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Miguel Otero Silva

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Agua y cauce<br />

El tercero fue Antonio Arráiz, un poeta rudo y sensitivo que<br />

había retornado a Venezuela en 1924. Venía de un Nueva York<br />

mítico como El Dorado, no artista de cine ni aviador como<br />

fueron sus sueños, sino de lavar platos, de cargar sacos, de<br />

manejar camiones, de empaquetar galletas. Traía el pensamiento<br />

encabritado por los sermones terrígenos, cósmicos de Walt<br />

Whitman y el pecho de futbolista cruzado por una encarnizada<br />

sed de libertad. Sus veintiún años volvían ansiosos de batirse por<br />

esa libertad en una y otra trinchera: la de nuestras estructuras<br />

poéticas aún rezagadas, la de nuestro pueblo aún subyugado.<br />

Antonio Arráiz no era estudiante sino empleado de un cine<br />

cuando los estudiantes del 28 nos echamos a la calle, pero se<br />

mezcló a nosotros desde el primer sacalapatalajá, con su exaltación<br />

de deportista, con su sinceridad de niño grande, con su poesía<br />

desafiante:<br />

Carezco de voz para Lindbergh.<br />

En cambio canto<br />

la boina azul del estudiante.<br />

Y se ciñó la boina azul sin esperar venia de nadie, y recitó sus<br />

versos en los jardines de este viejo convento, y marchó en nuestras<br />

manifestaciones, y cantó en nuestros coros, y fue preso junto con<br />

nosotros al castillo de Puerto Cabello, y participó en el complot<br />

del 7 de abril, y se adelantó solo y desarmado a gritar el santo y<br />

seña ante la puerta de un cuartel que se había perdido, y cantó<br />

el himno nacional cuando lo conminaron a hablar bajo el dolor<br />

de la tortura, y soportó siete años de hambre y grillos en la casi<br />

tumba de un calabozo, y fue maestro de hombría y altivez a todo<br />

lo largo de esa larga prisión, y salió de la cárcel iluminado por la<br />

misma pasión venezolana que lo había llevado a ella, y jamás se<br />

vanaglorió de sus sufrimientos: no hablaba de ellos.<br />

Muy escasos escritores en la historia de nuestra literatura<br />

han barbechado en campos tan diversos como Antonio Arráiz.<br />

No puede compaginarse una antología de la poesía venezolana<br />

sin situar a Antonio Arráiz entre sus máximos valores; ni puede<br />

escribirse un ensayo sobre la novela y el relato sin mencionar su<br />

obra narrativa en capítulo de privilegio; ni puede llevarse a cabo<br />

una relación crítica del periodismo sin otorgarle su rango de<br />

capitán renovador; como aparece igualmente en lugar descollante<br />

entre los divulgadores de nuestra historia, entre los defensores de<br />

nuestros bosques y de nuestros ríos, entre los autores de libros<br />

pedagógicos, entre los cultivadores de la literatura infantil. Obra<br />

múltiple que coronó antes de cumplir sesenta años porque sin<br />

llegar a ellos le llegó su propia muerte.<br />

Cuando Antonio Arráiz volvió a Venezuela en 1924, los jóvenes<br />

poetas del grupo que hoy se conoce por “Generación del 28” pugnaban<br />

a brazo partido por superar las fórmulas del modernismo. José<br />

Antonio Ramos Sucre buscaba la claraboya a través de un lenguaje<br />

culto y recóndito, obsesionado por la síntesis, desquiciado por el<br />

misterio de los símbolos; Andrés Eloy Blanco izaba sus grímpolas<br />

emotivas y centelleantes; Enrique Planchart reflejaba en sus<br />

cristales poéticos la revolución cumplida por el impresionismo<br />

en la música y en la plástica; Fernando Paz Castillo proseguía<br />

con reflexivo talento la noble ruta umbrosa iniciada por Antonio<br />

Machado, o volvía los ojos hacia los resplandores de los poetas<br />

malditos y simbolistas de Francia, o rebuscaba por sí mismo la<br />

almendra lírica de las más puras filosofías; Jacinto Fombona<br />

Pachano emprendía un camino coloreado por el cromatismo<br />

espiritual de Juan Ramón Jiménez y lo transformaba con la miel<br />

de su ternura y con su viril amor a los hombres y a los paisajes<br />

de esta patria; Luis Enrique Mármol se hacía eco a su manera<br />

impávida y pesimista de las preocupaciones metafísicas de <strong>Miguel</strong><br />

de Unamuno; Rodolfo Moleiro perseguía con sobria e intimista<br />

dedicación una depurada expresión poética; Pedro Sotillo trabaja<br />

<strong>Miguel</strong> <strong>Otero</strong> <strong>Silva</strong><br />

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