño que

nos contaba sus proyectos edilicios en la flamante capital

de su país.

La tormenta cortó el suministro un par de veces, y era

Neil Aspinall quien corregía la térmica para que la fiesta

se reanudara. Uno de esos apagones me encontró en

un pasillo largo, buscando un baño para desagotar el

alcohol, cuando una voz comenzó a susurrarme. Miré

inútilmente al vacío. Pregunté quién era, pero nadie

contestó. Sabía que había alguien allí. Tanteé las paredes

para encontrar una puerta y al volver repenti-

50


namente la luz, levanté la vista y descubrí que quien

estaba a mi lado era Charles Manson, mirándome con

la cabeza inclinada y su barba desprolija. Me incorporé

como pude, quise salir corriendo, pero el terror

me paralizó. Perdí la noción del lugar y el año en que

vivía. Solo estábamos él y yo en un corredor angosto.

Hasta dejé de escuchar el alboroto de los invitados.

“Eres un tramposo” murmuró, haciendo el gesto de

que me olfateaba.

Quise despegarme de él, pero me seducía con su voz

imitando a una serpiente, “no más mentirasssss”. Hasta

que John apareció con paso colérico y se le abalanzó

ebrio sobre sus espaldas. Me liberé y salí a fumar un

cigarro con gente, en teoría, más confiable. Reaccioné

con el corazón latiendo a mil, pero sin poder entender

lo que Peter Sellers me preguntaba. Regresé a casa a

las 6 de la mañana, y volví al estudio sin dormir.

***

La discusión con Paul y el traslado abrupto a 2019,

confirmó y develó otra gran incógnita que tenía cuando

descubrí lo del brebaje y los viajes a través del tiempo:

“¿Podía incluir más gente en estos paseos alocados?”

Entonces, sobre el asfalto candente del 14 de febrero

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de 2019, con el sonido lejano de una moto, en pleno

barrio de suburbios de mi ciudad, parado con traje

azul oscuro, descalzo, despeinado y confuso, se hallaba

Paul McCartney, con 27 frescos años. Ahora se encontraba

frente a mi casa de la infancia, con la certeza

de que mis padres estaban dentro.

Por un instante nos quedamos callados, mirando a

nuestro alrededor. Paul observaba todo con la boca

semi abierta y una leve sonrisa.

—¡Cometiste una imprudencia Sir McCartney! —mi

enojo era bizarro e inconsistente. Por un lado, mi plan

se estaba bifurcando demasiado por hechos eventuales

y eso me preocupaba, y por otro lado me moría

por cruzar la puerta del chalet de mis padres y gritar:

“¡Mamá… papá, les presento a uno de los Beatles, lo

traje del pasado…!”

—¿Sir? ¿en qué año estamos? ¿en esta época ya me

nombraron Sir? —reí y negué al mismo tiempo.

—¡Paul es muy peligroso que alguien te vea! Ven conmigo.

—Llevé a Paul al quincho del fondo de casa, atravesando

el pasillo del costado. Escuché un murmullo

mientras caminábamos por el estrecho pasadizo.

—¡Chst… Juan! ¿te llevás un noviecito al fondo? Jiji.

Era Matilda, la vieja insolente y mal pensada de al

lado. Aunque le hubiese explicado quien me acompa-

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ñaba, su ignorancia le hubiera prohibido conocerlo.

Dejé a Paul sentado en un lugar atestado de imágenes

del futuro, cuadros de campeones de futbol y algunos

posters de los Beatles.

—Espérame aquí Paul… iré a la cocina a preparar la

pócima para devolverte a tu época.

Ingresé sigiloso por la puerta de atrás, con una llave

que escondíamos en el marco. Mis padres, por suerte,

dormían la siesta en la habitación de arriba.

En un frasco de mermelada metí aquella poción y volví

a buscarlo, pero ¡McCartney no estaba!

—¡Paul... ¿dónde te metiste?!

Sentí sonar un piano desde el living y salí corriendo

con el rostro pálido y la sangre hirviendo.

—¡Juan, hijo, volviste!

Sentí el apretón y la alegría de mi madre tras verme

después de no sé cuánto tiempo, pero mi mente estaba

en aclarar quién era ese hombre.

—Mamá...

—¡Que divino tu amigo! no me lo presentaste, mirá

como toca Yesterday en el piano…

Abrasé a mamá para disimular y otro poco porque la

extrañaba y me dejé llevar por el momento. No dejaba

de ser un instante único, a pesar de la realidad.

—Él es un amigo del campus —improvisé— Tiene una

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banda tributo a los Beatles…

—¡Ya sé! él hace de Paul.

—Si mamá, ¿cómo te diste cuenta?

Reímos juntos y ella terminó cantando la última estrofa

con el McCartney real, que lejos estaba de ser un

reemplazante.

Postergamos la invitación a tomar el té y nos dirigimos

de vuelta al quincho. Antes me despedí de mamá

por tiempo indeterminado y lamenté no preguntarle si

había noticias sobre Julia. Consumí esa asquerosidad

tomando de la mano a Paul y pensé en mi apartamento

de Londres, el 20 de abril de 1969. Allí estábamos

de nuevo en la empresa más ambiciosa de la historia

de la música.

Llegamos intactos y sin grandes cambios aparentes,

salvo las típicas manchas en las manos y la cara que,

en el bajista, también fueron muy evidentes.

Transcurrido aquel altercado, volvimos a EMI.

Al parecer, y solo para nosotros, la odisea de ir hacia

el futuro, había durado solo 1 hora. Pero lo más sorprendente

fue el recibimiento que le dieron a Paul, los

músicos y el productor. Todos corrieron a abrazarlo.

Nuestra aventura, para los de 1969, ¡había durado 2

meses!

54


Y allí reviví uno de los grandes mitos de la cultura pop.

—¿Paul, qué te pasó en la piel? tienes manchas extrañas…

y tus orejas se ven diferentes. George Martin

examinó a McCartney como lo hace una madre luego

de que su niño tropezó en la tierra. Ringo rodeó al bajista

en un círculo perfecto, sin dejar de observarlo con

detenimiento. El cuello de Paul no podía girar en 360,

pero hizo el intento.

—¿Qué pasa? ¿qué hay de extraño conmigo? ¡Soy

Paul, estoy vivo!

—¿En serio?, —respondió su amigo John, soltando

una carcajada— porque el mundo anda diciendo otra

cosa.

Intuí la confusión y me apuré a aclarar que habíamos

viajado al futuro solo 1 hora: “Fue un accidente…”

—Aquí fueron 2 meses de incertidumbre para todos y

sobre todo para la prensa mundial.

Harrison hablaba poco, y aportaba sus pensamientos

siempre con un tono tímido.

—Nos estuvieron acosando día y noche —agregó

Lennon.

—Escucha Paul… —Martin nos invitó a sentarnos y

pidió a Neil, bebidas para todos —un tal Wallance y

Jills Templeton, ambos miembros de Scotland Yard,

presentaron hace unas semanas, un documento que

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confirma tu muerte.

Martin me miró con rostro ceñudo cuando insinué

una leve sonrisa…

—Dicen que tuviste un accidente automovilístico,

donde el coche en que ibas tú, fue embestido por un

camión en el cruce de Abbey Road y Belsize Road, en

el norte de Londres.

Todas las miradas apuntaron hacia mí, buscando una

explicación rápida, al suponer que yo sabía “todo”.

—Estuvimos juntos todo el tiempo; no se alarmen, no

hubo ninguna muerte. ¡Les devuelvo al verdadero!

—Si estuviera muerto, —me cortó McCartney— yo sería

el primero en enterarme. Así que, no hay más nada

que explicar… soy yo, Paul.

Lo cierto era que George Martin, que no apoyaba la

decisión de abandonar los recitales, había arreglado

una onerosa presentación para la BBC. Al no poder

cancelar el show por las publicidades vendidas, enseguida

propuso un sustituto de Paul. El elegido fue

el bajista canadiense Billy Shears, también conocido

como William Campbell, con quien Paul guardaba un

gran parecido. Nadie sabía que ese, no era el verdadero

McCartney.

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Y fue a propósito del rumor global que la prensa inglesa

analizó y encontró una serie de supuestas pistas en

las portadas de los discos, en las que sembraban las

dudas de si Paul estaba vivo o lo habían reemplazado.

—Fueron solo especulaciones y material para crear

el mito entre los fans —dije. Aunque con cambios, la

anécdota se repetía. El pasado también tiene memoria.

En diciembre del 69 los Beatles grabaron por fin 4 demos

nuevos. Lennon aportó un mid-tempo pop titulado

“Covert Slavery”, que me recordó a “Working class

hero”, y “Bad dream”, una balada melancólica y testimonial,

dedicada a su madre (años más tarde, saldría

a la luz “Mother”, aunque sin tener que componerla).

Paul compuso “Tomorrow Home”, una exquisitez de

varias partes que me sonaba mucho a Wings; y George,

parodiando a su “Here comes the sun”, escribió “Here

comes the rain”. Sentí escalofríos cuando la escuché.

Otra tarde, Ringo nos mostró la maqueta de un tema

bastante rockero al que tituló “She’s my lover”. Una

pieza que reconocí en los inicios del 2000. Ringo sin

que nadie lo sepa (salvo yo) se estaba adelantando a

su época.

57


El cambio de década significó un volantazo a mi objetivo

principal, que era mantener viva a la banda. En

cambio, fue fiel a la historia que yo conocía: Los Beatles

querían separarse. El inconveniente más grande e

ineludible era que ya no tenía más material ni discos

que mostrarles. Eso Martin lo sabía. Evaluamos utilizar

el material nuevo pero la cosecha era pobrísima.

Desde hacía tiempo, salvo Ringo que siempre era neutral,

los tres restantes miembros se llevaban pésimo.

La fuerza de la historia imponía su dictamen. En algún

momento la banda más grande del mundo, en su

instancia musical más notable, tenía que finalizar. Ni

siquiera alguien que manipulara el tiempo y espacio,

como yo, podía reprimir esa energía arbitraria.

El 8 de mayo de 1970 las casas de discos vieron como

las multitudes reclamaban “Let it be”, el último disco

editado.

Harrison reparó en la tapa:” Ni ayer ni hoy, podríamos

sacarnos una foto juntos. Pero todas las cosas deben

pasar”

Comenzaron a tomar rumbos opuestos, a no hablar

más entre sí, ni a juntarse para planificar el futuro del

grupo. Las diferencias creativas y personales eran insalvables.

El primero en dar un paso al costado fue McCartney y

58


el resto lo siguió.

—Yo ya estaba afuera hace tiempo —aseguró Lennon

que afloraba su pico de vanidad.

Harrison, que ya me había comentado sobre su álbum

solista, propuso un último recital en un lugar íntimo,

para poca gente.

Presté especial atención a lo que venía cuando

McCartney sentenció: “Prefiero despedirme de la gente

que compra nuestros discos, en un recital al aire libre,

gratis, donde todos puedan escucharnos”.

—Pero en la calle no se puede, no les darían permiso

para cortarla —dije, queriendo forzar otra opción.

—Entonces toquemos en la terraza de algún edificio

—dijo Ringo y nadie se opuso a su loca idea.

Luego del show en la azotea de EMI (Apple ya no existía

en el nuevo pasado), donde tocaron los poco ensayados

cuatro nuevos temas, me replanteé mi estadía

en 1970. Había vivido en aquel Londres durante 4

años. 4 alocados años de convivir con mis más grandes

ídolos, de compartir lo inimaginable. También de

sufrir por la desaparición de Julia: quería verla con

vida; de no ver a mi familia, de intentar cambiar un

destino intocable. Cambiar la dirección de la banda y

pretender darle valor agregado había sido una empre-

59


sa irrealizable, utópica.

El 25 de mayo de 1970, me despedí de la ciudad, sin

avisar a nadie mi marcha. Tragué aquella basura de

líquido e imaginé mi casa, unos instantes después de

mi visita con Paul, en 2019

Sin saludar a mis padres, subí acelerado y me encerré

en mi habitación.

Antes de meterme de lleno con el misterio de Julia,

busqué arrebatado un libro. Tenía una duda, un temor…

Escuché el grito mi madre: ¡¿Juan, estas ahí?! ¿volviste

hijo?

Llevé mi mano a la boca instantáneamente, como si

no pudiera callarme solo. El viaje en el tiempo me seguía

ocasionando problemas. Sentí mis labios resecos

y en mi dentadura faltaban muelas. ¿Las había perdido

en el camino? Encontré “John Lennon: The life”

el libro de Philip Norman en mi repisa Beatle. Antes

de buscarme en el índice onomástico, abrí el último

capítulo, que se llamaba “NEW YORK, ÚLTIMA PA-

RADA” y allí estaba: en página derecha, completa, la

imagen del miserable, el despreciable Mark Chapman.

Mis padres golpearon la puerta:

—¡Juan sabemos que estás ahí, abrinos por favor!

60


¿qué te pasó?

Pero no podía salir, tenía que hacer algo por mi amigo.

Revisé en la mochila, que alguna vez me habían robado

él y Harrison y en el bolsillo lateral, encontré un

frasco con el líquido repugnante.

—¡Vamos a tirar la puerta abajo Juan!

Mi madre no me daba opción: me calcé la mochila

y tragué mi poción mientras mi padre derribaba la

puerta con una patada y veía como me convertía en

un fantasma.

Imaginé un 8 de diciembre de 1980 por la tarde, en la

vereda del edificio Dakota de Nueva York. Costó representar

ese día sin su famoso hecho trágico, pero no

me hubiese servido de nada llegar en el instante en

que las balas traspasaban el cuerpo de John.

Me materialicé cerca de un poste de luz en la esquina

de la 72 y Central Park west. Hacía mucho frío, detalle

en el que no había reparado, a pesar de haber leído

cada detalle del asesinato de Lennon. Con la lengua

noté más dientes flojos y percibí un poco rígida la

mano izquierda. No podía seguir haciendo estos viajes

por mucho tiempo. El cuerpo recibía deterioros cada

vez más complejos, y no quería averiguar cuál era el

límite. Pregunté la hora a una mujer: las 16:45 pm.

61


“John ya firmó autógrafos hace un rato” me confesó.

Comencé a caminar hacia la entrada del edificio sobre

la calle 72, mirando con sigilo la presencia de fans

y con el pánico de ver en vivo a Chapman. Recuerdo

que, en el antiguo pasado, el que yo conocía, él estaba

allí por la tarde, junto a otros curiosos, esperando

para que le firme el “Double Fantasy”, pero teniendo

en cuenta los cambios en cadena que habíamos provocado,

ignoraba si él ya había estado allí, qué disco

querría que le firme (si es que había un disco) e incluso,

qué hacía Lennon en New York.

A pesar de mis idas y venidas por las épocas, aún me

fascinaba la experiencia visual de contemplar las modas,

los coches y hasta la forma en que la gente se

“movía” por el mundo. Todo era más casual que en

los sesentas; hombres y mujeres procuraban lucir más

sexys, con esos looks deportivos; jóvenes que se adueñaban

de las calles, saltando en un skate o tan solo

manejando en una bici con calcos flúor. En el futuro

se vería cada vez menos.

Para ese entonces ya eran las 18:50 pm y yo no dejaba

de andar de esquina a esquina. hasta que lo vi venir:

llevaba pantalones verdes, un suéter, y un abrigo largo

y una bufanda verdes. También llevaba un revólver

Charter Arms .38 oculto en el saco. Eso lo sabíamos

62


solo él y yo.

Cerca mío, revoloteando nervioso, estaba Paul Goresh,

aquel fotógrafo apodado el “fan bueno”, quien tendría

el orgullo de tomarle la famosa foto del cantante firmándole

el disco “Double Fantasy” a Chapman. Esa

imagen quizás ya no existiría en el futuro y Paul Goresh

sería más difícil de encontrar en Google.

La figuración de Chapman disparándole a Lennon y

este cayendo abatido en el piso, me llegaban como impulsos

eléctricos. Cobré conciencia de que aquello era

cierto, que había sucedido y de que dicho desenlace

era posible, pero también comprendí que, ese momento,

aún no había llegado. Miré alrededor, sentí el

ímpetu de un aire sofocante y eché a llorar.

Disimulé mis lágrimas y rogué a Dios no ser visto por

Chapman, lo cual era difícil porque no éramos más de

diez personas en un espacio reducido. Me daba repugnancia

siquiera entablar un diálogo con él.

Tenía su disco preparado para desenfundar y un arma

con la que pondría su firma en la historia.

Comenzó a oscurecer y pasadas las 22 hs., un coche

estacionó en las inmediaciones del edificio. Un chofer

le abrió las puertas a la pareja que todos esperábamos:

Yoko se adelantó unos metros sin mirar atrás y

John caminó despacio, observándonos. Fue ahí donde

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me di cuenta de que no tenía ni un mísero plan para

frenar el asesinato. ¡Nada! La situación me había dominado.

Contemplé entonces tirarme encima de John

o avisarle al policía que alguien estaba armado, pero

nada de eso ocurrió. John intentó seguir a Ono, cruzó

mirada con otro fan que lo esperaba desde la tarde,

pero Chapman con su objetivo intacto, le gritó:

—¡Mr. Lennon!... ¡Mr. John Lennon!

Pero luego de un destello, alguien detrás suyo dijo:

—¡Maldito Chapman!

Este se detuvo temblando, con su furia ahogada y Julia,

embadurnada del engrudo mágico, se acercó serena a

Mark, lo tomó por el hombro y le susurró durante un

minuto. Fuimos testigos de un suceso ridículo, en el

que un individuo ya decidido a embestir a balazos a su

ídolo, era persuadido por una joven embadurnada con

harina y huevo.

Me acerqué a John, que no tuvo tiempo de reconocerme

y, como si se tratase del final de una película en

donde ya nada malo puede suceder, vimos como Mark

Chapman, estadounidense de 25 años, le entregaba en

secreto, su revolver a Julia. Caminó unos pasos marcha

atrás, observándola, contemplando la escena, despidiéndose

del incidente que le hubiera cambiado la

vida. Se fue cruzando la avenida y se perdió en el Cen-

64


tral Park. A su paso, dejó caer el disco de vinilo que

John le había firmado por la tarde. Decía: “Para Mark,

mi querido fan... John Lennon”.

Corrí a abrazar a Julia tan fuerte que no pude ver a

John vivo, entrando al edificio, una imagen que fantaseé

tantas veces. Logré escuchar al policía de la garita

darle sus buenas noches a Sean.

Entonces comenzamos a resolver algo que no tenía explicación:

—¿Se puede saber porqué estás acá Juan, qué es todo

esto?

Me eché a reír de la felicidad de verla y de su pregunta.

—¡Estoy feliz de volver a verte, amiga!… tengo mucho

para contarte, pero no entiendo como llegaste vos a

este día, viajando por…

—¡No sé! estábamos en la universidad, me tiraron esta

porquería y aparecí acá.

—¿Cómo es que... —señalé el lugar donde apareció —

tuviste esa calma para hablarle a Chapman?

Julia no dudaba nunca, te decía todo con firmeza y seguridad.

—¡Juan! Por más inverosímil que parezca, si veo a

John Lennon y a su asesino, así sea una obra de teatro,

voy intentar salvarlo. Eso hice. Después vienen los

“como” y los “porque” y….

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—Jaja, no lo puedo creer y ¿qué le dijiste?

—Secreto profesional. ¡Soy una Psicóloga recién recibida!

Volví a reír y ella con un gesto de sorpresa, notó que

mi dentadura era la de un viejito de 80.

—O sea que Chapman fue tu primer paciente….

—Mis primeras veces son inolvidables —dijo y se volvió

al policía para dejarle el revolver de aquel individuo

anónimo. También le habló al oído y el uniformado

asintió como si fuese una orden recibida.

—Le dije que esté atento a los fans de John.

Comenzamos a caminar hacia la avenida Columbus.

Nos sentamos en la vereda y nos miramos durante minutos,

sin hablar, quizás shockeados por lo de recién.

Yo soñaba una noche así, perfecta como esta: Julia y

Lennon seguían vivos.

—¿Qué recordás haber visto por última vez cuando te

arrojamos ese líquido? —pregunté.

—Te miré a vos, que tenías puesta tu remera de “Maldito

Chapman”. Me quedó esa frase en el inconsciente,

y cuando lo vi, le grité eso mismo.

Sonreí, afirmando mi ingenuidad.

—¿Cómo no pensé en eso? Viste mi remera e imaginaste

a Chapman disparando… Julia me interrumpió:

66


—¿Por eso estoy acá? ¡Mi familia debe estar desesperada!

Hacía diez minutos, Julia estaba en 2019, en una plaza

de la Facultad, festejando su título.

—¡¿Cómo vamos a volver Juan?!

Aún tenía embadurnada su ropa del compuesto mágico.

Y sobre todo su cara.

—Tenés la respuesta en tus labios, Julia… —como romántico

era patético, pero me acerqué a ella como

nunca antes me había atrevido.

Me encontraba en New York, 29 años antes de conocerla,

en una noche más en la vida de John Lennon,

feliz porque que ahora tenía toda una vida por delante.

Abracé a Julia y nos besamos como Yoko y John en

la portada del “Double Fantasy”. Consumí un poco del

mejunje de su boca e imaginé la fecha y el lugar exactos

para presentarnos detrás de la gente que festejaba

su graduación. Disimulamos… pero nuestras vidas habían

cambiado para siempre.

Esa noche de 2019, con Julia dormida en mi cama,

pasé la madrugada, Googleando la historia de la banda:

No existan canciones, ni discos nuevos, diferentes

a los que yo conocía en el antiguo pasado. Mi nombre

era difícil de encontrar, salvo en foros de fanáticos

67


acérrimos donde se elucubraba, además de la muerte

de Paul, sobre un hombre misterioso, que ensayaba

con ellos en Abbey Road y a quien los Beatles en confianza

llamaban Mr. Time.

***

Podía ir las veces que quisiera, pero decidí reencontrarme

con ellos por única y última vez y elegí un evento

insuperable: El Live Aid del 13 de julio de 1985. Esa

tarde, mientras David Bowie terminaba su show con

“Heroes”, sorprendí a mis viejos amigos en el

backstage improvisado del estadio: ¡No podían creer

que siga igual que hace 15 años! Paul me estrechó la

mano durante un rato largo y me saludó conmovido

—Que gusto verte Robert, veo que mantienes tu juventud

intacta. ¡Hoy será una noche irrepetible! Desde

nuestro recital en el Shea Stadium, no tocábamos

para tanta gente.

