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Adiós<br />

1.<br />

Cadaqués, 10 de julio de 1999<br />

No descarto estar loco. Ni tampoco que ésta no sea la condición que nos<br />

permite sobrevivir.<br />

Creo que la sospecha de mi locura anida en mí desde mi primer recuerdo.<br />

La certeza la tuve aquella tarde de mayo en que esperaba el cadáver de mi madre<br />

mientras pensaba en mi próximo examen y en que debía, sin falta, cortarme el<br />

pelo.<br />

La silueta del avión avanzaba desdibujada en el brillo de los charcos de la<br />

lluvia reciente. Mis piernas temblaban, pero yo seguía pensando en asuntos<br />

livianos. Mi cuerpo se rebelaba mientras mi mente se defendía. Esa locura que nos<br />

protege fue la que me permitió observar sin sollozar como un salvaje cómo<br />

bajaban los furgones.<br />

En el segundo iba mi madre.<br />

El avión de las fuerzas aéreas británicas acababa de aterrizar en el<br />

aeropuerto militar Villacoublay. Bajaron dos furgones más. Uno transportaba el<br />

cadáver del filósofo Jean Michel Bascquiat y el último era el de su chófer, quien<br />

1


conducía el convoy civil contra el que el ejército de la OTAN había abierto fuego<br />

por error en el puente de Varvarin, a ciento cincuenta kilómetros al sur de<br />

Belgrado. El avión se dirigiría luego a Londres para llevar el cuerpo sin vida de<br />

dos jóvenes periodistas ingleses. Bonny Spencer, corresponsal para The<br />

Independent, herida en el mismo incidente, había hecho el reconocimiento del<br />

cadáver de mi madre.<br />

Me llamó ella misma: ambas llevaban diez días en Pristina y aunque jamás<br />

nos habíamos visto, solicitó comunicármelo. Me dijo que murió al instante, sin<br />

sufrir; que, justo antes del ataque, mamá, con uno de sus walkman puesto,<br />

tatareaba algo de Peter Gabriel. Fue fácil imaginármela cantando y moviendo la<br />

cabeza de un lado a otro con los ojos semicerrados y sonriendo. Quizá incluso<br />

bailando. Mi madre bailaba hasta sentada.<br />

<br />

2


Estuve a punto de preguntarle por su cuerpo. Si lo que me mandaban era<br />

un guiñapo mutilado, destrozado, sin rostro. Pero pensé que a mi madre ésto le<br />

habría importado realmente poco.<br />

<br />

Como también decía - cuando le vaticinaba que moriría antes que ella,<br />

preso en mis frecuentes crisis existenciales - que era de lo único que no estaba<br />

dispuesta a hablar porque jamás estaría preparada para mi muerte.<br />

- Además, Matt, no querrás perder la posibilidad de heredar algo - añadía<br />

entonces con sorna -, siempre me has parecido muy interesado por nuestra<br />

situación económica.<br />

- Cierto - le contestaba yo entonces quisquilloso – pero, ya que estás tan<br />

generosa y dispuesta a hacerlo, hazlo pronto. Antes de que te conviertas en una<br />

vieja insoportable. Más, quiero decir.<br />

- Es una posibilidad que me permitiría no sobrepasar los cuarenta años,<br />

con lo que hoy sería un cadáver casi joven evitándome, además, la ardua<br />

obligación de adaptarme a la sociedad que se vislumbra para el próximo milenio -<br />

me había dicho una tarde de domingo poco antes de su viaje a Kosovo mientras se<br />

estiraba en el sofá después de una plácida siesta.<br />

3


- Bien, mami, dejemos esta conversación sin interés y, dado que regresarás<br />

a darme la lata ¿por qué no me haces un anticipo antes de irte? Estoy en las<br />

últimas.<br />

- Diez días suman cuatrocientos francos para todo, transporte incluido.<br />

- He dicho un adelanto a cuenta de mi herencia, no de mi asignación.<br />

- Ya lo he entendido, ¿o acaso crees que heredarás más?<br />

- ¡Qué burra eres!<br />

- Seguro. Pero si en lugar de volver viva, entera y coleando, te envían mi<br />

fiambre, no olvides quemarlo.<br />

Se fue el 28 de abril de 1999. La madrugada del 9 de mayo me llamaba<br />

Bonny Spencer. Mi madre había muerto aproximadamente a las 3 de la tarde del<br />

día anterior.<br />

Hasta que amaneció, esperé despierto una llamada que reparara la noticia.<br />

Serían las siete cuando llamé a mi abuela Solange, sintiéndome roto por mí<br />

mismo, y por tener que hacerle tanto daño.<br />

- La traen esta tarde, abuela.<br />

Mi abuelo ni se enteró. Enfermo de Alzheimer, vivía recluido en sus<br />

habitaciones mientras su mente navegaba por laberintos confusos.<br />

- Tal vez sería mejor que te quedaras en casa, abuela. Descansa para ir esta<br />

tarde al crematorio - le dije mientras comíamos.<br />

4


No quiso. A las dos, perfectamente arreglada, estaba dispuesta para recibir<br />

el cadáver de su hija. No había derramado ni una lágrima desde mi llegada, sólo<br />

me abrazó con más fuerza que otras veces. Durante la comida hablamos de mis<br />

estudios; de una exposición de Miquel Barceló en el Centro Pompidou; de mis<br />

amigos; de la vida en Cadaqués... Sólo cuando un oficial nos entregó los enseres<br />

de mi madre, mi abuela se apoyó en mi brazo y, por primera vez desde que<br />

empezó a formar parte de mi memoria, la vi minúscula, encogida por la<br />

desesperación.<br />

muerte.<br />

Mi madre había dejado escrito que no deseaba ninguna ceremonia para su<br />

<br />

A la salida del crematorio Pêre Lachaise, mi abuela estrechó la mano de mi<br />

padre, luego la de Elías y se metió en el coche que nos esperaba. Pensé que a mi<br />

madre le hubiera gustado presenciar aquel saludo. Al llegar a su casa la acompañé<br />

hasta el recibidor y fue entonces, al despedirme, cuando vi sus ojos enrojecidos,<br />

pero sonrió y, dándome un suave cachete en la mejilla, sólo me preguntó cuando<br />

5


iría a verla. Prometí llamarla al día siguiente tan pronto me hubiera ocupado de los<br />

primeros trámites derivados de la muerte de mi madre.<br />

- Cuídate Matt, y si necesitas algo, recuerda que nuestro abogado siempre<br />

te podrá ayudar. ¿Qué harás con las cenizas?<br />

- No te preocupes abuela. Todo irá bien.<br />

Nunca sabrá que su hija descansa bajo un abeto situado en una esquina del<br />

jardín del Museo Marmottan, a pocos metros de su casa; un lugar en el que mi<br />

madre siempre decía que le hubiera gustado vivir.<br />

Me acompañó Elías, quien contaba con la complicidad del vigilante del<br />

museo para que al final de la tarde nos franqueara la puerta. Con una pequeña pala<br />

hicimos un hueco, estrecho y profundo, y el cuerpo de mamá se deslizó<br />

mezclándose con la tierra húmeda. Elías rellenó el agujero con hojas y tierra sobre<br />

las que puso una piedra. Luego anduvimos en silencio hasta el principio de la calle<br />

Passy.<br />

- ¿Quieres cenar algo?<br />

- No, gracias Elías. Mañana tengo un examen; intentaré estudiar.<br />

- De acuerdo, Mateo. Estos días además tendrás que ocuparte de tu<br />

abuela, pero estaremos en contacto. Cuídate.<br />

Elías me dio un beso en la frente y subió a un taxi. Eran más de las ocho<br />

cuando llegaba a casa pero madame Luise, nuestra portera, salió a saludarme.<br />

6


La muerte de mi madre me había convertido en un hombre. Monsieur<br />

Cases. Bizarre. Tenía diecinueve años. Las semanas siguientes finalicé mi curso<br />

académico; arreglé bajo la tutela de Elías varias de las disposiciones de mamá y<br />

salí hacia Cadaqués. Allí empecé este relato que abarca diez años de memoria.<br />

- Mamá, ¿la memoria duele?<br />

- Pienso que en la memoria, Matt, las huellas del dolor nunca desaparecen.<br />

La memoria, como todo, es injusta. Lo que sigue, ¿es como lo hubiera<br />

contado mi madre, mi padre? ¿Es acaso como lo hubieran contado los perdedores,<br />

los vencidos? ¿O es la fábula que cada cual precisa para sobrevivir a la memoria?<br />

Como sea, una parte de este recuento es lo que, entre unos y otros, me han ido<br />

relatando. Pero seguramente tampoco yo podré evitar hacer mi propia lectura,<br />

sobre todo porque se trata de mis padres a los que tanto cuesta imaginar jóvenes,<br />

despreocupados, enloquecidos, como uno mismo. Como yo mismo. Pero, no nos<br />

entretengamos; el tiempo apremia. Porque al final de este recuento – justo o no –<br />

sólo han de quedar las huellas. Y no tanto dolor.<br />

7


2.<br />

Hace veinte años mis padres se casaron contra la voluntad de mis abuelos<br />

maternos, los Beaumont-Rochelle, quienes pelearon con todas sus fuerzas para<br />

que mi madre dejara a mi padre, estudiante de música, hijo de un inmigrante<br />

republicano español, jubilado como modesto profesor de piano.<br />

El idilio lo había descubierto la hermana mayor de mi madre, Charlotte,<br />

quien los pescó achuchándose en un cine. Previo interrogatorio y solemne bronca<br />

al enterarse de quién era el pretendiente, los abuelos rodearon a su hija de un<br />

implacable dispositivo de vigilancia. Pero mi madre, quien no se caracterizaba por<br />

un carácter sumiso, encontró mil trucos con los que soslayar el cerco. Por las<br />

mañanas el chofer de mi abuelo la dejaba en la Escuela de Bellas Artes y a<br />

mediodía la recogía. Cada tarde mi abuela la acompañaba a la escuela de danza<br />

adonde la iba a buscar tras dos horas de clase ignorando que el pianista de la<br />

academia era la causa de su preocupación. Cierto que un cuarto de hora entre clase<br />

y clase no era mucho para sus ardores pero, entre esos momentos, otros<br />

conseguidos con la complicidad de alguna amiga y notas ardientes, ellos<br />

prosiguieron su relación desmesuradamente encendida por las trabas. Un año<br />

después, dieron el salto. A mi padre le surgió la oportunidad de incorporarse en<br />

una joven orquesta en la Provenza y mi madre se largó con él. Cuando días<br />

después mis abuelos la localizaron, Alexandra de Beaumont-Rochelle ya se<br />

8


llamaba Alexandra Cases y se había instalado con mi padre en Chateaurenard, un<br />

sencillo pueblo a pocos kilómetros de Avignon, residencia de muchos inmigrantes<br />

argelinos que trabajaban en los viñedos.<br />

Después de su separación, descubrí una caja cuyo contenido llegó a<br />

obsesionarme: estaba llena de fotografías de mis padres mirándose lelos en la<br />

playa; haciendo el idiota entre amigos o sentados en el pequeño jardín de “Les<br />

roses”, nuestra casa en Chateaurenard, conmigo ya en medio. Eran muy guapos.<br />

La belleza de ambos, intuyo, fue uno de sus males. A mi padre le consumían los<br />

celos y, por su parte, él mismo sucumbía con frecuencia a la pasión que suscitaba<br />

entre las mujeres.<br />

Yo nací un año después de su boda y me llamaron Mateo. Mi padre<br />

continuaba en la orquesta, pero, con pocas actuaciones durante el invierno, y<br />

precisando más ingresos, despachaba en una gasolinera. Mi madre contribuyó en<br />

la economía familiar trabajando por las mañanas en una pequeña galería de arte de<br />

Avignon y, por las tardes, impartiendo clases de danza. Pese a las estrecheces,<br />

siempre decía que fue una época fantástica y que en ningún momento echó de<br />

menos su anterior vida en París; y que, cuando yo nací, todavía pensaba que nada<br />

ni nadie podría acabar con nosotros. Sin embargo pienso que, al margen de que el<br />

amor demasiado joven no fue capaz de resistir otros avatares, las complicaciones,<br />

justamente, empezaron conmigo. Avanzado el embarazo, mi madre dejó de<br />

9


trabajar por lo que mi padre tuvo que añadir un tercer salario que obtuvo tocando<br />

el piano en un bar musical de Avignon. Las escenas y las recriminaciones<br />

empezaron a ser usuales: mi padre reprochaba a su mujer la carga que le<br />

suponíamos así como la pérdida de libertad para ambos como pareja. Entonces<br />

empezaron a distanciarse.<br />

Pero un día concreto, estalló oficialmente la hecatombe. Una amiga, de<br />

visita una tarde, se había ofrecido quedarse a dormir: así mi madre podría ir a<br />

buscar a su marido y salir un rato con él.<br />

En una esquina, a pocos metros del bar, estaba mi padre pegándose el lote<br />

con una desconocida. Mi madre se paró delante como hipnotizada mientras ellos<br />

continuaban retorciendo sus cuerpos. En un giro él dio un traspié y se encontró<br />

frente a su mujer. La mañana siguiente mi madre cogió el portante y a mí y nos<br />

fuimos a Cannes donde vivía mi bisabuela Claire, cuyo historial de juventud<br />

superaba largamente el de mi madre. Al parecer nos quedamos en su casa el resto<br />

de aquel invierno y toda la primavera. A mi padre, quien inició la búsqueda de<br />

inmediato, le costó mucho encontrarnos porque lo que menos imaginó es que<br />

mamá se refugiara en ningún miembro de su familia. Pero cuando descubrió<br />

nuestro paradero, la acribilló a cartas a las que mamá no contestó. Al final se<br />

presentó en Cannes pasando por la humillación de vivir en una casa de huéspedes<br />

y visitándonos en la lujosa villa de Claire de Beaumont-Rochelle. Sin embargo,<br />

10


creo que a mi padre, en el fondo, aquella distancia, aquel nuevo reto, lo motivaba.<br />

Cavilo que cuanto más inaccesible era mi madre, más la deseaba porque le<br />

resarcía de todas las penurias pasadas por sus padres en París. Aunque esta<br />

impresión sólo es conjetura mía. Lo cierto es que, antes de verano, nos instalamos<br />

nuevamente juntos. No sé si mi padre era el mismo de antes de esta historia,<br />

probablemente; pero mi madre volvió pletórica, y no por la insistencia de mi<br />

padre, sino porque en esos meses de ocio y relajo, sobre todo económico, recuperó<br />

la noción de su fuerza así como la certeza de la belleza de su cuerpo joven,<br />

espléndido y dorado.<br />

El siguiente otoño, abrió su propia galería en Avignon. Una iniciativa que<br />

mi padre vivió como una traición: el dinero provenía de la bisabuela Claire, es<br />

decir, de la familia que lo rechazaba y, además comprendió que su mujer iniciaba<br />

una etapa de consecuencias imprevisibles pero que, en cualquier caso, y<br />

claramente, la alejaban de su control.<br />

Vivimos ocho años más en Chateaurenard durante los cuales mi madre no<br />

se hizo de oro con su negocio, pero ganó lo suficiente como para sentirse por<br />

primera vez independiente. En cuanto a mi bisabuela, nunca dejó de velar por ella<br />

y a su muerte mamá heredó, entre otros bienes que con el tiempo fui<br />

descubriendo, un piso en la avenida Ingres en París. Mi padre a su vez - aunque<br />

nunca dejó de perseguir a mamá con sus celos -, gracias a los ingresos de su<br />

11


mujer, pudo dedicarse plenamente a la música. Durante los últimos tiempos de<br />

Chateaurenard, empezó a dar modestos conciertos de piano en poblaciones<br />

cercanas primero y, poco a poco, cada vez más lejos: Bordeaux, Poitiers, Saint<br />

Etienne... Lyon fue decisivo. Allí tomó contacto con otros músicos con los que<br />

formó una pequeña orquesta que él dirigiría. Para entonces hacía tiempo que no se<br />

puede decir exactamente que viviera en casa: pasaba alguna noche y, otros días,<br />

mamá lo acompañaba. Las pocas fotos que encontré de estos años son de tertulias<br />

con sus amigos y, en casi todas, junto a mi madre aparece un hombre joven, rubio,<br />

alto, muy guapo y espectacular con el pelo recogido en una cola: ¿Amante de<br />

mamá? Con el tiempo he sabido que cuando papá estaba en casa, se dedicaba a<br />

realizar un minucioso registro hurgando por todos los rincones en busca de<br />

pruebas que delataran a mamá quien con los años resplandecía. Pero no me consta<br />

que mi padre diera nunca con ninguna prueba que confirmara sus sospechas; ni<br />

nada con lo que seguir alimentando sus celos que, sin embargo, persistieron.<br />

Mis fotos preferidas son las de la playa: en estas siempre estamos mi<br />

madre y yo. O yo solo; o, como máximo, con Mich, una pintora amiga de mi<br />

madre de formas rotundas. Cuando le preguntaba a mi madre si Mich pintaba<br />

bien, me decía que no había que tomar su trabajo como arte propiamente dicho,<br />

pero que tenía una técnica correcta y que su gusto algo recargado encantaba a las<br />

familias burguesas de la provincia. Mamá se lo pasaba en grande con Mich: le<br />

12


gustaba su risa fuerte y contagiosa, su carácter natural y le hacía gracia la frescura<br />

con la que seducía a los hombres que se llevaba por delante. A mí también me<br />

gustaba Mich, sobre todo cuando me apretujaba y mi cara quedaba apresada entre<br />

sus senos.<br />

Cuando murió la bisabuela Claire y mamá empezó a ir con frecuencia a<br />

París, yo me quedaba con Mich quien también se ocupaba esos días de la galería.<br />

Mich vivía con dos tíos. Y es que Mich era cojonuda. Años después, mamá me<br />

explicó que, por aquel entonces, Mich se comportaba como un hombre Tanto, que<br />

no sólo vivía con su pequeño harén, sino que además de traicionarlo con quien le<br />

venía en gana, si uno de ellos se iba de parranda, lo dejaba en la calle un par de<br />

días y luego, cuando lo dejaba entrar, se lo llevaba a la cama para tirárselo hasta<br />

tenerlo bien encandilado. Momento en que le hacía un corte de mangas largándose<br />

con cualquiera de sus otros amantes, digamos externos.<br />

De los dos amantes con los que Mich vivía, siempre había uno que le<br />

gustaba más: pues con éste todavía era más implacable. Una noche, cabreada<br />

porque el preferido llegó cuando amanecía, Mich le tiró desde la terraza un<br />

barreño lleno de agua sucia y se fue a dormir tan pancha dejándolo fuera hecho un<br />

asco. Bien ¿no? Pero cuando mamá se iba, Mich lo dejaba todo y se instalaba en<br />

nuestra casa. Mis recuerdos de estos días todavía son momentos muy<br />

13


desdibujados en mi memoria, lo que sé es por mi madre. Pero conservo alguna<br />

imagen de Mich esperándome en la entrada del colegio Saint Joseph; otras de los<br />

móviles de cartón que ella misma me hacía; de algún paseo en coche hasta la<br />

playa... Aunque lo único concreto era mi obsesión por su cuerpo: la espiaba por<br />

todos los rincones. ¿Se dio cuenta? Mich fue, además, la primera persona a quien<br />

enseñé mis primeros textos de autor. Se los leía en voz alta y ella me escuchaba<br />

con atención, comentando lo que ella creía debía mejorar o, por el contrario, lo<br />

que más le había gustado. Y jamás se impacientaba, durara lo que durara la<br />

lectura, que debía ser bastante porque yo me enrollaba un montón. ¡Menudo palo!<br />

Cuando empezó el verano del 89, mamá me dijo que a final de agosto nos<br />

instalaríamos una temporada en París. Todo estaba arreglado, me anunció una<br />

tarde: había hecho obras en el apartamento heredado de su abuela de forma que<br />

ocuparíamos la pequeña planta baja ya que el piso superior lo había alquilado; yo<br />

proseguiría mis estudios en una escuela en Passy y ella trabajaría en una galería de<br />

Saint Germain. Es decir, enormes cambios sobre los que no me había anticipado<br />

nada. No, yo no estaba de acuerdo, pero ¿acaso<br />

14


existía alguna posibilidad para detener el tiempo? Lloré como un loco la víspera<br />

de dejar Les roses, muerto de miedo. La vida, empezaba.<br />

Los últimos días de mi primer septiembre en París, acabaron con un fuerte<br />

viento que rugía entre los castaños que rodeaban las ventanas de nuestra casa y yo<br />

me dormía cada noche oyéndolos murmurar. El recuerdo de estos días es casi<br />

nítido; de hecho fue a partir de entonces cuando ya no pude hacer nada por<br />

detener el tiempo y su memoria. De los años anteriores sólo me quedan<br />

sensaciones. Mi mano hurgando en una arena blanca y finísima; el pelo de mi<br />

madre suelto y mojado sobre la espalda; algún aroma..., imágenes difusas de ese<br />

tiempo perfecto en el que la vida transcurría sin constancia. Pero aquel otoño todo<br />

empezó a ser preciso y, aunque con frecuencia me instalaba en la inopia refugiado<br />

en mis ensueños, pronto intuí que no había escapatoria, que había llegado el<br />

momento de cumplir mi destino y existir.<br />

15


3.<br />

Cuando los abuelos Beaumont-Rochelle localizaron a mamá, tres semanas<br />

después de su boda, la abuela fue a Nîmes desde donde llamó a su hija. Parece que<br />

se encontraron en el bar del hotel donde la abuela se alojó una única noche.<br />

- Olvida esta historia Alexandra - le rogó mi abuela -, regresa a París y<br />

viaja una temporada o instálate en Nueva York y estudia danza unos meses, un<br />

año, el tiempo que precises. Siempre decías que lo harías antes de casarte. Hazlo,<br />

por favor, porque este matrimonio no puede funcionar. El matrimonio es otra<br />

cosa.<br />

- Aunque no sea el marido que papá y tú esperabais, e incluso a riesgo de<br />

equivocarme, quiero vivir con Daniel, mamá. ¿O acaso no soy yo quien ha de<br />

comprobarlo? Es cierto que siempre pensé vivir un tiempo en Nueva York donde<br />

tanto me hubiera gustado estudiar danza, ya lo sabes - aunque esta idea, si<br />

recuerdo bien, tampoco te entusiasmaba -. Pero después de casi dos años de ver a<br />

Daniel a escondidas nuestra relación se había vuelto obsesiva y sin más salida que<br />

lo que ya está hecho.<br />

- Podías haberme puesto al corriente de vuestros planes, hija, y os<br />

hubiéramos ayudado, sólo que más tarde y de otra forma.<br />

- ¿Poneros al corriente, dices? Daniel no existía para vosotros, ¿no lo<br />

recuerdas mamá?<br />

16


- Alexandra, es tonto reprocharnos nada ahora.<br />

- Es tarde, querrás decir.<br />

Mi madre enfureció a mi abuela quien le anunció que, a partir de aquel<br />

momento, no podría contar con ellos para nada. Me pregunto si alguna de las dos<br />

imaginó – y valoró - que pasarían años sin verse.<br />

Sé que, con el tiempo, mi madre comprendió de alguna forma el enfado de<br />

sus padres, lo que nunca dejó de sorprenderle fue las implacables medidas y el<br />

cerco que levantaron para interrumpir su relación con mi padre.<br />

<br />

Cuando mi madre me dijo eso de que ‘sabía que ella no entraría en mis<br />

planes’, pensé que le había dado una neura tonta y también algo dramática. Me<br />

pregunté, incluso, si estaba en sus cabales; si no chochearía. ¿Cómo no iba entrar<br />

en mis planes la mujer a quien más quería?<br />

Mi nacimiento tampoco cambió las cosas. A excepción de la bisabuela<br />

Claire, el resto de la familia parecía haberla olvidado. Fue Claire quien le<br />

17


comunicó que mi tía Charlotte, la hermana chivata, se había casado con un<br />

banquero. Una boda a todo trapo con mil quinientos invitados. Claire se lo contó<br />

después de la boda porque hasta el último momento albergó la esperanza de que<br />

llamaran a mamá. Habían transcurridos cuatro años desde la huida y mis padres -<br />

mi madre para ser exactos - vivía completamente desconectada de París. Pese al<br />

episodio de mi padre a la salida del pub y<br />

todo lo que vino después, no creo que, en aquel momento, añorara París; ni<br />

tampoco otra vida.<br />

Pero en mi familia había otro París: el de mi padre. Mis abuelos paternos<br />

vivían en un pequeño piso en la calle de vielle Temple, en el Marais; un barrio que<br />

a partir de los 80 se pondría de moda entre artistas y jóvenes ejecutivos quienes<br />

rehabilitaron varios de los hoteles particulares edificados en el siglo XVII. Pero<br />

cuando mi abuelo Pere Cases llegó en el 38, después de haber pasado cuatro<br />

meses en el campo de refugiados de Argeles-sur-Mer, era una zona muy modesta.<br />

En París lo acogió el matrimonio Borés huido de Barcelona inmediatamente<br />

después de que los nacionales fusilaran a Didac, su hijo menor, miliciano<br />

republicano. Los Borés le ofrecieron lo que tenían: un cuarto que compartiría con<br />

Xavier, su hijo mayor. Mi abuelo tenía veintidós años y su único patrimonio era la<br />

carrera de música. Pero no era momento de exquisiteces laborales así que entró<br />

como repartidor en el taller de sastrería donde trabajaba el bisabuelo Borés. Poco<br />

18


después encontró otro reparto para las mañanas de los domingos en un horno de la<br />

avenida Hausmann regentado por los Sholem, un afable matrimonio judío quienes<br />

a su vez le ayudaron a encontrar alumnos a los que dar clases de piano.<br />

Pronto mi abuelo se enamoró de Camila, la hija menor de sus caseros,<br />

pero, avergonzado por su situación precaria, no se atrevía a decirle nada<br />

contentándose con tenerla a su lado los domingos por la tarde, día en que salía con<br />

Xavier y Camila a dar una vuelta y a tomar un refresco que a menudo compartían.<br />

Un domingo que Xavier estaba enfermo y mis abuelos salieron solos, mi abuela se<br />

le declaró. Tú sólo dime si me quieres, parece<br />

que insistió ella. <br />

,<br />

contestó mi abuela enamorada.<br />

Cinco meses más tarde se casaban quedándose a vivir en el piso del<br />

Marais. Poco después, también se casaba Xavier Borés con Paulette, una chica<br />

francesa, hija única de los dueños de una tintorería ubicada en el distrito de Saint-<br />

19


Honorê: un pequeño salto económico y de inserción social para unos sencillos<br />

inmigrantes. Pero la novia estaba embarazada y sus padres tragaron y hasta<br />

pagaron el convite.<br />

Mis abuelos y los Borés no sólo sobrevivieron a las penurias y al miedo<br />

que invadió la ciudad durante la Segunda Guerra Mundial sino que además<br />

mantuvieron escondido a Elías Nathan desde que los alemanes se llevaron a sus<br />

padres y a su hermana. Elías se salvó por los pelos y por la azotea de la vivienda<br />

de los abuelos. Cuando su familia dormía, él acudía a ese terrado, lugar de<br />

ingenuas citas clandestinas con una niña judía, vecina de escalera de los Borés.<br />

Una noche, al oír ruido y un camión que paraba delante de la casa, Elías,<br />

instintivamente, se escondió; ella, asustada, bajó. Se la llevaron a gritos y golpes<br />

con sus padres y con la familia Nathan. Amanecía cuando Elías llamó aterido a la<br />

puerta de mi familia. La bisabuela lo había visto mil veces por el barrio: recordaba<br />

que charlaba por los codos y que conseguía propinas haciendo pequeños recados o<br />

acompañando a los ancianos a sus casas. Y también conocía a su padre, un médico<br />

judío alemán que ya no pudo ejercer en París pero a quien los vecinos acudían con<br />

frecuencia.<br />

Cuando acabó la guerra, Elías casi no hablaba. Pese al cariño de toda la<br />

familia, él había vivido no sólo recluido, sino casi ausente. En la medida de lo<br />

posible, y de la clandestinidad necesaria, mis abuelos le procuraron libros con los<br />

20


que le ayudaron a seguir las materias escolares que le hubieran correspondido.<br />

Cuando las tropas aliadas entraron en París, mi abuelo salió a recibirlos con Elías<br />

sentado sobre sus hombros. Los vecinos se quedaron pasmados al saber que aquel<br />

niño era el hijo del doctor Nathan ya que, durante el tiempo que permaneció<br />

escondido, jamás lo vieron por lo que nunca dudaron - hasta olvidarlo - que Elías<br />

había sido deportado con sus padres.<br />

Unos meses después de la liberación, no había ninguna duda acerca de la<br />

muerte de todos los Nathan: la madre y la hermana de Elías, en Dachau; el padre,<br />

en Flossenbürg. Mi abuelo empezó entonces la búsqueda de otros parientes.<br />

- ¡Déjalo estar! - le suplicaba mi abuela, deseosa de quedarse con Elías.<br />

- No podemos - le contestaba el abuelo -: debe tener una familia.<br />

- ¿Y nosotros? - le increpaba ella - .¿Cuánto hemos de esperar para tener<br />

un hijo que nadie se pueda llevar?<br />

- Lo tendremos cuando muera Franco - contestaba siempre él.<br />

Mi abuelo encontró a un tío de Elías en Chicago quien fue inmediatamente<br />

a París a recoger a su sobrino al que, aún sin constancia, creía muerto. Aquel<br />

chico no sólo era lo único que le quedaba de su hermano sino de cuantos Natahn -<br />

incrédulos ante la amenaza nazi – optaron por quedarse en Europa.<br />

21


- Será un hijo más - aseguró a aquella familia infinitamente afligida por<br />

la partida de Elías – . Y para ustedes también, se lo aseguro: los judíos<br />

nunca olvidamos.<br />

A mi bisabuela y a mi abuela les regaló sendos anillos de platino con un<br />

pequeño diamante. En el interior había grabado: le haim.<br />

La bisabuela murió a los cincuenta y seis años la Navidad de 1947 de un<br />

cáncer que se la llevó en quince días. Su marido, dos meses después de un infarto.<br />

Ahora me doy cuenta de que no eran viejos, sólo mayores. Y tampoco tanto. Pero<br />

uno y otro estaban exhaustos por el dolor instalado hasta el último rincón de su<br />

alma por la muerte de su hijo Didac; y por ver a España en manos de Franco; y<br />

por la ausencia de Elías y porque el tiempo pasaba y mis abuelos no tenían hijos.<br />

Existían también otras minucias - que en otras condiciones no hubieran sido sino<br />

puñetas, como hubiera dicho la abuela Camila -, como el inaguantable talante de<br />

su nuera Paulette quien los miraba con una mal disimulada condescendencia desde<br />

su condición moi, je suis parisien, recordándoles sin tregua la dificultad de<br />

sobrevivir desde su condición de exilados.<br />

Por toda esta suma de carencias, pienso que dimitieron muriendo. Yo también lo<br />

hubiera hecho.<br />

En 1949 el abuelo pudo al fin entrar como profesor en el Conservatorio de<br />

Música de la calle de Madrid. Cinco años más tarde mi abuela se plantó: quería un<br />

22


hijo. Acababa de cumplir treinta y seis años y veía que había Franco para rato y a<br />

ella Franco ‘se la traía floja’, le dijo a mi abuelo.<br />

- ¿CÓMO QUE TE LA TRAE FLOJA? - bramó el abuelo -. ¿Acaso has<br />

olvidado que tu hermano ha muerto y que Cataluña no existe?<br />

- Me la trae floja porque, aunque Franco dure cien años, mi hijo le<br />

sobrevivirá y se pegará el gusto de verlo morir y de ver renacer<br />

Cataluña. Y sino, cuenta.<br />

El abuelo, al fin, cedió.<br />

- Pero con una condición: si es chico se llamará Lluis y si es chica,<br />

Llüisa.<br />

- Además de que no sé a qué pitos tenemos que llamar Lluis a nuestro<br />

hijo, aquí la ‘ll’ no existe - replicó mi abuela.<br />

- Los pitos por los que se llamará Lluis es por Companys, por Lluis<br />

Companys ¿te suena? Y la ‘ll’, será para cuando volvamos a Cataluña.<br />

Mientras, los franceses, que lo pronuncien como quieran.<br />

Mi padre tardó tres años en llegar. Cuando nació, el abuelo estaba tan<br />

conmovido que ni rechistó cuando la abuela – colmada al fin su ternura - le pidió<br />

que lo inscribiera como Daniel Lluis Cases. <br />

23


Mi padre aprendió a hablar en tres idiomas: en francés, obviamente; en<br />

catalán, con su padre y en español con su madre. El abuelo, más visceral que la<br />

abuela, protestaba sin cesar contra el idioma del imperio fascista - como llamaba a<br />

España - pero la abuela, posiblemente por su condición de maestra, veía, por<br />

encima de cualquier connotación política, ventajas didácticas.<br />

Cuando años más tarde mi padre apareció por la puerta con su novia, los<br />

abuelos se quedaron estupefactos.<br />

- ¿Te has vuelto loco? – exclamaron -. Esta no es una mujer adecuada<br />

para ti. ¿Sabes quienes son sus padres, y cómo y dónde vive tu novia?<br />

Las clases sociales existen y uno debe atenerse a lo que es posible.<br />

Pasando de cualquier objeción y justamente deslumbrado por la belleza de<br />

su novia pero también por lo que significaba, mi padre le propuso a mamá la<br />

huída a Provenza. Alguna vez he hablado con mi madre acerca de los orígenes de<br />

mi padre y de sus visitas al piso de mis abuelos, tan sencillo como el de los<br />

porteros de cualquier inmueble del distrito XVI, donde ella había vivido con sus<br />

padres.<br />


zapatillas de lana. Y también recuerdo el olor de la cocina, filtrándose por toda la<br />

casa; y lo que me sorprendió su vejez, más evidente por los escasos medios con<br />

los que había vivido. Pero no, no te puedo decir que nunca me sintiera incómoda.<br />

Me hacía mucha gracia la pasión con la que tu abuelo me hablaba de Cataluña y<br />

también de su llegada al Marais: de cuando repartía trajes y pasteles; de todas las<br />

dificultades agravadas por la Guerra Mundial; y de cómo ocultaron a Elías. Tus<br />

abuelos, Matt, no sólo son buenos y muy valientes sino que alguien con quien<br />

siempre he podido hablar de mil cosas porque, aunque no tuvieran una cultura<br />

cosmopolita, han sido inquietos, atentos a cuanto sucedía y buenos lectores. Con<br />

ellos aprendí que existen mil formas de vida y que todas debían interesarme si<br />

quería enfrentarme al mundo. Matt, no dudes nunca en mirar más allá de lo que<br />

te rodea.><br />

25


4.<br />

Las primeras semanas en París, viví en un permanente acojone. En<br />

Chateaurenard y en Avignon conocíamos a todo el mundo, por lo que mi madre<br />

me dejaba ir solo a un montón de sitios; en París, en cambio, me pasaba solo un<br />

montón de horas. Suerte que Mich seguía siendo mi mejor aliada y mi canguro<br />

telefónico. Mich llamaba casi cada tarde contándome las novedades de nuestros<br />

amigos y, a su vez, quería que yo le enumerara las nuestras. Pero cuando le decía<br />

que en París nunca pasaba nada se mondaba anunciándome que ya me daría<br />

cuenta de que sólo sucedían cosas en las grandes ciudades. A lo que yo le<br />

contestaba que no, que lo que había era más cosas: más edificios, más coches, más<br />

tiendas, más cines, más de todo, en suma. Pero como tenía que esperar a que<br />

mamá tuviera tiempo para ir a cualquier parte - y ella iba de bólido todo el día –<br />

pues que nunca pasaba nada porque nuestras salidas se limitaban a los domingos.<br />

Cada domingo mi madre me enseñaba un trozo de París. Aseguraba que<br />

como teníamos toda la vida, no había que devorar París de golpe. Creo que desde<br />

entonces sé que nunca hay que contar con toda la vida para nada. Pero el recuerdo<br />

de estos domingos con mi madre, y, sobre todo, el deseo de estar a su lado<br />

percibiendo su perfume y la calidez de su mano, todavía hoy, es intenso.<br />

Las primeras imágenes diáfanas de mis abuelos paternos, provienen<br />

también de estos días. Cuando nos instalamos en París, tenían casi ochenta años y<br />

26


prácticamente sólo salían con nosotros. Ambos eran extremadamente delgados y<br />

dice mi madre que todavía se mostraban vitales y muy graciosos. En 1978<br />

hicieron al fin su primer viaje a Barcelona. El abuelo, entonces, después de tan<br />

larga ausencia, empezó a hablar con determinación del día en que regresarían<br />

definitivamente. Pero la abuela lo fue frenando con excusas, preocupada y<br />

pendiente de mi padre y de nuestro futuro.<br />

Aquella semana de otoño en que oí rugir los castaños, desaparecieron de<br />

casa todas las pertenencias de mi padre. Me di cuenta de inmediato porque una<br />

tarde, al regresar de la escuela, sobre el piano, habitualmente cubierto de sus<br />

partituras y carpetas, no había nada. Algo que nunca había sucedido aunque<br />

durante semanas no apareciera por casa. Cuando llegó mi madre, yo ya había<br />

inspeccionado todos los armarios y hasta un pequeño altillo. Acabado el registro,<br />

no tuve ni la menor duda: papá no volvería. Aquella noche dormí mal, abrumado<br />

por sentimientos contradictorios. Pero, conforme iban pasando los días, la culpa<br />

por desear tanto estar a solas con mi madre, se disipó dando paso a un imperativo<br />

sentido de posesión. El día de Nochebuena fui con mamá a casa de los abuelos y<br />

al encontrar allí a mi padre me pasé toda la velada temiendo regresara a casa. Sólo<br />

al comprobar que mis temores eran infundados, nada más cruzar la puerta de<br />

nuestro pequeño habitáculo, rompí a llorar compulsivamente.<br />

27


Nunca saqué a mi madre de su equívoco. Jamás le dije que mi llanto había<br />

sido una explosión de alegría.<br />

Pese a la insistencia de Mich de que en París pasarían grandes cosas a las<br />

que debía estar alerta porque cambiarían mi vida, yo me pasaba el día en el<br />

colegio y en casa, con el único aliciente de que dos tardes a la semana venía<br />

Âdele, mi profesora de piano. En un principio, Âdele no me pareció tan divertida<br />

como Mich, por ejemplo. Pero, un día, le puse mi mano en la pantorrilla - que era<br />

lo que más me interesaba de aquellas clases - y ella ni se inmutó. Al día siguiente<br />

igual y el otro, y el otro, hasta que empecé a subir y le toqué las bragas. Con los<br />

días, ella misma me fue enseñando a manejar la mano con tanta habilidad que a<br />

los nueve años ya sabía cuál es el punto más erógeno de una mujer: el tan buscado<br />

punto “G”. Aunque fue una sabiduría de la que no fui consciente hasta varios años<br />

después.<br />

Algún día mi madre llegaba en el mejor momento, pero nunca sospechó<br />

nada porque nuestros juegos - ¿cuánto debían durar, cinco, siete minutos? -<br />

siempre sucedían al finalizar la clase y sin movernos del piano. Y, si aparecía mi<br />

madre, mis dedos volvían rápidamente al teclado. Luego Âdele solía quedarse un<br />

28


ato hablando con mamá con tal desparpajo, tan dicharachera y locuaz que más de<br />

una vez temí si no le estaría explicando a mamá mi habilidad bajo el teclado.<br />

Desde luego hay que ser idiota. Si me llega a pescar con unos años más... En fin.<br />

No deja de ser cierto que mis clases con Âdele fueron excepcionales y la primera<br />

cosa realmente apasionante que me sucedió en París. Pero las tardes que me<br />

quedaba solo como una mona esperando a mi madre, añoraba tanto nuestra vida<br />

en Les Roses que ni Âdele compensaba aquella pérdida. Total - me decía - deben<br />

haber otras Âdeles por estos mundos sin necesidad de vivir en una gran ciudad<br />

donde los únicos que parecen pasarlo bien son los mayores, y siempre que no<br />

lleguen a viejos, porque a estos nada les aterra más que salir a la calle. Vaya,<br />

ninguna ventaja.<br />

En primavera llegó otro acontecimiento: iría a Londres con mis abuelos<br />

quienes viajarían unos días para reunirse con Elías Nathan, el niño judío. Por más<br />

que evoco Chateaurenard, él nunca no aparece. Claro que de esa época hasta el<br />

recuerdo de los abuelos es difuso, pero en París Elías estaba en todas partes: en la<br />

conversación, en el correo, en las fotos... Y, por su parte, él nunca olvidó a mis<br />

abuelos a quienes escribía encabezando las cartas por ‘queridos padres’.<br />

Neurólogo y psiquiatra, Elías Nathan vivía habitualmente en Nueva York,<br />

distancia que nunca le impidió visitar cada año a mis abuelos y, cuando éstos<br />

empezaron a ir a Barcelona, no sólo les acompañaba sino que les costeaba el viaje.<br />

29


En su momento, también Elías intentó convencer a mi padre de que atrasara su<br />

boda con mamá con la tentadora propuesta de pasar una temporada con él en<br />

Estados Unidos y ampliar sus estudios. Y es que Elías ejercía tanto de hijo con<br />

mis abuelos como de hermano mayor con mi padre, quien apreciaba sinceramente<br />

su criterio. Salvo esta vez que nada ni nadie pudo disuadirlo.<br />

Lo que más me interesó de ir a Londres fue viajar por primera vez en<br />

avión. Todavía conservo la libreta en la que fui anotando mis impresiones del<br />

viaje. Un ejercicio de escritura y memoria que nunca más he abandonado.<br />

Mientras el avión cruzaba el canal de la Mancha y el piloto nos iba explicando la<br />

situación, la altura, la temperatura y velocidad, yo lo anoté añadiendo: “este avión<br />

vuela muy despacio, espero lleguemos hoy como me han prometido.”<br />

En el primer recuerdo, la imagen de Elías es la de una persona tan mayor<br />

como mis abuelos. Su mujer, en cambio, me produjo otra impresión. Tal vez por<br />

ser mujer, por sus cabellos rubios y el maquillaje... No sé. Pero lo cierto es que<br />

Elías tenía cuarenta y cuatro años y Dinah, su mujer, treinta y nueve. Ahora puedo<br />

ver claramente que Elías parecía, incluso, más joven de lo que era y también la<br />

evidencia de su enorme personalidad. De este viaje, conservo fotos delante del<br />

Duke’s Hotel, donde nos hospedamos; de nuestros paseos por Hyde Park,<br />

Portobello y Picadilly Circus; de nuestra visita al zoológico y alguna en<br />

Hammersmith, frente a la casa que Elías y su mujer habían alquilado para vivir un<br />

30


año con sus dos hijos: tiempo previsto por Elías y por Edouard Scott-Brown, un<br />

eminente psiquiatra londinense, para escribir un libro sobre las patologías<br />

mentales derivadas de los malos tratos y abusos.<br />

Hay una foto preciosa de Elías con mi padre, quien nos acompañó en este<br />

viaje. Sentados en un pequeño embarcadero junto al Támesis, ambos están<br />

descalzos y con los pantalones arremangados. Los dos de perfil, a mi padre la<br />

toma evidencia unas facciones armoniosas enmarcadas por el cabello muy corto y<br />

oscuro. A Elías una mecha de pelo claro y ya algo entrecano le cae sobre la frente.<br />

Lleva gafas con montura redonda y pequeña, parece liviana, tal vez de metal.<br />

Elías parece escuchar atentamente a mi padre con la barbilla apoyada sobre su<br />

propia rodilla, doblada bajo su cuerpo. El río brilla en el fondo.<br />

Aquellos días en Londres resultaron determinantes para nuestro futuro<br />

inmediato. Antes de ir a Chateaurenard con mi madre, pasaría todo julio con Elías<br />

y su familia en Londres; entretanto, mis abuelos irían a Barcelona viendo cuantas<br />

casas fueran precisas hasta que encontraran una que les convenciera sin más<br />

excusas y así cumplir su deseo de regresar a Cataluña. Un obsequio de Elías, el<br />

hijo que jamás perdieron.<br />

Al regresar a París, todavía me esperaba otro gran acontecimiento, como<br />

hubiera dicho Mich. Nada más salir de los cinturones, encontré la ciudad plagada<br />

de vallas publicitarias con una foto de mi madre: sentada como una geisha, entre<br />

31


sus piernas había una inmensa botella de una conocida marca de perfume. Suaves<br />

mechas de su pelo largo y cobrizo reposaban sobre el recipiente y el cutis,<br />

blanquísimo, aparecía sin rastro de sus minúsculas pecas. Su cuerpo,<br />

probablemente desnudo, quedaba escondido tras la etiqueta dorada del recipiente;<br />

los brazos y manos, también muy blancos, descansaban sobre la base y sus ojos<br />

glaucos se clavaban felinos en los tuyos, miraras desde el ángulo que miraras. En<br />

mi memoria permanece la cólera que me produjo compartir tanto.<br />

32


5.<br />

Aquella primavera mi madre había empezado a trabajar en el estudio del<br />

fotógrafo Hugo Theuler, el mismo que le había hecho la foto del perfume. Pero<br />

aquella imagen que yo había vivido como una traición, y por la que renegué<br />

mucho tiempo, sólo había sido un trabajo puntual puesto que lo que realmente le<br />

interesaba era aprender fotografía, un campo creativo en el que deseaba<br />

especializarse.<br />

Entrado junio, hicimos una breve escapada a Avignon para firmar la venta<br />

de la galería, cumpliéndose mi sospecha de que mi madre, poco a poco, iría<br />

cerrando las puertas que accedían a mi infancia. Un reproche que no llegué a<br />

expresarle porque al llegar a nuestra casa de Chateaurenard, me sorprendí a mi<br />

mismo al comprender que me sentía como un extraño. Pese a que me gustó triscar<br />

por sus calles, visitar a nuestros vecinos, entrar en las tiendas en las que solíamos<br />

comprar y sobre todo ver a Mich, yo era otro. En sólo unos meses me había<br />

convertido en otro. Y eso sí dolía.<br />

Mich ayudó a mi madre a recoger cuanto quedaba en la galería. Los<br />

cuadros que no se habían vendido los depositaron en un galerista de Nîmes y la<br />

última noche nos fuimos los tres a cenar a Sète donde mamá me hizo una foto con<br />

Mich. Temprano, la mañana siguiente, a punto de arrancar hacia París, Mich me<br />

prometió venir en cuanto acabara mis clases.<br />

33


- ¿Y porque no vienes ahora? - le supliqué.<br />

- Primero he de organizar mi guardería, Matt. No llores, tonto, pronto<br />

estaré en París.<br />

- Mami ¿si Mich tiene una guardería, por qué no me has llevado nunca? -<br />

le pregunté extrañado.<br />

- Matt, la de Mich no es una guardería para niños como tú.<br />

La guardería a la que Mich se refería, y de la que supe unos años después,<br />

eran sus dos últimos amantes: Peter, un austríaco de dicienueve años que estaba<br />

recorriendo Europa en bicicleta y Alain, un chico de veintitrés, hijo del dueño de<br />

un gran taller de carpintería de Avignon. Mich tenía entonces treinta y tres años y,<br />

pese a lo que fui conociendo de su pasado, de su niñez herida, aún me pregunto,<br />

puestos a jugársela, por qué no se había casado como mamá: con muchos números<br />

para el fracaso, pero en el contexto de una historia romántica. Mich siempre tan<br />

calurosa, rebosante de vitalidad y de afecto maternal, colmaba éste con amantes<br />

cada vez más jóvenes a los que protegía y mantenía hasta que ella misma se<br />

cansaba o hasta que ellos acababan yéndose. Mi madre nunca le cuestionó a Mich<br />

la forma en que resolvía sus afectos y carencias, pero la incorporación de Alain,<br />

cuya adicción a las drogas había convertido el hogar de sus padres en un nido de<br />

conflictos y de acusaciones mutuas - y que no podía aportarle a Mich más que<br />

problemas de toda índole -, la asustó hasta pedirle que lo dejara.<br />

34


madre.<br />

- Sé que te va a sorprender, Alex, pero Alain no es cuestionable. Es cierto<br />

que, al inicio de nuestra relación, todavía estaba muy enganchado pero,<br />

cuando quiso vivir conmigo, lo único que le pedí fue que se dejara ayudar.<br />

Y lo está haciendo: acude al hospital, la metadona funciona y todo va bien.<br />

Está controlado, de verdad. Ahora no lo puedo dejar. Es más, si Peter<br />

continúa en casa es sólo como amigo y, ahora, de ambos. Pero, lo más<br />

importante, Alex, es que, por primera vez, tengo un proyecto de pareja:<br />

Alain y yo hemos hablado de tener hijos. Todavía habrá que esperar unas<br />

semanas, tal vez algunos meses, incluso, pero es algo que me consta desea<br />

profundamente y hará cuanto sea preciso.<br />

- Pues ayer después de cenar se fumó dos porros seguidos – apretó mi<br />

- No querrás que lo deje todo de golpe – se revolvió Mich -. Si le acoso<br />

demasiado lo único que conseguiré es repetir las broncas que ha tenido con<br />

sus padres y que de nada le han servido.<br />

Quedó acordado que Mich vendría a París en quince días para quedarse<br />

otros tantos con nosotros. Mamá le pidió que utilizara estos días para tomar<br />

distancia de Alain y reflexionar. , asintió ella.<br />

La estancia de Mich fue lo mejor de aquel año en París. Su llegada a la<br />

Gare de Lyon ya fue apoteósica: como era más alta que mamá nos divisó antes y<br />

35


desde el final del andén profirió un ¡¡¡Aleeeex!!! con más decibelios que los<br />

altavoces de la estación. Llevaba el sombrero de flores que se ponía cuando<br />

pintaba en la calle, vistoso y lleno de humor; un vestido largo y rojo y los collares<br />

y brazaletes de cuentas multicolores con los que decía que ahuyentaba a los<br />

malos espíritus.<br />

Mamá corrió hacia ella conmigo agarrado de su mano y se abrazó fuerte a<br />

Mich desapareciendo literalmente entre los muelles de su cuerpo. Luego llegó mi<br />

turno y entre sus brazos olí su piel tan querida, con aquel aroma a pachulí que me<br />

acompañaba desde la cuna. Sí, fueron unos días perfectos pese a los múltiples<br />

trastos de Mich rondando por toda la casa, pese al sofá-cama del salón, siempre<br />

abierto, y a que mamá y ella se encerraban a hablar en el cuarto de mamá como<br />

dos idiotas puesto que se las oía desde cualquier punto de los sesenta metros<br />

cuadrados en los que vivíamos. Pero era muy gracioso verlas juntas, sobre todo<br />

cuando bailaban como dos chaladas al son de un antiguo disco de Ornella<br />

Vanoni, Vinicius de Moraes y Toquinho que ponían una y otra vez, sorteando en<br />

las sambas los múltiples obstáculos esparcidos por doquier. O cuando cantaban<br />

abrazadas como dos amantes en los temas más románticos. ‘Il semaforo, il<br />

semaforo… io ti cerco se vuoi, ti prometo…,’. ¡Dioses! Cuán precioso fue aquel<br />

tiempo. Debí estar más atento, y retener cada instante.<br />

36


Desde que mamá empezara a trabajar con Hugo, sus horarios de trabajo<br />

cambiaron de forma que algunos días ni la veíamos el pelo y otros, en cambio, los<br />

tenía completamente libres. Pero durante los días que Mich estuvo en París,<br />

ambos nos montamos nuestra vida de forma que recorrimos casi todo cuanto<br />

mamá y yo habíamos visitado - utilizando todos los domingos de aquel invierno -<br />

porque lo que Mich sí tenía claro es que el tiempo no era algo con lo que se podía<br />

contar. Al atardecer, mamá solía reunirse con nosotros en un salón de té próximo<br />

a casa, justo delante de la antigua estación de tren de Passy: el Yamazaki,<br />

propiedad de un japonés que hace un chocolate y unas pastas que te mueres. Pero<br />

también hubo algún día extraordinario en los que mamá nos llevó a Mich y a mí<br />

al plató donde aquella semana fotografiaban a un grupo de baile. Esos días Mich<br />

disfrutó mucho ayudando a todos un poco: fuera sosteniendo los paraguas para<br />

matizar las luces, peinando a los bailarines o yendo a buscar refrescos. Mientras,<br />

yo lo observaba todo desde un rincón, fascinado por aquel escenario espectral. Me<br />

parecía una especie de limbo donde los bailarines repetían, como por castigo<br />

divino, una y otra vez, el mismo movimiento hasta que Hugo exclamaba ¡ya la<br />

tengo!, tal vez tras más de una hora de repeticiones. Los días siguientes escribí<br />

unos cuentos que todavía hoy conservo: “Historias desde la antesala del cielo y el<br />

infierno”, se llaman, y durante toda la adolescencia detesté al autor de nueve años<br />

37


que los había escrito, acusándolo de místico de pacotilla. Pobre Mich, ¡pensar que<br />

se los leí todos y aguantó!<br />

Los paseos por el mercado de Passy, por las tiendas de segunda mano del<br />

Marais o la noche que mamá nos invitó a cenar al Lucas Carton, son varios de los<br />

mejores momentos de aquellos días pero, con una clara ventaja, gana el domingo<br />

en que Mich se empeñó en ir a pintar retratos a los turistas en la Place du Tertre.<br />

Como pensé que nadie iba a hacerle caso, me ofrecí acompañarla urgiéndole a<br />

salir temprano de casa para coger un buen sitio.<br />

Pasó más de una hora en la que Mich no se comió un rosco y en la que,<br />

además, tuvo que aguantar una manifiesta hostilidad de algunos artistas habituales<br />

que la obligaron a cambiar su taburete y enseres varias veces. Entonces Mich,<br />

aburrida, me dijo que me sentara que me dibujaría a mí. A punto de terminar,<br />

llegó mi madre con Hugo que fue el siguiente. Mientras me dibujaba, varias<br />

personas ya se habían parado para ver cómo nacía mi cara entre sus lápices: es<br />

conocido que un niño siempre enternece. Pero Hugo, con su aspecto de vikingo<br />

imponente, fue determinante. Antes de acabar su retrato, Mich ya tenía dos<br />

personas esperando, y luego dos más , tres..., y así hasta las cuatro de la tarde<br />

momento en que paró porque quiso y porque con más de seis mil francos en el<br />

bolsillo estaba radiante. Y es que Mich era realmente genial. Sus retratos, sin los<br />

colorainas que ponía en los óleos y acuarelas, estaban francamente bien y además<br />

38


a los clientes les encantaba su risa contagiosa, su afición a entretenerles con sus<br />

ensoñadores pronósticos de pitonisa y el guiño cómplice con el que los ataba a su<br />

caballete, el mismo que había tenido su padre y por el que se había convertido en<br />

el retratista de calle más buscado de Avignon hasta que su última amante lo dejó y<br />

él, exhausto, se zampó tres botes de barbitúricos.<br />

Mamá dice que fue a raíz de la muerte de su padre cuando Mich decidió<br />

que lo mejor era vivir con dos amantes y no hacer nunca planes, tal vez herida<br />

desde la infancia por su condición de hija de madre desconocida. Sí, ya sé que<br />

suena raro y que en la paternidad, si hay alguien anónimo, éste suele ser el padre,<br />

pero no en el caso de Mich, quien sólo conservaba en su segundo apellido la<br />

presencia de la madre: una chica de Florencia que a los diecisiete años no se sintió<br />

capaz de formar una familia abandonando Avignon y a Claude Béziers seis días<br />

después de que naciera la hija de ambos. Su padre inscribió a Mich como Michèle<br />

Béziers Corbi.<br />

Hasta los diecinueve años, Mich conoció a un montón de candidatas a<br />

madres; amantes de su padre quien, pese a desear formar una familia y conseguir<br />

una presencia femenina que cuidara de Mich, trastornado por lo sucedido con Ada<br />

Corbi, hacía polvo cualquier relación. Dicen que la madre de Mich era una<br />

explosión de belleza latina por la que su padre, cerca ya de la cincuentena,<br />

enloqueció. Cuando Ada le anunció su embarazo, aquel hombre que había tenido<br />

39


mil mujeres sin que se decidiera a detener su paso junto a ninguna de ellas, hizo<br />

planes para los tres, obras en la casa y le pidió a Ada que se casaran cuanto antes.<br />

Pero Ada le dio largas, le dijo que no fuera gafe, que se podía malograr el<br />

embarazo y que ya se casarían cuando la criatura hubiera nacido. Claude Béziers,<br />

habituado a las múltiples supersticiones de Ada, accedió y durante todo el<br />

embarazo se comportó como un hombre nuevo, pletórico, casi metódico y lleno de<br />

atenciones hacia la futura madre. Entretanto Ada, quien tenía una complexión<br />

maciza - muy parecida a la que tendría Mich -, comía, bebía y fumaba<br />

compulsivamente sin que Claude percibiera la posible angustia que se escondía<br />

tras estos excesos. La noche del mismo día que llegaron de la clínica, Ada<br />

desapareció para siempre dejando a Claude una nota escuetísima; la justa para que<br />

no la buscara imaginando un percance, y anotándole la hora en que debía dar a la<br />

niña el siguiente biberón. El padre de Mich la buscó por cuantos sitios imaginó<br />

podía estar escondida, excusando su ausencia a una maternidad demasiado joven y<br />

a una posible depresión posparto. Pero cuando comprendió que Ada no volvería,<br />

pasó una semana entera borracho como una cuba y llorando más que aquella<br />

recién nacida abandonada. De aquel dolor nació un hombre distinto, más<br />

excéntrico que bohemio, completamente abstemio, reacio a las juergas de las que<br />

tanto había disfrutado, y nada dispuesto a demostrar ningún afecto a cuantas<br />

mujeres pasaron luego por su vida. Si hubo alguna que le pareció adecuada para<br />

40


estar con Mich, se limitó a tratarla con menos sequedad, con mejores modos y<br />

hasta algún obsequio. Pero todas acababan abandonándole, incapaces de resistir<br />

aquella herida que tanto lo atormentaba. Sin embargo, y en los límites de su<br />

propia naturaleza, fue un buen padre para Mich con quien era capaz hasta de<br />

desbordar ternura. Cuando murió, Mich buscó hasta la desesperación, entre el lío<br />

que eran sus pertenencias y recuerdos, alguna foto de su madre, pero no la<br />

encontró: Claude las había roto todas. Sin embargo, en una antigua carpeta,<br />

apareció un dibujo con una hermosa joven encinta. Sí, coincidieron cuantos la<br />

habían conocido, ésta es Ada. La fecha anotada era justo la de la víspera de su<br />

nacimiento.<br />

Mich, enmarcó el dibujo y sobre el cristal escribió: Wanted<br />

41


Busilis<br />

1.<br />

La perspectiva de pasar el mes de julio con los Nathan, me producía<br />

pánico. Habían existido otros momentos de separación de mi madre en los que me<br />

quedaba con Mich, con mis abuelos o con mi padre, pero jamás tanto como un<br />

mes lejos de aquel círculo de protección y afecto. La víspera de mi marcha cené<br />

con mis padres y mis abuelos. Recuerdo a la abuela refunfuñar porque el abuelo,<br />

exultante porque se acercaba el fin de su exilio, bebió más de la cuenta. Yo no<br />

abrí el pico en toda la noche. El miedo por perder a mi madre, a quien había oído<br />

hablar de varios viajes y unos días en Barcelona, me inquietaba en extremo. Al<br />

llegar a casa le pedí que me dejara dormir con ella.<br />

- Como en Chateaurenard, insistí al ver que dudaba.<br />

- Te dejaba porque no tenías la cara de mono que se te está poniendo. Pero<br />

Matt, ¿no te das cuenta de que creces? Está bien, quédate, pero será la<br />

última vez. ¿De acuerdo? Haremos la despedida de tu niñez.<br />

Me acosté antes, esperándola despierto. Atento a sus movimientos entre la<br />

salita y mi cuarto. Al rato, entró con sigilo y me besó en la frente. Luego se<br />

durmió dándome la espalda. La luz de la noche de verano me permitía entrever la<br />

forma de su cuerpo de ondas suaves y tenues. Y yo sentí cuánto la amaba y<br />

deseaba, ignorando dónde me podía conducir aquel amor desmesurado. Al fin me<br />

42


dormí y cuando me di cuenta ya había pasado el control de pasaportes con un<br />

cartel colgado de mi cuello que acreditaba quién era aquel idiota, ignorando que el<br />

idiota hablaba y que sabía identifircarse.<br />

Así llegué a Heathrow donde encontré a Elías Nathan esperándome con<br />

su hija Yael, una niña de once años que me pareció muy guapa. Sentada al lado de<br />

su padre, Yael se pasó el trayecto observándome a través del espejito<br />

embellecedor. Al llegar a Hammersmith no había nadie en la casa pero, sobre la<br />

mesa de la cocina, Dinah nos había dejado té frío y unas pastas riquísimas que<br />

Yael y yo devoramos en un santiamén mientras continuábamos escrutándonos.<br />

Luego Elías me condujo a mi cuarto indicándole a su hija que me ayudara a<br />

acomodarme. Ambos hablaban fluidamente el francés pero Elías me advirtió que<br />

durante aquel mes sólo hablaríamos en inglés.<br />

Mi cuarto estaba en el último piso: una buhardilla de techo bajo, pero<br />

espaciosa y cálida. El sol de primera hora de la tarde entraba por el pequeño<br />

balcón que daba sobre el río iluminándolo todo con matices de diversa intensidad.<br />

- Es bonito ¿verdad? - me dijo Yael, acodados ambos en el balcón -, es mi<br />

cuarto preferido y el de papá también, por eso lo quiso para ti y ya no dejó<br />

que nadie se instalara.<br />

- Lo siento, ¿estás enfadada?<br />

43


- Al principio sí, pero mi padre me explicó que si él sobrevivió a la guerra<br />

fue gracias a tu familia y que por ello nuestra deuda es enorme y para<br />

siempre. Además, ¿me dejarás subir, verdad?<br />

Pensé que Yael y yo nos íbamos a entender muy bien dándome cuenta, al<br />

tiempo, de que no me sentía en absoluto infeliz, como tanto había temido.<br />

- ¡Mira! – exclamó de pronto impaciente -: en esa barca llega mamá con<br />

mi hermano Max, bajemos al embarcadero. Luego arreglarás tus cosas.<br />

Así empezaron cuatro semanas fantásticas con largos paseos en bicicleta,<br />

meriendas en el río, horas de lectura en el pequeño jardín junto al Támesis, y,<br />

algún día, cenas e incursiones por Londres con Elías, Dinah, Yael y Max. Éste<br />

último, desde la autoridad de sus catorce años, se mostraba simpático y protector<br />

conmigo, pero apenas lo veía porque siempre estaba con Steven, el hijo del doctor<br />

Scott Brown. Ambos salían temprano a pasear por el río y cada tarde iban a<br />

Londres regresando luego con sus padres. Con frecuencia las veladas terminaban<br />

en cenas compartidas por las dos familias en una u otra casa y, antes de acostarse,<br />

Elías y Max solían dar un último paseo. Y yo, desde mi cuarto, observaba aquella<br />

complicidad que desconocía con una punzada de envidia, aunque casi nunca pude<br />

recrearme en mi desgracia porque a esa hora aparecía Yael a rescatarme. Con la<br />

casa en silencio, y todos dormidos, nos tumbábamos en los bancos de Saint Peter<br />

44


Square, una tranquila plaza situada detrás de la casa donde nos fumábamos los<br />

cigarrillos que Yael había ido arramblando durante el día.<br />

Yael y yo nos hicimos inseparables. Literalmente, la adoraba, y ella, no<br />

ignorándolo, abusaba de la manifiesta pleitesía que yo le rendía. Pero era tan<br />

divertida que no me importaba parecer su esclavo. Además, contemplar su<br />

relación con Dinah no me producía el mismo desasosiego que la de Elías con<br />

Max; y no porque Yael se enfrentara por sistema con su madre, sino porque las<br />

raras ocasiones en que buscaba el abrazo de Dinah, sólo cerrando los ojos yo<br />

podía sentir a mi madre y refugiarme en los mil momentos de ternura compartida.<br />

Un día Elías entró en mi cuarto a despedirse: la mañana siguiente salía<br />

hacia Nueva York y quería saber si estaba bien, cómo iba todo y si me sentía<br />

añorado. Era el final de la tarde, momento en que yo escribía en mi diario. Lo<br />

cerré de golpe, temeroso de que leyera lo que en él decía de Yael, así como<br />

nuestros secretos y escapadas.<br />

La presencia de Elías siempre me inquietaba. ¿O era la inteligencia de su<br />

mirada la que me perturbaba? Cuando hablaba con Elías, estaba seguro de que<br />

podía leer en mi mente sin dificultad así que le contestaba procurando pensar en<br />

asuntos livianos, creyendo que así conseguía ocultar la parte oscura de mi alma.<br />

En mi diario anoté que Elías me explicó que los abuelos le habían llamado para<br />

decirle que habían encontrado una casa en Barcelona con la que estaban<br />

45


entusiasmados y que deseaban que él la viera cuanto antes, así que, al regresar de<br />

