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EPÍLOGO<br />
(de la segunda edición, 1964)<br />
Ahora quiero decir lo que he conseguido con este libro, pero principalmente lo que no he<br />
conseguido. Quiero nombrar lo que de alguna manera fue una victoria, y lo que fue una<br />
derrota; lo que he ganado y lo que he perdido.<br />
Fue una victoria llegar al esclarecimiento de unos hechos que inicialmente se presentaban<br />
confusos, perturbadores, hasta inverosímiles, casi sin más ayuda que la de una muchacha y<br />
unos pocos hombres acosados que eran las víctimas. Fue una victoria sobreponerme al<br />
miedo que, al principio, sobre todo, me atacaba con alguna intensidad, y conseguir que ellos<br />
se sobrepusieran, aunque ellos tenían una experiencia del miedo que yo nunca podré<br />
igualar. Fue una victoria conseguir que un hombre como “Marcelo”, que ni siquiera nos<br />
conocía, viniese a traernos su información, arriesgando la emboscada y la picana que más<br />
tarde lo laceraron; conseguir que hasta la pequeña Casandra de Florida supiera que se nos<br />
podía confiar la vida de un hombre. Ha sido un triunfo encontrarme años después con la<br />
sonrisa infantil de Troxler, que salvó esa noche a los que se salvaron, y no hablar una<br />
palabra de esa noche.<br />
En lo demás, perdí. Pretendía que el gobierno, el de Aramburu, el de Frondizi, el de<br />
Guido, cualquier gobierno, por boca del más distraído, del más inocente de sus funcionarios,<br />
reconociera que esa noche del 10 de junio de 1956, en nombre de la República Argentina,<br />
se cometió una atrocidad.<br />
Pretendía que, a esos hombres que murieron, cualquier gobierno de este país les<br />
reconociera que la justicia de este país los mató por error, por estupidez, por ceguera, por lo<br />
que sea. Yo sé que a ellos no les importa, a los muertos. Pero había una cuestión de<br />
decencia, no sé cómo decirlo.<br />
Pretendía que, a los que se salvaron –Livraga desfigurado a tiros; Giunta casi<br />
enloquecido; Di Chiano escondido en un sótano; a los otros, desterrados–, cualquier<br />
autoridad, cualquier institución, cualquier cosa respetable de este país civilizado, les<br />
reconociera, siquiera con palabras, aquí donde las palabras son tan fáciles, donde no<br />
cuestan nada las palabras, que hubo un error, que hubo una fatal irreflexión, para qué decir<br />
un crimen.<br />
Que a los seis hijos de Carranza y los seis de Garibotti, a los tres de Rodríguez y al de<br />
Brión, y a las mujeres de esos hombres se les reconociera algún derecho emanante de la<br />
carroña sangrienta que la justicia de este país, y no de otro, llevó al cementerio, de todos<br />
esos cuerpos que fueron gente querida por los suyos. Que se les diera algo, un testimonio,<br />
una palabra, una pensión, no tan grande como la de un general, no tan grande como la de<br />
un juez de la Corte, quién podría pretender tanto. Algo.<br />
En esto fracasé. Aramburu ascendió a Fernández Suárez; no rehabilitó a sus víctimas.<br />
Frondizi tuvo en sus manos un ejemplar dedicado de este libro: ascendió a Aramburu. Creo<br />
que después ya no me interesó. En 1957 dije con grandilocuencia: “Este caso está en pie, y<br />
seguirá en pie todo el tiempo que sea necesario, meses o años”. De esa frase culpable pido<br />
retractarme. Este caso ya no está en pie, es apenas un fragmento de historia, este caso está<br />
muerto.<br />
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