Conocía de sobra el Live Aid, pero el que yo había visto,

tenía a Paul solo, haciendo “Let it be” con problemas

técnicos y un coro deplorable a su lado. Eso, ya no

era ni pasado; en realidad no existía.

Pero no viajé solo esa vez:

—Ella es Julia mi novia. Ellos son…

68


—¡Seguro que no necesitamos presentación! —me interrumpió

McCartney, feliz—. Nosotros la recordamos

también, la nombrabas todas las noches, sobre todo

cuando nos pasábamos tomando hasta el amanecer

con Geoff y los chicos.

Julia estaba deslumbrada. Amagó a sacarse una selfie

con ellos pero preferí llamar al fotógrafo del evento.

Los iPhone ya habían traído algunos problemas en el

pasado.

Nos presentaron a Stuart Sutcliffe, un viejo amigo de

John que había sido bajista y a quien consideraban “el

Beatle perdido” Nos estrechamos las manos y me regaló

una sonrisa afectuosa. En el antiguo pasado, Stu

había muerto a los 21 años, unos meses antes de lanzar

“Love me do”.

“Bendito brebaje mágico” pensé.

—¿Recuerdas las canciones que hicimos durante tu visita

en los sesentas?

Las había olvidado por completo. Me sentía un fracasado

en esa tarea y preferí quedarme con aquella increíble

experiencia.

—Esas canciones no nos pertenecen, —continuó Harrison

con su flamante bigote ochentero— ¡son tuyas!

Paul me entregó una cinta casera y unas hojas con las

letras y los acordes de catorce obras. Las había escrito

69


la noche anterior. Una memoria inhumana.

Siendo poseedor de un disco inédito de los Beatles, y

por sugerencia de los tres, formé en 2019, una banda

con mis mejores amigos. Regrabamos ese único álbum

con las catorce canciones que los de Liverpool habían

compuesto en su lucidez creativa.

Esa vez Harrison me insinuó que llamara al disco

“Daydream”: “lo que fueron aquellos años de fama

imposible y chicas gritonas” aseveró.

Y Paul señalándome cómplice, agregó:

—Tu banda podría llamarse London, ¿no te parece?”.

Quise agradecerles, pero los nervios me ganaron de

mano y Ringo tomándome del hombro, se adelantó:

—No sé qué cambiaste pero que hoy estemos juntos,

tocando y sembrando el mundo (así era el slogan del

concierto), es quizás también mérito tuyo. Se dio vuelta

para tomar sus palillos, pero aún le quedaba una

pregunta:

—Quisiera que me cuentes algo que tu recuerdes de tu

antiguo pasado, y que nosotros no vivimos…

Contesté con una revelación que ya no tenía sentido

ocultar:

—Hubo un viaje a la India en el 68, del cual Uds. volvieron

bastante decepcionados, pero…

Harrison asintió y con una mueca de decepción me culpo:

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—Siempre me atrajo la India… ¡sabía que tenía que ir!

Pero, ¿quién iba a acompañarme? —largó su risa ronca.

—No cambié casi nada, en absoluto —les respondí—

La historia se repitió tal cual yo la conocí.

Nos dimos un abrazo los cuatro. Como nunca lo habíamos

hecho en los aquellos años de post-Beatlmania.

***

John Lennon había llegado al evento sobre la hora y

con el resto del grupo ya sobre el escenario, Freddie

Mercury me anunció qué era lo que me pedían Paul y

la banda.

—¿¡Dónde está John?!, ¡ve a buscar a John! —Paul me

llamaba desesperado porque pensó que Lennon venía

atrás suyo y sin él, no podían arrancar “Revolution”, el

primero de los nueve temas que tenían pactado para el

gran cierre del Live Aid. Corrí hacia el camerino chocándome

a los músicos que ya se habían presentado y

que seguían deambulando por ahí.

Toqué la puerta y como nadie contestó, la abrí con violencia.

En el medio de la pequeña sala estaban John, Yoko y

el pequeño Sean, abrazados. Al costado, Julian y su

madre Cinthya, su primera esposa.

71


¿Podía ser testigo de algo tan maravilloso? Aun podía

recordar al mundo conmocionado por el asesinato,

pero también a Julia desarmando a ese idiota. Por eso

cobró tanto valor verlos unidos.

Lo cierto es que no había podido estimular musicalmente

a los mejores Beatles, a crear nuevas composiciones,

pero esa imagen valía más que mil discos. Era

mi logro personal. Y el de Julia.

—John, el resto ya salió —le dije intentando no romper

la intimidad.

Se apuró y yo también recibí su afectuoso abrazo en el

pasillo.

Saludó con un beso en la mano a Julia y le dijo:

—Sospecho quién eres tú, creo que tienes con tu nombre

una bella canción, ¡que yo nunca compuse!

Así era el ácido pero intuitivo Lennon. Le deseé buena

suerte, pero antes de correr al escenario, se descolgó

algo que, en su momento había devuelto a la corona

británica: La medalla de Miembro del Imperio Británico,

que la Reina Isabel les entregó en 1965.

—Toma colega, esta moneda te queda mejor a ti. En

definitiva, tu también eres un Beatle. —Enmudecí

como la primera vez que lo vi en persona.

Uniformado con un jean, saco negro de hombreras y

72


unos Ray Ban de aviador, tomó su Epiphone Casino y

volvió a juntar, luego de quince años de inactividad,

al grupo que había fundado como The Quarrymens.

Era la reunión más esperada de la historia del rock. Yo

tenía algo de culpa, y estaba orgulloso de eso.

Entendí que la grandeza de los cuatro estaba en su

música y en el cambio cultural que provocaron. Ese

fue su legado más valioso. No había persona ni fuerza

que pudiese alterarlo. Por lo menos en aquella época.

Hoy, el grupo más importante del mundo está vigente,

de gira por el mundo. Lennon y McCartney siguen

subiéndose la vara el uno al otro y esa es, en definitiva,

mi gran victoria. Ringo es un engranaje importantísimo

en el grupo, aportando música propia, más que

nunca, y Harrison… ya no necesita demostrar nada

para que lo llamen genio.

Desde 1985 hasta hoy, han lanzado discos maravillosos,

y el mundo se mantuvo casi igual al que yo recordaba.

De todos modos, ¿qué les puedo contar yo, que Uds.

no sepan?

73



HACE TANTOS AÑOS...

Don Julio salió apurado, olvidó su abrigo; lo

necesitaba porque no estaba bien de salud y cualquier

vientito fresco lo ponía de cama. El cielo estaba oscuro,

nublado, siempre amagando a llover. La habitación

donde dormía estaba siempre encharcada si

afuera había temporal. “Un día de estos me subo y lo

arreglo”, decía. Lejos estaba siquiera de arrimar la escalera.

El hombre ya estaba grande, tenía ochenta y ocho.

Había quedado viudo a los sesenta y siete. Vilma, su

mujer, había fallecido por un descuido de su doctor.

Al realizarle una operación con una jeringa sucia, se

le produjo una infección grave. Murió de tétanos. No

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eran épocas de descartables. Don Julio, no tenía consuelo:

solo y sin hijos.

Pero ese día, atravesados ya varios viudos inviernos,

sintió ganas de volver al viejo bar. Hacía mucho que

no se tomaba algo con los “pibes”.

Entró con miedo, mojado hasta los huesos; no reconoció

a nadie. Había una mujer sentada en una esquina,

mirando a la calle y un mozo que servía cafés no se

sabe a quién. Se sentó en una mesita, observando que

todo estaba intacto, tal como él lo había visto veinte

años atrás. “Un cortado”, pidió, levantando su brazo

derecho. Nadie le prestó atención. “¡Un café por favor!”,

insistió. Nada.

De pronto, las puertas del boliche se abrieron de par

en par dejando entrar algunas gotas de lluvia y viento.

El individuo que entró era también un anciano. A Don

Julio le pareció conocerlo. ¿De dónde?, pensaba.

¡Ernesto!, era Ernesto, compañero de truco en el bar

“El Santo”, donde se encontraban en ese momento.

—Che, Ernesto... ¿qué haces?, —comenzó a reír Don

Julio, mezcla de nervios con felicidad.

El tipo no emitió sonido alguno, aunque dio a entender

con un gesto instintivo que lo había escuchado. Pidió

un vaso de vino, que el barman sirvió con un pingüino.

Hablaron dos minutos, cuando Ernesto se levantó y

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mirando fijo a Don Julio, se encaminó hacia su mesa.

—Julio, te estuvimos buscando por el barrio durante

años, nunca te ubicamos, y vos tampoco volviste.

Don Julio no entendía la forma repentina con la que

su amigo le hablaba después de tanto tiempo, menos

razonaba lo que le decía. Pero ¿cómo podía ser posible

que nadie lo encontrara? si él vivía a tres cuadras del

negocio desde que tenía quince años.

—Pensamos que te habías mudado, incluso Jorge juró

haber estado en tu funeral.

Ernesto parecía franco, su tono de vos demostraba entre

seriedad y resignación. Don Julio estaba verdaderamente

azorado, era una confusión o una broma de

mal gusto.

—No sé qué decirte Ernesto, te pido perdón.

Don Julio salió del local, saltó un pequeño charco y

cruzó la calle. Se detuvo a mirar el viejo edificio desde

la vereda de enfrente. Una mujer con un paragüas negro

lo protegió del diluvio.

—Venga Don Julio, ¿para qué lo mira?, si el viejo bar

cerró hace tantos años...

77



ACTUS MORTIS

Aquella madrugada había llovido como nunca

en el distrito de Watford. La tarde ya estaba más serena

y la gente empezaba a dar la cara en las veredas y

las tiendas. Ahora el sol amagaba con irse, dejando un

manto ocre sobre todo lo que uno podía ver. EI invierno

recién golpeaba la puerta y Navidad ya había sido

celebrada. Año Nuevo todavía no. Esperaba.

En la 76 Oeste, parado sobre la vereda, con la presencia

atildada, Braulio Middleton no podía ver demasiado.

Entraaa...

Desde allí espiaba, por encima de la altura de un paredón,

el patio principal de aquel caserón antiguo.

Necesitaba levantar muy sutilmente sus pies para lograrlo.

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En un costado, un cartel rezaba “DESPACHO DEL SR.

MAUREEN SAVILLE”. y más allá, la lúgubre reja de

entrada, entreabierta, le dejó apoyar la pierna izquierda

y cómodamente, permitir que asiente su persona

dentro del parque.

Ven aquiii...

Una vez allí las sensaciones eran lo más parecidas a lo

que había imaginado, teniendo en cuenta la insistencia

de aquel susurro que le pedía entrar.

Estaba todo listo, después de semejante atrevimiento,

solo quedaba encaminarse hacia la puerta. Pero no lo

hizo. La realidad le mostraba un camino incierto.

Ahoraaa…

¿Era la voz de un hombre? Braulio, nervioso, impaciente,

se tornaba indeciso. Los rayos solares que atravesaban

la arboleda del jardín le pegaban en el rostro,

ese rostro que dejaba ver un cargo de conciencia (quizás

porque presentía la magnitud de lo que iba a ocurrir).

El viento del atardecer, el fresco aroma del césped

aun mojado, y los ojos fijos en la puerta de aquella

mansión, formaban parte de la curiosa imagen que

mostraba situaciones tan opuestas como la quietud

del ambiente y el desenfreno mental del protagonista.

Con elegante sutileza dio el segundo paso desde que se

80


situaba allí. A pocos metros suyo, como un silencioso

testigo de lo que acontecía, se encontraba un impredecible

enano de jardín, uno de esos que nada dice pero

que todo insinúa.

De repente, aquella puerta pesada se abrió y un rumor

surcó el aire en forma de remolino y se desvaneció.

Por favooor, entraaa..

Con el menor sentido de peligro corrió a ingresar a

la casa antes de que la puerta lo deje nuevamente sin

chances.

Una vez dentro permaneció quieto durante unos segundos

y respiró hondo.

—¿Y ese suspiro? —se escuchó en esa desolada y oscura

recepción.

—Fue mío —aseveró Braulio aterrorizado.

—¿Quién es “mío”? —respondió alguien inmóvil, sin

dejar que Braulio pudiera verlo.

De pronto una luz se encendió y el asombro mutuo

paralizó sus rasgos. No se conocían, pero, uno estaba

parado en su hall con un extraño y el otro, era “invitado”

absurdamente por un murmullo.

Disimularon la encrucijada y se presentaron casi al revés.

—Tu eres Braulio, mucho gusto.

—Y tú eres Maureen… lo leí en el cartel.

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—No, soy Gaspar, mucho gusto también.

El dueño de casa hizo el gesto de invitarlo a pasar a la

biblioteca.

—Toma asiento Braulio, ya estoy contigo. ¡EGO IAM!

Gaspar era un hombre escuálido, de pelo blanco y

cara angulosa. Llevaba puesto, como único atuendo

aparente, una bata roja de pana. Tan larga que solo

dejaba ver unos zapatos marrones de punta cuadrada,

y cuero agrietado.

Braulio notó que el interior de aquel despacho era,

quizás el único ambiente iluminado del caserón.

Era un lugar frío, y olía a humedad y tabaco. La totalidad

de las paredes estaba cubierta de libros. La excepción

eran los dos ventanales gigantes y la puerta. La

misma en la que observó como un animal maloliente

que no supo reconocer a simple vista, lo amenazaba

con su mirada.

Una gota de sudor helado nació en un instante ínfimo

desde su sien...

—¡Gaspar! —. Era un grito ahogado, tímido. —¡Gaspar,

aquí!

Braulio divisó una canasta con galletas en una mesa

ratona frente a él. Se estiró con cautela intentando ser

amable con esa cosa, y se la revoleó hasta caer cerca

de sus patas delanteras. Fue peor. El animal la olfateó

82


y comenzó a gruñir y a vociferar un sonido que no era

precisamente un ladrido.

—¡Ciro! —Gaspar apareció con una bandeja de plata

que contenía 2 tazas y una tetera.

—No le tengas miedo y, ¡DEDISSE IUVET! disculpa

por no avisarte.

Braulio se secó la gota que, para ese entonces, ya estaba

en la barbilla.

—Ciro es mi fiel Unígalo —dijo el delgado anfitrión—

Es un ejemplar de los Mánidos, una raza oculta al

grueso de la humanidad.

Gaspar sirvió dos tés. —¿Cuántas de azúcar?

—Ninguna. ¿Cómo es que nadie conoce un animal así?

—Son extremadamente caros —aseguró Gaspar— Pagué

por él 7 millones de libras. ¡HOC EST A MAG-

NUS! Quedan solo 27 en el mundo. Además, huelen

mal, siempre. Pero… son simpáticos.

Braulio dio un sorbo al té que estaba por demás caliente

y lo apoyó de nuevo. Sintió curiosidad de saber

porque estaba allí sin que nadie lo invite.

—Gaspar, ¿cómo es que...?

—¿Te traje hasta aquí sin que te des cuenta?. Sin que

lo razones, digamos.

—Explícate.

—Poseo un extraño hechizo, con el que involuntaria-

83


mente ¡MENDACIUM! y mediante frases dichas sin

discernimiento, realizo una invocación a Lucenda… la

amante de Lucifer.

Braulio advirtió que ahora la gota salía del otro costado

de su frente.

—Me entrevisté con médiums, chamanes, sacerdotes,

pero ninguno ¡OCCISO FRATRE! pudo resolver mi

problema.

Hasta que visité, como última opción a Jistra, un viejo

amigo de mi padre, que me enseñó un libro: “Seguro

que aquí encontrarás la solución a tu dilema” me dijo.

Era el Actus Mortis, un antiquísimo manual griego,

que en el capitulo IV, transcribía un extenso enunciado

capaz de… devolverle la vida a este Demonio.

—Es decir, que con cada frase que dices, formas…

—Completo una expresión entera. Así es.

Braulio no disimuló su asombro, y buscó entre sorbos

de té, su próxima pregunta. —¿Cuándo ocurrió…?

—A propósito… ¿qué te parece este lugar, cómo te llevas

con la literatura? Gaspar había terminado su infusión

y a continuación prendió un grueso habano. “Si

no te molesta” se excusó.

—Casualmente soy profesor de literatura y un lector

constante, podría decirse. Me gustan los clásicos…

Flaubert, Allan Poe, Lovecraft, Scott, Elliot.

84


—Paso mis días aquí —interrumpió Gaspar—, leyendo

¡ERO NUMMORUM! y aspirando buen tabaco. Me

gustan mucho las autobiografías. Ayer comencé esta

de Puger: “El impostor tras el muro”, es por demás

seductora.

—No conozco al autor —anunció Braulio y se adelantó—,

pero continúe con el relato del libro de su amigo.

—¡Ah, sí! decía que el Actus Mortis explica como terminar

con el hechizo ¡NULLUM CRIMEN SCELUS! y

por consiguiente con la agonía. La forma y el momento

exacto.

—Y como se debe… es decir ¿qué puedo hacer yo para

ayudarle?

Gaspar relajó su espalda, apagó el habano y mirándolo

por encima de sus lentes declaró:

—Necesito que acabes conmigo la noche del año nuevo,

exactamente a las 11:59 cuando muere el año viejo.

Mi alma se purificará y renacerá limpia en un nuevo

ente.

El visitante observó perplejo al dueño de casa y tosió

nervioso y turbado…

—Quisiera suicidarme, pero, me falta coraje. Si lo haces,

a cambio te daré mi fortuna y esta mansión. Y Ciro

mi Unígalo, será tu fiel mascota, además.

El sujeto arrojó un portafolio a la mesa y agregó:

85


—Allí tienes mi testamento, léelo. Esta firmado por

mí, solo falta tu rúbrica.

Braulio se apartó de cualquier respuesta veloz.

—Déjeme pensarlo...

—¡Ja!, vamos amigo —manifestó Gaspar— ¿qué cree

que lo trajo por aquí? ¿sintió usted la fuerza que lo sedujo

a entrar a mi patio y luego a la casa? Vi su rostro

enajenado, espiando por encima del muro. ¡Siga sus

instintos, varón!

—Es cierto, durante un tiempo pensé que la casa me

llamaba cada vez que deambulaba por su vereda.

—Entones, Braulio présteme atención: el 31 de este

mes, yo estaré en el 115 de Terence Road, muy probablemente

acompañado de una mujer y un niño. ¡Ignórelos!

Entre por la puerta del frente, estará abierta y

sin vacilar, ni mediar conversación, realice tres detonaciones

sobre mi pecho.

—¿Qué ocurriría si llegase retrasado o no lograra consumar

el crimen?

—¡Lo hará! y sea puntual, por favor. El Actus Mortis

es claro en su instrucción. ¡ET NON DOLEBANT ET

USQUE IN AETERNUM! ¿Lo ve?… ¡cada vez es peor!

Antes de que Braulio se retirase, Gaspar, imperturbable,

le entregó el arma: una “Smith & Weeson” modelo

American de caño largo, envuelta en un paño de ter-

86


ciopelo.

—Cuando acabes conmigo, vuelve aquí, toma el portafolio

y ve en busca de mi abogado, Gordon Pierce.

Aquella noche en que Braulio cruzó la reja para volver

a su hogar, llovía como nunca en el distrito de Watford.

La gente empezaba a ocultar sus caras y en las

veredas y las tiendas ya no había nadie, Ahora la luna

llena amagaba con quedarse, dejando un manto fantasmal

sobre todo lo que uno podía ver. EI invierno

recién golpeaba la puerta y Navidad ya había sido celebrada.

Año Nuevo todavía no. Esperaba.

Como Gaspar sus tres impactos.

Parado sobre la vereda, con la presencia atildada,

Braulio no entendía demasiado. Pero decidió que ese

era su momento y lo iba a aprovechar. La ambición

tornaba irresistible la propuesta.

Lo que ocurrió la noche del 31 en Terence Road, lo narra

mejor y con detalles, la crónica policial del

“Watford Post”.

87


Watford Post, 2 de enero de 1924.

Sección Policiales: —En un confuso y aun no resuelto

episodio, ocurrido en un hogar de la calle Terence

Road 115, un sujeto identificado por testigos como

Braulio Middleton, interrumpió en la morada del Sr.

Maureen Saville, mientras este compartía su cena de

año nuevo con esposa e hijo, y lo embistió de 3 disparos

al corazón, causándole la muerte instantánea.

Martha y Theo Saville, también fueron cobardemente

asesinados, aunque, por el tipo de heridas, se presume

que se les dio muerte con un arma de mayor

calibre.

Lo mismo el agresor inicial, el Sr. Braulio Middleton,

quien también fue embestido por el mismo arma que

la mujer y el menor, lo que indicaría la presencia de

un segundo atacante no identificado.

El hermano gemelo y ahora único heredero de Maureen,

el Sr. Gaspar Saville, ya inició una investigación

exhaustiva junto con el jefe de policía, Gordon

Pierce, casualmente también abogado de la familia.

88


La policía, ante la consulta periodística, arriesga a

imaginar un atraco premeditado, teniendo en cuenta

el excelente nivel económico del empresario Maureen

Saville, propietario de la Gold Factory, la minera

más grande del país.

Los trámites para la sucesión de bienes al heredero,

darán comienzo la semana entrante.

89



EL FINAL DEL MUNDO

Alberto observó con admiración como Pancho

dormitaba sobre una vieja frazada, con la paz que solo

él podía inspirarle. Aquel perro, consentido, perezoso,

era por sobre todas las cosas, su consejero silencioso.

Bastaban solo un par ladridos para dar un “Si” cuando

Alberto le preguntaba algo.

Y ese domingo, Beto y su can, tenían una cita de honor.

El fútbol los convocaba, los unía en una mañana

de final frente al televisor. “Su” River, el River de su

infancia, el de tardes de lágrimas y sonrisas, el River

por el cual soportaba soles de frente y toleraba apretujones

de hinchas enardecidos por un gol, ese River,

jugaba la Final del Mundo contra los italianos; tipos

aguerridos, pegadores, veteranos de mil cruzadas fut-

91


bolísticas.

