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para señalar—. Ésa es la casa de don Juan Domingo Águila. Cuentan que es un
palacio hecho con columnas de oro puro. Yo, la mera verdad, no lo creo.
Imagínense cuánto costaría hacer una casa de ese tamaño con las columnas de
oro. No, eso es imposible. A mí que no me vengan con cuentos. La gente se la
pasa inventando cosas. Lo que sí puedo asegurarles es que si quieren verlo va a
ser bastante difícil. Que yo sepa, casi nadie lo ha visto en persona, así, frente a
frente. Claro, menos sus ahijados y…
Mientras el viejito seguía hablando y hablando sin parar, los tres amigos miraban
fijamente hacia la cima de la colina. Agradecieron la valiosa información y
echaron a andar, cuesta arriba, hacia la casa de Juan Domingo Águila.
Estaban emocionados porque sabían que su primera meta —encontrar al padrino
de Lunes— se encontraba bastante cerca. Sin embargo, el cansancio del viaje y
la cantada, las ilusiones de Lunes por encontrar a sus padres y las de Martes y
Miércoles por vivir pronto en la isla con su nuevo amigo, hicieron que los tres
iniciaran el viaje hacia la empinada colina sin hablar, metido cada uno en sus
propios pensamientos.
Pasaron al lado del famoso parque de diversiones de Cristalina y del acuario de
Gelasio y vieron los rieles por los que corría el ferrocarril de Arnulfo. Martes les
dijo a sus compañeros que él había visto por televisión esos regalos que el señor
Águila les había hecho hace muchos años a sus tres ahijados.
Aunque conocía muchas cosas de la ciudad por fotografías e ilustraciones de
libros y por lo que sus papás le habían platicado, Lunes no dejaba de
sorprenderse ante lo que sus ojos estaban viendo: los automóviles, los
semáforos, los edificios, la gente que iba de un lado al otro con prisa, las
estatuas, los olores, el ruido… Le llamó especialmente la atención el aparador de
una tienda de ropa. Se quedó mirándolo fijamente durante un rato. Al poco
tiempo, sus compañeros cayeron en la cuenta de por qué estaba tan impresionado
con la vitrina. Le explicaron que las personas que estaban allí no eran de verdad,
sino unos maniquíes.
Al cabo de otras dos horas, cuando el Sol estaba a punto de ocultarse, Lunes,
Martes y Miércoles alcanzaron la cima y se encontraron frente a frente con las
rejas que separaban la casa del señor Águila del resto de la ciudad. Era cierto que
no parecía un palacio hecho con oro, pero sí que se veía gigantesco. El guardia
que custodiaba la entrada les preguntó: