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Agua y cauce<br />
El tercero fue Antonio Arráiz, un poeta rudo y sensitivo que<br />
había retornado a Venezuela en 1924. Venía de un Nueva York<br />
mítico como El Dorado, no artista de cine ni aviador como<br />
fueron sus sueños, sino de lavar platos, de cargar sacos, de<br />
manejar camiones, de empaquetar galletas. Traía el pensamiento<br />
encabritado por los sermones terrígenos, cósmicos de Walt<br />
Whitman y el pecho de futbolista cruzado por una encarnizada<br />
sed de libertad. Sus veintiún años volvían ansiosos de batirse por<br />
esa libertad en una y otra trinchera: la de nuestras estructuras<br />
poéticas aún rezagadas, la de nuestro pueblo aún subyugado.<br />
Antonio Arráiz no era estudiante sino empleado de un cine<br />
cuando los estudiantes del 28 nos echamos a la calle, pero se<br />
mezcló a nosotros desde el primer sacalapatalajá, con su exaltación<br />
de deportista, con su sinceridad de niño grande, con su poesía<br />
desafiante:<br />
Carezco de voz para Lindbergh.<br />
En cambio canto<br />
la boina azul del estudiante.<br />
Y se ciñó la boina azul sin esperar venia de nadie, y recitó sus<br />
versos en los jardines de este viejo convento, y marchó en nuestras<br />
manifestaciones, y cantó en nuestros coros, y fue preso junto con<br />
nosotros al castillo de Puerto Cabello, y participó en el complot<br />
del 7 de abril, y se adelantó solo y desarmado a gritar el santo y<br />
seña ante la puerta de un cuartel que se había perdido, y cantó<br />
el himno nacional cuando lo conminaron a hablar bajo el dolor<br />
de la tortura, y soportó siete años de hambre y grillos en la casi<br />
tumba de un calabozo, y fue maestro de hombría y altivez a todo<br />
lo largo de esa larga prisión, y salió de la cárcel iluminado por la<br />
misma pasión venezolana que lo había llevado a ella, y jamás se<br />
vanaglorió de sus sufrimientos: no hablaba de ellos.<br />
Muy escasos escritores en la historia de nuestra literatura<br />
han barbechado en campos tan diversos como Antonio Arráiz.<br />
No puede compaginarse una antología de la poesía venezolana<br />
sin situar a Antonio Arráiz entre sus máximos valores; ni puede<br />
escribirse un ensayo sobre la novela y el relato sin mencionar su<br />
obra narrativa en capítulo de privilegio; ni puede llevarse a cabo<br />
una relación crítica del periodismo sin otorgarle su rango de<br />
capitán renovador; como aparece igualmente en lugar descollante<br />
entre los divulgadores de nuestra historia, entre los defensores de<br />
nuestros bosques y de nuestros ríos, entre los autores de libros<br />
pedagógicos, entre los cultivadores de la literatura infantil. Obra<br />
múltiple que coronó antes de cumplir sesenta años porque sin<br />
llegar a ellos le llegó su propia muerte.<br />
Cuando Antonio Arráiz volvió a Venezuela en 1924, los jóvenes<br />
poetas del grupo que hoy se conoce por “Generación del 28” pugnaban<br />
a brazo partido por superar las fórmulas del modernismo. José<br />
Antonio Ramos Sucre buscaba la claraboya a través de un lenguaje<br />
culto y recóndito, obsesionado por la síntesis, desquiciado por el<br />
misterio de los símbolos; Andrés Eloy Blanco izaba sus grímpolas<br />
emotivas y centelleantes; Enrique Planchart reflejaba en sus<br />
cristales poéticos la revolución cumplida por el impresionismo<br />
en la música y en la plástica; Fernando Paz Castillo proseguía<br />
con reflexivo talento la noble ruta umbrosa iniciada por Antonio<br />
Machado, o volvía los ojos hacia los resplandores de los poetas<br />
malditos y simbolistas de Francia, o rebuscaba por sí mismo la<br />
almendra lírica de las más puras filosofías; Jacinto Fombona<br />
Pachano emprendía un camino coloreado por el cromatismo<br />
espiritual de Juan Ramón Jiménez y lo transformaba con la miel<br />
de su ternura y con su viril amor a los hombres y a los paisajes<br />
de esta patria; Luis Enrique Mármol se hacía eco a su manera<br />
impávida y pesimista de las preocupaciones metafísicas de <strong>Miguel</strong><br />
de Unamuno; Rodolfo Moleiro perseguía con sobria e intimista<br />
dedicación una depurada expresión poética; Pedro Sotillo trabaja<br />
<strong>Miguel</strong> <strong>Otero</strong> <strong>Silva</strong><br />
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