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En medio de la isla se levantaba una casa que parecía copiada de un cuento de
hadas, rodeada por un jardín lleno de árboles, de los que pendían frutas extrañas
y coloridas. En un extremo había un corral: se podían escuchar los mugidos de
las vacas y los relinchos de los caballos y, a lo lejos, el escándalo de las aves. En
el otro se advertía un parque de juegos y, sobre la copa de un árbol, una casa de
madera, la verdad casi tan grande —o tan pequeña— como el cuarto en el que
habitaba antes la familia Feliz. También había un pozo de agua dulce, un campo
de flores, un molino de viento, una alberca y una gran hortaliza que dejaba ver
grandes y colorados jitomates, largas acelgas, calabazas verdes y anaranjadas,
lechugas y espinacas.
La casa constaba de tres habitaciones, una amplia sala, un largo comedor, una
pequeña biblioteca, una cocina bien surtida de utensilios y especias, un patio con
una fuente y un baúl lleno de juguetes. Sillones blancos y azules, lámparas de
cristal, alfombras con dibujos, mesas de maderas finas, hamacas, roperos con
ropa de todos los tamaños, un horno de piedra… En fin: todo lo necesario para
que la familia Feliz viviera el resto de su vida haciéndole honor a su apellido.
La alegría de todos era inmensa. Los padres agradecieron una y otra vez al señor
Águila el regalo que les había hecho y se despidieron de él entre risas y lágrimas
que se les escapaban sin querer. Las cámaras de los fotógrafos no dejaron en
ningún momento de enfocar sus rostros conmovidos.
—Y recuerden —les dijo Juan Domingo antes de despedirse—: cada año, el 31
de diciembre, están invitados a comer conmigo. Todos mis ahijados y sus padres
van en esa fecha al banquete que doy en mi casa. No se les olvide, es muy
importante que asistan.
Y en efecto, ninguna de las afortunadas familias dejaba de asistir. Los banquetes
eran en grande. Además de los platillos especiales que cada año preparaban los
cocineros de Juan Domingo, había frutas exóticas que traía de distintas partes del
mundo, bebidas que él mismo inventaba y nuevos regalos para cada quien. Un
grupo de música amenizaba la reunión y al final se rompían varias de sus piñatas
reutilizables, de las que caían más dulces y juguetes. Cuando llegaba a faltar
alguno de los invitados, cosa que no era muy frecuente, Juan Domingo se
molestaba mucho.
Abrazó con gusto a los padres de Lunes y se despidió de ellos entre grandes y
generosas carcajadas, que siguieron resonando en la isla por varios días.