Alberto no había dormido en toda la noche, era demasiado

para él. Había ganado todos los campeonatos y

copas posibles. Menos esa.

A las seis y media compró el diario, preparó unos mates

y de pasada, gastó por anticipado a Matías, su vecino

hincha de Boca. Y ese era otro problema.

Alberto vivía en una pensión de La Boca desde que tenía

veintidós años. Era el blanco perfecto para todo

tipo de cargada cuando los clásicos rivales se enfrentaban.

Y lo peor: nunca había podido lucir la camiseta

de sus amores en público, por razones obvias.

—¿Hoy ganamos Panchito? El perro ladró incesantemente.

Ese “Si” lo dejaba tranquilo. Al menos por

ahora.

El encuentro ya había comenzado y el que dominaba

era River. Alberto temblaba como en un día de invierno

y Pancho desde su cobijo, le transmitía tranquilidad.

Para los 35’ del primer tiempo, el travesaño permitía

que la Banda no caiga en el resultado. Los argentinos,

ahora, poco y nada; un remate de Sánchez quizás pudo

haber aligerado varios corazones, pero nada más. ¡Alberto,

cada vez más loco!

92


Los minutos pasaban y el segundo tiempo ya era un

hecho, con los tanos arriba en el marcador. El lateral

derecho de River, pifie mediante, permitió que el 9

“mole” de ellos, convirtiera con la mayor comodidad.

—¡Me quiero morir! Beto buscó en Pancho una esperanza,

un compañero que le diga “no te preocupes,

ahora lo damos vuelta”. Pero el animal estaba dormido,

ya no podía escuchar un ladrido que mantenga la

ilusión.

Sin embargo, a los 89’ se produjo un milagro, un suceso

que podía emparejar la cuestión: ¡penal para River!,

y el encargado de la ejecución era Amadeo. Mario

Amadeo, el ídolo millonario.

El corazón de Beto estalló; el mundo le daba la oportunidad

de ser libre, de poder gritarle a todo ese barrio

hostil: ¡Viva River! Y aunque ese tanto solo le otorgaba

la igualdad, Beto se sentía poderoso, casi campeón.

Alterado, excitado, zamarreó la cola de Pancho y lo

despertó. Ese era un momento que debía compartirlo

con el compañero inseparable, con su consejero silencioso.

—¡Pancho!... ¡Pancho!... ¿lo mete? Beto se quedó duro

y el planeta dejó de dar vueltas.

Pancho lo miró fijo, pero no movió un solo pelo de los

93


millones que le cubrían la trompa. Esta vez no había

“Si”…

El televisor se apagó antes de que la pena máxima se

ejecutara. Estaba todo dicho. Alberto derramaba otra

lagrima más por su querido River.

94


SUERTE & MUERTE

Llegué al puesto de revistas a eso de las 9.35 de

la mañana, después de salir de la agencia de quiniela

que estaba enfrente. Apostaba ahí desde que nos mudamos

con mi viejo al barrio, y como de vez en cuando

ganaba unos mangos, mantenía el hábito de jugar.

El revistero parecía solitario, pero el que atendía estaba

agachado, quizás acomodando algunas colecciones

que le traía el comisionista. Le chiflé para avisarle que

estaba esperándolo y cuando se irguió, me di cuenta

de que no era Hugo, el dueño. Sosteniendo varios libros

y con un gesto apurado me dijo:

—¿Qué pasa flaco, qué querés?

Sorprendido por la ausencia de Hugo y por la forma

en que me hablaba ese pelotudo, afirmé:

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—Dame La Nación. ¿Dónde está Hugo, le pasó algo?

Se había agachado de nuevo, signo de que no estaba

interesado en lo mío. Pero se levantó, y sacudiéndose

las manos me gritó:

—A ese que decís no lo conozco. La Nación está ahí

abajo, agarrala y rajá de acá.

Sentí esa contestación como una piña directa a la nariz.

No la esperaba.

—A mí hablame bien. ¿Quién carajo sos vos?

Hugo Martelotti, el propietario del revistero, tenía

alrededor de 65 años, era soltero y sin hijos. Un tipo

macanudo, siempre de buen humor, atento. Lo conocí

por mi viejo, que hizo amistad con él en el bar “Soledades”,

un antro tanguero de la primera época. Unos

años atrás le había comprado el kiosko a un tal Benítez,

y se puso a laburar con el reparto a la madrugada

y por las tardes en la cabina.

No saben el cariño que yo tenía por ese hombre. Parte

de comprarle el diario y algunas revistas, se debía a la

necesidad de darle una mano, de ayudarlo a pagar la

pensión.

Una vez en verano caí tarde a casa, porque había ido

a la cancha, y estaban mi viejo y Hugo haciendo un

asado en la terraza. Era para los 3, pero especialmente

96


para Hugo. Nos quedamos hasta las 2 escuchando sus

historias de pibe en el pueblo y de cómo se vino a Capital

a remarla con lo puesto.

Fue la mejor noche que tuve en años. Un testigo privilegiado,

registrando todo lo que mi viejo y él se contaban.

—¡Rajá te dije pendejo! —el asqueroso se me hacía el

guapo.

—¡Decime donde está Hugo o te cago a trompadas, negro

sucio! —mi última frase, lo fastidió tanto que amagó

a salir a pelear, pero fui yo quien arremetió primero

y cuando subí a la cabina, sentí en mis zapatillas el

charco. Los dos miramos al suelo, como si él también

se sorprendiera, y vi el manto rojo esparcido por todo

el piso.

Nos quedamos mudos durante 10 segundos, y cuando

levanté la mirada, su mano, que empuñaba una cuchilla

brillante, se abalanzó sobre mí, cortándome la

mejilla. Reaccioné rápido y le pegué en el brazo para

que soltara el arma. El Negro intentó agacharse para

recuperarla, y antes de que se levantara, ya tenía ensartado

el filo cerca del corazón.

—Te equivocaste conmigo pibe.

97


Se sentó, cerró los ojos, y negó con la cabeza.

Permanecí rígido, mientras una señora de rulos miraba

revistas sin mucho interés. Di un paso atrás, desorientado

y antes de poder acomodarme, se interpuso

entre el negro y yo, la figura de Hugo. En persona,

pero levemente suspendido. Y me habló:

—¿Qué hacés pibe?… yo acá estoy… mira en que me

convertí. —miró a su alrededor riendo y siguió—. Llegó

temprano el matón este, justo después de jugarle

al 79 en la agencia de enfrente. En los sueños “El Ladrón”.

Primero me quiso robar las chauchas que tenía en los

bolsillos; después cuando le dije que se quede piola,

que además lo conocía del barrio, me acertó un puntazo

en el abdomen.

—¡Tomá viejo maricón! —me dijo—. Te juro que sentí

la lengua dulce, caliente. Era mi sangre que empezaba

a gotearme por la boca. A pesar de todo, logré

mirarlo a los ojos, y eso le molestó aún más

—Ahora sí Huguito… ¡quien ríe último… ríe mejor!

Hugo levantó los hombros en gesto de no entender lo

que le había dicho y continuó...

—Me desplomé contra la butaca, y caí muerto en el

fondo de la cabina, que ya empezaba a inundarse de

98


sangre fresca. Este Negro, histérico, me cubrió con

una bolsa arpillera y me metió soga como si preparara

un matambre… ¡Un miserable! Subió mi cadáver

a ese 504 desvencijado que tiene y se deshizo de mí,

tirándome en un charco mugroso atrás de su rancho.

Mientras escuchaba el relato del espectro, el Negro comenzó

a chorrear sangre, igual que Hugo de madrugada.

Aunque notaba su respiración.

El viejo se despidió diciéndome:

—Este Negro es el hijo de puta de Patricio Martínez,

un morocho vengativo y cobarde. Debería haberlo

advertido. Me madrugó.

***

Llegué al puesto de revistas a eso de las 8.40 de la mañana,

después de jugar en la agencia de quiniela que

estaba enfrente. Apostaba ahí, desde que me mudé al

barrio luego de enviudar, y aunque nunca ganaba un

mango, mantenía el hábito de arriesgar. Había soñado

con el 41, “El cuchillo”. ¡Que ironía!

99


Escondido detrás de un árbol, esperé que una pareja y

un viejo se fueran y cuando el hijo de puta de Hugo se

distrajo, me metí en la cabina. Sosteniendo el mate y

con un gesto confuso me dijo:

—¿Qué te pasa Martínez.. qué querés?

—Vengo a buscar lo mío Martelotti!

Se había agachado de nuevo para sacar la pava del fuego

y cuando se levantó, me gritó:

—¡Yo no te debo nada Martínez, ya pasaron 15 años…

tomatelas!

Hugo Martelotti, el que trabajaba en el revistero, tenía

alrededor de 65 años, era soltero, pero tenía hijos

desparramados por todo el país. Un sinvergüenza con

doble vida, siempre mintiendo y trampeando.

Lo conocí en la cárcel. Se había hecho muy amigo del

Rata, un delincuente de primera. Una noche entró en

mi celda (entongado con los guardia cárcel), me puso

un cuchillo en la garganta y me sacó de abajo del colchón,

una guita que tenía para manejarme ahí adentro.

Años más tarde, luego de quedar en libertad, estafó a

un tal Benítez, y se quedó con su puesto de revistas.

No saben el desprecio que yo tenía por ese hombre.

Parte de ir a reclamarle mi plata, se debía a mi sed de

100


venganza y la necesidad de tener unos mangos para

paliar la malaria en que vivía.

—¡Devolveme la guita que me robaste, viejo sucio!

Di un paso atrás, desorientado y antes de poder acomodarme,

Hugo sacó un cuchillo de una caja y me lanzó

un puntazo al estómago, sin llegar a tocarme. Lo

empujé hasta el fondo el local y logré quitarle el facón.

—¡Dale, matame si tenés huevos, negro maricón! —

me gritaba.

Le metí una puñalada certera en el abdomen.

Te juro que sentí vergüenza por mí mismo; yo era chorro

pero no asesino. La sangre empezó a gotearle por

la boca. A pesar de todo, logró mirarme por última vez

a los ojos, y le dije:

—Ahora si Huguito… ¡quien ríe último… ríe mejor!.

El viejo se desplomó contra la butaca, y cayó muerto

en el fondo de la cabina, que ya empezaba a inundarse

de sangre fresca.

Histérico, lo cubrí con una bolsa arpillera que encontré

por ahí y lo envolví como a un matambre… ¡un final

digno para un miserable! Subí el cadáver a mi 504

desvencijado y me deshice de él, enterrándolo en el

fondo de mi rancho.

101


Mas tarde volví al revistero, para buscar plata. Todo

ex presidiario aprendió a guardar sus morlacos con él,

por eso imaginé que ahí habría algo de dinero. Revolví

por todos lados, pero no encontré nada, hasta que

cerca de las 9.30 cayó un pendejo, preguntando por

Hugo. Reconozco que no supe manejar la situación,

estaba aterrado por lo que había pasado hacia una

hora: la puñalada, la sangre, el entierro.

Primero le dije que agarre su periódico y se vaya pero

ahí nomás me contestó: “¡Decime donde está Hugo o

te cago a trompadas!” Me fastidié tanto que salí a pelearle,

pero él se me abalanzó primero y cuando subió

a la cabina, se quedó mirando sus zapatillas manchadas

de sangre.

Nos quedamos mudos durante 10 segundos, y mientras

el pibe estaba distraído tomé la cuchilla y me abalancé

sobre él, cortándole la mejilla. Reaccioné tarde y

me pegó en el brazo para que soltara el arma. Intenté

agacharme para recuperarla, y antes de que me levantara,

ya tenía ensartado el filo cerca de mi corazón.

—Te equivocaste conmigo, pibe... —le dije. Me senté y

cerré los ojos, pero aún estaba vivo.

El amigo de Hugo permaneció rígido, como enajenado,

parado mirando a la pared. Estuvo así, como si es-

102


cuchara a un espectro, durante 5 minutos.

En la mano tenía un ticket de la Provincial, en el que

se leía bien grande el numero al que le había jugado:

el 48, “El Muerto que habla”.

Soltó el cuchillo y antes de que vuelva en sí, sujeté bien

fuerte el puñal y se lo ensarté en la pierna primero y en

la espalda después.

Lo último que recuerdo son gritos de una señora que

llamaba a la policía.

103



LA LITURGIA DE LAS HORAS

Rafael miró al cielo, mientras sonaban las campanadas

retumbantes del monasterio que había dejado

a su espalda. Huía de allí al trote, bajo una lluvia

persistente, cargando una caja que los monjes habían

guardado celosamente en su Armarium.

Rafael Santos, el más joven fraile de la abadía, tropezó

por ese gesto inconsciente, pero al ver que nadie lo

seguía, recuperó su andar y se escondió rápidamente

detrás de un carro con troncos para leña. Lo cierto es

que nadie había corrido detrás suyo, pero Cecilio, el

decano del superior, lo observaba desde lo alto de su

celda dormitorio y no tardó en comentar el suceso.

—Avisen a todos los monjes, ¡hay que encontrar a

Santos! —alertó Bruno, el Abad de San Julián, el monasterio

más emancipado de la Iglesia Católica.

105


—Y tú Cecilio, revisa la biblioteca y asegúrate de que

los libros litúrgicos estén allí. Si Santos los robó, podría

ser el final de San Julián y quizás del Vaticano

mismo.

Los monjes con sus largas túnicas buscaban torpemente

a Rafael; la mayoría de ellos, superaban los 70

años.

Cecilio comprobó que la caja con los libros sagrados

no estaba; avisó a Bruno e inició su búsqueda personal,

desatendiendo las órdenes impartidas a los clérigos.

Él sabía dónde podía hallar a Rafael. Estaba casi

seguro.

Hacía más de 100 años, miembros de la Curia Romana,

habían fundado y construido ese monasterio, redactando

además la Liturgia de las Horas compuesta

por una Invocación Inicial, algunas lecturas Bíblicas y

la Oración final. Muchos años después, un joven Bruno

Giralda, ayudado por los monjes del coro, transcribieron

otro antiquísimo texto, que nada tenía que ver

con Dios, y lo incorporaron al Oficio Divino.

Rafael Santos, no estaba ahí de casualidad. El Papa

Clemente XIII lo había enviado a investigar el monasterio,

tras el extraño comportamiento que un obispo

de San Julián, había mostrado en un viaje a la Santa sede.

106


En realidad, era un espía. Su nombre completo: Rafael

Santos García de Azcuénaga Valencia. Y por supuesto

no era monje. Su función en San Julián era la de repartir

textos sagrados en la biblioteca, organizar el Armarium

y, sobre todo, indagar y en su defecto encontrar

cualquier elemento escrito que entre en conflicto

con el dogma establecido.

Cecilio cabreado, recorrió el patio central y revisó las

habitaciones, pero su sospecha más grande le aseveraba

que el desleal Rafael se encontraba en la iglesia.

Entró por la puerta principal, que estaba siempre

abierta para que cualquier monje pudiese ir a orar.

—¡Rafael! —el eco repitió las últimas dos letras. Era

una capilla pequeña, pero muy alta.

—¡Sé que estás aquí! No sé qué idea tienes, pero esos

libros son sagrados y pertenecen a San Julián. Devuélvemelos

a mí y te prometo ante el Señor que nadie podrá

culparte.

Rafael no estaba dentro del templo, sino sobre la pared

posterior, tras una gran columna de añejos ladrillos,

con un sauce llorón cobijándolo. Y podía oír todos

los intentos de persuasión que Cecilio improvisaba.

Eso le sirvió para seguir moviéndose y encontrar una

107


salida, hasta que alguien tocó su hombro.

—¡Hermano! ¿no buscas tú al fugitivo? —Santos explotó

en nervios, aunque rápidamente comprobó que

el viejo monje no sabía quién era, algo normal en un

monasterio con 200 huéspedes.

—Dicen que lo vieron salir, Padre. ¡Y que llevaba…

un bolso! —era evidente que él sostenía una caja bien

cuadrada.

—Está bien hijo, de todos modos, me iré a mi habitación,

estoy cansado…

—¡Pero que bien! —interrumpió Cecilio— un insubordinado

y un ladrón. Virgilio, puedes irte a dormir si

quieres, aprovéchalo. Quizás no te quede mucho en

este lugar.

Rafael sostenía la caja con fuerza y miraba al cielo.

—Y tú, Santos, nunca entendí tu rol en este monasterio.

Casualmente apareciste luego de mi visita al Vaticano.

—Ah, entonces ¿tu eres “el misterioso”? —reflexionó

Santos.

Cecilio parecía haberse olvidado de los libros.

—¿De qué hablas?

Rafael sonrío.

—Clemente XIII y los cardenales bautizaron así al enviado

de San Julián, aquella Pascua en que los monas-

108


terios de todo el país mandaron un representante.

Bruno y su séquito aparecieron de pronto:

—¡Rafael Santos! por fin lo encontramos, hermano.

Ya se encontraba rodeado de 3o monjes, por lo menos,

además de la lluvia que no cesaba.

—No quiera engañarnos con balbuceos inútiles Santos,

¡usted es un ladrón!, devuelva esa caja sagrada al

Armarium. Cecilio encárgate…

—Estos libros no le perecen ni a Ud. ni a nadie. ¡Son

del monasterio! —se exaltó Santos— Han sido ultrajados

con textos sat…

El golpe fue en la nuca, certero y eficaz. Santos cayó

desplomado en la arena húmeda del claustro y en menos

de cinco minutos se encontraba en un calabozo

frío, habitado por toda clase de alimañas.

Estaba tirado en una cama de piedra y heno, solo con

una cobija de lana gruesa como abrigo. Tomó su cruz

de madera, y pidió:

—Por favor Señor, te pido que me saques de este agujero.

Haré por ti lo que me pidas, solo ayúdame.

Se abrió la puerta y una mano desconocida dejó un

plato de frijoles y un vaso de agua en el suelo. Supo

que ya eran las 8 porque a esa hora daban la cena. Había

dormido mucho y estaba perdido.

Bruno convocó a Cecilio en su despacho y comenzó a

109


elucubrar:

—Así que Rafael Santos puede ser un espía del Vaticano…

dejaremos que las ratas se lo devoren. Nadie

reclamará por él, y si lo hacen, diremos que escapó o

que subió a una carreta con destino incierto.

—Tenemos que estar atentos de quien entra o sale,

Bruno. El Vaticano sospecha sobre el manejo del monasterio,

por eso lo deben haber enviado.

—Tranquilo Cecilio, todo acabará el próximo 6 de junio,

y de la mejor manera. El ritual ya está organizado;

los monjes que se unieron a la convención serán participes

del acontecimiento más grande desde la venida

de Jesús. Si es que vino alguna vez…

—¿Está seguro de enunciar eso textos? Yo tendría cautela,

no sabemos que puede provocar en...

—¡No seas ingrato! te develé este secreto porque creí

que me eras fiel y ¿ahora dudas de sus efectos?

Cecilio se retiró a su alcoba vacilante, sintiéndose culpable

por dudar, por temer a las consecuencias de la

ceremonia que Bruno Giralda había planificado. Todos

los involucrados de San Julián sabían que podía

gestarse algo bestial. El Papa Clemente XIII había escuchado

sobre esos escritos y el monasterio dirigido

por Bruno Giralda era el sitio ideal para ocultarlos.

El 5 de junio, tres semanas después de que Rafael fue-

110


ra encerrado en los calabozos, un sacerdote arribó al

portón de entrada de la abadía. Un monje escuchó los

golpes de llamada y dejó pasar al clérigo que mostraba

en su aspecto, signos de un viaje agotador.

Bruno bajó a recibirlo, pero sin disimular su enojo por

no indagar de quién se trataba aquel sujeto.

—Muchas gracias por la bienvenida, es un placer conocerlos

hermanos —dijo el visitante—. Mi nombre es

Nathán, soy un emisario del Ministerio. Mi propósito

es comprobar la normal actividad del monasterio. Si

son tan amables, les agradecería una silla cómoda y un

buen plato de comida. He recorrido un largo trayecto

para estar aquí con Uds.

—Por supuesto que sí, acompáñenos —Bruno indicó a

un monje que llevara a Nathán al refectorio. La cena

estaba por servirse.

Cecilio susurró algo al oído de Bruno:

—Nathán significa “el enviado por Dios…”

—¡Vigílalo día y noche!

Rafael estaba débil, hambriento. Le dieron de comer

solo las cuatro primeras noches. Convivía con ratas

que se le trepaban mientras dormía. La humedad y el

frío lo estaban enfermando. Pero esa noche mientras

111


todos cenaban junto al emisario, escuchó un manojo

de llaves que dejaban la pesada puerta de madera

abierta. Rafael corrió hacia el pasillo y en el fondo vio

doblar velozmente a un monje, con el rostro cubierto

por su caperuza.

Caminó sigilosamente para que nadie lo viese; cruzó

el claustro y se escondió en un rincón de la sala capitular.

Nadie iría allí esa noche, suponía.

Mientras tanto Giralda, y los monjes más partidarios a

él, conversaron reservadamente con Nathán, de quien

no sabían demasiado.

—Cuéntenos Nathán, ¿cuánto tiempo piensa quedarse

en San Julián?

—Mi querido Bruno, el tiempo que Uds. permitan

quedarme. Este recibimiento ya ha sido mucho para

mí, no quisiera entorpecer las labores diarias de los

monjes. Aunque mañana temprano me gustaría revisar

los libros Litúrgicos, ordenarlos…

—¡Ya están ordenados! —interrumpió Cecilio, recibiendo

una mirada feroz de Bruno Giralda— Pero si

su trabajo aquí es inspeccionarlos, así lo podrá hacer

usted.

—Gracias, gracias. A propósito, supe que hace poco

ingresó al monasterio, un joven fraile, no recuerdo su

112


nombre…

—¡Rafael Santos! ¿A mí se refiere?

Un movimiento enfurecido de Bruno originó la caída

de varias copas de vino, e inmediatamente se levantó

y gritó:

—No sé si usted está al tanto Ministro Nathán, pero

este individuo ¡es un ladrón y traidor! y por ende se lo

encarceló para ser juzgado.

—Pero claro que sí, algo me habían comentado. Santos…

ha decepcionado a nuestro Señor de la Misericordia.

Rafael no entendía nada y prefirió quedarse callado y

esperar.

