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Centurion Argentina Spring 2017

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Bob Lawson, uno de los

Bob Lawson, uno de los pasajeros, atraviesa en kayak bahía Paraíso y a lo lejos sus compañeros azul golpeando las olas. Me senté en popa y eché un vistazo a los libros disponibles en el barco en busca de información al azar. Los antiguos griegos ya se habían planteado durante mucho tiempo la posible existencia de un Antártico –literalmente lo opuesto al Ártico–, pero hasta 1820 ningún ser humano lo había avistado. Tuvieron que pasar otros 91 años para que Roald Amundsen se convirtiera en la primera persona que pisaba el Polo Sur, un lugar tan al sur que, desde donde nos encontrábamos, había la misma distancia que de Londres a Lagos, en Nigeria. Los mapas incluso hablan de penalidades: punta Engaño, cabo Desolación, bahía Exasperación. El cielo aún no había descargado toda el agua cuando llegamos a isla Decepción, un anillo volcánico de 15 kilómetros de ancho formado por una caldera anegada que se abre paso al mar a través de un angosto y ventoso canal conocido como los fuelles de Neptuno. En las zodiac accedimos rápidamente hasta una larga y ancha playa situada en una bahía sin hielo entre montañas cubiertas de niebla. Las estructuras de centenarias embarcaciones de madera se conservaban en buen estado en la arena. Montañas de gigantescos huesos descoloridos luchaban por salir de la tierra. Vagué alrededor de los restos de la estación abandonada. «Estás paseando por un museo», dijo Annie. Entre la arena sobresalían, en ángulos extraños, enormes depósitos cilíndricos para el almacenamiento de petróleo. El Decepción sigue siendo un volcán activo. Se dice que los soldados británicos que construyeron aquí una base secreta durante la Segunda Guerra Mundial podían hervir huevos de pingüino enterrándolos en el suelo. Durante una erupción en 1923, la caldera se calentó tanto que el agua eliminó la pintura de los barcos. El estrecho de Bransfield se extiende cerca de 320 kilómetros entre las islas Shetland del Sur y la península Antártica, a donde llegamos al mediodía. Cruzar el estrecho trazando una diagonal en dirección sudoeste hacia el continente sirvió de preparación para navegar por el Drake. Maggy nos ordenó guardar en bolsas y cajones las cámaras de fotos, las baterías y cualquier otra cosa que pudiera salir volando. «Una batería suelta rodando de un lado a otro te puede volver loco», advirtió. Las literas tenían telas protectoras para no salir volando de la cama. A mí me salvaron como si fueran un tope de retención. Finalmente, Maggy echó el ancla cerca de los restos de un barco de transporte noruego que había naufragado en 1916, en una tranquila bahía con forma de mariposa. Después de navegar todo un día llegamos al lado oeste de la isla Lientur, un pedazo de hielo y roca a unos cinco kilómetros al oeste de la península. Aunque se trata de un lugar muy popular entre los cruceros, por fortuna no había nadie alrededor. Los tratados proclaman que, en teoría, la Antártida no es de nadie y, por lo tanto, pertenece a todos. En la práctica, cada país utiliza sus propios topónimos. Por ejemplo, para Argentina esta es la Base Esperanza, para Chile es la Base O‘Higgins, los británicos la llaman Tierra de Graham, un nombre que también comparten los estadounidenses, pero denominan Tierra de Palmer a la parte sur. Pasamos la mañana montando los kayaks plegables y colocándonos los trajes de supervivencia de brillante color naranja que, en caso de vuelco, funcionan como buzos calientes que flotan. Planeábamos remar a través de los grandes bloques de hielo que se mecían alrededor del perímetro de la bahía de Gouvernøren. Annie nos advirtió que debíamos mantenernos a cierta distancia de ellos. «Uno piensa “este iceberg no puede pasar por encima de mí”. Pero claro que puede. Y no sabes lo peligroso que es», explica. El viento arreciaba y cambiamos los kayaks por una zodiac. En la orilla, el hábitat natural te trata con una mezcla de curiosidad y desdén. Los págalos antárticos o skúas –las gaviotas más gruñonas de la faz de la tierra– nos bombardearon en picada desde el aire FOTOGRAFÍA TIM NEVILLE 56 CENTURION-MAGAZINE.COM PARA RESERVACIONES CONTACTE AL SERVICIO DE CENTURION