Nueva York, lo haría deteniéndose en Barcelona.<br />

- Esto hará que mi ausencia dure más de lo previsto, Mateo. He pensado<br />

que, si lo deseas, podrías reunirte con nosotros. Tu madre está con ellos y<br />

un fin de semana no creo que perjudique mucho tus progresos en inglés.<br />

Pero yo rechacé su propuesta temiendo que, lejos de nuestra casa, mi<br />

madre, siempre imprevisible, se mostrara frivolona y distante como hacía alguna<br />

vez. Aunque a Elías le contesté que me sentía muy bien y que me daba pereza ir a<br />

Barcelona.<br />

- Como quieras, si cambias de opinión se lo dices a Dinah y ella se ocupará<br />

de todo. ¿De acuerdo?<br />

Al irse, se detuvo un momento en el balcón donde Yael y yo pasábamos<br />

tantos ratos hablando o jugando al ajedrez mientras la luz de la tarde se evanescía.<br />

Justo al lado había una estantería en la que tenía una foto de mi madre. Elías la<br />

cogió unos segundos mirándola con lo que a mí me pareció una sombra de<br />

inquietud. Después me besó en la frente y salió.<br />

Mientras yo escribía en mi diario esta visita, oí la voz de Dinah<br />

avisándonos para la cena. Aquella noche, antes de dormirme, lloré desesperado<br />

sabiendo que evitaba ver a mi madre para no tener que compartirla con nada ni<br />

nadie.<br />

46


Unos días después, llegaba un sobre desde Barcelona con una carta de la<br />

abuela y otra de mamá. La abuela Camila escribía con letras irregulares y muy<br />

picudas, propias de la vejez y de la artrosis. Hacía calor y el abuelo tenía unas<br />

almorranas muy molestas, decía. “Pero ya verás, Mateo, como te gustará<br />

Barcelona. Tu madre está entusiasmada y, ahora que Hugo se ha ido, cada noche<br />

se va con su cámara a los barrios bajos, lo que aquí llaman Barrio Chino; dice<br />

que encuentra maravillas. Tu abuelo está muy asustado y, la verdad, yo también,<br />

porque esas no son calles por donde deban andar las señoras, pero ya sabes lo<br />

cabezota y un poco insensata que siempre ha sido, así que mejor no insistir y<br />

rogar, en cambio, que no le pase nada. Aunque, todo hay que decirlo, de no ser<br />

por tu madre no hubiéramos encontrado una casa tan bonita. Y está en Gràcia, el<br />

barrio donde viví con mi familia hasta el exilio. Si todo va bien, en unos meses,<br />

nos podremos instalar.<br />

Elías nos ha explicado lo rápido que aprendes el inglés así como lo bien que te<br />

has adaptado a la vida de Londres. A tu abuelo y a mí nos hubiera gustado verte,<br />

Mateo, pero si no has venido es porque estás bien con la familia de Elías, que es<br />

como otro hijo, y eso no puede sino alegraranos.<br />

Sé bueno y no olvides tener tus cosas ordenadas. Te llamaremos como siempre el<br />

lunes por la noche. Te quiere.”<br />

Abuela Camila<br />

47


Mi madre escribió:<br />

“Mi adorado hijo,<br />

Barcelona es un lugar fantástico. Los tres primeros días, Hugo me<br />

arrancaba de la cama a las seis de la mañana y antes de las ocho ya estábamos<br />

fotografiando por la calle. Pese al madrugón, por el que andaba medio grogui y<br />

renegando un buen rato, he de reconocer que pronto descubrí esta ciudad<br />

inesperada. Y ahora que Hugo se ha ido, y que puedo rondar por todas partes a<br />

mi aire, lo que más me gusta es fotografiar las calles adyacentes a La Rambla, un<br />

bulevar que es una locura multicolor de flores, pájaros y figuras vivientes. A tus<br />

abuelos no les gusta nada porque es un barrio marginal, pero yo encuentro<br />

rostros y pequeños rincones fascinantes. Estoy deseando pasear contigo, Matt, y<br />

mostrarte esta ciudad que no esperaba tan llena de encanto. Sólo me asombra<br />

cómo ha sido desperdiciado el mar, a cuya espalda Barcelona ha crecido. Dicen<br />

que para las próximas Olimpíadas del ’92 todo el litoral cambiará, ya que han<br />

iniciado un proyecto con el que la ciudad y alrededores se abrirá al mar. Espero<br />

que sea así pero, a menos que no caiga una bomba, hay trozos de la costa que me<br />

parecen irreversibles.<br />

Bueno cabezota, vamos a otra cosa: si no has querido venir es porque<br />

estás bien. ¿Ves como no hay que mirar tus propias posibilidades limitadas a<br />

espacios y personas que ya conoces? Aunque te persigan mil miedos, no dudes<br />

48


que siempre es mejor arriesgar. Encontrarás momentos de esplendor y también<br />

otros de desespero. Pero eso es vivir. Y aún hay más: si jamás te rindes, algún<br />

día podrás escribirle a Milton para decirle que siempre habrá más paraísos que<br />

los paraísos perdidos.<br />

Con amor.”<br />

Mamá.<br />

49


2.<br />

De no haber estado mi madre en Barcelona, mis abuelos hubieran<br />

comprado un pequeño piso en Gràcia donde hubieran vivido tranquilos: mi abuelo<br />

jugando al dominó en algún bar cercano y la abuela paseando por el barrio y<br />

recuperando en sus rincones la memoria que le había sido usurpada. Pero, si soy<br />

justo, reconozco que fueron muy felices los últimos años de su vida; tal vez más<br />

de lo que habían estado soñando, año tras año, desde su exilio. Pero su destino, y<br />

también el nuestro - el de mi madre y el mío - cambió justo el día en que ellos<br />

hacían una última visita al piso por el que se habían decidido. Mi madre los había<br />

dejado con el vendedor de la agencia en un bar de la plaza de la Virreina mientras<br />

ella se daba una vuelta para husmear el barrio. Y así, caminando sin rumbo, llegó<br />

a la calle Vilafranca por la que anduvo hasta que se encontró frente a una casa por<br />

la que sintió un enamoramiento inmediato. Por el estilo dedujo que había sido<br />

construida a principios de siglo y comprendía dos plantas y un altillo. Mientras la<br />

observaba, salió un operario que colgó un cartel: EN VENTA.<br />

- ¿Está el propietario? – inquirió mi madre.<br />

- Sí, soy yo - contestó sorprendido un hombre que había permanecido en la<br />

oscuridad tras el dintel de la puerta.<br />

- ¿La puedo ver?<br />

50


El interior era fresco y la planta baja daba a un frondoso jardín situado en<br />

un interior de manzana. La cocina y los baños estaban terminados, pero era<br />

evidente que la obra había sido interrumpida.<br />

- La documentación de la casa o el permiso de obras ¿está todo en orden? –<br />

preguntó mi madre.<br />

Sí, todo estaba en regla menos la vida de aquel desconocido incapaz de<br />

vivir en una casa que debía compartir con la que hubiera sido su mujer de no<br />

haber muerto inesperadamente un mes antes.<br />

Mi madre fue en busca de mis abuelos; el vendedor hacía ya un rato que se<br />

había ido y empezaban a inquietarse cuando apareció ella tan pimpante para<br />

llevarlos a la casa que acababa de comprar.<br />

- ¿Qué casa hija, pero qué dices? - exclamaron los pobres asustados.<br />

Acondicionarían la planta baja para ellos; la primera planta sería para ella<br />

y para mí y el altillo sería su estudio ya que había pensado estar en Barcelona<br />

tanto como mis estudios y su trabajo lo permitieran, así no estarían tanto tiempo<br />

sin nosotros. Una vez más, mis abuelos se quedaron estupefactos: desde su boda,<br />

pasmarlos era una de las grandes especialidades de mis padres. Pero, durante la<br />

cena, mi madre los acabó de convencer y lógicamente de ilusionar. La única razón<br />

por la que habían atrasado su regreso a España éramos nosotros: la posibilidad de<br />

tenernos cerca con frecuencia era más de lo que podían esperar para los últimos<br />

51


años de su vida. Pronto, al día siguiente, llamaron a Elías; diez días más tarde el<br />

acuerdo quedaba cerrado y el dos de agosto se firmaron los documentos de<br />

compra: yo era el nuevo propietario de la casa; un tercio la pagó Elías y el resto<br />

mi madre quien no dejó Barcelona hasta aprobar los últimos arreglos.<br />

52


3.<br />

Elías estuvo diez días fuera de Londres, una ausencia que cambió el ritmo<br />

de la casa no sólo porque los horarios fueron menos estrictos sino porque Dinah<br />

pasaba muchas horas con Yael y conmigo, coyuntura que me permitió conocerla<br />

mejor así como apreciar su naturaleza algo monótona y obsesivamente meticulosa,<br />

pero agradable y nada revuelta como mamá. Su preferido era Max, pero se<br />

esforzaba por entender a Yael, en ocasiones temerariamente imprevisible. A<br />

Dinah le gustaba el orden como idea y lo aplicaba a la casa, a la educación de sus<br />

hijos, a sus relaciones sociales y también a sí misma. Su aspecto era siempre<br />

impecable y su carácter, sin evidentes altibajos, jamás explotaba; ni siquiera el<br />

día en que Yael por poco no provoca un incendio cuando olvidó en el fuego un<br />

cazo que contenía cera con la que pensaba quitarle el bigote a una hondureña que<br />

venía a limpiar. Dinah había salido a comprar y llegó justo a tiempo después de<br />

correr un buen trecho al distinguir una humareda saliendo por la ventana. Parece<br />

que la cera es una materia muy escandalosa y si bien un finísimo polvo gris se<br />

introdujo por todos los rincones, al final sólo quedó en un susto sin consecuencias.<br />

Yael fue castigada a fregar cocina y despensa hasta que no quedara ni una mota de<br />

la cera quemada, pero a Dinah no le dio un patatús por lo sucedido, ni alzó la voz<br />

al imponerle el castigo a su hija. De haberle sucedido a mi madre, el bufido se<br />

hubiera oído en varios kilómetros a la redonda y el enfado le hubiera durado<br />

53


astantes días; este tipo de incidentes la sacaban de sus casillas y se le podían<br />

adivinar espumarajos de ira desbordando por las comisuras de los labios. Prefiero<br />

ni pensarlo.<br />

Durante este tiempo sin Elías, cada mañana salíamos temprano en la barca<br />

provistos de dos grandes cestos repletos de finos bocadillos de pan inglés con<br />

roastbeef, pepinillos y tomates; y otros con queso de hierbas y pollo. Ágape que<br />

culminaba con unos pasteles tan deliciosos que Max, Yael y yo los devorábamos<br />

en un santiamén. Al llegar a casa, corríamos a asearnos para salir cuanto antes con<br />

Dinah con quien íbamos al centro fuera al cine, a merendar o simplemente a<br />

callejear por mercadillos y anticuarios. Y era tan agradable que incluso Max<br />

cambió muchas de sus salidas con Steven para unirse a nosotros. En cuanto a<br />

Yael, en lugar de fabular el próximo lío en el que nos meteríamos, le gustaba<br />

comentar el día y preparar una lista de los sitios que podíamos visitar la tarde<br />

siguiente. Por otra parte, los hermanos, habitualmente dispuestos a la guerra,<br />

durante estos días hicieron una tregua que nos permitió disfrutar mejor de esta<br />

singular semana. Sí, estuvieron muy bien estos días, aunque comprendí algo que<br />

jamás hubiera podido imaginar: y es que en los núcleos familiares siempre hay<br />

algo - o alguien - que desvirtúa la relación. En los Nathan, Dinah no era la misma<br />

sin Elías ya que la presencia de éste no sólo dominaba el comportamiento de su<br />

mujer sino que el de ésta con sus hijos y, en consecuencia, también la relación<br />

54


entre Max y Yael. Lo que me hizo pensar, por primera vez sin remordimientos,<br />

que mi madre y yo - y no únicamente por mi deseo de exclusividad -, éramos<br />

suficiente.<br />

Luego regresó Elías y todo volvió a ser como antes. Sólo mi cercana vuelta<br />

a casa cambió o, más bien, aceleró el programa de inglés previsto para mi<br />

estancia. A Dinah le correspondía evaluar mis adelantos orales para lo que elaboró<br />

su propio examen confiriéndome la responsabilidad de pedir en las tiendas los<br />

productos, mantener una pequeña charla con el dentista que supervisaba la<br />

ortodoncia de Yael, así como comprar entradas para cines y conciertos. Finalizada<br />

la cena, disponía de diez minutos en los que debía relatar lo que habíamos hecho<br />

aquel día, otra prueba que cada miembro de la familia calificaba; una calificación<br />

que se uniría a la obtenida en una prueba escrita - cuyo lector y juez sería Elías -<br />

en la que debía relatar, en seis folios, mi estancia en Londres. Si la media<br />

conseguida en ambas pruebas alcanzaba el notable, podría escogerme un gran<br />

premio. Otra novedad fue la noticia de que mi padre vendría a recogernos a Elías<br />

y a mí para ir a Barcelona donde nos esperaban los abuelos y mi madre. La<br />

compra de la casa ya estaba decidida y habían fijado la firma de documentos para<br />

los primeros días de agosto.<br />

A medida que se acercaba mi último día con los Nathan, crecía mi<br />

desasosiego: me sentía confundido por esa imprevista reunión familiar en<br />

55


Barcelona, y tristón por separarme de Yael y de mi cuarto junto al río. Yael venía<br />

a charlar cada noche a mi habitación en la que, apurando nuestros últimos<br />

encuentros, hicimos planes para que también ella viniera a París cuanto antes. Y,<br />

por primera vez, me preguntó por mis padres: quería saber cómo eran y si los<br />

había visto discutir cuando se separaron. Supongo que le quedó claro que la<br />

mayor parte de mi afecto pertenecía a mi madre y que la vida de mi padre no me<br />

había permitido apreciar su presencia como algo esencial en mi vida, que más<br />

bien prefería vivir a solas con mi madre. Y no, nunca los oí discutir: me di cuenta<br />

de que mi padre ya no viviría con nosotros por la desaparición de sus partituras<br />

sobre el piano. Yael me habló entonces de los suyos y de que ella, en cambio,<br />

prefería a su padre, pero que lo que más deseaba era vivir sola. <br />

sorprendentes.<br />

Si tenemos en cuenta su edad, Yael ya decía cosas realmente<br />

Llegó mi padre y los días de despedidas. Yael y yo, acotado nuestro<br />

tiempo por las salidas y cenas organizadas por Dinah o Margareth, la mujer del<br />

doctor Scott Brown, nos trasladamos a Saint Peter Square donde seguimos con<br />

56


nuestro rito de fumar como carreteros mientras elucubrábamos algunos planes.<br />

Pero a medida que se acercaba la hora de mi partida, fuimos enmudeciendo,<br />

vencidos por la nostalgia hacia ese tiempo irrepetible en el que nos habíamos<br />

descubierto.<br />

También llegó la tarde en que Elías y yo iríamos a comprar el premio<br />

ganado por mi familiar sobresaliente en inglés: unos walkman, había pedido.<br />

Elías accedió indicándome que podía aspirar a un premio mayor, entonces le dije<br />

que me gustaría comprar un regalo para mi madre. Yael, que nos acompañaba, se<br />

hartó de decirme que era un idiota porque los mayores ya se compraban todo lo<br />

que querían. Pero resistiendo sus argumentos, Elías nos llevó a Floris, en el 89 de<br />

la calle Jeremyn, de donde salimos con un espectacular paquete que contenía la<br />

colonia Jasmine; polvos para el cuerpo; unas preciosas cajas de metal con jabones<br />

del mismo aroma; cepillos de varios usos con mangos de madera; productos para<br />

el baño; aceites; flores aromáticas... Mientras lo envolvían le pedí a Elías que<br />

escogiera algo para Yael quien nos esperaba en la calle. Sentada en un rincón de<br />

la entrada, Yael estaba haciendo unas fotos bastante raras si consideramos el<br />

ángulo desde donde las tomaba.<br />

- ¿Te dedicas a fotografiar zapatos? - le preguntó su padre al salir.<br />

Yael no se inmutó, le contestó que los zapatos dicen mucho de la persona<br />

que los lleva y que, una vez revelado el carrete, se lo demostraría.<br />

57


La velada de despedida se organizó en casa de los Scott Brown. Mi padre,<br />

verdadero motivo de la reunión, desplegó encanto a raudales entre los invitados a<br />

los que acabó por rendir cuando les ofreció un variado concierto de piano. Al<br />

llegar a los tangos, Dinah, siempre tan prudente, se lanzó a bailar hasta enloquecer<br />

a fuerza de contorsiones al compás de ‘La moza donosa’. Yael se puso furiosa y<br />

se pasó un buen rato renegando de la escena mientras acusaba a todos de ser unos<br />

viejos esperpentos.<br />

, me dijo<br />

arrastrándome hacia donde estaban las bebidas.<br />

Cuando Elías se dio cuenta, ambos habíamos bebido dos o tres vasos de un<br />

fortísimo cóctel de frutas y vodka y empezábamos otro estirados en el suelo. De<br />

hecho, no recuerdo mucho más. Las anotaciones que siguen están escritas en el<br />

avión camino a Barcelona. Yael todavía dormía la mona cuando mi padre, Elías y<br />

yo salimos hacia el aeropuerto. Le di un beso a Dinah, estreché la mano de Max y,<br />

sobre el plato de Yael, dejé una caja de madera con minúsculas botellas que<br />

contenían las diversas esencias de Floris, y la última despedida: Shalom Yael.<br />

Al cerrar la puerta ya estaba lamentando no haber sido capaz de decirle<br />

cuánto la añoraría.<br />

Una semana después, llegaba a Chateaurenard con mi madre. En una<br />

mañana y en un plis-plas - mientras yo las observaba con un silencio cargado de<br />

58


eproches al ver la impunidad con la que liquidaban mi niñez - ella y Mich<br />

sacaron cuanto quedaba en “Les roses”. Llegado el momento de irnos, mamá me<br />

aseguró, probablemente convencida, que cada verano alquilaríamos otra casa para<br />

venir en vacaciones.<br />

- ¿Pero no les has dicho a los abuelos que iríamos a Barcelona?<br />

- Bueno, sí, Matt: quiero decir los días que nos queden al regresar de<br />

- ???<br />

Barcelona.<br />

59


4.<br />

En septiembre volví al colegio y a las clases de piano. Aunque sin Âdele,<br />

que fue sustituida por Jêrome - lánguido hasta la exasperación -, perdieron toda la<br />

gracia que yo le podía ver a un instrumento para el que no estaba especialmente<br />

dotado. Nunca le pregunté a mi madre qué se había hecho de Âdele por temor a<br />

que mi interés le pareciera excesivo e intuyera algo oscuro, pero por los abuelos<br />

supe que se había largado a Amsterdam con una pintora de sesenta años de la que<br />

Âdele se había enamorado perdidamente. La noticia me dejó conmocionado: ¿qué<br />

podíamos tener en común la pintora y yo? Huelga decir que lo que yo seguía<br />

siendo era un idiota.<br />

Lo que sí entendí muy pronto era que se preparaban grandes cambios: mi<br />

madre se había pasado el invierno yendo a Barcelona dejándome, entretanto, al<br />

cuidado de los abuelos, pero en una u otra casa se percibía la provisionalidad. De<br />

no ser por Mich, siempre al otro lado del teléfono, y por las cartas de Yael, creo<br />

que hubiera hecho algún disparate para que me hicieran caso.<br />

<br />

Duró siete meses, que no está mal si tenemos en cuenta que apenas vi a mi<br />

madre y que yo iba y venía como un paquete de Passy al Marais sin siquiera el<br />

aliciente de poder desprenderme de Jêrome. El único día que les vi francamente<br />

60


preocupados fue uno que me quedé encerrado en el metro por una avería que duró<br />

cuatro horas. Cuando salí, en el andén estaba toda la familia y hasta Hugo, a quien<br />

la poli miraba como si fuera un residuo de la banda Baader-Meinhoff y el<br />

causante de aquel lío. Aquel año Hugo iba siempre con faldas largas de muchos<br />

colores atadas con unas cuerdas en la cintura; y para completar el atuendo, botas<br />

y chalecos turcos. La pobre abuela ya tenía razón ya cuando dijo que a ella le<br />

importaba un pito la vestimenta de nadie pero que seguro que nadie lo hubiera<br />

mirado aviesamente de ir vestido con cosas menos raras. En fin, lo importante fue<br />

que aquel día estuvieron el resto de la noche pendientes de mi: nadie habló de<br />

Barcelona, ni de los armarios, ni de las cortinas, ni del jardín y hasta mi madre<br />

bajó a buscar una bandeja de pasteles. Yo no comí muchos porque en el vagón<br />

una mujer mulata se encariñó conmigo y entre los dos nos zampamos una barra de<br />

pan con queso y jamón más unas manzanas que ella había comprado al salir de su<br />

trabajo como cajera del Prisûnic. Pero no les dije nada dejando que se<br />

entristecieran – viéndome desganado - al imaginar lo mal que lo había pasado solo<br />

y sin comer. Así volvía a ser lo más importante para todos. Por otra parte,<br />

comprobado - como decía Mich - que en cuanto acabara la mudanza todo volvería<br />

a ser como antes, dejé de elucubrar sobre la manera de montar un buen número.<br />

61


En marzo llegaron dos acontecimientos más: en cuatro o cinco semanas, a<br />

lo sumo, los abuelos se instalarán en Barcelona, me dijo mi madre. <br />

Ah.<br />

- ¿Sabes Matt?, llevo todos estos meses yendo mucho a Barcelona y he<br />

llegado a la conclusión de que es una ciudad en la que podemos estar muy<br />

bien. Ya sé que no es Chateaurenard, que es lo que tú querrías, pero me<br />

parece un lugar, en cualquier caso, más humano que París. Ya te he<br />

matriculado en el Liceo Francés para el próximo curso y, no te preocupes:<br />

encontraremos alguien para tus clases de piano.<br />

- Gracias, pero no me gusta el piano.<br />

- ¿Lo dices de verdad o porque estás enfadado?<br />

- Lo digo porque no me gusta y no porque esté enfadado: París tampoco es<br />

mi casa. Nuestra casa era Les roses.<br />

- Te acostumbrarás, Matt, todavía eres muy joven y en Barcelona no<br />

estarás tan solo como has estado estos dos años aquí. No creas que no lo<br />

siento.<br />

- Y a ti, mamá, ¿no te importa dejar París?<br />

62


- Ya me fui una primera vez cuando me casé con tu padre, así que sé que<br />

soy capaz de cambiar nuevamente de casa y lugar, con la ventaja de que<br />

ahora estás tú.<br />

- ¿Y tus padres?<br />

- Hace años que no los veo. No entiendo la pregunta.<br />

- ¿Te gustaría estar años y años sin verme?<br />

- Por supuesto que no, pero es que yo nunca dejaría que te fueras sin<br />

recordarte que siempre te esperaría y sin condiciones. ¿Lo entiendes?<br />

- Regular.<br />

- Ya lo entenderás: es cuestión de tiempo. Además, ya los vi cuando murió<br />

tu bisabuela Claire y no fue una maravilla.<br />

- Pues cuando los abuelos se ponen tontorrones siempre me dices que<br />

somos nosotros los que tenemos que hacer la vista gorda.<br />

- Cuando tus abuelos refunfuñan suele ser porque son muy mayores y por<br />

un exceso de afecto, no por defecto.<br />

- ¿Me estás diciendo que tus padres no te quieren?<br />

- Matt, esta es la pregunta del millón. Y, dado que no estoy en su piel, sólo<br />

puedo suponer: supongo que querían otra vida para mí y, en ese contexto,<br />

me hubieran querido. O cuanto menos, aceptado.<br />

- Mamá, ¿te puedo preguntar si eres rica?<br />

63


- No, eso no se lo debes preguntar a nadie. Si alguna vez lo tienes,<br />

disfrútalo, pero no hagas ostentación. ¿De acuerdo? E intenta no<br />

convertirte en su esclavo, al contrario: aprovecha la libertad que te<br />

concede y que te permite no traicionar lo que más aprecias.<br />

Bien, ya tenemos la primera noticia. Obviamente me refiero al anuncio de<br />

nuestro traslado a Barcelona. Pero no sé si me sorprendió más ésta o la que sigue.<br />

Dos días después del lío del metro, apareció mi padre por París. Mamá<br />

estaba en Túnez trabajando con Hugo y yo, como era habitual, pasaba esos días<br />

con los abuelos quienes la víspera de su llegada me dijeron con cierto misterio que<br />

mi padre venía pero que se instalaría en un hotel porque estaba con unos amigos.<br />

Ya en la cama los oí murmurar largo rato. Con sigilo entreabrí la puerta para<br />

poder escuchar, pero, los muy puñeteros, cuando no querían que me enterara de<br />

algo, hablaban en catalán y, aunque a veces pescaba algo, esa noche conversaron a<br />

tal mecha y tan bajo que me fue imposible. Luego hubo una breve pausa y empezó<br />

el concierto de ronquidos. Fiuuu ggggff, fiuuu, ggggff. El fiuuu era de la abuela y<br />

el ggggff, del abuelo. Me solía dormir contándolos.<br />

Al día siguiente, al llegar del colegio, supe que papá había pasado un rato<br />

por la mañana y que lo esperaban a cenar con su amiga, dijo la abuela como de<br />

pasada.<br />

- ¿Qué amiga, abuela?<br />

64


- Bueno, es algo así como su manager. Se ocupa de los contratos de tu<br />

padre, es una mujer muy bien relacionada y lo está ayudando mucho.<br />

- ¿Y por qué estás tan nerviosa?<br />

- No estoy nerviosa, lo que estoy es vieja, renacuajo. ¿O crees que tengo<br />

la misma resistencia de tu madre? ¿EH? Pues no, ni hablar – farfulló -.<br />

Luego continuó hablando mientras iba y venía de la cocina sin que hubiese<br />

forma de entenderla. Pero comprendí que algo la tenía desquiciada.<br />

Desde mi cuarto oí a los abuelos musitar nuevamente como la noche<br />

anterior: quedo, rápido y en catalán. Duró poco porque de repente entró la abuela<br />

y me dijo que fuera a la salita porque ella y el abuelo tenían que hablar conmigo.<br />

Repasé lo que había hecho aquel día y también el anterior, pero no encontré nada<br />

por lo que cargármelas; de hecho mi vida aquel invierno estaba resultando tediosa.<br />

, empezó el abuelo de forma solemne. Luego se enrolló a<br />

explicarme que mi padre necesitaba alguien en quien confiar para ocuparse tanto<br />

de sus asuntos y como de él mismo. Que todavía era un hombre joven y que,<br />

lógicamente, debía rehacer su vida.<br />

- Bueno, para ya, Pere, no hace falta que le andes con tantos rodeos al niño<br />

- le interrumpió mi abuela -. Te lo resumiré Mateo: la mujer con la que<br />

vive tu padre tiene cincuenta años, esa es su particularidad. Por lo demás,<br />

65


se llama Blanche, escribe guiones para el cine y se ha casado dos veces: la<br />

primera con un compañero de estudios y la segunda con Phillippe Boulon,<br />

el actor, ¿sabes a quien me refiero? ¿Sí?, pues ese. Pero sucedió que él se<br />

fue a vivir con otro hombre y ahí acabó el matrimonio. A tu padre lo<br />

conoció en un concierto el verano pasado y ahora viven juntos. ¿Estamos?<br />

- ¿Y tiene hijos esa señora, abuela?<br />

- Sí, un chico del primer matrimonio que vive en la India. Para más<br />

detalle, te diré que tiene casi la misma edad de tu padre. Y ahora se<br />

acabó: el resto se lo puedes preguntar tú mismo.<br />

No pregunté nada y mi padre tampoco me dijo en ningún momento que<br />

deseara<br />

hablar conmigo. Recordé, entonces, cuando mi madre decía que los hombres<br />

acobardados podían ser la pera. En fin.<br />

Blanche me pareció, sobre todo, muy rara. Tenía la piel blanquísima y el<br />

pelo, cano, lo llevaba recogido en un moño sujeto por un pirulí muy largo. Los<br />

labios, muy rojos, resaltaban una boca que, al reír, dejaba al descubierto una<br />

pequeña dentadura muy regular y blanca sostenida por unas enormes encías.<br />

Blanche iba vestida con varias cosas superpuestas: algo así como dos faldas<br />

desiguales, una chaqueta corta sobre una blusa larga, una bufanda que parecía una<br />

capa y todo era de color negro: de los pies a la cabeza. En su conjunto, daba cierto<br />

66


miedo. Aunque lo que más me asombró es la solicitud con la que la trataba mi<br />

padre quien se pasó toda la velada pendiente de ella.<br />

- Cheri - le dijo Blanche -, hoy me vendría bien algo que no fuera vino.<br />

- ¿Agua, cheri, o tal vez un poco de sidra? - respondió mi padre<br />

acariciando su mano.<br />

- Oh, non, cheri - respondió Blanche displicente - : ¿puede ser una copa<br />

de champán?<br />

Y mi padre salió disparado a buscar una botella en el bar más cercano.<br />

Cuando subió, Blanche había encendido un puro e intentaba mantener conmigo<br />

una conversación - más bien surrealista - acerca de mis progresos en el piano; la<br />

abuela había desaparecido en la cocina y el abuelo hacía ver que dormitaba. Poco<br />

después de sentarnos en la mesa, yo, que conocía bien a los abuelos, me di cuenta<br />

de que aquella reunión no tenía mucho futuro. Pero, una vez más, mi padre había<br />

conseguido asombrarlos. Al despedirse, me dijo que al día siguiente iría a<br />

buscarme para comer juntos porque quería que le contara lo del metro. Desde<br />

luego...<br />

Aquella noche no hubieron murmullos; creo que para los abuelos aquella<br />

velada había sido lo más parecido a una sobredosis.<br />

5.<br />

67


En el discurrir de aquel invierno, las cartas de Yael me permitieron seguir<br />

la vida en Hammersmith. A través de sus líneas y de su ingenio, podía imaginar la<br />

casa con el río fusco por el cielo opaco, el embarcadero y el jardín cerrados, y la<br />

noche instalada al inicio de la tarde. Yael parecía bastante feliz pese a que<br />

continuaba discutiendo con Max al tiempo que mantenía sus discrepancias con<br />

Dinah. Decía echarme de menos y que ahora solía jugar al ajedrez con Violet, una<br />

vecina que rondaba los setenta años, ilustradora de cuentos infantiles de la que<br />

decían era lesbiana. Lo cierto es que Violet había vivido quince años con Alice,<br />

una escritora escocesa, hasta que, poco antes de Navidad, ésta se había largado<br />

con Johny Black, el chofer de Bob Miller: un rico y esnob publicitario que vivía<br />

junto a la casa de Violet y al que, durante las semanas que estuve en<br />

Hammersmith, vi con varias tías buenísimas. Cavilo que si Alice hubiera sido<br />

lesbiana de verdad, se hubiera prendado de cualquiera de ellas en lugar de fijarse<br />

en Johny Black: un tipo cuadrado, tosco y peludo, que se distraía los ratos de<br />

espera cascándosela en el coche. Lo puedo asegurar porque Yael y yo lo<br />

descubrimos desde la pequeña ventana del closet de Dinah. El ángulo desde el que<br />

lo veíamos cogía justamente su asiento, y, muy claramente, la revista porno que<br />

utilizaba para ponerse cachondo sujeta de una mano, mientras la otra, subía y<br />

bajaba, subía y bajaba - justo entre sus piernas -, primero despacio y luego a toda<br />

mecha. Si Bob Miller tardaba en bajar, repetía la operación una o dos veces más,<br />

68


no sin antes cambiar de página. Una tarde, estando en nuestros puestos de<br />

observación, Yael me preguntó si yo lo hacía y si me excitaba ver a mujeres<br />

desnudas. A su primera pregunta le contesté que no. Aunque era cierto que me la<br />

solía restregar sin grandes resultados. A los nueve años mi cuerpo daba para muy<br />

poco. En cuanto a las mujeres desnudas le dije que sí, que un montón. Yael<br />

entonces se subió la camiseta y aparecieron dos bultitos rosados.<br />

- ¿Te gustan mis tetas? - me preguntó sin apiadarse.<br />

- Sí, claro. Pero no son muy grandes - le contesté medio muerto.<br />

- Claro burro, ¿cómo quieres que las tenga? Pero en cuanto me venga la<br />

regla se me pondrán como melones.<br />

La voz de Dinah, reclamándonos para merendar, me salvó de aquel<br />

machaque tan propio de las mujeres; pero, alguna vez, estando en nuestro puesto<br />

de observación, Yael me cogía la mano poniéndola sobre sus minúsculos pechos.<br />

Dos días antes de mi marcha, quiso que le tocara el pubis por encima de sus<br />

braguitas blancas. A punto de empezar a moverla, como me había enseñado<br />

Âdele, entró Dinah en la habitación, algo que sucedía con frecuencia y que<br />

formaba parte de la emoción, pero, advertidos por sus pasos, que ya resonaban en<br />

la escalera, nos escondíamos en un recoveco, entre enormes cajas y algunas<br />

maletas. La tarde siguiente a aquella especie de coitus interruptus, al llegar a casa<br />

69


con Dinah, Yael y yo vimos a Johny Black con la mirada absorta en una revista<br />

sobre la que aparecía el dedo pulgar de su mano izquierda.<br />

<br />

Pensé que de haber visto mi madre a Johny Black, hubiera dicho sin dudar:<br />

Bueno,<br />

tal vez no lo hubiera dicho entonces tan crudamente en consideración a mi edad.<br />

Pero pensarlo, seguro. Y de suceder ahora, de no haber muerto olvidando su<br />

promesa de que me esperaría siempre, lo soltaría sin titubear.<br />

Pasaban los meses y Dinah no encontraba el momento adecuado para que<br />

Yael viniera a París. Elías, sin embargo, preocupado por el inminente traslado de<br />

los abuelos, nos visitaba con frecuencia: a veces, apenas 24 horas, o incluso<br />

menos, y siempre aparecía cargado con regalos de toda la familia que me<br />

encantaba recibir. Dinah me solía enviar mi postre favorito: bizcocho de chocolate<br />

y nueces; Max, casetes con lo más nuevo de la música pop británica y Yael fotos,<br />

algunas rarísimas, de los temas más estrambóticos que nadie pueda imaginar. Pero<br />

70


entre ellas había alguna de la familia que me recordaba mis felices días en<br />

Hammersmith. Y tampoco estuvo mal la serie que me envió de Johny Black antes<br />

de que se largara con la amiga de Violet. Para cualquier otro, esas fotos - en las<br />

que sólo se veía su cabezota, un trozo de revista y dos dedos - carecían de interés.<br />

Pero yo, que conocía cada gesto, pude imaginar, tronchándome, la frenética y<br />

solitaria actividad sexual del chofer de Bob Miller.<br />

En sus visitas a París, Elías también me traía unos libros fantásticos que<br />

me llegaron a convertir en un lector insaciable y que, creo, determinaron mi<br />

vocación literaria. A los diez años empecé a leer compulsivamente a Chesterton y<br />

sus historias del Padre Brown; los “Cuentos” de Wilde; El Fantasma de<br />

Canterbury; Oliver Twist y sus “Grandes esperanzas”; a Salgari; a Kypling y, con<br />

devoción, a Roald Dahl.<br />

Cuando ya desesperaba, llegó una carta de Yael proponiéndome llegar a<br />

París la tercera semana de junio; después ambos iríamos a Hammersmith, donde<br />

yo pasaría nuevamente el mes de julio con su familia. Mi madre dio su<br />

aprobación: había reservado esas semanas para organizar nuestro traslado a<br />

Barcelona, así que, salvo algún día de trabajo en el estudio, podía ocuparse de<br />

nosotros. Escribí a Yael de inmediato para que preparara su viaje, pero también le<br />

hablé del miedo que me producía un nuevo cambio, explicándole, asimismo, la<br />

famosa cena de mis abuelos con mi padre y Blanche. En el fondo, con rabia -<br />

71


temeroso de que nos encontrara a todos medio locos -; y celoso de su entorno, de<br />

aquel bienestar inamovible que le proporcionaba el entendimiento de sus padres<br />

mientras que en mi familia proliferaba el desorden. Sólo años después, sólo<br />

después de la gran hecatombe, supe que cuando Yael leía mis cartas suspiraba<br />

porque en su vida pasara siquiera una décima parte de lo que sucedía en la mía.<br />

Claro que cuando sucedió, cuando ya no tuvo necesidad de fantasear porque los<br />

acontecimientos superaron sus anhelos, inició una existencia errante y solitaria.<br />

Aunque pensándolo mejor, tal vez los hechos precipitaron lo que tanto ansiaba:<br />

tener una excusa para largarse.<br />

72


Céfiro<br />

1.<br />

El primer domingo de abril, mis abuelos se despidieron de sus amigos y<br />

parientes con una comida en la Couppole. Mi padre, de gira los días precedentes,<br />

había seguido los últimos pormenores a través de mi madre; cuando la<br />

conversación llegaba a la tía Paulette y a su prole, parecían pasárselo en grande.<br />

Paulette había enviudado dos años antes de Xavier Borés tras cuarenta y ocho<br />

años de matrimonio en los que apenas se trataron con mis abuelos puesto que<br />

Paulette consideraba a sus cuñados como ‘esos pequeños españoles exilados’. Es<br />

decir: un grano en el culo para su ilustre familia tintorera.<br />

No creo que mi abuela sintiera la muerte de Xavier como la de Didac, su<br />

hermano del alma y tan idealizado en su recuerdo por su temprana muerte. Por<br />

Xavier sentía un cariño lejano, nada cómplice; todo lo cual no le impedía sentir<br />

una franca alegría cuando éste iba solo a ver a sus padres. Pero las pocas veces<br />

que se vieron con Paulette, el encuentro era un desastre. Paulette se podía pasar la<br />

velada hablando de sus hijas, a su entender guapas e inteligentes, sin olvidar , decía<br />

aquel monstruo grosero sin mirar a mi abuela. Otro monólogo favorito era el de<br />

sus clientes entre los que citaba, bajando la voz, algunos apellidos ilustres como si<br />

la relación establecida a través de las prendas la hubiera hecho poseedora de<br />

73


secretos inadecuados para la plebe española. Poco después de morir los bisabuelos<br />

Borés, el abuelo se dio de baja de cualquier obligación con Paulette. La abuela, sin<br />

embargo, continuó visitando al matrimonio. Decía que aunque su hermano fuera<br />

un calzonazos casado con una imbécil, seguía siendo su hermano.<br />

En 1965, fallecidos los padres de Paulette, Xavier se trasladó con su<br />

familia al piso de sus suegros. El cambio empeoró a Paulette. Dejó de trabajar y<br />

salía a la calle hasta para ir a buscar el pan con todas las joyas que había heredado<br />

de su madre. Además Paulette, que se acercaba a los cincuenta, parecía un<br />

esperpento loco. En el esplendor de Brigitte Bardot había copiado el estilo de la<br />

actriz, una imagen de la que - veinte años después - no sólo no se había<br />

desprendido sino que había exagerado hasta lo grotesco. Por algún cajón de casa<br />

de los abuelos rondaba una foto de ella en un festejo en la que estaba francamente<br />

alucinante.<br />

Mi padre tampoco tuvo gran contacto con sus primos. Todavía niño, iba a<br />

verlos con su madre pero pronto se apuntó a la deserción de su padre. Entonces la<br />

abuela Camila continuó visitándolos sola hasta que su hermano murió de un<br />

cáncer. Cuando lo ingresaron por última vez, la abuela tuvo ocasión de hablar con<br />

él largamente y así despedirse con todo el cariño que no había podido expresarle<br />

en años. Un día, al llegar junto a su cama, vio que se había quedado grogui:<br />

entonces ya no volvió hasta que le avisaron de su muerte. Y el abuelo, poco antes<br />

74


de que su cuñado perdiera el mundo de vista, también acudió al hospital. Llegó<br />

pronto por la mañana, aprovechando el rato que utilizaba Paulette para colocarse<br />

todos los abalorios en su casa.<br />

- Esto se acaba, le dijo Xavier.<br />

- Buff, nunca se sabe – le contestó lacónico el abuelo.<br />

- Lo sabemos los dos, la prueba es que has venido y me alegro, así te<br />

puedo pedir algo que me has de prometer: he dejado escrito que me<br />

incineren.<br />

- Bien, no creo que haya ningún problema.<br />

- No lo habrá. Paulette lo sabe, pero ignora que tiene que entregaros mis<br />

cenizas; se enterará cuando me muera. Lo he dejado escrito.<br />

- Ah. ¿Y qué hacemos con ellas?<br />

- Llevarlas a Barcelona.<br />

- De acuerdo, aunque no sé qué haremos contigo hasta verano, porque,<br />

antes, no pensábamos ir.<br />

- Pues las metéis en un armario o donde sea. ¡Qué más da!, no creo que me<br />

entere.<br />

- Si crees que no te vas a enterar, ¿para qué diablos quieres ir a Barcelona?<br />

- Nunca se sabe, a lo mejor resulta que uno sí se entera. Además, yo<br />

también tengo mis recuerdos. Prométemelo.<br />

75


asegurar.<br />

- Ya lo he hecho. Ahora dime qué hago con ellas; en Barcelona se<br />

entiende. ¿Las tiro al mar como todo el mundo?<br />

- No, ni hablar, ya está bastante lleno de cadáveres. Mi hermana sabe que<br />

se las tenéis que entregar a alguien que me espera. La dirección la<br />

encontrarás en una carta que le di a tu mujer hace unos días y que no<br />

podéis abrir hasta que me muera.<br />

- Está bien, no te alteres. Por mi parte haré lo que sea preciso aunque, si mi<br />

mujer ya estaba al corriente, no tenías por qué pasar por el mal trago de<br />

decírmelo, pero te agradezco la confianza.<br />

- Es que ella también se puede morir antes de llevarlas y me quería<br />

- Oye, no fotis, Xavier, que tu hermana está como una rosa.<br />

- No te enfades, Pere, pero tu mujer ya es vieja, lo somos todos, ¡coño!<br />

- Está bien, cálmate y no te preocupes, no se morirá: está como un roble.<br />

Antes me iré yo. Pero si le sucediera algo, yo te llevo. Tranquilo. Te quiero<br />

bien. ¿Comprendes?<br />

Xavier le apretó la mano y cerró los ojos. Mi abuelo le besó en la frente y<br />

se fue; en la puerta se giró un segundo para mirarlo por última vez. Su cuñado<br />

jadeaba por el esfuerzo que había supuesto la conversación y porque se moría,<br />

76


pero tenía los ojos clavados en Pere, como si esperara un último gesto que lo<br />

tranquilizara. Mi abuelo comprendiendo asintió con la cabeza. No, no le fallaría.<br />

77


2.<br />

A la Couppole fueron algunos vecinos de los abuelos; más Francis, Jackot<br />

y Boris, los tres compañeros del abuelo en el dominó; y la tía abuela Paulette con<br />

sus dos hijas, ambas acompañadas por sus maridos.<br />

A las doce y media en punto llegaba con mis abuelos al restaurante. Los<br />

dos iban muy elegantes: el abuelo llevaba un traje oscuro con una corbata que mi<br />

madre le había regalado en Navidad y sus únicos gemelos de oro, regalo de boda<br />

de los Sholem, los pasteleros judíos para quienes había trabajado al llegar a París.<br />

La abuela llevaba un sombrero muy gracioso con una plumita a un lado. A los dos<br />

se les veía contentos, hablaban por los codos y reían por cualquier cosa como<br />

niños. La aparición de Paulette y su tribu nos cortó por unos segundos la<br />

respiración. Paulette, que era muy bajita y regordeta, llevaba un chaquetón rojo<br />

con cuello de piel blanca - de conejo, diría más tarde la abuela - y seguía<br />

peinándose con el moño Bardot; en la cara llevaba una pasta blanquecina y en los<br />

párpados una sombra verde con alguna raya más oscura e irregular fuera del<br />

contorno de los ojos. Y es que la pobre había perdido mucha vista y se maquillaba<br />

a bulto. Los labios pintados en rosa intenso y el colorete fucsia, repartido a<br />

brochazos a lo bestia, le daban un aspecto patético y muy envejecido, mucho más<br />

de los setenta y dos años que en aquel momento tenía. Al entrar, caminando sobre<br />

unos zapatos de tacón muy alto y fino, se desequilibró abalanzándose sobre un<br />

78


camarero que llevaba una bandeja con dos platos de ensalada que volaron por los<br />

aires.<br />

- Es mi cuñada, les dijo la abuela a sus invitados, antes de que Jackot o<br />

Francis, que eran muy brutos, soltaran cualquier barbaridad.<br />

- Vraiment, elle est un peu bizarre, comentó Francis cauto.<br />

Las ‘paulettes’ tampoco estaban mal. La mayor, Simone, era idéntica a su<br />

madre. Simone llevaba un vestido con dibujo de pantera muy ceñido al cuerpo y<br />

zapatos y bolso negros con cachivaches dorados colgando por todas partes. Su<br />

marido sólo me pareció muy anodino. La abuela me explicó luego que era<br />

empleado de banca y que siempre le había parecido muy enamorado de su mujer a<br />

quien consentía todos los caprichos que su sueldo le permitían.<br />

–, oí<br />

que le decía al abuelo aquella noche en su cuarto creyendo que no la oía.<br />

Monique, la menor, era la rebelde. Alta y con buen tipo creo que me<br />

hubiera parecido mona de no ir con todo el pelo cortado a centímetro y teñido de<br />

color violeta a excepción de un largo mechón verde que se había dejado crecer en<br />

medio de la cabeza. Vestía una chaqueta militar que llevaba sobre unos viejos<br />

pantalones de cuero negro y calzaba botas altas con gruesos roblones de metal.<br />

Monique estaba casada con Pascal, quien iba exactamente igual que su mujer, sólo<br />

79


que la coleta de él era un recogido de los pocos pelos que le quedaban en la cosca.<br />

Se habían conocido en el metro, donde coincidían a menudo de camino a sus<br />

trabajos. Monique trabajaba entonces como dependienta en Cancan, una tienda de<br />

lencería que todavía está en las galerías Arcades des Champs Elysees. Al conocer<br />

al novio, Paulette lloró compulsivamente durante varios días preocupada por lo<br />

que dirían vecinos y conocidos. Cuando a los dos meses Monique le dijo que se<br />

iba a vivir con Pascal, respiró aliviada al pensar que dejarían de ser un espectáculo<br />

para el vecindario. Se casaron unos meses más tarde sin más presencia que dos<br />

amigos que actuaron de testigos; y por la noche llamaron a sus padres para<br />

notificarles la boda. Entonces Paulette volvió a llorar unos días más. Xavier, sin<br />

embargo, se lo tomó con calma: les felicitó y quedó para cenar con ellos. Vivían<br />

en un minúsculo apartamento en les Halles donde cenaron comida vegetariana en<br />

platos de cartón sobre una mesa india a dos palmos del suelo. Pero Xavier no se<br />

dejó impresionar: vio que Pascal atendía su pequeña tienda de ropa de segunda<br />

mano - con la que su hija no se moriría de hambre - y que, con los años, si el<br />

matrimonio resistía los avatares de cualquier mortal, no serían muy distintos de lo<br />

que habían sido él mismo y Paulette. El día de la Couppole llevaban diez años<br />

casados y parecían contentos: su negocio había prosperado tanto como para<br />

comprarse un piso que además amueblaron de la forma más convencional posible.<br />

80


Es decir, Xavier Borés no se había equivocado y no era descabellado imaginar<br />

que, con el tiempo, también moderarían su atuendo.<br />

La aparición de mis padres fue luminosa, pese a que mi padre había<br />

empezado a vestirse como Blanche quien, para nuestra suerte, no pudo asistir. Mi<br />

madre me pareció muy guapa, especialmente guapa por la sobriedad de su atuendo<br />

en medio de aquel carnaval paulletiano. Llevaba un gran abrigo de color marrón<br />

oscuro sobre el que reposaba su trenza, siempre algo deshecha. Debía llevar los<br />

ojos maquillados porque me parecieron profundos y brillantes, como dos piedras<br />

de ópalo noble fulgiendo sobre la piel muy blanca. Al quitarse el abrigo apareció<br />

su cuerpo esbelto y armonioso enfundado en un vestido negro sobre el que<br />

resaltaba un pequeño collar justo alrededor del cuello y, al mover la cabeza, unos<br />

pendientes de una piedra traslúcida cintilaban prendidos en sus lóbulos. ¡He<br />

mirado tantas y tantas veces las fotos de ese día! Al verlos juntos y, de alguna<br />

forma, tan parecidos, siempre he pensado que mis padres ofrecían la imagen de<br />

una pareja cuyo transcurrir había sucedido sin fisuras. O el de unos hermanos<br />

estrechamente unidos.<br />

A mí me sentaron al lado de mi madre y en el otro tuve a Monique quien<br />

inmediatamente me manifestó su admiración por mis padres. A mi padre lo había<br />

visto alguna vez por su casa, pero hacía ya muchos años y apenas lo recordaba; y<br />

a mamá, no la conocía.<br />

81


- Cuando tus padres se casaron mi madre estaba muy celosa – empezó a<br />

enrrollarse Monique -, y sólo se consolaba pensando en que no habían<br />

tenido una boda lujosa como le hubiera correspondido a tu madre.<br />

Durante semanas no habló de otra cosa, hasta que mi padre, harto, se<br />

largó varios días sin que nadie supiera donde estaba. Cuando volvió,<br />

mi madre le organizó un buen drama pero, en cuanto mi padre se<br />

ablandó, volvió a la carga: que si tus abuelos nunca dejarían de ser<br />

unos pobres exilados, que aquel matrimonio no duraría ni dos días,<br />

que si patatí-patatá… ¡Uf! de repente mi padre gritó un basta que se<br />

oyó hasta Montmatre. Le soltó que ella se había exilado del mundo<br />

hacía más de veinte años cuando decidió ir vestida como una loca y le<br />

juró que si volvía a criticar a su familia desaparecería para siempre.<br />

Desde entonces mi madre nunca ha vuelto a hablar en casa de ninguno<br />

de vosotros, pero se desquita con Mimí, la dueña de la perfumería<br />

donde compra sus potingues, que ya se ve que son muchos; así que<br />

Mimí le da toda la cuerda que ella quiere. Lo sé porque una vez que mi<br />

madre no se encontraba bien y que me pidió le fuera a buscar un<br />

encargo a su tienda, Mimí, después de interesarse vagamente por su<br />

salud, al punto me preguntó si era cierto que tus padres se habían<br />

separado. La historia le debía apasionar porque cuando, yo apresurada,<br />

82


le contesté que no tenía ni la menor idea, ella ya se había lanzado a<br />

decir que mamá siempre había vaticinado que aquel matrimonio no<br />

podía durar y que tenía razón cuando aseguraba que un músico sin un<br />

duro ‘meaba fuera de tiesto’ al casarse con la hija de la gran burguesía<br />

de París.<br />

- Oye, que te equivocas, que mi madre no es una burguesa - le<br />

interrumpí sorprendido.<br />

- ¿Ah, no?, pues si ella no lo es, ya me dirás qué entiendes tú por<br />

burgués. Pero lo más inalcanzable es su distinción - siguió Monique<br />

sin hacerme caso y adaptando un tono más trascendental -: es algo que<br />

proviene de lejos, de cómo y dónde te has educado. Fíjate en mi madre<br />

y en mi hermana, son de una vulgaridad acojonante. Y te diré más, si<br />

mi hermana llevara lo que lleva puesto tu madre, probablemente estaría<br />

mejor, pero nada más. Porque nunca tendrá esa forma de moverse, ni<br />

de hablar y reír tan encantadora, que es lo que la hace aún más guapa.<br />

- Y tú que sabes tantas cosas y que me pareces bastante mona, ¿por qué<br />

vas tan rara? - le pregunté viendo que ella no se cortaba un pelo.<br />

- Buff, no sé. Hace muchos años iba como mi madre. Bueno, no tanto;<br />

pero como era muy joven y no sabía ni quién era, me ponía lo que veía<br />

en casa. Luego, a los veinte años, empecé a trabajar en una boutique de<br />

83


opa interior sexi que era de madame Eliane, una tía muy simpática con<br />

la que aprendí mucho del negocio, pero mucho más de la vida porque<br />

me enseñó a mirar las cosas de otra manera. Era la amante de un tipo<br />

muy importante y la mujer más lista con la que me he topado. Por<br />

cierto, ¿ya sabes lo que es ser amante?<br />

- Más o menos - contesté a ciegas pensando que debían ser novios<br />

viejos.<br />

- Mejor, porque no seré yo quien te lo explique. El caso es que cuando<br />

un año más tarde Pascal apareció en mi vida, yo ya estaba preparada<br />

para volar gracias a todo lo que me había explicado madame Eliane. El<br />

día que Pascal me propuso que viviéramos juntos, decidí realizar<br />

estéticamente mi proceso de identificación con él y de paso, romper<br />

con mi familia. Bueno, con mamá y con mi hermana, que me parecían<br />

horribles. Pero tampoco íbamos como vamos ahora, no: piensa que<br />

todo eso pasó hace muchos años, en pleno apogeo hippy, así que<br />

Pascal llevaba unas túnicas preciosas y el pelo, aunque ahora no te lo<br />

puedas ni imaginar, como tenía mucho, lo llevaba suelto y estaba muy<br />

guapo. Los dos estábamos guapos porque a los veinte años uno se<br />

puede vestir de comanche y no pasa nada. Es ahora que ya hemos<br />

84


ebasado los cuarenta que cada día estamos más feos, pongamos lo que<br />

nos pongamos.<br />

- Pues a mi me pareces muy graciosa y tienes muy buen tipo. El pelo, la<br />

verdad, me gusta menos. Te lo podrías teñir de un color menos brutal.<br />

¿No?<br />

Monique me revolvió el pelo riéndose al tiempo que me aseguraba que<br />

consideraría sin falta mi sugerencia. Entretanto habíamos llegado a los postres, al<br />

último brindis y a los discursos. Boris habló en nombre de los tres amigos. Casi<br />

no oí lo que decía porque el restaurante estaba a rebosar y porque él tenía la voz<br />

ronca y baja. Ahora me doy cuenta de que no sólo porque era viejo, sino porque le<br />

ahogaba la pena. El abuelo, para aguantar el llanto, tenía el maxilar apretado y le<br />

temblaba la barbilla. Francis, Jackot y Boris le regalaron una aguja de oro para la<br />

corbata y una foto en blanco y negro enmarcada en la que se veía a cuatro<br />

hombres jóvenes, erguidos y apuestos sentados en una mesa de bar sobre la que<br />

se veían fichas de dominó; alguno sostenía en la mano una copa de licor. Al ver la<br />

foto el abuelo rompió a llorar y sus amigos también. La instantánea tenía cuarenta<br />

y cinco años y eran ellos mismos, o mejor dicho, lo que habían sido. La abuela<br />

intentó consolarlos pero la emoción por la despedida y el ajetreo de los días<br />

precedentes habían agotado su resistencia y también empezó a sollozar. Hubo un<br />

momento muy caótico en el que todos se levantaron para abrazarse y consolarse<br />

85


mutuamente. Mis padres estrecharon hasta al pobre Jackot, del que siempre decían<br />

que olía a tigre. Fue entonces cuando me fijé en Paulette quien, aprovechando el<br />

desbarajuste, había sacado una polvera y toda la artillería que componían sus<br />

enseres de maquillaje repintándose los labios una y otra vez hasta rebasar las<br />

comisuras. La pobre estaba hecha un horror: había comido y bebido en exceso y,<br />

bajo varias capas de polvos, se le veía la cara muy congestionada y descompuesta,<br />

mientras por un lado de la cabeza, bajo el moño, se le deslizaba un postizo viejo y<br />

descolorido.<br />

- Mamá, ya te arreglarás luego; ahora brinda con nosotros, ¿de acuerdo?<br />

- le dijo Monique con cariño.<br />

- Ah sí, querida, ya voy – le contestó Paulette guardando sus cosas<br />

torpemente -. Cuando traigan el pastel soplaremos las velas, ¿verdad<br />

Pierre? ¿Cuántos años cumples?<br />

- Mamá, es la fiesta de despedida. ¿No lo recuerdas? Y no le llames<br />

Pierre, por lo menos, hoy no. Hoy, Pere, ¿de acuerdo?<br />

- Pero no es mi padre, querida.<br />

- Anda, mami, sé buena.<br />

El incidente cambió el humor de todos unos minutos pero pronto olvidaron<br />

a Paulette y los abuelos continuaron abriendo sus regalos sin más llantos. Paulette<br />

le había comprado un batín con su nombre bordado en el bolsillo y el abuelo no se<br />

86


enfadó como otras veces al ver que había hecho bordar Pierre. Y se lo puso; se lo<br />

puso los años que vivimos en Barcelona, si bien es cierto que la abuela debió<br />

descoser el bolsillo porque no volví a ver el Pierre por ninguna parte.<br />

Durante ese rato todos se olvidaron de mí, lo que me permitió observar con<br />

tranquilidad así como apuntar alguna cosa en mi libreta. De no ser por esas<br />

anotaciones, tal vez ni hubiera recordado que Monique me comentó que ya no le<br />

importaba aquel lado grotesco de su madre, que lo que le empezaba a preocupar<br />

de verdad eran las lagunas que confundían su mente.<br />

Unos meses más tarde, ya en Barcelona, recibimos una carta de Monique<br />

en la que nos comunicaba que su madre por una lesión en el lóbulo temporal,<br />

padecía el Síndrome de Korsakoff.<br />

Paulette vivió hasta su muerte - tres años después - con Monique quien, día<br />

a día, durante los más de mil que la cuidó, le enseñaba su cuarto; dónde estaban<br />

sus efectos personales así como cada rincón de la casa pues Paulette cada mañana<br />

creía despertar en su antigua casa.<br />

87


3.<br />

Pocos días después de aquella despedida, los abuelos, mi padre y yo<br />

salimos hacia Barcelona donde mamá nos esperaba. Recuerdo los últimos<br />

momentos antes de salir hacia el aeropuerto: a la abuela trasegar por el piso; el eco<br />

de sus pisadas; su ir y venir, abriendo una y otra vez todos los armarios vacíos.<br />

Crack, crock, crack, crock. Me extrañó ver que el piano de mi padre continuaba en<br />

su sitio tapado con unas mantas.<br />

- Abuela, ¿este piano tampoco es vuestro?<br />

- Sí lo es, pero se queda en esta casa. Tu padre cada vez tiene más<br />

trabajo en París así que pronto vivirá aquí siempre que no esté de gira.<br />

Además, Mateo, ¿qué quieres decir con eso de que el piano tampoco es<br />

nuestro?<br />

- Bueno, como veo que casi todos los muebles se han quedado aquí y<br />

creo que vosotros vivíais realquilados con los bisabuelos, pues...<br />

- Oye mocoso, cuando uno vive con sus padres no vive realquilado y,<br />

además, hace más de diez años que compramos este piso que<br />

lógicamente será para tu padre. ¿Te ha quedado claro?<br />

- Entonces, ¿qué piano hay en Barcelona?<br />

88


- ¿Esa es tu preocupación? Pues tranquilízate: ninguno Mateo. Ya has<br />

convencido a toda la familia de que Dios no te ha dotado para la<br />

música.<br />

Durante unos segundos hasta sentí cierta tristeza recordando al abuelo a mi<br />

lado mientras hacía mis paupérrimos ejercicios en el teclado. Y también a Âdele.<br />

Pero me repuse rápidamente. No había que idealizar aquellos excepcionales<br />

momentos de gloria.<br />

Justo antes de salir hacia Orly, la abuela cogió una caja de madera con una<br />

rosa de marquetería en el centro. La guardaba desde dos años atrás en una vitrina<br />

junto a pequeñas figuras artesanales que, unos y otros, le habían ido trayendo de<br />

sus vacaciones. La noche anterior lo había tirado todo, lo que me pareció un<br />

acierto puesto que la colección era un cúmulo de pequeños horrores pero, al ver<br />

que cogía la caja, no entendí qué especial gracia había justificado salvarla de la<br />

quema y hasta llevarla a Barcelona.<br />

- Gracia no es la palabra adecuada porque dentro va mi hermano. Tu<br />

abuelo y yo le prometimos llevárnoslo.<br />

- ¿Y habéis vivido todo este tiempo con su cadáver al lado? – le<br />

pregunté atónito.<br />

- Son cenizas Mateo, como si hubiera juntado las de la pipa de tu abuelo<br />

durante mucho tiempo.<br />

89


- No es lo mismo, ¿y su alma? ¿Crees que nos habrá estado observando<br />

desde que lo dejaste ahí?<br />

- Espero que su alma esté con Dios, al fin tranquila. En cuanto al<br />

cuerpo, eso no es nada Mateo. Es un pellejo que envejece, muere y se<br />

desintegra. ¿O acaso piensas que tus abuelos no han sido como tú,<br />

jóvenes y fuertes?<br />

La observé intentando imaginar su cuerpo como el de las niñas de mi<br />

clase, o al abuelo corriendo. Pero no podía. Mis abuelos siempre habían sido así.<br />

¿O el tiempo era eso?<br />

90


4.<br />

Nada más entrar en nuestra nueva casa de Barcelona percibí que un cálido<br />

bienestar me invadía, una sensación que me devolvió a mis primeros años en<br />

Chateaurenard. En algun viaje anterior, la había visitado en pleno trajín de los<br />

operarios que la ultimaban, pero, reacio a aceptarla, la observaba como algo que<br />

siempre me sería ajeno. Así que aquella inesperada magia despertó mi curiosidad<br />

y, por primera vez en mucho tiempo, pensé que habíamos llegado a un destino que<br />

nos pertenecía.<br />

En la planta baja, tras pasar por un angosto recibidor se accedía a un gran<br />

salón con diferentes ambientes cuyo centro quedaba delimitado por una hermosa<br />

chimenea de mármol; a cada lado de la misma, sendas puertas se abrían al jardín.<br />

El suelo era de madera y en las tapicerías predominaba el blanco, apenas roto por<br />

alguna pieza marrón entremezclada con otras en rojo oscuro. En las paredes<br />

pendían cuadros que nunca había visto; me detuve entonces a inspeccionarlos<br />

descubriendo dos que me causaron de inmediato una viva impresión: en uno<br />

aparecía una mujer casi de cuerpo entero; la luz que lo iluminaba permitía<br />

adivinar una minúscula gota saliendo del lacrimal y su expresión denotaba<br />

melancolía y misterio. Me pareció bellísimo. Prendado, le pregunté a mi madre<br />

quién era.<br />

91


El otro cuadro que me había subyugado era el retrato de un hombre joven,<br />

muy pálido y de mirada penetrante. Vestía un gabán negro y el fondo del lienzo<br />

era azul. ¿Y éste, quién es? <br />

, me contestó de forma evasiva eludiendo otra posible<br />

cuestión.<br />

La habitación de los abuelos también me pareció muy bonita. Como el<br />

salón, daba al jardín y era muy espaciosa, hasta el punto que se prolongaba con<br />

una agradable zona de estar. Me gustó ver que habían trasladado sus camas de<br />

París, aunque aquí las habían puesto separadas. , le pregunté a la abuela. <br />

92


A las dos plantas superiores se accedía, o bien por un pequeño ascensor, o<br />

por una amplia escalera de madera por la que subí salvando los escalones de dos<br />

en dos. Al final del primer tramo, me encontré con un inmenso espacio central<br />

convertido en biblioteca con todas las paredes forradas de estanterías, alguna ya<br />

completamente atiborrada de libros. En una esquina había una gran mesa de<br />

lectura con dos puntos de luz. El otro ángulo del mismo espacio lo constituía una<br />

zona de estar con el equipo de música y televisión. Dos grandes puertas laterales,<br />

una frente a otra, comunicaban con nuestros respectivos dormitorios y baños. El<br />

tercer piso era el estudio de mi madre: una única estancia amplia y luminosa de la<br />

que sólo había rescatado una esquina para su laboratorio, un minúsculo cuarto<br />

cerrado y oscuro donde poder revelar.<br />

Desde ese piso pude observar las casas del barrio de Gràcia, algunas muy<br />

graciosas, con patios interiores repletos de macetas entre las que se veía ropa<br />

tendida, lo más opuesto a cuanto rodeaba al estudio de la avenida Ingres en París,<br />

en el corazón del elegante distrito XVI. Pero nada de eso importaba; por el<br />

contrario, todo me pareció familiar y accesible: una mezcla del Marais y<br />

Chateaurenard de forma que, aunque comprendí que Les roses había quedado<br />

atrás para siempre, pensé que ahora sí tenía motivos para creer que empezaba una<br />

vida para los dos sin más interrupciones; ni idas ni venidas. Sino un lugar donde<br />

inventar un mundo a nuestra medida.<br />

93


5.<br />

Lo primero que aprendí de España fue que los horarios de las comidas no<br />

tenían nada que ver con los de Francia, pero mi madre dispuso desde el primer día<br />

las cenas para las ocho y media de la tarde. Una costumbre que mantuvo hasta<br />

nuestros últimos días en Barcelona porque solía decir que, en este sentido, los<br />

hábitos españoles eran una auténtica salvajada.<br />

Otra novedad, que acabaría siendo muy importante en nuestras vidas, fue<br />

Marcia. Marcia era chilena. Una de las muchas que se fueron durante la dictadura<br />

militar huyendo de la acusación de colaboracionista que pesaba sobre Roberto, su<br />

marido: un español de nacimiento al que habían detenido y torturado durante más<br />

de un año. Cuando a precario consiguió la libertad, ambos consiguieron dejar el<br />

país clandestinamente. En Santiago, él había sido maestro de escuela y ella de<br />

pintura. En 1977, ya en Barcelona, no les dejaron ser nadie. Un pariente le<br />

consiguió trabajo a Roberto como contable en un almacén de vinos y Marcia<br />

trabajó unos meses dando clases en una modesta escuela de artes plásticas para<br />

niños, hasta que, un día, mirando anuncios en busca de trabajos que<br />

complementaran su exiguo sueldo, descubrió que las mujeres de servicio cobraban<br />