—A escapado de alguna manera —dijo verborrágico

Bruno—. ¡Monjes, enciérrenlo!

—¡No! calma por favor, —prosiguió Nathán— antes

quisiera escuchar qué es lo que robó Rafael Santos.

Nadie habló, pero todos se miraron con todos.

—Infringió las reglas monásticas, se rehusó a evangelizar

a los nativos del pueblo, hurtó comida a sus compañeros,

revisó sin permiso el Armarium…

—Suficientes motivos para apresarlo —concluyó Nathán—

Bruno, disponga entonces.

Cecilio acompañó a Rafael y la velada acabó en una

tensa paz, con Bruno y los monjes disimulando serenidad.

113


El 6 de junio, Nathán despertó de madrugada. Desayunó

junto a los monjes más ancianos y pidió la llave

del Armarium. Estuvo allí tres horas examinando en

detalle cada uno de los textos, e incluso postergó su almuerzo

para seguir leyendo. Todo estaba bien, según

hizo constar el Ministro en el sumario.

***

Cerca de la tarde, Giralda sugirió al visitante una salida

nocturna.

—Mi querido Nathán, quiero invitarlo a conocer una

posada en el pueblo, donde he comprobado, se comen

riquísimos mariscos.

—¡Pero que grato halago, Bruno! —se sorprendió Nathán—

desde ya acepto su agasajo y será un placer

compartirlo con usted.

—No será posible esta vez —titubeó el Abad—, tengo

una reunión muy importante con algunos monjes.

Planificamos las próximas siembras, y estamos reestructurando

las misas para que más pobladores se entusiasmen

con la palabra del Señor.

Nathán levantó la cabeza, afinó su mirada y dijo:

—Entonces, realmente será una pena… no poder contar

con Ud. ¡Pero le tomo la palabra! la próxima salida

114


la haremos juntos.

—No faltará oportunidad, padre. Y le deseo el mejor

banquete.

Giralda procuró acercar al emisario al pueblo lo más

pronto posible. Esa medianoche ya estaba planificada

desde hacía años y un visitante desconocido no calificaba

como partícipe.

—Señor, la biblioteca está lista.

—Bien Cecilio, tengo los textos en mi poder; ¿somos

13 en total?

—14, contándonos a nosotros, como Ud. me indicó.

Giralda le lanzó una mirada inquieta y Cecilio aclaró:

—Persuadí a uno de los viejos monjes y quiso estar

presente…

—No sé quién es —apuntó Bruno—, pero espero que

no genere problemas. ¡Comencemos, la noche se acerca!

La biblioteca de San Julián era un cuarto de mediano

tamaño. Albergaba más de tres mil volúmenes y contaba,

además de varios escritorios, con un altar y un

sagrario. Esa noche se había iluminado con infinitas

velas y el aspecto era solemne.

115


Nathán ya recorría el poblado vecino, cuando Bruno

Giralda comenzó a preparar el ritual. Un culto que según

los textos solo podía celebrarse cada cien años.

—Padres, hermanos… estamos hoy aquí para alabar,

reverenciar y convocar a nuestra única y glorificada

divinidad, que cada cien años nos obsequia un ingreso

a su mundo.

Cecilio abrió la primera página del Oficio Divino, para

que Bruno inicie el protocolo y antes de que recite una

palabra, alguien entró gritando:

—Discúlpeme Abad, pero debo advertirle que hubo un

incendio en la taberna donde cenaba el Ministro Nathán

y ha regresado al monasterio.

—¡Cierren la puerta con llave, la ceremonia la haremos

de todos modos! No viviré para la próxima admisión,

así que comenzaré…

—¡Aparta tus manos de ese tomo Giralda, esta pantomima

se acabó!

Era Rafael Santos, escondido entre los testigos. Le

apuntaba al Abad con su fusil de doble cañón, bajo la

mirada atónita del resto de la curia.

—¡Terminemos con este sacrilegio…aggrrhh!

Santos sintió una presión asfixiante, un fuego en la

garganta. que no lo dejaba moverse.

Bruno se relajó:

116


—Jaja, buena coartada la del incendio, Nathán, llegaste

justo a tiempo. Por fin usas un Rosario para algo

realmente importante.

—Siempre hay entrometidos Bruno… —dijo sonriente

Nathán.

—Queda poco tiempo para el ritual, —aseguró el

Abad— ¡aprieta fuerte!, ¡vamos! El vaticano nunca se

enterará…

—¡A menos que yo cuente todo!

—¡¿Cecilio?! —gritó Bruno sorprendido— ¿Qué estás

haciendo, necio? ¡tu no contarás nada! Ayuda a Nathán

a deshacernos de Santos…

Cecilio, que se hallaba frente al sagrario, aprovechó el

momento de confusión y atacó a Bruno, apuñalando la

mano que apoyaba en los libros sagrados.

Los monjes espantados por el arma y el rojo sangre

que se esparcía por las hojas, huyeron despavoridos.

El proyecto que Giralda había elucubrado, estaba

mostrando su naturaleza más violenta.

A pesar del fuerte dolor en su mano, el Abad, logró

arremeter contra Cecilio, golpeándolo en la sien con

un candelabro de oro.

—Nunca imaginé una traición de tu parte Cecilio…

¡eres un canalla!

117


Mientras Rafael Santos intentaba soltarse del ahogo,

Giralda inició el rito; el tiempo corría y debía realizarse

antes de medianoche:

—¡EGO IAM! ¡DEDISSE IUVET!. ¡HOC EST A MAG-

NUS!.

El cielo comenzó a engendrar una tormenta inusitada,

escondiendo la luz de la Luna, pero iluminando con

fuerte relámpagos. Santos seguía sofocado. Nathán

grito:

—¡Serás el Rey, Bruno! ¡el poder y la gloria te pertenecen

a ti!

—¡MENDACIUM! ¡OCCISO FRATRE! ¡ERO NUM-

MORUM!

Rafael observó estupefacto como Giralda se elevaba

un metro del piso, resplandeciendo un destello rojizo.

Abrió los brazos al cielo y su fisonomía se transformó

en la de un ser repulsivo, bestial.

Cecilio seguía desvanecido en la base del altar. cuando

tres inmensos vitrales estallaron dentro del recinto,

incrustando fragmentos de vidrios a Bruno, que estaba

más expuesto que el resto.

—¡NULLUM CRIMEN SCELUS!

—¡Prosigue Bruno! —lo incentivó Nathán —¡La invocación

casi se completa!

Rafael conocía los textos de memoria y se percató de

118


que, con solo una frase más, Bruno Giralda dejaría de

ser un simple mortal. ¡Se convertiría en el mismísimo

Anticristo!

—¡ET NON DOLEBANT ET…

Bruno, o lo que quedaba de él, esbozó un gesto perverso,

palpitando ya su consumada metamorfosis.

—USQUE IN…

“AETERNUM!… AETERNUM!” pensó Nathán.”¡Dilo!”

Rafael conmocionado y ya sin nada que perder, empujó

con su espalda a un fascinado Nathán, liberando

un impulso demencial y logró tomar su fusil que había

caído cerca. Sin esperar un segundo, le lanzó tres

disparos al corazón, pero Giralda continuó flotando

sobre el altar sin mostrar signos de debilidad. Las balas

ya no dañaban a un ser que era más demonio que

humano.

Giralda comenzó a recitar su última palabra, la que

concluía la Liturgia.

Todo el esfuerzo, y los riesgos que se habían corrido

para detener esta profanación, habían sido en vano.

El papa Clemente XIII estaría devastado ante la noticia,

y sólo Dios sabría cómo parar a este ente.

Pero Cecilio despabilado y advertido del inminente

final, tomó su estaca, la empapó con el agua

119


bendita que quedaba en el Sagrario y atacó a Giralda

por la espalda, clavándosela en el corazón. El demonio

cayó al suelo y comenzó a volver a su estado inicial,

el del cuerpo de Giralda. El daño no era la puñalada,

sino el líquido sagrado que se esparció por la sangre

del Abad.

—¡No! ¡Nooo! —clamó llorando Nathán— ¡Era nuestra

única oportunidad!

Rafael, decidido a terminar la proeza, arrojó la copa

de agua bendita en la herida de Bruno. La tormenta

calmó, y cuando Cecilio salió a buscar ayuda, los monjes

que nada sabían del ritual que acababa de oficiarse,

llevaron a Giralda a la enfermería y encerraron a Nathán

en el calabozo.

Rafael se agachó, respiró hondo, recuperando el aire

que la estrangulación le había quitado y agradeciendo

a Dios por la ayuda, miró a Cecilio exigiéndole una

explicación.

El antes cómplice de Bruno Giralda, se acomodó en

una silla, y aun con un fuerte dolor de cabeza, manifestó:

—Cuando fui al Vaticano, tuve una íntima conversación

con el Pontífice, donde le expresé el plan siniestro

de Giralda. Me explicó que todos los monasterios estaban

siendo vigilados, porque la fecha para la invoca-

120


ción, acordada milenariamente por los textos, era el 6

de junio de los años terminados en 66.

—Pero, ¿porqué me apresaste y nunca me contaste

nada? En definitiva, éramos compañeros de una misma

misión.

—Yo no lo sabía. Fueron órdenes de Clemente XIII.

Me mandó a mí como espía, para vigilar y conocer el

plan de Bruno. Y a ti, imagino, te envió como última

instancia para robar los textos y dejar sin efecto el culto.

—Por eso cuando me encontraste fuera del templo, no

me dejaste ir…

—Claro, no conocía tus intenciones, y aunque las hubiese

sabido, Bruno ya estaba muy cerca. Pero te olvidas

de un favor que te hice…

Rafael sonrío pensativo.

—¿Quién crees que abrió la puerta de tu celda? Desde

la llegada de Nathán, comencé a ver las cosas más claras,

por eso intuí que tú también estabas de mi lado.

—¡Te lo agradezco!… y Nathán, ¿quién es? —preguntó

Rafael.

—¡Sabía que era un impostor!, el único enviado por

la Santa Sede era yo… además, lo reconocí luego de

que autorizó tu detención. Nathán, no es más que el

hermano de Bruno, otro cabreado discípulo de Satán,

121


que cedió a su hermano mayor, el privilegio de transformarse

en esa abominación.

Tres semanas más tarde, Bruno Giralda y Nathán fueron

apresados en Roma, despojados de toda estirpe

eclesiástica.

Los dos héroes se reunieron con el Papa y relataron lo

sucedido, que fue debidamente documentado en los

expedientes de la Santa Sede.

Y desde ya, recibieron sus respectivos honores. Cecilio

volvió a San Julián como Abad; se encargó de quemar

aquellos libros y de reorganizar el monasterio.

Rafael Santos García de Azcuénaga Valencia, el falso

monje, volvió a su pueblo y se juramentó nunca más

realizar tareas de salvamento para el Vaticano. O eso

creyó él.

122


ETERNAS CONFESIONES

Programa N°1

(Suena la intro del programa con “Forever and

Ever” de Demis Roussos)

—Las cero en punto de este lluvioso domingo 6 de

agosto de 1995, mi nombre es Antonio Serrano y, durante

las próximas 2 horas estaremos compartiendo

este encuentro semanal, donde seremos testigos de

“Eternas confesiones”. Cada semana tenemos un invitado

en el estudio, elegido mediante las solicitudes

que nos envían por correo...

Hoy nos visita Rubén Arriaga, taxista de Buenos Aires.

¡Buenas noches Rubén!

—Buenas noches Serrano, y a toda la audiencia.

—Bueno Rubén, contanos porqué enviaste tu carta al

programa. ¿Cuáles son tus “Eternas confesiones”?

—Hace 30 años que recorro las calles de la ciudad.

123


—Ajá, bien, le pedimos a Lalo que nos baje un poco la

música, ¿puede ser? ¿Cómo te iniciaste en esta profesión

Rubén?

—Arranqué pendejo arriba del coche, tenia 22 años.

Mi viejo falleció de un paro y me tuve que subir de

prepo a su auto para laburar. Soy hijo único, pero mi

vieja era ama de casa ¿viste?, y me puse la familia al

hombro.

—Osea que resignaste muchas cosas en tu juventud

por ponerte a laburar…

—Prácticamente todo... aunque el vermú con amigos

del club, fue lo que más me dolió dejar. Me la pasaba

doce horas con el culo sentado en el Fairlane. Después

con los años puse un pibe que me ayudaba.

—Me parece muy bien. ¿Cuántos años tenés Rubén?

—52 pirulos. Lo único que no dejé de hacer, es ir a

la cancha de Boca los domingos. Dejaba el tacho a 10

cuadras, y me iba con los muchachos a la popular.

—¿El auto era tuyo?

—Sí, siempre. El de mi viejo primero y después cuando

falleció mi madre, con el seguro de vida, cambié el

modelo. Sino te renovás a tiempo, se te cae el negocio.

—Ajá... y ¿cuántas vec...?

—Perdone que lo interrumpa Antonio, porque en realidad

yo quiero contarles mis anécdotas de viajes... so-

124


bre todo de cuando laburaba de noche

—Bien, bien… entonces Lalo, mándame la tanda, un

tanguito y seguimos charlando con Rubén, que está

ansioso por contarnos. Nos acomodamos y volvemos.

(Suena “Garufa” de Edmundo Rivero)

—Rubén te escuchamos…

—Mirá, para el 68, 69… 70, yo ya estaba medio asentado

en el rubro, tenía clientes fijos, me pude comprar

un departamentito interno; chiquito, pero para un

soltero como yo, alcanza y sobra.

—¿Estás casado, tenés hijos?

—Noo...nada. Las minas son jodidas, las metés en tu

casa más de un día y se adueñan de todo, deciden por

vos, por tu vida. Prefiero ir a visitarlas yo.

—Ja ja entiendo ¿Y cómo fueron esos años?

—Y, en los setentas la cosa se puso jodida, te paraban

mucho, te pedían papeles, los documentos. En esa

época salía con una chica, Alicia. Vivía en Caballito,

la iba a ver los viernes, salíamos a cenar, íbamos al

boliche.

Una noche me acuerdo que la dejé en la vereda del departamento.

Arranqué el Fairlane y cuando llegué a la

esquina, vi por el espejito que estacionaba un Falcon.

125


Antes de que entrara, la agarraron dos tipos y la metieron

adentro del coche. ¡Me quedé duro, sabés! Ahí

nomás se las tomaron. Pasaron al lado mío. El milico

que acompañaba al conductor, me clavó la mirada; me

vio, pero se hizo bien el boludo. Digo milico porque

chorros comunes no eran. Al otro día toqué timbre en

el depto de Alicia y no atendió nadie. Me lo imaginaba.

Probé varias veces durante semanas y nada. Nunca

más la vi. Encima esa noche, le había dejado unos

ahorros míos para que los guarde ella. ¡Un pelotudo!

—Pregunta Rubén, Alicia ¿militaba...? ¿andaba en…?

—No, no, ella vivía sola, era una mina laburante, no se

metía con nadie, casi no tenía amigas, mirá lo que te

digo. Por eso no me escondí esa noche, ¡lo miré bien a

la cara para que me busque! pero estos tipos eran unos

cobardes, iban siempre en manada, armados. Igual…

—Osea que, Alicia es una desaparecida de la dictadura…

—Naaa, ¡desapareció de mi vida la desgraciada esa!

Prestá atención: a los dos meses se sube al taxi el tipo

que me había mirado a los ojos. Paré el coche y me

bajé para cagarlo a trompadas. Me frena y me dice:

“¡Pará bigote, tranquilo! La mina esa nos pagó para

hacer toda esa artistada de que la secuestrábamos

y se las tomó a España. No quería hacerte

126


sufrir, nos dijo, porque se iba a casar con un gallego, o

algo así. ¿No te la vas a agarrar conmigo che…?”. ¡Lo

que me tuve que aguantar la bronca! Se me acercaba

la gente para ver si no iba a tener un infarto. Osea, la

cosa estaba jodida en serio en esos tiempos, pero, que

bien que me la hizo Alicia…; se rajó con otro tipo y con

mis ahorros.

Tsss, desaparecida…

—Y para los oyentes que recién se suman al programa,

les contamos que esta noche estamos con Rubén

Arriaga, taxista, 52 años, un hombre que, sobre cuatro

ruedas, atesoró sus “Eternas confesiones”… nos

acaba de contar una…

—Y por Corrientes, por la zona de teatros, andaba mucho

en los setentas... una vez se subió Mirtha, ¡lo que

llovía ese día!

—Perdón Rubén ¿qué Mirtha?

—Mirtha, ¡la Legrand! Qué mujer fina. En esa época

tendría cuarenti largos. Me pidió que la lleve a una

calle en San Isidro. Agarré por Santa Fe y llegamos

rápido. Era una mansión me acuerdo, de esas con los

muros altos. Muy correcta la señora, tenía un perfume

que enamoraba.

La ayudo a bajarse porque llovía a cantaros y me dice

“¿Quiere pasar?”. Me quedé duro viste. Le dije “no se-

127


ñora, le agradezco de corazón, pero tengo que seguir

laburando, hoy con un día así, me hago el mes”

Me insistió la mina: “por favor, se está mojando, apúrese”.

Y yo, esto lo cuento ahora, porque ya sé lo que pasó,

que si no, sabés qué… Entonces abro la puerta del taxi

para irme y ella desde el portón me grita “no se vaya

por favor, entre” y ahí nomás dije “esta es la mía” y

en un pique corto me metí al living, pero Mirtha no

estaba ahí.

¿Vos sabés lo que es, que te entren los ratones a laburar?

El plan perfecto: mansión en un barrio alejado,

con la Legrand que todavía estaba buena, noche de

verano, yo ya había picado unas rabas en un puestito;

la noche ya estaba perdida para mí pero de yapa aparecía

esto.

—No te lo puedo creer Rubén, es insólito lo que me

contás. ¿Todo esto es cierto?

—¡Escuchá! Yo tenía la camisa celeste hecha sopa. Al

lado de la entrada había un bañito; entro, me quito la

camisa para estrujarla y de paso me iba preparando

¿viste?... ¡¿sabés como estaba yo?! Y cuando vuelve la

señora me ve en cuero. ¡La cara de susto que tenía esa

mujer! Me muestra un manojo de billetes y me dice

“quería pagarle señor, no tenía efectivo en la billetera,

128


por eso le dije que espere adentro de casa”. ¡De una

escalera lo veo bajar al marido! Le pego un manotazo

a la plata y le digo “gracias querida Mirtha, fue un

placer”.

El viejo desde lo alto de la escalera le grita “¡subís ya

mismo y me explicás todo esto María Rosa Martínez!”

Sali cagando. Pobre Mirtha… el marido pensó que lo

había cuerneado y encima, ¡había pagado ella!

(risas y tanda publicitaria)

—Y si... en otra oportunidad se subieron dos tipos. Se

sentaron medio apurados y uno me pidió medio de

mala manera “llévame cagando a Nazca al 4000 y no

mires para atrás”. ¡Me resultó sospechoso que diga

“llévame”, si eran dos! Pero en un momento miré por

el espejo retrovisor, una costumbre de cualquiera que

maneje, y el tipo me gritó ”no te hagas el pelotudo y

mirá para adelante”. El otro tenía una campera roja,

eso sí puede ver. El viaje duró más de media hora,

pensá que yo estaba en Suipacha cuando dejé al último

pasajero. Hasta Nazca al 4000, imagínate…

—¿Y el hombre que lo acompañaba?

—¡Nada che! Pero ni un suspiro. Eso sí, cuando llegamos,

el matón este ni se fijó en el reloj: me tiró cien

dólares y se bajó abrazado al otro. Me quedé mirando

129


el billete y un poco el espejito ¿viste? Y veo que estos

dos empezaron a forcejear en la vereda. Se ve que el

que me bravuconeaba a mí, lo quería meter al “mudo”

en una casa, y en un momento el “mudo” se le escapa,

sale corriendo para el lado donde estaba yo y le veo la

cara: ¿sabés quién era? ¿querés que te diga quién era?

—¿Quién era?

—¡Robertito Sánchez, Sandro! La voz de América;

tenía sus casetes en la guantera. Le abrí la puerta de

atrás y salí carpiendo. “Dale pelado apurate” me dijo.

El otro desgraciado me corría desde la vereda apuntándome

con un revolver, “¡frená hijo de puta!”. Manejé

agachado como setenta metros Antonio. Pasé en

rojo la esquina y me metí en Salvador del Carril.

—Pero Rubén, ¡esto nunca se supo de Sandro!

—Pará que sigo…. de ahí me fui hasta Triunvirato,

donde tenía un amigo. Se me ocurrió dejar el auto y

meterme en algún lugar para guardarme. Mirá si encima

me llenaban de plomo mi herramienta de trabajo.

Era lo de Nardo, un compañero de bochas. Le golpeé

la puerta, pero olvidate que me iba abrir. Eran las 3

de la mañana. ¡Y yo gritándole “Abrime que estoy con

Sandro”!

—Me imagino…

—La cuestión es que Nardo nos abrió y no entendía

130


nada. Mirá si será tan nabo que no le hablaba a Sandro,

me hablaba a mí como si estuviera con un muñeco.

Me decía “¿qué hacés con Sandro acá a esta hora?”

Yo le contesté “dale boludo, prepará tres cafés que la

noche va a ser larga”.

—Bueno Rubén frenemos acá, porque esto ha tomado

un vuelo interesantísimo. Realmente nos has sorprendido

con esta historias.

¿Podés contar qué pasó después?

—Si como me voy a olvidar: esto debe haber sido…76,

77 más o menos. Antes del mundial seguro porque

después… bueno, termino esta y te cuento la otra. La

cuestión es que el malandra este era un cafiyo, dueño

de uno de los boliches nocturnos más famosos de

Agronomía, y este delincuente le había prometido a

una de sus minuzas, que esa noche Sandro iba a cantar

para ella. Así que lo fue a buscar al Opera donde había

terminado un show, le punteó la pistola en la espalda

y me encontró a mi yirando por el centro...

—¿Y qué paso luego del café en lo de Nardo?

—Sandro nos agradeció por la ayuda, y tipo ocho, medio

sigilosos nos metimos en el tacho y lo llevé al piso

que tenía en Libertador. Puse el casete que tenía guardado

y nos fuimos cantando sus temas. Al final me

hizo el recital a mí. Y yo que le decía el “mudo”.