hasta que los fumareles se echaron encima de los págalos y, de pronto, se desató el caos, surgió un tumulto de plumas, hasta que poco a poco llegó la tregua. Todo el mundo deambulaba de un lado a otro. Me introduje a hurtadillas en una zona de aguas poco profundas buscando refugio. Inmóviles en el fondo yacían diminutos peces del color de las rocas con anticongelante en la sangre. Observé medusas del tamaño de platos y ctenóforos transparentes que confundí con burbujas. Me tumbé al sol mientras escuchaba cómo el iceberg se rompía (o derretía) y crepitaba como los cereales en la leche. El termómetro de mi reloj marcaba 21 grados centígrados sobre las rocas. Dos semanas más tarde, los científicos informaron en la revista Nature de que, en este lugar, el calentamiento global estaba destruyendo el hielo más rápido de lo que se creía. Para almorzar Anaïs sirvió bacalao desmigado y arroz con manzanas asadas y dulce de leche. Poco después, Maggy y Annie anunciaron que nos encaminábamos hacia una base ucraniana a un día de distancia. En un barco tan pequeño, podíamos mezclarnos fácil y discretamente con los científicos entre una y otra excursión en kayak. Nos dirigimos a cubierta para ver cómo Bob, el chico para todo, elevaba el ancla. Pero algo no funcionaba. El Australis osciló cuando la enorme cadena traqueteó alrededor del cabrestante. Fue entonces que el torno del ancla rechinó y todo quedó en silencio. Atascados. Bob lo intentó de nuevo, pero el barco volvió a balancearse y los cabrestantes gimieron. En aquel momento, empezó a nevar. Al día siguiente, la tripulación trabajó sin descanso para liberar el ancla. Enviamos una cámara GoPro a las profundidades. Las imágenes develaron un extraordinario y maravilloso mundo de estrellas de mar translúcidas, peculiares gusanos y una cadena que desaparecía dentro de una enorme pieza de metal. Más tarde supimos que nuestra ancla había descubierto otra ancla y no había nada que hacer. Perder un ancla es un gran problema. En la Antártida, sin un equipo experto, el viaje se podría dar por terminado. Disponíamos de un ancla de repuesto, pero no contábamos con ninguna cadena de reserva. Sin embargo, Maggy conocía la existencia de un puerto natural bien protegido donde, con las cuerdas y el ancla de repuesto, podríamos amarrar. Bahía Paraíso se encontraba a 50 kilómetros al sur, un día de viaje. A la mañana siguiente partimos de inmediato y dejamos atrás la base ucraniana. Bordeamos el extremo sur de la isla de Nansen, pasamos por el estrecho de Gerlache y junto al monte Francés de 2,760 metros de altura en la isla de Anvers. Durante un tramo tranquilo, ascendí a la cofa para inspeccionar el panorama. Un pingüino solitario se zambullía desde un iceberg. Las ballenas jorobadas mantenían sus colas en el aire arrojando inmensos chorros de agua. «Sería un mundo en blanco y negro si no fuera por todo ese azul», afirmó Annie. Luego de echar el ancla en Paraíso, preparamos los kayaks y salimos a remar. El hielo flotaba alrededor de la proa crujiendo y rechinando. «Parece que remamos sobre papas fritas», señaló Bob “el constructor”. Nos deslizamos en silencio escuchando el resoplar de una ballena minke en la distancia. En pocos días montaríamos las carpas en un pedazo de roca bordeada por el océano, pegaríamos nuestras espaldas sobre la tierra y sentiríamos la inmensidad del continente. Pero el momento que estábamos viviendo, flotando entre sublimes hielos de color azul, desesperados por hacernos hueco entre la impenetrable magnificencia de un planeta reducido hasta su total desnudez, estremeció nuestros corazones. «Esto lleva pasando durante un millón de años. Yo estoy aquí en este momento. Cuando me vaya no cambiará. ¿Quién soy yo realmente?», se preguntó Bob, señalando a las montañas, el mar y el hielo. El tiempo que estuvimos en Paraíso, como en cualquier otro lugar de la Antártida, resultó demasiado breve. Sin embargo, aún teníamos que lidiar con el pasaje de Drake; nos pusimos rumbo al norte, deteniéndonos en la isla Danco para ver a los pingüinos deslizarse sobre su vientre. Una auténtica diversión hasta que los págalos se abalanzaron y se comieron los ojos de uno de los pingüinos. Maggy puso el piloto automático a 340 grados –ligeramente hacia el noroeste– y así comenzó la aventura. Cruzar el Drake resultó una de las experiencias más intensas y paradójicamente gratificantes de mi vida: 75 horas, vientos de 105 km/h, marejadas de 10 metros y una costilla rota (no la mía). Las olas gigantes golpeaban el barco con tal brutalidad que los impactos se sentían como fuego de artillería. Lo peor llegó a 200 kilómetros de la costa del Cabo de Hornos, cuando Maggy viró la proa hacia las olas durante nueve horas solo para lograr pasarlo. Me quedé en la cama escuchando listas de reproducción y audiolibros, mirando las cortinas girar como péndulos. ¡Qué magia estar en el mar sintiéndome seguro, sin ataduras, animado, convencido! Cuando nos acercábamos a Tierra de Fuego, me dirigí a la cabina de mando donde Maggy sujetaba el timón. «El Drake es un infierno», confesó. Los Bob se acercaron y también Anaïs y David. Momentos después, un delfín cruzado se acercó a la proa y dio un salto hacia atrás, como un plátano con las puntas hacia arriba. Su reluciente vientre blanco destelleó húmedo y suave. Nos daba la bienvenida a casa. CENTURION-MAGAZINE.COM 57

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