- por cada hora de trabajo - el doble de lo que ella percibía. , se dijo y continuaba diciendo.<br />

94


Mamá encontró a Marcia por el encargado del parking que estaba justo delante de<br />

casa, un argentino con el que Marcia y su marido compartían piso. De los tiempos<br />

en Chateaurenard, mi madre había aprendido a preguntar por el barrio cualquier<br />

cosa que precisara. Algo impensable en París, donde nuestro vecindario se trataba<br />

con la cortesía imprescindible. Y en ocasiones ni eso.<br />

Marcia nos sirvió la cena en una preciosa mesa en la que chispeaban flores<br />

y velas. A la abuela se la veía un poco atolondrada, pero estaba muy guapa con su<br />

suave cabello blanco recogido con dos peinetas de carey, los labios sonrosados y<br />

un echarpe azul sobre los hombros. Acostumbrada a ocuparse de todo, hizo el<br />

gesto de levantarse varias veces en busca de vino, pan o las medicinas del abuelo.<br />

Pero mi madre la retenía y, como por arte de magia, en dos segundos, aparecía<br />

Marcia para procurar cuanto fuera preciso. Pronto comprendí que no había más<br />

magia que un timbre bajo la mesa que la avisaba.<br />

En el momento de acostarnos, nos descubrimos inquietos y expectantes<br />

pero, al despertar, recuperados de las primeras emociones, resurgimos dispuestos<br />

a emprender aquella nueva vida.<br />

95


6.<br />

Después de un copioso desayuno, me quedaba en casa leyendo o hurgando<br />

por los rincones. A las doce en punto, aparecían los abuelos, arreglados como los<br />

domingos en el Marais, dispuestos a dar un paseo. Entretanto, mi madre hizo un<br />

intensivo con Marcia para enseñarle cómo deseaba que funcionara la casa,<br />

deteniéndose y haciendo hincapié en los detalles, en las mesas bien puestas o en<br />

las flores de cada estancia . En esos<br />

primeros días de Barcelona, descubrí en ella mil facetas que desconocía y,<br />

además, me encantaba tenerla siempre en casa. Pero cuando le pregunté si al<br />

instalarnos en Barcelona dejaría su trabajo, me respondió que era una posibilidad<br />

que ni siquiera se había planteado y que antes de preguntárselo era yo quien debía<br />

reflexionar sobre si realmente deseaba que así fuera.<br />

- ¿Puedo tomarme unas horas para contestarte?<br />

- Debes tomártelas. Y si son días, mejor.<br />

Cada tarde salíamos con los abuelos. A ambos les gustaba bajar por La<br />

Rambla donde comentaban, una y otra vez, los edificios y comercios<br />

desaparecidos. La sastrería de la calle Portaferrisa - en la que había trabajado el<br />

bisabuelo Borés -, fue uno de los primeros destinos. Al llegar, la abuela me señaló<br />

la ventana de la primera planta donde había estado la mesa de corte de su padre<br />

desde la que se veía el ir y venir de los transeúntes.


muy bien, Mateo: con trajes bien cortados, guantes de gamuza y tocadas con<br />

sombreros. Yo venía mucho a buscar a mi padre sólo para verlas.> Luego nos<br />

tomábamos un chocolate con melindros y ensaimadas en la calle Petrixol y a las<br />

seis regresábamos a casa con flores blancas del kiosco de Carolina.<br />

Un día precioso fue aquel en que comimos sentados en las mesas sobre la<br />

arena del Merendero de Ca la Mari. Recuerdo que la mañana era espléndida pero,<br />

con la brisa, la fuerza del sol parecía atenuada; unas horas después, el abuelo y yo<br />

- que no quisimos resguardecernos - parecíamos dos tomates, pero el lugar me<br />

encantó. <br />

- Pues a mí me gusta, ¿qué ventaja sino habernos ido de París?<br />

- No nos hemos ido huyendo de París por ser París, Matt: nadie duda de<br />

que es una gran ciudad. Pero el temperamento español y el clima hace<br />

que la vida sea más agradable aquí; menos dura, creo. Y eso no<br />

cambiará aunque no quede ni un solo chiringo de playa.<br />

Alguna noche nos quedábamos jugando al dominó con los abuelos; otras,<br />

tras una breve sobremesa, mamá y yo subíamos al piso superior a leer y a<br />

escuchar música. Curiosamente, desaparecido el piano de mis obligaciones, sentía<br />

97


un enorme placer en redescubrir a Bach, a Schumann, a Beethoven, a Brahms,<br />

Rachmaminov, a Satie… hasta el punto de que, para mi sorpresa, una de las<br />

principales conversaciones con mi madre solía ser qué solista o director prefería<br />

para uno u otro concierto.<br />

Tres días antes de nuestro regreso, una noche llamó Mich a quien mi<br />

madre había prometido visitar de camino a París. Mamá estaba viendo un vídeo de<br />

danza y yo miraba las musarañas con una cinta de Georges Michel enchufada a<br />

todo taco en las orejas; así que, en un principio, no me di cuenta de que era con mi<br />

adorada Mich con quien hablaba. Cuando la cinta llegó al final oí a mi madre<br />

tranquilizarla asegurándole que intentaría llegar lo antes posible para acompañarla<br />

al hospital.<br />

- No te preocupes Mich, todo irá bien. Claro que te han hecho un<br />

montón de pruebas. Tendrás tu primer hijo a los treinta y cinco años.<br />

Eso es todo. ¿Cómo está Alain?, la última vez que hablamos todavía no<br />

se había recuperado de su afección pulmonar. ¿Mejor? Excelente.<br />

Tengo a Matt a mi lado pegando botes para hablar contigo, te lo paso.<br />

Sí, llegaremos el sábado a comer. Cuídate. Un beso.<br />

Mich me dijo que si era un chico se llamaría Claude, como su padre; y<br />

caso de ser chica, Alexandra, como mamá, y que yo sería el padrino. Mientras<br />

hablábamos me vi a mí mismo abrazando a Mich cuando me recogía en la<br />

98


escuela; y a ambos dibujando, sentados en la mesa de la galería de mamá. Sentí<br />

una nostalgia infinita por Mich y por mí: por lo que habíamos sido. Una congoja<br />

absurda o, peor, egoísta. Tal vez presentí en el silencio de mamá – nuevamente<br />

sumida en las imágenes de baile – que con aquel embarazo nada empezaba, sino<br />

concluía.<br />

99


7.<br />

La víspera de nuestro viaje, acabada la cena, mi madre me indicó que la<br />

esperara arriba pues debía hablar con mis abuelos de cosas que no harían sino<br />

aburrirme. Mientras Marcia recogía los últimos cacharros, merodee una rato por la<br />

cocina intentando escuchar de qué iba la conversación del salón pero pronto<br />

comprendí que, mientras no tuvieran la certeza de que yo había subido, hablarían<br />

de cosas intrascendentes. Así pues, volví a despedirme de todos y subí las<br />

escaleras trepando ruidosamente. Entonces, desde dentro, abrí y cerré la puerta<br />

que daba al piso superior y permanecí sentado en el último escalón: quieto,<br />

conteniendo la respiración y a oscuras. Al poco oí a Marcia cerrar la puerta de la<br />

calle. Por el ruido supe que los tres se habían sentado alrededor de una pequeña<br />

mesa en la que solían hacer tertulia. ¡Genial!, me dije a mi mismo. Era la zona del<br />

salón que más cerca quedaba de la escalera y, por tanto, de mi escondite.<br />

- Alexandra, hija mía – empezó la abuela inmediatamente -, es lo último<br />

que podíamos esperar. Xavier nunca me dijo nada, nunca; ni siquiera<br />

en sus últimos días. Ha sido tan sorprendente encontrar aquel hombre<br />

tan parecido a todos nosotros, y sobre todo a mi hermano Didac.<br />

Bueno, el caso es que su madre es ya muy mayor, como nosotros,<br />

claro. Debió ser una mujer muy guapa, eso todavía es evidente pese a<br />

que está muy cascada. Tú misma, con pocos medios y un Parkinson<br />

100


que dura ya diez años, a la pobre le tiembla todo. Menos la cabeza, que<br />

la tiene bien clara. Cuando le dimos las cenizas de mi hermano, creí<br />

que acabarían por el suelo en pocos segundos, pero no, no: las cogió<br />

con fuerza, las abrazó, les dio un beso y le pidió a su hijo que las<br />

colocara en su cómoda. , le indicó. Nos<br />

había preparado unos buñuelos muy buenos que tomamos con moscatel<br />

y durante unos minutos ninguno dijo nada. Luego ella, que se llama<br />

Rosa – ahora entiendo lo de la rosa en la caja de mi hermano -, se me<br />

quedó mirando y me preguntó si no la reconocía. Le dije que no, que<br />

me disculpara y que no me lo tuviera en cuenta porque si tampoco me<br />

reconocía en la vieja que cada mañana estaba al otro lado del espejo<br />

del baño, ¿cómo iba a reconocer a alguien a quien probablemente no<br />

veía desde que salimos de Barcelona?<br />

<br />

La reconocí entonces por sus ojos – continuó la abuela –, verdes e<br />

inmensos; aún ahora, son esos ojos los que todavía la hacen tan guapa.<br />

El caso es que cuando todo eso sucedió, un año antes de la guerra, las<br />

101


dos debíamos tener dieciocho años, supongo, porque fue cuando<br />

empecé a trabajar. Pero a ella se la veía más niña, tal vez porque sus<br />

padres la vestían como a una cría. Y la pobre, sólo de verlo pasar, se<br />

había enamorado de Xavier, aunque él ni se la miraba. Porque ese<br />

hermano mío, de soltero, había sido muy pendón: le gustaban las<br />

mujeres más vividas, lo que nuestra madre llamaba cabareteras. Y ya<br />

ves, un día de mayo de 1937 cuando se cruzaron por la calle - como<br />

mil veces durante aquellos años -, Xavier se fijó. Empezaba el buen<br />

tiempo y debió darse cuenta de que la vecina del horno además de ojos<br />

tenía tetas. Salieron a escondidas unas semanas hasta que, a final de<br />

julio, Rosa le dijo que se iba con su familia a Olost de Lluçanés, un<br />

pueblo del Montseny de donde era la madre. El día antes, Xavier la<br />

convenció - ya entiendes a lo que me refiero, ¿verdad Alexandra? -; le<br />

dijo que, por una vez, no pasaría nada; asegurándole, además, que si<br />

pasaba, se casarían enseguida y que sino también, pero con más tiempo<br />

para preparar una gran boda. Quince días más tarde mataron a Didac y<br />

mis padres decidieron nuestra marcha inmediatamente. Recuerdo<br />

vagamente que Xavier se quería quedar unos días más porque<br />

precisaba despedirse de alguien, aunque nunca nos dijo de quién. Pero<br />

nuestros padres le suplicaron que les acompañara, que aquello no podía<br />

102


durar mucho y que entonces todos volverían. Como Xavier nunca me<br />

explicó nada, he de suponer que no nos quiso dejar solos. En cuanto a<br />

Rosa, tampoco regresó hasta pasados dos años. Pero aquel agosto, su<br />

padre se reunió con su mujer y con su hija en Olost y, en septiembre,<br />

bajó solo a Barcelona: el pueblo parecía más seguro en aquella época<br />

de revueltas. En Navidad subió de nuevo mientras la situación, aquí,<br />

empeoraba día a día. Al final, los tres acabaron quedándose en el<br />

pueblo hasta que acabó la guerra,. Cuando el embarazo de Rosa fue<br />

evidente, sus padres por poco no la matan pero ella no quiso decir de<br />

quién era y la pobre les aseguró que su novio la quería, y que no<br />

tardaría en regresar para hacerse cargo de lo que viniera. Pasado un<br />

año, la casaron con un viudo de Vic que le llevaba treinta años; el<br />

vejete le dio apellidos al crío con tal de tener una mujer joven y guapa<br />

en la cama. Al acabar la guerra, Rosa se vino a Barcelona a buscar a<br />

los Borés, pero los vecinos le dijeron que estaban en Francia y que,<br />

siendo como eran todos tan rojos, que no creían que pudieran volver.<br />

Entonces, como no quería seguir con su marido, le pidió a su padre que<br />

le permitiera vivir en Barcelona. Su madre estaba ya muy enferma y él,<br />

precisando una mujer que lo ayudara, accedió. En resumidas cuentas,<br />

para todo el mundo, aquel niño era del vejete y en la guerra hubo bodas<br />

103


tan raras que nadie se extrañaba de nada. Un tiempo después, murió la<br />

madre y el padre se volvió a casar. La nueva mujer no paró hasta que<br />

su marido sacó a Rosa y al crío de su casa, aunque tampoco la dejaron<br />

en la calle: su padre le cedió un piso, un sueldo que debía ser una<br />

porquería y prometió pagarle los estudios al niño. De hecho fue lo<br />

único que le dio, porque la panadería la heredaron unos gemelos que<br />

tuvo en aquel segundo matrimonio. El chico se hizo aparejador y ahora<br />

se gana bien la vida, lo suficiente para mantener a su familia y ayudar a<br />

su madre cuando lo precisa; aunque cuando Xavier la encontró arregló<br />

sus cosas para que no le faltara nada.<br />

Después de este largo y sorprendente relato, se hizo un silencio expectante.<br />

Oí a la abuela levantarse y luego a mi madre dirigiéndose a la cocina. Yo seguía<br />

mudo al final de la escalera preguntándome si en todas las familias había tantas<br />

historias rocambolescas. Porque, entre unos y otros, en la mía proliferaban como<br />

setas.<br />

- Pero, ¿cómo y cuándo fue que la encontró Xavier? – oí que le<br />

preguntaba mi madre.<br />

- La verdad es que toda la historia fue muy triste. Al parecer, cuando<br />

acabó la guerra, a través de amigos que habían regresado, Xavier<br />

intentó dar con Rosa hasta saber que, durante la guerra, se había casado<br />

104


en Vic. En definitiva, la verdad. O lo que parecía serlo. Mi hermano<br />

dio entonces el asunto por zanjado. Hasta que un día, hará diez años,<br />

en un viaje en el que nos acompañó, entró en una pastelería instalada<br />

donde antes había estado el horno. Le atendió un hombre, que resultó<br />

ser uno de los gemelos del padre de Rosa. Casi sin esperar nada, le<br />

preguntó por los antiguos propietarios y por Rosa. El chico fue amable<br />

y le dio el teléfono y la dirección. No la llamó, pero se acercó a su casa<br />

sin más intención que ver dónde vivía; o cómo era. Vete tú a saber. Ya<br />

ves, nunca hubiera dicho que mi hermano era un romántico; pero debió<br />

serlo, sin duda. La cuestión es que, después de merodear un rato, entró<br />

a tomar un café en un bar situado frente a la casa de Rosa; y, desde allí,<br />

vio salir de la portería que observaba a una mujer del brazo de un<br />

hombre. Inmediatamente, no la identificó; lo que le llamó la atención<br />

fue el hombre: su enorme parecido con nuestro hermano Didac, y<br />

también con él mismo. Entonces salió a su encuentro y, nada más<br />

mirarse, pese a lo viejos que estaban, Rosa y él se reconocieron y,<br />

desde aquel día, nunca dejaron de verse. Imagínate, con un hijo de<br />

cuarenta y tres años ya no podían perder más tiempo. ¿Recuerdas que<br />

los últimos años Xavier empezó a venir a Barcelona con frecuencia?<br />

Pues ahora ya sabemos para qué. Y yo creo que para mi pobre hermano<br />

105


debió ser un alivio descubrir este hijo y pasear con Rosa como dos<br />

novios. Pobre Xavier, tan callado y siempre aguantando a la tonta de<br />

Paulette. En el tiempo que les quedó, también consiguieron arreglar los<br />

papeles de adopción para que el chico llevara nuestro apellido, así que<br />

se puede decir que Xavier ha dejado, sentimentalmente, dos viudas y,<br />

legalmente, tres hijos.<br />

- Paulette no sabe nada, claro – musitó mi madre.<br />

- Ni se enteró. Ya sabes lo chiflada que siempre ha estado y como<br />

tampoco quiso venir nunca a Barcelona… Recordarás, por cierto, que<br />

ella también se casó embarazada – musitó como para ella misma -.<br />

Aunque mi hermano, todo hay que decirlo, desde entonces fue un<br />

hombre formal y también un buen padre. Claro que aquella boda, para<br />

nuestras exiguas posibilidades, le supuso lo que se llama un<br />

braguetazo.<br />

Después del relato de la abuela Camila, los tres deliberaron unos minutos<br />

decidiendo que en la próxima visita de mi padre se lo explicarían. Y que si Xavier<br />

los había convertido en portadores de su último mensaje, debían entenderlo,<br />

asimismo, como el deseo de que incluyeran a Rosa y a su hijo en la familia.<br />

- En la carta que nos dejó – recordó la abuela - nos pedía que<br />

entregáramos sus cenizas lo antes posible y que lo hiciéramos<br />

106


dedicándole a las personas receptoras atención y respeto para siempre.<br />

El primer verano después de su muerte fue aquel que operaron a Pere<br />

del menisco, así que las cenizas siguieron en el Marais. El siguiente,<br />

llegó el ofrecimiento de Elías para que buscáramos sin más dilación un<br />

piso en Barcelona y el viaje en el que encontraste esta casa. Decidí<br />

entonces que Xavier regresaría cuando nosotros lo hiciéramos<br />

definitivamente, creyendo que lo que quedaba de mi hermano estaría<br />

más seguro. Espero que no esté muy enfadado por lo que hemos<br />

tardado: al fin está donde hubiera querido estar siempre. Una guerra es<br />

esto, hija, te separa de lo que más quieres; y no sólo de las personas,<br />

sino de todo: de tu vida, de tu trabajo, de tus amigos... De tu casa, en<br />

suma, porque tu casa es tu alma a la que deja exangüe porque usurpa el<br />

pasado obligándote a vivir como si jamás nada hubiera existido. Y,<br />

¿sabes?: lo haces. Lo haces porque si vives recordando, el dolor se<br />

hace insufrible, como le sucedió a mis padres.<br />

‘Matt, en la memoria, las huellas del dolor nunca desaparecen’<br />

107


Dítono<br />

1.<br />

Delante de casa de Mich, sin bajar del coche, mamá se quedó observando<br />

la calma de ventanas y postigos sin vida, cerrados a cal y canto. Mi madre cruzó la<br />

pequeña verja de madera dirigiéndose a la puerta principal primero y luego a la<br />

parte trasera de la casa de donde regresó con un papel que había encontrado bajo<br />

la maceta donde antaño Mich y ella solían dejarse mensajes. < Nos vamos a<br />

Nîmes, Matt. Algo no funciona.> Recorrimos el trayecto sin hablar, en un silencio<br />

inquieto; al llegar al hospital Carémeau, mi madre había decidido que la esperara<br />

en el coche.<br />

- Nunca te han gustado los hospitales, Matt, así que sacaré del maletero tu<br />

mochila y esperas aquí leyendo mientras intento saber qué sucede.<br />

- Pero se trata de Mich, mamá, me gustaría verla - le contesté saliendo<br />

decidido.<br />

- No es Mich, es Alain. Pero, de acuerdo Matt, acompáñame; aunque<br />

será mejor que cojas tu bolsa porque no sé el rato que estaremos, ni si<br />

la podrás ver. Anda, sé bueno, me temo que las cosas no están bien.<br />

108


Mi madre desapareció entonces en los pasillos de ese laberinto abarrotado<br />

que suele conducir al dolor y la muerte.<br />

Después de una hora que se me hizo eterna, en la puerta de la cafetería<br />

apareció Mich extendiendo sus brazos hacia mí en los que me abalancé con<br />

fuerza. Mich lloraba y yo me quedé quieto dejando que sus lágrimas<br />

humedecieran mi frente. Tomó un café y quedó con mamá en que se llamarían por<br />

la mañana. Inmediatamente después salimos hacia París. Creo que es la vez que he<br />

visto conducir a mi madre más rápida y brutalmente: pensé que acabaríamos<br />

pegándonosla. Por suerte acabé por dormirme hasta que mamá me despertó en el<br />

garaje de la avenida Ingres. Al día siguiente, reanudaba mis clases empezando mi<br />

último trimestre escolar en París, tiempo en el que mi madre preparó nuestra<br />

mudanza a Barcelona.<br />

Alain tenía sida. Desde mucho tiempo atrás, sabía que estaba afectado sin<br />

habérselo dicho nunca a Mich. Es cierto que fue al hospital para iniciar un<br />

tratamiento de desintoxicación, y que lo siguió pero, en los análisis previos, ya le<br />

advirtieron que era seropositivo. Un resfriado, que acabó siendo una neumonía,<br />

obligó su ingreso en el hospital donde detectaron que la enfermedad se había<br />

manifestado. Ahí lo supo Mich, embarazada de cinco semanas y seropositiva a su<br />

vez. Existía la posibilidad de que el feto no se contagiara – le dijeron - pero<br />

109


existían múltiples riesgos antes de llegar al parto. Pese a todo, Mich había<br />

decidido continuar con su embarazo.<br />

- Mami, ¿Mich se puede morir? - le pregunté después de haber<br />

permanecido varios días mudo, incapaz de hablar al respecto.<br />

- Se pueden morir todos, Matt: Mich, el hijo que espera y Alain; éste<br />

último tal vez muy pronto. Pero es su decisión y debemos ayudarla, así<br />

que no vuelvas a meterte en el baño cada vez que hablo con ella para<br />

que no te la pase. Nos necesita, ¿comprendes?<br />

- Tengo miedo a perderla mamá. Y a que ella note mi miedo.<br />

- Pues te aguantas y aprendes a mostrarte fuerte. Tu fuerza, la que le<br />

demos todos, será la suya.<br />

- Pero tú no querías a Alain.<br />

- Estamos hablando de Mich y a ella le esperan unos meses muy duros,<br />

llenos de incertezas. Sin contar con la enfermedad de Alain.<br />

Alain, salvo breves estancias en casa junto a Mich, quien siempre lo cuidó<br />

con aquella pasión maternal que la había atado a su destino, estuvo en el hospital<br />

prácticamente los seis meses siguientes. Unas semanas antes de morir, se casaron.<br />

Fue al final del siguiente octubre, cuando ya vivíamos en Barcelona. Y mamá y yo<br />

acudimos a la ceremonia. Al salir del ayuntamiento, Alain se desvaneció en la<br />

acera.<br />

110


- No te preocupes Matt, sólo está un poco débil – me dijo Mich<br />

sosteniendo a su marido vencido en su regazo.<br />

Mi madre los llevó a casa de Mich, pero la misma tarde lo volvieron a<br />

ingresar y ya no salió más. Aquella noche, mamá, Mich y yo celebramos un<br />

particular banquete de boda en la Hostellerie Les Frênes, donde mamá y yo nos<br />

alojábamos. Mich estaba muy guapa, y hasta más delgada que años atrás pese a su<br />

embarazo de ocho meses. Me encantó verlas reír y hacer bromas como antes, pese<br />

a que muchas eran a mi costa y a que estaban un poco tontas por la botella de<br />

champán que se habían pimplado. En los postres apareció un pastel de boda<br />

encargado por mi madre y Mich no pudo contener el llanto pero, entonces,<br />

sucedió algo prodigioso: el resto de los comensales del restorán, advirtiendo que<br />

aquella era una celebración inusual, se pusieron a aplaudir. Suerte que el local era<br />

pequeño y el pastel bastante grande porque Mich quiso repartir un trozo en cada<br />

mesa; aunque los novios me los regaló a mí. Desde aquel día están encima de mi<br />

ordenador, así los veo constantemente: cada día más viejos y más débiles por los<br />

trompazos que se van pegando al caerse. Mamá solía decirme que si los quería<br />

conservar debía colocarlos en un lugar menos inestable; pero a mí me parece que<br />

ahí están bien: me recuerdan lo efímero y frágil de la condición humana y, pese a<br />

ello, o por ello – justamente - sé que siempre recordaré esa velada con una gran<br />

ternura.<br />

111


Al advertir que se acercaba el fin, Mich llamó a los padres de Alain. El<br />

padre no acudió a despedirse de su hijo, ni tampoco al entierro. Su madre, en<br />

cambio, permaneció junto a él hasta el último instante. Pero al regresar del<br />

hospital, su marido se había ido de casa con unas pocas pertenencias. <br />

112


Al entierro de Alain, apenas acudimos un puñado de conocidos. Cuando le<br />

pregunté a mi madre dónde estaban todos los amigos de Mich, me contestó que la<br />

vida va poniendo pruebas de forma que al final quedan pocos, muy pocos. Aquella noche volvimos a<br />

cenar en la Hostellerie de Frênes, como el día de la boda de Mich. Pero a solas,<br />

algo que desde entonces haríamos con cierta frecuencia y que a mí me encantaba<br />

porque me hacía sentir importante, y también más próximo a la vida de mi madre<br />

– a veces tan imprevisible -. Por otra parte, solíamos ir a restoranes de iconografía<br />

sofisticada, lo que propiciaba otro tipo de conversación, y también de conducta.<br />

Así, poco a poco, fui descubriendo que detrás de aquella mujer que había sido<br />

esposa de un músico, profesora de danza y alguna cosa más que contribuyera en<br />

la economía familiar, se escondía una desconocida.<br />

El padre de Alain regresó a su casa un mes más tarde; radiante cuando<br />

supo que Mich había tenido un niño que no estaba afectado, sino inmune y fuerte.<br />

Mamá le prometió a Mich que iríamos a visitarla los primeros días de mis<br />

vacaciones escolares, justo antes de Navidad. Mich inscribió a su hijo como<br />

Claude Alain, pero todos le llamaron Alain desde el principio.<br />

- Espero que este Alain los haga a todos más felices que su padre –<br />

comentó un día mi madre.<br />

- ¿Estás enfadada con Mich porque ha llamado a su hijo Alain?<br />

113


- ¡Qué tontería Matt! ¡Qué importa cómo llame al niño! Lo que he dicho<br />

no ha sido más que una reflexión en voz alta. Lo que sí pienso es que<br />

lo sucedido con Alain era previsible y, pese a ello, Mich se empeñó en<br />

quererlo y en cuidarlo como a un hijo. Ahora tiene realmente un hijo y<br />

unos suegros; en suma, una familia, algo que nunca había tenido. Con<br />

lo que hizo bien en no hacerme caso porque tal vez este era el camino<br />

para que Mich la tuviera.<br />

- Estás diciendo cosas muy raras, mami.<br />

- Seguramente. Pensaba en voz alta intentando encontrar una respuesta a<br />

todo esto. Y creo que ya la tengo, de hecho es muy simple: nada ni<br />

nadie es igual; lo que es lógico y conveniente para unos, es desacertado<br />

para otros. Yo pretendí ayudar a Mich sin darme cuenta de sus<br />

carencias afectivas y de su enorme inseguridad al respecto. Al fin, ella<br />

sola las ha resuelto y quién sabe si mejor que yo.<br />

- Pero ¿qué dices, mamá?, Mich está enferma.<br />

- Bueno, ¿y dónde está escrito que la vida deba tener una duración<br />

concreta? ¿O acaso los ancianos son más felices? A eso me refiero,<br />

Matt: no sé cuántos años le quedan a Mich; quién sabe, tal vez muchos.<br />

Pero algo me dice que lo que le quede, sea el tiempo que sea, será una<br />

etapa de afecto que velará por ella.<br />

114


2.<br />

Durante nuestro último trimestre en París, volví a sentirme muy solo, como<br />

cuando nos instalamos al dejar Chateaurenard, con el agravante de que los abuelos<br />

no estaban. Mi madre, además, había dado vía libre a sus diablos que pululaban<br />

enloquecidos a nuestro alrededor. Trabajaba todo el día, en general fotografiando<br />

en exteriores de los que volvía como si hubiera corrido un maratón. Cenábamos<br />

casi sin hablar y luego, después de un baño, se quedaba hasta bien pasada la<br />

medianoche preparando nuestra mudanza con una meticulosidad desquiciante:<br />

anotó cuanto precisábamos llevar, clasificó en carpetas todas las facturas y la<br />

documentación de París y hasta etiquetó todos los botes y cajas de la casa con el<br />

detalle de su contenido. Si le preguntaba para qué se mataba en hacer todo aquello<br />

en lugar de quedarse un rato conmigo, me contestaba con un gruñido arguyendo<br />

que ya me tenía a su lado y que la dejara tranquila. El día antes de empezar mis<br />

exámenes, le propuse que fuéramos al cine.<br />

- No puedo - rechinó -, ¿o acaso crees que las cosas funcionan solas<br />

¿EH? Tú tienes como única obligación tus estudios y yo las tengo<br />

todas, incluidas las tuyas. ¿O es que no entiendes nada? Es importante<br />

que nuestra vida en Barcelona funcione, que tenga sentido. ¿PUEDES<br />

ENTENDERLO?<br />

115


- Pero mamá, ¿y qué tiene que ver todo esto con el montón de días que<br />

llevas ordenando cosas que nunca han estado desordenadas y que lo<br />

anotes todo como si fueras una vieja maniática?<br />

¡Dios!, ¿por qué dije eso? Primero empezó a bramar que efectivamente no<br />

es que lo pareciera, sino que ya lo era. Y, de pronto, empezó a llorar quedo, con una pena honda que me<br />

paralizó impidiéndome abrazarla y protegerla. Así que, impotente, la contemplé<br />

sollozar sentada en el suelo con la cara hundida entre las manos.<br />

- Mami, por favor, perdóname. ¡Cómo vas a ser vieja si eres la mujer<br />

más guapa del mundo! Lo que sucede es que estás tan rara. ¡Díme qué<br />

te pasa, por favor! Si es por las bambas que te he pedido y no tienes<br />

dinero, no me las compres; las mías todavía tiran.<br />

Mi madre levantó un segundo la cabeza sonriendo entre aquel montón de<br />

lágrimas. Luego, incorporándose, me tendió su mano que yo besé en el dorso y en<br />

la palma, una y otra vez.<br />

- Iremos el sábado a comprarlas, ¿de acuerdo, Matt? Y no te preocupes<br />

por el dinero. No, no nos falta; el que no me guste hablar de ello es una<br />

cuestión de respeto hacia uno mismo. Pero también yo - como tú con<br />

tus bambas - sucumbo a varios deseos que se me hacen irresistibles y<br />

que, en ocasiones, me ayudan a superar un mal día; lo que no dice<br />

116


mucho en mi favor. Y perdóname, sé que estoy insoportable y la única<br />

razón es que tengo miedo: miedo a equivocarme de nuevo, miedo a no<br />

darte una vida sosegada, a trabajar en otro país, a fracasar… y también<br />

a no querer nunca más a ningún hombre, y no porque precise una<br />

presencia masculina como defensa ante una sociedad que todavía es<br />

muy machista, sino por mí, porque debe ser muy dulce compartir el día<br />

a día, aunque sólo sea unas horas; tener una compañía en la que<br />

reposar, así como vivir con alguien que pueda reposar en ti.<br />

- Pero, ¿y yo, mamá? – le pregunté dolido.<br />

- Ese es otro amor, Matt. Para empezar, es incuestionable. Pero los<br />

hijos no podéis suplir otro amor más terrenal, pero no menos profundo.<br />

Es un amor con el que todo ser humano aspira a recorrer el camino<br />

mientras que vosotros os vais alejando para construir vuestra propia<br />

vida; una vida que los padres miramos con tanta ilusión como angustia,<br />

sabiendo que si algo no nos pertenece sois justamente vosotros,<br />

nuestros hijos. Bueno, no me hagas mucho caso: ese rollo que te he<br />

endosado es filosofía barata, pero también son mis sentimientos, ya se<br />

me pasará. Voy a caminar un poco, ¿me acompañas?<br />

117


Terminaba una primavera lluviosa. Las aceras olían a hojas húmedas sobre<br />

las que caminamos en silencio hasta llegar al parque de Ranelagh. Al llegar a casa<br />

me quedé un rato en el cuarto de mi madre.<br />

- Hoy me mimarás tú – me dijo esa madre que a veces se volvía niña –:<br />

quédate aquí mientras me aseo, esperas a que me acueste, me tapas y<br />

me das un beso para que sueñe cosas preciosas.<br />

Llovía de nuevo. El ruido se mezclaba con un concierto para piano de<br />

Rachmaninov que a mi madre le gustaba tanto, que en ocasiones la encontraba<br />

acurrucada escuchándolo. , le pregunté asustado la<br />

primera vez que la encontré en ese estado.<br />

- Me duele, Matt.<br />

- ¿Qué te duele, mami? ¿Estás enferma?<br />

Entonces cogió mi mano y la puso sobre su corazón, que se esforzaba por latir.<br />

- No, no estoy enferma. Me duele aquí: es la música. Y, para resistir ese<br />

dolor, intento soñar. ¿Comprendes?<br />

Nos abrazamos muy fuerte antes de que se acostara y pensé que la<br />

explosión de aquella noche le había hecho bien; que, en cuanto despertara,<br />

volvería a reírse de su sombra y de la mía. A ser la de siempre. Entonces apagué el<br />

equipo de música y me acerqué a darle el beso prometido. Pero aún lloraba.<br />

118


3.<br />

La tercera semana de junio llegaba Yael. Esta vez era yo quien, con mi<br />

padre, la iría a recoger al aeropuerto. Un cambio de situación por la que me sentía<br />

exultante. Pero nada más verla, la impresión me dejó turulato: me pareció muy<br />

cambiada, muy mayor, quiero decir; por lo que, en dos segundos, mi autoestima<br />

empezó a reptar por el suelo. Mientras se acercaba a nosotros le miré los pechos.<br />

Aquellos pequeños bultos que me enseñaba en el closet de Dinah habían crecido<br />

mucho y, además, era más alta que yo. Sentí no ser mi padre para poder abrazarla<br />

con aquel desenfado en lugar de mirar hacia otro lado y sentirme una pulga. Los<br />

más negros pensamientos poblaron un buen rato mi alma. Me ví pequeño e<br />

infecto: un ser despreciable con quien Yael ya no querría saber nada más. Pero,<br />

mientras circulábamos por los cinturones, Yael bajó el espejo embellecedor y su<br />

mirada y la mía se cruzaron como el verano anterior cuando, al llegar a Heathrow,<br />

hicimos el trayecto hasta su casa. A través del espejo, Yael sonrió guiñándome un<br />

ojo con aquella cara de trasto que tanto me divertía. Comprendí entonces que Yael<br />

seguía siendo la misma y que nada había cambiado entre nosotros. Es decir, yo<br />

volvería a ser su esclavo. Y encantado con tal de no perderla.<br />

La primera noche de Yael en París cenamos los cinco. Por los cinco<br />

quiero decir: mi padre, Blanche, mamá, Yael y yo mismo. La idea no me<br />

entusiasmaba pensando que en casa de Elías jamás se hubiera dado una situación<br />

119


parecida pero, ¿acaso podía objetar aquel entendimiento al que habían llegado mis<br />

padres? Cuando mi madre se reunió con nosotros en el Café de la Jatte, enseguida<br />

comprendí que también Yael sucumbiría a su hechizo. Aquella noche, sentados en<br />

mi cuarto, se mostró fascinada por todo: por la cena, por la excelente relación de<br />

mis padres y por la belleza de ambos.<br />

- ¿Sabes, Matt?, siempre he pensado que tu padre era de cine: el hombre<br />

más guapo del mundo, pero tu madre me encanta porque es distinta. No sabes<br />

cuanto me gustaría ser así. En casa siempre había oído decir que era muy guapa,<br />

pero yo me la imaginaba como las amigas de mi madre y, la verdad, ni la mejor ha<br />

sido jamás una referencia para mí. ¿No la adoras?<br />

- Sí, claro que sí, pero te aseguro que ser su hijo no es nada fácil. Tu<br />

madre también es una mujer muy guapa y sin embargo, aunque tú te<br />

pases la vida pelándote con ella, a mí me parece menos complicada.<br />

No sé cómo explicártelo porque aunque me guste que mis padres sean<br />

diferentes, que lo sean para todo hace que, en ocasiones, desee tener<br />

unos padres absolutamente normales.<br />

- Pues eres un idiota, Matt. Gente normal, como la misma palabra dice,<br />

es lo normal. Lo raro y fascinante es ser diferente. Y tu madre lo es en<br />

el mejor de los sentidos.<br />

120


- Está bien Yael, no te lo voy a discutir. Ya te darás cuenta de lo que te<br />

quiero decir – respondí fastidiado.<br />

Yael no se dio cuenta entonces porque mi madre, tal y como me había<br />

prometido, nos dedicó prácticamente toda la semana y el único día que tuvo una<br />

sesión de fotos invitó a Yael a que la acompañara al estudio donde podría<br />

fotografiar con su cámara para analizar luego juntas el resultado. Yael se derretía<br />

y yo, irritado ante su mutua complacencia, pasé aquellos días celoso de ambas,<br />

harto de que Yael fuera sucumbiendo mientras yo pensaba que sólo había una<br />

cosa peor que una mujer: una mujer fascinada por otra. Pero lo pasamos bien, es<br />

cierto. Y París nos regaló, además, unos días llenos de luz y sin lluvia. Una<br />

semana más tarde, Yael y yo salíamos hacia Londres donde me quedaría<br />

nuevamente el mes de julio mientras mamá ultimaba nuestro traslado a Barcelona.<br />

Los abuelos proseguían su vida allí encantados, pese a que el abuelo<br />

añoraba a sus amigos del Marais y las partidas de dominó. Aunque, finalmente, en<br />

una de sus visitas, mi madre encontró un bar cercano donde ambos podrían jugar<br />

y, tal vez, encontrar nuevos amigos. El abuelo protestó: en su opinión, el dominó<br />

siempre había sido una reunión de hombres.<br />

- De hombres del medievo – le increpó la abuela –, ¿o acaso crees que<br />

no te puedo ganar?<br />

121


La abuela resultó un contrincante imbatible. La muy puñetera, además de<br />

tener una suerte bruja, se había pasado todos aquellos años observando las jugadas<br />

de su marido mientras tomaba su pastis. Jugaron solos apenas una semana al cabo<br />

de la cual se fueron uniendo a su mesa algunos vecinos del barrio con los que<br />

acabaron confraternizando. Los abuelos, además, fueron inmediatamente muy<br />

respetados gracias al status que les proporcionaba su casa, de la que se murmuraba<br />

por el barrio lo bonita que era; y también porque disponían de una Marcia para<br />

atenderlos. Poco importaba que el abuelo, muy aficionado a explicar batallitas, les<br />

contara su exilio, la muerte de su cuñado republicano y las penurias de muchos<br />

años en París. Lo que contaba era el ascensor privado.<br />

Mi segundo verano en Hammersmith voló de nuevo entre paseos en<br />

bicicleta; pic-nics en la barca; incursiones por Londres con Dinah; cenas con la<br />

familia del doctor Scott Brown y visitas a Violet, ahora sola desde la huida de su<br />

amante con el chofer de Bob Miller. Pero las charlas en mi cuarto con Yael<br />

después de cenar, mientras Elías mantenía su costumbre de pasear con Max,<br />

seguía siendo el momento del día que más me gustaba, pese a que a Yael ya no le<br />

gustaba bromear con el sexo y a que mi madre se convirtió en el tema más<br />

recurrente de nuestras conversaciones. Por mucho que yo intentara evitarlo, Yael<br />

volvía a él una y otra vez.<br />

- ¿Tiene novio? – me preguntó un día.<br />

122


- No lo sé – le contesté irritado y harto de su obsesión -. Mamá sale con<br />

frecuencia y creo que tiene muchos amigos pero, a excepción de<br />

Hugo, apenas los conozco.<br />

- ¡Pues debes estar contento!, con lo celoso que eres, seguro que<br />

preferirías tenerlo todo controlado.<br />

- Es posible pero, si lo intento, no me aclaro. Una vez le monté una<br />

escena tremenda por un tío que vino a buscarla y al que se abrazó en<br />

mis narices, pasando de que se me podían revolver las tripas y ¿sabes<br />

una cosa?, pues que metí la pata a lo bestia porque el tipo era el marido<br />

de una amiga y ambos acababan de perder a su primer hijo en el parto<br />

por lo que el abrazo de mi madre era de consuelo y no otra cosa como<br />

creí, pero ¿crees que fue ella la que me lo explicó? ¿Crees que fue tu<br />

idolatrada Alexandra la que me consoló asegurándome que no se<br />

largaría con él? No, no, dejó que le montara un número de circo y su<br />

único comentario fue que debía respetar su libertad y que además y,<br />

sobre todo, era preciso preguntar antes de juzgar nada pero de no ser<br />

por Mich, ni me entero de la historia. Además, como no sólo nunca<br />

explica nada sino que tampoco demuestra nada, es imposible<br />

entenderla. A veces, en plena pelotera conmigo, coge el teléfono y<br />

contesta como si estuviera en el mejor de los mundos. Un día de esos<br />

123


ien chungos, habló con los abuelos de forma que nadie hubiera<br />

podido adivinar que me estaba metiendo una bronca tremenda. Cuando<br />

días después le pregunté cómo podía hacerlo me contestó que la<br />

confianza no nos da derecho a abusar agobiando a nadie con nuestros<br />

problemas y que tuviera en cuenta que a los abuelos era inútil<br />

preocuparlos; que a los amigos no se les puede abrumar y que a los<br />

conocidos jamás hay que mostrarles ninguna debilidad. Si con todos<br />

estos antecedentes supiera si mamá tiene un novio, querría decir que<br />

estás ante un brujo.<br />

- Oye, ¿y a ti te hace falta que te lo cuenten TODO? ¿No sabes mirar, o<br />

es que eres lelo como todos los tíos? Deberías adivinarlo fijándote en<br />

cómo se arregla o indagar en sus viajes.<br />

- ¡Y yo qué sé cómo se arregla! Casi siempre va con tejanos. Tú misma<br />

la has visto una semana entera ¿y qué, has notado algo?<br />

- Pues sí. Una noche se puso especialmente guapa y pegó un brinco<br />

cuando sonó el teléfono.<br />

- No me di cuenta. ¿Quién era?<br />

- Alguien que vino a buscarla en un coche negro que conducía un chofer.<br />

Tu madre, literalmente, voló a su encuentro. Y llegó de madrugada;<br />

miré la hora: para tu información, eran más de las tres.<br />

124


- Lo que sucede es que las mujeres sois pajoleramente curiosas.<br />

- Como vosotros, sólo que nosotras, además, lo olemos todo, en cambio<br />

vosotros sois unos zoquetes.<br />

Mi madre solía llamar un par de veces a la semana poniéndome al<br />

corriente de todas las novedades. Aquel julio había pasado varios días en<br />

Barcelona estableciendo los primeros contactos para trabajar en ese futuro<br />

inmediato que ya era septiembre. También me llamó desde Praga, desde Milán y<br />

un día de la tercera semana de julio, desde Hamburgo, desde donde me anunció<br />

que cogía un avión para estar dos días en Londres.<br />

- ¿Vienes a trabajar, mami?<br />

- No, Matt, estoy con unos amigos y puesto que ellos han decidido pasar<br />

el fin de semana en Londres, he pensado que no estaría mal darte un<br />

beso. ¿Te parece?<br />

No, no me parecía. Yael y mi madre nuevamente juntas era una<br />

combinación que en París había agotado mi capacidad de celos por una larga<br />

temporada, pero ¿cómo impedírselo? Quedamos que la mañana del viernes, antes<br />

de coger el avión, me llamaría para encontrarnos en Londres. Cuando anuncié su<br />

llegada, Yael, en pleno éxtasis, le propuso a Dinah que mamá durmiera en casa.<br />

Afortunadamente zanjé de inmediato esta posibilidad puesto que mi madre no me<br />

125


había dejado ni la menor duda acerca de su intención de quedarse en un hotel con<br />

sus amigos.<br />

- Le podrías proponer a tu madre que pasara el sábado con nosotros. Si<br />

no ha estado en Hammersmith, este es un mes precioso para conocerlo<br />

– me dijo Dinah con su habitual amabilidad.<br />

Mi madre llegó poco antes del mediodía. Yo estaba con Max y Elías<br />

ayudándoles a preparar la barca para salir. El sol, en su cenit, refulgía. Estábamos<br />

colocando el toldo cuando Dinah, Yael y mi madre aparecieron en el embarcadero<br />

con las cestas de comida. Una suave brisa movía la falda del ligero vestido de mi<br />

madre de forma que se iba adhiriendo a su cuerpo. La expresión embelesada de<br />

Max, quien por aquella época adoraba lo que él llamaba mujeres maduras, me<br />

repateó el estómago. Pero mucho más elocuente y doloroso fue observar el saludo<br />

entre mi madre y Elías. Hubo un instante en el que ambos retuvieron sus manos<br />

prolongando innecesariamente el gesto. ¿Lo advirtió Dinah? Todavía hoy no lo sé,<br />

pero desde ese momento flotó entre nosotros una tensión a la que sólo con el<br />

tiempo he podido denominar: era la sensualidad que desprendían los cuerpos de<br />

mi madre y Elías.<br />

El día transcurrió sin que apenas hablara con mi madre quien se dedicó a<br />

desplegar aquellas implacables alas con las que apresaba a sus nuevas víctimas. Al<br />

regresar a casa, hasta Max, en lugar de salir disparado para reunirse con sus<br />

126


amigos, anunció que se quedaría a tomar el té con nosotros. Y yo observaba.<br />

Miraba a Dinah siempre solícita, a Yael pegada a mi madre y a Elías afectuoso<br />

con su mujer pero siguiendo con la mirada a mamá. Cuando mi madre anunció<br />

que debía estar en la ciudad a las siete, Dinah la invitó a quedarse a la tertulia de<br />

los sábados con los Scott- Brown y otros amigos. Respiré muy hondo al oír que<br />

mi madre se excusaba.<br />

- Es una lástima, Alexandra, ya ve que este es un rincón precioso y ésta<br />

sería una excelente ocasión para que lo conozca bien puesto que<br />

nosotros regresaremos a Nueva York antes de Navidad, ¿por qué no<br />

llama a sus amigos? – todavía insistió Dinah -. Elías y yo estaremos<br />

encantados de recibirles; nuestras cenas de los sábados están abiertas a<br />

los amigos de nuestros amigos, sería un placer que se sumaran.<br />

¿Verdad Elías?<br />

De nuevo, para mi alivio, mamá volvió a declinar la invitación. Se sentó<br />

un rato con Yael para comentar las fotos que ésta había hecho en el estudio los<br />

días que estuvo en París; luego, Yael y yo, paseamos con ella bordeando el río; la<br />

llevamos a nuestro banco de Saint Peter Square donde nos fotografió; fuimos unos<br />

minutos a saludar a Violet y, por último, tomamos una limonada con Dinah y<br />

Elías mientras llegaba un taxi a recogerla. En el último instante, me susurró al<br />

127


oído que no olvidara cuanto me quería. El taxi arrancó y ella, sin girarse, sacó la<br />

mano por la ventanilla en el último adiós de aquel encuentro.<br />

Unos días después, mi madre le envió a Dinah las fotos de aquel sábado en<br />

Hammersmith con una nota agradeciéndole el precioso día con su familia. Una<br />

vez enmarcadas, Dinah colocó las mejores en el salón. Estaba muy contenta, hacía<br />

tiempo que no tenía fotos tan bonitas de toda la familia.<br />

<br />

Le contesté a Dinah que mi madre estaría encantada. Mientras agradecía al<br />

diablo que nadie hubiera fotografiado a Elías con mamá.<br />

128


4.<br />

Cuando el 30 de julio regresé a París, abracé a mi madre con todas mis<br />

fuerzas, como si temiera perderla, y arrepentido de mi alejamiento durante los días<br />

en Inglaterra. La encontré contenta y, diría, algo excitada. Podía ignorarlo todo<br />

sobre ella pero, sólo por cómo leía el periódico mientras desayunaba, sabía con<br />

certeza si tenía un buen día o si amenazaba tormenta.<br />

Los dos últimos días en París los pasé acompañándola a todas partes<br />

mientras, frenéticamente, iba llenando el todo terreno de utensilios y ropa de casa<br />

que compró aprovechando las rebajas. Hacía un calor mortal y ambos, sudorosos<br />

y derrengados, al llegar el final del día parecíamos unos facinerosos.<br />

- Mamá, ¿y no crees que todo eso lo habrías podido comprar en<br />

Barcelona?<br />

- Seguro Matt. Pero lo que aquí puedo hacer en unas horas, en Barcelona<br />

me llevaría días. Ni sé dónde buscarlas, sin contar con que en la<br />

búsqueda me perdería mil veces por la ciudad.<br />

Cierto, mi madre se podía perder en un campo de lechugas. Su sentido de<br />

la orientación siempre había sido nulo. Aún no me explico cómo regresaba<br />

siempre al punto de partida; aunque, con suma frecuencia, me consta, que después<br />

de dar mil vueltas alrededor del mismo sitio. Y es que creo que siempre iba<br />

pensando en otras cosas, colgada de sus musarañas.<br />

129


La víspera de nuestra marcha, llevamos el coche pequeño a la estación<br />

para que a nuestra llegada ya estuviera en Barcelona. Era un Fiat 500, ya muy<br />

tronado, que mamá había comprado años atrás, todavía en Chateaurenard.<br />

De vuelta a casa en metro, en nuestro vagón no habría más de diez<br />

personas; todas absortas, con la mirada vacía. Como la nuestra, probablemente. A<br />

cuatro estaciones de Ranelagh, nuestro destino, entró un hombre que según mamá<br />

estaría en la cuarentena. Su ropa era sencilla, pero iba con traje, corbata y un<br />

maletín que dejó en el suelo sujeto entre las piernas, quedándose de pié. De pronto<br />

cerró los ojos, levantó los brazos y, para mi estupor, se convirtió en el director de<br />

una orquesta imaginaria. A veces paraba, hacía una severa advertencia a un<br />

intérprete invisible y luego proseguía con gran solemnidad. Cuando llegamos a<br />

nuestra parada, parecía estar en pleno éxtasis.<br />

- Mamá, este hombre está muy loco, ¿verdad? – le dije mientras<br />

caminábamos hacia casa.<br />

- Bueno, muy bien no debe estar, Matt. Pero vete a saber cual es su<br />

punto de locura: a lo mejor es capaz de comportarse con normalidad en<br />

su casa o, incluso, mientras trabaja. Quién sabe lo que pasa por su<br />

cabeza; o cuales son sus frustraciones. Madame Louise no sólo es una<br />

mujer muy cordial sino que atiende bien la portería, y, sin embargo,<br />

cada noche, habla con su marido un buen rato mientras le sirve coñac y<br />

130


le enciende la pipa. Si tenemos en cuenta que él se largó hace diez<br />

años…<br />

- Es verdad y, oye, ¿nunca ha protestado nadie? ¿Qué dicen los otros<br />

vecinos?<br />

- Pues sólo recuerdo una vez que, entre las cuestiones que se debatieron,<br />

estuvo si madame Louise debía o no debía quedarse, dada esta<br />

peculiaridad. Y yo voté que sí, pese a que soy quien mejor oye sus<br />

parlamentos al compartir un tabique.<br />

- ¿Y con quién se fue su marido?<br />

- Con la cocinera del matrimonio que ocupa la segunda planta; dicen que<br />

era una mestiza muy guapa. El marido de madame Louise se pirró<br />

tanto por ella que la siguió hasta Cascais, en la costa de Portugal: allí<br />

montaron un restaurante, se casaron y creo que han tenido dos hijos.<br />

- Y su mujer, quiero decir madame Louise, ¿por qué sigue hablando a<br />

las paredes?<br />

- ¿Y el señor del metro, por qué crees que dirige una orquesta? A lo<br />

mejor esa batuta imaginaria le permite sobrevivir a otros traumas,<br />

como madame Louise con esa conversación a la nada. En suma, no<br />

hacen daño a nadie. Peor es sembrar el mal esparciendo rencor. Jamás<br />

he oído a madame Louise hablar sobre lo sucedido. Ni que dijera, por<br />

131


ejemplo, ‘aquella negra hijaputa de mierda que se tiró a mi marido<br />

etcétera, etcétera’. Bueno, no sé si comprendes lo que te quiero decir,<br />

pero te prometo que, incluso en personas educadas en un entorno social<br />

muy superior, es sorprendente lo que les hace decir su amor propio,<br />

que no es lo mismo que el amor. Si fuera amor, callarían o intentarían<br />

dialogar cuestionándose qué ha fallado y, sobre todo, sabrían que el<br />

contencioso, en todo caso, es con su pareja y con nadie más.<br />

Teniendo en cuenta la educación recibida, siempre me resultó chocante, y<br />

divertida, la brutalidad con la que mamá, tan refinada siempre, podía en ocasiones<br />

despachar una cuestión.<br />

En cuanto a su explicación, tardé unos años en entenderla; pero estoy de<br />

acuerdo con mi madre. Madame Louise continúa en la portería de la avenida<br />

Ingres; tendrá ahora unos cincuenta años y siempre me ha parecido una persona<br />

amable a la que rara vez se ve cariacontecida. Será porque cada noche habla con<br />

su marido como una cotorra.<br />

5.<br />

A las 8 de la mañana del dos de agosto de 1991, mamá y yo salimos hacia<br />

Barcelona. Nuestra casa quedó cubierta de sábanas blancas y la nada se fue<br />

132


filtrando por todos los rincones como una bruma baja y espesa. Clock. La puerta<br />

cerró una etapa y emprendimos viaje.<br />

A las diez de la noche llegábamos a la calle Vilaplana donde, impacientes,<br />

los abuelos quisieron esperarnos despiertos y, con ellos, Marcia quien nos había<br />

preparado una riquísima cena compuesta por sopa de tomate y un rostbeaf que<br />

mamá y yo devoramos. La casa me volvió a parecer muy agradable y aquella<br />

noche dormí profundamente: se habían acabado las idas y venidas de nuestra casa<br />

en la avenida Ingres al Marais y, con ello, el miedo a perder a mi madre; así como<br />

las tardes esperándola con la ausencia nunca superada de Mich.<br />

Los tres días siguientes fueron frenéticos. En Barcelona hacía calor por lo<br />

que mamá decidió que los abuelos y yo pasáramos todo el mes de agosto fuera de<br />

Barcelona: hasta el dieciocho en Ordino, un pequeño pueblo de Andorra, y luego,<br />

hasta fin de mes, en Cadaqués. La noticia no me entusiasmó: otra vez sin mamá<br />

quien no se reuniría con nosotros hasta la última semana de agosto, sin olvidar<br />

que lo que me apetecía era husmear el nuevo territorio. Pero no sólo mamá se<br />

mostró tajante arguyendo que estaríamos mejor fuera de la ciudad, y que además<br />

Marcia precisaba vacaciones, sino que yo mismo no tardé en constatar que el<br />

barrio se iba quedando desierto y que los manguerazos de Marcia en el jardín para<br />

refrescarme no calmaban mi energía.<br />

- Y tú, mami, ¿qué harás?<br />

133


- Organizar todo esto y después iré a Edimburgo unos días.<br />

- Eso es nuevo, ¿por qué no fuiste desde Londres?<br />

- ¿Me estás interrogando, Matt? ¿Acaso no sabes cuánto detesto que me<br />

vigilen?<br />

- Sólo quiero saber si volverás.<br />

- No seas pelma Matt. Mamá tiene treinta y un años y necesita respirar<br />

un poco. Nada más. A partir de ahora viviré siempre con tus abuelos<br />

que son muy mayores. ¿Puedo divertirme un poco?<br />

- El otro día me dijiste que eras vieja…<br />

- Esto es un golpe bajo, Matt. Prefiero no contestar.<br />

Tres días después, un taxi nos recogía a los abuelos y a mí. A la hora de<br />

comer llegábamos al hotel Coma de Ordino. Reconozco que aunque hice todo el<br />

trayecto hecho una piltrafa, la vista de aquel pequeño pueblo, la piscina y el jardín<br />

en el que jugaban un montón de niños de mi edad, me hicieron olvidar el enfado<br />

con mi madre quien se había mostrado los últimos días nerviosa y distante. !Que<br />

la bombeen!, pensé.<br />

Los días de Ordino se convirtieron en el primer veraneo de mi vida. Es<br />

cierto que en Chateaurenard solíamos ir a la playa, y también estaban mis dos<br />

años en julio con los Nathan, pero aquella sensación de ocio canicular en familia<br />

resultó muy placentero. Hasta Yael, Mich y mi madre dejaron de ser<br />

134


imprescindibles de forma que casi las olvidé entretenido con mis nuevos amigos,<br />

huéspedes como yo en el hotel y en su mayoría franceses. Sí, fue un verano<br />

especial que nunca más pude repetir pese a que, al despedirme de todos al salir<br />

hacia Cadaqués, mis últimas palabras fueron: hasta el próximo verano.<br />

Ahora, siempre digo adiós.<br />

135


Efugios<br />

1.<br />

Mientras agosto discurría, mi madre nos iba llamando desde Barcelona,<br />

desde París y, por último, desde Londres; ese día lo recuerdo especialmente<br />

porque fue el día de nuestra llegada a Cadaqués, cuya primera visión me<br />

impresionó tanto que el brillo del Támesis o mis recuerdos de niñez en la playa<br />

junto a Mich, se oscurecieron.<br />

teléfono.<br />

- ¡Mateo!, ¿quieres venir?, es tu madre – me reclamó la abuela al<br />

- Hola mami. Sí, Cadaqués me gusta mucho. ¿Dónde estás? Ah, en<br />

Londres. ¿Llamarás a los Nathan? ¿No? Bueno, pues espero que no te<br />

los encuentres. ¿Cómo que por qué? Ya veo que sigues en plan pasota.<br />

No, no estoy tonto. Sí, estoy muy bien. De acuerdo, hasta el domingo.<br />

Muaaa – le dije sintiéndome un capullo. ¡Dioses! cómo la odiaba<br />

algunas veces.<br />

La vida en Cadaqués, de todas formas, estaba siendo un maravilloso<br />

descubrimiento. La abuela decía que la gente iba vestida con harapos pero yo me<br />

quedaba colgado viendo mujeres guapísimas, con la piel bronceada y los cabellos<br />

sueltos y sin artificio. Sigo pensando que esa forma de vestir, en la que la<br />

naturalidad resulta tan sofisticada, es de una gran belleza. En Cadaqués, además,<br />

136


los abuelos me permitían salir solo porque el pueblo resultó como un gran parque<br />

con varias playas y escondites pero con el límite que suponía la entrada: a partir<br />

de ahí, una carretera llena de curvas hacía las veces de una barrera, en aquel<br />

momento, del todo infranqueable para mí.<br />

Estábamos instalados en el hotel Sol y Mar, que era exactamente lo que su<br />

nombre indica: un hotel de playa, sin lujos ni grandes comodidades pero cuya<br />

ubicación lo convertía en un lugar privilegiado por su espléndida vista sobre el<br />

pueblo. Yo dormía en un pequeño cuarto que daba al jardín, en la zona posterior;<br />

delante, los abuelos ocupaban una habitación espaciosa con una terraza sobre la<br />

bahía. Ahí pasé mis primeras mañanas en Cadaqués leyendo o escribiendo en mi<br />

diario. Los abuelos, quienes cada día estaban más dicharacheros y sociales, pronto<br />

encontraron a una pareja de su edad con la que charlar y jugar al dominó. Aunque,<br />

curiosamente, parecían condenados a no salir de Francia ya que no sólo este<br />

matrimonio sino medio Cadaqués, eran veraneantes franceses. Exactamente igual<br />

que en Ordino.<br />

Los primeros días anduve algo perdido hasta que una tarde de fuerte<br />

tramontana, sentado en la pequeña playa delante del hotel, vi a un chico peleando<br />

por entrar con su barca contra el viento. Nadé hasta él y, aunque siempre he sido<br />

muy patoso para estos menesteres, me encontré ayudándolo. Se llamaba Batiste y<br />

nos entendimos de inmediato, desde la primera frase, desde la primera indicación<br />

137


para que el vendaval no lo siguiera zarandeando. Pese a mi total desconocimiento<br />

de aquellos elementos hechos para el mar, nos entendimos como si no hubiéramos<br />

hecho otra cosa en la vida más que estar juntos. Fue algo muy especial y lo sigue<br />

siendo todavía ahora. Creo que ni podría contar cuántas veces he recurrido a la<br />

compañía de Batiste cuando la vida se me ha hecho incomprensible.<br />

Pero, volvamos a ese verano. Encontrar a Batiste me supuso conocer<br />

Cadaqués desde el mar, una vida distinta en la que el día transcurría en la barca de<br />

su padre con la que recorríamos las escarpadas y rutilantes calas del Cap de Creus.<br />

Batiste era hijo de madre desconocida, como Mich. Y hacía una vida, en cierta<br />

forma, parecida a la que yo mismo había hecho los dos últimos años: durante el<br />

invierno vivía con sus abuelos paternos en Bordeaux y el verano lo pasaba en<br />

Cadaqués con su padre, un pintor que vivía allí todo el año. Tenían una casa junto<br />

a la iglesia que me encantaba: tres pisos de treinta metros cuadrados cada uno y<br />

una azotea desde la que se veían los gastados tejados de las viejas casas del pueblo<br />

y al fondo el mar, unos días gris, otros casi blanco, otros azul - intenso o claro -<br />

según la hora y el viento.<br />

Los abuelos fruncieron el ceño cuando supieron que Batiste era hijo de un<br />

pintor cuyo aspecto les pareció estrambótico, aunque sin dilación tuvieron que<br />

admitir que mi padre – e hijo de ellos – no parecía menos bohemio. Ahora me doy<br />

138


cuenta de cuán rápidamente se habían acomodado a la vida y a los prejuicios<br />

burgueses.<br />

- Pero tu padre es distinto – aún insistió la abuela una mañana de debate<br />

al respecto.<br />

- ¿En qué, abuela; o acaso no te hartas de decir que va vestido como el<br />

conde Drácula?<br />

- Bueno, es un decir. Además, no es lo mismo ir de negro que de hippy y<br />

menos aún un hombre que se acerca a los cincuenta años.<br />

- Papá va así por Blanche. Si viviera en Cadaqués también iría como el<br />

padre de Batiste, tuviera los años que tuviera.<br />

Al fin dejaron de estar inquietos al comprobar que después de un día de<br />

mar con ellos, regresaba en plena forma y pletórico, soñando que pronto emularía<br />

a Stevenson. En pocos días mi piel se oscureció, y mi cabello, rojizo como el de<br />

mi madre, se veteó con grandes mechas blancas. A la abuela dejó de preocuparle<br />

que fuera todo el día en traje de baño y que me vistiera sólo para cenar. Y a veces<br />

ni eso: los días que cenaba en casa de Batiste pasaba directamente al pijama.<br />

Cuando llegó mi madre, sentí que había crecido de forma que, tal vez - me<br />

dije -, dejaría de estar sometido a mi desmesurado amor por ella. Pero no sólo<br />

pronto comprendí que seguía bajo su influjo, sino que tanto Batiste como Henry,<br />

su padre, también caerían bajo su hechizo. Pero reconozco que los últimos días en<br />

139


Cadaqués fueron fantásticos. Mi madre se apuntó a las excursiones en el mar y su<br />

aportación gastronómica hizo que nuestros pic-nics fueran un verdadero lujo.<br />

Además, era muy gracioso verla pasear por las rocas con un paraguas que usaba a<br />

modo de sombrilla temiendo que su piel, muy clara y pecosa, se dañara. Henry le<br />

enseñó a coger mejillones, que cocíamos donde recalábamos; a pescar con el<br />

curricán y a hacer pan con tomate que devorábamos con embutidos. Mamá hizo<br />

muchas fotos de esas primeras vacaciones en Cadaqués y Henry, dibujos; unos, de<br />

ella sola y otros conmigo, en aquellos plácidos momentos de siesta cuando me<br />

adormilaba con la cabeza en su regazo pensando en la nada. Mis recuerdos de esos<br />

días son muy gratos: con mi madre risueña y desplegando tal ternura que cuando<br />

me di cuenta había olvidado lo que me parecían agravios, abandonos y cuanto<br />

vivía como traición.<br />

Llegado el momento de nuestro regreso, se organizó una cena de<br />

despedida en el restorán del faro del Cap de Creus. , objeté. Henry hizo falta para algo más que para que a los abuelos no se los<br />

llevara el viento ya que la primera operación fue meterlos en el todo terreno de mi<br />

madre al que subieron en volandas - sostenidos por Henry y Batiste - mientras<br />