131


¡Ojo, el viaje se lo cobré igual, eh!

(tanda publicitaria)

—Volvemos con “Eternas confesiones”, ya un clásico

de los domingos en la madrugada. Hoy con un invitado

que ha superado todas nuestras expectativas.

Cantidades enormes de llamados queriendo saber

más de este taxista porteño. ¿Dónde naciste Rubén?

—Igual las mejores las viví con el flaco Menotti, lo llevaba

siempre desde la casa hasta el predio de la AFA

en Ezeiza. Sobre todo, en la época previa al Mundial de

Argentina. Éramos confidentes, yo le contaba de mis

mujeres, le pedía su opinión como hombre de mundo.

En esa época salía con la Su Giménez…

—¿Cesar estuvo con Susana?

—No, que Cesar, ¡Yo! Salimos 3 meses con la rubia.

Si te fijás en una Radiolandia de esa época hay una

nota chiquita “LA GIMÉNEZ DE NOVIA CON UN TA-

XISTA”. La llevaba seguido al teatro y una noche de

vuelta a su casa, la invité a salir, “che Su, ¿no te vas a

ir a dormir a esta hora?, son las 4 recién!” así que nos

fuimos a tomar algo a Mau Mau, y la saqué a bailar.

“Esta la mía” pensé. Y no va que justo pasan la lenta

de los Bee Gees…

132


—¿“How deep is your love”?

—No, de nombres no tengo ni idea. A mí me la cantás

y yo te digo.

—¿Y qué pasó?

—¿Qué pasó? qué no pasó... ¡La enrollé como una

víbora y le metí un beso más fuerte que una piña de

Monzón! Chapamos lo que duró el tema y nos fuimos

a mi casa.

—¿Y…?

—¡No Antonio, un hombre no tiene memoria! La pasamos

bien, eso sí. Nos vimos dos o tres veces más y

un domingo después de los ravioles, me pide que me

la juegue por ella: “largá el taxi que con lo mío nos

mantenemos bien Rubén, así estamos más tiempo

juntos”. Le dije que era una locura, que el auto era mi

pasión, que no lo iba a largar ni loco, así que a la que

largué fue a ella. Yo no soy ningún mantenido y menos

por una mina, así que le dije “¡chau, te sigo viendo en

las películas!”

—¿Te fuiste así nomás?

—Si, con los años viendo lo que cobraron los ex maridos,

me arrepentí, pero ¡yo me tenía que tomar revancha

de lo de Alicia también!

—Yo no salgo de mi asombro Rubén. ¿Y lo de Menotti

en qué quedó?

133


—Me preguntó varias veces que opinaba de la Selección.

Le escribí en un papelito los nombres y la táctica

para jugar. “No lo abrás ahora” le dije, “abrilo contra

Holanda en la final, que levantás la Copa”.

—¡Pero el Mundial no había arrancado todavía!

—Claro, me dice “¿y el resto de los partidos, cómo los

ganamos?

“Ah, eso es problema tuyo César, ¡sino llévame de

ayudante técnico!”

(risas y aplausos)

—Ja ja bueno Rubén, realmente usted es merecedor

de lugar que está ocupando, hay llamados...

—¡¿Y la del Negro Olmedo?!

—No me diga que también…

—Siii, esto debe haber sido principios de los ochentas,

una época hermosa, de las que más recuerdos tengo,

ochentiuuuno, ochentidos…

Yo ya tenía el R12, ¡que cochazo! Me llaman de San

Telmo, caigo en la puerta de un restaurante y ¿quién

se sube?

—El Negro Olmedo.

—No, pará, esta fue antes. Se sube García, el bigotudo,

el rockero.

134


—¿Charly? Que increíble…

—¡Un hijo de puta! Así nomas te lo digo. Se sube él,

con una rubia y una morocha. Lo reconozco enseguida

por la voz de muñeco: “llévenos a pasear por la ciudad,

maestro” me tira. Digo “bueno, lo llevo por la 9 de Julio,

Costanera”. Meta besos estaban ahí atrás, yo pensaba

“¿no me prestás la rubia un rato?”, pero bueno,

a los 10, 15 minutos saca una bolsita. Una bolsita ¿me

entendés Antonio?

Y empieza a pasársela por la jeta a las minas. Una se

embadurnó los pechos con polvo y se las refregaba a

los otros en la cara, un descontrol arriba de mi auto,

viste. Al principio me la banqué porque pensé que me

podía enganchar, pero cuando vi que la quería toda

para él, me enculé y me fui a la comisaría que está ahí

en Perú al 1000. Paré el coche ahí, bien en la puerta,

digo “¡a este forro drogadicto lo voy a cagar!” ¡El

milico que estaba en la puerta no entendía nada! Se

me acerca y me dice “¿qué es todo esto, señor? ”Soy

Charly” gritaba el otro. Hasta que el poli dijo: “¡bájense

todos y acompáñenme!“

Nos metieron a los dos en un calabozo y a las trolas las

dejaron irse. Serían las 11 de la noche. Cae el Comisario

enterado del asunto y no va que lo saca a este y le

dice “¡Charly querido! Estoy en un asado con amigos

135


en Palermo, o venís a tocarnos unos temas o te quedás

toda la noche con este viejo puto” Me quedé solo hasta

las 3 de la tarde del otro día. Por ambicioso Antonio.

Y por resentido.

—Ja ja Say no more Rubén…

—¿Lo qué?

(suena ‘Y tú te vas’ de Jose Luis Perales)

—Una vida sobre ruedas ha tenido Rubén Arriaga, y

con jugosas anécdotas, la mayoría inéditas, con famosos...

—Y a Olmedo lo conocí un 24 de diciembre de 1983,

no me olvido más, porque ese año había cambiado el

R12 por el Taunus. ¡Lo que era esa nave! al principio

esquivaba pasajeros para que no me lo toquen, imagínate.

Y a Alberto lo subo de casualidad en Talcahuano

y Marcelo T. de Alvear y noto que tenía una cara de

culo tremenda. “¿Qué pasa Alberto, problemas con

las minas?”. “Ojalá” me dice “tengo que ir a pagar una

deuda de juego, pero no tengo un mango y voy a negociar,

te prometo que hacemos rápido” Me le doy vuelta

y le digo “¿a negociar qué? ¿Tas seguro dónde vamos?

El viaje no te lo cobro, pero no quiero que tengamos

quilombo”. Me dijo que no tenía alternativa así que

136


salimos para Parque Chas. Barrio raro ese, eh. Te metés,

pero no sabés si encontrás la salida.

Paramos en la puerta del chalet. Estaba todo oscuro.

¡No había un alma! Un ladrido a lo lejos se escuchaba.

Me bajo yo a tocar timbre, y nada. Abro la reja y golpeo

la puerta. Nada. Cuando vuelvo al Taunus, lo veo a

Alberto con dos monos atrás y un gordo sentado en el

volante. Me le acerco y con mucha tranquilidad le pido

que se baje del auto. La cara no se la veía, estábamos

todos en penumbras. Me dice “¿y si no me quiero bajar

qué vas a hacer?” Ahí salta el Negro con esa voz de

corneta “tranquilos muchachos, acá el hombre tiene la

plata en el baúl”

—¡Ah, pero te mando al frente mal, Rubén!

¡Un kamikaze el Negro! Se bajan los dos monos y el

gordo, y se van para atrás del coche, uno apuntándolo

en el estómago. Abro el baúl y claro no había un sope

ahí. “¿Uds. me están cargando? si no aparece la guita

en cinco minutos son boleta los dos!” Entonces lo

veo al Negro que me hace señas con la cabeza. Le digo

“permiso Don, hablo con mi socio y ya resolvemos

esto”. “En la que me metiste Negro sorete”… “Paraaá,

pará si salimos de esta juntos te juro que... te prometo

que cuando…”. “Dejá” le digo “no prometas nada.

Quedate piola acá en el árbol”. Me acerqué a estos ma-

137


fiosos y les pagué la deuda. No tuve más remedio, si no

éramos boleta Antonio.

—No te lo puedo creer Rubén y ¿cómo les pagaste?

—Les di el Taunus… Hacía cuatro meses que lo tenía.

Mi primer 0 km ¿podés creer? Le entregué la llave al

gordo y quedamos en que el 26 hacíamos los papeles.

—Que injusticia ¿Y cómo se volvieron desde allá?

—Olmedo, les pidió que nos acercaran con el Taunus.

Yo fui atrás con los dos monos y el Negro adelante cagándose

de risa con el gordo. ¡Claro…habían salido todos

hechos! Así que en casa me descorché una sidrita,

me preparé una milanesa, el turrón y me fui a la terraza

a ver los petardos… ¡Lo que lloré esa Nochebuena!

—¿Y a Olmedo cómo se lo cobraste?

Me invitó varios años a comer al depto. que tenía en

Mar del Plata. El Maral 39. Con eso me alcanzaba, era

un ídolo para mí. Pero fui hasta el 87, al otro año ya no

fui. No le podía salvar la vida dos veces…

(suena “Everybody´s talkin´” de Harry Nilsson)

—¡Rubén, amigazo! No nos queda más tiempo. Te

agradez…

—¡La última! Porque en realidad yo vine para contar

lo que me pasó una semana antes del Mundial de Mé-

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xico. Eso sí que fue extraño.

Se me sube un pendejo en Viamonte… muy nervioso.

Me pide que lo lleve a la Recoleta. Tenía la radio

puesta y estaban hablando de la Selección de Bilardo,

y el flaco este me dice “¿le puedo confesar algo, Don?

Me hubiese encantado jugar este Mundial” Me reí y

le contesté “si, a mí también, a cualquiera le gustaría

jugar un Mundial” Pero no va que acerca la jeta entre

los asientos y, ¿sabés quién era?

—¿Gareca?

—¡No, el Pibe 10!

—¿Quién?

—¡Maradona! ¡Diego Armando Maradona!

—Pero como, si Maradona estaba concentrado en

México…

—¡A eso voy! le digo “Diego, ¿sos vos en serio? ¿pero

no tenés que estar en México ahora?”. “Debería” me

dice, “pero me usaron para un experimento. No doy

más pelado, necesitaba contárselo a alguien, tengo

una bronca bárbara” Noté que lagrimeaba. “Confiá en

mí nene, ¿en qué te puedo ayudar?”

Me pidió que entrara con él a la casa. La Claudia estaba

arriba durmiendo. Así, medio en penumbras, con

la luz de un velador, saca una carpeta de un cajón y me

muestra: “mirá, esto es un prototipo que armaron Bi-

139


lardo con unos japoneses. Es un como Super Hombre,

un robot jugador. Por dentro es de metal y por afuera

es de silicona. Lo hicieron idéntico a mí”.

¡Me quedé duro Antonio, no te miento! “Osea que

¿este aparato está allá en México ahora?” “Si, va a jugar

por mí” me dice Diego.

—Ja ja ¡qué historia más graciosa Rubén!

—No, no, no. Te estoy hablando en serio. Le pregunté

qué hacía en la calle Viamonte y me dijo que había terminado

de firmar en la AFA un juramento de silencio.

¡Le duró poco! Ya lo sabía hasta el taxista. Entonces

me muestra los planos de la cosa esa. Estaba todo lleno

de engranajes, tuerquitas… “¿Y qué vas a hacer?” le

pregunté “¡No puedo hacer nada maestro! Me callaron

con mucha guita encima. Por lo menos eso, pero jugar

en la Selección es un sueño que tengo desde chico. Ya

quedé afuera en el 78 y en España fracasé”.

Eso era cierto. Y me dice “me quedan dos opciones:

que este androide la rompa toda y Argentina gane la

Copa o que alguien se dé cuenta de la trampa y se destape

la hoya. Ahí, yo me lavo las manos.

“Prefiero la primera” le dije. Diego seguía explicándome:

“los japoneses nos aclararon que, al ser un modelo

nuevo, el robot puede tener fallas. Por ahí en un salto

en vez de ir con la cabeza, pone la mano, por ejemplo”

140


“¿Pero vos lo viste jugar?” le pregunté.

“¡Sí, y es una máquina! También te puede hacer un

golazo gambeteando 7 jugadores, como hizo en una

práctica”

Me invitó una Coca-Cola y me despedí un poco triste

por Diego, pero esperanzado con el bicho ese que lo

reemplazaba. Al final nos fue bien y todo quedó en el

olvido.

—No puede ser Rubén, es decir que...

—¿Pero no te das cuenta Antonio? El Diego del 90 y el

94 sí era el verdadero, y fíjate como nos fue…

(aplausos)

—Ahora si Rubén, te agradecemos que hayas…

—¿Y a políticos? ¡Un montón! A Perón lo llevé cuando

volvió en el 74, pero esa vez yo estaba peleado con

Patricia y ni me fijé a quien llevaba, tenía la cabeza en

otro lado, Un changarín le abre la puerta de atrás y me

dice: “Y, ¿te dejó buena propina el General?” “¿Qué

general?” le pregunto. “¡Juan Domingo!” me dice.

“Uh... y ahora que me decís, hasta me olvidé de cobrarle.

¡La puta madre!”

(se apagan los micrófonos y suena “It never rains in

southern California” de Albert Hammond)

141



EMBRUJO DE VIVOS

—No te enojes, escúchame… tú eras muy chico

cuando conocimos a Charly Crowley, tendrías 4 y yo

16. Los padres de Charly, que tenía mí edad, se habían

mudado a la casa de enfrente, la que los chicos de la

zona llamábamos “la Embrujada”. Aunque en realidad

papá decía que todo el barrio estaba embrujado…

Los Crowley venían vagando de ciudad en ciudad, tratando

de escaparle a la crisis. Nos hicimos amigos muy

rápido, mientras saltábamos los bordillos en skate, o

paseábamos en bicicleta antes de que el sol cayera.

Era bastante tímido con la gente, pero muy verborrágico

por momentos.

A veces me daba miedo estar con él porque lo asociaba

con la casa donde vivía, y sobre todo con la habitación

donde dormía.

Años atrás, cuando los Patterson vivían allí, el hijo

143


menor Peter, encontró a su hermana asfixiada con

una almohada, en el cuarto que ahora ocupaba Charly;

cuando el padre de Peter lo vió parado en la puerta,

corrió hacia él y lo arrojó por las escaleras con gran

fuerza. Peter no murió, pero perdió la vista en un ojo

por un golpe en la caída. George Patterson fue condenado

a 35 años, pero murió apuñalado en la cárcel de

Luisiana, a manos de Carl Mustoff, un oficinista que

casualmente había vivido en nuestra calle.

—¿…quién era Mustoff?

—Carl Mustoff, estaba casado con Janice, no tenían

hijos, y vivían en la casa contigua, al este de la de Patterson.

Llegaron allí, cuando el barrio recién levantaba

sus cimientos. Consiguió trabajo en una agencia

del downtown y durante los almuerzos comenzó a frecuentar

lo bares donde Luky Gandola, un bravucón

italiano, tejía sus negocios sucios. Se hicieron amigos

y una mañana Carl, llamó a Janice para avisarle que

preparase un ágape acorde al invitado, porque quería

quedar bien con el poderoso de turno. La cena nunca

se concretó, porque Luky Gandola y dos secuaces

más, se adelantaron unas horas a Carl y visitaron a la

inocente Janice. No tenían buenas intenciones, está

claro. Cuando Carl llegó a las 19.30 encontró a su esposa

tirada en el suelo y con una gran mancha roja

144


entre sus piernas. Llamó a una ambulancia, pero ya

era tarde, Janice había fallecido desangrada. Mustoff

tomó su revólver y manejó por la ciudad a más de 100

km/h, ignorando semáforos, peatones… ¡estaba desquiciado!

Entró al bar y encontró a Luky y dos prostitutas tomando

whiskey, riendo a carcajadas con sus amigotes.

“Hey Carl… perdón por faltar a tu invitación, llegaron

amigos y me entretuve, ya sabes…”

Lo irónico es que entre esos amigos de Luke, estaba

George Patterson, que se metió en la conversación “Tu

eres Carl, la nueva mascota de Luky, ¡ja! que lástima

habernos perdido el pavo asado de tu mujer, dime

cuan..”

Mustoff no dejó terminar la frase de ese estúpido y

acercándose a pasos lentos, le reventó la cabeza de

seis disparos a Luky Gandola.

La policía llegó pronto, y Mustoff fue condenado a cadena

perpetua.

—Es decir, que Mustoff y Patterson ya se conocían de

antes… pero ¿por qué lo asesino en la prisión?

—Mustoff masticó bronca eternamente por lo sucedido

y reparó en que Patterson también había participado

de la vejación a Janice, cuando mencionó el detalle

145


del “pavo asado de tu mujer”. El bufón había estado en

su casa; si ni él sabía que iban a cenar.

—Increíble… ese barrio era siniestro, de todos modos…

—Años después en la casa al oeste de la de Patterson,

donde vivía Felizia…

—…¡la anciana que tenía un coyote!

—La misma. Había enviudado hacía poco y se sentía

sola, no tuvo mejor idea que llevarse a un coyote de

mascota. Fue la época en que mamá no nos permitió

salir a la vereda por miedo a que lo tenga suelto.

—Lo recuerdo…nos había comprado la Atari para

compensar.

—Si, la cuestión es que Felizia se apegó demasiado al

coyote… dormía con él, se bañaban juntos. En poco

tiempo paso de ser la Tía de los pasteles de fresa a la

Vieja loca del coyote. La policía intentó secuestrarle

el animal en diversas oportunidades, pero ella era astuta:

cuando la poli llegaba, lo escondía en el sótano.

Entonces un día, como todos vaticinaban, el coyote se

escapó y recorrió la cuadra como si fuera un bosque

canadiense. Entró por la puerta de servicio de la mansión

de los Quintana, unos españoles adinerados de

quién mamá y papá eran amigos, y en un descuido comenzó

a morder a Toby, el pequeño bebe de la familia.

146


—¡Aghh! Recuerdo eso…

—Luis escuchó el llanto desgarrador desde la habitación

de arriba: cuando bajó se encontró con el peor

escenario imaginable. Tomó lo primero que vio a su

alcance, creo que fue una cuchilla y descargó más de

treinta puñaladas en la bestia.

—Toby se salvó, lo conocí en la preparatoria.

—Si, increíblemente pudo vivir, pero recuerdo las burlas

incansables de sus compañeros por las cicatrices

en su rostro.

—¿Y Felizia?

—La señora al conocer la suerte de su mascota, se

ahorcó en la cocina de su vivienda.

—¡Vieja zorra!…

—Un tiempo antes del altercado de Patterson y sus hijos,

en la casona verde, que está al este de la nuestra,

un hombre obeso se mudó desde Iowa. Venía por negocios

inmobiliarios según dijo papá.

—¿Cómo se llamaba?

—No lo recuerdo, pero sitúate en mi cuarto… ¿qué

veías por mi ventana?

—La ventana de la habitación de la otra casa.

—¡Exacto! Durante noches enteras espié su extraño

comportamiento. Yo apagaba el velador, corría la cortina

y miraba al vecino de 200 kg moverse misteriosa-

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mente. No sé cómo explicarlo, pero las siluetas eran

suyas, manejando cuchillos como un ninja, subiendo

y bajando escaleras, sombras de mujeres, siendo que

él vivía solo y nunca vi a nadie entrar allí. Una noche

tras de él, pasó la silueta de un T-Rex.

¡Pude ver su enorme tamaño y sus pequeños brazos!

—¿No sería un ilusionista?

—Lo dudo, salía todas las mañanas con un portafolios

rojo, subía a su Corvette y no regresaba hasta el

anochecer. No tenía aspecto de Houdini. En general

era silencioso, pero tuvo su época ruidosa en la que

¡gemía! y a continuación se escuchaban martillazos,

sirenas, risas de gente. No era sonido de TV, de eso

estoy seguro. Al cabo de un año y medio, al subirme

al autobús escolar, vi el letrero de PROPIEDAD EN

VENTA y ya nunca más supe de él.

Hasta Patterson en una ocasión fue a tocarle el timbre

por los ruidos molestos. “¡Si no dejas de hacer bullicio,

voy a matarte cerdo inmundo!” le gritaba.

—Digamos que esa fue más extraña que trágica…

—Si, pero mientras el gordo hacia sus rituales con testigos

ocultos, ocurrió lo de Jackie, la vecina de la casa

del otro lado. De todos los que ocurrieron en el barrio,

este caso fue el que más me aterró.

—¿Cuándo Bobbie bajó..?

148


—Correcto, aquella tarde al volver de la escuela, mamá

me exigió que hiciese la tarea y me quedara en casa.

En el momento de la tragedia estaban Bobbie, Stephanie,

que vivía a unas cuadras más al norte, en la “Zona

segura” como le llamábamos, y Jackie, con su sombrero

cowboy como siempre.

Jugaban béisbol en un descampado que había detrás

de su jardín, un solar que hasta el día de hoy nunca

fue ocupado. Entre base y base, Jackie persiguió el

balón mirando al cielo y desapareció en un segundo.

La tierra se la había tragado literalmente. La ubicaron

rápido, aunque nunca habíamos visto ese agujero allí.

Todo el barrio se reunió alrededor del hoyo, escuchando

los gritos de dolor de Jackie, que se había fracturado

los brazos al caer. Llegó la policía y propuso que

alguien bajara a rescatarla.

—¿No alcanzaba con tirarle una soga?

—La niña no podía mover ninguno de los brazos, por

eso Bobbie, que era muy delgada, fue la opción más

lógica, a pesar de la negativa de los padres. Le ataron

un improvisado arnés por la cintura y la bajaron hasta

donde Jackie había caído, que no era lo más profundo,

sino un descanso en el pozo. Bobbie cargó a la

pequeña en los hombros como pudo y cuatro policías

jalaron la cuerda hasta depositar a la niña herida en

149


la superficie. La que corrió peor suerte fue su amiga,

porque mientras sacaban a Jackie de sus hombros, el

nudo de Bobbie se desató y cayó al vacío más profundo,

el que no había alcanzado Jackie. Nunca pudieron

rescatarla y tampoco se supo si murió al caer o falleció

de inanición.

—Pobre niña… ¿Y Charly Crowley?

