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La dulzura del extravío<br />
Nacho Samper<br />
Ilustración de Elena García<br />
Venimos a ser poco más que esa bisagra generacional<br />
a partir de la cual las cosas pasan a pertenecer a un<br />
nuevo rasero, como la curvatura ignorada del espacio-tiempo<br />
que da acceso al otro plano de la realidad,<br />
donde significamos lo mismo sólo que con la perspectiva<br />
del lado opuesto del espejo.<br />
Toda pérdida se relativiza; a quien fallece se le asigna<br />
esta condición desde un plano de cínica y dudosa<br />
posesión, obviando que pasa a engrosar la lista de<br />
gananciales de otro orden desconocido. Cuestión de<br />
pertenencia, en fin. En el conocimiento esotérico no<br />
es un fin sino una mera fluctuación, el cimiento de<br />
otro futuro, lo cual puede aterrorizar más todavía.<br />
De hecho somos la generación temida, debido al<br />
cambio que entrañamos. Habitamos la dimensión de<br />
la ignorancia colectiva, de donde mana un blindaje<br />
social que se cuantifica con unidades de medida deliberadamente<br />
inexactas, en base a activos tangibles en<br />
exceso, cuando es lo volátil aquello que en cualquier<br />
momento genera un destino o cambio estático.<br />
El inmovilismo responde a un síndrome de vértice<br />
que nos ha sido extirpado con precarias cirugías. La<br />
pulsión de búsqueda, entonces, es lo más atávico que<br />
hemos recibido, del mismo modo que en la lógica de<br />
órbitas del universo cualquier elemento debe aplicar<br />
una desviación, leve o severa, que propicie un hallazgo,<br />
una conclusión.<br />
Un cuerpo celeste que se mira el ombligo y traza<br />
precarias parábolas es eminentemente lo que, por<br />
recurrencia, enmarcan en la división de lo ubicado,<br />
mientras que cualquier mota estelar capaz de conservar<br />
una trayectoria amplia no es más que un ente<br />
perdido en disposición, en cambio, de conocer todas<br />
las latitudes del cosmos, los recovecos etéreos.<br />
El gatillo del Big Bang. ¡Bang bang!<br />
Resulta que nos observan con un telescopio de lentes<br />
opacas, bajo la mueca estéril de la cautela -es la vieja<br />
urdimbre de mirar en línea recta y perder las nociones<br />
a través del punto de fuga-. Nos llaman perdidos<br />
por tener relojes de doce manecillas, brújulas que<br />
laten y un sentido periférico, a pesar de todo.<br />
Sin ser siquiera un poder fáctico, generamos preludios<br />
que se detonan inopinadamente donde nadie es<br />
capaz de prever. Somos el picaporte de una puerta<br />
invisible, el elixir subcutáneo de un mar desertizado.<br />
Tal vez sólo desligados de la asertividad de la perdición,<br />
tal vez sólo embriagados por la brutal dulzura<br />
del extravío.<br />
“El futuro está oculto detrás de los hombres<br />
que lo hacen” Anatole France