140


ellos renegaban porque les parecía innecesario hacer ningún kilómetro , protestaba la<br />

abuela Camila.<br />

- Hagamos una cosa, papis - les dijo mi madre -: vamos hasta allí y si no<br />

os gusta, cancelamos la mesa y bajamos al pueblo a cenar.<br />

- Pues mira hija, ni hace falta que hagamos la prueba. Dile a este amigo<br />

vuestro que nos saque ahora mismo de este trasto porque tu abuelo y<br />

yo nos vamos, chino-chano, a cenar a Can Rafa y todos contentos.<br />

- A eso siempre estamos a tiempo y ya os lo he prometido; anda, cuanto<br />

menos no me neguéis el paseo, os irá bien – insistió mamá.<br />

Los abuelos iniciaron el trayecto primero mudos por el enfado y luego<br />

deslumbrados por aquel paisaje infinito de roca gris que, fundido con el sol,<br />

resplandecía rosa en su descenso tras el mar hacia el averno.<br />

En una mesa junto a la ventana vimos desaparecer el día y avanzar la<br />

noche. Yo creo que aunque la abuela decía que a su edad no había más milagro<br />

que la salud, esa noche tuvo que admitir que la vida seguía dispuesta a depararle<br />

otros; incluida aquella tertulia alrededor de un riquísimo pescado al horno con<br />

cebolla y patatas además de los postres compuestos por pasteles de chocolate, de<br />

manzana, de plátano y de nueces que entre todos compartimos. Sí, aquella reunión<br />

que los abuelos habían vaticinado disparatada y que estaba resultando grata, la<br />

141


fueron aceptando como un regalo más al tiempo que constataban cuán felices nos<br />

habíamos sentido mi madre y yo en aquel pueblo.<br />

- Pere, ¿te acuerdas de cuando mirábamos, una y otra vez, aquel atlas tan<br />

tronado que compramos junto al Sena para señalar los lugares adonde<br />

iríamos cuando fuéramos ricos?<br />

- Tu abuela, Mateo, se pasaba el día fent volar coloms. Claro que era la<br />

única forma de hacer el viaje de novios que nunca hicimos; pero, por<br />

llegar, llegamos hasta la Tierra de Fuego sin salir del Marais, lo que da<br />

cuenta de su imaginación. Y, ¿sabes? a mí me parecía que no podía<br />

haberme casado con nadie mejor porque gracias a ella resistí no pocos<br />

momentos de desánimo. Aunque lo que es hoy, Camila, de no ser por<br />

nuestra nuera, nos quedamos sin ver ésto que es como haber llegado al<br />

fin del mundo.<br />

- Eso, Pere, es robarme lo que yo iba a decir; aunque yo lo hubiera dicho<br />

mejor porque esta visión, que te obliga a estar en paz con el mundo y<br />

que te mueve a creer en ese más allá - que no entendemos -, bien<br />

merecía algo de poesía.<br />

- A la abuela aún se le nota que fue maestra, ¿verdad? Y poetisa. Los<br />

meses de noviazgo me dormía leyendo sus versos de amor a la luz de<br />

una vela para que su padre no chillara por el gasto.<br />

142


- Oye Pere, que a los chicos no les interesan nuestras cosas: será mejor<br />

que no bebas más.<br />

Y yo los escuchaba incapaz de imaginar su deseo. Eran tan viejos…<br />

A primera hora de la mañana, Henry y Batiste vinieron a despedirse al<br />

hotel. Henry le dio a mamá varios de los dibujos que le había hecho aquellos días<br />

y mamá prometió subir lo más pronto posible con las fotos.<br />

Mis abuelos regresaron a Barcelona en un taxi y mamá y yo en el 4 x 4. Al<br />

desaparecer aquel prodigio tras las montañas, temí que el encanto se desvaneciera<br />

y que mamá, de pronto, frunciera el ceño. Pero en la última curva desde la que se<br />

podía divisar Cadaqués, se detuvo unos segundos para mirar aquella bahía que<br />

Dios debió recortar el séptimo día<br />

- Ha estado muy bien, ¿verdad, Matt?<br />

- Han sido los mejores días de este año, mami. ¿Volveremos?<br />

- Siempre. Cadaqués ya es nuestro.<br />

143


2.<br />

Nuestro primer otoño en Barcelona sólo fue fácil para los abuelos quienes<br />

ya se habían acostumbrado a su nueva vida y amigos. Mientras, yo empecé mis<br />

clases en el Liceo Francés y mi madre, sin más trabajo que algún reportaje<br />

esporádico, se pasaba el día en agencias con su book bajo el brazo. Ahora que ya<br />

nada importa, que ya es dolorosamente tarde, admito mi egoísmo puesto que no<br />

era difícil vislumbrar su tristeza. Pero, en aquel momento, preferí pensar que se le<br />

habían girado los cables como tantas otras veces. Y, sin esfuerzo, ignoré sus<br />

silencios.<br />

Si fuera posible regresar a aquel momento, la hubiera abrazo fuerte, fuerte,<br />

protegiéndola de sus miedos.<br />

La única vez que la vi alegre fue aquel fin de semana que fuimos a<br />

Avignon para la boda de Mich. Sin embargo, la vida en casa era agradable. Mamá<br />

seguía controlando el menor detalle para que la convivencia y la propia casa nos<br />

fueran gratas y, para todo ello, encontró en Marcia una gran colaboradora; tanto<br />

que, un día en que yo intentaba consolarla porque tuvo que rehacer toda la mesa<br />

por haber puesto un mantel equivocado, Marcia me contestó que con quien estaba<br />

disgustada era con ella misma por no haber prestado atención a algo que sabía<br />

sobradamente.<br />

- Sí, pero por una vez no pasaba nada – todavía insistí.<br />

144


- No, Mateo, las cosas no se deben dejar pasar.<br />

Tal para cual, concluí.<br />

El uno de diciembre no sólo fue un día mágico sino que el día en que<br />

empezaron a cambiar las cosas. La noche anterior mamá había decidido que los<br />

abuelos y yo iríamos a merendar al centro acompañados de Roberto, el marido de<br />

Marcia. El abuelo protestó porque le quitaban su mejor tarde de tertulia.<br />

- Además hija - rebatió a mi madre -, ¿en qué coche quieres que<br />

vayamos? En el pequeño, la abuela y yo, no nos podemos meter sin<br />

que se nos rompan las piernas y si vamos en ese tanque que llevas, nos<br />

partiremos la crisma.<br />

- No te preocupes, papá, iréis en el coche de Roberto. Es amplio y<br />

confortable. Anda, ve con ellos – insistió dándole un beso en la mejilla.<br />

Como el abuelo era incapaz de negarle nada a mamá, a las cinco en punto<br />

estaban los tres a la puerta del colegio desde donde Roberto nos llevó hasta la<br />

catedral y de ahí, caminando, a la calle Petrixol. A medida que el coche se<br />

acercaba al centro fueron apareciendo radiantes, una a una, las primeras luces de<br />

Navidad. La abuela, sin embargo, dijo que la Navidad le entristecía.<br />

- ¿Por qué, abuela? ¡A mí me encanta!: es el mes de los regalos.<br />

- Cuando seas viejo como nosotros, Mateo, te darás cuenta de que los<br />

regalos no suplen las ausencias.<br />

145


- Pero, ¡si estaremos todos! Hasta papá me ha asegurado que vendría.<br />

- La peor ausencia, hijo, es el tiempo que hemos dejado atrás – continuó<br />

ella filosofando.<br />

- ¿Te arrepientes de haber dejado París, abuela?<br />

- No es eso, Mateo, lo que sucede es que tu abuelo y yo somos ya muy<br />

viejos.<br />

Pero, una vez nos adentramos en la plaza del Pi, donde había una feria de<br />

‘brocantes’, a la abuela se le pasó la morriña yendo de un chamarilero a otro. Ahí<br />

la dejamos con Roberto mientras el abuelo y yo empezábamos nuestra merienda<br />

en la granja Dulcinea; al rato, apareció la abuela radiante con un broche en forma<br />

de flor prendido en la solapa.<br />

- Pero si es quincalla, dona – rió el abuelo.<br />

- ¿Y qué?: por mil quinientas pesetas no me iban a dar diamantes, pero<br />

es precioso, y también he comprado una pulsera bien bonita a nuestra<br />

nuera. Se la pondré en el árbol.<br />

Fue bien curioso: poco rato antes, la abuela era una anciana sin futuro a<br />

quien la Navidad deprimía, y de pronto un brillo falso la convertía en una<br />

quinceañera coqueta. Dicen que los hombres somos unos eternos inmaduros. Es<br />

posible. Pero el menor brillo convierte a las mujeres en princesas.<br />

146


Eran más de las ocho cuando llegábamos a casa y, nada más entrar,<br />

comprendí la insistencia de mamá para que la despejáramos aquella tarde:<br />

resplandecía de adornos, luces y un inmenso abeto. Así llegó a casa la Navidad de<br />

1991 y nunca dejó de ser igual. Aún y cuando los abuelos nos dejaron para<br />

siempre. Pero hubo más novedades aquella noche: empezábamos a cenar, cuando<br />

llamaron a mi madre por teléfono. Era Iñigo Azcárate, el director de una revista de<br />

arte y decoración, promotor y director asimismo de una asociación de interioristas<br />

quien, finalmente, le confiaba su primer gran encargo en Barcelona para uno de<br />

sus mejores clientes, un conocido empresario y mecenas, quien había accedido a<br />

que la revista fotografiara su casa así como algunas piezas de su cuantiosa<br />

colección de arte; Azcárate y el propio empresario querían un objetivo que<br />

realizara un trabajo distinto y delicado. Valorado el book de mi madre, por<br />

recomendación de Blanche, amiga de Azcárate de antaño, ambos acordaron que<br />

podía ser la persona indicada para hacerlo.<br />

- Blanche me ha comentado que Azcárate es un tipo especial:<br />

inteligente, culto y lleno de humor, pero un tanto agresivo si se le lleva<br />

la contraria. Espero no tener que llevársela. Hemos quedado en la<br />

redacción pasado mañana; veremos cómo va – comentó mi madre<br />

quien regresó a la mesa transformada y algo alborotada.<br />

147


En aquel entonces mi madre tenía ya un dossier nada despreciable, pero no<br />

dejaba de ser curioso que fuera finalmente Blanche quien le abriera puertas en<br />

Barcelona. Mi familia me seguía pareciendo muy peculiar.<br />

148


3.<br />

La tarde que mamá había quedado con Azcárate, me recogió dos horas<br />

antes en el colegio para llevarme al dentista; pero, al salir de la consulta, siendo el<br />

tiempo muy justo para dejarme en casa, la acompañé a su cita.<br />

- No creo que la entrevista dure mucho, Matt. Entretanto podrías hacer<br />

tus deberes.<br />

Acepté sin rechistar. Sentía como siempre una enorme curiosidad por<br />

aquellos acontecimientos y personas que irrumpían en nuestra vida, en ocasiones,<br />

alejando a mi madre de casa. Así, cuando desaparecía días enteros, podía imaginar<br />

cómo vivía, con quién estaba, qué hacía y cómo era lejos de todos nosotros.<br />

El despacho de Azcárate estaba en un piso a pocos metros del Born, en la<br />

última planta de un antiguo edificio muy tronado y sin ascensor. Una joven<br />

secretaria nos franqueó la puerta indicándonos que debíamos esperar unos<br />

minutos pues acababa de pasar una llamada al señor Azcárate. A falta de otra<br />

estancia de espera, nos acomodó delante de su mesa sobre la que había cientos de<br />

cartas a las que pacientemente les iba colocando un sello. A través del fino tabique<br />

que nos separaba del despacho de Azcárate, oímos cómo éste libraba una ardua<br />

batalla telefónica.<br />

149


, se le oía bramar.<br />

La secretaria continuaba pegando sellos sin levantar la cabeza. En un<br />

momento particularmente estrepitoso, mamá y yo nos miramos de reojo apurados<br />

por aguantar la risa. La secretaria le dijo algo a mamá. No se oía nada, pero vi a<br />

mamá asentir con cara de despiste. La chica se levantó y mamá y yo nos volvimos<br />

a mirar a hurtadillas. ¡Uf!, qué apuro. Volvió a aparecer la secretaria con una taza<br />

de café para mamá quien la cogió con una sonrisa divertida. Desde luego no se<br />

había enterado de nada puesto que mi madre detestaba el café.<br />

,<br />

continuaba Azacárate.<br />

Un golpe anunció el fin de la conversación. Un minuto después, Iñigo<br />

Azcárate abría la puerta de su despacho tendiendo la mano a mi madre. Era muy<br />

150


alto, extremadamente delgado y sólo le quedaban cuatro pelos muy largos en un<br />

cráneo afilado. Tenía entonces cincuenta y tres años y se parecía mucho a los<br />

dibujos que había visto de Don Quijote.<br />

- Pasa, pasa Alexandra. Ya me perdonarás pero a veces hay que<br />

recordarle al enemigo cual es su posición y, en este caso, es débil, muy<br />

débil. Sólo que siendo como son una pandilla de mediocres lameculos,<br />

todavía ignoran la fuerza del que tiene el verdadero poder. ¿Este<br />

jovencito es el hijo de Daniel? – condescendió poniendo su garfio<br />

peludo sobre mi hombro -. Perfecto, ya habrá ocasión de conocernos:<br />

ahora me dejas un rato a tu madre, no tardaremos; si quieres algo se lo<br />

pides a Teresa, ¿de acuerdo? Podrías bajar a comprarle al chico una<br />

pasta o lo que le apetezca -, le dijo a su secretaria quien asintió<br />

mientras continuaba con los sobres impertérrita.<br />

- Gracias, señor, pero me acaban de poner aparatos en la boca y no creo<br />

que pueda masticar. No se preocupe, haré los deberes.<br />

Mamá entró en la cámara de los horrores pero, aunque permanecí alerta, ni<br />

siquiera oí sus voces y ambos salieron un largo rato después hablando<br />

animadamente. De hecho, a partir de aquel día y durante un tiempo, Azcárate no<br />

sólo se convirtió en el principal valedor de mamá sino que en un amigo<br />

frecuentemente invitado en casa. La primera vez que vino, estuve rondando por la<br />

151


cocina un buen rato. Expectante. Temiendo se enfadara y montara un buen<br />

número. Pero, pese a que su voz sobresalía apabullando con su potencia a la del<br />

resto de los invitados, no cesó de reír ni de mostrarse especialmente atento con mi<br />

madre. Porque uno de los primeros beneficios que aportó la entrada de Azcárate<br />

en la vida de mamá, fue que la introdujo en el ambiente artístico e intelectual de<br />

Barcelona que la acogió primero con la habitual cautela de los catalanes, y poco a<br />

poco sin reservas, consiguiendo que ella dejara de sentirse una extraña.<br />

Pero volvamos a aquella Navidad, ya que las novedades no terminaron ahí.<br />

El veinte de diciembre - según mi diario -, Elías llegaba a Barcelona cumpliendo<br />

con su habitual visita navideña. Mamá y yo nos lo encontramos en casa un<br />

domingo por la tarde después de haber pasado el fin de semana con Mich. Me<br />

gustó mucho ver a Elías, pese a la evidente inquietud que le causaba mi madre lo<br />

que creaba un extraño clima en el ambiente. Pero los abuelos estaban tan<br />

contentos que, en un principio, no creo lo percibieran. Mamá le enseñó la casa,<br />

que aún no había visto terminada, los tres dimos un breve paseo por el barrio y a<br />

las ocho y media nos sentábamos a cenar. Supe entonces que Dinah, Max y Yael<br />

regresaban a Nueva York en enero. Dinah, propietaria de una empresa de<br />

catering, no podía prolongar más su ausencia – nos contó Elías - y, por otra parte,<br />

si bien él se sentía muy bien en Europa, su mujer prefería la vida en Estados<br />

Unidos donde vivían tanto sus padres como su única hermana.<br />

152


Aquellos planes significaban el fin de Hammersmith aunque, dado que<br />

Elías se quedaría en Londres, cuanto menos hasta septiembre, le había propuesto a<br />

Dinah pasar un último verano junto al Támesis. Noté que me sentía mal, que todo<br />

daba vueltas a mi alrededor, tal es el efecto que me produjo la idea de perder en<br />

un futuro casi inmediato aquellas semanas junto a Yael y el río.<br />

La noche siguiente cené con los abuelos y Elías en el Botafumeiro, sin mi<br />

madre, quien pretextó un compromiso ineludible. Recuerdo que me sentó fatal<br />

porque, una vez más, no podía entender cómo se las arreglaba para desaparecer<br />

siempre que yo contaba con su presencia. Enfurecí tanto que me pasé la noche<br />

mirando hacia la puerta, girándome cada vez que me parecía oler el perfume de<br />

su piel. Al parecer no recordé que era costumbre de mi madre evaporarse mientras<br />

yo, desquiciado, me consumía siguiendo su rastro.<br />

Cuando llegó el último día de Elías en Barcelona, lo encontré esperándome<br />

en la puerta del colegio.<br />

<br />

Estuve por hacerle una declaración de amor, por decirle cuantas veces lo<br />

había observado pasear con Max deseando ocupar el sitio de su hijo. Pero aquella<br />

debilidad manifiesta, aquel profundo sentimiento de orfandad paterna no era lo<br />

que mi madre me hubiera consentido mostrar, así que asentí sin manifestarle mi<br />

153


emoción por ver realizado mi deseo. Aunque sólo fuera una vez. Comimos en la<br />

Fundación Miró, donde había una exposición de Calder y luego bajamos andando<br />

hasta la calle Lleida mientras yo, a instancias y preguntas de Elías, puse en<br />

marcha mi máquina parlante y le fui contando nuestra vida en Barcelona.<br />

- Veo que todo va bien, Mateo. Por un momento temí que tu madre y tú<br />

no os adaptárais a esta ciudad. Tu madre ha sido muy valiente haciendo<br />

este cambio que, en un principio, sólo beneficiaba a tus abuelos. Pese<br />

al deseo de ambos de regresar, no hubiera sido lo mismo de no estar<br />

vosotros.<br />

- Ya, sí – asentí dubitativo -. Pero siendo la tercera vez que cambiamos<br />

de ciudad, yo no veo tan claro que a mamá no se le puedan girar<br />

nuevamente los cables y yo vuelta a cambiar de colegio, de amigos y<br />

quién sabe si de idioma.<br />

- Comprendo tu inquietud, Mateo, pero creo que este nuevo cambio<br />

contiene, cuanto menos, una intención más firme de permanecer unos<br />

años aquí, de lo contrario tu madre no se hubiera instalado como lo ha<br />

hecho. Si observas, verás que vuestra casa no tiene ni un solo<br />

elemento provisional. Al margen de cómo la encontró, que fue puro<br />

azar, todo ha sido muy pensado. Pero, ¿y tú, has hecho nuevos amigos?<br />

154


- Mi único amigo es Batiste, pero sólo lo puedo ver en Cadaqués<br />

porque, como es hijo de madre desconocida, como Mich, y su padre<br />

quiere que estudie en Francia, en invierno vive con sus abuelos en<br />

Bordeaux.<br />

- Veamos Mateo, ¿me quieres explicar eso de que tu amigo es hijo de<br />

madre desconocida de lo que hablas como si fuera lo más natural del<br />

mundo? Y ¿quién es este o esta Mich que está en la misma situación?<br />

A Elías le intrigó mucho la historia de Mich, lo que me dio pié a<br />

extenderme en todos los detalles que sabía: un recuento que puso de manifiesto<br />

cuanto me dolía su ausencia. Como me dolía la carencia de aquella vida en la que<br />

no recordaba haber contado nunca el tiempo. Ni casi nada.<br />

Creo que fue entonces cuando le dije a Elías que nunca debimos dejar<br />

Chateaurenard.<br />

- ¿Lo dices porque crees que de haberos quedado allí tu padre aún<br />

viviría con vosotros?<br />

- No, no es eso. A mí, en general y aunque te extrañe, ya me está bien<br />

vivir solo con mi madre. Pero hubiera preferido continuar en<br />

Chateaurenard.<br />

- Aunque ahora no lo entiendas, Mateo, créeme que no tardarás en darte<br />

cuenta de que el mundo se te hubiera quedado minúsculo en poco<br />

155


tiempo. Cuando tengas la preparación necesaria, será el momento de<br />

decidir dónde quieres vivir y tal vez entonces - por qué no -, desees la<br />

tranquilidad que tenías en Provenza. Pero para el futuro inmediato,<br />

verás cómo acabarás admitiendo que los lugares pequeños son<br />

claustrofóbicos. Las cosas suceden en los grandes núcleos: lo que fue<br />

la ágora griega o el foro romano, y es ahí donde probablemente deberás<br />

pelear largo tiempo. Ya llegará el momento de observar desde lejos.<br />

- Por favor, Elías – le rogué -, no le digas a mi padre ni a mis abuelos<br />

que prefiero vivir solo con mamá. Se disgustarían. Además, también es<br />

cierto que con frecuencia siento una gran envidia hacia todos los que<br />

tienen una familia más normal que la mía: la vuestra; la de los Scott-<br />

Brown o la de cualquiera de vuestros amigos. Aunque todos bebierais<br />

un poco y yo me pusiera del lado de Yael para fastidiaros, en el fondo,<br />

suspiraba por tener una vida así.<br />

- He de suponer, Mateo - respondió Elías, de pronto inquieto -, que no<br />

ignoras que Yael es tan crítica con nosotros como tú puedas serlo con<br />

tu familia. Y lo cierto es que ambos tenéis razón porque muchas veces<br />

nada es lo que parece.<br />

Al llegar a casa, hicimos un largo rato de tertulia en el saloncito de la<br />

abuela puesto que mamá y Marcia, ocupadas en los preparativos de la cena, no<br />

156


nos querían a ninguno rondando por la casa. Elías le anticipó a la abuela que<br />

hablaría con mamá para que me permitiera pasar el mes de julio nuevamente con<br />

su familia; fuera en Hammersmith o en la casa familiar de Dinah en Long Island.<br />

Empezaba a aburrirme la conversación cuando la abuela bajó la voz para<br />

explicarle a Elías la comida prevista para después de Navidad con aquella señora<br />

amiga de su hermano Xavier, <br />

Elías la miró con expresión confundida: parecía haber olvidado aquella<br />

historia rocambolesca de la que había sabido por teléfono en los días inmediatos al<br />

gran suceso; tiempo que coincidió con una semana que la abuela se la pasó sin<br />

dientes y sólo la entendíamos los de casa.<br />

- Elías, hijo - le decía ahora claramente con su nueva e impecable<br />

dentadura -, ya te lo expliqué. Una amiga de la que fue novio hasta que<br />

mi familia tuvo que exiliarse…<br />

- Y que tuvo un hijo que resulta que es primo de papá – acabé yo.<br />

- Y tú, renacuajo, ¿de dónde has sacado esto? ¿O acaso te dedicas a<br />

escuchar por las paredes? – me increpó la abuela.<br />

Opté por irme a mi cuarto. De Rosa y de su hijo, todavía se continuaba<br />

hablando en voz baja y, aunque me constaba que los abuelos comían regularmente<br />

con ellos, ni mi madre ni yo los habíamos conocido. , le oí decir un día el<br />

157


abuelo. Me pareció curioso que aquel misterio se lo llevaran por mí, habituado<br />

como estaba a nuestros propios desórdenes e ignorando que lo único que me podía<br />

perturbar era cualquier suceso que pudiera alterar nuestro apacible presente.<br />

Hacia las ocho subió mamá como un torpedo increpándome para que me<br />

duchara y cambiara para la cena. Decidí pirármelas cuanto antes: mamá como una<br />

moto más valía tenerla lejos y, puesto que ya me había duchado, le dije que<br />

acompañaría a Elías a buscar al abuelo apalancado en el bar. Al releer estas líneas<br />

en mi diario, pienso que cualquiera podría pensar que hablo de un alcohólico. Pero<br />

no, el abuelo era sólo un hombre a quien le gustaba mantener su tertulia de amigos<br />

con los que se enrollaba a discutir acaloradamente de política, su tema predilecto,<br />

con el aliciente de que ahora lo podía hacer en catalán. Había cuestiones que<br />

todavía lo encolerizaban tanto, que se tomaba tan a pecho, que con frecuencia<br />

regresaba a casa con la cara a punto de reventar por el enfado. La abuela le<br />

vaticinaba entonces que acabaría petándola de la manera más idiota. Trajimos al<br />

abuelo y yo me quedé con Elías en el salón de arriba. Mamá había puesto música<br />

y ambos nos quedamos en silencio mientras fuera la lluvia susurraba al romper sus<br />

hilos contra las ventanas. Elías se levantó acercándose a mirar aquel interior de<br />

manzana que tanto me gustaba. Lo miré un instante pensando en qué aspecto<br />

tendría mi padre cuando tuviera su edad; y si entonces hablaríamos, como él hacía<br />

con Max.<br />

158


No era un hombre alto Elías, pero sí muy delgado y con una elegancia muy<br />

personal; pensé que de mayor me gustaría parecerme a él. Y ser como él. Un día,<br />

en un arrebato, se lo dije. Recuerdo que, para mi sorpresa, se sonrojó un instante;<br />

luego me contestó que, en lo posible, me aceptara tal cual era y que si, pese a ello,<br />

había algo que me parecía inaceptable, que intentara corregirlo, que lo más<br />

importante era hacerme a mí mismo partiendo de mi pensamiento. Sin tracionarlo<br />

y sin hacer concesiones. .<br />

Aquella cena de Navidad fue prodigiosa: la casa y mi madre resplandecían.<br />

Esta capacidad de transformarse en lo que deseara o fuera preciso, era una de las<br />

características que más me encandilaban de ella. Apenas unos minutos antes, un<br />

bólido se había metido en su cuarto y, de pronto, una imagen preciosa y sonriente<br />

nos invitaba a Elías y a mí a acompañarla. Es cierto que todavía se ajustaba un<br />

pendiente. Pero no creo que fuera ningún gesto apresurado, sino coqueto.<br />

Los años siguientes a esa noche tuve muchas ocasiones de convivir con lo<br />

que se entiende como refinamiento y lujo, pero aquella fue la primera y, mientras<br />

todos hablaban, yo me preguntaba pasmado quién diablos pagaba aquel baile.<br />

¿Acaso mis abuelos no eran los mismos jubilados que unos meses antes vivían en<br />

el pequeño piso del Marais? Y mi madre, ¿por qué estuvo tan desesperada por la<br />

falta de trabajo si jamás había vivido de aquella forma hasta donde la memoria me<br />

159


alcanzaba? Finalizada la cena, Elías hizo de espléndido Papá Nöel con regalos<br />

para todos; alguno provenía de Londres, con el inequívoco sello de Dinah; otros<br />

los habíamos comprado juntos aquella misma tarde durante nuestro paseo: un<br />

montón de libros para mí, un pañuelo para Marcia y un sólido bastón con una<br />

antigua empuñadura de plata para el abuelo. A mi madre le regaló unos pendientes<br />

que le encantaron. Lo fatal fue que Elías se empeñó en justificar su procedencia<br />

como si fuera tan normal que los hubiera comprado en Nueva Delhi adonde había<br />

ido aquel último otoño para un congreso médico. Como temía, la abuela se mostró<br />

extrañada de que se acordara de mi madre nada menos que en India y, como no<br />

tenía pelos en la lengua, se lo comentó mientras observaba a mi madre ponérselos.<br />

Pero Elías aguantó el comentario respondiéndole que los había encontrado en<br />

Barahny, un conocido anticuario de la ciudad, y que aquellas joyas, extrañas y<br />

exquisitas, le habían recordado a mamá.<br />

- Es cierto, hijo, parecen hechos para nuestra Alex, lo que ignoraba es<br />

que los psiquiatras observárais con tal precisión estos detalles – le dijo<br />

la abuela mirándole a los ojos al tiempo que le cogía afectuosamente la<br />

mano.<br />

A medianoche, mi madre y yo acompañamos a Elías a su hotel. En el<br />

trayecto comentaron las últimas palabras de los abuelos al despedirse,<br />

obsesionados como estaban cada vez que veían a Elías respecto a que,<br />

160


posiblemente, no los volvería a ver con vida. –, gimoteaba<br />

la abuela.<br />

- Lo cierto es que los he encontrado en plena forma, Alexandra. Ha sido<br />

una inmensa suerte, y una inestimable muestra de afecto tu decisión de<br />

trasladarte aquí con ellos. Viéndolos ahora me doy cuenta de que, al<br />

margen de las bromas macabras de tu suegra, efectivamente eran muy<br />

mayores para empezar a vivir lejos de vosotros. Se hubieran<br />

encontrado muy perdidos y pronto hubiera podido más la añoranza<br />

hacia Mateo y hacia ti que hacia Barcelona.<br />

- No me sobrevalores Elías, ya sabes que decidí venir casi por<br />

casualidad. Me gustaba Barcelona… luego apareció la casa y, sí,<br />

también es cierto que no me imaginaba a mis suegros solos. Daniel<br />

viaja demasiado, vive con Blanche… en fin, su vida ahora está en<br />

París. Las cosas empiezan a irle muy bien. ¿Sabías que Rohmer le ha<br />

encargado la banda sonora de su próxima película?<br />

- Sí, hablé con él la semana pasada. Pero volviendo a tus suegros: sea<br />

cual sea la primera causa, insisto en la suerte de tu presencia puesto<br />

que a Daniel – quien, como tantos hombres etéreos, precisa una niñera<br />

- no me lo imagino a su vez cuidando de nadie. Además, ¿te los<br />

imaginas viviendo juntos? Con Blanche también, quiero decir.<br />

161


Mamá denegó riendo. Al llegar a la puerta del hotel ayudé a Elías a sacar<br />

todos sus regalos.<br />

- Espero, Mateo, que en el aeropuerto a nadie se le ocurra pensar que<br />

este oso que le has comprado a Yael esté lleno de droga y lo<br />

despanzurren. ¿No podías haber encontrado otro más pequeño?<br />

- Sí, pero Yael me pidió el más grande.<br />

- Mateo, ¿cuándo dejarás de complacer a la loca de mi hija? Además,<br />

este bicho habrá acabado con tus ahorros.<br />

- No creas, se lo compré a un amigo del abuelo quien, por el dinero que<br />

tenía, me dejó coger el que quería. Además, Yael tampoco me falla<br />

nunca.<br />

Elías asintió con un gesto de impotencia, me dio un beso en la frente y<br />

tendió la<br />

mano a mamá.<br />

- Felices días, Alexandra. ¿Te marchas para fin de año, verdad?<br />

Cuidaros mucho ambos.<br />

- ¿Te vas, mamá? - le pregunté nada más arrancó el coche de vuelta a<br />

casa, dispuesto a patalear a fondo.<br />

- Nos vamos, Matt. Pasaremos estos días esquiando en Courchevel. ¿Te<br />

apetece?<br />

162


La vida no me podía parecer mejor.<br />

163


4.<br />

Sin embargo, nada más llegar al aeropuerto de Ginebra, lo que me pareció<br />

la vida fue muy rara.<br />

Un hombre vestido con traje oscuro se acercó solícito para ayudar a mi<br />

madre quien, de pronto, me pareció una desconocida de gestos distantes y altivos.<br />

Aunque el verdadero susto me esperaba fuera en un gran coche negro.<br />

- Cheri, tout va bien? – le preguntó a mi madre un hombre sentado en el<br />

interior al que había visto alguna vez en algún sitio sin realmente<br />

haberlo visto nunca antes.<br />

Al instante comprendí que aquellas vacaciones que me habían parecido tan<br />

maravillosas serían compartidas y que, además, aquel señor era el que había visto<br />

Yael cuando estuvo en París. Mientras iniciábamos el viaje a Courchevel, mamá<br />

me presentó a Maurice Chauvertin, un hombre de edad para mí imprecisa aunque<br />

sin duda mucho mayor que ella. Chauvertin me pareció cordial pero también<br />

arrogante, e insolente, y nada amable pese a su mirada lúdica. Sentado al lado del<br />

chofer, estiré las orejas a tope sin éxito porque sólo me llegaba alguna frase de la<br />

conversación entre ambos, una charla que fue languideciendo hasta que no oí más<br />

ruido que el de las hojas del montón de periódicos que Maurice iba leyendo y<br />

tirando en un rincón. Mi madre se había dormido. Poco antes de Aix-les Bains, el<br />

coche salió de la autopista parando en un pequeño restaurante donde comimos<br />

164


opíparamente. Mamá y Chuavertin hablaron de unos tal Soskine, con quienes, al<br />

parecer, nos reuniríamos en Courchevel.<br />

- ¿Cuántas veces has esquiado? – me preguntó Maurice.<br />

- Dieciocho días, señor.<br />

- ¿Así?, ¿todos seguidos?<br />

- No, en tres años, durante la semana blanca con el colegio – le contesté<br />

molesto al adivinar su sorna.<br />

- No lo asustes, Maurice. Es un niño, no tardará en desenvolverse sin<br />

problemas. Y si no sigue a los gemelos Soskine, tampoco pasa nada.<br />

Será mejor que ellos esquíen por su cuenta y mi hijo con el grupo de la<br />

escuela de monitores. Matt es muy fuerte y pronto los alcanzará. No lo<br />

chinches, Maurice, que te conozco. ¿De acuerdo?<br />

El novio de mamá era, decididamente, un tío mierda, pensé. Pero<br />

finalmente aquella semana en el Hotel de Neiges estuvo francamente bien. Los<br />

gemelos Soskine, quienes esquiaban infinitamente mejor que yo, aseguraron a mi<br />

madre que se ocuparían de mí haciendo excursiones donde los pudiera seguir y<br />

que no se inquietara, insistieron, pues con ellos aprendería más; proeza que<br />

conseguí después de superar los primeros terrores porque los hermanos,<br />

saltándose su promesa a la torera, recorrían las montañas de una cota a otra entre<br />

abetos, fuera de caminos trazados. Lo que no me impidió reírme un montón<br />

165


porque eran delirantemente divertidos y locos, y, además, a su manera,<br />

cumplieron: jamás me perdieron de vista, rescatándome no pocas veces de<br />

batacazos infames.<br />

Nuevamente se presentaba ante mí otra vida que, de alguna forma,<br />

explicaba por qué mi madre podía tener varias personalidades a las que se iba<br />

adaptando cual camaleón según la circunstancia. ¿Cómo entender sino que la<br />

misma persona que se había largado de su casa para casarse con un músico sin<br />

fortuna; la misma que peleó por sacar adelante una pequeña galería de arte en<br />

Avignon al tiempo que daba clases de danza; la que tenía por amigos del alma a<br />

Mich y a Hugo, fuera la misma que ahora pijeaba en las pistas con Maurice,<br />

presidente de la Banque National y una autoridad en el mundo económico y<br />

empresarial?<br />

Para mi suerte, los Soskine eran otra cosa. Probablemente tan adinerados<br />

como Maurice, pero de distinto talante. Negocios, me indicó mi madre era la<br />

ocupación de Josha Soskine, un judío suizo casado con Muriel, una mujer más<br />

bien gordita y no muy guapa pero tan lista y risueña que lo tenía encandilado.<br />

Muriel era, además, el tipo de madre que, en ocasiones, yo envidiaba tanto: una<br />

madre que dejaba que el día transcurriese leyendo o caminando pero,<br />

esencialmente, esperando solícita a que regresaran su marido y sus hijos. Mamá,<br />

en cambio, esquiaba con Maurice y Josha hasta el cierre de los remontes y,<br />

166


únicamente, entre seis y ocho, se instalaba en nuestro cuarto donde pasábamos<br />

aquel par de horas contándonos los últimos acontecimientos.<br />

Todos los días comíamos en las pistas, pero por la noche, salvo alguna vez<br />

que nuestros padres fueron a otros restaurantes, cenábamos juntos en el hotel;<br />

cenas en las que yo me situaba de forma que Maurice no me tuviera a su alcance.<br />

Los mayores, cuando hacían recuento de la excursión del día, parecían encantados<br />

con mamá quien seguía por todas partes a Maurice y a Josha, expertos<br />

esquiadores. Reconozco que me enorgullecía tener una madre así, pero también<br />

suspiraba porque se pareciera siquiera un poco a Muriel. Pensé que un día le<br />

preguntaría a Elías qué pensaba al respecto. Sí, era una buena idea. Él, que parecía<br />

felizmente casado con Dinah - en varios aspectos tan parecida a Muriel - y que,<br />

sin embargo, seguía con la mirada a mamá.<br />

El día de Nochevieja estaban todos un poco tontos, con esa alegría<br />

bobalicona que propicia una de las fiestas más pesadas del año. A media tarde, los<br />

gemelos, hartos de la histeria colectiva, arramblaron dos botellas de champán que<br />

nos bebimos aprovechando el ajetreo de los preparativos. Debió ser la curda lo<br />

que me permitió preguntarle a mamá si pensaba casarse con Maurice.<br />

- ¡Qué pregunta, Matt! Pero, no; en principio, no.<br />

- Mejor, mami. Porque parece tu padre; es como lo de Blanche y papá<br />

pero al revés – le dije con crueldad.<br />

167


- Matt, Matt – me reprochó -: eso no es cierto. Lo que sucede, y todavía<br />

no sé por qué, es que Maurice no te gusta. ¿O me equivoco?<br />

- Es que, de verdad mamá, no sé si te das cuenta de que no eres la misma<br />

cuando estás con él.<br />

- ¿La misma que cuándo, Matt? Tú eres el primero en decir que varío<br />

constantemente.<br />

- Es cierto, pero, en el fondo, siempre estás tú. Y con Maurice, no.<br />

- No te preocupes Matt, no creo que jamás me case con Maurice; pero<br />

es una cuenta pendiente que debo resolver.<br />

- ¿Y desde cuando tienes esa cuenta pendiente si te casaste con papá a<br />

los dieciocho años?<br />

- En concreto, desde los quince años – me contestó tan tranquila -.<br />

Maurice era amigo de tu abuelo, de mi padre quiero decir; sí, no<br />

pongas esa cara, tampoco tiene setenta años, tiene cincuenta y cinco. Y<br />

cuando me fijé en él, se acercaba a los cuarenta. Lo encontraba muy<br />

guapo y fantaseaba con él, como se hace a esa edad con las películas y<br />

sus actores. El caso es que para inquietarlo, e inquietarme, cuando<br />

venía por casa lo miraba mucho con esa perversidad inconsciente tan<br />

propia de la adolescencia. Pienso que mis padres no se dieron cuenta,<br />

pero él sí. Dos años después, una mañana en la que salimos a esquiar<br />

168


con mi padre y mi hermana, la casualidad quiso que él y yo subiéramos<br />

solos en el telesilla. En esos minutos, Maurice me preguntó si me<br />

gustaría ir a esquiar con él a Colorado. Entonces sí lo vi mayor, tal vez<br />

influyera el hecho de que se hacía realidad algo que yo había deseado<br />

como una idea ilusoria, como un juego, incluso; aunque lo más<br />

importante fue que yo entonces ya salía con tu padre quien, aunque era<br />

un sueño prohibido, no me producía miedo, ni tampoco angustia. En<br />

cambio, Maurice sí. Y aquel coqueteo quedó como un recuerdo<br />

pendiente.<br />

- ¡Pero si han pasado un montón de años! ¿Por qué ahora? No lo<br />

entiendo. Y, digas lo que digas, es más viejo.<br />

- La perspectiva de los años cambia, Matt. No es lo mismo una<br />

adolescente que una mujer que ha cumplido treinta años; y esto hace<br />

que la distancia se haya acortado a su favor. En cuanto a por qué ahora<br />

Maurice, pues no lo sé: el azar quiso que me lo encontrara este<br />

invierno en un restaurante, y que, en ese momento, yo estuviera<br />

dispuesta a liquidar mi cuenta. No le tengas tanta manía. Es inútil.<br />

- ¿Me estás diciendo que lo dejarás?<br />

- Quiero decir que cuando pienso en el futuro, no pienso en él. Lo que<br />

no impide que además de solventar mi cuenta pendiente, sucede algo<br />

169


con lo que no contaba y que, por lo visto, ahora, preciso: y es que él<br />

me procura la misma vida que hacía con mis padres. Pero no creo que<br />

sea un deseo definitivo, es una mirada atrás para poder continuar.<br />

El día de Nochevieja olvidé por unas horas mi animosidad hacia Maurice.<br />

Sentimiento conciliador al que no fue ajeno el hecho de que poco antes de bajar a<br />

cenar nos mandara dos paquetes. El de mamá, pequeño; el mío inmenso y de<br />

forma que hacía evidente su contenido: unos esquís, los primeros de mi vida.<br />

Mamá, que aquella noche estaba deslumbrante, se puso su regalo: una gargantilla<br />

con una perla gris en el centro rodeada de brillantes. Cuando Maurice desapareció<br />

de nuestras vidas, mamá se la continuó poniendo con frecuencia. Una noche que<br />

la llevaba le pregunté si se acordaba de él. Me contestó que a veces, pero que su<br />

recuerdo había seguido un camino y sus regalos otro, del todo independiente. Ese<br />

día concluí que las mujeres eran unas recaudadoras feroces.<br />

Los esquís y el champán fueron una excelente medicina para la mala uva<br />

que me despertaba Maurice. En consecuencia, la noche del 31 de diciembre de<br />

1991 pude observar sin desquiciarme cómo mi madre bailaba entre sus brazos. Y<br />

lo cierto es que fue muy gracioso ver a Maurice bailar tanto con Muriel como con<br />

las señoras de las mesas vecinas propiciando un ambiente distendido. Con el<br />

tiempo he comprendido que Maurice hacía estas pequeñas concesiones para<br />

seducir, halagando a la plebe con su distinguida presencia. Años después,<br />

170


comentándolo con mamá, me dijo que efectivamente Maurice, distante y vanidoso<br />

en general, podía hacer estas cosas. <br />

- ¿Aquella noche también, mamá?<br />

- No lo sé, Matt. Las presas de Maurice eran de los más variado: podía<br />

ser desde la mujer de su más íntimo colaborador, con el morbo que<br />

aquella sumisión le producía, a una camarera de un restaurante de paso.<br />

Había un tipo de vulgaridad que le encantaba. Y en el intermedio, un<br />

inmenso abanico: prostitutas, dependientas, azafatas… Maurice era un<br />

gran cazador, siempre alerta.<br />

El último día de Courchevel salimos a esquiar todos juntos: Maurice,<br />

mamá, Josha, los gemelos y yo. Una excursión en la que empleamos casi once<br />

horas recorriendo los tres valles; cuando llegamos al hotel, exhaustos, empezaban<br />

a llegar las sombras de la noche. Fue divertido, pero protesté por el largo periplo.<br />

Mamá me contestó que no fuera quejica y que diera el esfuerzo por bien<br />

empleado, que cuando volviera a ponerme los esquís comprobaría lo que había<br />

avanzado aquel día.<br />

171


- Mira, si no quieres apreciar a Maurice, no lo hagas. Nadie lo espera.<br />

Pero no pases por alto la tenacidad con la que conserva su fuerza física<br />

ni su curiosidad por todo aquello que le proporcione una visión amplia<br />

sobre los acontecimientos y también sobre las personas. Esas son sus<br />

cualidades, y ya que son asimilables, hazlas tuyas. O inténtalo, cuanto<br />

menos. Si te hubieras conformado con lo aprendido estos días, sin<br />

forzar un poco más, como has hecho hoy, no hubieras llegado hasta la<br />

cota más alta. Y llegar a la cima siempre es importante: desde arriba<br />

las cosas se ven de otra manera. ¿No te han parecido espléndidos la<br />

vista, el viento helado y la luz?<br />

- Cuándo me has dicho que era importante mirar las cosas desde arriba,<br />

¿sólo te referías a la montaña?<br />

- No, claro que no: me refería al todo. Luego, evidentemente, hay que<br />

saber bajar. La oscuridad no sólo se cierne en la montaña y en los<br />

caminos de nieve cuando cae la tarde; muchas veces invade nuestro<br />

entorno, nuestro pasado y lo que divisamos de nuestro futuro. Es<br />

entonces cuando hay que apretar los dientes y subir un poco más. Por<br />

dentro quiero decir.<br />

- ¿Y Maurice sabe hacerlo?<br />

172


- Sí sabe. Es más, pienso que Maurice debe haber apretado los dientes<br />

un montón de veces; aunque es cierto que, en general, su trayectoria<br />

siempre ha sido ascendente.<br />

- ¿Y si se arruinara? Si lo perdiera todo, ¿aguantaría? ¿Sabría crecer?<br />

- Maurice perdiendo sería una catástrofe porque siempre contó con un<br />

exceso en todo, y, este exceso le ha hecho perder, en lo más profundo,<br />

el mundo de vista. Sobre todo de sus propios límites. Espero no verlo.<br />

En Courchevel aprendí a esquiar casi bien. Conocí al desconocido que en<br />

ocasiones me arrebataba a mi madre. Supe que fue con él con quien estuvo en<br />

Edimburgo aquel verano y que, a partir de aquellas vacaciones, viviría pendiente<br />

de que desapareciera de nuestras vidas.<br />

- Adiós señor, gracias por los esquís.<br />

- De nada jovencito, cuida a tu madre.<br />

¡Uff!<br />

173


Fluía<br />

1.<br />

Desde el primer encargo de Iñigo Azcárate, en poco tiempo, mi madre se<br />

convirtió en su fotógrafo fetiche y en su musa. Solterón, muy esteta y elitista, a<br />

Azcárate le encantaba acudir con mamá a cualquier acontecimiento social. No<br />

cabe duda de que ambos se convinieron mutuamente, pero no deja de ser cierto,<br />

asimismo, que a los dos les encantaba dar largas caminatas, recorrer anticuarios y<br />

librerías y mantener charlas interminables en las que debatían temas de actualidad<br />

sobre los que Azcárate se manifestaba con aquella pasión - quijotesca y<br />

desmesurada – que lo habían convertido en un personaje polémico y difícil, pero<br />

también muy ameno.<br />

En Azacárate anidaban dos personalidades tan marcadas como complejas<br />

que despertaron en mi madre más inquietudes. Hasta ese momento su deserción<br />

podía calificarse de forma simple: burguesa inquieta se rebela por sistema contra<br />

el sistema rompiendo con su pasado, su condición y su familia en busca de lo que<br />

llama paraísos. En suma, en busca de otras verdades, segura de que cada individuo<br />

tiene derecho a elegir su propia verdad; aunque esté fuera de todo orden y sistema.<br />

Azcárate, por su parte, de familia aragonesa y carlista, por influencia de su<br />

hermano mayor, un comunista histórico de halo romántico, muerto<br />

prematuramente, vive con la ilusión de retomar el discurso del hermano<br />

174


idealizado, pero le falta carisma y su discurso, aunque erudito, no obtiene el<br />

reconocimiento que anhela. En vida de su hermano, por razones obvias que<br />

asume; fallecido éste, se da cuenta de que no sólo le falta su fuerza sino su<br />

capacidad de sacrificio. Es inútil, por tanto, que todavía clame por la matanza de<br />

Tianamen; que vaticine el peor destino para Europa sin el poder del comunismo<br />

tras el telón; que lamente el desatino en el que sucumbirá el sistema capitalista;<br />

que, con buen olfato, prevea la catástrofe que se cierne sobre los Balcanes… Es<br />

inútil porque, a diferencia de su hermano, es también un hedonista y, como decía,<br />

un esteta. Por todo ello, mi madre simbolizaba lo que más amaba: rebeldía,<br />

belleza y una educación cosmopolita.<br />

Juntos se convirtieron en invitados imprescindibles entre las gentes más<br />

progresistas y cultivadas de la ciudad, triunfando de forma que no había tertulia o<br />

cena relevante a la que no asistieran. El nuevo entorno procuró a mi madre<br />

encargos en distintos sectores y, de la mano de un editor, su primer libro que<br />

realizó con un periodista entusiasta como ella de situaciones límite y temas<br />

marginales. “Travesti”, se llama y - como su nombre indica - es un extenso<br />

recorrido, a través de catorce historias, de la experiencia vital que lleva a un ser<br />

humano a esa transformación profunda. Afortunadamente los abuelos ni se<br />

enteraron de este trabajo que los hubiera puesto al borde del colapso cada vez que<br />

mamá salía con sus bártulos en busca de los protagonistas del libro. Por su parte,<br />

175


Azcárate seguía de cerca el trabajo de su pupila, complacido con su trayectoria de<br />

la que hablaba como de una propiedad. Mi madre le correspondía ofreciendo<br />

espléndidas cenas a sus amigos; éxitos que Azcárate pregonaba ufano como si mi<br />

madre, la impagable Marcia y nuestra casa fueran también creación suya. Dado<br />

que jamás pude imaginar a aquel hombre como a un rival, no me molesté en<br />

protestar a mamá por aquella posesión del todo ilícita.<br />

Maurice, por su parte, continuaba teniendo su parcela. Conversaciones en<br />

un tono cómplice, que me sacaban de mis casillas, y alguna ausencia de mamá de<br />

las que volvía con regalos de medio mundo, me indicaban que, por el momento,<br />

había decidido no pensar en el futuro, excluyendo a Maurice como me había<br />

asegurado. Pero no podía quejarme: mi madre, más que en cualquier otra cosa,<br />

parecía mucho más interesada en trabajar, en adaptarse a su nueva vida y en<br />

hacernos a los abuelos y a mí la vida grata en Barcelona.<br />

En cuanto a Mich, nos llamaba con frecuencia radiante por los adelantos<br />

de su hijo; y su salud, aunque herida, parecía resistir. Mich seguía siendo<br />

importante para mí, pero yo sentía que lo era menos para ella lo que hizo que, en<br />

ocasiones, me quejara a mamá de su desapego, a lo que ella respondía<br />

reprochándome mi falta de generosidad.<br />

- Pero Matt, ¿Cómo puedes decir esto? Nosotros hemos hecho nuestra<br />

vida yéndonos primero a París y luego a Barcelona incumpliendo,<br />

176


ien.<br />

además, la promesa de pasar los veranos con ella. ¿O acaso no<br />

encuentras fantástico que Mich tenga ahora una familia?<br />

- Oye mamá, no sé por qué hablas en plural. Fuiste tú la que decidiste<br />

por los dos: Barcelona y París nunca fueron cosa mía. A mí me gustaba<br />

Chateaurenard, ¿recuerdas?<br />

- Mira - me contestó un día en el que estaba para pocas monsergas -, sé<br />

que intentas provocarme, pero como no estoy para tus batallitas,<br />

cuando quieras te hago las maletas y te largas con Mich.<br />

- De acuerdo - le contesté bravucón-: ahora mismo.<br />

- Ahora mismo no puedo. Pero mañana miraremos en qué medio de<br />

locomoción te puedo empaquetar.<br />

Glups. Tampoco era eso.<br />

- Muy bien, pero primero me gustaría ir a Londres con los Nathan – le<br />

contesté más chulo que la puñeta aunque francamente asustado.<br />

- ¿Para qué? ¿No te gusta tanto la vida en Provenza? Ni hablar. Una<br />

gran ciudad contaminaría el espíritu puro que anida en ti.<br />

- ¿Me lo puedo pensar hasta mañana, mami? Yael me espera este<br />

verano.<br />

No hablamos más del asunto. De hecho hacía tiempo que no me sentía tan<br />

177


En junio, pocos días antes de acabar el curso, llamó Monique para decirnos<br />

que su madre había muerto aquella tarde. Serían casi las once de la noche cuando<br />

sonó el teléfono. Me extrañó ver a mamá preocupada y tristona: no podía imaginar<br />

un sentimiento especialmente doloroso hacia la pobre Paulette.<br />

- No es por ella Matt, es por tus abuelos. A los viejos les asusta la<br />

muerte en personas tan próximas. Tu abuelo le dirá a tu abuela: se fue<br />

Xavier y ahora su mujer, sólo faltamos tú y yo. Lo que a tu abuela le<br />

sentará fatal y entonces empezarán a discutir sin darse cuenta de que<br />

discuten por miedo.<br />

Al entierro de Paulette acudió papá en representación de la familia aunque<br />

fue mamá quien se encargó de notificar a los abuelos la muerte de su cuñada.<br />

Entonces el abuelo dijo aquello de que los próximos serían ellos y cuando ya<br />

pensaba que se iba a armar, como había vaticinado mamá, la abuela salió diciendo<br />

que ahora ya podrían invitar a Rosa y a su hijo a casa.<br />

- Es cierto – asintió el abuelo -. Así nuestras sobrinas no podrán decir<br />

que hemos faltado el respeto a su madre.<br />

- Oye, mami – le pregunté luego -, ¿tú te imaginas a Monique<br />

protestando por esta historia? Además, ¿sabe algo?<br />

- Que a mí me conste, no; y más bien me imagino a Monique<br />

asimilándola sin problemas. Pero el que Monique sea la única de esa<br />

178


familia que te cae bien, no quiere decir que sea la única hija del<br />

matrimonio de Xavier y Paulette. En fin, y yo tampoco descartaría que<br />

a tu abuela se le haya ocurrido sacar lo de Rosa por distraer a tu abuelo<br />

quien empieza a tener muchos achaques; ya has visto cómo ha vuelto<br />

alguna vez que ha discutido con sus amigos. ¿Recuerdas lo que a tu<br />

abuela le gustaba provocarlo? Pues observa y verás cómo ahora no lo<br />

contraría nunca aunque le cueste morderse la lengua o ir hablando sola<br />

por los pasillos.<br />

Un momento de la semana importante para mis abuelos era el sábado a<br />

media tarde, momento en que los amigos de París, reunidos en el bar del Marais,<br />

esperaban su llamada. Las conversaciones terminaban con la promesa de visitarse<br />

cuando empezara el buen tiempo, pero, cuanto menos mis abuelos, sabían que su<br />

último esfuerzo había sido aquel regreso a sus orígenes. Al colgar, la abuela<br />

lloriqueaba diciendo que no se verían más. Y, unos y otros, vivían pendientes de<br />

cual de ellos causaría la primera baja.<br />

Así llegó el fin de curso y el verano. Un verano especial en Barcelona<br />

puesto que se celebraban los Juegos Olímpicos. Mi madre decidió que para ella<br />

era un momento interesante, pero que, dado que la ciudad estaría insoportable,<br />

nada más conveniente para los abuelos y para mí que alejarnos cuanto antes. Se<br />

decidió, entonces, que los abuelos estuvieran nuevamente el mes de julio en<br />

179


Ordino mientras yo me reunía con los Nathan en Hammersmith puesto que<br />

Dinah, finalmente, había decidido pasar el verano en Londres. Luego, yo visitaría<br />

unos días a mi padre en Normandía para finalizar las vacaciones en Cadaqués. Un<br />

plan casi perfecto, pensé. Y el casi sólo se refería a Blanche.<br />

Mi madre y yo hicimos nuestra despedida el último fin de semana de junio<br />

yendo a visitar a Mich. Las dos seguían hablando como cotorras y riéndose hasta<br />

de su sombra. En cambio, yo me sentí muy lejos. Mamá, al fin, tenía razón: seguía<br />

queriendo a Mich y ella a mí pero empezaba mi propia aventura y aquella vida,<br />

aunque pertenecía a lo mejor de mi corto pasado, ya no me producía ninguna<br />

emoción. Me gustó pasear nuevamente por Avignon y hasta subí en los caballitos<br />

con mi ahijado en brazos, para más embeleso de Mich que del niño, sin contar con<br />

la sensación de gilipollas que sentí sentado ahí dando vueltas en una carroza<br />

mientras pensaba en lo buena que seguía estando Mich. Por primera vez pensé en<br />

cuan atrás había quedado mi niñez y preguntándome de qué forma recorrería mi<br />

camino hasta la muerte.<br />

180


2.<br />

Cuando llegó mi tiempo junto a los Nathan, una vez más, en Heathrow me<br />

esperaban Elías y Yael y yo me abracé a ellos dispuesto a iniciar mis cuatro<br />

semanas prodigiosas junto al Támesis. Pero, nada más subí al coche, supe que me<br />

esperaban cambios: una percepción que me llegó a través de las pausas, de los<br />

silencios y de un hilo invisible que cuarteaba el pasado. Al llegar a casa, ningún<br />

síntoma aparente. Como siempre, Dinah nos había dejado preparado té frío y unas<br />

pastas. Pero también nos esperaban dos torres: Max y Molly, su novia. ¡Dioses,<br />

qué susto! Con dieciséis años Max se había convertido en un hombretón de casi<br />

dos metros de altura y una espalda de gorila conseguida en su intensa dedicación<br />

al rugby. En cuanto a Molly, era una rubia con unas curvas que me dejaron sin<br />

habla. Al rato percibí de nuevo el hilo que separaba el pasado del presente, y a<br />

Elías de Max. ¿Molly? No, no era ella.<br />

Subí con Yael a deshacer mi maleta. Echada sobre mi cama, también ella<br />

me pareció mayor, y muy guapa. , me preguntó tendiéndome un<br />

paquete. , acepté para crecer siquiera la mitad de lo que ellos lo habían<br />

hecho. Mientras arreglaba mis enseres, Yael<br />

me contó las últimas novedades del barrio: Margareth Scott Brown tenía serios<br />

problemas con el alcohol; Violet se había repuesto de su fracaso sentimental y<br />

181


tenía otra novia, una joven mulata de la que Max y Steven decían que estaba como<br />

un tren. A Yael le parecía que tenía el culo muy gordo pero como se sentía<br />

incapaz de entender a los hombres, prefería no opinar. Steven también tenía novia:<br />

Nabuko, una japonesa estudiante de literatura inglesa - minúscula y casi muda -<br />

que aunque a ella le parecía un coñazo tenerla siempre rondando por la casa tras<br />

Steven, no contaba con sacársela de encima porque había oído a éste decirle a<br />

Max que le hacía unas mamadas gloriosas. De Molly me contó que Max y sus<br />

amigos siempre la habían encontrado buenísima, lo que hacía que su hermano la<br />

considerara un trofeo. Molly era hija de unos vecinos de sus abuelos en Long<br />

Island y había empezado a salir aquel verano con Max. A Dinah no le gustaba<br />

pero la admitía porque creía que cuanto más Molly tuviera Max, antes se cansaría.<br />

La pareja dormía en dos sofácama que estaban en lo que llamábamos el cuarto de<br />

música: una pequeña leonera situada en el semisótano donde hasta ese verano<br />

Yael y yo nos solíamos instalar para escuchar nuestros compactos a todo trapo.<br />

Ahora sólo lo hacían ellos y, con frecuencia, sonaba el mismo una y otra vez<br />

durante horas. , me dijo Yael. No, no lo entendía,<br />

pero asentí. Vigilaría para intentar comprender de qué hablaba.<br />

Se acercaba la noche y el río brillaba oscuro cuando oímos la voz de Dinah<br />

en el vestíbulo. No sé por qué al oír su voz supe que era a ella a quien habían<br />

apresado los silencios. Aún y así pasaron tres semanas que recordaré como las<br />

182


mejores de cuantas había pasado en Hammersmith; tal vez porque fueron las<br />

últimas y porque nunca más volví a ver a los Nathan juntos. Una certeza que intuí<br />

desde mi primer momento en Londres aquel verano y que Yael me certificó al<br />

enseñarme la nueva vivienda de su padre situada tras Saint Perters Square. Y es<br />

que Elías había decidido quedarse un año más en Inglaterra. , me dijo Yael en una de nuestras<br />

charlas nocturnas.<br />

- ¿De qué hablas? – le pregunté inquieto.<br />

- ¿Acaso no lo ves? Nunca más seremos lo que fuimos.<br />

- ¿Por quién lo dices?: ¿por Max o por tí?<br />

- ¡Joder, Matt, siempre estás en la parra! ¿De verdad crees que las tetas<br />

de Molly pueden cambiar tanto las cosas? Son mis padres, MIS<br />

PADRES ¿o no te has dado cuenta?<br />

Sí, claro que había visto cómo Dinah y Elías se esforzaban en complacerse<br />

de tanto esfuerzo como hacían. Y cuán tarde llegaba Elías del hospital; y cómo su<br />

mujer, para no vivir aquella espera, pasaba las tardes con Margareth y no aparecía<br />

hasta la cena.<br />

- ¿Estás enfadada Yael?<br />

- No, ¿con quién iba a estarlo? Max sí lo está, pero Max siempre ha<br />

protegido a mamá. Estamos tan divididos, Matt…<br />

183


- Pero Yael, un año pasa rápido, un día u otro tu padre querrá regresar a<br />

Nueva York.<br />

- A Nueva York, tal vez. Pero con mi madre, no.<br />

La mañana siguiente a esta conversación hicimos una excursión por el río.<br />

Un mes después llegaron las fotos de Yael de ese día. Sólo había una de Elías con<br />

Dinah. Él tenía una mano apoyada en el hombro de su mujer y la otra en el mío.<br />

Pero mientras entre Elías y yo sólo brillaba la luz del atardecer, entre Dinah y él<br />

aparecía una rayo oscuro hecho de silencios.<br />

184


3.<br />

El 25 de julio nos reunimos todos en casa de los Scott Brown para ver en<br />

la televisión la ceremonia inaugural de los Juegos Olímpicos en Barcelona. El<br />

espectáculo les dejó tan impresionados que los dos matrimonios hablaron sobre la<br />

posibilidad de viajar juntos un fin de semana antes de que finalizaran los Juegos.<br />

Pero, a pesar de la tregua de aquella velada - que transcurrió amable y distendida<br />

-, todos estaban muy lejos de ser lo que habían sido. La cita, sin embargo, quedó<br />

en pié y, además, como se acercaba mi regreso, prepararon como cada año mi<br />

despedida. Aunque también eso cambió, ya que en lugar de la habitual tertulia en<br />

el jardín de una u otra casa, como en los viejos tiempos, justo para evitarla<br />

buscaron en el restaurante Butler’s Wharf Chop House, un lugar más neutro.<br />

Claro que ahora no había tertulias porque se habían constituido bandos: el de<br />

Max, Molly, Steven y Nabuko; el de Dinah y Margareth; el de Elías y Edouard<br />

Scott-Brown; así como el de Yael y yo mismo. Así que los cuatro bandos<br />

comimos con pocos intercambios. Yo tenía a Molly delante con un escote<br />

vertiginoso que me mantuvo bastante distraído, aunque lo mejor lo descubrí<br />

cuando se me cayó la servilleta porque, al inclinarme a recogerla, vi que iba sin<br />

bragas. ¡Dioses!, ¡qué escalofrío me produjo aquella abertura insondable, poblada<br />

de una selva rubia y desordenada! Durante unos segundos eternos, no pude ni<br />

moverme ni incorporarme, temeroso de encontrar la mirada de Molly. Cuando al<br />

185


fin lo hice, me observaba riendo. El resto de la velada la pasé turbado por aquel<br />

prodigio.<br />

Al llegar a casa Yael y yo estábamos tan alicaídos que nos fumamos en mi<br />

cuarto un par de cigarrillos en silencio. Mi padre había insistido en que Yael<br />

pasara unos días con nosotros en Normandía, pero Dinah quería regresar a Estados<br />

Unidos antes del veinte de agosto y estaba demasiado nerviosa para hacer<br />

concesiones, así que, irremisiblemente, observábamos el fin de nuestro verano.<br />

- ¡Me gusta tanto! - suspiró Yael mirando cómo se deslizaba el<br />

Támesis -. ¿Sabes?, aunque papá ya no viva en esta casa, vendré<br />

siempre que pueda por más que mamá se empeñe en que Max y yo<br />

borremos Londres de nuestras vidas.<br />

- ¿Borrar? ¿Qué tenéis que borrar?, Yael, ¿y cómo?<br />

- Tal vez piensa que si todos olvidamos estos dos años, las cosas<br />

volverán a ser como antes. Y eso es una tontería porque no es sólo<br />

papá el que ha cambiado. Mira a Max, aunque siga siendo el niño de<br />

sus ojos, ahora tiene a Molly y aunque ella se acabara, vendría otra y<br />

luego otra, y otra... y ya no volverá a tener a ‘su’ Max, entre otras<br />

cosas porque, para controlar la situación, ha preferido meter a Molly en<br />

casa consiguiendo que se descontrolara todo porque a partir de ahora<br />

siempre habrá Max y compañía.<br />

186


Desde el balcón vimos a Elías pasear solo bordeando el río. Pensé en<br />

cuánto me hubiera gustado ocupar el sitio que Max había abandonado, pero<br />

apunto de proponerle a Yael que bajáramos, aparecieron Violet y su nueva amante<br />

con quienes Elías prosiguió su paseo. Yael me comentó que si su madre lo veía se<br />

pondría de muy mal humor. Al parecer Dinah hacía responsable de las<br />

desavenencias entre ellos al carácter liberal y promiscuo de los europeos de<br />

quienes su marido se habría contagiado.<br />

- Si es cierto que los psiquiatras se dejan influenciar por lo que ven, las<br />

consultas deben ser un disparate – farfulló Yael cabreada -. Será mejor<br />

que baje al cuarto de mi madre y la distraiga un rato, así no vigilará a papá.<br />

Escríbeme mucho, ¿de acuerdo hermanito?<br />

- Shalom Yael.<br />

- Shalom Matt.<br />

Aquella noche dormí mal. No me apetecía ir a Normandía y, además,<br />

había algo intangible que me dolía profundamente. Me fui despertando una y otra<br />

vez hasta que, harto de dar vueltas, decidí bajar a beber un vaso de leche con un<br />

trozo del maravilloso pudin de Dinah. Al salir de mi habitación supe que mi<br />

desventura provenía de la casa, de mi adiós a la casa y a aquellos tres veranos.<br />

