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Miguel Otero Silva

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Agua y cauce<br />

estrujado el seso los más esclarecidos pensadores, desde Aristóteles<br />

hasta T. S. Eliot, y a fe mía que siempre se les ha escapado el asunto<br />

como la sombra de un pájaro.<br />

Prefiero enderezar mis palabras finales hacia el nubloso destino<br />

de la poesía, hacia el distanciamiento entre poeta y pueblo que hoy<br />

vivimos y nos perturba y sabemos que no puede ser de otra manera.<br />

La poesía moderna, en su valerosa búsqueda de las formas nuevas,<br />

metió el alma en ese laberinto. La historia del proceso es heroica<br />

y justiciera. Desde las cavernas del paleolítico el poeta había sido<br />

un encadenado a algo, un servidor más o menos asalariado de los<br />

guerreros, de la religión, de los mecenas, de las clases dominantes<br />

o de las revoluciones, en todos los casos subordinado a materias<br />

ajenas a la esencia de la poesía. Súbitamente, ya bastante entrado<br />

el siglo xix, el poeta decidió rebelarse contra tal circunstancia de<br />

servidumbre, expresarse en un lenguaje personal, destilar a su<br />

arbitrio el zumo de las palabras, romper con los estatutos que lo<br />

cercaban, no someterse a preceptos ni a discernimientos ajenos.<br />

Baudelaire, Mallarmé, Rimbaud (o Cézanne, Van Gogh, Gauguin<br />

si habláramos de pintura) son tal vez los principales responsables<br />

de ese maravilloso desastre individualista.<br />

Son aquellos forcejeos de liberación, enarbolados hoy como<br />

estandartes por los artistas del siglo xx, los que han engendrado el<br />

divorcio entre la obra de arte y las masas, la separación que cada<br />

día se torna más irreparable a despecho de los buenos oficios de<br />

los esnobistas y de los profesores ingleses. Y entonces lo invaden<br />

a uno, no digamos remordimientos, pero sí añoranzas. Porque<br />

el poeta, no obstante que empleó perpetuamente un lenguaje<br />

propio, y por ende esotérico para quienes nacían con los oídos<br />

poéticos tapados, el poeta llegó a ser un como caudillo espiritual<br />

de la historia y de la cultura, excelso creador cuya obra era vivida,<br />

llorada y cantada por los pueblos, desde Homero y Virgilio hasta<br />

Goethe y Víctor Hugo; o hasta Walt Whitman y Neruda, dos<br />

últimos que sobrevivieron al cataclismo. Y uno se pregunta una vez<br />

más: ¿A dónde vamos? ¿Vamos hacia el aislamiento infranqueable<br />

de la poesía, transformada en conjunto de textos descifrables<br />

privativamente por los propios poetas o por quienes posean las<br />

claves confidenciales de su comprensión? ¿La aparición en el<br />

futuro de una sociedad más justa traerá consigo la reconciliación<br />

del poeta con el hombre común a través de una distinta concepción<br />

del arte que en la actualidad no logramos intuir?<br />

Algún desenlace habrá, protesto yo en nombre de todos, menos<br />

la muerte de la poesía. La poesía es (y he aquí que hemos llegado<br />

a su difícil definición a la luz de un verso de san Juan de la Cruz),<br />

la poesía es “un no sé qué que quedan balbuciendo”. Y ese “no sé<br />

qué que quedan balbuciendo” existirá sobre la tierra en tanto el<br />

hombre y la mujer respiren.<br />

(Discurso en la Academia Venezolana<br />

de la Lengua, 6 de marzo de 1972)<br />

<strong>Miguel</strong> <strong>Otero</strong> <strong>Silva</strong><br />

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