—Claro, Charly… comencé el relato con él. ¿Mencioné

que era muy retraído?

Luego de entrar al Instituto, entabló relaciones con tipos

poco sociables, los llamados “Nerd”. Entre ellos

estaban Doherty, campeón en matemáticas y Leroy, el

gordito de la clase, que además tenía la desgracia de

ser afroamericano..

—¡Eso no es una desgracia!

—Está bien, pero lo cierto es que Charly se enamoró,

inocentemente de la chica equivocada. Lindsey Halley,

la ex de Frankie McFerry, el mariscal de campo

del equipo de Fútbol del Instituto. Le enviaba rosas,

cartas anónimas, pero todo el colegio sabía que eran

suyas.

Frankie celoso, luego de una clase, echó a todos del baño

y arremetió contra Charly, dándole la paliza de su vida.

Charly tuvo que comer papilla durante un tiempo, por

la prótesis bucal. Además de traumatismos de cráneo

150


y varias costillas rotas. Frankie no tuvo mayor sanción

que una multa económica.

—Pero Charly planeó su venganza…

—Si, luego de semanas postrado, y aun con dificultades

para mantenerse en pie, volvió al Instituto y se metió

al campo de juego mientras el equipo pre-calentaba.

Estaban todos ese día, porque era la previa de una final

y el equipo convocaba incluso en las prácticas.

Yo estaba en las gradas cuando Charly gritó:

“Frankie! Ey… amigo ven aquí!”

“Lárgate Charly ya no hay más que hablar, te lo dije

todo en el baño”.

Las carcajadas de los espectadores, retumbaron en la

cabeza del pobre Charly, pero se mantuvo frío.

“Quiero darte un abrazo y perdonarte. Por favor déjame

hacerlo con tu público presente”.

Frankie tiró al césped el casco y caminó sobrando a

quien había sido la víctima de sus golpes.

Yo intuía que algo malo saldría de todo eso… y así fue.

—¿Cómo dejaron que Charly…?

—No lo sé, pero las piernas de Franki explotaron como

tomates cayendo de un techo. Sonaron más de 5 disparos.

Lo dejó lisiado de por vida.

—Tú también podrías haber sido atacado por Crowley,

en ocasiones colaborabas con las burlas a los nerds.

151


—Pero Charly me respetaba, nos conocíamos de la

cuadra.

—¿Logró escapar, no?

—En parte, porque volvió a su casa, se inclinó en la

puerta y se voló los sesos con la única bala que le quedaba.

Mamá escuchó el estruendo.

—Qué lugar Dios mío… Todo ha sido una real y maldita

locura. Yo vine a despedirme…

—Y en casa también… bueno, muchos años antes de

que mamá comprara el terreno donde luego construirían,

un gran incendio quemó hectáreas de trigo y tres

esclavos murieron calcinados en la bóveda.

—Ya no quiero ni acercarme a ese sector…

—Yo tampoco…

—¡Tú no puedes, de hecho!

—Por eso te digo… cada acontecimiento me traumó…

tuve una infancia difícil, la muerte siempre me acechó

a cada instante.

—¡Lo tomaste muy personal, nosotros siempre nos

mantuvimos al margen de toda esa mierda! Hasta

que…

—Le pedí a gritos a papá irnos de ese lugar, pero nunca

me escuchó, ¡nunca entendió lo que yo sentía!

—Nada justifica lo que hiciste… papá no lo merecía, y

aunque seas mi hermano deseo con todo mi ser, que te

152


pudras aquí adentro.

—No levantes la voz, te sacaran de aquí. Tu no conociste

realmente a papá. ¡Fue un hijo de puta! Antes de

que tú nazcas, mamá sufrió golpes constantes, maltratos

psicológicos. Yo sabía que ese lugar estaba transformándolo,

por eso le rogué que...

—¡No lo creo!

—¡Créelo! La golpiza más grande la recibió cuando se

enteró que estaba embarazada de ti. Ella creyó que,

trayendo un nuevo niño a la casa, él iba a recuperar el

espíritu familiar, ¡pero fue peor! Tomaba mucho alcohol…

incluso hasta el mismo Patterson, ¡el hijo de

putas malnacido de Patterson, parecía mejor persona

que papá!

Una chicharra anunció el término del horario de visitas

en la penitenciara local.

—¡Si no quieres, no vuelvas nunca más, bórrame de tu

vida, pero créeme, yo vi el mundo como era!… un lugar

donde los condenados fantasmas y los monstruos

eran de carne y hueso.

153



ETERNAS CONFESIONES.

Programa N°2

(Suena la intro del programa con “Forever and

Ever” de Demis Roussos)

Las cero en punto de este, ya domingo 13 de agosto

de 1995, mi nombre es Antonio Serrano y, durante

las próximas 2 horas, como desde hace 18 años, estaremos

compartiendo este encuentro semanal, donde

seremos testigos de “Eternas confesiones”. Cada semana

tenemos un invitado en el estudio, elegido mediante

las solicitudes que nos envían por correo...

Hoy estamos nuevamente con Rubén Arriaga, el taxista

porteño que nos deleitó la semana pasada con

sus “Eternas confesiones”. Buenas noches Rubén.

—Buenas noches Serrano, gracias por invitarme otra vez.

155


—Bueno Rubén, estas aquí un poco porque el público

lo ha pedido y otro porque notamos que se quedó con

ganas de seguir contando sus anécdotas. Con la producción

no hemos podido corroborar si las historias

que Ud. contó fueron ciertas, pero…

—¡Yo no miento Serrano! y menos a la gente. ¿Y sabe

qué? Algunas no tenía pensado contarlas por miedo a

que me señalen de mentiroso.

—Me parece perfecto Arriaga. Cuéntenos un poco de

su vida.

—¿En abril del 87?, a ver si se dan cuenta de quién

hablo. Había parado en el barcito del Polaco a tomar

un café y suena el teléfono público de ahí. “Tomá” me

dice, “es para vos, de Presidencia”. Agarro el tubo, era

Carlitos Becerra, el Secretario de Alfonsín. Me la hace

corta: “Pelado, ¿estás viendo la tele? se nos pinchó

una goma y necesitamos a alguien de confianza para

llevar al... bueno, venite al Newbery y te explico” Se

me hacía el misterioso.

Llegó al aeropuerto y había un quilombo bárbaro. “Por

mí no vino esta gente” pensé. Y no va que se me sube

Carlitos y al lado, ¡el Papa!…

—¿Su santidad, Juan Pablo II?

—¡El mismo! ¡En el asiento trasero del 504! Decí que

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era 0 km, pero tenía una mugre…

Yo no sabía cómo saludarlo, me le doy vuelta y me

hago la señal de la cruz. “Falta que le muestres ajo, boludo”

me gasta Becerra. “Dale, sacanos de este infierno,

Rubén. Llevanos a Casa Rosada” El Papa iba duro,

estaba cagado hasta las patas, pero nunca se sacaba la

sonrisita de la cara.

Agarro por Lugones hasta la 9 de Julio y se me dio por

comentar que, si yo no estaba en lo del Polaco, no me

enganchaba ni en pedo.

“Pero si siempre estás ahí boludeando” me dice Carlitos,

y el Papa, atento me pregunta: “¿polaco? yo soy

polaco, ¿cómo se llama su amigo?”

Me quedé pensando, por que para nosotros era el Polaco

Andrés y ahí me acordé: “Andrej… Wojtila se llama”

¡No sabés el grito que pegó el viejo! “Andrej Wojtila?,

pero si es mío sobrino. Quiero verlo, ¡lléveme

por favor!” Claro, yo ni puta idea de que el Papa tenía

el mismo apellido que el Polaco. Ya encaraba para el

bar, pero Carlitos me quería frenar a toda costa, hasta

que Juan Pablo II se le puso recio, y… ¡andá a desobedecer

al Papa! Te la hago corta. Freno en la vereda del

bar y les digo “esperen acá, que le preparo la sorpresa

al Polaco”.

Hago todo el preámbulo y lo dejo a Juan Pablo II en

157


la puerta, caminando, despacito con los brazos al cielo:

“Querido sobrino Andrej, ¡por fin te conozco!”. Los

clientes se arrodillaban y el otro estúpido se lo queda

mirando con la boca abierta y una bandeja en la mano.

Lo miro y le digo “¡reaccioná Polaco, te está saludando

el Sumo Pontífice! ¡Te lo traje porque es tío tuyo!”

—¿Y qué hizo el muchacho del bar?

—Me mira y me dice “sí, todo bien, pero yo soy judío y

además no es mi tío”. “Pero es el Papa, Polaquito querido,

¡abrazalo aunque sea!”

“Si, pero no es tío mío. Yo soy Andrej Bojtala”.

Juan Pablo me mira re caliente y me pregunta “¿Es

cierto eso? ¿Puede ser ud. tan descuidado?” Becerra

no sabía dónde meterse “¡me van a rajar por tu culpa,

pelado!” Entonces lo agarra del brazo al Papa para llevárselo,

pero yo cazo una cámara descartable que ya

había agarrado de la guantera y le grito al Polaco ”¡ponete

que te saco una para colgar en la pared!”. Frenan

tres segundos y saco la foto. Becerra y el Papa se tomaron

otro taxi que estaba parado en la puerta y se van.

—¿Y qué pasó luego?

—Nos quedamos viendo por la tele el encuentro con

Alfonsín en Casa Rosada. El Polaco me dice: “Pero si

vos sabés mi apellido, Rubén”.

“¡Ya sé, salame, pero yo pensé que me ibas a seguir la

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corriente! Ayer leí en el diario que este Carol Wojtila,

el Papa, tiene sobrinos en Argentina y se me ocurrió

armar esto. Medio improvisado, pero ¿quién te quita

lo bailado? ¡Mañana mando a revelar la foto!“

(risas y aplausos)

—Anécdota tras anécdota se va superando Rubén,

que increíble historia. Y alguna vez trabajo en...

—Ya en los 90 me calmé un poco, no hay anécdotas

tan buenas. La gente se rajaba mucho a Miami. Llevaba

mucha gente a Ezeiza.

—Bueno Rubén, pero alguna otra historia tendrá, la

gente está esperando…

—Un tiempito antes de la del Papa, hubo otra noche

extraña. Una noche de frio polar. No podía ni agarrar

el volante porque el 504 no tenía calefacción, pobrecito.

Andaba por Recoleta y veo a una señora que me

hace señas. Abre la puerta trasera ella, yo ni me quería

bajar, y mete a un anciano con bastón. Y le dice

“quédate tranquilo Jorge, yo le indico al chofer”. La

mina me dice “llévelo a Berutti al 2300, en Palermo”.

Yo sabía que Berutti a esa altura es en Palermo, soy

taxista, entonces le digo “si señora, ya sé en qué barrio

está esa calle, no soy ciego”, “pero mi marido sí” me

159


contesta. No sabía donde meterme. Íbamos callados

los dos en el viaje con este hombre. El frio te paraliza,

no te dan ni ganas de abrir la boca, hasta que el viejito

me dice “¿usted leé señor?”. “Sí”, le digo, “todos los

martes compro El Gráfico”.

Me dice “Claro, como yo no puedo leer, escribo”.

¿Y, ya sacaron quién es? No sé cómo darle más misterio

Antonio…

—Eh… Jorge, anciano, escritor, ciego… ¿era Jorge

Luis Borges?

—¡Si, estás hecho una luz Serrano! Entonces Borges

me dice “yo lo admiro señor conductor, admiro su

profesión. Yo no he sabido manejar mi vida, menos

podría manejar un vehículo y poniendo en riesgo la

vida de otro”.

“No pasa nada Jorge: embrague, cambio, acelerador,

freno… no tiene mucha ciencia. Eso sí, hay que respetar

los semáforos, porque en Buenos Aires hay mucho

loquito”.

“Ajá. Una visión muy técnica, claro. Yo soy un hombre

mayor, ya no recuerdo casi nada de mi vida. Siempre

digo que he nacido en otra ciudad que también se llamaba

Buenos Aires, es decir, que ha cambiado tanto

que es otra. ¿Ud. cómo la ve?”

“Naa, olvídese, ¡un quilombo el tránsito! Todos pu-

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teándonos. Tenés al que pasa en rojo, el que te tira el

auto, la vieja que va por el medio de calle. No te recomiendo

que manejes en Capital, Jorge…”

“Un buen consejo para un no vidente” me contesta.

“Si, me queda en claro que lo suyo es vocación. Mi padre

me decía que leyera solo cuando me interesara, y

que solo escribiera cuanto tuviera una necesidad de

hacerlo”.

“Yo arranqué por mi viejo, le digo... y al principio no

me gustaba el taxi, yo quería ser profesor de historia,

Borges”.

Y ahí se ve que le desperté el bicho al viejo. Algo de mí

le cayó bien, porque cuando llegamos me pide “suba

señor, tomemos un café en mi residencia y mientras,

quisiera que me lea algunos párrafos que le van a interesar”.

—Rubén ¿Ud. estuvo en la casa de Borges?

—Yo tenía tanto frio que pensé “este tipo debe tener

la calefacción al mango, subo un rato y me caliento un

poco”.

Así que lo ayudé a subir. Preparé dos cafés yo, porque

le dije a la piba que lo cuidaba, que se vaya a dormir.

Escuchá Antonio: tenía esos sillones altos de terciopelo

bordó, tipo francés... una belleza. Estaban pegados

a un hogar. “Fíjese en la biblioteca, el tercer estante,

161


‘Fervor de Buenos Aires’, mi primer libro editado. Le

hará entender muchas cosas” me dice.

Yo pensaba “esto debe ser un bodrio” pero me aclara:

“hice solo 300 copias allá por 1923. Quédese con este

ejemplar mi buen amigo”.

Prendí una lámpara de pie que estaba al lado de mi

sillón y ahí nomás le leí cuatro, cinco páginas hasta

que lo escucho roncar. Se me quedó dormido. Me llevé

mi obsequio, pero le devolví la plata del viaje que me

había dado la esposa.

—María Kodama…

—Esa. La misma que al otro día en la tele, contaba que

su marido había fallecido esa noche, dormido en el sillón.

(silencio y suena “Adiós Nonino” de Astor Piazzola)

—Estamos de vuelta con Rubén Arriaga, este personaje

de Buenos Aires, que hoy nos acompaña, como

la semana pasada. Va quedando poco de programa

y…

—¿La última? Entonces la de Pelé no se las cuento

porque es brava, pero me acuerdo de una, allá por los

ochentas también. Ochenti… seis… ochetisiete. Una

noche hermosa, en septiembre. Estaba tomando un

162


Cinzano en lo del Polaco. Serían las 21 hs., el local lleno.

Cae Don Julio Grondona, el de la AFA. Le hago las

señas del ‘As de Espadas’ al Polaco, para que le saque

una foto, pero el tipo mira el reloj, apoya un maletín

en la barra y se raja. Enseguida me acerco al bulto.

“¿Será una bomba?” me dice el Polaco. “Escondela un

cacho ahí atrás” le digo, “si explota ¡ni te enterás!”.

Salgo a la vereda para gritarle, pero ya no estaba.

—Le quería devolver el maletín a Don Julio, pobre…

—Y claro, así que lo cargo en el taxi y me fui a dar unas

vueltas por el barrio a ver si lo veía. Nada. Vuelvo al

bar y como estaba lleno de gente pego un grito: “disculpen

señores, ¿alguien sabe dónde queda la ferretería

de Julio Grondona?” Silencio, hasta que uno por

allá perdido, me dice “Independencia 539, Sarandí”.

Entonces pensé “me voy hasta allá, toco timbre y si no

hay nadie, espero en el auto hasta mañana y se lo devuelvo.

Por ahí en recompensa me consigue un laburo

de canchero en algún club”.

—¿Y qué había en el maletín?

—Buena pregunta. Antes de hacer semejante viaje al

pedo, se me da por descartar que no sea una bomba.

¡Nada que ver! ¿Sabés qué había?

—¿Qué?

—¡La copas del 78 y del 86!

163


—¡No le puedo creer!

—Si señor. ¡Las originales! Una belleza, doraditas, pesadas.

Así que agarré por Av. Frondizi y cuando llego

al Puente Pueyrredón: operativo. ¡Chau, preso por afanarme

las Copas del Mundo! Me piden documentos,

cédula verde, seguro y me revisan el baúl del coche.

Le digo “flaco, estoy laburando, tengo un viaje que me

está esperando”.

“Ábrame el baúl” me insiste. Le abro. “¿Qué hay en el

maletín?” Lo miro y le digo “Ahí tengo las dos Copas

del Mundo: la de Kempes y la del Diego”. ¡Se me cagan

de risa! “En serio, abrila y fijate” le digo. Yo ya estaba

jugado, pero como a los milicos les gusta llevarte la

contra en todo lo que decís, no la abrieron un pito y

me largaron. ¡Lo que chivé esa noche!

Llego a la ferretería, toco timbre y me abre una señora.

La mucama. Le muestro que tengo algo para Don Julio

y me dice “vaya para el patio que están en la parrilla”.

Paso para el fondo y los veo en dos reposeras a Grondona

y al Turco Menem. “Permiso muchachos, ¡buen

provecho!... Don Julio, mire, le traigo el maletín que

se olvidó en el bar” Me mira decepcionado y me dice

“¿justo vengo a dejarlo en un bar de tipos honestos yo?

Puedo tener tanta mala suerte”. “No le entiendo Don

Julio…”, me mira el Turco Menem y me dice “es que

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Don Julio las quería extraviar a propósito para cobrar

el seguro. ¿No era así su idea Don Julio?” Grondona

resignado me dice “¿Podés ser tan pelotudo y honesto

a la vez querido… cómo averiguaste mi dirección?”

En eso, saliendo del baño aparece Bilardo, el DT de

la selección, que había escuchado todo y le empieza a

recriminar al viejo: “Uté ta loco Juleo, ¿cómo va a ser

eso? ¡Con lo que costó conseguirla! Eso vale oro Juleo,

vale más que un Oscar” Don Julio le grita “pero si la

ganó Maradona la Copa ¿qué problema te hacés vos?”

y el narigón seguía sin escucharlo “uté ta loco Juleo,

uté no puede hacer una cosa así… hay que denunciarlo”

—¿Y qué hiciste Rubén?

—Menem me mira y me dice “iévese ese baúl compañero,

ia bastantes problemas a traído desde que lo trajo.

Si lo acusan a Ud. dígale que vaian a la justicia…”.

Grondona y Bilardo se gritaban en la cara, la mucama

quería llorar. Agarré el maletín y seguí el consejo del

Turco: ¡me fui a la mierda! Creo que escuché volar un

par de piñas. ¡Bilardo me corrió como cien metros!

Al otro día miro el Clarín y el titular decía “ROBARON

LAS COPAS MUNDIALES DE FUTBOL. LA AFA CO-

BRARIA 20 MILLONES DE DOLARES DEL SEGU-

RO SINO APARECEN”. Una locura Antonio. Nunca vi

165


tanta corrupción.

—¿Y las Copas?

—Ah, ¿las Copas?, están en una repisa en lo del Polaco.

Todos piensan que son de plástico.

(aplausos y van a la tanda con ‘Angie’ de los Rolling

Stones)

—Estamos en el último bloque de estas “Eternas Confesiones”,

con Rubén Arriaga, escuchando este hermoso

tema de los Rolling Stones…

—Ya que los nombrás… ¿les conté la que me pasó en

enero de este año, cuando metí a los rockeros estos en

el baúl del auto?

—¿Cómo? ¡Esta es la que faltaba! A ver… cuéntenos

la última porque se nos va el programa.

—Estos yanquis llegan a Argentina en enero, y yo me

estaba por ir a Necochea unos días. Todos los años me

alquilo una casita piola y me voy a la playa. La cuestión

es que ese día dejo a un matrimonio en Ezeiza y se

me suben cuatro pendejas en el coche. “Rápido señor

¡siga a esa camioneta!” me gritan. “Pará flaca” le digo

“esto no es una película de Starkey y Hutch, yo no voy

a perseguir a nadie”. ¡Estaban enardecidas las pibas!

Me ponen 200 pesos de adelanto y me tiran “sígala

166


que hay más”

—Ya sé, siguió la camioneta que llevaba a los Rolling

Stones.

—No, para nada. Esos ya estaban en su hotel. Estas

minas querían que siga a esa camioneta porque se corría

el rumor que adentro iba un tal Bon Jovi. Y con la

guita que me habían dado, y la que me prometieron,

las llevaba hasta Olavarría.

En eso escucho en la radio algo así como “Un año cargado

de recitales será 1995, con la llegada de los Rolling

Stones y en septiembre la de los Bon Jovi” En

septiembre decían que venía este tipo, ¡me cagaba el

viaje si no era él! Manoteé el dial de la radio y cambié

enseguida. Y para distraerlas les tiro: “¿a los viejos estos

que tocan hoy, no van?”

“Ya sabemos que los Bon Jovi vienen en septiembre,

pero somos del Club de Fans y sabemos que Jon el

cantante, vino antes por negocios”

Me hice el sonso y seguí a la camioneta hasta el Four

season.

—¿Y qué hiciste Rubén? ¿Qué hicieron las chicas?

—Me metí al garaje del hotel con la camioneta que seguía,

en fila. Las despacho a las pendejas, que me dejaron

cien pesos más y me acerco a un guardia. “¿Cómo

andás nene? Vengo a tomar algo al bar del hotel, ¿por

167


dónde es?” El gordo me hace la seña de que pase al

hall.

—¿Pero, qué más ibas a hacer en el hotel?

—Antonio, no todos los días te pagan 300 pesos por un

viaje. Me quería dar un gustito. Llego a la barra, pido

un Gin tonic y en eso veo a un viejito de pelo blanco

que venía tranqui por el pasillo. Se me para al lado y

le pregunto “¿acá está Bon Jovi?”, me dice “mi, no entender.

My name is Charly Watts”. Lo miro al barman

y le hago gestito de que no entendí un pito. “Dice que

él, es Charly Watts, el baterista de los Rolling Stones”.

¡No sabía dónde meterme Antonio!, me hice el boludo

y le di un abrazo. “Congratulations” le digo. El barman

se me cagaba de risa. Enseguida este Watts me dice:

“Do you want to meet the rest of the band?”.