Del semisótano llegaban, amortiguados, música y ruidos diversos.<br />

Intrigado pegué la oreja a la puerta del cuarto de música sin lograr acertar qué<br />

187


pasaba ahí. Entonces, saliendo por la puerta trasera que daba al jardín, me deslicé<br />

entre la pared y el seto hasta la ventana de aquella habitación, prácticamente a ras<br />

de suelo. Y los vi: eran Max, Molly, Steven y Nabuko desnudos y copulando<br />

frenéticamente intercambiando sus parejas. No sé cuánto rato pasé observándolos<br />

al tiempo que me masturbaba una y otra vez; tanto me perturbó aquella primera<br />

visión explícita de sexo. A partir de ese día y durante mucho tiempo, cascármela<br />

se convirtió en una necesidad compulsiva en cualquier momento y lugar. Ni<br />

precisaba revistas de mujeres desnudas, como le sucedía a Johny Black; ni nada:<br />

sólo aquel recuerdo. Tal fue el impacto erótico que me causó. Y, si lo pienso, aún<br />

me causa.<br />

188


4.<br />

Encontré a Blanche esperándome en el aeropuerto. Me dijo que mi padre<br />

precisaba descanso y mucho silencio; que estaba li-te-ral-men-te agotado así que<br />

habían convenido que no se moviera del campo. Ante el montón de kilómetros<br />

que nos esperaba y la idea de darle palique, pensé si no sería mejor simular sueño;<br />

conversar con Blanche siempre me había resultado muy complicado ya que, por<br />

ejemplo, seguía preguntándome por mis adelantos en el piano, lo que indicaba que<br />

no se enteraba de nada o que yo le importaba un bledo. Y había en ella una<br />

actitud, ¿cómo diría?, ¿trágica? Sí, trágica y trascendental que me desconcertaba.<br />

Finalmente hicimos el trayecto casi en silencio, aunque, de todas formas, creo que<br />

aquel día hubiera sido incapaz de mantener una conversación coherente con nadie.<br />

Tal era el descontrol de mi libido.<br />

Blanche y mi padre vivían en una casa que había comprado, cuarenta años<br />

antes, un tío de Blanche, un solterón místico notario en Rouen. Después de<br />

sucesivas reformas, en aquel momento era una casa con especial encanto y una<br />

vista preciosa. Apreciación que ahora puedo hacer sin dificultad pero aquel 2 de<br />

agosto, aterrizar ahí me pareció una condena. Por fortuna, en Londres había<br />

comprado muchos libros y bastantes casetes que escuchaba todo el santo día con<br />

los walkman puestos, aislándome de tutti quanti. Porque además de mi padre, a<br />

quien Blanche tenía prácticamente secuestrado, estaba Sacha, el hijo de Blanche<br />

189


que vivía en la India, y Lolon, un amigo de papá y Blanche, director de arte en<br />

una agencia de publicidad, así como su amante, Roman, un chico belga de veinte<br />

años, profesor de aeróbic.<br />

El primer día lo pasé rabiando, una furia que solo conseguía calmar<br />

masturbándome frente al espejo del baño. Lo hice tantas veces que al acostarme<br />

tenía la polla roja como un tomate. Me asusté al punto que prometí moderar mi<br />

frenesí intentando, como decía la abuela cuando me veía revuelto, ver el lado<br />

bueno de las cosas. Como Blanche cocinaba de maravilla y siempre había tartas<br />

de frambuesas, de limón o de chocolate, además de otras exquisiteces varias, me<br />

relajé pensando que aquellas serían las vacaciones de mi tripa. A papá lo ví poco,<br />

de hecho, sólo en las cenas, pero me acostumbré a distraerme observándolos a<br />

todos. Un entretenimiento que a mi madre le encantaba pues decía que le había<br />

procurado un profundo conocimiento del género humano y, todo hay que decirlo,<br />

aquella era una comunidad bastante singular: Sacha, el hijo de Blanche, circulaba<br />

todo el día en pelotas, exhibiendo por toda la casa su cuerpo esquelético y sus<br />

genitales de perro callejero hasta la hora de cenar; entonces se ponía un taparrabos<br />

y una camiseta, siempre la misma, con el eslogan “fuck or they’ll fuck you”.<br />

Lolon, por el contrario, siempre iba ataviado como si estuviera pasando<br />

unos días en Deauville mientras su amante se pasaba el día tumbado al sol con un<br />

diminuto tanga. Blanche y papá continuaban vistiendo túnicas superpuestas con la<br />

190


variante de que ahora eran blancas por las mañanas y negras por la noche. Los dos<br />

continuaban muy pálidos porque jamás se exponían al sol. Mi padre se quedaba en<br />

su estudio casi todo el día y jamás comía con nosotros; Blanche decía que su<br />

espíritu, demasiado frágil, precisaba aquel aislamiento. Solían comer mano a<br />

mano en la terraza de su dormitorio y cuando Blanche no estaba con papá, se<br />

instalaba a charlar con Lolon, siempre situado estratégicamente en algún lugar del<br />

jardín desde el que pudiera observar a Roman.<br />

Así transcurrió una semana entera sin que el resto del mundo pareciera<br />

existir. Salvo una tarde que fui a Honfleur con Blanche, Lolon y Roman. Al ver el<br />

pequeño puerto añoré Cadaqués y a Batiste, deseando pasaran los últimos días<br />

cuanto antes, pero ese día Blanche estuvo muy simpática y parlanchina y hasta me<br />

compró una camiseta a rayas muy bonita y un libro sobre Normandía. Después de<br />

callejear un rato, nos sentamos los cuatro a merendar en una terraza. Lolon y<br />

Blanche se pusieron a ojear un Paris Match mientras Roman, para no variar, se<br />

quedaba despatarrado al sol y yo escribía.<br />

- Tiens, mais voilà, c,est ta mère, Matéo.<br />

¿Eh?<br />

Pues sí, era mi madre con Maurice en una fiesta en un velero del Club<br />

Med, anclado esos días en Barcelona como sede de la embajada francesa durante<br />

las Olimpíadas. Aunque mi verdadera madre poco tenía que ver con aquella<br />

191


mujer vestida y maquillada como si fuera la amante de un capo de la mafia. Pero<br />

Lolon y Blanche comentaron que estaba ravissante et superbe y que llevaba un<br />

collar deslumbrante. <br />

¡Cómo me tocaba las pelotas Blanche y su manía de apropiarse de todos<br />

nosotros! ¿Qué sabía ella de mi madre? Ni de nuestros pactos; ni de Maurice; ni<br />

de aquel día, poco antes de instalarnos en Barcelona, en que mi madre se<br />

desmoronó abrumada por la confusión que le producía un nuevo cambio. Por no<br />

decir de mis abuelos, de los que ella y papá vivían tan alejados. Y a mi padre ¿en<br />

qué cojones lo estaba convirtiendo? El Paris Match llegó a casa donde Blanche y<br />

Lolon continuaron cotilleando página a página como dos mujercitas tontorronas.<br />

Me pregunto qué pensó papá al ver aquella foto de mamá sobre la que no hizo<br />

ningún comentario.<br />

¿Recordaría el tiempo de amor y lo que mi madre dejó atrás para seguirlo?<br />

Cuando llegué al aeropuerto de Barcelona y vi a mi madre esperándome la<br />

volví a querer intensamente, preso, como decía Batiste, de un feroz ataque de<br />

Edipo. Estaba muy mona con sus habituales tejanos, una camiseta blanca, la<br />

trenza descompuesta y el gesto gruñón porque el avión había llegado con más de<br />

192


una hora de retraso. La quise porque aquella sí era mi madre y no me importó que<br />

despotricara un rato mientras cargábamos mis bultos en el coche.<br />

Sólo tenía que esperar a que se calmara para disfrutar nuevamente de su ternura.<br />

- En casa hay una sorpresa que te gustará – me dijo ya sonriente.<br />

- ¿Me has comprado la bici, mamá?<br />

- ¡Penco materialista! –me contestó riendo –; lo siento, no es eso.<br />

En casa estaban Elías y Yael, en eso había quedado el viaje proyectado en<br />

Londres por los matrimonios Nathan y Scott-Brown. Habían llegado la noche<br />

anterior y se quedarían cinco noches más. En Barcelona el calor era tremendo y<br />

las calles del centro estaban abarrotadas, pero fueron unos días extraordinarios.<br />

Elías había conseguido entradas para varias competiciones, mientras mamá,<br />

acreditada como prensa, hacía su propia recorrido. Pero nos íbamos citando en<br />

uno u otro lugar para comer o simplemente para cambiar impresiones,<br />

encontrándonos de nuevo para la cena con el ánimo excitado por el trajín del día.<br />

La última noche nos fuimos al Otto Zutz, la discoteca más “in” de la ciudad donde<br />

Yaël y mamá bailaron hasta caer rendidas mientras Elías y yo las mirábamos,<br />

escondidos cada cual en sus afectos y pasiones: los dos queríamos mucho a Yael<br />

y los dos, también, compartíamos nuestra pasión por mamá. Al llegar a casa, nos<br />

instalamos en el jardín con una jarra de clara fría que nos tomamos con el ánimo<br />

colmado, aunque, al tiempo, apresado por la melancolía: llegaba el final de<br />

193


aquellos días que para Yael y para su padre significaba, además, el inicio de una<br />

etapa de consecuencias imprevisibles.<br />

La mañana siguiente, Roberto, cada día más incorporado a la casa en sus<br />

horas libres, nos vino a buscar para dejar primero a Elías y a Yael en el aeropuerto<br />

y para acompañarme luego a Cadaqués. Poco después, llegó mamá y los días se<br />

fueron sucediendo con secuencias casi idénticas a las del verano anterior. Sólo que<br />

Batiste y yo vivíamos obsesionados por nuestra sexualidad que cabalgaba fuera<br />

de todo control hasta el punto de que nos convertimos en ladrones de la intimidad,<br />

acechando los movimientos de las parejas a las que seguíamos hasta sus<br />

dormitorios, tras la puerta o la ventana. Apenas veíamos nada, sólo los oíamos<br />

retozar gimiendo. Luego, enloquecidos, nos ocultábamos en cualquier rincón<br />

solitario, donde cada cual derramaba su furia blanca y desmedida.<br />

Durante aquellos días, no hubo desayuno en el que los abuelos no me<br />

preguntaran qué habíamos hecho la noche anterior. A lo que yo siempre les<br />

contestaba lo mismo: jugar al futbolín. Entonces me preguntaba a mi mismo si es<br />

que los viejos olvidan o si era que en su época el sexo era otra cosa. O, incluso, si<br />

existía.<br />

194


5.<br />

En otoño, regresé al colegio; los abuelos, aunque más achacosos, a sus<br />

tertulias; y mamá, ese curso en plena forma, alternaba su trabajo con alguna<br />

escapada con Maurice mientras en Barcelona seguía frecuentando a Azcárate y a<br />

sus amigos. Cuando me di cuenta, era diciembre y la casa lucía sus galas<br />

navideñas. A mitad de mes, Elías llamó a los abuelos para decirles que esta vez<br />

los visitaría después de fin de año ya que antes estaría unos días en Estados<br />

Unidos con Dinah y sus hijos. Este plan mandaba al traste el de Yael, quien<br />

suspiraba por venir a Europa. En cuanto a nosotros, a mi madre y a mí, todo<br />

estaba reservado para que el 27 de diciembre fuéramos nuevamente con Maurice y<br />

los Soskine a esquiar. Había pasado un año desde Courchevel y yo empezaba a<br />

preguntarme en qué momento consideraría mi madre que había llegado el futuro<br />

largando a Maurice. Ignorando que lo que me tocaba ahora era regresar al pasado.<br />

Empezaba el día de San Esteban cuando llamó Maurice desde Roissy a<br />

punto de coger un avión hacia Barcelona. Oí a mamá preguntarle inquieta qué<br />

sucedía. Cuando regresó me pareció aturdida: al parecer había algún problema en<br />

su familia. En la de aquellos padres a los que nunca veía. No, no habían muerto;<br />

pero Maurice venía a recogerla para ir a París. Aquel era el día en que, por fin, los<br />

abuelos me llevaban a comer a casa de Rosa, y mamá y yo nos habíamos<br />

reservado la tarde para preparar nuestro equipaje de esquí pero cuando fui a<br />

195


despedirme de ella, me dijo que, probablemente, tendríamos que anular nuestras<br />

vacaciones.<br />

- Cuídate mucho Matt, y cuida a los abuelos; no me falles. ¿ De<br />

acuerdo?<br />

- Sí, mami. Pero no te vayas a esquiar sin mí.<br />

- No seas tonto, Matt – me contestó abrazándome con una mezcla de<br />

ternura y desamparo.<br />

Pasé dos días sin saber nada de mi madre, aunque sorprendí alguna vez a<br />

los abuelos cambiando de conversación: lo que indicaba que ellos sí sabían. El<br />

tercer día, la abuela me dijo que preparara mi equipaje para pasar unos días en<br />

París. No, no podríamos ir a esquiar pues los padres de mamá nos necesitaban.<br />

¿A nosotros? ¡Pero si ni siquiera los conocía!<br />

<br />

Aunque desde mi primer viaje en avión había pasado mucho tiempo,<br />

aquella travesía sí me pareció excesivamente rápida. Ahora que todo parecía<br />

calmado y que nuestra vida transcurría sin grandes sobresaltos, vuelta a París. ¿Y<br />

a qué más?<br />

196


De camino a casa le pedí a mamá si podíamos parar a tomar un chocolate<br />

en el Yamazaki. <br />

Hacía frío y lloviznaba, ese tiempo habitual en París tan distinto de la luz<br />

de Provenza y más aún, del fulgor mediterráneo; pero mamá me dijo que el barrio<br />

estaba precioso y que se acordaba mucho de cuando por las mañanas, sorteando<br />

los charcos, iba caminando a la escuela. Sabía que en mi madre existía un antes, lo<br />

que me sorprendió fue que, de pronto, me hablara con tanta nostalgia. Y es que en<br />

aquel momento no podía ni sospechar hasta qué punto ese antes se había alejado<br />

de su presente. Entonces, de carretilla, me explicó que la noche de Navidad,<br />

Charlotte, su hermana mayor, había perecido con sus dos hijas en un terrible<br />

accidente de camino a Mêgeve. Yo la escuché en silencio y estupefacto, de forma<br />

que ni se me ocurrió preguntar por su cuñado ya que me era muy difícil asimilar<br />

aquella historia situándola con algo que nos concerniera. Un tiempo después, supe<br />

que localizaron al marido en casa de su amante, una modelo afro americana,<br />

estrella en los desfiles de Ives Saint Laurent.<br />

- No podemos ir a Courchevel, Matt. Supongo que lo entiendes. Ya sé<br />

que te hacía mucha ilusión, pero como la temporada acaba de empezar,<br />

prometo llevarte en algún momento. Esta noche nos esperan mis<br />

197


padres a cenar y los próximos días intentaremos hacerles compañía.<br />

Les alegrará conocerte.<br />

- ¿Te puedo preguntar si aún los quieres, mami?<br />

- Ya lo has hecho. Pero, lo siento, ignoro la respuesta. Me enterneció ver<br />

a mi madre y en el transcurrir de estos años, hasta he llegado a<br />

entender algunas de nuestras diferencias. Debe ser que me hago<br />

viejecita, como siempre dices. En cuanto a mi padre, es otra cosa. No<br />

lo sé. Tendremos ocasión de hablar al respecto; tal vez incluso así me<br />

aclare.<br />

A las siete y media en punto mamá revisaba mi indumentaria. Llevaba mi<br />

único pantalón de franela gris modelo bodas-bautizos-funerales, así como un polo<br />

de lana azul marino. Mi madre dio su visto bueno aunque me hizo cambiar las<br />

bambas por unos zapatos que me apretaban un montón porque eran de la<br />

primavera anterior.<br />

- ¿Vamos a ir caminando, mamá? Todavía llueve.<br />

- No te preocupes, con el paraguas será suficiente. Estamos muy cerca.<br />

¡Dioses cerca! Mis nuevos abuelos vivían en la rue du Ranelagh, apenas a<br />

tres minutos de nuestra casa, en un hotel particular que hacía esquina con<br />

Ranelagh Square por el que había pasado cien veces deteniéndome en ocasiones a<br />

curiosear. ¿Así que en aquel coche que salía cada mañana a las ocho en punto, iba<br />

198


mi abuelo? Y si era él, ¿cuántas veces nos habríamos cruzado en aquellos dos<br />

años? Pero lo que más me intrigó, al constatar cómo había vivido mi madre hasta<br />

casarse con papá, fue en busca de qué paraísos se había ido.<br />

Entré en el salón literalmente acojonado y con el ánimo lleno de<br />

contradicciones mientras recordaba las pocas conversaciones que había mantenido<br />

con mi madre sobre su familia. Un hombre alto y elegante, que resultó ser mi<br />

abuelo, me tendió la mano. La abuela, no menos distinguida y muy guapa, me dio<br />

un beso en la frente y me senté junto a mamá. Por un momento, aterrado, pensé<br />

que me acribillarían a preguntas. Pero, prescindiendo de mí, los tres empezaron a<br />

hablar de una manifestación que había colapsado los campos Elíseos. Poco<br />

después llegó otro matrimonio, los Roschtadt; mi madre me explicó que él era el<br />

abogado de la familia. Entretanto un mayordomo había traído unas bandejas con<br />

un aperitivo fantástico sobre el que normalmente me habría abalanzado, pero me<br />

sentía afectado por una parálisis que inmovilizaba todos mis miembros entre otras<br />

cosas porque hasta ese momento no me había fijado en que llevaba los calcetines<br />

de diferente color. A veces mi mirada se cruzaba con la de mis abuelos. Si era la<br />

de mi abuelo yo la desviaba. La de mi abuela no: había algo encantador en ella<br />

que me pareció muy dulce.<br />

Cuando pasamos al comedor mi madre me cogió la mano. ¡Uf! menos mal;<br />

aquel era un claro indicio de que, aunque no lo pareciera, estaba pendiente de mí.<br />

199


Lo que no me impidió observar que mi abuelo desaprobó el gesto. Ya en los<br />

postres, el abogado Roschtadt me preguntó en qué curso estaba y si me gustaba<br />

vivir en Barcelona. Me sorprendió que todos callaran como si realmente esperaran<br />

mi respuesta. Salió, de pronto, una fuerza inesperada, fruto de las muchas<br />

conversaciones con mi madre y de su implacable exigencia; en suma, de la<br />

educación que ella había recibido y, que a su vez, me había procurado. Sí, cavilé,<br />

también me puedo defender en este mundo. Entonces, aunque en el fondo<br />

temblaba, empecé a explicar con tal seguridad y entusiasmo nuestra vida en<br />

Barcelona que mis abuelos y sus amigos acabaron por hablar sobre la posibilidad<br />

de visitar la ciudad, convertida en un punto de referencia a raíz de las Olimpíadas.<br />

A punto de levantarnos mi abuelo me hizo su primera y única pregunta de aquella<br />

velada.<br />

- ¿Y ya sabe usted a qué piensa dedicarse jeune homme?><br />

- Oui, monsieur. Je serais ecrivain.<br />

, contestó con evidente escepticismo. Y ya no volvió a interesarse por<br />

mí.<br />

Tomaron el café en otro salón, aún más amplio que el anterior cuyas<br />

paredes estaban cubiertas por enormes vitrinas en las que había figuras y<br />

diferentes objetos que me parecieron preciosos y llenos de misterio. Luego supe<br />

que formaban parte de una gran colección de arte precolombino atesorada por mi<br />

200


abuelo y que en aquella sala estaban las piezas que le eran más preciadas. En la<br />

conversación se habló de un viaje que tenían previsto a Nueva York para final de<br />

enero y que, al parecer, mantenían en sus planes; y también de la boda del hijo de<br />

un amigo común; de una subasta en Londres..., pero en ningún momento, de mi<br />

tía muerta ni de aquellas primas a las que ya nunca conocería. En cuanto a mi<br />

madre, observé que se desenvolvía en aquella casa sin ningún problema y con<br />

toda naturalidad; que cada uno de sus movimientos era tan perfecto que parecía<br />

ensayado mil veces, como de hecho así era. Y lo cierto es que, aunque aquella<br />

casa era mucho más impresionante y solemne que la nuestra de Barcelona - más<br />

íntima y familiar - contenía no pocas similitudes: los detalles de la mesa, los<br />

búcaros de flores blancas; no sé, sobre todo una atmósfera. Hasta la misma Marcia<br />

y Roberto, se estaban convirtiendo en una réplica del mayordomo y la camarera<br />

que nos habían servido la mesa. Pese a mi corta edad, creo que ese día comprendí<br />

por qué mi madre podía ser tan diferente según la ocasión. En ella estaba aquel<br />

pasado así como las mil dificultades con las que se había visto obligada a bregar a<br />

raíz de su huida.<br />

- Mamá, ¿por qué te fuiste si lo tenías todo? ¿Qué te faltaba?<br />

- Pienso que lo que justamente me faltaba era lo que estaba por debajo<br />

de esta vida. Creía, y ahora te puedo decir que así es, que los caminos<br />

por recorrer cuando careces de casi todo, son infinitos. Supongo que<br />

201


escapé en pos de ellos para probarme y saber qué había detrás de esa<br />

barrera que te aísla con privilegios de otras realidades, por cierto más<br />

numerosas. Pero también es cierto que fui en busca del paraíso de la<br />

libertad. Ahora sé que, en el sentido absoluto, no existe, pero la<br />

experiencia vale la pena porque he podido vivir varias vidas y todavía<br />

estoy dispuesta a conocer otras tantas pese a que, cuando avanzo<br />

hacia caminos inciertos, siempre debo contar con renunciar a algo.<br />

Pero es entonces cuando me esfuerzo por encontrar más paraísos que<br />

los perdidos.<br />

- ¿Y los encuentras cada vez?<br />

- No, claro que no, Matt. Pero cuando dejé esta casa, en la que a ti te<br />

parece que no debía faltarme nada, encontré la vida en Provenza; a<br />

Mich; la locura y la inconsciencia con la que vivíamos; tenerte a ti en<br />

libertad y, sobre todo, ser Alexandra, sólo Alexandra; o en todo caso<br />

Alexandra Cases. Ahora ya la he perdido, pero a mí me pareció un<br />

paraíso. Hay que intentarlo, ¿sabes?<br />

Luego le pregunté por qué en ningún momento de la cena se había<br />

hablado de su hermana. Si sus padres no estaban muy tristes.<br />

202


- ¿Te imaginas a los abuelos, a los de papá - quiero decir - hablando de<br />

largarse a Nueva York el mismo día que han enterrado a su hija y a dos<br />

nietas?<br />

- No, claro que no. La de tus abuelos Cases es otra cultura, en el sentido<br />

de que han recibido una educación más espontánea, más cerca de la<br />

tierra. Mis padres no manifiestan su dolor simplemente porque la<br />

ostentación sentimental les parece obscena.<br />

- Tú tampoco lloras mucho, mamá.<br />

- A lo mejor es que soy muy feliz, Matt – me contestó riendo -. Bueno,<br />

sin bromas. Me cuesta llorar, me cuesta mucho, es cierto. Pero es que a<br />

mí me han educado mis padres, no tus abuelos. El que haya optado por<br />

otra vida no quiere decir que mi formación haya desaparecido.<br />

- Es decir, que si yo me muriera, te comportarías exactamente igual a<br />

como lo han hecho tus padres: sin derramar ni una lágrima.<br />

- Esa es una reflexión que nunca me he permitido porque me niego a<br />

aceptarla siquiera como supuesto. Pero como comprendo tu pregunta,<br />

intentaré contestártela: si tú murieras yo moriría contigo; y no me<br />

refiero a mi cuerpo, me refiero a mi alma. ¿Lo notaría alguien?<br />

¿Lloraría o resistiría como me han enseñado? No lo sé. Ni siquiera sé<br />

203


dónde y en qué me refugiaría. Lo que es seguro es que no volvería a<br />

buscar más paraísos porque sin ti ya no serían posibles.<br />

- ¿Y crees que tus padres, que no lloran, se han quedado sin alma?<br />

- Si has estado atento, habrás observado que a tu abuelo no le ha gustado<br />

que te cogiera la mano. ¿Sabes por qué?: porque, como te decía,<br />

detesta las demostraciones de afecto. Cree que debilitan el carácter. En<br />

cambio yo, aún a riesgo de que te vuelvas un poco ñoño, prefiero que<br />

cuentes con mi amor; tampoco te vendrá mal algo de lo que se atribuye<br />

a la sensibilidad femenina. Así que aunque apenas llore, como dices,<br />

ya ves que sí soy capaz de manifestar mis sentimientos. En cuanto a<br />

mis padres, te aseguro que con la muerte de Charlotte y de tus primas<br />

también ellos empezarán a morir porque para poder continuar, a partir<br />

de ahora, cada día deberán olvidar algo: sus primeros años de<br />

matrimonio, el nacimiento de Charlotte; nuestros primeros juegos en la<br />

playa y luego en la nieve y así, sucesivamente, todos y cada uno de los<br />

momentos más dulces. Y eso, Matt, es empezar a morir.<br />

204


6.<br />

Permanecimos una semana más en París en la que, a partir de esa primera<br />

cena con mis abuelos maternos, repetí cada día el camino hacia su casa. Salía a<br />

primera hora con mamá quien, tras tomar un té con la abuela, desaparecía hasta la<br />

tarde ocupada con el abogado Roschtadt de los bienes y efectos personales de mi<br />

tía, ya que mis abuelos no deseaban tratar con su yerno. Las desavenencias entre<br />

el matrimonio eran conocidas desde dos años atrás; encontrarlo con su amante el<br />

día del accidente, supuso la ruptura total y sólo el día del funeral todos<br />

cumplieron con su rol social para no propiciar más comentarios de los que ya<br />

corrían.<br />

La semana transcurrió sin que consiguiera vencer el miedo que me<br />

producía el abuelo, pese a que un día en que estaba merendando con la abuela<br />

vino a buscarme para llevarme a la biblioteca: una habitación inmensa, con doble<br />

altura y una bonita escalera de madera con ruedas que permitía acceder hasta el<br />

último estante.<br />

- Todo está escrito, jovencito. Tu única aportación será en cómo lo<br />

escribas. Sólo eso te diferenciará. Sé que eres un buen lector; aquí, entre otras<br />

cosas, encontrarás lo mejor de la literatura clásica: Tolstoi, Dostievski,<br />

Beaudelaire, Rimbaud, Balzac, Proust… Tu madre y tu tía aprendieron mucho de<br />

estos libros. Tu madre demasiado, porque fueron esos libros las que la incitaron a<br />

205


volar a su manera. Espero que tú sepas utilizarlos. Puedes coger lo que quieras<br />

con la única condición de que anotes el que te llevas y que luego lo devuelvas.<br />

En mi abuela Solange, descubrí una mujer muy especial. No sólo todavía<br />

era muy guapa sino que también se mostró como una buena y paciente<br />

conversadora de forma que a su lado las horas me resultaban muy agradables.<br />

Leíamos periódicos, intercambiábamos noticias o simplemente charlábamos,<br />

interesándose ella por nuestra vida y por mis inquietudes. Aunque lo que más me<br />

sorprendió fue cuánto se le parecía mi madre pese a que la falta de entendimiento<br />

entre ambas persistía. Así que, en contra de mis temores, también me gustó aquel<br />

París que me permitía imaginar cómo había sido la vida de mamá antes de<br />

conocer a mi padre. Y tal y como ella había hecho con su familia política, también<br />

yo me acostumbré sin dificultad a mi nueva familia y entorno, sin que por ello<br />

cambiara mi apreciación y profundo afecto hacia mis abuelos paternos.<br />

La abuela Solange y yo solíamos pasar el día en un salón que estaba junto<br />

a su dormitorio, su lugar predilecto y que también acabó siendo el mío pese a que<br />

la primera mañana me acompañó a conocer toda la casa para que escogiera mi<br />

propio espacio. La casa había sido reestructurada después de que mamá y mi tía la<br />

dejaran de forma que los abuelos dormían en cuartos separados con una zona de<br />

estar para cada uno más una habitación en la que había un gran piano de cola, un<br />

excelente equipo y una discoteca de música clásica con antiguas grabaciones en<br />

206


vinilo extraordinaria. Pero yo continué a su lado. Me importaban<br />

más las fotos repartidas en diversas mesas y cualquier objeto que escondiera el<br />

pasado de mi madre. Así pude ver a Charlotte y a mis dos primas muertas. Había<br />

una foto que me gustaba mucho: aparecían las tres sentadas en una playa de arena<br />

blanquísima y al fondo el mar color esmeralda; pero lo que atrajo mi atención es<br />

que una de mis primas estaba literalmente agarrada al cuello de su madre mientras<br />

la otra, unos pasos tras ambas, sacaba la lengua a quien hubiera disparado la<br />

instantánea, tal vez a su padre. , comentó mi abuela. Mis primas me parecieron muy graciosas: llenas<br />

de pecas, pelirrojas y con los ojos claros e inmensos, idénticos a los de su madre,<br />

muy parecida a mamá, aunque su estilo más convencional pudiera despistar.<br />

Habían otras fotos de mis primas en distintas épocas; una de los abuelos con<br />

mamá y mi tía cuando eran muy pequeñas al pié de un tele arrastre; también otra<br />

de las dos con una señora muy bajita que resultó ser la nurse; alguna de la abuela<br />

y mi tía y sólo una de mamá haciendo el idiota sobre una bicicleta.<br />

207


- ¿Cuántos años tenía aquí mamá? – le pregunté a la abuela.<br />

- Quince – me contestó mirándola sonriente -, está tomada en Cannes el<br />

día del cumpleaños de su abuela Claire, ¿sabes quién es? Sí, claro.<br />

Debes haber oído hablar de ella porque fue la gran protectora de tu<br />

madre.<br />

- ¿Y no tienes más fotos de mamá? – le pregunté molesto.<br />

- Tengo cajas enteras, Matt. Pero cuando se fue, y empezaron a pasar los<br />

años, preferí imaginarme cómo sería a tener siempre las mismas fotos<br />

como si hubiera muerto. ¿Ves esta de tu tía?, me la dio pocos días<br />

antes del accidente. Ahora siempre será así; y tus primas también<br />

porque el tiempo se ha detenido para ellas. No creo que haya nada más<br />

cruel.<br />

A mi abuela se le quebró la voz y yo me prometí llevarle una nueva foto de<br />

mamá. Cuando llegó fin de año, cenamos nuevamente con los Roschtadt; y<br />

también vino Maurice, pero antes de medianoche la velada había concluido. Al<br />

llegar a casa mamá sacó una botella de champán y unos dulces que nos tomamos<br />

sentados en su cama.<br />

- Feliz Año, Matt.<br />

- Feliz Año, mami.<br />

- ¿Todo va bien en casa de tus abuelos?<br />

208


- Sí, la abuela me gusta mucho.<br />

- Me alegro, porque a partir de ahora se va a sentir muy sola.<br />

- ¿Se os ha pasado el enfado?<br />

- Lo que ha pasado es el tiempo y, sobre todo, la muerte de mi hermana<br />

y de sus hijas. ¿Qué quieres que haga? ¿Regresar al último punto de<br />

encuentro, o mejor dicho, de desencuentro?<br />

- Dime mamá ¿y ahora, te cuesta hablar con los abuelos?<br />

- Con tu abuelo siempre me costará; y a él también. ¿Crees que le gusta<br />

tener una hija divorciada, medio bohemia y viviendo en Barcelona con<br />

sus ex suegros, unos exilados españoles? Pues no, no le debe gustar<br />

nada. De hecho nunca le gusté, siempre me contempló como una<br />

réplica de su propia madre quien, para colmo, me proveyó de los<br />

medios suficientes para hacer la vida que yo deseaba.<br />

- ¿Me estás diciendo que al abuelo no le gustaba su madre?<br />

- Mi abuela Claire era una mujer guapísima, además de elegante y<br />

encantadora. Y tu abuelo, tan esteta, apreciaba estas cualidades pero<br />

detestaba su historia, tanto que no ha vivido para otra cosa más que<br />

para borrarla; de ahí su intransigencia, su dureza, su empeño de que<br />

nada escape a su control, y su perseverancia por salvaguardar las<br />

apariencias.<br />

209


- ¿Pero, qué hizo que el abuelo no haya podido soportar?<br />

- Bien – asintió con gesto gracioso - no se puede negar que para la<br />

época, llevó una vida digamos intensa. Verás: a los dieciséis años se<br />

escapó con su profesor de tenis, probablemente un pinta caza fortunas<br />

a quien la única hija de un gran banquero le venía de perlas. Pero los<br />

encontraron y mi abuela fue enviada a Londres a casa de sus tíos;<br />

aunque parece que antes hicieron desaparecer un embarazo. Ya en<br />

Londres, una noche en el Covent Garden conoció a Claudio Barbieri,<br />

un tenor en el esplendor de su carrera – casado - con quien se embarcó<br />

en un tórrido idilio. Aunque esta vez, sus tíos, alertados a tiempo,<br />

evitaron otra catástrofe acompañándola de vuelta a París donde sus<br />

hazañas hubieran sido la comidilla de no ser porque su padre se había<br />

apresurado a encontrarle un marido: Léon de Beaumont-Rochelle, el<br />

ambicioso hijo de un amigo de la nobleza francesa, completamente<br />

arruinado, a quien la fortuna de la abuela Claire convenía<br />

enormemente. Así que el estrépito del affaire Barbieri quedó<br />

inmediatamente olvidado porque, como todos preferían asistir a la<br />

boda, dejaron de chismorrear al respecto. Además de la boda y de la<br />

cuantiosa dote, Léon entró en el banco donde se mostró como un gran<br />

gestor, emprendedor y hábil. Del matrimonio, que como pareja no fue<br />

210


una maravilla, sólo nació mi padre. Cuando tu abuelo se casó, su<br />

madre fijó su residencia en Cannes y sólo iba a París cuando su<br />

presencia era realmente imprescindible. Dicen que aún tuvo algún<br />

amante más. No lo sé. Nunca vi a su alrededor nadie que me pareciera<br />

sospechoso; lo que sí recuerdo es que era una gran anfitriona. Ofrecía<br />

unas cenas espléndidas y muy divertidas en las que mezclaba<br />

aristócratas, vividores, millonarios retirados en la Costa Azul, actores<br />

y, especialmente, pintores. A ellos se debe su magnífica colección de<br />

arte. Mi abuela tenía una gran sensibilidad y un olfato extraordinario<br />

para detectar lo que sería reconocido. Pero lo cierto es que tu abuelo<br />

siempre observó de forma muy crítica la vida de su madre.<br />

- ¿Y en qué te pareces tú a tu abuela?<br />

- Pues no me importaría parecerme en muchas cosas: de haber tenido su<br />

instinto y su capacidad negociadora, la galería, por ejemplo, hubiera<br />

sido más rentable. Pero contestando a tu pregunta, te diré que, además<br />

de las mil diferencias surgidas durante toda mi adolescencia, para tu<br />

abuelo mi huida con tu padre fue una réplica de lo sucedido con su<br />

madre. Y alguna similitud hay. Lo que me diferencia es que pertenezco<br />

a una generación en la que la mujer no sólo se ha incorporado al<br />

mundo profesional sino que, por lo mismo, difícilmente mantendrá un<br />

211


matrimonio sin amor; y, si se equivoca, asume las consecuencias e<br />

intenta defender su intimidad y su trabajo en un mundo en el que, pese<br />

a lo que te acabo de decir, todavía es patrimonio de los hombres.<br />

Le pedí a mamá que buscáramos una foto para la abuela, así que nos<br />

entretuvimos un rato más hurgando entre las cajas clasificadas por meses y años.<br />

Al fin nos decidimos por una de las últimas que le hizo Hugo.<br />

- Mami, ¿le guardas rencor a la abuela?<br />

- No, Matt: de eso ya hemos hablado. Además, mi madre sólo ha sido<br />

una víctima más de mi padre.<br />

- ¿Y hacia tu hermana, qué sientes ahora? ¿Porque fue ella? - ¿no? -<br />

quien chivó a los abuelos que te había visto con papá en el cine?<br />

- Sucede que no soy capaz de definir mis sentimientos. No soy una santa<br />

y, por tanto, si pienso en los últimos meses que estuvimos juntas, su<br />

recuerdo me pesa porque me inquieta. En cambio, a veces siento<br />

nostalgia de nuestros juegos y de cuando, muy pequeñas, fuimos<br />

cómplices. Luego, dominada por tu abuelo, mi hermana sólo deseaba<br />

ser lo que él quería. Y lo consiguió, a veces hasta parecía un calco.<br />

Probablemente ambos han ignorado que detrás de la intransigencia está<br />

la infelicidad porque distancia de los seres más queridos. Mi padre, en<br />

esta opción, ha obtenido reconocimiento social y profesional y una<br />

212


mujer envidiada por su belleza y refinamiento. El que además fuera<br />

feliz, no entraba necesariamente en el guión. En cuanto a Charlotte,<br />

debió vivir mucho tiempo obsesionada porque su casa y la educación<br />

de sus hijas fuera un modelo de perfección y así contentar a nuestro<br />

padre. Mientras, su marido, un hombre al parecer muy vital, se alejaba<br />

de aquella cárcel dorada de la que Charlotte no podía escapar,<br />

sucediera lo que sucediera entre ellos, porque, de hacerlo, hubiera<br />

estallado el tipo de escándalo que nuestro padre detestaba. En cuanto a<br />

la historia del cine y tu padre, es cierta y por supuesto me distanció de<br />

Charlotte, tanto que nos separamos para siempre. Estos días me he<br />

preguntado si, en este tiempo, no debí olvidar y ponerme en contacto<br />

con ella; en suma fui yo la que desapareció. Pero no sólo ya no es<br />

posible sino que creo que no hubiera funcionado porque el destino de<br />

muchos hermanos, con toda la relación compleja que conlleva, es ser<br />

hermanos, no amigos. Pero díme Matt, ahora que has estado en casa<br />

de mis padres, ¿te imaginas a Mich en esa casa?<br />

La suposición nos hizo reír un buen rato y ambos recordamos cuando Mich<br />

vivía con dos amantes; y también su grito estentóreo en la estación cuando vino a<br />

París o aquella mañana en la que se instaló con sus bártulos en la Place du Tertre.<br />

213


No, dioses. Sólo lamento no poder repetir esos momentos una y otra vez.<br />

Volver atrás; impedir que despuntara el primer día del 93; esperar a Mich en el<br />

patio del colegio; los días de playa con las dos; el último beso de mi madre antes<br />

de dormir y el calor de su piel. Si fuera posible, yo también huiría en busca de<br />

estos paraísos.<br />

214


Girante<br />

1.<br />

Cuando llegamos a Barcelona, Elías ya había regresado a Londres pero,<br />

junto al árbol de Navidad, encontré su regalo: una superbicicleta con marchas. Mi<br />

primer vehículo de independencia. La mañana siguiente, ya dispuesto a hacer mi<br />

primer trayecto para ir al colegio, los abuelos me hicieron mil recomendaciones<br />

mientras mi madre me miraba inquieta intuyendo que, como ella misma había<br />

hecho, yo volaría tan lejos como me fuera posible. Recuerdo el viento frío de<br />

enero y yo corriendo en su contra sintiéndome libre y fuerte. Los primeros días los<br />

dediqué a investigar cual de los distintos trayectos me convenía: a la ida para<br />

llegar rápido al colegio, de regreso a casa, los minutos que podía rescatar al<br />

tiempo permitido para adentrarme en la ciudad y conocer otros mundos.<br />

Así conocí a Sarita aquella primavera. Sarita vivía en la Barceloneta, uno<br />

de mis destinos preferidos. Fue un día que me cayó encima una sábana que ella<br />

descolgaba en el justo momento en que yo pasaba bajo su balcón. Crrooock. Y fui<br />

a parar al suelo envuelto en una tela floreada. , me<br />

preguntaron unas pantorrillas rotundas mientras yo intentaba salir de la<br />

emboscada. Tras las pantorrillas aparecieron dos pechos impresionantes, más<br />

215


grandes y blandos que los de Molly. Y más maduros. Luego apareció una cara<br />

chata y una cabeza roja llena de rulos.<br />

- Ven, sube conmigo; te curaré esos arañazos.<br />

- No puedo dejar la bici en la calle, señora – le contesté todavía<br />

aturdido.<br />

- Pato, anda vigílale la bicicleta al chico – le dijo Sarita a un hombre que<br />

leía un diario sentado a la puerta de un minúsculo bar vecino - .<br />

¡Patooo!, no te hagas el sordo que me has oído perfectamente.<br />

- Como no te voy a oír, chillona; anda chico, éntrala en el bar y la dejas<br />

apoyada en un lado de la barra. La Paqui te la vigilará –, me dijo el<br />

hombre quien, al apartar el diario comprobé asombrado que tenía cara<br />

de pato.<br />

- Hay que joderse, este marido mío se piensa que no tengo nada más que<br />

hacer – refunfuñó una rubia estilo Paulette que apareció en la puerta<br />

del garito –. Y tú Sarita, a ver si andas con más cuidado; parece<br />

mentira que no hayas escarmentado con lo que le pasó a la señora<br />

Ramona.<br />

- ¡Coño!, por un gato que maté… Vamos chico, no les hagas caso.<br />

Y yo la seguí, hipnotizado por sus nalgas, subiendo unas escaleras<br />

descascarilladas, estrechas y muy altas, hasta el segundo piso.<br />

216


- ¿De verdad mataste a esa señora?, le pregunté a Sarita mientras ella<br />

empezaba a curarme sentado en la tapa del váter.<br />

- No, hombre. (¡Joder con las uñas, tendré que pintármelas otra vez!) Si<br />

no fue nada, lo que pasa es que la Ramona tiene más años que<br />

Matusalén y se rompió no sé qué hueso de la mano al resbalar con una<br />

blusa que se me escapó al tenderla.<br />

Mientras Sarita me curaba, yo observé su casa: un cubículo de dos<br />

habitaciones minúsculas lleno de puntillas, flores de plástico e imágenes de santos<br />

y vírgenes; y el aseo con ducha en el que estábamos donde apenas cabíamos.<br />

- ¿Te gustan las madalenas?<br />

- Sí, pero no se preocupe señora. Estoy bien.<br />

- Ni hablar, las cinco es buena hora para la merienda y estas madalenas<br />

son las mejores del mundo: me las manda una compañera que se retiró<br />

al pueblo. ¿Con qué las quieres? ¿Te gusta el café? Ah, y no me<br />

llames señora aunque tenga edad de ser tu madre, y hasta tu abuela, me<br />

hace el efecto de que no es conmigo con quien hablas. ¿Me explico?<br />

Aquí todos me llaman Sarita.<br />

- Como quieras; pero el café no me gusta.<br />

- Seguro que las prefieres con Coca-Cola.<br />

- Sí.<br />

217


- Lo que yo te diga: madalenas con Coca-Cola...; si es que los jóvenes<br />

no sabéis comer, ¡coño! ¡¡¡Pato, dile a la Paqui que la niña me suba dos<br />

Coca-Colas!!! - gritó Sarita desde el balcón.<br />

Mientras me comía las madalenas Sarita se repintó las uñas, se sacó los<br />

rulos, se maquilló y cambió la bata floreada por una falda negra y una blusa<br />

blanca con volantes en las mangas sin dejar de hacerme preguntas. Cuando le dije<br />

de dónde venía se extrañó mucho.<br />

- ¿Y a ti?, ¿ qué se te ha perdido por aquí?<br />

- Nada, me gustan estas calles.<br />

- Pues a mí me gustaría vivir donde tú vives. ¿Y ese acento, es porque<br />

eres extranjero o es un defecto?<br />

- Es porque viví en Francia hasta hace dos años.<br />

- Siendo eso, al revés: hablas muy bien. ¿Cómo has aprendido tan<br />

rápido?<br />

- Mis abuelos nacieron aquí pero durante la guerra se tuvieron que<br />

exiliar y tanto ellos como mi padre me han hablado siempre en español<br />

o en catalán, así que lo aprendí a hablar todo junto.<br />

- ¿Y tu madre? Porque tendrás madre, lo que no se tiene a veces es<br />

padre.<br />

218


Me acordé de Mich y también de Batiste, pero sólo le dije que mi madre<br />

era francesa y que, aunque con más acento que yo, también ella hablaba bien<br />

ambos idiomas.<br />

- He de irme Sarita, gracias por todo.<br />

- La verdad es que eres la mar de educado; les convendrías a muchos<br />

chicos de este barrio. Bueno, será mejor que yo también me apresure:<br />

esta tarde me espera un cliente de Lérida; de esos que no molestan y<br />

que los tengo en la parroquia desde hace tiempo.<br />

- ¿Trabajas en la Iglesia?<br />

- ¿¿¿Eh??? No, hombre, no. Pero yo también tengo mis fieles.<br />

Mientras Sarita se daba los últimos retoques yo miré con disimulo dos<br />

cartas que estaban en una estantería apoyadas en un niño Jesús. Ambas iban<br />

dirigidas a Paloma Expósito.<br />

- Si bajas otro día, Mateo, ven a enseñarme cómo te han quedado los<br />

rasguños. Hasta las siete suelo estar en casa, o por el barrio; si ves que<br />

no contesto, el Pato o la Paqui te dirán dónde estoy. Te llevaré a<br />

comer jamón; conozco un sitio que lo tienen riquísimo y la primera<br />

semana de cada mes me mandan las madalenas. ¿Quieres llevarte unas<br />

cuantas?<br />

- No, gracias Sarita. Bajaré a tomármelas contigo.<br />

219


El olor de la Barceloneta sólo está ahí. Da igual qué época del año sea.<br />

Proviene de sus calles estrechas, de los restaurantes, de la cercanía del mar, de la<br />

ropa tendida y de sus gentes. Cuando cumplí dieciocho años mi madre me<br />

preguntó en qué sitio me gustaría cenar: escogí la terraza de uno de sus<br />

restaurantes más típicos y antiguos, Can Ramonet, delante del mercado. Nos<br />

comimos unas gambas enormes y una lubina a la sal. Mamá todavía tenía color de<br />

verano y, aunque pasábamos por una de aquellas temporadas en las que sólo<br />

coincidíamos en encontrar motivos de desencuentro, ella se mostró cálida y a mí<br />

me pareció radiante y seductora. Luego dimos un paseo por las calles colindantes<br />

hasta llegar a la plaza de la Barceloneta, delante de la iglesia de Sant Miquel del<br />

Port adonde iba Sarita todos los lunes, el día de la semana que no trabajaba y que,<br />

por lo mismo, se sentía ‘limpia’. Mi madre me preguntó cuán asiduo había sido de<br />

aquel barrio, y por qué. No le hablé de las muchas veces que había bajado a ver a<br />

Sarita; ni de la fascinación que había ejercido sobre mí su mundo oscuro; ni de<br />

cuando me confesó que desde los quince años se hacía llamar Sarita, por su actriz<br />

favorita, Sarita Montiel, pero que en realidad se llamaba Paloma Expósito porque<br />

nunca supo quién era su padre. Ni de cuando, dos años antes, enfermó para<br />

siempre. Le contesté a mi madre que me había aficionado al barrio paseando en<br />

bicicleta, lo que no dejaba de ser cierto.<br />

220


- Pues yo no conocí estas calles hasta el verano pasado, cuando al<br />

empezar el libro sobre Barcelona, tuve que recorrer la ciudad de punta<br />

a punta. Y eso es lo fascinante de las ciudades: que siempre hay un<br />

rincón por descubrir. La prueba es que hasta ese momento sólo había<br />

llegado a los restaurantes del Port Vell. Bueno y a esa calle que hay<br />

más arriba, la que parece un bazar. ¿Sabes a cual me refiero, Matt? Es<br />

fantástica. Y me encanta su nombre: Reina Cristina, se llama. ¿A quién<br />

se le ocurriría mantener tan pomposo nombre para unos pocos metros<br />

repletos de tiendas de las que se dice que todo lo que venden es de<br />

estraperlo?: radios, televisiones, equipos de música, relojes, plumas,<br />

oro… de todo. Los últimos walkman me los compré allí.<br />

- Pero mami, tú estás loca. Te pueden engañar.<br />

- Pues por el momento la televisión de tu cuarto, que también es de ahí,<br />

funciona como un reloj. Aunque lo mejor fue lo bien que me lo pasé<br />

comprándola: ya sé que es más sencillo ir a una tienda conocida, pero<br />

cambio la comodidad, y hasta la seguridad, por vivir ese ambiente y,<br />

además, he hecho unas fotos fantásticas. En unas semanas te podré<br />

enseñar las que hemos seleccionado para el libro y las de esa calle, y<br />

alguna de las de la Barceloneta, están entre las mejores.<br />

221


- Ya eres bien rara, mamá. ¿Te imaginas a cualquiera de las abuelas<br />

comprando en esas tiendas?<br />

- Claro que no, Matt, ¡qué tontería! Pero es que mi madre jamás intentó<br />

escapar a su destino y a tu abuela Camila nunca le han gustado los<br />

riesgos innecesarios. Supongo que con la guerra y el exilio, tuvo<br />

bastante. Pero, ¿de qué te extrañas? Con la cantidad de restaurantes<br />

que hay ahora en el nuevo puerto, quien hoy me ha traído aquí eres tú.<br />

- Debe ser, aunque nos fastidie, porque en algunas cosas nos parecemos.<br />

¿Eh, mami? – le dije con ánimo de provocarla –. La prueba es que a los<br />

dos nos gusta salir de nuestras fronteras: tú para fotografiar y yo para<br />

escribir.<br />

- Ya me doy cuenta, ya – me contestó de pronto pensativa -, pero a veces<br />

siento que hayas heredado mi locura porque cada vez querrás ir más<br />

lejos y, aunque siempre te he dicho que eso es vivir, en ocasiones el<br />

viaje te dolerá tanto que lamentarás tu osadía. Y no sabes cuánto Matt.<br />

No sabes cuánto.<br />

222


2.<br />

El reencuentro de mi madre con los abuelos Beaumont-Rochelle conllevó<br />

un nuevo cambio en nuestras vidas: mamá iba a verlos con frecuencia y yo, un fin<br />

de semana cada mes. Las comidas en las que estaba el abuelo, todo seguía siendo<br />

muy tenso, el aire no corría. Pero las ratos con mi abuela nunca dejaron de ser<br />

muy agradables tanto si nos quedábamos en casa como si íbamos al cine, una<br />

afición que compartíamos y que propició conversaciones que me desvelaron a una<br />

mujer que me pareció sensible, aguda, irónica y hasta joven; muy distinta a la<br />

abuela Camila y a cualquier otra abuela que hubiera conocido. De regreso a casa<br />

solíamos detenernos en el Yamazaki, pese a que sentía como si traicionara a<br />

mamá, puesto que ese era un lugar que nos pertenecía.<br />

Así, en los varios encuentros que se fueron sucediendo, le fui explicando a<br />

la abuela quienes éramos y cómo vivíamos. Luego regresaba a Barcelona, al<br />

colegio, a mis paseos en bici y a los abuelos Cases, tan distintos de los<br />

Beaumont-Rochelle. Y en ambas familias me sentía bien. Claro que mi educación<br />

y la casa de Barcelona dependían del criterio de mamá y, por tanto, con más<br />

similitudes con los hábitos de sus padres de los que ella misma hubiera sido capaz<br />

de admitir. Pero en Barcelona ningún chofer esperaba en la puerta a los abuelos;<br />

ni la abuela Camila tenía el porte de la abuela Solange; ni los abuelos Cases se<br />

desplazaban por todo el mundo como los Beaumont-Rochelle, con la misma<br />

223


naturalidad que ellos a las calles del centro; todo lo cual – como decía - no me<br />

impidió nunca sentirme bien en uno u otro lugar. Aunque, como mi madre, acabé<br />

por preferir la vida en Barcelona, donde, de alguna forma, me sentía más libre.<br />

- Mamá, ¿somos libres? ¿Alguien es libre?<br />

- No Matt, pese a que el dinero, de alguna forma, te permite escoger. De<br />

eso ya hemos hablado; aunque, personalmente, lo que más valoro es<br />

que hace posible la lealtad hacia uno mismo. Pero esta libertad,<br />

tampoco es ilimitada porque está condicionada a tu realización<br />

personal, a tu educación y, sobre todo, a tus afectos. Hay quien, al no<br />

ser capaz de asumir esta realidad, desaparece para siempre: tal vez<br />

para éstos la carga del pasado resulta más liviana. Pero es una<br />

suposición. Un buen ejemplo sería la madre de Mich. Me encantaría<br />

preguntarle si realmente ha podido olvidar.<br />

Pensé entonces que mi padre también se encontraba en el grupo de estos<br />

desertores. No es que no lo viéramos jamás: una vez al mes venía a vernos pero se<br />

iba el mismo día y las constantes llamadas de Blanche nos impedían tenerlo por<br />

completo siquiera esas pocas horas. Su desapego era tal que hasta olvidaba en qué<br />

curso estaba o cuales eran mis aficiones pero creo que, de alguna forma, acabé<br />

por acostumbrarme a no contar ni con su conversación ni con su atención.<br />

Delgado, etéreo y cada vez más ausente, un día en que fuimos a comer a un<br />

224


estaurante junto al mar y el viento soplaba fuerte, lo vi claramente elevarse<br />

desapareciendo entre las nubes. Fue, por supuesto, una alucinación ya que ahí<br />

estaba. Pero sin estar.<br />

- Mamá, ¿papá siempre ha sido así? ¿Se ha ocupado alguna vez de los<br />

abuelos o de ti?<br />

- Supongo, Matt, que siempre fue así. Y, si reflexionas, concluirás que<br />

es lógico: tus abuelos lo tuvieron siendo ya muy mayores, cuando ya<br />

desesperaban. Desde el momento en que nació, la vida de aquella casa<br />

sólo giraba a su alrededor de forma que para él lo más natural es ser el<br />

centro de atención; por eso no puede prescindir de Blanche, que le<br />

aporta la dosis de protección y admiración que precisa aunque sea a<br />

costa de vivir apartado de su familia. Espero que vuelva a tiempo. Y no<br />

lo digo sólo por ti, sino por tus abuelos.<br />

- Pero se escapó contigo: ¿te quería, verdad?<br />

- Nos quisimos mucho, Matt; no lo dudes. Todo el noviazgo y los<br />

primeros tiempos de matrimonio fue la etapa más romántica de nuestra<br />

vida, lo que sucede es que romanticismo y realidad tienen difícil<br />

convivencia: está el día a día, las necesidades económicas más simples,<br />

la responsabilidad de un hijo así como aprender a querer a tu pareja<br />

con más ternura que pasión porque lo que te conmueve es el profundo<br />

225


conocimiento de esa piel que compartes cada día. Claro que esta<br />

sabiduría llega con la madurez que tu padre y yo no supimos alcanzar<br />

juntos. ¿No me estás entendiendo, verdad Matt?<br />

- No mucho mamá. Pero y yo, ¿crees que le importo?<br />

- Estoy segura. Lo que sucede es que todavía no ha aceptado su<br />

condición de padre y tampoco creo que sea capaz de hacerlo al cien por<br />

cien. Pero es buena persona, como lo son tus abuelos. Si yo no<br />

estuviera; si lo precisaras realmente, acudiría. Verás cómo algún día, a<br />

su manera, hará de padre.<br />

- ¿Sabes que he hablado mucho más con Elías que con él?<br />

- Me lo puedo imaginar, Matt, y me alegro. Ya que no tienes hermanos<br />

ni primos, está bien que tengas una figura masculina cerca de ti;<br />

además, de alguna forma, Elías también es tu familia.<br />

Para Elías, aquel debió ser un año muy difícil. Recluido entre su pequeño<br />

apartamento de Hammersmith y su trabajo en el hospital, quiso pasar en soledad<br />

lo que debió ser una gran crisis. Supe por Yael que su visita en Navidad había<br />

sido un desastre a fuerza de tensión y desencuentros hasta que la casa se convirtió<br />

en un infierno. La traca final fue el día en que Dinah lo encontró en el garaje<br />

abrazado a Molly. Yael me lo explicó por carta de forma espléndida, alternando<br />

los detalles con comentarios de humor, como si aquel hecho no le concerniera, lo<br />

226


que evidenciaba su enorme y especial talento. El caso es que, según Yael, Elías ni<br />

se esforzó en disculparse pese a que Molly le dijo a Dinah que su marido se había<br />

abalanzado sobre ella. Coincido con Yael en que más bien sucedió al revés, y que<br />

si Elías ni se molestó en negarlo fue porque así encontró la forma - todo sea dicho,<br />

bastante bestia - de poner fin no sólo a aquellos días, sino que a su matrimonio.<br />

Entretanto, mamá volaba de Barcelona a París y de un lugar a otro según<br />

los encargos cada día más numerosos. El gran despegue, sin embargo, llegó a final<br />

de aquel mayo de 1993 cuando una foto suya de las Olimpíadas fue escogida por<br />

la agencia Century Press como la mejor del año. Este hecho cambió radicalmente<br />

la trayectoria de su trabajo y sobre todo la relación con ella misma. El único que<br />

frunció el ceño fue Azcárate quien veía alejarse lo que consideraba su<br />

descubrimiento y, de alguna forma, su propiedad. Desbordado, sin embargo, por<br />

el protagonismo de mamá y porque las cenas a las que eran invitados se<br />

multiplicaban, salvo algún que otro comentario lleno de amarga ironía, y que<br />

mamá prefirió ignorar, simuló dejar paso a la nueva estrella al tiempo que, para<br />

comprobar su dominio sobre ella y - me temo que - para hacerla dudar de su<br />

talento, en su revista sólo le encargaba trabajos menores, más propios de un<br />

principiante que de una estrella emergente. Puesto que su colaboración con<br />

Azcárate no le ocupaba más que unos pocos días al mes, mamá cedió.


de ser cierto – dijo -que fue él quien me brindó la primera oportunidad y los<br />

primeros amigos. Espero que pronto se le pase la rabieta.><br />

Como ya he comentado, lo que más le gustaba a mi madre no era la<br />

fotografía de arte sino la testimonial. Las fotografías del público en la final de la<br />

liga de fútbol de aquel año, publicadas en el dominical de La Gaceta, uno de los<br />

diarios más importantes de la ciudad, fue su segundo dardo. Yo mismo, que era un<br />

tibio espectador del deporte con más adictos, me quedé flipando ante aquellas<br />

imágenes: hombres y mujeres, todos con las caras desencajadas, sudorosas, al<br />

borde del colapso, cada cual con la frente pintada con los colores de su equipo y<br />

ataviados con gorros, camisetas y bufandas del mismo, constituían todo un<br />

documento antropológico. Las fotos publicadas sólo fueron tres por las que,<br />

además, pactó un precio simbólico. Efectivamente, pocos días depués,<br />

el diario le proponía una colaboración mensual, ya mejor pagada, además de un<br />

pase de prensa como reportera. En junio, un conocido galerista le propuso<br />

inaugurar el otoño con una exposición. Con todo ello, es fácil imaginar que aquel<br />

semestre mamá desplegara una actividad febril; sin embargo, una vez a la semana<br />

venía a buscarme para ir a la última sesión de tarde del vecino cine Verdi. Luego,<br />

mano a mano, cenábamos en el Café Salambó mientras solíamos comentar la<br />

228


película apasionadamente, prolongando así aquella afición que compartíamos.<br />

Una costumbre que continuaría luego nuevamente en París, hasta el día que me<br />

llamó Bonny Spencer anunciándome su muerte.<br />

¿Y Maurice? Su historia con Maurice parecía seguir. A veces la oía hablar<br />

quedo a medianoche. Otras, hacía veloces escapadas de las que regresaba radiante.<br />

Y yo odiaba a Maurice. Detestaba su tono prepotente y sus burlas; y, sobre todo,<br />

que me la arrebatara. La complicidad que suponía entre ambos, conseguía sacarme<br />

de quicio hasta el punto de que con frecuencia extendía mi rabia hacia mi madre,<br />

preguntándome una y otra vez para qué diablos había huido de sus padres si<br />

Maurice le ofrecía lo mismo que había abandonado.<br />

Maurice venía alguna que otra vez a Barcelona. En cuanto ponía un pié en<br />

casa, los abuelos, tras un brevísimo saludo, se pertrechaban en su habitación<br />

esperando a que se largara que, todo hay que decirlo, lo hacía rápido: solían ser<br />

los minutos que mamá tardaba en arreglarse. Si me topaba con él, me miraba con<br />

su habitual sorna y, con la misma, me preguntaba por mi futuro como escritor, o<br />

qué leía en aquel momento. A Maurice le gustaba el cuadro de Bacon que mamá<br />

había traído aquel invierno y la colección de dibujos de Fortuny: solía quedarse<br />

varios minutos contemplando el hombre descompuesto y multiplicado del<br />

primero. Luego aparecía mamá ‘vestida de cena con Maurice’ y él siempre se<br />

229


despedía aclarándome que me la devolvería. ¡Pues claro, tío mierda!, pensaba yo<br />

mientras entre dientes mascullaba un buenas noches apenas cortés.<br />

Para los abuelos Cases aquel fue un buen año: el grupo de París continuaba<br />

entero; el abuelo proseguía con sus tertulias en el bar y la abuela encontró<br />

afectuosa compañía en Rosa, su cuñada de estranquis. Las tardes que Roberto<br />

tenía libres, las solía llevar a merendar a la pastelería Mauri, en la Rambla<br />

Catalunya. La abuela protestó unos días porque hubiera preferido seguir yendo a<br />

la granja Dulcinea, en el centro; pero mamá y el abuelo acabaron por convencerla<br />

de que no era sensato que anduvieran solas por esas calles.<br />

A mamá le gustaba mucho verlas salir: bien arregladas y alegres como dos<br />

escolares haciendo novillos. < ¿Están monas, verdad Matt? > Sí lo estaban; eran<br />

muy graciosas. Comprendo que mamá se sintiera contenta por haberles<br />

proporcionado aquel bienestar.<br />

Mediado junio, Elías nos comunicó que Yael sólo iría a Londres la primera<br />

semana de julio para regresar inmediatamente a Estados Unidos donde pasaría en<br />

Long Island el resto del verano. El día que nos llamó, hacía mucho que no hablaba<br />

con él; sus noticias me llegaban por Yael quien en marzo me envió unas fotos<br />

sorprendentes: secuencia a secuencia, desde que sonó el primer rugido de Dinah<br />

en el garaje, había obtenido, con su cámara disparando a toda velocidad, un<br />

documento completo de aquel día funesto. Ahí estaba Molly, enfundada en un<br />

230


vertiginoso y mínimo vestido rojo, lloriqueando sobre el hombro de Max; Dinah<br />

gritando y finalmente Elías metiendo su equipaje en un taxi. Cuando ví esas fotos<br />

- pese a la dudosa calidad de las mismas - no dudé de que, con el tiempo, Yael<br />

superaría la temeridad de mamá por estar lo más cerca posible de las situaciones<br />

más peliagudas.<br />

Cuando Yael llegó a Londres, esa vez era yo quien con Elías la esperaba<br />

en el aeropuerto. Al verla acercarse hacia nosotros, caminando segura de su<br />

cuerpo rotundo y luciendo aquella sonrisa deslumbrante y seductora, un deseo<br />

oscuro - como el que sentía hacia mi madre - se apoderó de mí de tal forma que al<br />

saludarla sólo le tendí la mano. , me dijo<br />

aprovechando el gesto para iniciar una llave de judo que por los pelos no me dejó<br />

en el suelo. < ¿Y tú, cuando dejarás de ser tan bruta? >, le contesté cabreado.<br />

, me contestó impertérrita colgándose de mi cuello. Yael.<br />

Yael.<br />

Disponíamos de tan pocos días que, salvo alguna tarde que fuimos al cine,<br />

engullimos aquella semana haciendo recuento de aquel invierno sin apenas salir<br />

de Hammersmith. Pese a su resistencia anímica, Yael se sentía confundida por lo<br />

sucedido entre sus padres y, sobre todo, por cómo su padre se había alejado de su<br />

mujer y de todo cuanto ambos habían construido: casa, amigos y hasta país.<br />


mi padre jamás hubiera roto con mi madre con todo lo que ello significaba: desde<br />

Max y yo misma a la familia de mamá, a quien estaba muy unido. Ningún judío,<br />

Matt, ninguno que haya pasado por la pérdida de toda su familia en el holocausto,<br />

como es su caso, abandona su casa por una crisis existencial.><br />

Pero Yael y yo también empleamos nuestro tiempo en plácidos paseos en<br />

barca y en dorarnos en el minúsculo jardín de la nueva casa de Elías mientras<br />

hacíamos planes para el futuro: Yael persistía en su idea de dejar Estados Unidos<br />

lo más pronto posible y vivir en Europa. , le advertí circunspecto.<br />

- Ya. Pero a lo que te he dicho antes, cuando hablábamos de mi padre,<br />

puedes añadir que es propio de los judíos asumir su condición de<br />

pueblo en permanente diáspora.<br />

Como estaba previsto, Yael pasó el verano en Long Island. En algunas de<br />

sus cartas me enviaba fotos en las que pude comprobar que Max continuaba<br />

literalmente pegado a Molly; que sus abuelos maternos, nonagenarios, eran tan<br />

graciosos que parecían surgidos de un guión de mi idolotrado Woody Allen y que<br />

