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El baúl de los recuerdos<br />

EL BOLETO<br />

La primera línea de colectivos porteña comenzó a circular en septiembre<br />

de 1928, cubriendo su recorrido entre Primera Junta y la esquina<br />

de avenida Rivadavia y Lacarra, en el barrio de Floresta. El pasaje se<br />

abonaba al bajar y, según los conocedores minuciosos del tema, el<br />

precio para viajar en estos automóviles adaptados a su nueva función<br />

era de 10 centavos para el trayecto de Primera Junta a Flores y de<br />

20 para el trayecto completo. El éxito fue inmediato, pese a que las<br />

empresas de tranvías de entonces trataron de obstaculizar el nuevo<br />

emprendimiento, y solo seis años después aparecen los primeros<br />

colectivos, remedos de alguna manera respecto al modelo actual del<br />

bondi, así definido por el lunfardo, que hoy conocemos.<br />

En 1963 desaparece el tranvía y en el `66 desaparece el trolebús,<br />

el colectivo entonces se convierte en figura esencial del transporte<br />

público callejero. Un mundo numeroso y propio le da vida; chóferes,<br />

inspectores, mecánicos, administrativos y también se puede sumar a<br />

esta lista a los desaparecidos creativos; y dejamos para el final de la<br />

lista a los creativos con toda premeditación: si bien en sus comienzos<br />

se pagaba al bajar y no existía comprobante alguno, con el crecimiento<br />

desmesurado del servicio aparece un mundo multicolor y deslumbrante<br />

en pocos centímetros de papel sedoso: el boleto como constancia<br />

de pago y sus diseñadores ignotos.<br />

vinieron, mientras duraron, con esa misteriosa cantidad de númerosy<br />

la posibilidad tan fantástica como cotidiana de conseguir un capicúa;<br />

que sin sobrar, no faltaban. Claro que, además de estos detalles<br />

del buen gusto y las pequeñas alegrías de los famosos capicúas,<br />

estaban las máquinas boleteras y sus filosos y pequeños dientes que<br />

serruchaban el papel con prolijidad asombrosa y los monederos de<br />

tubos de metal blanquísimo y brillante y sus correspondientes diferencias:<br />

monedas de cinco, de diez, de veinte…<br />

Al boleto, al sedoso y multicolor boleto había que tenerlo a mano<br />

porque sobre todo el pasaje, incluido el chófer, pesaba como sombra<br />

la figura amenazante del llamado “Chancho”. Su operativo como inspector<br />

era doble, primero era firmar planillas entre “Chancho” y chófer<br />

y ver y controlar los números, los cinco únicos números de los boletos;<br />

después venía el pedido del boleto en cuestión a los pasajeros. Y<br />

después lo picaba con otro instrumento de metal brillante y su función<br />

exclusiva. Bien definió a este personaje el poeta Carlos de la Púa, dice<br />

en su poema-milonga Linea nº 9: “Era un bondi de línea requemada y<br />

guarda batidor cara de rope”<br />

Todavía hay boletos, pero en las casas de antigüedades o entre las hojas<br />

de algún libro o pinchado en la pared de alguna forma. Un recuerdo.<br />

Todos los colores y los entramados de esos colores en barras, en<br />

listones, en diagonales, en cruces, en dameros; y también, a la que<br />

se sumaba texto y números. Ahí estaban los diseñadores del boleto,<br />

artistas del boleto. Allí se identificaba empresa, trayecto y precio del<br />

viaje. Después venían los números, cinco dígitos - los boletos siempre<br />

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