“Que subas a conocerlos” me traduce y le digo “dale,

haceme una ronda para llevar. Poneme mi Gin tonic,

un Martini, un ron y algún whiskacho, como para caer

con variedad. Si hay miseria que no se note”. “Llevala

vos la bandeja” le dije al inglés, “que me van a confundir

con un mozo”.

Entramos a la suite, pero no había nadie. El viejo este

se va al baño y yo salgo al balcón que tenía la puertita

abierta. No te miento: nunca tuve una ovación tan

grande en mi vida. ¡Abajo había como mil personas!

168


Claro, me confundieron con alguno de estos tipos. Yo

levantaba los brazos, parecía Perón en la Rosada. Entonces

veo que entran Keith Richards y Mick Jagger.

A esos sí los conozco. ¡Tenían un mareo hermano…!

Empiezan a chupar y a mezclar todo lo que yo había

pedido y, en un momento veo que sacan un polvito y

entran a darle a la de crédito.

¡Un descontrol importante, Antonio! Al rato cae otro

igual, acompañado por varias señoritas. ¿Ron Wood

puede ser?

—Sí, el segundo guitarrista.

—Prendo la radio… pasaban ¡’Qué tendrá el petiso’!

Todos meta pachanga, chupi, merca: ¡una orgia griega!

Y en un momento golpean la puerta: “¡Policía, antinarcóticos!”

Pensé, estos ingleses están re pasados,

yo también caigo. Los agarro a todos, los saco por una

puerta trasera y nos metemos en un ascensor de servicio.

El baterista se quedó arriba con las minas, pero

por lo menos yo había rescatado a tres. Pensé: “si los

subo al auto, los va a ver medio mundo” No tenía alternativa,

los amontoné en el baúl del 504 que es grande

y me los llevé.

—Pero eso es un secuestro Rubén…

—¡Déjate de joder! Les salvé la vida a estos tipos. Caigo

en el bar del Polaco con los tres totalmente dados

169


vuelta. Este, acostumbrado, antes que nada, agarra la

cámara y nos saca una foto. “¿Quiénes son?” me pregunta.

“¡Los Rolling Stones boludo! Dales algo para

que se despabilen que en dos horas tocan”. Los metemos

en el lavadero de atrás y lo veo al Polaco abriendo

las canillas. “¿Qué hacés bestia?” le digo. “Baldazos de

agua helada Rubén, es lo más efectivo”. “Dale, apurate

que hasta River tengo una hora”.

—¿Y qué pasó, tocaron al final?

—¡Tenés menos rock que un nigeriano, Antonio! Sí,

claro que tocaron… fue hace dos meses…

(música y aplausos)

—Tiene razón Rubén, pero nos dejó con la intriga de

su anécdota con Pelé. ¿Puede contarla rápido?

—Noo, olvídate, ¡necesito un programa entero! Además,

si cuento esa se arma la podrida. El grone me la

tiene jurada si hablo. No importa si está en Brasil, en

Suiza… ¡el negro se viene a Argentina y me mata!

(se apagan los micrófonos y suena “New York, New

York” de Frank Sinatra)

170


Nota del autor: El programa radial “Eternas Confesiones”,

fue cancelado sin previo aviso esa misma semana,

luego de la segunda invitación al taxista. Nadie

explicó los ‘porqué’, pero luego de 18 años ininterrumpidos

en el aire, la emisión semanal llegó a su fin.

Tampoco se supo nada sobre el paradero de Rubén

Arriaga, aunque lo más probable es que siga deambulando

por el asfalto porteño, recolectando anécdotas.

Los audios de los 2 programas pueden encontrarlos en

YouTube como “Eternas Confesiones: Rubén Arriaga”.

171



¿POR QUÉ NADIE ENTRA A

ENGRID’S BOOKSHOP?

En el intrépido atardecer de Autumnville, los

chicos cruzaron el boulevard frente a Engrid’s Bookshop,

en busca de una respuesta, quizás un tanto

arriesgada. Iban desafiantes, sobre la acera, contemplando

mil chimeneas humeantes y ventanas con aroma

a pastel recién horneado.

Mojo y su inseparable amigo Oliver, forjadores de

una exquisita amistad, sospechaban que en Engrid’s

Bookshop, la librería más antigua del pequeño pueblo,

se guardaban repugnantes secretos de magia negra y

ocultismo. Además de una perpetua sensación de gritos

ahogados, que se percibía al pasar por el frente del

local.

—Solo pensar en Engrid´s, imagino las gárgolas de

Notredame, que me producen pesadillas y veo una

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tumba con vivos muriendo sin respirar. Ve tu primero

Mojo, tu madre a entrado allí alguna vez.

—¡Vaya que eres miedoso Oliver! Y que imaginativo

te has vuelto. Entraremos juntos, como lo acordamos.

Mi madre nunca entró, por cierto.

Sobre el pavimento, los charcos de la lluvia matinal,

descansaban accidentalmente. Oliver hundió su bota

derecha en uno, y gritó como si un martillo hubiese

aplastado su dedo gordo.

—¡Shhh! Oliver, no debemos llamar la atención de…

—¿A mi atención te refieres? —sorprendió una mujer

interponiéndose a la entrada.

—¡Señora Bolan! Nosotros…

Mojo no pudo continuar su diálogo, porque ya estaban

dentro de la librería, aunque quisieran arrepentirse y

volver.

Desde las profundidades del viejo mobiliario, una voz

perdida murmuró: “Bienvenidos”.

—Oye Mojo, ¿no es qué, era de día afuera?

—Si, lo es amigo, pero aquí pareciera que la luz tuviese

prohibida la entrada.

—Eso no es cierto. —Desde la oscuridad, alguien se

precipitó, sacudiendo sus brazos y liberando los escaparates,

dejando pasar la luz de sol en forma de rayos

y polvo. Era como si millones de partículas danzaran

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al son de un destello, fabricando relámpagos, tibios

fulgores que ahora acariciaban la espalda de los chicos.

—¿Cómo es que…? ¿cómo hizo eso, sss…señora Bolan?

—¿Lo de hacerlos entrar sin cruzar la puerta? ¿o lo de

correr las cortinas sin tocarlas? Mmm… digamos que

son viejos trucos de ilusionismo. ¿Qué libros estáis

buscando niños?, estoy por cerrar.

Mojo, tembloroso, adelantó un pie sobre el piso crujiente

del recibidor. Eso puso nervioso a Oliver, que

también aportó su “estruendo” tragando saliva.

—En realidad, no buscamos ningún libro señora Bolan,

solo queremos preguntarle si sabe algo de nuestro

amigo Tom.

La señora era Sandra Bolan, una sexagenaria librera

de poca vida social que cualquier poblado de un cuento

como este, debería tener.

Era soltera, indescifrable, temida y extranjera quizás…

—¿Tom? ¿Tom? ¿Tom?... ¡Tom! Si, que adorable criatura,

¿qué le ha ocurrido?

—¿No lo sabe? —gritó Oliver—. ¡Todo el pueblo lo

busca, todos aquí quieren que aparezca Tom, nuestro

amigo! ¿Cómo es que usted…?

Mojo giró de un golpe seco y clavó su mirada en Oli,

haciéndole entender que esa no era la forma de inte-

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rrogar, digamos… ¿a una bruja?

Escucho esa palabra y ¡me aterroriza! Y ya que lo

menciono, quizás sea ocasión de contar esta parte

del relato en primera persona. Mi nombre es Tom.

Retomemos. Mis dos amigos, luego de una semana

de mi desaparición, tomaron el coraje suficiente para

interpelar a la señora Bolan, dueña de la librería Engrid’s

Bookshop. La mayor sospechosa en este asunto

puesto que fue allí donde entré, pero nunca me vieron

salir.

El sábado anterior, montados en bicicletas, recorriendo

los típicos pastizales rociados de Inglaterra,

decidimos terminar la travesía, sedientos como momias,

en la cafetería conjunta a Engrid’s Bookshop.

Recuerdo la insensata idea de adelantarme a Oliver

y Mojo y verlos pasar, desde adentro de la librería de

la señora Bolan. Algo imprudente de mi parte.

Entré sin el miedo que el coraje de una travesura te

otorga y me paré como un maniquí en la vidriera,

saludándolos desde el interior de la tienda.

Sus caras de estupor eran de angustia, de viejas supersticiones;

de creer en demonios de medianoche,

con insomnio y soledad.

Sus gritos mudos coincidieron con el llamado de Sandra

Bolan, que me invitaba a su escondrijo más ínti-

176


mo, aunque sin permitirme decidir.

—Ven conmigo pequeño, te mostraré como puedes

serme útil. —Me susurraba sin mover su boca.

Mientras, allí dentro, escuchaba a Mojo y a Oli rogar

que salga. Una espesa niebla cruzó mi visión, y

un torrente de obsesiones, monstruos, bestias y vicios

desenfrenados me arrollaron, me escurrían por los

oídos y se deslizaban por la cuenca de mis ojos, que

ardían.

Un tumultuoso vendaval de alaridos y chillidos de

ultratumba resonó en mi cabeza y desperté sobre el

suelo frio, portando un pelaje incapaz de pertenecer

a un ser humano.

Bolan me alzó como a un recién nacido y nos mostró

en el espejo de una recamara. Ya no era humano,

¡ahora era un perro! ¡Un maldito espécimen de raza

Bobtail!

—Nadie usa mi librería para travesuras, niño —me

dijo—. Si lo haces, pagarás un precio. Y el precio aquí

lo pongo yo.

Y la bruja río tanto que sus dientes repiquetearon y

sus huesos castañearon dentro de su cuerpo.

Pero volvamos a Mojo y Oli. Ellos ahora también estaban

dentro de la librería, solo que la gente, los pa-

177


dres, hijos, vecinos, los guardias, los curas, todos… ya

estaban alertas, esperando lo que ocurriese dentro.

Porque Engrid’s Bookshop era un compendio de los

Halloween de todos los tiempos. ¿Por qué nadie quería

entrar allí? ¿Quién le compraba libros a la señora

Bolan? ¿De qué vivía, qué comía, como sobrevivía un

negocio que durante años, no tenía visitantes?

¿Quién le proveía los nuevos Best Sellers, las novedades

que mostraba en tras la vitrina? Era hora de saber

la verdad y la desaparición de Tom era ideal para esclarecer

todas las dudas. Las dudas que nuestros antepasados,

de su boca, en leyendas, mitos y escritos,

también conservaban.

Tras el mostrador, una manta vieja y sucia era todo el

cobijo de Tom. Bueno… del Tom perro. Y con una taza

de agua oscura se alimentaba, por cierto. Esquivó el

mueble y sin que la señora Bolan lo viese, como pudo,

le guiñó un ojo a Oliver que arqueó sus cejas y ahogó

un comentario delator. Pero un amigo reconoce la mirada

de otro amigo. En cualquier lugar del mundo, sea

en la circunstancia que sea.

Mojo continuó.

—Es que la última vez que lo vimos a Tom, él estaba

parado justo aquí señora Bolan. —Señaló el espacio de

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alfombra y escuchó a Oliver susúrrarle: “es él, el Bobtail”

—¿Desde cuándo tiene usted un perro Bobtail, señora

Bolan? —increpó el más audaz, Mojo, ahora que se comenzaban

a desterrar viejos espantos.

Bolan, como toda pérfida víbora, enemiga del buen

gusto, sacó a relucir su veneno, despreciando la palabra

de un niño.

—¡Eso no te incumbe, crio repugnante! —pero se detuvo.

Sandra Bolan enmudeció cuando observó que ahora

la luz del atardecer no la tapaban las cortinas, sino

una muchedumbre de vecinos hartos de presunciones

y más cercanos a una confirmación, a una certeza que

corría por los corredores de cada generación.

Apabullada, sintiendo como nunca antes la amenaza

de dejar de ser lo que aparentaba y mostrar su apestosa

existencia, tomó por el cuello al Tom perro, y se posó

mediante un fugaz resplandor, sobre el cielo sombrío

y eclipsado de Autumnville. Cerniéndose amenazante,

a 10 metros de altura, sobre el boulevard. Su figura ya

no era la de una sexagenaria. Era la de un engendro,

la de un prodigio de parábola. Sobre unas garras, Tom

Scarry, aun transformado en un Bobtail inglés; sobre

las otras, un texto milenario sobre encantamiento y

hechicería: ¡El “Actus Mortis”!

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Mojo y Oliver convalidaron a los adultos que el can

era Tom. Los más ingenuos blandían escopetas y los

bomberos preparaban sus mangueras con agua bendita,

mientras un clérigo apuntaba su crucifijo a aquella

aberración.

—¡Dejadme ser libre, infames! —clamaba, lo que ahora

era la señora Bolan. Tom convertido en perro, ascendía

con ella, y su familia se alejaba cada vez más;

veía a sus amigos como pequeños gusanos. Las balas

golpeaban sobre el pecho de la bestia, que se balanceaba

con cada impacto. El reflejo de los últimos rayos

solares en el cristo de metal que empuñaba el cura, le

dejaba surcos en la piel negra, y eso le hacía perder

el control sobre Tom y el libro. Entonces el engendro

advirtió a todos:

—¡Basta de jugar, pueblo maldito! Dejadme tomar el

alma de este niño y les daré prosperidad y fortuna a

toda la población. —Mojo observó como algunos vecinos

dejaban de apuntar sus armas al escuchar esa

oferta.

Otros insistían en derribar aquello que surcaba los cielos,

junto a un perro-niño y un libro. Allí desde casi 20

metros del suelo, en una tormenta inusitada, surgida

como una perversa artimaña para provocar pavor, con

nubes más grandes que un abismo, los dos amigos,

180


los que nunca negociaron su lealtad para encontrar a

Tom, y a pesar del pánico que significaba entrar en

Engrid’s Bookshop, ellos, Mojo y Oliver comenzaron a

gestar el fin de este aborrecible capítulo en Autumnville.

El Demonio, los vecinos con armas, los padres de los

niños, los ancianos, el alguacil y los clérigos, observaron

como los amigos de Tom rociaban la librería de la

señora Bolan con combustible y provocaban la hoguera

más cálida y pura de la que se tenga conocimiento.

Un incendio de pasión y de ímpetu.

Pronto miles de libros que nadie compraba, ardían y

explotaban, lanzados al aire; millones de hojas girando

con el viento, almas que escapaban con alaridos,

centenares de gritos desesperados de todas las víctimas,

que se metían y retumbaban en la conciencia de

cada pueblerino. Muchos de ellos, inesperadamente,

suplicaban e imploraban misericordia, sabiéndose colaboradores

de una blasfemia que se escondía, contada

entre familias y callado por la cobardía. Algunos

más complicados como el sacerdote y el aguacil, comenzaron

a arder espontáneamente, conscientes de

su complicidad.

Mojo y Oliver corrieron en busca de Tom que se encontraba

desnudo sobre el césped del boulevard. Lo

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taparon con una campera y vieron sobre un costado

una mancha de cenizas, con los restos del “Actus Mortis”.

La tienda se calcinaba por completo y al mismo

tiempo, la señora Bolan rugía injurias y maldiciones y

acababa carbonizada en el pavimento.

Los padres de los tres amigos se unieron en un abrazo

junto a sus hijos, empapándose con un chaparrón, una

lluvia sanadora. Una multitud de almas libres convertidas

en seres luminosos, sobrevoló el firmamento.

Oliver gritó: “Eh… ¡mirad ese perro!”

Un Bobtail, salvaje, inquieto, se revolcaba a unos pocos

metros. Corrió hacia los niños a toda carrera, embarrándolos.

—La cara del perro, los ojos, siguen siendo los de Tom

—observó Mojo— ¿no será...?

Tom se palpó el cuerpo, riendo a carcajadas y Oliver

lo tranquilizó:

—Te reconocemos Tom, No te asustes, ya eres humano,

¡aunque hueles terrible!

El Bobtail se escurrió tras un sauce, y no volvió a aparecer.

En Engrid’s Bookshop siempre era Noche de Brujas,

aunque el sol derritiera los helados antes de servirlos.

En Engrid’s Bookshop, esa esquina por la que los

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niños no querían pasar ni con su madre, todo estaba

oculto: el horror se encarcelaba en viejos tomos, en

enciclopedias sacrílegas, que nadie leía. Dentro de Engrid’s

Bookshop no existían las sombras, porque todo

era sombras dentro de Engrid’s Bookshop.

183



LA TRILOGÍA DEL CLUB HOTEL

1. El trueque

Decidieron ir hasta las ruinas del viejo hotel,

cortando camino por el arroyo. Es cierto que el trayecto

era más riesgoso por las piedras resbalosas, los

alambres de púa y algún pozo profundo en medio del

campo; pero saltar la tranquera y tomar el camino que

hacían las camionetas para las visitas guiadas, era más

peligroso aún.

—Hay perros ladrando… por ahí te largan un Rottweiler y

agarrate —dijo Hernán—. Y debe estar lleno de gente.

No es lo mismo que el año pasado, ahora van armados.

Desde el inicio de esa ruta, se encontraba tanto la casa

del cuidador, como de gente que había construido su

185


cabaña a la vera del camino.

Mauro, más decidido respondió:

—¿Te parece que a las 3 a.m. va andar gente despierta

recorriendo el lugar, en pleno invierno?

—Yo creo que si cruzamos por el arroyo es mejor. Evitamos

pasar por la zona habitada. —A Diego, el de espíritu

más aventurero, le seducía la historia del Hotel,

sus misterios y el éxtasis que significaba estar allí en

plena oscuridad.

—¡La noche esta cerradísima! —aclaró Eliseo que durante

el día, en otro cruce por el arroyo, pisó una piedra

mojada y metió su pie derecho en el agua. —Si me

resbalé de día, ahora que no se ve nada, ¡me mato en

las piedras! Además, este año no estoy fino.

Entre risas, los cuatro amigos, con un termo cargado

de Fernet y Coca-Cola, se encaminaron hacia el monumento

histórico: El Club Hotel de la Ventana. Aquel

que había sufrido un incendio 35 años antes y que albergaba

anécdotas del casino, de fastuosas cenas para

la aristocracia y los más inquietantes relatos de marineros

Nazis, alojados allí durante 2 años.

—¡Shh! paren… ¿qué son esas luces? —se atajó Diego.

Mauro lo tranquilizó:

—Las luces de la calle o de las cabañas.

—¡Eu! tengan cuidado con los celulares… apáguenlos

186


ahora. —Hernán ya estaba enfocado en encontrar el

camino hacia el hotel. No creía más en la teoría de los

vigilantes nocturnos.

Recorrieron el kilómetro y medio que separaba el tramo

al que habían accedido desde el arroyo, con el patio

frontal del hotel. Con el corazón en la boca, pasos

ligeros y la adrenalina en efervescencia.

A medida que se acercaban, la tenue penumbra permitía

distinguir una imagen espectral del edificio,

mientras los ladridos lejanos de los perros, le ponían

dramatismo a la travesía.

—Un año más —dijo Diego—, que hermoso es venir al

hotel.

—¡Y por primera vez, de noche! —aclaró Mauro.

Hernán, que oficiaba un poco de guía, de referencia,

advirtió algo. —Esta entrada es nueva. Siempre hubo

un muro acá, y creo que pertenece a… —Lo interrumpieron.

—¡Este año me llevo un ladrillo! Un recuerdo como

el tuyo Hernán. ¡Ja! Diego había tramado durante un

año, llegar al hotel y llevarse un souvenir, como lo había

hecho su amigo un año antes.

—Cuidado que los objetos de este lugar, con esta historia

trágica, tienen una carga especial, una energía

diferente —meditó Mauro. Y removiendo un ladrillo

187


del segundo escalón de una escalinata que antiguamente

se dejó pisar, quizás por algún presidente, dijo:

—¡Tomá, acá tenés uno! estuvo cien años esperándote.

—Querido, ¿vos te vas a llevar algo? —le preguntó Diego

a Eliseo que, dubitativo le contestó:

—Creo que no, no sé… me pegó lo de la energía. Además…

¿dónde lo meto el ladrillo?

Diego le respondió con un gesto reprobatorio y continuaron

pisando escombros de lo que quedaba de galería.

Sacaron algunas fotos con escasa luz, en el patio de

las palmeras, en el interior de la “Gran U” que formaba

el inmueble. En un momento Mauro y Hernán

encontraron algo para Diego, que estaba obsesionado

con hallar algo de hierro, que hubiese pertenecido a la

construcción original de 1911.

—¡Diego, acá tenés algo zarpado! —dijo Mauro, y Hernán

lo iluminó—. Es una caja de luz eléctrica de aquella

época. ¡Emocionate Diego!

Su amigo tomó el descubrimiento, lo analizó y vio que

tenía marcas de nombres que, en alguna época incierta,

se habían rasgado dentro de la caja.

Alguien con sed preguntó:

—Pasame el fernet Eliseo.

188


—No queda más. —Y tirando los hielos gastados en

el pasto, emprendieron el regreso a la cabaña, por el

mismo trayecto clandestino. Eran ya las 5 a.m.

***

El primero en irse fue Hernán. Era domingo y quería

disfrutar la tarde con su hijo. Mauro, Eliseo y Diego,

postergaron el retorno, para almorzar una chocolatada

con bizcochos.

Volvieron a la cabaña y juntando las cajas de bebidas y

los bolsos de viaje, Diego percibió algo...

—No encuentro mis lentes, ¿alguien los vio?

Mauro y Eliseo negaron, mientras revisaban sus bolsos

por si en un descuido los habían metido allí.

—No está por ningún lado, ya revisé toda la casa y la

parrilla.

—Llamalo a Hernán, seguro que se los llevó él por

equivocación —propuso Mauro.

Eliseo tomo su teléfono, habló con Hernán y sin respuesta

positiva, preguntó:

—¿No se te habrán caído cuando estuvimos ayer en el

auto abandonado?

La tarde anterior, caminando por la Villa, se toparon,

en medio de un campo, con un Renault 4 totalmente

189


destruido y oxidado. Sin motor, sin espejos, sin casi

ninguna pieza entera. No tardaron en improvisar un

book de fotos picarescas con el rejunte de chatarra.

Ahora volver allí, era, como decía Mauro, un “antiparaíso”.

Pero Diego estaba empeñado en encontrar sus

gafas de sol.

—Tratemos de hacer el mismo camino que ayer, y vayan

mirando el suelo —propuso Mauro.