Yael, quien utilizaba el dispositivo automático para enviarme sus propias fotos,<br />

pese a aparecer siempre haciendo el burro, desbordaba una sensualidad<br />

irresistible.<br />

232


Yo pasé mi verano en Cadaqués soñando con ella y con su cuerpo: una<br />

ilusión que me procuró éxtasis solitarios de gran intensidad. Y cuando llegó mi<br />

madre y ambas imágenes se fundían en mi deseo, lloraba hasta la desesperación<br />

por una y por otra. Incapaz de admitirme ni como Edipo ni como lord Byron.<br />

233


3.<br />

Como aquel año, no recuerdo nunca haber deseado tanto volver al otoño, a<br />

la rutina escolar y a mis largos paseos en bicicleta. Ya en Barcelona, los sábados<br />

por la mañana de aquel final de septiembre se convirtieron en un día óptimo para<br />

campar por mis fueros y visitar a Sarita quien, sustituyó las madalenas por unas<br />

almejas inmensas y gustosísimas que tomábamos en la playa sentados sobre una<br />

manta y protegidos del sol bajo una sombrilla estampada de vistosas flores. A<br />

veces me preguntaba qué diría mi madre si nos llegara a encontrar: ¿saldría su<br />

parte bohemia o su condición burguesa? Sarita conservaba con orgullo la piel<br />

muy blanca porque un cliente de muchos años – y de familia con señorío, decía<br />

ella – le había advertido años atrás que la piel oscura no era apropiada para una<br />

dama. , me aclaraba Sarita quien para<br />

entonces – aunque sin detalles - ya hablaba con soltura de su oficio sobre el que<br />

me explicó que se había metido cuando se hartó de limpiar lavabos en un hotel de<br />

Torremolinos.


de inmediato o me iba a la puta calle. Pensé en mis posibilidades y cuando llegué<br />

a la conclusión de que no me quedaban más cojones que seguir limpiando<br />

cagarros, fuera donde fuera, decidí hacerme puta de calle, que es lo mismo que esa<br />

cabrona me decía pero al revés. Así me hice puta, como lo habían sido mi madre y<br />

mi abuela; y, en cuanto lo tuve decidido, me olvidé de las monjas, del hospicio,<br />

de buscar marido y me vine a Barcelona. Y no me ha ido mal. Los mejores, los<br />

primeros años. Ya me dirás, con veintidós años, te comes el mundo. Aunque lo<br />

único que yo quería era comprarme un piso y el que tengo para otros será un<br />

cuchitril pero para mí, no hay mejor palacio.><br />

- ¿Y tú nunca has tenido novio Sarita?<br />

- Sólo hubo uno por el que por poco no me vuelvo loca: El Chano, se<br />

llamaba. No tenía un duro pero, como era por amor, se lo hacía gratis.<br />

Trabajaba en un restaurante de esos que estaban en la playa: el Can<br />

Costa, que tenía una clientela tan fina que hasta los señoritos bajaban.<br />

Pero con quien él pendoneaba era con las extranjeras. Lo nuestro duró<br />

casi tres años en los que sufrí mucho y en los que, además, el Chano se<br />

gastó lo suyo y lo mío hasta que un día me dijo que se casaba con su<br />

novia de toda la vida pero, que si a mí no me importaba, por él,<br />

continuábamos. ¡Hay que joderse!, ¿no? Me vi como una idiota<br />

pagando la boda y los colegios de los churumbeles que vinieran; así<br />

235


que, sin pensarlo ni un minuto, lo mandé a la mierda. Por aquel<br />

entonces, yo tenía treinta años y unos ahorros que, por suerte, siempre<br />

le escondí. Me prometí que nunca más me volvería a pasar, que no<br />

habría más chuloputas que me jodiera la vida. Lloré mucho y mucho<br />

tiempo, no te creas; pero hace ya dos años que mi casa es mía. Ahora<br />

tengo cuarenta y cuatro años y menos clientela, claro, pero la que tengo<br />

es buena y ya lo tengo contado: si trabajo hasta los cincuenta, con lo<br />

ahorrado me retiro. Además, el mosén me ha prometido conseguirme<br />

trabajo. Al pobre le gustaría que lo dejara antes, pero ya le dicho que<br />

primero son los ahorros y luego lo que la Virgen quiera. Y si Ella me<br />

pide que limpie cagarros, pues lo haré, Mateo, porque por llegar al<br />

cielo, purgaré lo que sea.<br />

Pasamos la Navidad en Barcelona y al día siguiente mi madre y yo nos<br />

fuimos a Megêve. La casa de los abuelos me gustó enseguida por su amplitud y<br />

porque a través de los ventanales se filtraba la luz del resplandor de la nieve. La<br />

abuela me esperaba cada tarde después de una ducha que me reconfortaba de una<br />

larga jornada de esquí guiado por un monitor americano que reía sin parar y sin<br />

motivo, como si le hubieran dado cuerda. Y yo regresaba atacado por aquel<br />

imbécil, pero todo era mejor que esquiar con el abuelo, mamá y Maurice quienes<br />

no regresaban hasta el cierre de las pistas. Para cuando todos aparecían, yo ya<br />

236


llevaba dos horas con la abuela hablando o mirando las fotos de sus álbumes<br />

ordenados en dos etapas: la primera me encantaba porque había muchas fotos de<br />

mi madre y de la tía Charlotte vestidas con unos equipos de esquí muy graciosos;<br />

y las de las cenas de fin de año eran geniales. En estas últimas, mamá iba siempre<br />

muy elegante pero en casi todas hacía gañotas; había una, incluso, sacándole la<br />

lengua por detrás a la niñera: me pareció evidente que la tía debió ser una niña<br />

más formal y tranquilizadora. En la segunda etapa, mamá ya no aparece más y<br />

empieza con el primer fin de año en el que se incorporó el entonces prometido de<br />

Charlotte. Y luego ya van apareciendo mis primas casi recién nacidas primero; sus<br />

primeros pasos más tarde; sus primeros esquís… hasta las últimas con cascos<br />

dispuestas a esquiar. ¡Qué monas! El último álbum era del año anterior al<br />

accidente. Recordé lo que la abuela me había dicho respecto a que no le gustaba<br />

tener fotos antiguas porque ello quería decir que el ser querido, de alguna forma,<br />

ya no estaba. Como cuando mamá se fue con papá y ella escondió sus fotos.<br />

La noche de fin de año no hubo cena sino un largo aperitivo del que todo<br />

el mundo se retiró a las once. Cerca de medianoche mamá vino a mi cuarto con<br />

champán y una enorme caja de bombones.<br />

- Feliz año, Matt. Ya sé que no te lo pasas muy bien pero no puedo, o<br />

no sé, hacer otra cosa.<br />

237


- Feliz año, mamá. No te preocupes, estoy bien. Y a ti, ¿cómo te va con<br />

el abuelo?<br />

- Como siempre Matt; además, esquiando no se habla mucho. Aunque la<br />

única diferencia no se refiere a mí, sino a él: pierde las cosas<br />

constantemente, o peor, busca cosas que ha puesto, por cierto, en sitios<br />

bastante raros y luego ni se acuerda. Mi padre, que siempre fue un<br />

hombre muy metódico, de pronto tan despistado… en fin, no sé, tal vez<br />

todo esto sea fruto de la muerte de tu tía. ¿Y tu abuela cómo está?<br />

Apenas he hablado con ella.<br />

- ¿Y por qué no lo intentas? Yo hablo mucho y siempre me pregunta por<br />

ti.<br />

- Pues a mí nunca me pregunta nada, así que no sé qué debo intentar. En<br />

ocasiones pienso que tal vez podríamos hablar de algo si tu abuela se<br />

derrumbara unos segundos, los justos para empezar a hablar, y, sobre<br />

todo, si se rebelara: si me dijera cuánto le duele el alma y la vida, y<br />

empezar el día cada día. Bueno, no sé si me entiendes. Ya sé que la<br />

educación pasa por la resistencia y por la discreción, pero ante mi no<br />

precisa mostrar este refinamiento extremo: lo que perdió fue una hija y<br />

dos nietas. ¿Qué más se puede perder?<br />

- A ti, mamá.<br />

238


- Ya lo hizo. Y sin embargo aquí estoy y yo me pregunto: ¿le sirve de<br />

algo mi presencia? Bueno, me doy cuenta que la tuya le compensa.<br />

Algo es.<br />

- ¿Sabes que en París tiene guardados un montón de reportajes y trabajos<br />

tuyos porque me los pidió?<br />

- Y tú, ¿sabes que nunca me ha preguntado nada sobre mi trabajo, ni<br />

sobre mi vida? Si lo pienso, ni siquiera por Maurice. Por no decir por<br />

tu padre.<br />

- Si te preguntara por Maurice, ¿le dirías como a mí que nunca estará en<br />

tu futuro?<br />

- Veo que te sigue preocupando, Matt. Pero sí se lo diría y,<br />

probablemente, ésta sería mi única decisión que aprobaría.<br />

- Creí que eran amigos.<br />

- Justamente: no creo que tu abuela piense que Maurice haya cambiado<br />

sus hábitos de devorador infatigable. Recuerda que mis padres vivieron<br />

su primer matrimonio y cómo se fue al garete a causa de sus líos.<br />

- Mamá, por favor: haz las paces con la abuela, ella te quiere. Te lo<br />

aseguro.<br />

- Ya las he hecho; la prueba es que aquí estamos, ¿no? Pero si lo que<br />

insinúas es que, además, hablemos de todo lo que quedó atrás y del<br />

239


futuro, eso, por ahora, es inviable. No puedo. Desde que vuelvo a ver a<br />

tus abuelos ni un solo segundo he dejado de pensar en que, si cedo un<br />

punto más, me reprocharán estos años, mi huida con tu padre, nuestra<br />

boda y el final de nuestro matrimonio. Y eso, Matt, no quiero oírlo.<br />

Cuando uno escapa a las normas ha de estar dispuesto a pagar las<br />

consecuencias, algo que hice puntualmente en su momento sin<br />

lamentarme, entre otras cosas, porque no lamento lo que hice. Durante<br />

un tiempo tu padre y yo vivimos con pocos medios, a veces, incluso,<br />

con muy pocos. Al mínimo reproche, le diría a tu abuela que casi<br />

nunca me gusto como soy pero que si de algo estoy segura es que<br />

todavía me hubiera gustado menos quedándome en París y viviendo a<br />

su manera. Eso, para mí, es estar muerta.<br />

- Eres muy dura, mami. Luego te quejas de la abuela No veo diferencia<br />

alguna entre una u otra intransigencia.<br />

- Touchée, Matt. A lo mejor es hereditario y cuando te toque tu turno<br />

recordarás nuestra historia con la misma dureza.<br />

Debí decirle entonces que, por difícil e inesperada que a veces se mostrara,<br />

nunca olvidaría su gracia y su ternura.<br />

240


4.<br />

Encontré a Yael esperándome en Barcelona con su padre, quien hacía su<br />

habitual visita navideña a los abuelos. Disponíamos de dos días que, de nuevo, se<br />

nos pasaron en confidencias. Sin dejar de ser una fuerza de la naturaleza, Yael<br />

seguía tristona: no le gustaba vivir con Dinah y, menos aún, con Dinah, Max y<br />

Molly quien no sólo se había instalado en su casa sino que ahora trabajaba con<br />

Dinah en su negocio de catering; la única solución que su madre había encontrado<br />

para mantener a Molly fuera de casa aún sabiendo que trasladaba el caos de un<br />

lugar a otro, con el solo alivio de que no se pasearía en bragas por el despacho<br />

como hacía en casa. El trabajo de Molly constituía en ser, digamos recepcionista,<br />

pero sin más responsabilidad que tomar nota de las llamadas. Además tuvieron<br />

que prohibirle pintarse las uñas en horas de trabajo, fumar y colgarse del teléfono,<br />

pero a Dinah le aliviaba no pensar en Molly rondando por la casa sin más<br />

quehacer que esperar a que Max se la tirara o entreteniéndolo en la cama de forma<br />

que éste perdía clases. Entretanto, el abismo entre Yael y su madre se había vuelto<br />

infinito. Cuando Dinah perdía el control, algo frecuente desde su separación, le<br />

reprochaba a Yael parecerse a su padre. Más abismo.<br />

En Barcelona, Yael me dijo que le había pedido a Elías instalarse con él en<br />

Londres al inicio del siguiente curso.<br />

- ¿Y tu padre, Yael?, ¿está de acuerdo?<br />

241


- No mucho, quiere estar solo y su mejor excusa es que no puedo dejar a<br />

mamá. Pero yo se lo pido cada día y creo que al final no le quedará<br />

más remedio que acceder porque sabe que nunca, nunca, me rendiré.<br />

- Lo siento mucho Yael, cuando os conocí nunca imaginé que en tu<br />

familia podía pasar algo así: todo parecía encajar perfectamente, justo<br />

lo contrario de lo que sucedía en la mía. ¿Recuerdas los dos primeros<br />

veranos en Hammersmith? Pues no sabes con cuanta envidia os<br />

observaba, sobre todo los sábados, cuando tu madre o Margareth daban<br />

aquellas cenas en las que todo era perfecto. Más aún, mágico.<br />

- No seas idiota, Matt. La única magia estaba en la casa y en la vida de<br />

verano: eso también yo lo echo de menos. Pero ¿crees que la mujer de<br />

Scott Brown tendría problemas con el alcohol si su matrimonio fuera<br />

una maravilla? El primer verano que viniste, poco antes, ella y su<br />

marido habían estado a punto de separarse porque Margareth se enteró<br />

de que él estaba liado con una psiquiatra de su equipo. Se armó tal<br />

marimorena que Scott Brown debió decidir que no le convenía aquel<br />

escándalo y su amor fue trasladada a otro hospital; lo que no evitó fue<br />

que Margareth empezara a beber más y más para llamar la atención de<br />

su marido, supongo; o simplemente para que no la dejara. Mi abuela<br />

Gertrude, la madre de mamá, siempre dice que los hombres son muy<br />

242


cobardes y me temo que es verdad. Así que el doctor Scott Brown se<br />

ha quedado con su mujer. Si eso es quedarse: por la mañana se va muy<br />

temprano y no regresa hasta muy tarde; en cuanto a los fines de<br />

semana, los pasa jugando a golf y si viaja, siempre va solo. ¿Me<br />

quieres decir con qué se ha quedado Margareth? Respecto a mis<br />

padres, tienes razón; en casa los únicos que discutíamos éramos Max y<br />

yo; además, pese a que papá se sintió muy querido tanto por tus<br />

abuelos como por los tíos con los que vivió en Chicago, estaba<br />

profundamente herido por cómo perdió a su familia; él mismo me<br />

contó, no pocas veces, que sólo se consoló cuando formó su propia<br />

familia. Y, sin embargo, un día empezó a alejarse de mamá con quien<br />

había estado casado veinte años aparentemente felices. Yo no me<br />

entiendo con mamá, pero la comprendo cuando dice que detesta<br />

Londres porque fue poco después de instalarnos en Europa cuando<br />

cambió la relación entre ellos. Y, todo hay que decirlo, el que cambió<br />

fue papá. Ya sabes que siempre me pregunto si hay otra persona…<br />

Bueno, hermanito, lo que te quiero decir es que no idealices nada o<br />

escribirás muchas tonterías.<br />

Pasaron aquellas cuarenta y ocho horas, intensas en cualquier sentido y,<br />

finalmente, nuestras conversaciones, las comidas con los abuelos, nuestros paseos<br />

243


por la ciudad, así como las cenas con mamá y Elías - recuperando el humor y la<br />

complicidad de su visita durante las Olimpíadas -, reconfortaron a Yael. Antes<br />

de irse quedó prácticamente decidido que pasaría aquel verano de 1994 en Europa,<br />

repartiendo ese tiempo entre Londres, Barcelona y Cadaqués si - como dijo la<br />

abuela Camila -: Dios y Dinah lo permitían.<br />

Yo volví al colegio y mamá a su vida de trabajo. Entretanto, los abuelos<br />

empezaron a discutir por nimiedades con frecuencia, enfadados con ellos mismos<br />

al comprobar que su cuerpo les traicionaba a pasos agigantados. A partir de<br />

entonces, cuando mamá viajaba, Marcia dormía en casa vigilándolos como si<br />

fueran niños alborotados. A final de mayo, murió Boris por quien el abuelo<br />

enmudeció una semana. Poco después, Rosa se caía rompiéndose la cadera. Para<br />

la abuela, se habían acabado los días de merienda; tiempo que sustituyó haciendo<br />

compañía a su casi cuñada, inmóvil en la cama.<br />

- Los abuelos ya no están tan graciosos, ¿verdad, mamá?<br />

- Lo que están es muy viejos. Y eso Matt, no debe tener ninguna gracia.<br />

¿Y mi padre? Mi padre seguía bajo la custodia de Blanche, y a veces, muy<br />

pocas veces, aparecía y desaparecía el mismo día. Decía que no podía soportar<br />

verlos tan mayores, pese a que cuando los visitaba ambos hacían un enorme<br />

esfuerzo por superar los años y el dolor de su ausencia. La vida no es justa,<br />

pensaba yo: mi madre convive con la amargura que la vejez provoca en los<br />

244


abuelos y, sin embargo, esa tristeza ellos sólo la ocultan ante su hijo. ¿Acaso ese<br />

esfuerzo no le corresponde a ella?<br />

- No te preocupes por mí, Matt. Ambos sabemos que nos quieren y que<br />

si algo les tranquiliza es nuestra presencia; lo que no pueden es<br />

disimular a diario. Eso es la convivencia. No te enfades con tu padre<br />

por esto porque a mí nadie me obligó a nada. Yo escogí esta ciudad y<br />

esta vida. Pasará.<br />

- ¿Quieres decir que pasará cuando los abuelos mueran?<br />

- No veo con qué motivo antes, Matt.<br />

La segunda semana de junio, un fin de semana en el que normalmente<br />

hubiera ido con mamá a París, de pronto decidió que era mejor que me quedara en<br />

Barcelona. El abuelo Beaumont-Rochelle no se encontraba bien y la abuela no<br />

podría estar por mí, me aclaró. A veces mi madre parecía olvidar que a mis quince<br />

años era yo el que acompañaba a la abuela y no a la inversa. Pero así pude ir a ver<br />

a Sarita a quien no veía desde que había empezado los exámenes.<br />

Me abrió la puerta con la bata de flores que llevaba el día que la conocí y,<br />

al verme, se puso muy contenta pero yo notaba enseguida cuando a Sarita las<br />

cosas no le funcionaban así que pronto comprendí que algo fallaba.<br />

Con Sarita no hablábamos, hablaba ella y a mí me gustaba mucho<br />

escucharla: recordaba cuando mi madre me dijo que la vida sin dinero tenían<br />

245


infinitas variedades. Antes de que leyera una existencia semejante, Sarita ya me la<br />

había contado: vivió con su abuela, ya retirada del oficio más antiguo del mundo,<br />

hasta que ésta murió; Sarita tenía entonces siete años y su madre la dejó en el<br />

hospicio adonde iba a visitarla de tanto en tanto. Una vez se la llevó a pasar dos<br />

días con ella y con su chulo. La segunda noche el chulo se metió en su cama y se la tiró con su<br />

madre en la cama de al lado; dice que le gustó. Sarita tenía entonces trece años.<br />


quitara el título, la casa y todos los caprichos que le venían en gana, tragaba lo que<br />

fuera. Pienso que en cuanto se quedó en estado, ya no se volvieron a acostar, y los<br />

dos contentos. El hijo no les salió marica pero a gamberro no le ganaría nadie de<br />

este barrio. Estuve tres años sirviendo en esa casa, aunque la mitad del tiempo<br />

ellos se lo pasaban en Madrid y a mí me dejaban con la abuela. ¡Pobre mujer!, aún<br />

la recuerdo: sólo me pedía que la acompañara a la iglesia cada día. Ya me dirás,<br />

con toda la mierda que tenía en la familia necesitaba rezar lo que le quedaba de<br />

vida. Un día una amiga me habló de trabajar en hoteles en la costa y me fui. Por lo<br />

menos tendré las noches para mí, pensé.> Luego Sarita volvía a hablar de lo del<br />

hotel de Torremolinos y de la historia de los cagarros. Y también del novio; aún se<br />

le escapaban las lágrimas al recordarlo. De su vida de prostituta nunca me<br />

explicaba nada. <br />

Pero aquel sábado Sarita no estaba para contar historias. <br />

- ¿Quieres que te lleve al cine, Sarita?<br />

- ¿Me llevarías?<br />

- Pues claro.<br />

247


- A ti te han educado bien raro, ¿no te ha dicho que con putas no se<br />

anda?<br />

- No, de eso nunca me han dicho nada. De hecho más que lo que no<br />

tengo que hacer, lo que mi madre me dice es, sobre todo, lo que no<br />

puedo dejar de hacer. Al final es lo mismo, aunque me lo diga al revés.<br />

- Pues a mí me parece que debe ser más fácil decir: no hagas eso, ni lo<br />

otro; bueno, yo no tengo hijos pero es lo que oigo todo el día. ¿Y tú ya<br />

has ido con una mujer, Mateo? Bueno, si te jode no me lo digas.<br />

- Aún no - le contesté aterrado ante la perspectiva de iniciar una<br />

conversación de este tipo.<br />

- Bueno, cuando te decidas, me lo dices. No quiero que vayas con<br />

cualquiera; hay mucha porquería por ahí.<br />

- Tengo decidido que la primera vez será con mi novia.<br />

- Pero niño ¿tú tienes novia?<br />

- No, pero no me importa: esperaré a tenerla.<br />

- Pues no te la vas a cascar pocas veces… Lo que te decía, que eres raro<br />

Mateo. Buen chico pero raro.<br />

Sarita cantaba cuando se arreglaba y a veces se ponía tan guapa que hasta<br />

parecía que quien la esperaba no eran unos cuantos billetes sino el Chano, su<br />

único novio. Pero aquel día se vistió en silencio.<br />

248


- No tardes tanto en venir, me dijo cuando bajábamos por la escalera.<br />

- Bajaré si me prometes ir al médico, toses mucho Sarita.<br />

- Eso es el relente. No te preocupes que con la Sarita no hay quien<br />

pueda.<br />

- Adiós, Sarita.<br />

De alguna forma, aquel fue el último día que vi a Sarita porque, cuando<br />

dos semanas después la encontré en el hospital del Mar, enferma de un cáncer de<br />

pulmón con el que peleó dos años, Sarita era Paloma Expósito y hasta acabó por<br />

gustarle su nombre. <br />

249


5.<br />

Al abuelo Beuamont-Rochelle le diagnosticaron un Alzheimer. Por el<br />

momento todavía era posible controlarlo, pero la abuela y mamá decidieron<br />

contratar a una persona que lo atendiera. El abuelo, acostumbrado a decidir sus<br />

asuntos, rechazó la ayuda pero la abuela se lo presentó como un recomendado de<br />

los Roschtadt quien, precisado de ingresos, le podría ayudar a reorganizar su<br />

biblioteca como tantas veces había comentado. Así inició el abuelo el engaño en<br />

el que se sumiría para siempre.<br />

Otra novedad fue la decisión de mamá de recuperar el piso grande de<br />

París: los inquilinos lo dejaban en julio y, dadas las circunstancias, con el abuelo<br />

enfermo y la abuela muy sola, prefería tener una casa en condiciones en lugar del<br />

habitáculo en el que nos habíamos instalado al llegar de Provenza. Pensé que las<br />

cosas nunca volverían a ser como antes; que, aunque Mich volviera, la casa no<br />

volvería a parecer la guarida de una pitonisa trashumante porque, entre otras<br />

cosas, había sitio para seis Mich campando por sus fueros sin que se notara. Me<br />

volví a preguntar quién era mamá, una inquietud a la que había que sumarle si<br />

Maurice no sería también una de las causas por las que mamá doblaba su<br />

residencia principal.<br />

Cuando Yael dejó Nueva York, mamá se apresuró a organizar nuestro<br />

verano con todos los condicionantes a los que estaba sometida: con los abuelos de<br />

250


uno y otro lado en condiciones precarias; ella misma con mucho trabajo, sin<br />

olvidar los días que yo debía pasar con papá en Normandía. A punto de decirle a<br />

mamá que ahí no quería ir, llamó Blanche para advertirnos que aquel año papá<br />

tenía programados conciertos todo agosto con lo que no se tomarían vacaciones<br />

hasta septiembre. Papá descansaba y Blanche no quiso despertarlo. Mamá, aunque<br />

evidentemente enojada, no insistió mientras yo calculaba con desánimo que hacía<br />

más de un mes que no hablaba con mi padre, pero me sobrepuse pronto: sólo tuve<br />

que pensar en Yael y en toda su familia despanzurrada buscando paraísos.<br />

Los primeros días de julio fui unos días con mamá a París donde pude<br />

comprobar la magnitud de los arreglos del nuevo piso. Sentí, entonces, que<br />

nuestra vida se volvía a tambalear; pero esta vez mamá parecía tan fuerte que no<br />

me atreví ni a cuestionarle los mil interrogantes que se abrían con este nuevo<br />

cambio. Una tarde fui hasta el Marais donde los postigos entreabiertos me<br />

permitieron escuchar con nitidez el piano de mi padre. Permanecí inmóvil en la<br />

acera de enfrente esperando un aviso, aguardando a que papá presintiera mi<br />

presencia. Como es lógico, fue una esperanza vana. De regreso a casa, vi unas<br />

imágenes que había olvidado: me vi saltando sobre sus hombros y, a su lado,<br />

mamá riendo y besándolo en la mejilla mientras me rescataba de aquella grupa.<br />

251


¿Hasta dónde resiste la memoria? ¿O acaso morimos habiendo olvidado cuanto<br />

hemos amado?<br />

- Hola Mich.<br />

- ¡Matt! Pensaba que me habías olvidado. ¿Dónde estás?<br />

- Estoy con mamá en París, Mich, pero ahora todo es muy distinto de<br />

cuando tú estuviste.<br />

- Lo sé, pero te espera una vida preciosa. ¿No te das cuenta?<br />

- No. De lo que me doy cuenta es que mamá se ha pasado diecisiete años<br />

dando vueltas para regresar al punto de partida sin pensar que tal vez<br />

yo hubiera preferido saber cual es mi sitio y mi casa.<br />

- Tu sitio tendrás que encontrarlo tú, Matt. En cuanto a tu madre, no ha<br />

regresado al punto de partida. No lo veo así, más bien al contrario,<br />

ahora sabe cómo quiere vivir y es capaz de hacerlo donde quiera: sea<br />

en Barcelona o en París. De lo único que la puedes acusar es de haber<br />

reiniciado la relación con tus abuelos con todas las consecuencias que<br />

está conllevando y, estarás conmigo, en que es lógico que sea así. Todo<br />

cuanto pasó, queda lejos ¿O acaso crees que somos libres; que<br />

podemos olvidar y abandonar del todo nuestro pasado?<br />

- Cuando sea mayor te lo diré por mi mismo, Mich; pero mamá dice que<br />

nadie es libre.<br />

252


- Pues claro que no, Matt. Ese paraíso no lo busques porque no existe.<br />

.<br />

253


Histéresis<br />

1.<br />

El verano del 94 fue el último que pasaron mis abuelos en Cadaqués.<br />

Aquellos viejecitos encantadores padecían un deterioro imparable que acusaban<br />

tanto anímica como físicamente y, pese a que Marcia vino con nosotros para<br />

atenderlos, la estancia se convirtió en un caos. Al abuelo le dio por salir solo a<br />

pasear y como ya el primer día se perdió, a Marcia no le quedó más remedio que<br />

seguirlo cada vez que se largaba para acabar la tarde haciéndose la encontradiza y<br />

acompañarlo de vuelta al hotel. En su habitual parte, una vez oí cómo Marcia le<br />

explicaba a mamá que el abuelo se iba a ver chicas guapas y que un día se lo<br />

encontró llorando porque ninguna de ellas quería saber nada de un viejo como él.<br />

Que lo que quedaba, le había dicho el abuelo, no era un hombre, sino un guiñapo<br />

moribundo. Por otra parte, la vida en el hotel le exasperaba por motivos tan<br />

evidentes como el mar tan cerca y sin embargo tan inaccesible; y también porque<br />

no pasaba día en el que la dueña del hotel no se quejara con malos modos a<br />

Marcia y a la abuela de encontrárselo perdido por los pasillos. Cierto es que el<br />

abuelo confundía los pisos o, sin otra cosa mejor que hacer, rondaba por ellos para<br />

distraerse: pero de aquellos chaparrones diarios acabamos todos hasta el cogote.<br />

Bueno, ahí sigue el Hotel Sol y Mar, y seguirá sin problemas porque su<br />

254


extraordinaria ubicación lo salva de una decoración provinciana y algo cutre y,<br />

efectivamente, del horrible carácter de su dueña.<br />

Mamá nos llamaba cada día, fuera desde Barcelona o París, ciudad esta<br />

última donde pasó buena parte de ese verano para controlar las nuevas obras.<br />

Mientras, Batiste y yo campábamos por todas partes a fin de enseñarle a Yael<br />

aquel lugar y aquella vida que Yael pronto hizo suya cada día más contenta y<br />

revoltosa, como aquella niña radiante que conocí. Cuando mi madre se reunió con<br />

nosotros, decidió en pocas horas que se imponía el regreso de los abuelos.<br />

Entonces Roberto los recogió y nosotros proseguimos nuestras vacaciones<br />

apurando los últimos días de barca así como las cenas en la terraza de Henry. Fue<br />

una noche de estas cuando mamá, acodada sobre la barandilla, preguntó por una<br />

casa vecina, siempre vacía y cada día más ruinosa. <br />

- Parece un champiñón, pero me gusta. ¿Te gustaría tener un champiñón en<br />

Cadaqués, Matt?<br />

Era una de las más antiguas casas del pueblo y muy parecida a la de<br />

Henry: con tres pisos angostos y una azotea. Observando lo que otros vecinos<br />

habían hecho con las suyas, te podías hacer una idea acerca de sus posibilidades:<br />

255


un minúsculo rincón cuyo mayor encanto residía en el terrado desde el que se<br />

divisaba Portdoguer y el mar alcanzando el horizonte.<br />

La compra del champiñón hizo que nuestras excursiones en barca fueran<br />

más cortas y que yo volviera a perder de vista a mi madre enfrascada en la<br />

negociación y en preparar con Henry las reformas. Todo esto sin contar con que<br />

Batiste había enmudecido, preso de un furioso ataque de amor por Yael. Sólo el<br />

desinterés de ella por mi amigo me permitió no sentirme de nuevo a la deriva.<br />

Entretanto, Yael proseguía su personal combate con sus padres para quedarse en<br />

Europa; de hecho, mientras libraba las últimas batallas, ya debía haberse<br />

incorporado a su escuela en Nueva York. Al fin, Elías y Dinah le concedieron<br />

unos días más en los que ellos volverían a reflexionar; a su término Elías, quien<br />

debía ir a Ginebra antes de regresar a Londres, viajaría a Barcelona donde le<br />

comunicaría a Yael la irrevocable decisión de ambos.<br />

Cuando finalizaron nuestros días en Cadaqués, el champiñón ya era de<br />

mamá y las obras se iniciarían en octubre bajo la vigilancia de Henry.<br />

- Me gusta mucho que hayas comprado esa casa, mamá.<br />

- ¿De verdad? Pues no es gran cosa y te hartarás de subir y bajar<br />

escaleras; pero sí, es graciosa.<br />

- Te parecerá raro, pero a mi me recuerda a “Les roses”.<br />

256


- Claro, Matt, eso te sucede porque el champiñón significa regresar a un<br />

tipo de vida y al pueblo como entorno; pienso que nos hará bien por<br />

más que ya no sea posible regresar al punto de partida.<br />

Yo sí, pensé. Aunque tarde mil años.<br />

Esta conversación la mantuvimos pocos días después de regresar a<br />

Barcelona mientras mamá preparaba su maleta para viajar a Milán adonde creí<br />

que iba para reunirse con Maurice, para mi sorpresa - y por primera vez - sin que<br />

ello me molestara. Era tan incuestionable que mi madre hacía sus planes conmigo,<br />

al margen de su relación con él que, al fin, me sentía liberado y de un excelente<br />

humor. Cierto que en apenas unos días habíamos encontrado a los abuelos aún<br />

más envejecidos al tiempo que los altercados entre ellos se habían multiplicado,<br />

pero mi madre me advirtió que había que apretar los dientes y resistir porque,<br />

probablemente, empezaba lo peor. Y a mí este compromiso me parecía un lazo<br />

tan sólido, tan incuestionable, que decidí que lo mejor era dejar de pensar en<br />

Maurice y en el futuro.<br />

- Matt, por favor, ¿quieres alcanzarme mi agenda?: la encontrarás sobre<br />

mi escritorio.<br />

Justo al lado de lo que me pedía estaba su cartera de la que sobresalía el<br />

billete de avión. Aún no sé qué me impulsó mirar el destino. No era Milán, sino<br />

Ginebra.<br />

257


- Perdona mamá, he de irme; he quedado con unos amigos para dar una<br />

vuelta en bici. ¿Me llamarás? - le dije apresuradamente tendiéndole lo<br />

que me había pedido.<br />

- Claro Matt. Pero ¿qué te pasa?, ¿a qué viene de pronto tanta prisa?<br />

¿Nada? Bueno, mejor. ¿Y Yael, qué hará esta tarde?<br />

- No te preocupes, quiere ver los campeonatos de gimnasia por la tele.<br />

Bajé a la Barceloneta raudo, empujado por la rabia, mientras las piezas del<br />

puzzle se iban colocando de forma que, de pronto, todo se hizo diáfano.<br />

Comprendí que, desde mucho tiempo atrás, el hombre con quien mi madre<br />

susurraba al teléfono no era Maurice, sino Elías. Evoqué la visita de mi madre a<br />

Hammersmith así como la tarde del día siguiente en la que Elías desapareció con<br />

una excusa que a todos nos sorprendió. Y también algún viaje en el que yo mismo<br />

le había dicho Sin olvidar que Yael me había comentado que su padre había pensado<br />

instalarse en París aquel próximo invierno. Entonces: ¿era mamá la causa del fin<br />

entre Elías y Dinah? ¿Era ella la mujer de cuya existencia Yael sospechaba? Sí. La<br />

respuesta a todas estas incógnitas era sí. Elucubré, por un instante que, en suma,<br />

era lo mejor que podía pasar. ¿Acaso no éramos felices juntos Elías, Yael, mamá y<br />

yo mismo?: Seguramente, pero ello no lo convertía en posible.<br />

- Sarita, me prometiste… ¿Recuerdas?<br />

258


- Pero chiquillo, ¿cuántos años tienes?<br />

- En pocos días cumpliré dieciséis. Me lo prometiste Sarita – insistí.<br />

- Y tú, Mateo, me contestaste que lo harías con tu novia.<br />

- No tengo y no quiero esperar más. Quiero saber qué se siente. Entender<br />

lo que tú sentías por el Chano.<br />

- ¿Y crees que así, a la primera, lo vas a descubrir Mateo?<br />

Sarita comprendió que no me iba a convencer, así que, finalmente, asintió.<br />

- ¿Y ha de ser ahora, niño? – me preguntó por preguntar, sin esperanza.<br />

- Sí, tengo prisa.<br />

- Está bien. Espera aquí porque tendré que hacer una llamada – me dijo<br />

encerrándose en su cuarto.<br />

Cogimos un taxi donde, nada más subir, Sarita rompió a llorar. Pensé que<br />

lloraba porque se encontraba mal y le propuse regresar.<br />

- No chiquillo, cumpliré mi promesa. Además, no lloro por lo que<br />

piensas. Me han dejado calva y hecha un asco, pero ese tumor hijoputa,<br />

de momento, no ha podido conmigo. Lloro por ti. Y, si no lo entiendes<br />

ahora, cuando yo ya no esté aquí - y tú recuerdes esta tarde -, lo<br />

entenderás.<br />

259


Mi primera mujer se llamaba Luz por su melena larga y roja que lucía<br />

desparramada sobre la almohada cuajada de brillantitos chispeantes como luces de<br />

Navidad.<br />

- Me puedes tocar lo que quieras menos el pelo – me dijo Luz<br />

tendiéndose en la cama.<br />

No le toqué nada. Me corrí nada más entrar entre sus piernas.<br />

Sarita aguardaba dentro del taxi que nos había llevado hasta Luz.<br />

- No tenías que haberme esperado tanto, Sarita. Este taxi te va a costar<br />

una fortuna.<br />

- No te preocupes, Mateo, diez minutos nunca serán una fortuna.<br />

Acompañé a Sarita y regresé a casa temblando, recordando a Luz; el<br />

contacto de mi piel sobre la suya y las lucecitas de su pelo brillando sobre la<br />

almohada. Eran más de las diez de la noche cuando entraba por la puerta ante el<br />

estupor de Marcia que no sabía ni qué decir a la vista de mi primer desorden. En<br />

cuanto a Yael, la dejé bramar pensando en que mi retraso le parecería una tontería<br />

cuando supiera la que se nos venía encima<br />

- Tu madre acaba de llamar por tercera vez en poco rato: ¿se puede saber<br />

qué cuerno te ha pasado?<br />

- Pues que me he ido con una pelirroja llena de luces, cotilla.<br />

260


- Mira Matt, no estoy de humor para tus tonterías. Llama a tu madre<br />

ahora mismo.<br />

- Yael que hagas de hermana mayor, no es sólo que me repatee, es que<br />

me JO-DE: ¿te enteras? Por cierto, ¿mamá te ha dejado el teléfono?<br />

- No, querido hermanito, lo debe tener Marcia.<br />

- ¿De verdad? Pues que nos lo dé: ¡Marcia!, ¿tienes el teléfono de<br />

mamá?<br />

- No Mateo. Ya sabes que siempre llama ella.<br />

- ¿Lo ves, Yael? Mamá tiene secretos inconfesables.<br />

- Mira capullo, el secreto de tu madre se llama Maurice y ya es hora de<br />

que se te pase el cabreo. No sé cómo no te aburres contigo mismo y<br />

esta historia.<br />

A punto estuve de espetarle a Yael que Maurice no era más que la tapadera<br />

de su padre, pero me detuve al pensar en que sólo que le hiciera la mitad del daño<br />

que me había hecho a mí, ya era mucho. Por más que Yael llevara tiempo<br />

sospenchando de su padre, no era lo mismo que tener la certeza de que llevaba<br />

mucho tiempo engañándonos a todos con mamá.<br />

Mi madre volvió a llamar y yo excusé mi retraso con el primer cuento<br />

chino que me vino a la cabeza.<br />

- ¿Se está bien en Milán, mami?<br />

261


- Normal, Matt, ¿por qué?<br />

- Por nada en concreto. Hazme un favor: delante de la Rinascente hay una<br />

tienda con unas cazadoras que son una pasada. Tráeme una, por favor.<br />

- ¡Uf, Matt, ya sabes que últimamente nunca acierto con lo que te gusta.<br />

Cuando regrese iremos juntos a comprar una.<br />

- Adiós, mamá. Cuídate y dale recuerdos a Elías.<br />

Clock.<br />

262


2.<br />

Yael aceptó rendida la decisión de sus padres: regresaría a Estados Unidos<br />

sólo un curso más con la promesa de que aquel año podría pasar todos los días de<br />

vacaciones con Elías en Europa. Entretanto, él se instalaría en París después de<br />

Navidad y Yael en junio. Mamá y yo los acompañamos al aeropuerto desde donde<br />

cada cual partiría a su destino. Con unas horas de diferencia, Elías y mi madre<br />

habían regresado de Ginebra sin que desde su llegada mamá y yo hubiéramos<br />

cruzado más de dos palabras. Pero cualquiera sabe que no hacen falta palabras<br />

para mostrarse esquivo y perverso interponiendo un hilo acerado que yo tensaba y<br />

tensaba. Era joven; soy joven. Esa es mi disculpa. Algún día todos estos recuerdos<br />

dejarán de atormentarme: tal vez cuando me haya equivocado lo suficiente como<br />

para no cuestionar a nada ni a nadie que no sea yo mismo.<br />

Volví a la escuela, recuperé mis hábitos, los paseos en bicicleta, las visitas<br />

a Sarita… Mientras, mi madre empezó a preparar un libro sobre boxeo para el que<br />

tendría que viajar a diversas ciudades de Estados Unidos durante todo febrero.<br />

También iba mucho a París, donde las obras del piso, demoradas, se prologarían<br />

hasta Navidad; momento en el que Elías tenía previsto dejar Londres para<br />

incorporarse al hospital psiquiátrico Sainte Anne en París. Pero cuando mamá y<br />

yo hablábamos de Elías, lo seguíamos haciendo como si Ginebra jamás hubiera<br />

existido, aunque ambos sabíamos que era una cuestión pendiente.<br />

263


Iniciado otoño, al abuelo Cases le diagnosticaron una esclerosis. Mientras,<br />

la abuela Camila simplemente envejecía cada día más rápido y cada instante más<br />

sola. Rosa murió el 21 de diciembre.<br />

Y en casa de mis abuelos maternos, las cosas tampoco iban mucho mejor.<br />

El abuelo empeoraba y arremetía contra su mujer sin pausa hasta que ésta decidió<br />

desaparecer de su vista. Entonces su marido, después varias semanas de buscar<br />

por todos los rincones a su hija muerta, acabó por no salir de sus habitaciones. En<br />

consecuencia, las vacaciones en Megêve quedaron suspendidas. Poco antes de<br />

Navidad dormía por primera vez en nuestro nuevo piso de París; faltaban algunos<br />

detalles pero rodeada de amplios ventanales por los que el pálido invierno invadía<br />

hasta el último rincón de la casa, me pareció muy bonita; y también cálida. Mi<br />

madre, quien por su trabajo conocía bien el valor de la luz sobre cualquier<br />

ambiente, poseía la sabiduría que le permitía hacer de un espacio inánime un<br />

rincón lleno de encanto.<br />

- Sí, mucho. Lo que me pregunto es dónde piensas vivir. ¿O acaso has<br />

pensado dejar a los abuelos solos en Barcelona? – le espeté.<br />

- ¡Qué tontería, Matt! Hemos hablado tanto al respecto que no sé qué<br />

más puedo decirte: no, no voy a abandonar a tus abuelos; es más,<br />

nuestra casa sigue estando en Barcelona pero, dado que los inquilinos<br />

se iban y que tú y yo venimos con tanta frecuencia a París, me pareció<br />

264


lógico trasladarnos a este piso. Supongo que coincidirás conmigo en<br />

que el estudio resultaba incómodo.<br />

- No, estaba bien. Sólo que tú has cambiado, o tal vez no lo hiciste<br />

nunca y estos años sólo han sido una huida para regresar al punto de<br />

partida. Pienso que la abuela tenía razón al oponerse a tu boda con<br />

papá y sino mira dónde estás y cómo es tu nueva casa. ¿Qué diferencia<br />

hay entre la abuela y tú? Porque distancia, apenas una manzana.<br />

Una de las costumbres de mamá que más me fastidiaban era que, al menor<br />

desacuerdo, desaparecía horas, incluso todo el día, sin decir siquiera adónde iba.<br />

El día de esta conversación, nada más le dije la última frase, se largó,<br />

evidentemente, sine ore. La abuela Solange me esperaba a comer así que, pese a<br />

que yo a mi vez tomé la determinación de concederme el día tan libre como<br />

mamá, mi abuela parecía alegrarse tanto cuando me veía, que pospuse mi<br />

escapada para la tarde. Me parecía justo recompensar su esfuerzo por comprender<br />

mis inquietudes y gustos y hasta intentar adaptarse a ellos. Aquel invierno mi<br />

descubrimiento era Bukowski así que, ante mi entusiasmo, pese a haberle<br />

advertido que era un autor un poco bestia, la abuela se zampó “El cartero”<br />

comentándome luego, que si bien se había reído mucho, ya tenía bastante<br />

Bukowski para hacerse una idea de mi ídolo del momento.<br />

265


A las cuatro en punto iniciaba mi tarde libre con un regreso al pasado; en<br />

concreto, a aquella comida de despedida en la Couppole. Monique - la hija menor<br />

de Paulette - y Pascal, su marido, habían ampliado su negocio: la nueva tienda se<br />

había convertido en una gran superficie dedicada únicamente a las grandes marcas<br />

con prendas de temporadas anteriores. Cuando entré, Monique supervisaba el<br />

retoque de un espectacular vestido de noche. Al notar mi presencia, levantó un<br />

segundo la cabeza, pero, al punto, se desentendió. Me sentí mal, pero pronto<br />

comprendí que, simplemente, no me había conocido. ¿Cuánto tiempo había<br />

pasado desde el día en la Couppole?, cavilé. Casi tres años.<br />

Monique estaba muy cambiada: había engordado y aquel pelo provocador,<br />

cortado a lo punky y teñido de granate, se había convertido en una melena clara de<br />

un color impreciso y desvaído. De habérmela cruzado por la calle, ni la habría<br />

reconocido. Recordé mi recomendación de aquel día lamentando mi error, pues<br />

toda su gracia, que la tenía, había desaparecido. ¡Madame! -, le advirtió una de las<br />

dos dependientas de las que ahora disponía - ¡su marido está aquí, salgo a<br />

ayudarle! Efectivamente, justo delante de la puerta, había una furgoneta negra con<br />

un gran cartel que decía: “Soyez élégant avec Monique et Pascal”. Mientras un<br />

chico maniobraba el vehículo, a fin de no cerrar la circulación de la calle, un<br />

hombre calvo entró apresuradamente requiriendo más ayuda al tiempo que se<br />

despojaba de la gabardina dejando al descubierto un bonito chaleco de punto que<br />

266


se entreabría justo a la altura de su incipiente barriga. Me gustaron sus gafas,<br />

redonditas como las de Kafka. Pero eso era todo cuanto había quedado de aquel<br />

Pascal, provocador y estrambótico.<br />

Regresé a casa preso de una tremenda melancolía. Capítulo cerrado, pensé<br />

furioso y revuelto contra mí mismo. Cuando pasadas las ocho mamá entró por la<br />

puerta, me sentía dispuesto a librar un combate. Por arduo que fuera.<br />

Para empezar, no la seguí hasta su cuarto como solía hacer a su llegada:<br />

esperé a que ella dirigiera la siguiente secuencia. Tardaba. Al conocer muy bien<br />

sus hábitos, comprendí que se estaba dando un baño espumoso y placentero.<br />

Mejor, mejor; relajada estará más vulnerable - pensé -. Me podré ensañar.<br />

- ¿Cenamos, Matt?<br />

Comimos en silencio un excelente roostbeaf acompañado de finas judías<br />

verdes cocidas al vapor. Antes del postre, tarte ta-tin con crema inglesa, mamá<br />

inició una conversación insulsa acerca de los próximos días navideños: nos<br />

quedaríamos en Barcelona hasta después de Navidad y luego regresaríamos a<br />

París para estar con la abuela la noche de fin de año, como venía siendo habitual<br />

desde la muerte de Charlotte. No, no habría cena en casa de los abuelos<br />

Beaumont-Rochelle - comentó con apatía -: dado el estado del abuelo, la abuela<br />

había pospuesto la celebración a un brunch el 1 de enero, pero los pormenores<br />

estaban por decidir ya que los Roschtadt insistían en organizar una velada en su<br />

267


casa la noche del 31 y así obligar a la abuela a salir y distraerse. En este caso, ya<br />

vería.<br />

- Pues, la verdad, mamá, llegado el caso, no sé qué tienes que ver.<br />

- Desde el accidente de tu tía, Matt, siempre hemos pasado esa noche<br />

con mis padres, y la Navidad con tus abuelos Cases, pero te prometo<br />

que detesto la obligación de estos días que no hacen sino que<br />

evidenciar ausencias en algunos; tensiones en otros y dificultades en<br />

los más numerosos. Despojados del sentido religioso, me pregunto qué<br />

ventaja tiene mantener estos ritos. Por lo que a mí respecta, te adelanto<br />

que, una vez fallezcan tus abuelos – unos y otros –, quedas dispensado<br />

de la Navidad. Podrás volar cuanto quieras.<br />

- ¿Estás preparando el terreno para desaparecer?<br />

- ¿De dónde, Matt? ¿Qué te sucede? ¿No estoy aquí contigo y también<br />

con mis padres?<br />

- Sí, no lo niego. Pero, aún no sé para qué. Por ejemplo: ¿de qué hablas<br />

con la abuela? ¿Le cuentas qué proyectos tienes, tus planes o tu vida?<br />

Y ya que hablamos de esto, dime, por favor, qué quieres que le diga o<br />

qué prefieres que sepa ya que no sé hasta dónde puedo responder a sus<br />

preguntas.<br />

268


- No empieces a atacar una vez más con la misma historia, Matt, y<br />

reflexiona, en cambio, por qué no me lo pregunta a mí. Soy su hija.<br />

- Porque sólo la ves lo imprescindible y porque mantienes con ella una<br />

relación más social que familiar.<br />

- De acuerdo. No veo otra forma de entendimiento y tampoco lo<br />

pretendo.<br />

- ¿Lo ves? Pues intenta lo contrario: entenderla a ella.<br />

- ¿Qué se supone que he de entender? ¿Qué se sometiera a un marido<br />

déspota a cambio de un inamovible estatus social dejando oculta su<br />

enorme personalidad para que sólo brillara mi padre? ¿Qué pretendiera<br />

que mi vida fuera exactamente igual, como si fuera la única opción y<br />

como si el mundo no estuviera cambiando? ¿Qué no aceptara mis<br />

inquietudes y admitiera que mi padre me tratara de cualquier forma<br />

despectiva por enamorarme de tu padre? No, Matt. A mí no me fue<br />

posible hablar con tu abuela en el pasado y, ahora, algo nos lo impide.<br />

Pero a ambas. No sólo a mí.<br />

- Pues te prometo, mamá, que yo hablo con la abuela de todo cuanto me<br />

interesa y siento que es un privilegio poder hacerlo. Y no se trata de<br />

que me dé la razón como a los tontos, ya imagino que debe observarme<br />

269


en muchas cosas con bastante indulgencia; de hecho, ni disimula. Es<br />

más, se ríe mucho con mis discursos. Pero jamás me ha desalentado.<br />

- Eres hombre, querido. De haberlo sido yo las cosas hubieran discurrido<br />

de otra forma. Pese a su inteligencia, pertenece a una generación<br />

machista y por defender los sueños de un hijo varón hubiera sido capaz<br />

de librar cualquier batalla.<br />

- ¿Y qué has hecho tú con esa libertad que te concediste? ¿Casarte con<br />

papá? ¿Esa fue tu proeza? ¿Y qué más?, además de haber liquidado ese<br />

matrimonio y acabar teniendo casi tantas casas como los abuelos con<br />

un dinero que proviene de la familia.<br />

- Matt, me horroriza esta conversación. La tuve mil veces con tu padre y<br />

acabó con nosotros. Pero, si te empeñas, continuamos: al casarme con<br />

tu padre, del que, por inmaduro que fuera ese amor, estaba muy<br />

enamorada, emprendí un tipo de vida más próximo a mis ideales, con<br />

una mentalidad más abierta y plural. Y te diré que, muchas veces,<br />

muchos días, todo fue muy duro; había semanas en que comprar<br />

comida era lo máximo a lo que podía aspirar. Y no esperé, tampoco, a<br />

que fuera tu padre el único responsable de la economía familiar. Sé<br />

que, visto ahora, no te parece una proeza, pero si haces el esfuerzo de<br />

contemplar no sólo de dónde provenía, sino mi edad, acordarás en que<br />

270


hice algo más que casarme con tu padre. Luego, es cierto, llegó la<br />

ayuda de mi abuela y más tarde su herencia. ¿Qué se supone que debía<br />

hacer para que no me juzgues ahora con tanta dureza?: ¿rechazarla?<br />

Además, si bien es cierto que este dinero cambió nuestras<br />

posibilidades, incluidas las tuyas, yo nunca dejé de trabajar y estarás<br />

cuanto menos de acuerdo de que con cierto éxito. ¿Quieres más?: tus<br />

abuelos, los Cases, quiero decir. ¿A cargo de quién están? ¿Quién se<br />

ocupa de que nada les falte? ¿Acaso he renegado de ellos? Si me<br />

acusas de ser pura contradicción, lo acepto. Algo frivolona, también;<br />

pero en la esencia, no. Y todo eso es lo que hace imposible que hable<br />

con mi madre. Lo que parece dispuesta a aceptar de ti, de mí no lo<br />

haría jamás. Por eso no me pregunta nada acerca de mi vida, ni de la<br />

nuestra con tus abuelos. ¿Eso no te duele?<br />

- Tal vez sea cierto que no pregunte explícitamente, pero, los abuelos, la<br />

casa de Barcelona, papá..., todos estamos en la conversación cuando<br />

hablamos de mi vida; de la nuestra, quiero decir.<br />

- Ah, ¡muy generoso por su parte! Si has acabado me gustaría escuchar<br />

un poco de música. ¿Qué te apetece?<br />

- Una última pregunta. Al principio de nuestra conversación me has<br />

dicho que, en cuanto mueran los abuelos, se habrán acabado las<br />

271


Navidades. ¿Lo he entendido bien? ¿Sí? Pues oye, para no gustarte es<br />

impresionante cómo adornas la casa: parece una tienda especializada<br />

en productos navideños.<br />

- ¿Y qué? Me encanta el aspecto de ensueño que adquiere todo, como<br />

esos preciosos cuentos navideños o como los calendarios de Adviento.<br />

¿Acaso no te he dicho que soy pura contradicción? Creo que aunque<br />

me largara a vivir a una isla del Pacífico, en Navidad, siempre habría<br />

un chirimbolo que me recordara estos días. Debe ser nostalgia de lo<br />

que no es, del fraude con el que crecemos. ¡Yo qué sé! No pretendo<br />

que me entiendas: bastaría con que me aceptaras sin cuestionar<br />

constantemente cuanto hago.<br />

A punto de preguntarle si también debía aceptar su engaño con Elías,<br />

mamá se levantó y empezó a sonar Gould y “Las variaciones Goldberg”, cerrando<br />

la conversación. Llovía y recordé mis primeros días en París cuando nos<br />

instalamos en el estudio de la planta baja. Recordé cuánto la quería entonces y<br />

cuánto la seguía queriendo pese a que nuestros desencuentros crecían.<br />

272


3.<br />

Dos días antes de Navidad, me llamó Yael más cabreada que una mona:<br />

con la excusa de que durante estas fechas precisaba ayuda en su servicio de<br />

catering, Dinah le había montado un buen número de lamentos y quejas para que<br />

no se fuera. <br />

- Pero si somos judíos, mamá – protestó Yael.<br />

- ¿Y QUÉ? – había bramado Dinah –: es Navidad y, aunque uno se<br />

empeñe en ignorarlo, en cuanto abres la puerta, se te caen encima<br />

cientos de abalorios rojos y unos cuantos Papá Nöel en cada calle.<br />

Así que Yael había optado por no seguir discutiendo y quedarse con su<br />

madre. En cuanto a Elías, supe que permanecería en Londres hasta los primeros<br />

días de enero.<br />

Papá y Blanche llegaron a Barcelona la tarde del 24 de diciembre, visita<br />

que nos obligó a hacer un intensivo con ellos hasta el 26 por la mañana lo que,<br />

añadido a la evidente decadencia de los abuelos, dio como resultado un maratón<br />

extenuante. Cuando mamá y yo los acompañamos al aeropuerto, ya de regreso,<br />

creo que ambos respiramos aliviados al verlos cruzar el último acceso de<br />

seguridad. En el último segundo, papá se giró haciéndome un guiño muy<br />

273


simpático, y hasta tierno. Sí, probablemente me quería pero prefería la protección<br />

de Blanche a responsabilizarse de otros afectos.<br />

Nos quedamos en Barcelona tres días más en los que mamá terminó un<br />

trabajo para Azcárate. Era un trabajo de principiante y mamá sabía que se lo<br />

encargaba justamente para fastidiarla, para recordarle que fue él quien le había<br />

proporcionado su primera oportunidad en Barcelona así como los primeros<br />

amigos y contactos. Dado que pasábamos por unos días más apacibles, le pregunté<br />

que por qué aceptaba. Me contestó que su amistad con Azcárate estaba condenada<br />

a irse al garete pero que no podía evitar sentirse en deuda con él.<br />

- Pero mamá, si has hecho mil cosas más desde entonces: ¿hasta cuando<br />

piensas tragar?<br />

- Hasta que explote. Algo que sucederá en cualquier momento.<br />

No explotó aquellos días en los que mamá siguió fotografiando bodegones<br />

además de cumplimentar a Azcárate y a su grupo con una preciosa cena navideña.<br />

Al verlos juntos, nadie hubiera dicho que existía una fisura irreparable. Esa<br />

noche, incluso, me pareció que seguían disfrutando de la complicidad de antaño y,<br />

además, Azcárate se deshizo en elogios hacia mi madre alabando la excelente<br />

cocina y la elegancia de la mesa.<br />

- Pero habrás percibido, Matt, que no ha hecho ni un solo comentario<br />

sobre mi trabajo. Me sabe mal porque esa avenencia que has visto, era<br />

274


cierta. Cuando nos conocimos se nos pasaban las horas sólo charlando.<br />

Azcárate ha sido un interlocutor inapreciable para mí; sé que cuando<br />

llegue el desastre sentiré su pérdida.<br />

- A lo mejor es que está enamorado de ti, mami.<br />

- ¡Qué tontería, Matt! Azcárate es homosexual; muy discreto, pero lo es.<br />

El 30 de diciembre salíamos hacia París. En el avión pensé que ni siquiera<br />

le había preguntado a mamá cuales eran finalmente sus planes, seguro de que<br />

escaparía. Decidí callarme para, llegado el momento, montarle un número<br />

impresionante con el sinnúmero de reproches guardados celosamente en el papo.<br />

Pero el fin de año del 94 permanecerá siempre en mi recuerdo con una dulzura<br />

infinita. A mediodía, mamá me dijo que aquella noche me pusiera muy elegante<br />

para cenar con ella, mano a mano. Me quedé tan sorprendido y contento que ni<br />

siquiera importó que en el momento de salir llegara un inmenso ramo de Maurice.<br />

Mamá resplandecía y yo, sin saber aún adónde íbamos, me puse mi mejor<br />

pantalón y chaqueta así como una corbata que me había dejado la abuela.<br />

Cenamos en l’Orangerie donde bebimos champán en el aperitivo, en el<br />

primer plato, en el segundo, en el tercero y en el postre. Reíamos por cualquier<br />

cosa y yo olvidé esas horas que fuera nos esperaba la vida. Al llegar a casa mamá<br />

puso “..Nothing Like The Sun”, aquel compact de Sting que tanto le gustaba, y me<br />

275


invitó a bailar. Nos abrazamos y giramos dulcemente; conscientes de que aquellos<br />

minutos preciosos, jamás volverían.<br />

“No flowers on the alter<br />

No white veil in your hair<br />

No maiden dress to alter<br />

No Bible oath to swear<br />

The secret marriage vow is never spoken<br />

The secret marriage can never be broken”<br />

- Me gustaría pasear, Matt. ¿Me acompañas?<br />

Seguía lloviendo en París, pero cobijados bajo un enorme paraguas,<br />

andamos hasta el Museo Marmottan. Mamá me dijo cuán bonita le había parecido<br />

siempre aquella casa y que, siendo niña, imaginaba que algún día viviría allí.<br />

- ¿Ves el balcón de la segunda planta?: pues ahí estaba mi cuarto.<br />

- Cuando sea rico y famoso, te la compraré, mami, y nunca más querrás<br />

irte a ningún otro lugar.<br />

- Tampoco es eso Matt, no querrás encerrarme en una jaula dorada<br />

porque entonces querré justo lo contrario no más que por campar por<br />

donde quiera. Es sólo un sueño.<br />

276


Ahora son suyos la casa y el jardín, y nunca más podrá salir. La muerte es<br />

esto. ¿O tal vez el alma pervive y escapa para empezar de nuevo?<br />

277


4.<br />

Los seis meses siguientes transcurrieron sin grandes sobresaltos. Los<br />

abuelos, después de los sucesivos bajones, parecían estabilizados de forma que el<br />

abuelo, aunque siempre acompañado por Roberto, volvió a las tertulias en el bar.<br />

La abuela, por el contrario, antaño tan callejera, se quedaba todo el día en casa<br />

tejiendo jerséis para todo quisque y escribiendo a los amigos de París, y también a<br />

Monique, la hija de Xavier y Paulette. Curiosamente, pese a mis frecuentes viajes<br />

a París, nunca me pidió que la llamara o que fuera a verla. Ni yo le conté el día<br />

que fui a la tienda sin darme a conocer.<br />

Desde aquella visita que me dejara tan abatido, mi vuelta al pasado sólo se<br />

producía al ir a visitar a mi padre en el piso del Marais. Pero eran visitas muy<br />

rápidas, de las que salía pensando que lo único que había hecho era dejar los<br />

jerséis de la abuela sin apenas hablar con mi padre, quien continuaba secuestrado<br />

por Blanche. Además, me sentía desolado después de haber buscado mi sombra y<br />

mi voz por los rincones y viendo cómo Blanche había acondicionado mi antiguo<br />

cuarto para su hijo.<br />

En fin, lo cierto es que la abuela sólo salía un ratito cada tarde para ir a la<br />

iglesia donde rezaba el rosario diario que le había prometido a Rosa. La<br />

acompañaba Marcia y resultaba conmovedor verla caminar a pasitos cortos cogida<br />

de su brazo con las cuentas de Rosa entre los dedos. El abuelo, quien desde el<br />

278


exilio no había vuelto a poner los pies en una iglesia, protestó al comprender que a<br />

su mujer esa visita la reconfortaba: le parecía una traición a su pasado, a sus<br />

muertos y a sus ideales. <br />

Los días que la abuela estaba de mal humor, aún y sabiendo que era injusta<br />

y algo cruel, lo mandaba a la porra señalándole que frecuentar bares - como él<br />

hacía - era cosa de borrachos. Pero en general, se callaba o, como máximo, le<br />

contestaba que le había hecho una promesa a Rosa y que la pensaba cumplir hasta<br />

que la petara.<br />

En cuanto a nosotros, a mamá y a mí, pasábamos días enteros sin apenas<br />

vernos, yo enfrascado en mis clases y ella en su trabajo. El mes de febrero, como<br />

había previsto, lo pasó en diversos puntos de Estados Unidos fotografiando<br />

combates de boxeo. A su regreso esquiamos un largo fin de semana en<br />

Courchevel y, aunque yo no olvidaba nuestras cuentas pendientes y, en ocasiones<br />

me salía la parte más hiriente y celosa, con frecuencia nos encontrábamos<br />

279


charlando y riendo de nosotros mismos como antaño. A veces hurgaba entre sus<br />

cosas, buscando el rastro de Elías. O de quien fuera. Pero no había nada. Es más,<br />

pude constatar que en París cenaba frecuentemente con Maurice y en Barcelona<br />

seguía saliendo con Azcárate y sus amigos. A medida que pasaban los meses y se<br />

acercaba junio, momento en que Yael pensaba instalarse en París, llegué a<br />

decirme, aliviado, si no me habría equivocado. Claro que otro frente a controlar<br />

era Elías, pero éste parecía llevar una vida totalmente ajena a mi madre, al tiempo<br />

que muy estrecha con los abuelos. ¿Cómo?: viniendo a Barcelona justo cuando<br />

mamá estaba en cualquier otro lugar; o cenando a solas conmigo los fines de<br />

semana en que yo estaba solo en París. De no ser todo tan preciso, tan<br />

curiosamente exacto, no habría continuado dudando.<br />

El primer fin de semana de mayo, fuimos unas horas a Cadaqués para ver<br />

cómo avanzaban las obras de nuestra pequeña casa y a última hora de la tarde<br />

salimos hacia Avignon para visitar a Mich. Aquella noche me dormí sintiéndome<br />

afortunado: me gustaba mucho tener un habitáculo en Cadaqués y, además, la<br />

mañana siguiente vería a Mich, después de casi un año.<br />

Sabía por mamá que Mich volvía a vivir con sus suegros y que ya no<br />

trabajaba, aunque los domingos solía coger sus bártulos para ir a retratar a los<br />

turistas. Parecía muy feliz con su hijo, como único hombre en su vida, y los<br />

padres de Alain cuidaban de ambos con mucho afecto. Pero la mañana de aquel<br />

280


sábado, que yo esperaba risueño, nunca la olvidaré porque, en cuanto vi a Mich,<br />

comprendí que su tiempo se había acabado. Me encontraba sentado en el jardín<br />

esperando a mi madre cuando, a contraluz, entreví una figura alta y muy delgada<br />

acercándose hacia mí. Cerré los ojos pensando en Mich mientras rememoraba el<br />

día de su llegada a París, sin relacionar su recuerdo con la silueta que ahora se<br />

aproximaba. Una mano me apartó el pelo para darme un beso en la frente, algo<br />

que Mich siempre hacía.<br />

- ¡Mich!, perdona, todavía estoy un poco dormido – le dije<br />

incorporándome sin saber si abrazarme a ella como en otros tiempos o<br />

sólo estrecharle la mano.<br />

- ¡Matt, qué alto estás!<br />

- Ya – le contesté turbado -. ¿Y mi ahijado?, ¿ha venido contigo?<br />

- Lo he dejado con mis suegros; lo verás luego. Es despierto y muy<br />

simpático, como lo eras tú a su edad.<br />

Me dolían el alma, los recuerdos y mi infantil deseo por Mich. Como me<br />

dolía también no desearla ahora.<br />

Mamá y Mich, seguían sin parecerse en nada, pero los brazos con los que<br />

Mich rodeó a mamá eran ahora más delgados que los de ella. Y el abrazo en el<br />

que se fundieron, no fue alegre como antaño, sino desesperado.<br />

281


Mich había enfermado. Ya no era únicamente seropositiva: la enfermedad<br />

se había manifestado. ¿Tiempo? <br />

Al conocer su estado volví a quererla con un amor incuestionable y<br />

agradecido por todo el tiempo que fue mi refugio. <br />

- No, Matt. No la verás más, no quiere. Estás aquí para despedirte.<br />

- ¿Y a ti? ¿No te necesita? – le dije conteniendo el llanto.<br />

- Sí, pero una única y última vez: le he prometido acompañarla a<br />

Florencia para ver a su madre; de hecho se lo prometí hace muchos<br />

años. Como el tiempo se acaba, iremos a fin de mes.<br />

- Pero, mami, si su madre nunca ha querido saber nada de Mich. ¿Ya<br />

sabe que vais?<br />

- No creo que ni siquiera sepa qué ha sido de ella desde que la abandonó<br />

pero, aún a riesgo de que las cosas vayan mal, no le puedo negar a<br />

Mich esta promesa.<br />

- ¿Y cómo ha conseguido localizarla?<br />

- Mich siempre ha sido muy tozuda así que, el día que se propuso buscar<br />

a Ada Corbi, decidió que, aunque no quedara más que una lápida, no<br />

282


pararía hasta dar con ella. Entonces empezó la búsqueda teniendo<br />

como único punto de partida el nombre completo de su madre, así<br />

como el año y lugar de nacimiento, que no era mucho. Pero hará dos<br />

años, cuando ya había empezado a buscar a través del consulado, en<br />

una exposición conoció a un joven artista de Florencia quien aquel<br />

verano se quedó unas semanas en Avignon: tiempo suficiente para que<br />

Mich se fuera aproximando a él y a Rosetta, su mujer, de forma que<br />

ambos quedaron cautivados por su simpatía, por cierto tan italiana.<br />

Para más inri, Rosetta, en estado de cinco meses, tuvo que hacer<br />

reposo unas semanas en las que Mich se desvivió por hacérselas más<br />

agradables. Un día le explicó que tenía un familiar en Florencia, una tía<br />

materna con la que le gustaría contactar. Ni Rosetta ni su marido<br />

conocían a Ada Corbi pero le prometieron hacer cuantas<br />

averiguaciones fueran precisas: tenían algún conocido en el<br />

ayuntamiento, un primo de Rosetta era comisario… como fuera, se las<br />

arreglarían para encontrar a Ada; además, ignorando la verdad<br />

absoluta, esta búsqueda les pareció apasionante. Dos meses después,<br />

Rosetta llamó excitada a Mich: había localizado a su presa. Tenía su<br />

dirección y teléfono, sabía que estaba casada y que, con su marido,<br />

regentaba dos comercios de marroquinería aunque ella solía estar en el<br />

283


que se encontraba junto a la plaza de la Signoria. Rosetta no pudo<br />

contestar a la pregunta de Mich sobre si Ada tenía algún hijo. , se ofreció<br />

Rosetta. Mich le contestó que Ada y su madre se habían distanciado<br />

muchos años atrás y que no habían vuelto a verse. Que tal vez Ada<br />

Corbi hasta ignoraba que su hermana había muerto. <br />

284


5.<br />

Comimos con los suegros de Mich quienes estaban literalmente<br />

embelesados con el pequeño Alain, un niño de aspecto divertido y respuestas<br />

sorprendentes. Aquella tarde, mi ahijado se lo pasó en grande ya que mamá le dijo<br />

que disponía de 1.000 francos de su padrino y de una hora para escogerse un<br />

regalo. Pero fue astuto porque consiguió arrancarle a mamá veinte minutos más<br />

para prepararse una lista. , nos dijo el muy carota,<br />

sabiendo que el único que ganaba era él. Pero fue una tarde fantástica y me gustó<br />

mucho que Alain se decantara por una bicicleta. Después, Mich nos llevó a la<br />

Hostellerie donde se quedó a cenar con nosotros. Mamá y ella seguían siendo muy<br />

graciosas y Mich reía como siempre: con cierto estruendo y hasta saltarle las<br />

lágrimas.<br />

La despedida, luego, fue apresurada. Se abrazó a mí de forma que pude<br />

constatar de nuevo que casi le pasaba una cabeza y que su cuerpo, en mi recuerdo<br />

tan voluptuoso, ahora era muy frágil.<br />

- Matt, ¿cuidarás de tu madre?<br />

- Bueno Mich, ya sabes lo difícil que es cuidarla entre otras cosas<br />

porque casi nunca sé dónde está – le contesté intentando quitar<br />

dramatismo a aquella última despedida.<br />

- Sólo conque esté en tu corazón, ya es bastante Matt.<br />

285


- Hasta la vista Mich.<br />

- Adiós Matt y gracias por tu regalo. No podía escoger mejor padrino<br />

para mi hijo.<br />

Mamá y Mich fueron a Florencia donde pasaron dos días dando vueltas<br />

alrededor de Ada Corbi. La hipotética compra de un bolso justificó un buen rato<br />

en la tienda, tiempo en el que hubieran podido identificarse porque Ada estaba<br />

sola. Pero salieron sin comprar, con la vaga promesa de volver y sin pronunciarse<br />

respecto a sus verdaderas intenciones. Al día siguiente regresaron, encontrando<br />

únicamente a una joven. Tal vez – pensaron - la que había mencionado Rosetta.<br />

Como la chica no las conocía, se fueron después de simular otro vistazo. Pasaron<br />

la mañana paseando por el mercado de San Lorenzo; fueron a la Farmacia de<br />

Santa Maria Novella; en Ponte Vecchio compraron unos pendientes para la suegra<br />

de Mich …un largo y, sobre todo, dificultoso periplo para la salud de Mich.<br />

Cuando mamá empezaba a desesperarse, Mich se decidió y volvieron a la tienda<br />

de Ada Corbi quien, reconociéndolas, las acogió con una amplia sonrisa dando la<br />

venta por hecha. Pero se entretuvieron de nuevo, entre otras razones porque esta<br />

vez también estaba la dependienta, aunque pronto comprendieron que, en efecto,<br />

se trataba de su hija. Mientras simulaban dudar, ambas observaban a Ada. A mi<br />

madre le pareció una mujer que irradiaba encanto, muy guapa todavía, de formas<br />

286


edondas, como había sido Mich, y unos preciosos ojos verdes que ella resaltaba<br />

con un maquillaje intenso.<br />

- ¿De qué parte de Francia sois? - les preguntó Ada mientras envolvía el<br />

bolso finalmente escogido.<br />

- Yo nací en París - contestó rápido mamá -, pero ahora vivo en<br />

Barcelona.<br />

- ¿De verdad?, mi hijo sale con una chica catalana con la que no me<br />

importaría nada que se casara porque es encantadora pero es que,<br />

además, así yo tendría una excusa para que mi marido me llevara a<br />

Barcelona; creo que es una ciudad preciosa. ¿Tú también vives ahí?, le<br />

preguntó a Mich.<br />

- No, señora, yo siempre he vivido en Avignon, de hecho casi no he<br />

salido de allí. ¿Ha estado alguna vez?<br />

Ada Corbi levantó despacio la cabeza hasta encontrar la mirada de Mich.<br />

Pasó unos segundos inmóvil, sin decir nada, con las manos detenidas en el<br />

paquete a medio hacer. ¿Qué hubiera sucedido de no haber entrado, justo en aquel<br />

momento, un hombre con un bebé? La joven se abrazó a los recién llegados y Ada<br />

tomó en sus brazos al pequeño al tiempo que le decía a la chica.<br />

- Hija, cariño: ¿quieres acabar de envolver este bolso? Me llevo unos<br />

minutos a nuestro pequeño para que lo vea tu tía Dacia.<br />

287


- ¡Pero mamá - protestó la joven -, tenemos que llevarlo al médico!; ¿no<br />

ves que llegaremos tarde?<br />

- Volveré en unos minutos, no te preocupes y, por favor, pon un bonito<br />

lazo en el paquete de nuestras simpáticas clientas. Ciao. Lo siento.<br />

Creo que sí estuve en su ciudad, querida - le dijo ya en la puerta a<br />

Mich -, pero hace tantos años que no recuerdo nada. ¿Tienes hijos tú?<br />

¿Un chico?, ¡muy bien! ¡Auguri, cara!<br />

Ada desapareció y ahí acabó la búsqueda de Mich. Mientras terminaba de<br />

envolver el paquete, la joven comentó malhumorada que a veces su madre hacía<br />

cosas muy raras y que la disculparan.<br />

, le dijo al hombre que había traído al niño mientras le daba el paquete a<br />

Mich, desentendiéndose ya completamente de sus clientas.<br />

Unos minutos después, Ada regresaba a la tienda no sin antes<br />

cerciorarse de que mamá y Mich se habían ido. Luego salieron apresurados el<br />

joven matrimonio con el crío y, al poco, Ada bajaba la persiana mirando a una<br />

lado y a otro y - como si intuyera que la estaban acechando - permaneció dentro,<br />

casi a oscuras. Cerca de las ocho, paró un coche delante y Ada volvió a prender<br />

las luces haciendo gestos de auxilio al conductor. Apenas unos segundos más<br />

288


tarde, salió por la portería del edificio y se metió en el coche abrazándose al<br />

hombre que la esperaba. , lloraba Mich.<br />

- Seguramente – le contestó mamá -. Pero cierra este capítulo, Mich, y<br />

no te tortures más.<br />

- Alex, es que se ha dado cuenta, ¿verdad?: sabe que soy la hija que tuvo<br />

con Claude Béziers y, sin embargo, no me ha retenido. ¿Crees que ha<br />

visto que estoy enferma?; una madre siempre ve estas cosas.<br />

- Mich, creo que ha sabido quien eras pero no creo que haya advertido<br />

nada más. No te culpes ahora: por lo que sea, tu madre escogió olvidar.<br />

- Pero se ha casado, Alex, y ha tenido dos hijos a los que quiere. ¿Por<br />

qué no me quiso a mí?<br />

- Mich, yo no sé lo que pasó después de Avignon. Ni siquiera sé lo que<br />

pensaba cuando te tuvo. Sólo puedo imaginarme que era demasiado<br />

joven y que luego prefirió no retroceder.<br />

- ¿Y ahora?<br />

- Basta ya, Mich. Si te consuela, te diré que estoy segura de que si<br />

alguna vez consiguió ignorar su pasado, a partir de ahora, siempre<br />

recordará esta tarde.<br />

289


- Este precio me parece exiguo si lo comparas con el mío. Hazme un<br />

último favor Alex: cuando me muera, no sólo quiero que se lo<br />

comuniques sino que le digas la causa de mi muerte. Prométemelo.<br />

- Prometido.<br />

Mich murió dos días antes de la Navidad del 95. Al fin quiso ver<br />

nuevamente a mi madre quien la visitó las últimas horas de su última noche de<br />

vida.<br />

- ¿Recordarás tu promesa?, le preguntó Mich.<br />

- Puedes estar segura. ¿Quieres algo más?<br />

- Sí, que la próxima vez me traigas agua de mar. ¿Crees que llegarás a<br />

tiempo?<br />

- Seguro Mich.<br />

Media hora después la sedaron y murió cuando amanecía. Creo que fue la<br />

pena lo que le dio fuerzas a mamá para llamar a Florencia: , le dijo de un tirón para impedir que le colgara. La<br />

madre de Mich, enmudeció unos segundos. Al fondo se oía el trajín de la tienda en<br />

plena venta navideña.<br />

290


- Lo siento, tengo mucho trabajo y dos hijos y un nieto que me esperan. Yo<br />

olvidé todo aquello, ¿sabe? No tenía que habérmelo dicho porque Dios ya<br />

me ha perdonado.<br />

- Es posible, para eso están Ahí arriba. Pero, personalmente, le deseo<br />

que usted no se lo perdone y que, en cada niña, vea a Mich. Y, por<br />

cierto no tiene un nieto, tiene dos. ¡Feliz Navidad, señora Corbi!<br />

Tengo fotos de Mich por todas partes, sea en Barcelona, en Cadaqués o en<br />

París. Hay alguna de las últimas que mamá le hizo en Florencia, pero también<br />

tengo otras, de cuando era muy pequeño, sentado en su regazo; y una fantástica en<br />

la que estoy sobre sus hombros en la puerta de la galería de Avignon. Y varias en<br />

la playa; y otra en la place du Tertre, cuando Mich se instaló con sus enseres de<br />

pintora durante su viaje a París.<br />

Todavía ahora, cuando suena el teléfono a media tarde, con frecuencia<br />

pienso que oiré aquella risa contagiosa que parecía inagotable, y su querida voz<br />

preguntándome qué hacía. Y si todo iba bien.<br />

Donde quiera que estés, Mich, tú fuiste uno de mis paraísos más queridos.<br />

291


Iris<br />

1.<br />

Seis meses más tarde, la primera semana de junio Yael llegaba a París<br />

después de haber librado con Dinah su último y más arduo combate sobre el que<br />

me iba informando puntualmente al tiempo que insistía en que me reuniera con<br />

ella cuanto antes. Me costó un huevo que aceptara que en España todavía<br />

estábamos en plenos exámenes y que, si bien era cierto que entre París y<br />

Barcelona sólo había hora y media de avión, también lo era que yo precisaba de<br />

las máximas horas posibles de estudio si quería aprobar mi curso.<br />

Aquel verano, ambos deseábamos instalarnos cuanto antes en Cadaqués<br />

pero, cuando me disponía a conseguir la aprobación de mi madre, resultaba<br />

imposible: volvía a estar irritable y, creo que también muy triste, pero como yo no<br />

me sentía dispuesto a consolarla, jamás le pregunté qué le causaba aquella mirada<br />

ausente y a veces tan brillante.<br />

Cuán fácil me resulta ahora admitir que me comporté así por cobardía y no<br />

- como me decía a mí mismo - porque subsistiera mi enfado porque ella me<br />

negara una parte de su vida; la única verdad es que temí que se derrumbara, como<br />

aquél día en París, justo antes de nuestro traslado a Barcelona.<br />

292


Al fin pude prometerle a Yael que iría a París la última semana de junio,<br />

en cuanto acabara el curso. – gruñó ella.<br />

- Pero, Matt, no dejes que te trate con esa déspota exigencia de hermana<br />

mayor - me dijo una noche mi madre al oír nuestra conversación.<br />

- Le hago falta, mamá: Elías se pasa todo el día en el hospital y ella no<br />

conoce a nadie en París; tú, que siempre dices que los amigos son muy<br />

importantes, ¿quieres que ahora deje sola a Yael quien en el fondo se<br />

siente muy mal por haber dejado a Dinah?<br />

- Claro que no Matt, ¡qué tontería! Lo que deberíamos pensar para este<br />

verano es en algo más que unos días en París, no vais a estar todo julio<br />

dando vueltas por la ciudad – caviló en voz alta -. Si os apetece,<br />

todavía estamos a tiempo de organizar unas semanas en algún lugar de<br />

Inglaterra, el mundo no acaba en Hammersmith. Edimburgo, por<br />

ejemplo, es una ciudad fantástica y a tu inglés le vendría perfecto.<br />

Le dije a mi madre que hablando siempre en inglés con Yael, por el<br />

momento, no existía el riesgo de que este se oxidara y que, de hecho, aspirábamos<br />

conseguir su permiso para que nos permitiera pasar todo el verano en Cadaqués.<br />

Mi madre se quedó unos segundos pensativa.<br />

293


- Lo podrías hablar con Elías – le sugerí al ver que no se pronunciaba –;<br />

no somos unos niños, mami, y podemos estar solos sin que os<br />

preocupéis.<br />

- Sí, claro - me contestó indecisa -, lo haré en cuanto tenga un<br />

momento.<br />

Sin darle tiempo a reaccionar e intuyendo que en aquel punto de<br />

desconcierto accedería, marqué el número de Elías y le pasé el auricular. Los dos<br />

acordaron darnos un voto de confianza dejándonos solos en Cadaqués, a<br />

excepción de la primera semana de agosto en que iríamos a Megêve con la abuela<br />

Solange. Observé a mi madre mientras hablaba con Elías, buscando una palabra<br />

que la delatara. Pero, por lo único que persistieron mis sospechas fue por el tono<br />

neutro, casi glacial que mantuvo aquellos minutos. Sí, aquella conversación era<br />

falsa y algo sucedía para que ambos ya no hablaran con la lúdica complicidad de<br />

antes.<br />

Dos días antes de salir hacia París, fui a ver a Sarita nuevamente ingresada<br />

en el Hospital del Mar. A Sarita le chispeaban los ojos cuando me veía y apretaba<br />

los dientes y el alma para que yo no notara cómo la enfermedad se la estaba<br />

llevando. Y hasta se reía con mis historias: unas ciertas, otras robadas a mis<br />

amigos y muchas imposibles por disparatadas; pero ella hacía como que se las<br />

creía todas.<br />

294


- Resistiré hasta septiembre, Mateo, aunque solo sea por volver a verte -<br />

me dijo Sarita al despedirse.<br />

- Resistirás, Sarita, de lo contrario el mosén pensará que te largas para<br />

no cumplir tu promesa de trabajar a su lado. Mira, cuanto menos,<br />

hasta Navidad, que el pobre va de bólido repartiendo comida y<br />

paquetes y le harás falta. Entonces pondremos otro plazo.<br />

- De acuerdo, niño, pero, entretanto, no me olvides.<br />

Le di un beso a Sarita justo entre los ojos porque la frente, ahora, le<br />

llegaba hasta el cogote.<br />

En cuanto a los abuelos Cases, custodiados por Marcia y Roberto, aquel<br />

año sólo irían dos semanas de agosto a Ordino. A la abuela le costó prescindir de<br />

Cadaqués: decía que la proximidad del mar y aquel pueblo precioso y libre la<br />

alentaban largo tiempo.<br />

- Libre, ¿has dicho? Y adónde leches piensas que vas a ir con tus años -<br />

le espetaba el abuelo.<br />

- No se trata de mi cuerpo, viejo antipático, es mi cabeza la que se airea<br />

y, de no ser por ti, seguiríamos yendo.<br />

- ¡Cómo que de no ser por mí! Mira, a mi el mar, sin poder bañarme, me<br />

importaba un rábano pero, bueno, si a ti y al niño os gustaba, no iba yo<br />

295


a incordiaros. Además, que Cadaqués es bonito, nadie te lo discute. LO<br />

QUE NO SE AGUANTA es la bruja que lleva el hotel.<br />

- Mira Pere, no me saques de mis casillas - rabiaba la abuela -: lo que<br />

sucedió es que tú querías ir a tu aire y un hotel es un hotel, con sus<br />

horarios y sus normas y, no te diré que la dueña fuera muy amable,<br />

pero tú te pasabas todo el rato provocándola.<br />

- Camila, Camila – se revolvía el abuelo -, ya sé que me estoy<br />

volviendo turulato, pero no m'emprenyis porque ¿sabes aquello de que<br />

el cliente siempre tiene razón?, pues cualquiera sabe que esto va a<br />

misa. Y si el hotel funciona, no creas que es por la bruja: es por la<br />

vista; porque sólo con abrir el balcón tienes a tu Cadaqués delante. Y si<br />

no, piensa en el montón de dinero que ha dejado nuestra nuera estos<br />

veranos sin que recibiéramos ninguna deferencia; sin contar con la<br />

habitación que nos dieron el verano pasado, justo al lado del rótulo con<br />

la terraza más pequeña e incómoda del hotel. Y todo por el mismo<br />

precio de las buenas. ¿O no?<br />

O sí. El abuelo tenía razón. Porque, aunque mi madre y yo estuviéramos<br />

exultantes ante la perspectiva de tener un refugio en Cadaqués, lo que precipitó la<br />

compra de la casa fue que mamá estaba harta de la vida de hotel y de su dueña.<br />


gobernarlo pero esta mujer podía haber ayudado a que se sintiera bien. Dirás que<br />

soy muy pesada, pero no olvides nunca ser extremadamente educado, que no es<br />

otra cosa que ser respetuoso y tolerante en el más amplio y profundo sentido de la<br />

palabra; no sólo parecerás mejor persona, sino que acabarás siéndolo.><br />

297


2.<br />

Elías vivía en un bonito apartamento de dos plantas en la calle Visconti, en<br />

el corazón de Saint Germain, a diez minutos escasos de la Escuela de Bellas<br />

Artes, donde había estudiado mi madre y donde estaba previsto que estudiara<br />

Yael. Alquilado sin muebles, aunque carecía de los múltiples detalles propiamente<br />

femeninos que tenía la casa de Hammersmith, dentro de un estilo sobrio y<br />

masculino, Elías había adquirido cuanto hace una casa confortable, dejando a su<br />

hija la elección de los muebles para su cuarto. Yael estaba tan contenta que me<br />

comentó que los hombres, en apariencia tan inútiles para la casa, acababan<br />

espabilando cuando no les quedaba más remedio.<br />

- ¿O crees que es una tía quien le ha organizado todo esto? - dijo de<br />

repente con cara de sabueso callejero mientras abría todos los cajones<br />

de la cocina.<br />

- Eras tú la que aseguraba que tu padre debía tener una novia - le<br />

comenté como al azar.<br />

- Sí, claro - me contestó Yael con cara de fastidio -, pero eso era en<br />

Londres. ¿O crees que aquí habrá encontrado otra? Bueno, mientras<br />

quien sea no meta las narices en nuestra vida, me da igual. Claro que,<br />

bien pensado, si ha sido ella quien ha comprado todos estos artilugios,<br />

298


quiere decir que, de alguna forma, está metida en casa, ¿no? Bueeeno,<br />

¡cojones!, di algo.<br />

- Oye, que la que va a vivir aquí, eres tú; así que averígualo y déjame<br />

tranquilo. Bastante tengo con mamá y todos los líos de mi familia.<br />

- ¿SABES lo que te digo? - empezó a bramar Yael -: pues que eres un<br />

egoísta asqueroso. ¿Qué líos tienes tú? ¡Ninguno¡, ¿me oyes?<br />

¡Ninguno! ¿Te hago el recuento? Mira: tus padres se llevan de<br />

maravilla y tu madre no sólo es fantástica sino que se ocupa de sus<br />

suegros, pero al niño le fastidia un tal Maurice como le molestaría<br />

cualquier otro. Y, sólo por esta memez, ¿te comparas conmigo y con<br />

todo el jaleo que se ha montado con la separación de mis padres? Eso<br />

por no hablar del idiota de Max y su encoñamiento por Molly. ¡Te lo<br />

cambio, te lo cambio todo ahora mismo! Si quieres, vives aquí y te<br />

pones el cuarto a tu gusto mientras yo me largo con tu madre a la que<br />

ayudaré cada noche que salga con un tío A PONERSE<br />

RABIOSAMENTE GUAPA. ¿Me has oído, capullo?<br />

- Era imposible no hacerlo, Yael, parecías un carretero. Por cierto, un<br />

inciso: si mis padres se llevaran tan bien como dices, vivirían juntos,<br />

¿no te parece? Y una última objeción: yo no he visto a tu madre<br />

enfadada jamás, por lo que no puedo dudar que se ponga como una<br />

299


pantera como aseguras. Pero, ya que te molesta tanto, podrías<br />

considerar tus propios decibelios cuando das rienda a tu mala leche.<br />

- Eso es ser un repelente y un zafio que utiliza la información que yo<br />

misma le he procurado para hacerme daño. Y entérate de que yo no<br />

chillo, ni por asomo, como mi madre.<br />

- Si es así, todos cristales de vuestra casa deben estar rotos.<br />

- ¡Vete a la mierda!<br />

- Buena idea. Olerá, pero no tendré que oír tus bramidos.<br />

Yael desapareció dos días que se me hicieron eternos. Cuando estaba a<br />

punto de ir a su casa, dispuesto a suplicarle lo que fuera preciso, me llamó para ir<br />

al cine. Así empezó nuestro verano y nuestros días en París en los que<br />

rápidamente recuperamos nuestra complicidad básicamente porque yo seguía<br />

sometido a ella sin condiciones. Una mañana en la que ambos comeríamos luego<br />

en casa de los abuelos Baumont- Rochelle, acompañamos a la abuela al<br />

cementerio donde cada quince días visitaba la tumba de mi tía y sus hijas. <br />

300


- A mi tía no la educaron para proteger a mi madre, sino para vigilarla. Y,<br />

por lo visto, se tomó el encargo muy a pecho. De no ser así, tal vez las<br />

cosas entre ellas hubieran ido mejor. Pero bueno, mi madre dice que son<br />

muchos los hermanos mayores que actúan con prepotencia y que la<br />

responsabilidad de esta actitud es de los padres.<br />

- ¿Ah sí? Pues a Max lo debieron educar para pasar de mí o para<br />

hacerme la vida imposible.<br />

- No creas, en el colegio tengo dos amigos que se llevan a matar con sus<br />

hermanas pero si, alguno de los que vamos por su casa, decimos que<br />

están buenas, se ponen como motos. ¿Crees que en este caso también<br />

tienen algo que ver los padres?<br />

- No lo sé. Max ni me mira así que, aunque me violara la armada entera<br />

en sus narices, seguiría sin inmutarse. Y las pocas veces que hace<br />

algún comentario sobre mi físico, es para decirme que soy francamente<br />

espantosa, lo cual, aunque me cabrea, teniendo en cuenta cómo es<br />

Molly, me parece un piropo.<br />

Yael tenía entonces dieciocho años y no sólo yo la encontraba muy guapa,<br />

sino mi madre; y también la abuela Solange, lo que tenía más mérito. Sin contar<br />

que en nuestros paseos encandilaba a no pocos tíos. Sobre todo, si hablaba con<br />

ellos, fuera quien fuera. Y es que Yael irradiaba vida y sensualidad. Para ser una<br />

301


americana de la nueva generación, no era excesivamente alta: tal vez metro<br />

setenta, no más; con lo que yo aquel verano ya le pasaba unos cuantos<br />

centímetros, un logro de mi naturaleza que me ayudó a estar, de alguna forma, a<br />

su altura. De Yael me gustaba mucho su pelo, castaño claro, como el de su padre,<br />

pero lleno de rizos que enmarcaban un hermoso óvalo del que sobresalían unos<br />

ojazos oscuros y relucientes y unos labios carnosos. No era muy delgada, era<br />

grandota y calzaba un cuarenta pero, muy deportista, se movía con agilidad y con<br />

desenfado gracioso. Sí, Yael era muy guapa justamente porque se apartaba de<br />

cualquier canon de belleza establecido. En aquella época, además, había cambiado<br />

una indumentaria algo agresiva - adquirida a fuerza de comprar su vestuario en<br />

Camden Market durante los años que vivió en Londres, para desespero de Dinah -,<br />

por una imagen fresca y natural, algo grunch, tal vez, pero que le sentaba bien. Y<br />

no llevaba otro colorín en la cara más que un carmín que resaltaba la blancura de<br />

su piel.<br />

Mi madre se presentó en París poco después de mi llegada. Un mediodía<br />

comimos los cuatro: la abuela, mamá, Yael y yo mismo y, por primera vez, vi a la<br />

abuela reír escuchando a mamá quien nos explicó su reciente viaje a Berlín<br />

adonde había ido para asistir a la apertura de una exposición de HugoTheuler<br />

quien, por amor a un joven médico alemán, dos años atrás se había trasladado a<br />

Munich. Por respeto a la profesión de su nuevo amor - y a su incipiente calva -,<br />

302


Hugo se había cortado la melena de vikingo y ya no vestía aquellos faldones que<br />

tanto flipaban a la abuela Camila: ahora llevaba el pelo rapado y vestía trajes casi<br />

convencionales. Todo y así, cuanto rodeaba a Hugo seguía siendo teatral y algo<br />

surrealista. Después mamá recordó otros momentos de Hugo, como cuando,<br />

estando en Marraquesh, se prendó de un adolescente cuyos padres le pusieron<br />

precio para que Hugo se lo llevara a Europa; así como el día en que me quedé<br />

encerrado en el metro y la poli lo miró aviesamente como si fuera un residuo de la<br />

banda Baader Meinhoff. Y la abuela escuchó todas estas historias encantada y<br />

hasta muy divertida. Reconozco que ese día pensé que, de haberse quedado mamá<br />

en la calle Ranelagh, jamás hubiera podido contar la historia de Hugo, ni la de<br />

Mich, ni la de ella y papá… Episodios que la abuela todavía ignoraba y que<br />

habían hecho de la vida de su hija una existencia diversa a como seguramente ella<br />

había imaginado. Comprendo que a mamá le costara olvidar el destierro y<br />

abandono de sus padres. En suma, ella había sido la primera en pagar por su<br />

osadía y el precio siempre le pareció justo.<br />

Mientras la abuela reía, Yael miraba a mi madre con aquel embeleso que<br />

ya era habitual. Idiota, idiota. Ese encanto tan arrebatador que le ves es el que<br />

también ha subyugado a tu padre. ¿O no?, pensé. Uf, ¡qué lío! Todo era tan<br />

desconcertante... El día antes de salir hacia Cadaqués, cenamos con mi madre y<br />

Elías. Un encuentro para el que había insistido Yael.<br />

303


- ¿Crees que nuestros padres tienen algún pique? - me preguntó la<br />

víspera.<br />

- No me consta, ¿por qué?<br />

- Bueno, porque siempre se han llevado muy bien; o, cuanto menos, a mí<br />

me lo parecía. Me encantaba verlos juntos, vernos todos, quiero decir.<br />

Como cuando estuvimos en Barcelona, ¿recuerdas? Pero para esta<br />

cena, en cambio, ninguno de los dos encontraba nunca el día.<br />

Claro que me acordaba de Barcelona, pero qué le podía a explicar a Yael:<br />

¿que unos meses antes había encontrado una extraña coincidencia en un billete de<br />

avión que cencajaba a la perfección con algunas ausencias simultáneas? Porque,<br />

de hecho, no tenía nada más. Y, a decir verdad, en aquel momento sólo deseaba<br />

llegar a Cadaqués y olvidar aquella historia. Ya explotaría, ya.<br />

Cenamos mientras una luz cálida se volvía a encender a nuestro alrededor.<br />

Yael reía contenta, ignorando que aquel calor provenía de nuestros padres.<br />

Yael.<br />

304


3.<br />

Si aquel año hubo algo extraordinario, fueron aquellas semanas de julio.<br />

Yael y yo dejamos atrás cuanto quedara más allá de la montaña que separa<br />

Cadaqués del resto del mundo: no más Dinah, ni Elías, ni Max, ni Molly. Nadie.<br />

Sólo nosotros acompañados del mar y el viento que actuaron como un bálsamo<br />

sobre nuestra piel y nuestro espíritu. Y, aunque mamá venía con frecuencia, ni se<br />

le ocurría hacernos regresar de aquel limbo deslumbrante; pero es que mamá<br />

también era otra en Cadaqués. Imagino que, como nosotros, en la primera curva<br />

desde la que se divisaba el pueblo, se desprendía de todo cuanto la podía<br />

preocupar.<br />

Batiste había crecido mucho aquel invierno, pero no lo bastante para Yael<br />

quien lo seguía considerando un niño. En cambio, a mí Yael me vino de perlas; de<br />

no ser por ella tal vez Caroline, una chica francesa de su edad, jamás se hubiera<br />

fijado en mí. A Caroline la conocimos en La Sala, cuando yo llevaba unos días<br />

observándola jugar al futbolín con un amigo. Una tarde Yael, que jugaba de<br />

maravilla, le propuso hacer una partida a cuatro que contábamos ganar sin<br />

esfuerzo, pero lo que hicieron es darnos una tremenda tunda que me dejó<br />

boquiabierto pues no contaba que Caroline, quien ocupaba la mitad del espacio<br />

físico de Yael, dispusiera de una inmensa fuerza en las manos además de una gran<br />

agilidad. Su proeza me encandiló de forma que, en la partida siguiente, le propuse<br />

305


intercambiar nuestras parejas y desde ese momento ya no me separé de ella. No sé<br />

si Caroline fue mi primer amor; antes habían estado Mich, Âdele, varias<br />

compañeras de clase, y siempre Luz, cuyo recuerdo no había tenido ocasión de<br />

traicionar. No, no creo que fuera amor, pero fue fantástico porque Caroline fue<br />

algo así como mi primera novia lo que subió notablemente mi autoestima pese a<br />

que a mamá le exasperaba su risa así como su empeño en asegurar que era de<br />

París, esa manía que tienen tantas francesas aunque su casa esté a mil kilómetros<br />

de la ciudad de sus sueños.<br />

- Oye mamá ¿y es importante de dónde sea? Además, ¿por que estás tan<br />

segura de que no es de París?<br />

- Entre otras cosas, porque uno sabe concretar la calle en la que vive, no<br />

sólo el barrio. Y no, no es importante de dónde sea, pelmazo. Si te<br />

gusta...<br />

Caroline me enseñó las primeras reglas del sexo; algo sumamente importante para<br />

mí ya que mi única experiencia – a aquellas alturas – seguían siendo las clases de<br />

mi profesora de piano.<br />

- ¿Te gusto más que Yael?, preguntaba Caroline después de hacer el<br />

amor.<br />

- Bueno - le contestaba yo, dándome importancia -. Yael y yo somos<br />

muy amigos desde hace años y es muy atractiva, ¿verdad?<br />

306


- Sí, pero es muy grandota. Mi padre dice que somos más femeninas las<br />

mujeres menudas.<br />

Caroline vivía con su padre desde que aquel invierno su madre los plantara<br />

a ambos para irse con un tipo que vivía en una población cercana. Porque,<br />

finalmente, resultó que Caroline no vivía en París, sino en Nangis. Bastante cerca,<br />

sí; pero mamá tenía razón. ¡Mierda!<br />

Al amanecer, cuando me vestía para regresar a casa, solía mirar la melena<br />

de Caroline esparcida sobre la almohada, imaginando a Luz. El día que vea ese<br />

resplandor será que me he enamorado - pensaba-. Como Sarita del Chano.<br />

Luego Yael y yo pasamos unos días con la abuela Solange en Megêve y<br />

de ahí salimos a Buchy, para visitar unos días a mi padre.<br />

- Oye, Matt, esto es genial - me dijo Yael la misma noche que llegamos.<br />

- ¿A qué te refieres?<br />

- A qué va ser: a todo. Oye, no te enfades pero ¿no encuentras que<br />

Blanche y tu padre son un poco raros?<br />

- Lo que son es rarísimos. Pero mi madre dice que lo único que cuenta<br />

es que mi padre esté bien.<br />

- Ya pero, ¿a ti te gusta Blanche?<br />

- A mí lo único que me gusta de Blanche son sus pasteles, pero a mi<br />

padre le deben gustar otras cosas que no consigo ver.<br />

307


- Pues lo verás, porque pienso aprovechar estos días para fotografiarlos.<br />

Creo que en el objetivo serán geniales. Pero no sólo ellos, ¿eh?, porque<br />

Lolon y Roman, ¡qué pasada!<br />

- Pues lástima que no esté Marc, el hijo nudista de Blanche. Así tendrías<br />

el retrato completo de la troupe de mi padre.<br />

Yael se lo pasó pipa durante los cinco días de Buchy y papá - atraído por<br />

su fuerza y alegría - me pareció que algo despertaba de su letargo. Percibí que de<br />

Yael no le era indiferente ni su risa, ni sus ojos, ni su pecho, joven y rotundo. La<br />

prueba es que, con la excusa de que apenas me veía, empezó a salir de aquella<br />

celda dorada en la que Blanche lo velaba para que no descubriera otros placeres.<br />

Seguramente no pasó nada porque Yael no quiso, pero aún recuerdo la expresión<br />

de mi padre al despedirse mientras la besaba en la sien aspirando su aroma de<br />

mujer plena.¡Bueno, bueno! Menos mal que a Yael no se le giraron los cables<br />

porque sólo nos hubiera faltado eso: todos bien revueltos, como los huevos que<br />

hacía la abuela Camila.<br />

Antes de regresar a Cadaqués estuve dos días en París, a tiempo de ver las<br />

fotos que Yael había hecho aquel verano. Yael había aprendido rápido cuanto<br />

mamá le había ido enseñando y el resultado, a mi parecer, era cuanto menos<br />

interesante. La animé a que me hiciera unas copias para enseñárselas a mamá.<br />

308


Claro. <br />

El 25 de agosto mamá y yo regresamos a Cadaqués donde mamá miró las<br />

fotos que Yael me había confiado. También le<br />

enseñé las fotos de nuestra estancia en Buchy, pero a mamá no le gustaba<br />

pronunciarse sobre Lolon, sobre Blanche, ni sobre nada de cuanto rodeara a mi<br />

padre; así que lo que hicimos fue reconstruir la vida en Buchy a través de las<br />

imágenes de Yael sin más comentarios.<br />

Mientras el sol descendía hacia el invierno, llegó septiembre, las últimas<br />

salidas en barca y vuelta a Barcelona.<br />

- Ha sido un buen verano, ¿verdad Matt?<br />

- Sí, para mí, sí.<br />

- Y para mí también, tonto. Ya sé que te he hecho rabiar con Caroline<br />

pero no me hagas caso: será que tengo celos. Pensaba que yo era la<br />

única mujer de tu vida – añadió sonriendo.<br />

- Aún lo eres, mami, pero, si consideras tu edad, estarás conmigo en que<br />

tienes que hacer concesiones.<br />

- Las mismas que tú me hagas.<br />

309


- Nunca me has pedido permiso para tomártelas – gruñí.<br />

- Decíamos que ha sido un buen verano, ¿verdad, Matt?<br />

Cuando aparecieron las primeras luces de Barcelona ante mí, recuerdo<br />

cuánto me dolió el alma. Pensé que, durante aquel tiempo, apenas había recordado<br />

ni a los abuelos ni a Sarita; entonces me sentí culpable por haber sido tan feliz,<br />

sabiendo como sabía que a todos ellos les perseguía la muerte.<br />

310


4.<br />

En octubre el Pato me dijo que habían desahuciado a Sarita, que el médico<br />

se lo había dicho a ella misma porque nunca había ido a la visita con ningún<br />

familiar. Así que, también ella misma, pidió que no le diera más porquerías, que<br />

lo único que quería era que la ayudara para que todo le doliera menos; y que la<br />

dejara morir en su casa porque no pensaba volver al hospital. Sarita, tan<br />

exuberante, se había quedado en los huesos pero, los días que tenía fuerzas, se<br />

ponía guapetona y hasta bajábamos al bar del Pato a tomarnos una lata de almejas.<br />

Pero en diciembre Sarita no tuvo humor ni para poner el pesebre. ¡Con lo que le<br />

gustaba! Se lo había comprado al mejor artesano de la Feria de Santa Llúcia,<br />

delante de la Catedral, y le había costado más caro que el anillo de oro con una<br />

perla que se compró al cumplir los cuarenta años. El caso es<br />

que, cuando la visitaba, me iba hecho polvo pensando en que Sarita se podía morir<br />

sola cualquier día. Pero Sarita no murió sola: Hortensia ‘la Cabriola’, la amiga que<br />

se había retirado al pueblo, la que le mandaba las madalenas, se plantó en<br />

Barcelona cuando Sarita le dijo que no se sentía con fuerzas ni para ir con ella en<br />

Navidad. ‘La Cabriola’ se quedó casi dos meses;<br />

311


hasta que cerró para siempre los ojos de su amiga la primera semana de febrero de<br />

1997.<br />

Hortensia me llamó para ver si quería ir al sepelio. Fuimos seis los que<br />

acompañamos a Sarita en su último paseo: el mosén, el Pato y la Paqui, Hortensia,<br />

un hombre al que no conocía y yo. Luego, todo fue rápido. , decía mucho Sarita. Cuando acabó el entierro,<br />

Hortensia me dijo si podía esperar un momento. Entonces, el hombre al que no<br />

conocía, se acercó a despedirse.<br />

- Como Sarita era medio bruja y muy buena, Chano, seguro que te ha<br />

visto desde Allá arriba. Se lo debías, ¿sabes?<br />

- Mejor está donde está que conmigo.<br />

- Eso ni lo dudes. Pero, cuando estuvisteis juntos, pudiste haberle dado<br />

mejor<br />

vida. Digo yo, vamos.<br />

- No, Cabriola. Le di lo que entonces tenía. Y digas lo que digas, Sarita<br />

conmigo supo lo que es querer. Y eso es mucho, tía.<br />

El Chano no se parecía en nada a la foto que de él guardaba Sarita: ni era<br />

delgado, ni alto, ni siquiera moreno, porque no le quedaba ni un pelo.<br />

- Será. ¿Cuántos hijos tienes, Chano?<br />

312


- Dos: el chico se llama como yo, Amancio; y la chica, Paloma. Ahora<br />

tiene diez años.<br />

Entonces Hortensia le dio un beso y salimos del cementerio.<br />

313


5.<br />

En cuanto a los abuelos, al regresar con mi madre de Cadaqués, Marcia<br />

nos había advertido inquieta que en Ordino todavía habían disfrutado mucho pero<br />

que, nada más llegar, comprendió que se estaban apagando. La abuela ni siquiera<br />

tricotaba: se quedaba horas y horas sentada en la cocina mirando la nada a través<br />

de la ventana aunque Marcia, en vano, intentara animarla. Pero la abuela no<br />

quería.<br />

- Que no, Marcia, que por ahí hay mucha juventud con patines y no<br />

quiero que me pase como a la abuela de la floristería que lleva dos<br />

meses en la cama desde que aquel chico se la llevó por delante.<br />

Además, yo no miro la calle.<br />

- Ah. ¿Y qué mira?<br />

- Miro para adentro y hacia atrás, Marcia, y, si quiero, hasta me veo<br />

paseando con mis padres los domingos cuando era niña; y a Pere,<br />

cuando llegó a París y me enamoré como una loca. Porque, ahí donde<br />

lo ves, a guapo no lo ganaba nadie. No, si estoy la mar de bien, no te<br />

preocupes. Veo momentos preciosos que había olvidado.<br />

314


En cuanto al abuelo, al bar sólo fue un día y se armó una tremenda porque<br />

veía más fichas de dominó de las que había, asegurando que todos lo engañaban<br />

porque había más de seis juegos rondando por la mesa.<br />

- Escolta Pere, no fotis. Si vols, les comptem una altra vagada. Mira,<br />

vint-i-vuit exactes. ¿Ho veus?<br />

- ¿I aquestes altres?<br />

- Coi, ¿quines? – le decían atónitos sus compañeros de mesa.<br />

- Doncs, totes aquestes.<br />

Y así, un buen rato y un buen lío, hasta que Roberto se lo llevó de vuelta a<br />

casa. A los pocos días, le preguntó a Marcia por el vino de Alsacia que papá le<br />

había mandado y cuando Marcia le contestó que estaba como siempre en la<br />

nevera, el abuelo le preguntó que en cuál de ellas.<br />

- Señor Cases, pues en la nevera – respondió Marcia desconcertada.<br />

- Ya sé, nena, ya sé pero ¿en cual de todas las neveras?<br />

El abuelo ya no volvió al bar, ni a ningún sitio. Se quedaba siempre en<br />

casa con la abuela, a quien seguía por todos los rincones como un niño perdido. A<br />

final de noviembre, un fin de semana que estuve con mamá en París, fuimos a<br />

comer al piso del Marais con papá y Blanche. Mamá quería poner a mi padre al<br />

corriente del estado de los abuelos.<br />

315


- Pienso que deberías ir más a menudo a verlos, Daniel. Tengo la<br />

impresión de que pueden morir en cualquier momento; obviamente<br />

porque son muy mayores, pero también porque te añoran y porque todo<br />

empieza a importarles un rábano. Todo menos tú, claro; por lo que tu<br />

ausencia aún les resta más fuerzas. Por otra parte, no sólo mi trabajo<br />

me obliga a viajar con frecuencia, sino que ahora estoy varios días al<br />

mes en París y, aunque Marcia se queda con ellos, parece que<br />

deambulan por casa como dos fantasmas. Además, espero entiendas<br />

que tampoco quiero ser yo quien tome todas las decisiones.<br />

- Tienes razón, Alex - asintió mi padre de inmediato -, llevas mucho<br />

tiempo ocupándote de mis padres mientras yo he antepuesto mi carrera<br />

a ellos y también a Mateo. Esta tarde miraré con Blanche la<br />

programación de los próximos meses de forma que podamos ir a<br />

Barcelona en todos los huecos libres.<br />

- He de advertirte, Daniel - dijo de pronto Blanche, quien había<br />

permanecido tensa pero callada -, que tú precisas tiempo para ti, para<br />

trabajar sin interrupción, sea aquí o en Buchy, de lo contrario te<br />

desconcentras por el cansancio o la dispersión.<br />

- Blanche, ya hablaremos luego. Pero Alex tiene razón: son mis padres y<br />

apenas me ven.<br />

316


- Pues no sé cómo, cheri, tenemos la agenda prácticamente llena. Si<br />

además la banda de la película de Peroussi obtiene alguna nominación<br />

en el próximo festival de Cannes, como se habla, estaremos<br />

desbordados. Lo siento, Alex, tendrás que solucionarlo sola; en<br />

definitiva, nadie te obligó a vivir en Barcelona. Si tus suegros se<br />

hubieran quedado en París, ahora no vendrías exigiendo la presencia de<br />

Daniel ni tendrías que pedir ayuda para una situación que tú misma has<br />

provocado.<br />

No sé si ha quedado claro después de tan largo relato, que mi madre,<br />

habitualmente muy educada, podía, inesperadamente, mostrarse feroz.<br />

Inesperadamente para los demás porque, cuando se avecinaba tormenta, sólo<br />

observando cómo ladeaba la cabeza, o, simplemente, el dedo índice de su mano<br />

derecha recorriendo las comisuras de los labios, yo veía que, sin duda, llegaba una<br />

debacle. Si además también encendía un cigarrillo, la debacle se podía prever<br />

apocalíptica.<br />

- Creo, Blanche, que estamos hablando de cosas que no te conciernen.<br />

¿O crees que ahora, después de haberte mantenido al margen de la<br />

familia de Daniel, al que por cierto tienes secuestrado, puedes opinar<br />

sobre sus padres, sobre nuestro hijo o sobre mí?<br />

317


- Puedo, querida, porque, como te decía, empujaste a dos pobres<br />

ancianos a dejar París; de no haberlo hecho, ahora Daniel podría<br />

visitarlos sin NINGÚN problema. ¿Me entiendes?<br />

- Entiendo y, REPITO: no te concierne.<br />

- Blanche, cheri, deja que solucione esto con Alex; se trata de mis<br />

padres, de mi familia – intervino mi padre.<br />

- No es con tu familia con quien te estás haciendo un nombre, Daniel.<br />

¿Qué quieres?: ¿echar todo nuestro esfuerzo por la borda? Además,<br />

podemos encontrar otras soluciones sin que nadie tenga que alterar su<br />

vida.<br />

- Blanche, la vejez de mis padres es un hecho al que no puedo<br />

permanecer al margen; eso es todo.<br />

- Eso no es todo, porque lo que NO PUEDES es eludir compromisos que<br />

afecten a tu carrera en un momento como este. Alex tenía que haber<br />

previsto las consecuencias de vivir con tus padres, de haberlo hecho no<br />

vendría ahora quejándose.<br />

- No se queja Blanche, sólo…<br />

- ¡Basta Daniel! - interrumpió mi madre -. Nos vamos; ahora ya sabes<br />

cómo están tus padres. Porque tiene padres, ¿comprendes abuelita? –<br />

ay, ay, lo que le había dicho a Blanche – Y también un hijo al que<br />

318


apenas ve. Sin olvidar que esta habitación de la que se ha apoderado el<br />

tuyo, era de NUESTRO hijo. ¿Se te ha ocurrido pensar que a Matt le<br />

hubiera gustado conservarla? ¿O crees que estás en posesión de algún<br />

derecho que te permita borrar nuestro pasado?<br />

- SOY SU MUJER, SU MUJER a todos los efectos y lo soy desde hace<br />

muchos años, sin más ambición que Daniel fuera feliz y ahora él me<br />

ha dado la más bella prueba de reconocimiento y amor por mi entrega.<br />

Porque, por cierto mon trésor – se dirigió un segundo a papá -: ¿ya les<br />

has dicho que nos casamos este verano en Buchy? ¿Comprendes lo<br />

que significa esto, querida? ¿O acaso te molesta que Daniel prefiera<br />

una mujer madura, que le ayuda y comprende, a una insensata sin<br />

escrúpulos como tú que ha utilizado a Azcárate para ignorarlo ahora<br />

que las cosas le funcionan? En cuanto a la habitación que había sido de<br />

Matt, madame la marquise, ¿cuántas habitaciones le hacen falta a tu<br />

hijo en París?<br />

- Daniel, nos vamos – dijo mamá levantándose - y, por favor, contéstale<br />

a tu mujer cuántas habitaciones te hacen falta para dormir cerca de tu<br />

hijo.<br />

Sólo Dios sabe cuanto odié a todo y a todos. Y cuán evidente se hizo de<br />

pronto el caos familiar en el que vivíamos: mamá y yo viviendo en Barcelona con<br />

319


los padres de su ex marido. Mamá y su vuelta a sus orígenes y a París. Mamá y<br />

Maurice, mamá y Elías…y ahora mi padre, que se había casado con Blanche,<br />

quien no perdonaría jamás a mi madre haberla llamado abuelita.<br />

Cuando llegamos a casa, mamá no había vuelto a abrir la boca y los dos<br />

cenamos en silencio, aunque, nada más llegar, mamá había llamado a alguien para<br />

cancelar una cita. Pensé si sería Elías. ¿O sería Maurice? ¡Qué más daba! Luego<br />

nos fuimos a la biblioteca donde me dispuse a leer los diarios del día. < Si te<br />

apetece, aún podríamos ir al cine, mami>, le dije sin atreverme a mirarla. Es<br />

innegable que aquella tarde durante el trayecto de regreso, la detesté un buen rato,<br />

pero a medida que fui recuperando el aliento, comprendí que volvía a sentirse<br />

sola; en esta ocasión, ante la vejez de los abuelos. Y que no le faltaba razón al<br />

requerir de mi padre su atención como hijo. Intenté, asimismo, recordar alguna<br />

discusión entre mis padres. Revivir cómo llegaron al fin de sus propios límites.<br />

Pero ahí, el vacío era total y, después de haber presenciado aquella escena,<br />

agradecí no haber sido nunca testigo de cuanto se dijeron hasta llegar al desamor.<br />

- Matt, gracias: tal vez hubiera estado bien ir al cine. Pero estoy flojucha<br />

y mañana nos espera tu abuela a comer; será mejor que descanse.<br />

Iremos al Verdi en cuanto lleguemos a Barcelona, ¿de acuerdo, cariño?<br />

Buenas noches.<br />

320


No niego que mi pasión de Edipo me hiciera considerar a mi madre<br />

incuestionablemente guapa, lo fuera o no. Pero también advertía ‘sus fundidos’<br />

cuando se sentía abrumada por aquellas lagunas de tristeza tan frecuentes.<br />

Entonces se convertía en una sombra de la sombra de su belleza.<br />

Al día siguiente, encontré una nota de mamá advirtiéndome que había ido<br />

a Passy a comprar flores y bombones para la abuela. A su regreso, me encontró<br />

desayunando. Todavía llevaba el abrigo puesto y un sombrero del mercado de las<br />

Pulgas que se había comprado justo antes de la hecatombe: un tocado muy extraño<br />

pero que le favorecía tanto que, en conjunto, volvía a tener buen aspecto. Aunque<br />

también concluí aliviado que el descanso le había procurado nuevas fuerzas.<br />

La comida discurrió agradable y la abuela, como solía suceder en los<br />

últimos tiempos, parecía contenta de tenernos a ambos. Luego mamá subió a ver<br />

unos minutos al abuelo, quien ya no aparecía jamás, y regresamos a casa. Frente al<br />

portal nos esperaba papá.<br />

- ¡Pero Daniel!, ¿cuánto rato llevas ahí? Debiste llamar.<br />

- He venido este mediodía pero como ya no estabais, me he ido a dar un<br />

paseo por el barrio. Apenas ha cambiado, ¿verdad Alex?<br />

- Sí, es cierto – le dijo con dulzura -. ¿Recuerdas el día en que por poco<br />

no nos pesca mi padre? ¿Sabes una cosa Matt?: tu padre y yo nos<br />

pasamos dos años escondiéndonos por todas partes y uno de nuestros<br />

321


juegos preferidos era acercarnos lo más posible a mi casa sin ser vistos.<br />

Eso nadie nos lo podrá quitar, Daniel. Por cierto, ¿has comido algo?<br />

Mi padre no había comido, así que mi madre le hizo una taza de chocolate<br />

caliente que se tomó con un brioche. Luego mi padre le dijo a mamá que Blanche<br />

era su mujer; que lo sería, incluso, aunque no hubieran legalizado su situación; y<br />

que le debía su carrera. Mi madre lo escuchaba sin decir nada, trenzándose y<br />

destrenzándose el cabello, con aire ausente. ,<br />

añadió casi riendo. Mi padre<br />

asintió con la cabeza, luego se encogió de hombros en un gesto de clara<br />

impotencia y ambos se quedaron callados unos segundos.


promocionarme, de conseguirme un nombre y hasta cierto carisma.<br />

Probablemente, sin ella, me hubiera quedado en pequeñas orquestas de provincias.<br />

Le estoy agradecido, ¿me comprendes Alex?, es agradecimiento y por ello pago.<br />

Pero os quiero, lo que sucede es que apenas lo recuerdo. Debo ser un egoísta.<br />

323


Jusente<br />

1.<br />

La muerte de los abuelos llegó precedida por dos acontecimientos que<br />

marcaron nuestro devenir. Ambos, sin duda, previsibles. Una noche llamó<br />

Azcárate quien ya me pareció muy irritado cuando le dije que mamá estaba de<br />

viaje. , preguntó suspicaz. Le dije, la verdad: que no lo<br />

sabía. Pero me pareció que no me creía lo que indicaba su enojo pues él sabía muy<br />

bien cuán incontrolable era mi madre. Muy bien.<br />

Mamá llamó cinco minutos después escuchando, sin hacer comentario alguno,<br />

el relato de mi conversación con Azcárate. Cuando le pedí que no volviera a<br />

hacerle más trabajos de fotomatón, me contestó que no me preocupara, que su<br />

deuda había quedado saldada con los últimos bodegones. Dos días después<br />

llegaba de Madrid. Se duchó, estuvo un rato con los abuelos y me dijo que si no<br />

me importaba iríamos al cine después de cenar. , respondió sorprendida. Cuando era pequeño, y no me quedaba más<br />

cáscaras que acompañarla - porque no tenía con quién dejarme - me aburría hasta<br />

324


el sueño. De repente, después de tantos años, sentí nostalgia de algún recuerdo<br />

vago además de la sensación de que me había perdido algo.<br />

Me senté en el suelo, en una esquina junto al equipo de música<br />

esperando a que entraran los alumnos. La clase duró exactamente 55 minutos<br />

que bailaron con música de Wagner. Recordé, entonces, que mi madre me solía<br />

decir que cualquier música se podía bailar y que las partituras clásicas no sólo<br />

se adaptaban perfectamente a la danza contemporánea sino que a movimientos<br />

muy poco académicos, como lo que se bailaba en las discotecas. Que el<br />

inmenso logro de la danza de la segunda mitad del siglo XX es que había<br />

hecho libre al bailarín.<br />

Aquella clase fue de estricto contemporáneo y, una vez finalizada,<br />

mamá le pidió a la profesora que pusiera la Obertura del Tannhaüser. Entonces<br />

bailó algo inclasificable que me pareció bellísimo. , me dijo de camino a casa haciendo uso del humor<br />

negro que tanto le gustaba entre otras cosas porque me hacía rabiar. Pero era<br />

agradable, muy agradable, estar a solas con ella: verla reír echando la cabeza<br />

hacia atrás y observar cómo iba secando su cabello acercándose a la<br />

calefacción del coche.<br />

325


Regresamos a casa para cenar rápido antes de ir al cine cuando sonó el<br />

teléfono. Creo que mi madre, en aquel momento, ni se acordaba de Azcárate.<br />

, respondió alegre.<br />

<br />

Sentado a unos pasos de mi madre, oí cómo los bramidos de Azcárate<br />

empezaban a llegar esparciéndose por toda la sala: precisaba tener el lunes en<br />

su mesa unas fotos de un restaurante del Empordà para la revista de enero.<br />

Mamá se disculpó, llevaba casi quince días dando vueltas y quería quedarse en<br />

casa con nosotros todo el fin de semana. Pero ante la exasperada insistencia de<br />

Azcárate, le contestó de forma más contundente.<br />

- Lo siento, Iñigo, no puedo y no quiero. Llevo meses haciéndote todos<br />

los restos de serie: trabajos que nadie, con cara y ojos, te haría. De ahí<br />

a que también dispongas de mi tiempo a tu manera, me parece<br />

excesivo.<br />

- Si estas tenemos, te diré una cosa señora de Baumont-Rochelle: es<br />

propio de las hijas de puta como tú dejar tirados a los amigos que le<br />

ayudaron a no ser una carroña desconocida. ¿ME ESTAS<br />

ESCUCHANDO? ¿O acaso crees que hubieras podido hacer algo tú<br />

326


dilación.<br />

sola con ese acento de francesa pija y asquerosa? Me debes la vida,<br />

¿TE ENTERAS? Me la debes. Y a Blanche también, aunque ya sé que<br />

la has tratado como la rata que eres: juro que arruinaré tu carrera y tu<br />

vida en Barcelona y que jamás…<br />

Clack. Cortó mi madre. , me dijo sin más<br />

Vimos “Carrington”, aunque no sé si madre vio gran cosa.<br />

- Vamos, mamá, no estés triste. Siempre supiste que con Azcárate las<br />

cosas acabarían así, estabas advertida desde el principio. Fíjate en sus<br />

amigos: sólo le quedan los que no trabajan con él o los que se han<br />

incorporado recientemente. Esta es su trampa y su habilidad: sabe<br />

rodearse bien para acabar haciéndoos creer a todos que no seríais nadie<br />

sin él. Por eso rabia tanto cuando alguien se vuelve inaccesible a su<br />

control, sobre todo si es mujer, tú misma me lo has dicho mil veces. No<br />

le debes nada que no te hayas ganado tú misma.<br />

- Sí, Matt, pero me siento mal. Podía haberme conformado con menos:<br />

ser un fotógrafo de aspiraciones sencillas y vida tranquila de forma que<br />

mis amigos pudieran contar siempre conmigo, fueran justos o no. En<br />

cambio, he convertido mi vida en una búsqueda sin fin, en una<br />

reafirmación y en un reto imparable. No es que crea que he traicionado<br />

327


a Azcárate en el sentido exacto de la palabra, pero quería avanzar<br />

sabiendo que, si lo conseguía, dejaba atrás a Azcárate y a quien fuera.<br />

- Mamá, no te entiendo. No has matado a nadie, ni has usurpado nada.<br />

Has avanzado, ¿y? El egoísta es él.<br />

- Sí, lo es. Pero ¿recuerdas lo que me alegró su primer encargo y lo<br />

colgada que me sentía yo entonces?<br />

- Por este razonamiento un escritor jamás debe aspirar a ningún premio<br />

ni a nada que lo aparte del primer editor que creyó en él. Un actor<br />

debería hacer eternamente papeles secundarios para no traicionar a<br />

quien le proporcionó el primero. Y así, etcétera, etcétera.<br />

- De acuerdo, Matt. Pero deja que haga mi duelo por él. No importa las<br />

barbaridades que haya dicho; como tú mismo has recordado,<br />

contábamos con este momento. Mi duelo es por nuestros primeros<br />

paseos por Barcelona, por los libros que hemos comprado juntos y por<br />

todas nuestras conversaciones. Y para mí fue mucho.<br />

En un principio, la desaparición de Azcárate no cambió la vida ni el<br />

trabajo de mi madre: para entonces llevaba mucho tiempo alternando reportajes<br />

para la Century Press, con su colaboración en La Gaceta, algún encargo de<br />

publicidad y, sobre todo, con sus libros temáticos, habiendo publicado ya el de<br />

Barcelona, el de boxeo, otro de fútbol y, en aquel momento, estaba preparando<br />

328


uno sobre manicomios y enfermedades mentales; todos ellos con textos y<br />

entrevistas realizados por escritores o periodistas reputados. Un trabajo que<br />

contenía tanto un enorme valor documental como de investigación. Sin Azcárate,<br />

además, se ahorraba trabajar en días festivos o entre semana a deshora, como<br />

había hecho con frecuencia para retrasar lo más posible aquel final anunciado.<br />

Pero una parte de la venganza anunciada, se cumplió. Habían transcurrido dos<br />

semanas desde el final con Azcárate, cuando recibió una llamada del redactor jefe<br />

del que dependían sus colaboraciones en La Gaceta citándola en el diario para<br />

hablar. Confiada, pensó que se trataba de concretar los contenidos de su próximo<br />

reportaje. Después de un largo rodeo, el redactor le dijo que sus honorarios eran<br />

demasiado elevados para el diario y que, no se trataba de regatear los mismos<br />

porque, evidentemente, su tarifa correspondía a una reputación merecida, pero le<br />

habían recortado los presupuestos de forma que, a partir de aquel momento, tenía<br />

la orden irrevocable de trabajar únicamente con los fotógrafos de la casa. Mi<br />

madre aceptó la explicación sin más, escuchando las embrolladas aclaraciones<br />

mientras recordaba que Azcárate, desde que el diario cambiara su director antes de<br />

verano, solía alardear de su antigua amistad con el mismo. <br />

Aquella noche me contó que, sin embargo, estuvo un buen rato dando<br />

vueltas por La Rambla y aledaños, sintiéndose triste, impotente y extranjera.<br />

329


En cuanto a los amigos que se habían convertido en comunes, alguno<br />

llamó: Uno hasta apretó a mamá<br />

para que fuera a un cóctel al que también estaba invitado Azcárate.


desastre>, me anunció acertando porque el encuentro fue, al parecer, peor de lo<br />

que había imaginado. Así que desapareció de su entorno; un poco más. Porque, de<br />

hecho, mi madre vivía entonces un poco por todo el mundo y de avión en avión,<br />

de forma que cuando llegaba a Barcelona prefería quedarse en casa preparando<br />

sus próximos trabajos. Luego había que contar el mucho tiempo que pasaba en<br />

París tanto por los abuelos como porque en París estaba la sede de la Century<br />

Press, así como su editorial y su agente.<br />

¿Y Elías?, todavía me preguntaba entonces.<br />

Dos años después de la ruptura con Azcárate, mamá supo que éste se<br />

estaba muriendo de sida en un hospital. <br />

<br />

Cuando murió y la llamaron para comunicárselo, quien fuera, le<br />

preguntó si no lo sentía. Mamá contestó que no, que su duelo por Iñigo había<br />

terminado después del final entre ellos. Sin embargo, un mes después de su<br />

muerte, una mañana me contó que había tenido un sueño muy inquietante:<br />

había visto a Azcárate con la mano tendida hacia ella y que ella, desde muy<br />

lejos, lo había observado sin decir nada. El sueño se repitió varias veces<br />

durante unas semanas hasta que un día constató que ya no volvería. Entonces<br />

repitió un tiempo más su duelo volviendo a hablar de él como de un ser lleno<br />

331


de rarezas, muy solitario, buen conversador, cultivado, apasionado, gruñón. Y<br />

entrañable.<br />

332


2.<br />

Desde la conversación en París, mi padre cumplió su palabra viniendo a<br />

Barcelona con frecuencia, sin dejar – como antes - que pasaran semanas enteras<br />

sin dar señales de vida. Mi madre continuó solventando el sin fin de problemas<br />

que surgieron a lo largo de los últimos meses de vida de los abuelos, pero papá la<br />

ayudó a sostenerse. Cuando llegó Navidad, le propuso que fuera a París para estar<br />

con la abuela Solange puesto que él vendría a Barcelona aunque los abuelos<br />

apenas se enteraran siquiera de en qué día vivían. Mi padre se quedó entonces<br />

cuatro días en los que hizo un descubrimiento que yo anhelaba desde años atrás:<br />

, me dijo la noche de su llegada. No pudo<br />

poner su mano sobre mi hombro, como hacía Elías con Max - porque yo ya le<br />

sobrepasaba un palmo -, pero iniciamos una conversación que, con los años, se ha<br />

ido haciendo indispensable para ambos y que aquellos días nos ayudaron a<br />

superar la desoladora visión del imparable deterioro de los abuelos.<br />

Antes de irse, mamá nos había dejado la casa adornada como cada año y<br />

también el menú dispuesto, pero la mañana de Navidad el abuelo anunció que no<br />

pensaba salir de su cuarto porque no estaba - dijo textualmente - para ningún<br />