—¿Hay que pasar por el arroyo? —cuestionó Eliseo—.

Acuérdense que este año no estoy fino.

Aunque cruzaron la corriente de agua sin inconvenientes,

y retomaron el camino de tierra, los lentes

seguían sin aparecer.

Mauro miró a su amigo afligido y con sinceridad mística

le dijo:

—La energía, Diego… todo tiene un precio.

—¿A qué te referís?

—La caja que te llevaste anoche del hotel…

—¿Vos decís… que puede haber un trueque? —razonó

Eliseo.

—¡Y si! Es el lugar —sentenció Mauro—. Vos te llevás

algo de acá, le cambiás el destino a un objeto que lleva

décadas en el mismo lugar y la Villa se lo cobra.

Los lentes. Los lentes se quedan acá.

190


Diego, improvisó una mueca, mezcla de sonrisa y resignación.

Los tres querían creer en esa teoría.

La Villa y el Club Hotel, como cómplices de un trato

ancestral, sabían que no había teoría, que el equilibrio

del universo lo dirigían ellos.

2. La devolución

—¡La caja! Esperen que me olvidé la caja en la cabaña.

—Diego retrocedió unos metros hasta recuperar el

artefacto centenario que se había llevado un año atrás

del viejo hotel.

Eran a las 3.30 a.m. y el ritual anual de visitar las ruinas

estaba en marcha. El asado y la cerveza que habían

disfrutado esa noche no los amedrentó a encaminarse

a la aventura.

—¿En serio la vas a devolver? —preguntó Hernán.

—Si, durante todo el año, reflexioné y decidí devolverle

al hotel lo que es suyo. —Diego parecía convencido,

y hasta sentenció:

—Es más, no me interesa recuperar los lentes. La caja

nunca estuvo cómoda en mi casa, jamás encontró su

lugar.

191


—La energía, Diego… todo tiene un precio —dijo Mauro,

iluminando la calle en penumbras, como suelen

ser las noches de la Villa.

Caminaron hasta el arroyo del dique, que este año estaba

más seco. Lo cruzaron con facilidad y luego de

atravesar el camping en silencio, encontraron su camino,

el camino hacia la verdad.

Esa excursión era quizás el clímax del viaje, un instante

de plenitud, el pretexto por el cual acudían cada

año.

Dos kilómetros en los que, por momentos se agrupaban

de a dos, transitaban solos o los cuatro juntos.

Solo el entorno y alguna vaca al costado del sendero

eran testigos. Nunca faltaban el termo con fernet y un

habanito saborizado. La luna colaboradora.

—¡Pará! ¿este es el hotel? —se frenó Diego.

—Claro que sí, ¿qué va a ser? —respondió Eliseo.

—Tiene razón Diego, acá hay algo extraño —puntualizó

Hernán—. Este es el costado.

Mauro quiso aclarar el dilema:

—El hotel es, no creo que haya otras ruinas por acá.

Pero igual es raro…

—¡Aquello no estaba ahí al costado! —agregó Diego.

Se movían nerviosos buscando alguna forma conocida

para descifrar el enigma.

192


—Agarramos otro camino… —aportó Eliseo.

—No hay otro camino, ¡el único es por donde vinimos!

—gritó Hernán.

—Insisto en que este es el costado del hotel—se plantó

Diego.

—¡No! mirá, acá está el mástil y aquello del costado es

la cocina. —Mauro se mostraba seguro, pero era cierto,

nunca habían llegado de esa manera al hotel.

—Esa ventana debe ser la de la mujer que le da de comer

al Ternerito, ¡tengo la foto! —Diego intentó buscar

ese lugar exacto, pero por alguna razón nadie logró

ubicarlo.

Dejaron que el misterio quede sin resolver y se dirigieron

al patio interno pasando por la sala principal, que

parecía haber sido despojada de viejos escombros.

Y allí estaban las dos palmeras, en el corazón de la reliquia,

custodias de tantas noches perpetuas. Tal vez

esperando a sus cuatro invitados, esos que la ignoran

durante 364 días, pero que, una madrugada al año,

procuran que la cita se concrete.

Por primera vez, de manera natural y sin mediar palabras,

se sentaron en el pasto del patio. Un sector que,

como podía distinguirse en alguna vieja fotografía,

había albergado una cancha de tenis y una pérgola.

193


Fue un acto espontáneo, creyeron ellos.

Les resultó difícil quebrar el silencio, la noche exigía

sosiego. Alguna frase muda y un par de flashes que

nunca alcanzaban a iluminar las fotos; como si el hotel

dijera “fotos… ahora no.”

De fondo con un celular, hicieron sonar, muy respetuosa,

una canción que ellos mismos habían grabado

con su banda; la atmósfera y ese estrecho vínculo entre

los cuatro y el viejo hotel, vivía su instante más etéreo.

De a poco, se fundieron en inusitados trayectos de alborozo,

con una melodía que mimetizaba su ritmo con

el susurro de los elevados pinos, con la serenidad que

revelaban los huecos de las ventanas, cual ojos que ya

no ven el brillo del día ni el fulgor de la alborada. Sonidos

espaciales y cuidadas armonías, creaban a aquel

sitio, un punto ascendente, revelador de un pasado de

gloria y quebranto. Inefable y perenne segundo, incesante

pero efímera epifanía, madre de la limerencia

consumada, la música perfecta para consumar el acto

fratern…

“¡¡¡Mmmuuuu!!!” Un mugido lejano despabiló el letargo

de los cuatro visitantes.

—Volvamos a la cabaña… —Hernán le estiró el brazo a

Diego; Eliseo y Mauro se levantaron despacio.

Juntos volvieron por aquel mismo camino, que hacía

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un rato, aparentaba haberse corrido.

Diego por supuesto, cumplió su promesa y arrojó la

caja al interior del viejo hotel, que se sentía menos ultrajado

que antes.

3. La sirena

Aquel año, el ritual de visitar las ruinas del viejo hotel,

tuvo un nuevo protagonista: una furiosa lluvia, incontenible,

que emergió sobre la tarde y alcanzó su naturaleza

más profunda bien entrada la noche. Nunca

antes había ocurrido.

—Diego, esta noche cabañita… ¡al calor de las brasas,

ja!

—¡Pará Hernán! no me pinches la salida nocturna.

Diego estaba preocupado, hasta desilusionado por el

clima.

—Va a estar complicado —agregó Mauro—, hay un diluvio

ahí afuera. ¡Mirá por la ventana y decime si ves

algo!

—Además, el camino siempre es distinto, y ahora con

lluvia hasta sería peligroso —dijo Eliseo.

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—¡No! Háganme el aguan…

Un estruendo los interrumpió. No era un trueno, era

un sonido lúgubre de menos de tres segundos.

Se quedaron duros, mirándose sin decir nada.

Y diez segundos después, lo mismo y se repetía sin

pausas.

—¿Habrá pasado algo en el pueblo? —Eliseo rompió

el silencio.

—Eso es una sirena, quizás de los bomberos…

—No, Diego, ¡no hay chance de que exista fuego con

esta tormenta! —gritó Hernán.

—Yo quiero saber que es esa sirena, ahora sí estaría

bueno salir… —insinuó Mauro.

Nadie imaginó una propuesta de esa magnitud.

—Pero si recién dijiste que…

—La energía Diego… todo cambia en un instante.

—¡Yo también voy! —aventuró Eliseo.

Hernán convencido, miró de reojo a Diego y le hizo el

gesto de que ya no había posibilidad de oponerse a la

salida.

Algo distinto había ocurrido en la Villa, y ellos no iban

a ser ajenos al misterio que suponía aquella sirena, no

podían. Era como un canto que los convocaba.

Cruzaron el arroyo, pisando grandes rocas y con la luz

de los celulares como única iluminación. A diferencia

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de anteriores cruces, el agua fluía corriente abajo, con

gran impulso.

—Este año hay que estar fino, no te queda otra. —Eliseo

y el resto de sus amigos procuraban ir despacio y

seguro.

Caerse al arroyo implicaba empaparse completamente,

porque, salvo al salir de la cabaña, no se habían mojado

demasiado. A propósito, Mauro reparó en algo:

—¿Notaron lo rápido que dejó de llover? ¡Ya no hay

nubes!

—Si, pero tengamos cuidado, no quiero que se moje

la tela.

—¿Qué tela, Diego? —indagó Hernán.

—¡Ah! no les conté. El año pasado mientras escuchábamos

“Tomorrow home” en el patio de las palmeras,

encontré esta tela celeste.

Hernán iluminó el retazo.

—No te puedo creer, ¡dejaste la caja, pero te llevaste

otra cosa! Parece de una camisa.

—No quiero sembrar pánico —intervino Eliseo—, pero

eso parece de la blusa que llevaba la chica de la foto.

—¡La que le daba de comer al Ternerito! —dijo Diego.

La sirena causaba mucha intriga, era cierto, pero los

cuatro amigos seguían empecinados en volver al viejo

hotel, costara lo que costara.

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—¿Este es el camino? —preguntó Eliseo—. No quiero

descubrir atajos, ni cosas raras…

—¿Raras como aquella luz? —se exaltó Mauro.

—¡Pará! —Diego frenó al resto con sus brazos—, ¿ese

brillo viene desde el hotel?

Ahora el sonido, que duró más de 20 minutos, había

cesado. Pero a lo lejos, muy apagado se percibía un

silbido y un traqueteo repetido.

—Yo diría que lleguemos, dejes el pedazo de tela y volvamos;

no me preguntes porqué. —Mauro se mostró

terminante.

—Tranquilos, estamos ansiosos. Vayamos a ver qué es

esa luz y después vemos. —Hernán dijo eso antes de

darle un sorbo grande al termo con Fernet.

Continuaron por el camino, que esta vez estaba más

despejado de árboles y vegetación.

—Deben haber talado durante el año —entendió Eliseo—,

porque está todo muy cambiado.

Tras de ellos, un ruido de motor se hacía cada vez más

cercano.

—¡Viene un auto! escondámonos —pidió Diego.

—No, ya nos vieron, si nos preguntan digámosle la

verdad. —Hernán serenó el momento.

El coche paso a su lado sin mostrar interés en estos

individuos que deambulaban de noche por el campo.

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—No ví bien, pero… ¿eso era un Ford T? —cuestionó

Mauro.

—No solo era un Ford T, sino que el tipo que lo manejaba

llevaba galera y mostacho —agregó Eliseo.

Hernán confirmo lo que decía Eliseo y manifestó:

—Escuchen chicos, no tomé tanto y tampoco estoy borracho,

pero si así fuese, lo voy a decir igual. —Mauro

lanzó una carcajada—. ¿Se acuerdan de la mujer del

museo, cuando contó sobre una sirena que se emitió

durante la apertura del Club Hotel? ¡Esos sonidos de

hoy eran esa sirena! ¡y ese auto es de algún invitado a

la fiesta!

—¿Y el brillo que se ve al fondo? —preguntó Mauro.

—Son las luces del hotel… ¡que está en plena inauguración!

—Callate Hernán, ¡estas totalmente ebrio! —gritó Diego.

—¡No, en serio! mostranos la foto de la mujer y el ternerito…

Los cuatro se unieron en uno para ver mejor.

—Hacele zoom a la chica de la ventana… —indicó Hernán.

Diego atónito, no pudo hablar. Mauro afinó la vista y

dudó.

—Fijate el hombro, le falta el pedazo que tenés vos

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—dijo tranquilo Eliseo—. Igual hay algo más increíble

en todo esto…

—¡¿Qué?! —apuró Diego—, ¿qué estás pensando? ¡decilo!

Mauro se adelantó:

—Viajamos en el tiempo, abrimos un portal o algo así.

—Jajaja, viajamos en el…

—Diego no preguntes como, ni cuando, ni porque,

pero estamos en 1911…

—¡11 de noviembre de 1911! El Club Hotel… ¡estamos

en la inauguración del Hotel! —Eliseo lagrimeó de

emoción y Mauro lo abrazó.

Los tres aceleraron el paso dejando a Diego unos metros

atrás.

—No puede ser, decime que estoy soñando… —El mayor

del grupo aún no entendía, ni quería creer lo que

estaba sucediendo.

Llegaron cerca de la entrada y se escondieron detrás

de un eucalipto, uno de los pocos que había en ese entonces,

cuando aún no se había forestado el parque.

El paisaje era soberbio, portentoso. No por las sierras,

que en las tinieblas no llegaban ni a percibirse. ¡Lo

admirable era el hotel! Con su irrepetible presencia,

rematada por su cubierta roja. Esa noche irradiaba

magia, con los ventanales iluminados contrastando

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con la penumbra del bosque. Cada luz, era una brecha

al paraíso, como se creía en la antigüedad sobre las

estrellas. El hotel era una joven y bella princesa, lista

para su ascensión en el Reino. Su figura, enamoraba.

«¡Viva Don Roque Sáenz Peña y larga vida al Club Hotel!».

El grito vino rebotando por los paredones del

salón comedor y llegó hasta donde estaban los cuatro.

Por un rato, el viento que soplaba trajo un tumulto de

voces amontonadas, música de orquesta, niños gritando

y zapatos repiqueteando en el mármol.

—¿Escucharon? —se asombró Diego—, tenían razón,

es el estreno del hotel. Pero sigo sin poder creerlo.

¡¡¡¿Cómo llegamos a 1911?!!!

—¡Shh!, nos van a ver —dijo Hernán cauteloso.

—¿Qué… no vamos a entrar? ¿¡nos vamos a perder la

Fiesta del Siglo!? —Eliseo estaba entusiasmado con

ver a Lord Barrington y a la alta alcurnia Argentina.

—Diego, ¡está el Primer Ministro Inglés!

—Perdón —frenó Mauro—, ¿vos pensás entrar así vestido,

con esa campera camuflada y las Nike rosas?

Rieron juntos y se aventuraron a disfrutar del episodio

más insólito de sus vidas.

Llegaron hasta el acceso principal, donde una fila de

caballeros de Frac y damas con vestidos en raso y

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mangas de encaje, entregaban un rústico papel que

parecía ser la entrada al evento.

—Así empapados no podemos entrar, vayamos por el

costado, donde está la cocina. Por ahí encontramos

algo más acorde a la época.

—¡Disculpen señores! —Alguien los alertó—, la entrada

es por aquí, y la invitación lo decía bien claro: “Para

varones, Frac o Chaqué”.

—Es verdad —contestó Mauro— pero esta vestimenta

es la última moda en Europa, vivimos un tiempo allí.

Por favor, permítannos saludar a… a Ernesto Tornquist.

Quizás alguna día…

—¡Ja! Tornquist falleció hace 3 años, y yo que ustedes

no hubiese querido conocerlo… —dijo el recepcionista—.

Sus apellidos, por favor.

Mauro y Hernán se miraron nerviosos y este último

dijo:

—Renault, somos cuatro primos, de ascendencia francesa…

El hombre buscó en la lista, y con rostro dubitativo

dijo:

—Renault… me suena. Pero… ¿van a pasar o se van

a quedar mucho tiempo aquí? hay muchos invitados

que aún no entraron.

En pocos minutos se había formado una extensa cola

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de gente que llegaba en su mayoría en la Trochita, desde

la estación Sauce Grande.

—Gracias —contestó feliz Eliseo—, y nunca permitan

que este lugar se abandone.

—¡Jamás mi amigo, el Club Hotel durará siglos!

Eliseo miró a Diego y juntos entraron a la Maravilla

del Siglo XX, aquella que veían siempre en decadencia.

Ahora, quien sabe cómo, estaban contemplando

su esplendor, su instante más glorioso, repleto de ilustres

visitantes y con asistentes convencidos de que un

sitio así, nunca podría extinguirse.

Entraron tímidos, asombrados por la ostentación y la

abundancia. La gente se daba vuelta para verlos, sobre

todo las damas mas jóvenes, que cuchicheaban entre

ellas, sonrojadas.

—Mirá como te mira la morocha Diego…

—Jaja, no seas bobo Herny, ¡podría ser mi bisabuela!

—Miren, van a servir el banquete de bienvenida, ¿se

acuerdan la vajilla de plata y porcelana que nos mostraban

en el museo? —observó Eliseo.

Hernán tomó una jarra, la olió y dio un sorbo.

—Mmmm, cerveza. La hacían en el sótano, si mal no

recuerdo. Mil veces mejor que la tirada en 2019.

Mauro, que analizaba las caras dijo:

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—Me muero, ¡el billete de cien! estoy viendo en persona

al tipo que está en el billete de cien.

—¡Julio Argentino Roca! —reconoció Eliseo.

—¿No tenés un billete para mostrarle?, jaja ¡por favor!

Sin hacer caso a la broma de Diego, dieron una vuelta

por el casino, que ya hacía rodar la suerte de los apostadores

y luego se dirigieron al patio central, donde las

dos palmeras, testigos del correr de las décadas, aún

eran muy pequeñas.

—Un detalle… esas palmeras, hoy 11 del 11 del 11, aun

no deberían estar ahí plantadas —notó Eliseo.

—Si, ya estabbbbbb…

De repente el entorno comenzó a alterarse, la noche

se hizo día, las luces se apagaron y las palmeras y el

bosque, crecieron velozmente; como si fuese una película

en cámara rápida, hasta que se detuvo. El hotel

parecía abandonado, con la hierba alta, cristales rotos

y las paredes manchadas. Un deterioro evidente.

—¿Qué pasó? —preguntó Mauro.

—No sé, pero es como si viésemos la historia del hotel

en una realidad virtual.

Y otra vez, el paisaje comenzó a girar y girar; vieron niños

y niñas correr alrededor suyo, jugando, mojándose

en lo que parecía una tarde muy calurosa y mientras

el horizonte no paraba de dar vueltas, alguien les gritó:

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—¡¿Guten Tag, Kollegen, wie kann ich Ihnen helfen?!

Los chicos se quedaron inmutables, esperando que la

ilusión se desvanezca, pero el militar se mostraba extrañado.

Hasta que otro hombre mayor apareció.

—El sargento les preguntó, que necesitaban —dijo en

castellano.

Hernán se apuró a excusarse:

—Bajamos de los tres picos y nos perdimos...

—Está bien, está bien, no hay problema. —Los dos

huéspedes se acercaron y el argentino tomando del

hombro al germano dijo:

—No habla español, es alemán, integrante de la tripulación

del acorazado Graf Spee. No salió en los diarios,

por eso les pido discreción. —Los cuatro asintieron—.

“Fueron enviados al Club Hotel para su internación

bajo la vigilancia de Infantería. Ellos nos están ayudando

a los que administramos el Club Hotel. Queremos

algo superior para este lugar…”

—¿Disculpe, pero aquel hombre de biggggooottt?…

Diego no terminó su frase, cuando repentinamente, el

horizonte dio un millón de giros hasta frenar y mostrar

por enésima vez, al hotel sumido en el olvido y

el abandono. La desidia podía contemplarse a simple

vista. Las sierras del fondo se veían diferentes, con

otra piel, otro semblante.

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Otro grito exaltado los despabiló:

—¿Se puede saber qué hacen acá?!

Y a continuación dos tiros al aire provocaron un eco

retumbante en las montañas.

—Esto se está poniendo feo —dijo Mauro agachándose.

La atmósfera comenzó a enrarecerse y ninguno podía

ver ni respirar con normalidad; era como si estuviesen

dentro de un remolino de imágenes.

—¡Que Dios no ayude! —dijo alguien y ni el resto supo

quien había hablado…

De repente sintieron calor, asfixia, y les costaba moverse.

—¡Estamos en medio de un incendio! —gritó Diego

histérico. Presenciaron con desconsuelo, el desastre

que había ocurrido hacia 36 años; un gigante caía sobre

sí mismo, despojado ya de su encanto y hechizo

inicial. Habían visto su esplendor hacia un momento.

—¡El incendio del 83! en pocos minutos recorrimos…

Hernán interrumpió abruptamente:

—¡Diego…Diegooooo! —Estaban atascados en una

etapa del hotel y no había forma de escapar —¡¿Todavía

tenés el pedazo de tela?! —Hernán tenía que gritar

porque el zumbido del desplazamiento temporal era

demasiado elevado.

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—¡Está guardado en la mochila, ¿qué querés hacer?!

—Diego intentó darse vuelta para abrirla, pero Mauro

al ver que el fuego estaba ya muy cerca, se lanzó sobre

su amigo y le arrancó la mochila en el aire, haciéndola

rebotar a varios metros. Hubo silencio y un apagón,

pero no oscuro, sino más bien luminoso, y recortada,

la figura de una mujer joven recogiendo la parte de tela

que le faltaba para enmendar el hombro de su camisa.

—Gracias —dijo, hasta que desapareció y todo volvió a

la normalidad.

—¿2019? —preguntó Eliseo mientras se sacudía las

cenizas.

—Parece que sí —dijo Hernán—, y lo que nos retenía

en el espacio/tiempo era el retazo de la camisa. ¡Diego

no toques más nada!

—¿Y mi mochila? tengo todas mis cosas…

—¡Preguntale a ese ternerito! —dijo Eliseo; todos se

dieron vuelta y al verlo rieron a carcajadas.

—Igual, tu mochila se perdió Diego —le dijo Mauro—.

La energía del lugar…

—La caja de luz que te llevaste, el pedazo de tela —

razonó Eliseo—, todo tiene un precio ¿no?

—Es decir que, ¿el hotel me hizo otro trueque?

—Claro… ¡el pago por la excursión!

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Retomaron el camino y cruzaron el arroyo que volvía

a estar seco. Eran las 8.30 hs. de una mañana brillante,

tras una noche trascendental. El hotel y el tiempo,

nuevamente cómplices de un trato ancestral, decidieron

que no había leyes físicas, que el equilibrio del

universo lo dirigían ellos.

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ÍNDICE

Yo fui un Beatle..........................................................................7

Hace tantos años.....................................................................75

Actus Mortis............................................................................79

El final del mundo...................................................................91

Suerte & Muerte......................................................................95

La Liturgia de las horas........................................................105

Eternas confesiones. Programa N° 1...................................123

Embrujo de vivos..................................................................143

Eternas confesiones. Programa N° 2..................................155

¿Por qué nadie entra a Engrid´s Bookshop?......................173

La trilogía del Club Hotel....................................................185




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