‘coño’ de Navidad. En cuanto a la abuela, se despertó llorando y no hubo forma<br />

de tranquilizarla hasta que a mediodía cayó en un profundo sueño hasta el<br />

333


anochecer. Y es que en pocas semanas habían muerto sucesivamente monsieur<br />

Charban, Martine y Jackot, causándoles una pena que los dejó postrados.<br />

El abuelo murió en marzo de 1997. Seis días antes se había despertado a<br />

las cinco de la mañana reclamando su desayuno; mamá estaba en París y Marcia<br />

le preparó el desayuno que pedía. A las ocho le preparó el segundo porque el<br />

abuelo aseguraba no haber comido nada desde la noche anterior. A las once<br />

reclamó un tercero, a la una la comida… Marcia localizó a mi madre cerca de las<br />

tres, el abuelo iba por el quinto refrigerio y la primera descomposición. Cuando el<br />

médico de cabecera llegó a las siete de la tarde, el abuelo continuaba zampando y<br />

cagando. A las ocho llegó una enfermera para sustituir a Marcia rendida. Pese a la<br />

medicación que lo había adormecido, el abuelo reclamó su cena poco después de<br />

las nueve; según las instrucciones del médico, sólo podría tomar un caldo de arroz<br />

que el abuelo lanzó por los aires de una patada. La enfermera no quiso quedarse ni<br />

un minuto más y fue sustituida por Roberto. Vivió cinco días más; los dos<br />

últimos, prácticamente inconsciente.<br />

Mi padre había llegado 48 horas después del inicio de aquel desastre.<br />

La abuela le pidió a mamá que se la llevara lejos, que aquel no era Pere,<br />

sino el diablo. Así que la trasladaron al dormitorio de invitados. Cuando murió el<br />

334


abuelo, no puso los pies en la habitación en la que había expirado su marido hasta<br />

que Marcia, papá y Elías, sacaron todos los enseres del abuelo. Cuando volvió a<br />

instalarse, la abuela empezó a decir que el abuelo, con lo viejo que era, ahora le<br />

había dado por la parranda; que salía cada noche para dormir con otras. Vivió dos<br />

meses más sin moverse de su cuarto, mirando sus recuerdos en la luz de la<br />

ventana. Murió la última semana de mayo, apenas unos días después de que a<br />

papá le concedieran una mención especial del jurado del Festival de Cannes por la<br />

banda sonora de la película de Fitoussi. Pero papá llegó a tiempo de estar a su lado<br />

antes del final. Cuando llegó a casa, la abuela llevaba veinticuatro horas en estado<br />

de una inquieta semiinconsciencia de la que despertó unos minutos al oír las voces<br />

de mi padre y Elías, entonces abrió los ojos, sonrió, retuvo la mano de ambos y<br />

respiró profundamente iniciando, suave y tranquila, su último vuelo.<br />

El mismo día que enterramos a la abuela, papá le dijo a mamá que tal vez<br />

había llegado el momento de que regresara a París. , le<br />

contestó abstraída. Mamá conducía con papá a su lado; en el asiento trasero yo<br />

con iba con Elías. Desde ahí pude observar cómo los ojos de mamá se cruzaban<br />

con los de Elías a través del retrovisor, y cómo se secaba una lágrima con el<br />

dorso de la mano.<br />

335


- Alex, no estés triste – la consoló mi padre acariciándole la nuca -.<br />

Gracias a ti mis padres han tenido unos años con los que se habían<br />

pasado toda la vida soñando.<br />

- Bueno, este último no ha sido excelente, Daniel. A veces me pregunto<br />

si, efectivamente, no fui yo quien los empujó a vivir en Barcelona. Y,<br />

al final, para tan poco tiempo.<br />

- Pero ¿qué dices? Si de algo puedes estar segura es que a mis padres, en<br />

los peores momentos, siempre les sostuvo la esperanza de regresar a<br />

Cataluña aunque sólo fuera para morir. En su lugar, han vivido seis<br />

años con nuestro hijo, en el barrio en el que nació mi madre y nunca<br />

han estado solos. ¿Te imaginas este último año sin vosotros? No, Alex,<br />

ellos reposan ahora en su paraíso. Es hora de que pienses en el tuyo.<br />

- Pero, Daniel, si no hay más paraísos que los perdidos – le contestó mi<br />

madre sonriendo entre lágrimas.<br />

- Eso lo decía Milton y yo te lo recordaba para hacerte rabiar; pero tú<br />

nunca dejaste de contestarme que hay que seguir buscando porque<br />

siempre existirán otros.<br />

Me desperté a medianoche, la quietud me parecía excesiva y es que una<br />

presencia ocupa un espacio palpable: con sus ruidos y sus silencios. Crucé el salón<br />

que separaba nuestros cuartos, abrí su puerta y ví la cama cerrada. Por unos<br />

336


segundos temí que mi madre hubiera desaparecido para siempre, tan tenue era el<br />

rastro de su aroma aunque sabía dónde estaba. Desvelado, bajé a la primera planta<br />

por la que merodeé unos minutos buscando las sombras y las voces de mis<br />

abuelos. Mi padre debió oírme porque apareció en la cocina.<br />

- ¿Estás bien, Mateo?<br />

- Sí. Sólo tenía sed. ¿Te quedarás unos días, papá?<br />

- Me voy mañana, pero regresaré enseguida para arreglar los asuntos de<br />

tus abuelos. Mientras, trata de ayudar a tu madre en lo que precise.<br />

¿Qué piensas sobre la posibilidad de volver a París?<br />

Le contesté que si mamá quería, yo no pondría ninguna objeción, siempre<br />

que ello no significara perder Cadaqués. <br />

No le dije que mi madre, siguiendo su propio consejo, aquella noche había<br />

ido en busca de su paraíso cruzando la frontera que la separaba de Elías.<br />

337


3.<br />

Mientras la muerte acechaba a los abuelos, los primeros días de aquel<br />

enero del 97, fui unos días a París donde Yael, como era habitual – pasara lo que<br />

pasara -, me esperaba impaciente. Ahí tuvo lugar el acontecimiento que iba a<br />

cambiar mi vida causando una convulsión que, aún hoy, me pregunto si superaré.<br />

Yael había pasado diez días en Nueva York con Dinah de los que había<br />

vuelto con novedades significativas, más acelerada que nunca: Dinah tenía novio.<br />

Ricky Burton, se llamaba, y, según Yael, era un hortera tremebundo que había<br />

hecho una fortuna con la más importante cadena de supermercados de la costa<br />

oeste. Yael quien, como siempre, ilustraba los<br />

acontecimientos con su material fotográfico, trajo unas fotos que nos dejaron tanto<br />

a mamá como a mí realmente atónitos. Dinah, había desechado el look Debbie<br />

Reynolds, para convertirse en la sosia de Pamela Anderson: con tanta silicona,<br />

338


que apenas la reconocimos. En cuanto al novio era un tiarrón inmenso con quien<br />

Dinah aparecía minúscula, fotografiada en la casa de Ricky en Sarasota, justo al<br />

borde de la piscina en cuyo fondo se veía un escudo con el logotipo de los<br />

supermercados Burton.<br />

- ¡Dioses! - exclamó mi madre - ¿Dónde lo ha conocido?, le preguntó a<br />

Yael.<br />

- Verás, es una historia encantadora: el hijo de ‘hortera Ricky’ se casó<br />

en septiembre con una chica de Nueva York; del catering del banquete<br />

se encargó la empresa de mamá y ¡oh, flechazo! Suerte que papá<br />

todavía no ha enloquecido. Si también lo hace, me largo a Tanzania.<br />

Al día siguiente Yael y yo estábamos en casa haciendo el gandul;<br />

aquella tarde habíamos pensado en ir al cine, pero diluviaba y, remolones,<br />

optamos por no salir. Le propuse a Yael zamparnos una merendola mientras<br />

veíamos en vídeo “Perdición”, de mi adorado Billy Wilder.


archivo.> <br />

- ¡PELMAAA!<br />

Aquí empieza el final de esta historia y lo último que dijo Yael antes de<br />

enfrentarse a la vida mientras yo me quedaba, primero ensimismado y luego<br />

adormilado, viendo a Barbara Stanwyck. Yael bajó al estudio donde mi madre<br />

había clasificado material fotográfico de aquella forma tan precisa y<br />

meticulosa con que ordenaba todas sus pertenencias. La mayor parte de las<br />

estanterías, contenían documentos profesionales desde su inicio en la fotografía<br />

al lado de Hugo. Había también un espacio con fotos familiares; algunas de su<br />

niñez, dos del día que se casó con mi padre; luego el tiempo de Chataurenard;<br />

Mich en París… y dos cajas idénticas y especialmente distintas porque fuera no<br />

ponía absolutamente nada. De haber puesto el año, solo el año, tal vez a Yael<br />

no le hubieran llamado tanto la atención. Pero aquel silencio escrito…<br />

340


4.<br />

“Alexandra, qué difícil será la vida ahora que llevo el sabor de tu piel<br />

donde quiera que esté, pese a que intento olvidar. Esa unión perfecta y<br />

enloquecida de los sentidos fue tan deslumbrante… Olvidaré, olvidaremos,<br />

como dices. Pero presiento que mi herida permanecerá abierta hasta el último<br />

aliento.”<br />

E.N.<br />

23 de julio de 1991<br />

“No debiste llamarme, prometimos olvidar”, había escrito mi madre el<br />

5 de agosto en un fax cuyo original había fotocopiado y, ¡cómo no!,<br />

conservaba.<br />

“Un día más para nosotros y luego, de acuerdo, nunca más. Te espero<br />

a las 4 en el Hempel, en el 31 de Craven Hill Gardens. Te quiero.”<br />

18.8.91<br />

E.N.<br />

Ahí Elías no había puesto la fecha, pero mi madre se la había añadido:<br />

341


En aquellas dos cajas había más de cien cartas de Elías, así como notas<br />

escritas en las minúsculas libretas de los hoteles en los que se habían ido<br />

encontrando a lo largo de cinco años repletos de encuentros y desencuentros.<br />

Años interrumpidos, fuera por la voluntad de uno u otro, en los que ambos<br />

procuraban olvidarse. Mamá con Maurice; Elías refugiándose en el trabajo y, a<br />

veces, en Dinah “pero su cuerpo me es tan extraño, Alexandra; no puedo, amor<br />

mío. No puedo, ni quiero olvidarte. Aunque me cueste vivir.”<br />

El 23 de julio de 1991, fecha de la primera misiva, era, exactamente,<br />

dos días después de la visita de mamá a Hammersmith; aquellas horas en las<br />

que percibí la tensión que causaba el deseo entre Elías y ella. El segundo<br />

encuentro se produjo probablemente cuando mi madre regresó de Edimburgo.<br />

Había cartas llenas de dolor, otras de furia, de desespero, luego<br />

silencios, y nuevos encuentros y nuevas notas. Mamá guardaba hasta el más<br />

corto mensaje de Elías. “He preferido dejarte dormir, era tan hermoso ver tu<br />

cuerpo dulce reposando. Regresaré a las 12. Te quiero tanto.” Esta nota estaba<br />

escrita con papel del hotel “Vier Jahren Zeiten” de Hamburgo. Cuando Elías<br />

iba a París se encontraban en l’Hotel. En Barcelona, en el Hotel Claris, donde<br />

tantas veces yo mismo lo había acompañado. En Ginebra, en el Richmond… El<br />

intervalo más largo se produjo en 1993, después de aquellas Navidades que<br />

342


finalizaron con el estruendoso episodio de Molly y Elías en el garaje. A su<br />

regreso a Londres, después de haber pasado dos días en Barcelona el año que<br />

me regaló la bicicleta, Elías había escrito a mi madre:<br />

“ Alexandra, han sido unos días terribles en los que no he cesado de<br />

imaginarte con Maurice de forma que unas veces amaba tu recuerdo y otros lo<br />

odiaba atormenándome sin cesar tal vez porque sabía que no era otro más que<br />

yo mismo la causa de nuestra separación. He de llamarla, pensaba, y decirle<br />

que nada podrá separarme de ella. Pero entonces, entre tú y yo, surgían Max y<br />

mi pequeña Yael; Mateo, Daniel y nuestros padres, así como el tiempo en que<br />

conocí a Dinah y nos casamos, prometiéndome a mí mismo que mantendría<br />

nuestro hogar unido, al resguardo de cualquier guerra.<br />

Sin embargo los días en casa han sido un desastre: Dinah y,<br />

especialmente, yo mismo, no podemos salvarnos. El camino se ha cerrado.<br />

Ahora debo intentar que mi familia no sufra más; pero aún no sé cómo, pues<br />

sólo respiré aliviado cuando la puerta se cerró tras de mí, dejando todo<br />

aquello con lo que, hace veinte años, creí que me comprometía para siempre.”<br />

E.N.<br />

10 de enero de 1994<br />

343


Aquel fue el invierno en el que mamá volvió a salir mucho con<br />

Maurice. Desde esta última carta de Elías hasta la siguiente, a excepción de dos<br />

breves notas escritas en verano, pasaron ocho meses. Las notas, no por<br />

escuetas, eran menos elocuentes.<br />

“No deja de ser paradójico que un psiquiatra sea incapaz de resolver<br />

sus sentimientos y controlar sus pasiones. Y, sin embargo, Alexandra, amor<br />

mío, aunque me hace muy feliz el afecto entre nuestros hijos, me tiembla el<br />

alma cada vez que forzosamente debemos hablar. No te he olvidado, ni creo<br />

que jamás pueda hacerlo. Ahora que el verano de Yael y Matt ha quedado<br />

resuelto y no sé cuándo volveré a oír tu voz, constato, una vez más, cuan<br />

dolorosa me es tu ausencia.”<br />

E.N.<br />

4 de julio de 1994<br />

“Alexandra, hoy me ha llamado Yael. Le encanta Cadaqués; dice que<br />

el lugar es precioso y que se siente en plena forma. Pero mantiene, tozuda<br />

como siempre, su petición para que le permita vivir conmigo en Europa. Le he<br />

contestado que debía hablar nuevamente con su madre y que haría lo<br />

imposible por convencerla. Aunque al colgar me he dicho a mí mismo, por<br />

344


primera vez, que dejaba Londres para estar cerca de ti y que si no había<br />

insistido con Dinah, como mi hija me pedía, era únicamente para ser libre. Te<br />

ruego hablemos.”<br />

E.N.<br />

22 de agosto de 1994<br />

Y luego, ya está Ginebra. Aquel viaje cuyo destino descubrí por azar y<br />

que a la vista de las cartas que se suceden, fue donde sellaron nuevos pactos<br />

reanudando la relación.<br />

“Como sea, Alexandra, encontraremos la forma de hacer el menor<br />

daño posible a nuestro alrededor; deja que te convenza con hechos de que no<br />

quiero renunciar a ti. Sé que no es fácil. No sólo están nuestros hijos, sino<br />

Daniel y nuestros padres. Si bien nuestro primer encuentro en Londres fue el<br />

principio de un camino que hemos recorrido a fuerza de pasión, Ginebra<br />

quedará para siempre como el lugar donde nos hemos replanteado nuestra<br />

vida sin más concesiones. Sé que es a mí a quien corresponde el mayor<br />

esfuerzo para recuperar ante todo tu confianza y que no es imposible que me<br />

tambalee pero, amor mío, no pienses, nunca más, que mis dudas y eternos<br />

345


miedos se refieren a ti. Mi condición de hombre me hace vulnerable. Y<br />

culpable. Acéptame, por favor, porque en lo esencial no te fallaré.<br />

Esta mañana, cuando íbamos hacia el aeropuerto, el día me parecía<br />

resplandeciente; luego, cuando has pasado el control de pasaportes y me has<br />

sonreído antes de desaparecer, todo, absolutamente todo, se ha oscurecido.<br />

Finalmente, terminada la última sesión del congreso, no he asistido a la cena<br />

de clausura y de forma desesperada he vuelto al Lipp, buscando tu sombra en<br />

la mesa que ayer compartimos. Aquí en Ginebra, como cualquier lugar adonde<br />

vaya, me persigue tu recuerdo. Y, así será hasta que cada instante sea nuestro.<br />

1994<br />

E.N.<br />

8 de septiembre de<br />

Aquel invierno mamá viajó mucho. De esos tres últimos meses del año<br />

hay muchas cartas de Elías escritas todavía en su apartamento de Londres y, en<br />

ellas, aunque todavía es patente su angustia, y especialmente su temor por<br />

Yael, su decisión por amar a mi madre permanece irrevocable. Hay notas de<br />

breves encuentros en distintos lugares en los que, uno y otro, reafirmaban su<br />

deseo como una fuerza incuestionable a la que se sometían. Pero durante la<br />

Navidad del 94, Elías se sumió de nuevo en una profunda crisis. Eran los días<br />

346


previos a dejar Londres para instalarse en París y, malgré tout, también él, tan<br />

judío, sucumbió a la presión de estas fiestas con su familia desperdigada y él<br />

abrumado y perdido.<br />

“Esta es mi penúltima noche en Hammersmith. La decisión está<br />

tomada y mis enseres empaquetados, esperan la mudanza. Pero yo, Alexandra,<br />

ignoro si mi corazón quedará apresado en el pasado. No sé si puedes<br />

entenderme, pero me duele hasta la piel. Recuerdo a mis padres, a Sarah y<br />

Eugen Nathan, la familia en la que nací; la comida del Shabat, el pan caliente,<br />

el delicioso sabor del ‘gefieltefisch’ y a mis padres tocando el piano a cuatro<br />

manos. Cuando se los llevaron, mi hermana Yael tenía cuatro años. Era<br />

preciosa y alegre. Cuando nació mi hija, pensé que Dios me devolvía una<br />

parte de aquella infancia perdida. Pero nada es recuperable. Mis padres y mi<br />

hermana murieron, asesinados, masacrados y solos; y yo he matado a mi<br />

familia.<br />

Alexandra”<br />

1994<br />

Que el año que ahora empieza te de cuanto deseas. Shalom,<br />

E.N.<br />

22 de diciembre de<br />

347


En el mismo sobre, había una nota escrita por mamá en el final de una<br />

hoja rota. Como si fuera un borrador. O tal vez un pensamiento que jamás<br />

envió. No lo sé.<br />

“En la memoria, las huellas del dolor nunca desaparecen, Elías. Y ello<br />

nos hace cada vez más vulnerables. Yo puedo, tal vez, hacerte feliz algunos<br />

instantes robados, lo que no podré jamás es borrar tu infancia, ni tu boda con<br />

Dinah. Ni vuestros hijos. Tú y yo, no tenemos pasado que nos sostenga. Y, lo<br />

siento, pero yo sola no puedo, ni podré jamás, suplir las carencias de ambos.<br />

¿O acaso crees que yo parto de la nada?. En ocasiones, es tanto el dolor, que<br />

hasta la brisa más ligera, abre una a una, cada herida del pasado y, cuando<br />

esto sucede, prefiero no ver el mar azotando la costa, ni oír música, ni el<br />

murmullo de las hojas. Prefiero la nada porque la belleza me duele. Me queda,<br />

por fortuna, el baile, ese camino interior que se vuelve infinito y que me<br />

conduce, de nuevo, hasta ti. Empieza el año…”<br />

Ahí termina la carta de mi madre quien, al parecer, se sumergió<br />

nuevamente en un largo silencio. Fue el invierno que pasó el mes de febrero en<br />

Estados Unidos fotografiando para su libro sobre combates de boxeo; luego<br />

348


llegaría la última primavera de Mich, el viaje que hicieron ambas a Florencia, y<br />

después su muerte. Una ausencia que a mamá le costó mucho superar, como a<br />

mí, y que hizo que, desolados, pasáramos mucho tiempo juntos. Dentro de lo<br />

posible, de sus viajes, de nuestras idas y venidas a París, volvimos a encontrar<br />

tiempo para ir juntos con frecuencia al cine, una cita que yo esperaba con el<br />

corazón en un puño hasta que aparecía mi madre por la puerta con un Entonces<br />

corríamos calle abajo, y, mientras mamá sacaba las entradas, yo me compraba<br />

una enorme bolsa de palomitas pese a que cada vez refunfuñaba porque decía<br />

que apestaban; y luego, hacia las diez, cenábamos en el Salambó o en casa,<br />

donde nos esperaban los estupendos refrigerios de Marcia, delicias que<br />

devorábamos en un santiamén mientras comentábamos la película. Momentos<br />

únicos en los que, a veces, pensaba que debía hablarle de Sarita enferma, y de<br />

Luz, pero la complicidad entre nosotros no abarcaba todas las facetas; nunca<br />

fue así, ni en nuestros mejores años. Además, me decía a mí mismo, ¿acaso ella<br />

no me oculta no pocos secretos? O, por el contrario, ¿seremos imbatibles si<br />

ambos afrontamos la verdad absoluta? Pero entonces, no sólo me acobardaba el<br />

hecho de desnudarme sino que recordaba que ella misma decía que en ninguna,<br />

absolutamente en ninguna relación la verdad se debía exponer en su totalidad<br />

porque algo de nosotros siempre podía dañar al ser querido, fuera amigo,<br />

349


amante, esposo o hijo y que, en consecuencia, esa verdad, que probablemente<br />

no era esencial, sino circunstancial, no haría sino más que crear una inmensa e<br />

infranqueable barrera.<br />

Cuando llegó junio, momento en que Yael se instaló en París, mamá<br />

volvió a enmudecer de forma que siempre me parecía ausente. Páginas atrás ya<br />

he explicado que nunca fui capaz de preguntarle qué le sucedía. Y que no lo<br />

hice por miedo, y también porque era más cómodo, más fácil, dejar que se las<br />

apañara sola. Que se ocupe Maurice, o Elías, ¿no?, me decía a mí mismo<br />

excusándome. Hay una breve nota de Elías escrita en julio, justo después de la<br />

cena de despedida, antes de que Yael y yo empezáramos nuestro verano en<br />

Cadaqués; el verano en el que Caroline me enseñó a hacer el amor mientras yo<br />

suspiraba por ver luces en su pelo. Y en el que luego fuimos con la abuela<br />

Solange a Megêve; y a Buchy con papá.<br />

“Querida Alexandra, mi hija está entusiasmada y sorprendida con<br />

nuestra nueva vivienda. Le parece imposible que yo solo haya sido capaz de<br />

arreglar una casa con todos esos detalles que hacen que un espacio se<br />

convierta en un hogar. En cuanto a la chica portuguesa, es una mujer<br />

dispuesta y alegre. Gracias por toda tu ayuda. La noche que cenamos juntos,<br />

nuestros hijos me parecieron felices y excitados ante sus vacaciones. No<br />

350


debiera decírtelo, pero estabas radiante: tu sola presencia inundó de luz la<br />

velada. Una luz que nunca ha dejado de acompañarme, ni atormentarme.<br />

Cuídate, por favor. Shalom.”<br />

E.N.<br />

9 de julio de 1995<br />

El membrete era de Berlín. Recuerdo que aquel año Elías participó<br />

activamente en varios de los actos que se celebraron en memoria del cincuenta<br />

aniversario del fin de la II Guerra Mundial y de la liberación de los campos de<br />

exterminio. En cuanto al contenido de la carta, me parece evidente que está<br />

escrito por alguien que intenta contener sus sentimientos. Pero habían pasado<br />

casi siete meses desde que le escribiera aquella víspera de Navidad, todavía<br />

desde Londres y, aunque es obvio que de alguna forma estuvieron en contacto<br />

de forma que mi madre ayudó a Elías a instalarse en París, también lo es que,<br />

nuevamente, estaban alejados. No deja de ser más que probable que mi madre<br />

se ocupara del apartamento de Elías antes de que éste se instalara y que, al<br />

recibir aquella carta de un Elías, nuevamente culpable e indeciso, a su vez<br />

retrocediera protegiéndose.<br />

Alexandra, sólo quiero saber por qué no te has puesto al teléfono ni<br />

una sola vez. Era una situación absurda porque aunque mis padres no se<br />

351


dieran cuenta porque, efectivamente, los he encontrado muy envejecidos, ¿no<br />

comprendes que has puesto a Mateo en un apuro? ¿O acaso crees que no eran<br />

evidentes tus excusas?<br />

Mañana regreso a París: te ruego recapacites porque, en algún<br />

momento tendremos que vernos, y hablar. Espero con normalidad.<br />

E.N.<br />

29 de agosto de 1995<br />

Elías pasó unos días en Barcelona, las fechas coincidían con nuestros<br />

últimos días de vacaciones en Cadaqués en los que, al final de la tarde, mamá<br />

siempre llamaba a casa para comprobar cómo seguían los abuelos. Una<br />

conversación cada vez más disparatada y a gritos porque ellos, cada día más<br />

sordos, chillaban desesperados porque pensaban que no les oíamos. , decía la abuela. Y mamá,<br />

llegado este punto, me pasaba el auricular y se largaba escaleras abajo a dar<br />

una vuelta. Por fortuna, Elías sólo estuvo cuatro días con los abuelos.<br />

- Pero mamá, ponte, por favor, que ya no sé qué decirle.<br />

- Pues dile lo primero que te pase por la cabeza. Algo tan sencillo como<br />

‘mamá no está’. ¿Te parece suficiente?<br />

- ¡Pero si estabas un segundo antes y él lo sabe!<br />

352


- Bueno, pero al segundo siguiente, ya no.<br />

Después de que Elías regresara a París, una noche sentados en el bar<br />

Maritim frente al mar, le pregunté a mi madre si finalmente se casaría con<br />

Maurice. Sonrió y me contestó que no, que nada había cambiado desde que,<br />

tiempo atrás, le preguntara lo mismo.<br />

- ¿Te gustaría que me casara?<br />

- No sé, mamá: unas veces sí y otras no. Bueno, en general no. Pero a<br />

veces recuerdo aquel día en París, la víspera de nuestra mudanza a Barcelona,<br />

cuando te pusiste a llorar diciendo que tenías miedo y que te sentías sola. Si<br />

pienso en ese momento, entonces, deseo que te cases y que tengas a alguien<br />

que te cuide. Alguien mayor que yo; que pueda contigo, quiero decir.<br />

- ¿Y para qué ha de poder alguien conmigo? ¿Qué quieres decir con<br />

eso? Además, Maurice nunca te gustó – me contestó riendo.<br />

- No, claro. Y a ti tampoco, sino no te hubieras ido con Elías a Ginebra.<br />

Ya estaba dicho.<br />

entonces.<br />

- Y si a ti te hubiera parecido bien, no estarías enfadado desde<br />

- No estoy enfadado, mami; o tal vez un poco, no sé. Tampoco nos ha<br />

ido mal estos últimos meses, ¿no?<br />

353


Mamá se encogió de hombros y cerró los ojos un instante que se me<br />

hizo eterno porque pensaba que, pese a todo, había pasado el suficiente tiempo<br />

como para que ambos pudiéramos hablar de aquel viaje y de la verdad que<br />

escondía.<br />

- Si alguien no puede preguntarme por Elías, eres tú Matt. Lo siento, no<br />

lo hagas porque no te contestaré.<br />

- Pero mamá, ¿no te das cuenta de que Elías no es solamente Elías, sino<br />

que están Yael , Max, los abuelos y también papá?<br />

- No deja de ser paradójico de que seas tú quien me lo recuerdes, Matt.<br />

Pero te diré que si, hoy por hoy no puedo hablar con Elías, es por todas<br />

las personas a las que has mencionado. Y, por cierto, te dejabas a<br />

Dinah.<br />

- No me la dejaba, mamá: Max y Yael, son Dinah.<br />

- Hace una noche espléndida, ¿me pides un Baileys, por favor?<br />

Estaba ante un clásico de mamá cuando no quería proseguir una<br />

conversación, pese a que en ésta debo admitir que, cuanto menos, había<br />

conseguido que aceptara Ginebra. Luego llegaron Henry y Batiste con quienes<br />

continuamos charlando mientras contemplábamos aquella belleza quieta y<br />

deslumbrante de la bahía, pero si la observabas hablar y reír, mi madre no era<br />

354


la mujer mundana y feliz que podía parecer. Era alguien que, herido, intentaba<br />

remontar el vuelo.<br />

“Alexandra, perdona mi última carta, sé que no tengo derecho a<br />

pedirte nada. Sólo deseaba oír tu voz. Matt me ha dicho que os quedaréis en<br />

Cadaqués hasta mitad de mes. ¿Sabes que en mi desesperación estuve a punto<br />

de postergar mi regreso a París y subir a veros? Ni siquiera conozco este<br />

lugar que tanto os gusta a ambos. Pero aquí estoy, nuevamente en París, cada<br />

día más solo y abatido por tu ausencia. Una carencia que intento suplir con<br />

mis horas de trabajo duplicadas hasta el agotamiento. Pero, aún y así, mi<br />

último pensamiento antes de dormirme exhausto, es para ti.”<br />

1995<br />

E.N.<br />

5 de septiembre de<br />

“Todavía estoy confuso. No esperaba encontrarte. Estabas preciosa y<br />

me dolió verte feliz. ¿Lo eres? ¿Has olvidado? ¿Quiénes eran tus amigos? Sé<br />

que te estoy preguntando algo tan inconveniente, como si tienes otra vida y<br />

otro amante. Pero el amor no atiende a razones ni a fórmulas de cortesía. Yo,<br />

que me tengo por un hombre reflexivo, de haber cedido a la cólera que me<br />

355


invadía, me habría acercado a vuestra mesa para reclamarte. Pero proseguí<br />

mi conversación con el doctor Delormes; luego, oí cómo pedíais la cuenta<br />

“rápido, por favor, que vamos al teatro”, le dijisteis al camarero riendo. Al<br />

salir, me saludaste con la mano, como se saluda a un conocido ajeno a tu<br />

vida.<br />

No sé si todavía estás en París. Tal vez. Así, cuando llegues a<br />

Barcelona, aunque hayas decidido olvidarme, no podrás; cuanto menos<br />

durante los minutos que leas mi carta. Y, entonces, recordarás.<br />

1995<br />

Te quiero, Alexandra, nunca he dejado de hacerlo.<br />

E.N.<br />

27 de septiembre de<br />

Mi madre no contestó a esta carta; ni a las siete, cada vez más<br />

desesperadas, que le siguieron en los tres meses siguientes. La primera<br />

respuesta debió llegarle a Elías a mitad de diciembre, poco después de una de<br />

las frecuentes visitas que papá y él empezaron a hacer a los abuelos en sus<br />

últimos meses de vida. He intentado rescatar de mi memoria y de mis notas<br />

impresiones precisas de estos encuentros, pero lo más evidente es que mamá, o<br />

bien ni estaba en Barcelona, o si así era, desaparecía todo el día dejando a papá<br />

356


y a Elías con los abuelos. Encontré, sin embargo, una cena descrita con<br />

bastante precisión: la noche del cinco de diciembre, víspera del cumpleaños de<br />

Elías, estuvimos los cuatro cenando en un restaurante. Puesto que mamá nos<br />

previno que se reuniría con nosotros algo más tarde, papá y Elías se<br />

entretuvieron tomando una copa en el bar en el que Elías se situó frente a la<br />

entrada hacia donde, inquieto, miraba con insistencia. Transcurrido un rato,<br />

pasamos a la mesa. Mamá llegó justo cuando el chef nos señalaba los platos del<br />

día. Entonces Elías cerró los ojos un segundo en un claro gesto de alivio. La<br />

situación de los abuelos ocupó los primeros minutos de la cena, conversación<br />

que papá cortó. <br />

Entonces pasaron un rato metiéndose conmigo y lo que ellos llamaban mis<br />

rarezas. Papá le preguntó a Elías por Yael, si continuaba tan guapa. Ay papi,<br />

sólo nos faltaría eso, pensé. Y ambos recordaron aquella noche en<br />

Hammersmith en la que Yael y yo nos emborrachamos: un clásico cuando los<br />

padres se reúnen. Luego papá le preguntó a mamá por Azcárate, tranquilizando<br />

su preocupación puesto que parecía estar al corriente de otros incidentes con<br />

amigos muy próximos con los que Azcárate había acabado cortando<br />

violentamente. Y así, poco a poco, mamá, no sé si por el champán o por Elías,<br />

fue saliendo de su mutismo. En el postre, ella y Elías detuvieron largamente<br />

uno la mirada en el otro.<br />

357


- Le haim, Alexandra - le dijo Elías besándole la mano antes de<br />

brindar.<br />

- Le haim, Elías.<br />

- Me ha dicho Matt que la semana próxima estaréis unos días en<br />

París, ¿querrás cenar conmigo?<br />

- Te llamaré.<br />

- ¿Seguro?<br />

- Sí, haré lo posible.<br />

Unos segundos en los que parecieron olvidar que no estaban solos. Sin<br />

embargo, papá no pareció inmutarse. ¿Sabía algo?<br />

“No descarto que al leer estas líneas te preguntes cuantas veces te he<br />

prometido no volver a atormentarme y retroceder. Deben ser incontables. Pero<br />

nada, absolutamente nada, Alexandra, sucede baldíamente. Hasta la sucesión<br />

del tiempo proporciona respuestas que en un momento de convulsión no somos<br />

capaces de hallar. Nunca he dejado de amarte ni desearte de una forma<br />

desesperada; de no haber sido así, tampoco te hubiera rechazado tan<br />

furiosamente una y otra vez esperando que el tiempo sembrara el olvido. Y, sin<br />

embargo, sólo ha sembrado más amor esparciéndolo hasta el infinito. Dices<br />

que ahora eres tú quien precisa tiempo. Me cuesta; y no sabes cuánto me costó<br />

358


llorar de deseo no poder amarte la otra noche. Pero soy consciente de que, a<br />

pulso, me he ganado tus dudas y si ahora eres tú quien precisa tiempo,<br />

esperaré a que algún día vuelvan los días de esplendor y gloria.<br />

Como me dijiste una vez, Alexandra, nuestra memoria está hecha de<br />

recuerdos por lo que estoy condenado a sobrevivir con los míos, aunque a<br />

veces me duelan tanto. Pero en estos recuerdos, ahora, no sólo está aquel niño<br />

judío que prometió salvaguardar a su familia de todas las tormentas. Ahora<br />

estas tú, a cuyo recuerdo no podría sobrevivir sino como un infeliz. Espero me<br />

perdones y creas. En cuanto a mis hijos, hablaré con ellos, y también con<br />

Dinah. Conociendo a Yael y lo que nos quiere a ambos, a ti y a mí, es posible<br />

que reaccione con aquel genio endiablado y que nos deteste por el engaño que<br />

intuirá, con razón, largo. Entonces nos tocará esperarla a nosotros. Dejar que<br />

la vida le explique lo que tal vez ahora no acepte. Entretanto, tú y yo,<br />

construiremos nuestro futuro y nuestros recuerdos. Te quiero, Alexandra te<br />

quiero desde el primer momento en que me miré en tus ojos.<br />

1995<br />

E.N.<br />

20 de diciembre de<br />

359


5.<br />

<br />

Yael, por cierto. Eran casi las ocho: tres horas desde que me había<br />

preguntado por el estudio. Ahí la encontré, tan absorta leyendo estas cartas que<br />

ni me oyó bajar.<br />

- Yael, ¿qué haces?<br />

- Lo sabías, ¿verdad? TÚ LO SABÍAS – me gritó de inmediato.<br />

- Si sabía qué, Yael – le contesté confuso mirando el montón de cartas<br />

esparcidas a su alrededor.<br />

- ¿CÓMO QUE QUÉ? CUATRO AÑOS, ¿ME OYES?: CUATRO<br />

AÑOS<br />

Y ME VAS A DECIR QUE TÚ, CON LA OBSESIÓN QUE TIENES<br />

POR TU MADRE, NI TE HAS ENTERADO: PUES NO ME LO<br />

CREO, Y ¿SABES LO QUE TE DIGO?, PUES QUE SOIS TODOS<br />

UNA PUTA MIERDA Y UNOS MISERABLES.<br />

- Para Yael, ¿me oyes? Para.<br />

360


- No puedo, Matt. ¿O acaso crees que mi madre no será siempre mi<br />

madre aunque a veces me resulte tan difícil? Y ¿de verdad tampoco has<br />

pensado que tal vez las cosas entre ella y yo hubieran ido mejor de no<br />

ser porque la desquició la separación de mi padre?<br />

- Perdona, pero no lo creo. Hasta donde la memoria me alcanza,<br />

siempre te recuerdo en permanente discusión con ella. Y, además, no sé<br />

de qué cuatro años me hablas. ¿O me estás diciendo que en esos cuatro<br />

años siempre ha estado mi madre?<br />

- ¿LO VES? Ni lo has dudado. PUES CLARO QUE SÍ,<br />

MENTECATO. Nuestros padres, es decir: tu madre y mi padre llevan<br />

cuatro años liados, justo el tiempo que en casa empezaron a ir mal las<br />

cosas. Y resulta que tú no sabías nada. PUES NO ME LO CREO.<br />

¡JODER!<br />

- Cálmate, Yael. Aunque no me creas, lo único que una vez descubrí es<br />

que los dos estaban en Ginebra.<br />

- ¡COÑO! PUES BAJA DE LA PARRA: En Ginebra, en París, en<br />

Londres, en Hamburgo, en Berlín, en Marruecos… ¡LLEVAN<br />

CUATRO AÑOS FOLLANDO POR TODAS PARTES!<br />

Yael se puso a llorar como una loca y a pegar patadas a las cartas.<br />

361


- Yael, por favor, hablémoslo con calma. No sé, es posible que sea<br />

cierto lo que dices, pero ahora ya ha pasado. Tú madre, incluso, ha<br />

rehecho su vida y es feliz.<br />

- ¡CON UN HORTERA QUE NI SIQUIERA ES JUDÍO! ¿ME OYES?<br />

Y de no estar tu madre, eso jamás habría sucedido.<br />

- ¿Has pensado que de no ser mi madre, habría sido otra? Tú misma me<br />

descubriste que el matrimonio del doctor Scott-Brown era un simulacro<br />

y decías que para esto es mejor no seguir juntos.<br />

- Mira, IDIOTA, a mí Scott- Brown no me importa nada. Pero se trata<br />

de mi padre. DE NUESTROS PADRES. ¿O es que no lo entiendes?<br />

Han traicionado a toda la familia, además de deshacer la mía.<br />

Yael empezó de nuevo a pisotear las cartas con furia y yo la aparté<br />

intentando que se calmara, obligándola a sentarse en el viejo sofá donde Mich<br />

había dormido aquellos días en París.<br />

rodea.<br />

- Quédate ahí, Yael, será mejor que recoja todo esto y hablemos. Eso es<br />

lo mejor. Hablar con calma y decidir qué hacemos. ¿De acuerdo?<br />

- ¿Y por qué no las lees? ¿Tienes miedo?<br />

- Bueno, sí – admití.<br />

- Pues te las recomiendo. Comprobarás cuán falso es todo lo que nos<br />

362


- Yael, deja de llorar – le dije apesadumbrado sentándome a su lado.<br />

- ¡No puedo, no puedo! – siguió llorando mientras apoyaba su cabeza<br />

en mi hombro.<br />

Con mis dedos peiné sus rizos alborotados y secándole las lágrimas, la<br />

besé en la sien, luego en los ojos, en la oreja… Cuando empezamos a besarnos<br />

en la boca con una furia incontenible, recordé cuánto había deseado hacerlo en<br />

mis sueños. Y cuánto me había avergonzado por ello. Pero seguimos<br />

besándonos y mordiéndonos recorriendo nuestros cuerpos. Perdí el mundo de<br />

vista, nublado por el deseo y por la rabia. Y, toda la sabiduría de mis noches<br />

con Caroline, apareció desafiante y feroz, ávida de complacerse en cada rincón<br />

de su piel tersa y suave. Cuando me corrí dentro de Yael bramando como un<br />

loco, vi mil luces brillando antes de caer exhausto sobre su pecho.<br />

- Adiós hermanito – me despertó Yael.<br />

¿Cuánto rato había pasado?<br />

- ¿Ha vuelto mi madre? – le pregunté incorporándome.<br />

- No.<br />

Debí dormirme unos minutos en los que Yael se había vestido. A punto<br />

de irse se sentó en el sofá en el que era yo, ahora, el que yacía desvalido<br />

mientras ella acariciaba mi cabeza.<br />

- Yael, por favor, no te vayas. ¿Qué va a ser de nosotros?<br />

363


- Nada, Matt. No va a ser nada. Hay cosas que no pueden ser.<br />

¿Comprendes?<br />

Fue lo último que Yael y yo nos dijimos en mucho tiempo.<br />

La última imagen que conservo de ella es subiendo la pequeña escalera<br />

del estudio con su mochila de colores en la espalda. A punto de desaparecer de<br />

mi vista, se inclinó haciendo un último gesto de adiós con la mano.<br />

Entonces lloré amargamente recordando mi primera estancia en<br />

Hammersmith, el trayecto desde el aeropuerto y su mirada a través del<br />

retrovisor; nuestros juegos y a Johny Black. Y al Támesis deslizándose al<br />

atardecer.<br />

364


Kirie<br />

1.<br />

Recogí las cartas pisoteadas, leyendo alguna que escogí al azar; luego<br />

esperé a mi madre quien escuchó en silencio lo sucedido. Un relato incompleto<br />

puesto que omití nuestro episodio sexual. Al acostarme, tardé mucho en conciliar<br />

el sueño: aquellas dos horas transcurridas desde que encontrara a Yael en el<br />

estudio habían sido las más intensas de mi vida, las más inesperadas y las más<br />

turbadoras.<br />

En cuanto a Yael, no esperó ni un segundo enfrentándose la misma noche<br />

a su padre. Enfurecida, le dijo que, seguramente, ella no era mejor que él; que, de<br />

haberle apetecido, se hubiera tirado desde a Scott-Brown hasta al pobre abuelo<br />

Cases. Que le gustaban los placeres de la piel, que se masturbaba por sistema y<br />

que desde los dieciséis años no era virgen, así como que su actual amante era<br />

Olivier Anatoli, el asistente del doctor Delormes, casado el verano anterior, lo que<br />

le importaba un bledo. Que el único amor que para ella había sido incuestionable,<br />

aquel que la ataba a la tierra y a sus razones era el que sentía hacia él, como mujer<br />

y como hija, pero que ahora la dejara volar. Aquella misma semana, Yael se<br />

trasladó al antiguo apartamento de soltero de Anatoli.<br />

365


Mamá y yo nos quedamos unos días más en París. En apariencia, todo<br />

seguía igual. Yo solía comer con la abuela Solange con quien reanudé las sesiones<br />

de cine y las meriendas en el Yamazaki. La abuela me preguntaba alguna vez por<br />

Yael insistiendo para que la invitara a reunirse con nosotros, creyendo, la pobre,<br />

que así yo me divertiría más. En cuanto<br />

a mamá, me costaba hablarle hasta de lo más cotidiano, muy al contrario de ella<br />

quien, la tarde siguiente al incidente de las cartas mantuvo un largo conciliábulo<br />

con Elías. Cuando salieron de su encierro, ambos me parecieron muy serenos, y<br />

hasta colmados. Como si lo sucedido les hubiera aportado una enorme fuerza. Y<br />

lo cierto es que a partir de ese momento mi madre empezó a hablar de Elías como<br />

de alguien que, de forma irrevocable, perteneciera a su vida. Pero, en aquel punto,<br />

no me importaba nada, ni tampoco nadie; y tampoco soportaba mi aflicción; ni<br />

siquiera a mí mismo.<br />

En ocasiones miraba a mi madre imaginándola haciendo el amor con Elías,<br />

con la misma furia que yo lo había hecho con Yael. Y esta visión, en<br />

consecuencia, también me impedía estar con Elías. Y, por último, el silencio de<br />

Yael, la vida que presagiaba sin ella, me sumió en una tristeza infinita.<br />

Empecé a desear regresar a Barcelona cuanto antes y a contar, hora tras<br />

hora, estirado en la cama, el tiempo que me separaba de mi otra vida, aunque en<br />

366


esa otra vida sabía que, de forma inmediata, me esperaba la muerte de los abuelos<br />

y también la de Sarita. La víspera de nuestro regreso, mamá me dijo que debería<br />

llamar a Batiste: <br />

Cuando oí su voz, sentí la tramontana<br />

sobre mi piel como cuando navegábamos en su contra intentando alcanzar la<br />

bahía, y evoqué a Batiste dándome aquellas instrucciones tan precisas. Y a ambos,<br />

cubiertos de sal, amarrando la barca al muerto y llegando con el chinchorro hasta<br />

la playa. Con Batiste las cosas eran así: siempre te devolvía a puerto.<br />

El final de los abuelos obligó a mamá a que sus ausencias de Barcelona<br />

fueran las menos posibles pese a que contó con la ayuda de papá, a la que se sumó<br />

la de Elías. Y yo me acostumbré a verlos juntos, sin más; sin hacerme tantas<br />

preguntas respecto a cómo funcionaba mi familia. Me pregunto si papá, entonces,<br />

sabía algo. No lo sé. En cualquier caso, si bien lo sucedido en París marcó un<br />

antes y un después, los encuentros más largos entre mamá y Elías, pude constatar<br />

que tenían lugar en Barcelona, los días en que éste hacía su turno con los abuelos<br />

y mi madre, a partir de ese momento, no hizo más viajes sospechosos. Todo eso<br />

cavilo que ocurrió durante los meses que mamá se tomó para confiar de nuevo en<br />

Elías, tiempo que concluyó en Barcelona el día que enterramos a la abuela. Pero<br />

en ese intervalo, se llamaron cada día y yo, al ver a mamá sonreír de nuevo, pese<br />

lo sucedido y a que teníamos a la Parca instalada en la entrada, me decía que,<br />

367


cuando todo pasara, me podría ir tranquilo en busca de Yael pues mi madre no<br />

lloraría nunca más abrumada por sus miedos.<br />

De Yael fui sabiendo por alguna conversación. Oí que en abril había<br />

dejado a Anatoli para instalarse con una compañera de curso en un pequeño<br />

estudio, dejando a aquél desesperado. Yael continuaba sin ver a su padre, pero lo<br />

llamaba alguna vez y Elías, pese al vacío de su ausencia, resistió junto a mi<br />

madre.<br />

- Mi hija nunca será una chica fácil – le decía un día a mamá -. No sé por<br />

qué, pero nunca la he podido imaginar haciendo una tranquila vida de<br />

casada; ni llevando puntualmente al colegio a sus hijos; ni preparando una<br />

bonita cena para los amigos de un marido sosegado. Yael será Yael, que no<br />

sé qué diablos es, pero otra cosa. ¿Y tú, Mateo?, sabes algo de ella?<br />

De no ser porque estábamos cenando y no se me ocurrió ninguna excusa<br />

para no seguir escuchando, me habría ido. Como siempre que se hablaba de Yael.<br />

- No, no sé nada - respondí conteniendo mi rabia y mi congoja.<br />

- No estés tan preocupado, Matt, mi hija está pasando por una etapa difícil<br />

en la que no podemos hacer otra cosa más que esperarla y yo, de alguna<br />

forma, vigilarla de lejos; eso es todo, porque tampoco quiero caer en una<br />

actitud culpable persiguiendo a Yael con mi cariño, ya que de nada<br />

serviría. Ha de aceptar la condición humana y ha de hacerlo ella sola. La<br />

368


historia dice que no hay más experiencia que la propia; ni que decir, por<br />

tanto, que más para Yael. Pero, no te preocupes, Matt, no creo que te libres<br />

de mi hija este verano. Aunque sólo sea por Cadaqués, volverá.<br />

Pero Yael no volvió ese verano, ni el siguiente, ni el siguiente. Entretanto,<br />

en junio de 1997, Dinah se casaba con Ricky Burton. Y mamá, tal y como le había<br />

sugerido mi padre, decidía nuestro regreso a París para septiembre. <br />

No, no me importaba; incluso nada. Me importaba la ausencia de Yael, la muerte<br />

de los abuelos y también la de Sarita. Pero sólo le contesté que me gustaría<br />

llevarme la bici para ir a la escuela.<br />

- París no es Barcelona, Matt: llueve con frecuencia y, en invierno, el<br />

frío aprieta.<br />

- No te preocupes, lo resistiré. ¿Y con la casa, qué harás? Y con Marcia<br />

y Roberto, ¿lo has pensado?<br />

- Pues, tal vez te sorprenda, pero ellos están dispuestos a venir con<br />

nosotros.<br />

- Ah. ¿Y la casa? – la azucé.<br />

- Bueno, no tengo nada decidido; además, es tuya. Pero por el momento,<br />

pienso que es mejor que no decidamos nada al respecto.<br />

369


- Sí, será mejor – respondí sin ánimo -. Y tú, ¿te casarás con Elías?<br />

- ¿Recuerdas con cuanta insistencia me preguntabas lo mismo de<br />

Maurice?<br />

- No sabía que estaba Elías, mamá.<br />

- De hecho, todavía no estaba. Bueno, sí: es cierto que nos veíamos<br />

alguna vez pero creyendo siempre que sería la última. Tanto fue así<br />

que, en algún momento de cansancio, llegué a pensar seriamente en<br />

Maurice. Sin embargo, cuanto más huíamos, más nos acercábamos. No<br />

sé si puedes entenderme, Matt.<br />

- Lo intento, mamá, aunque lo que más me cuesta es admitirlo. Creí que<br />

confiabas en mí y sin embargo comprender, de pronto, que en realidad<br />

no sabía nada, es tan difícil...<br />

- No es una disculpa, pero me parece recordar que alguna vez hemos<br />

hablado acerca de que todos tenemos derecho a parcelas exclusivas.<br />

- Bueno, acordarás, cuanto menos, que es lógico que haya encontrado la<br />

historia de Elías, digamos extraordinaria.<br />

- Reconozco que para ser tú, con lo que siempre te ha gustado<br />

provocarme, el juicio emitido ha sido muy delicado.<br />

- Gracias. En compensación, pese a que alguna vez ya hemos hablado,<br />

¿me puedes explicar qué sucedió con papá?<br />

370


- Creo que lo que debe ser más importante para ti, Matt, es que nos<br />

quisiéramos, algo que ya te he asegurado otras veces. Pero te diré más:<br />

no puedes ni imaginar con cuánto amor nos casamos. Lo que sucede es<br />

que, además de amor, hace falta voluntad de amor y eso ambos lo<br />

ignorábamos porque es un trabajo de sabios y de pacientes, porque es<br />

una labor a largo plazo. Excusarnos aduciendo que éramos demasiado<br />

jóvenes, me parece tan evidente como fácil, puesto que hay quien ha<br />

superado la prueba. Si una vez casados hubo algo en contra, fuimos<br />

nosotros mismos: yo por inconsciente, creyendo que la vida al lado de<br />

tu padre sería pura emoción, cuando en realidad me esperaba el día a<br />

día sin más emoción cotidiana que nuestros escasísimos recursos y,<br />

cuando dejamos de tener esta preocupación, nuestra relación estaba<br />

seriamente deteriorada y ya no supe remontarla.<br />

- ¿Me estás diciendo que fuiste tú la única culpable de vuestra<br />

separación?<br />

- No, Matt, salvo escasas excepciones, eso nunca es así. Tu padre debía<br />

esperar algo que yo no le podía dar y su culpa fue no aceptarme; no<br />

dejarme crecer, aunque fuera cometiendo errores, así como admitir el<br />

dinero de mi abuela sin culpabilizarme por ello. Pero, todo esto, es la<br />

voluntad de amor que antes te decía. En cualquier caso, pese a que en<br />

371


los meses precedentes a nuestra separación hubo momentos en los que<br />

nos hicimos mucho daño, al final nos dijimos adiós sin ningún<br />

estruendo al comprender que no quedaba nada de aquellos locos que<br />

unos años antes se habían escapado creyendo que sería para siempre.<br />

Sin embargo, siempre he pensado que fue una suerte conocerlo porque<br />

gracias a tu padre, yo puedo ser lo que sea preciso; adaptarme a<br />

cualquier entorno y apreciar cualidades donde quizá antes no hubiera<br />

mirado, lo que me ha proporcionado una visión de las cosas muy<br />

enriquecedora, así como una notable capacidad de riesgo. Y este logro<br />

permite comprender que nunca pasa nada si todavía puedes contar con<br />

tu fuerza.<br />

- Sin embargo, mami, siempre dices que en la memoria el dolor<br />

permanece.<br />

- Claro, Matt. Si no fuera así, ¿para qué la fuerza?<br />

- Creo que lo entiendo, pero volvamos al origen de esta conversación: no<br />

me has contestado si te casarás con Elías.<br />

- Aunque te parezca que han pasado muchos años desde que empezó<br />

todo, de hecho, jamás hemos tenido ocasión de vivir dentro de la<br />

normalidad. Esa es una etapa que estamos iniciando ahora y, pese a<br />

que yo tengo otra edad y otra forma de observar las cosas, puesto que<br />

372


no quiero equivocarme de nuevo, nos tomaremos todo el tiempo que<br />

sea preciso. A lo mejor resulta que soy una eterna inmadura, incapaz<br />

de amar el día a día, esperando fuegos artificiales por sistema y -<br />

aunque creo que ha llegado el momento de reposar -, mi curiosidad<br />

sigue siendo infinita. Espero compensar esta faceta con mi trabajo.<br />

373


2.<br />

Una mañana llegó un camión que se llevó a Buchy algunos muebles del<br />

cuarto de los abuelos. Hubiera preferido que se los llevaran todos porque, cuando<br />

se fueron aquellos hombretones con los bultos envueltos en mantas y cuerdas<br />

como fantasmas atados y en un rincón vi abandonado el sillón vacío de la abuela<br />

Camila así como la silla donde todas las noches el abuelo ponía su ropa doblada<br />

como si estuviera en un cuartel, empecé a llorar como un loco inconsolable<br />

pertrechado en aquella habitación muerta. Marcia intentó sacarme pero yo insistí<br />

en quedarme a solas con aquel silencio y recordando a la abuela mirándome con<br />

sorna cuando yo regresaba más tarde de lo previsto aduciendo siempre el mismo<br />

cuento: que se me había pinchado una rueda de la bici. , me decía<br />

mirándome por encima de las gafas. Pobre abuela,<br />

cualquiera le contaba lo de Sarita. Hasta la hora de comer, lloré sin parar por los<br />

abuelos, por aquellos años en Barcelona que habían pasado volando, y, sobre<br />

todo, lloré por Yael: porque sin ella yo vivía sin sueños ni paraísos.<br />

Con todo aprobado le pedí a mamá me dejara estar de nuevo todo el<br />

verano en Cadaqués. Dudó porque ella apenas podría subir, enfrascada como<br />

estaba en preparar nuestro regreso a París y un trabajo por el que viajaría una<br />

semana a Buenos Aires.<br />

374


- Además, Matt, ¿no crees que deberías reservar unos días para estar en<br />

Buchy con tu padre?<br />

- No, mamá; creo que ya he tenido Blanche para rato.<br />

- Intenta olvidar lo sucedido, Matt; tus abuelos han muerto, empieza una<br />

- Sí.<br />

nueva etapa para todos nosotros y ella es la mujer de tu padre. El<br />

verano pasado me pareció que Yael y tú lo pasasteis muy bien, ¿no?<br />

- ¿Quieres que hablemos de Yael?<br />

- No.<br />

- No se puede decir que estés muy expresivo. Lo siento, Matt, siento<br />

mucho que tú también pagues su enfado; pero esto no puede durar,<br />

verás como aparece en cualquier momento.<br />

Es cierto que nadie sabía exactamente qué había sucedido aquella noche en<br />

París pero de ahí a creer que Yael pasaría página con tanta facilidad, eso, era no<br />

conocerla. Empezaba, por tanto, mi primer verano sin Yael en el que, nada más<br />

acabar el curso, salí disparado hacia Cadaqués. Todavía ahora, cuando doblo la<br />

primera curva desde la que se divisa el pueblo, siento que la nada y el infinito<br />

empiezan en este confín deslumbrante.<br />

Sin embargo, no hubo ni una mañana en que no me despertara el Támesis<br />

con aquellas tardes preciosas en las que merendábamos junto al embarcadero; o el<br />

375


ecuerdo de Yael riendo cuando me tomaba el pelo, que era casi siempre; y los<br />

dos charlando en mi cuarto hasta que nos vencía el sueño. Pero Cadaqués suavizó<br />

mis heridas. Su luz entraba hasta el último rincón de mi alma. Intenté, entonces,<br />

volver a salir con Caroline, pero no pude. Intenté enamorarme de cualquiera de<br />

aquellas muchachas que, espléndidas, paseaban exhibiendo sus cuerpos dorados,<br />

pero no conseguí ni desearlas. Mis urgencias las resolví de nuevo con una<br />

frenética actividad masturbadora alentada por el recuerdo de Yael. Aquel estado<br />

de desesperación me hizo preguntarme si aquel deseo obsesivo y excluyente era el<br />

mismo que sentían mi madre y Elías. Al comprender que probablemente así era,<br />

entendí cuanto les había sucedido, aunque esa certeza me impedía mirar a mamá<br />

sin turbarme. Con todo, cuando la tercera semana de agosto la vi aparecer en su<br />

viejo todo terreno, gruñendo y llena de manchurrones grises en las manos y en la<br />

cara porque había pinchado poco antes de la última curva, la quise como antes.<br />

Mucho. Pasamos entonces tres semanas fantásticas y, de nuevo, cómplices. Y la<br />

belleza de mi madre oscureció de alguna forma el recuerdo de Yael. Claro que<br />

tampoco aquel deseo me era conveniente. Ninguna obsesión lo es.<br />

La víspera de nuestro regreso, mamá y yo cenamos en el restaurante del<br />

faro de Cap de Creus, oyendo al viento golpear las ventanas para anunciar el<br />

otoño.<br />

376


- Pronto empezarás tus clases en el Liceo Claude Bernard – me dijo con<br />

dulzura -, espero que estés bien. Con tantas idas y venidas apenas te<br />

doy tiempo de hacer amigos. Lo siento, Matt.<br />

- No importa mamá, irá bien.<br />

- Yael se ha instalado en Londres y proseguirá sus estudios allí este<br />

invierno – dejó caer -. Elías ha ido a verla este fin de semana: es el<br />

primer encuentro desde enero. ¡Cómo pasa el tiempo!, ¿verdad?; en<br />

cuanto a vosotros dos, pienso que ya sería hora de que la llamaras,<br />

¿no?<br />

- No.<br />

- ¿Cómo que no? Oye Matt, este es un asunto que, en concreto, sólo les<br />

concierne a Elías y a Yael. Y te diré que jamás hay que buscar en los<br />

armarios ajenos porque todo el mundo tiene sus cadáveres.<br />

- ¿Me vas a decir que la culpa de lo sucedido es de Yael?<br />

- No. La culpa es de la vida. Y sino, piensa en tus propios cadáveres.<br />

- ¿A qué te refieres?<br />

- A los que ya vas guardando. ¿Quieres jugar a sacarlos?<br />

- No me chinches.<br />

- No lo hago; es más, si pienso en lo sucedido, os tengo que estar<br />

profundamente agradecida. Al ponernos contra las cuerdas, ante la<br />

377


idea, tal vez definitiva de tener que escoger, ambos, Elías y yo, nos<br />

escogimos mutuamente.<br />

- ¿Y nosotros, mamá, pensasteis en nosotros?<br />

- Como pudiste comprobar, pasamos unos años muy difíciles por temor<br />

a haceros daño. Si pese a ello sois incapaces de admitir cuanto os<br />

queremos, ya lo haréis. Te prometo que lo haréis. Y ahora, por favor,<br />

pregunta si queda pastel de plátano; si tú pides el de chocolate, nos lo<br />

podríamos partir, ¿hace?<br />

- Hace, mami, hace pero, ¿por qué esa manía de cortar bruscamente una<br />

conversación? No sabes la rabia que me da.<br />

- Si quieres, la continuamos. Pero con una condición: que me expliques<br />

todo, absolutamente todo lo sucedido aquella tarde en el estudio de<br />

Ingres.<br />

- ¿Y qué más quieres que pasara? – le contesté enrojeciendo.<br />

- No lo sé. ¿Por qué te alteras? Entenderás que encuentre cuanto menos<br />

sorprendente que no puedas hablar con Yael. ¿Pretendéis acaso que nos<br />

sintamos aún más culpables?<br />

- No es eso.<br />

- Entonces será mejor que me des la mitad de tu pastel como te decía<br />

hace un momento.<br />

378


Antes de acostarnos, fuimos a despedirnos de Henry y Batiste quienes<br />

esperaban nuestra visita sentados en la terraza arropados con unas mantas. La<br />

tramontana rugía. , le ofreció Henry a mi<br />

madre tendiéndole un enorme poncho de lana. Tomamos el último<br />

cremat de la temporada, hablando de todo un poco y aspirando el último soplo del<br />

verano. Batiste prometió venir a París lo antes posible y yo recordé la visita de<br />

Mich pensando en todos los que, en poco tiempo, habían desaparecido de nuestras<br />

vidas: Mich, Sarita, ¡Paulette!, los abuelos Cases y hasta los amigos de éstos en el<br />

Marais.<br />

La mañana siguiente, al iniciar el camino de regreso a Barcelona, le<br />

pregunté a mi madre qué hacía para vencer la tristeza.<br />

- Si puedo, escuchar música y bailar.<br />

- ¿Qué quiere decir eso de que ‘si puedes’?<br />

- Pues es evidente, Matt: la tristeza produce un estado de extrema<br />

sensibilidad hasta el punto que, si sabes aprovecharla, se convierte en<br />

un enorme caudal creativo. Pero, por lo mismo, la belleza excesiva,<br />

379


como la música, se puede hacer intolerable porque hiere<br />

profundamente. Bueno, cuanto menos, yo la vivo así.<br />

- Ah. ¿Y qué prefieres: hablar sobre lo que te entristece o dejar que<br />

pase?<br />

- Las mujeres, Matt, todavía tenemos pocas ventajas sobre el hombre.<br />

Muy pocas incluso. Pero hablamos: hablamos de lo que nos apena o<br />

preocupa sin miedo a parecer débiles. Y no sabes cuán gratificante es<br />

el consuelo que nos proporciona. Vosotros, en cambio, podéis<br />

consumiros de desesperación sin soltar prenda. Claro que así, al<br />

margen de cuanto se refiere a vuestra delirante sexualidad, nadie sabe a<br />

qué sois vulnerables. Pero dado que ni callando podéis evitar la<br />

traición, tal vez si aprendierais a hablar, a comunicaros… en fin, no sé.<br />

Sonaba aquel antiguo disco de Ornella Vanoni, Vinicius de Moraes y<br />

Toquinho, aquél con el que mamá y Mich bailaban todo el día cuando Mich nos<br />

visitó en París. En el primer acorde de “La rosa spogliata”, de pronto, mi madre<br />

paró el coche en la cuneta y nos abrazamos muy fuerte llorando por los años en<br />

Chateaurenard; por Mich; por nuestro primer rincón en París; por papá y los<br />

abuelos; por Charlotte y sus hijas a las que ya nunca conoceríamos y por el<br />

destino de nuestro amor. Lloramos por todo cuanto habíamos perdido. Y por<br />

haber sobrevivido.<br />

380


3.<br />

El tiempo que transcurrió hasta el 8 de mayo de 1999 mi madre siguió<br />

siendo un ser imprevisible y escurridizo. Más atenta a cuanto me sucedía de lo que<br />

podía parecer pero inatrapable. En 1998 ganó por segunda vez el premio Century<br />

Press con la foto de un hombre judío abrazado a lo que quedaba de su hijo<br />

desmembrado por la explosión de una granada. Gracias al premio, empezó a<br />

colaborar en Liberation mientras seguía trabajando en sus libros. <br />

A veces se ausentaba un mes en el que apenas teníamos noticias suyas<br />

porque sólo podía llamarnos al llegar a alguna población importante. Como años<br />

atrás, cuando se fue a fotografiar a Pablo Escobar en un lugar remoto de<br />

Colombia, de donde pensé que no regresaría. Entretanto Elías se fue integrando<br />

poco a poco en nuestra vida de forma que, si mamá estaba ausente, era él quien<br />

con mi padre resolvía cuantos asuntos surgieran.<br />

Creo que mamá encontró en Elías su alter ego. Si lo pienso ahora, sin<br />

aquellos celos que aún entonces me corroían, reconozco que era evidente que su<br />

mutuo entendimiento les colmaba de forma que por primera vez vi a mi madre,<br />

381


que siempre fue tan independiente, y que lo seguía siendo, compartir sus días sin<br />

ocultarlo; y feliz de hacerlo. La abuela Solange fue la única que se mantuvo al<br />

margen; entre otras cosas, todo sea dicho, porque mamá también quiso que así<br />

fuera. Lo que indica que nunca llegaron a superar sus diferencias pese a que la<br />

abuela intentaba comprender a aquella hija suya corriendo siempre por el borde de<br />

todos los abismos.<br />

- ¿Crees que tu madre está bien con ese psiquiatra judío?<br />

Y es que la abuela tampoco podía cambiar tanto como para adaptarse sin<br />

reticencias. Pero desde que murió mamá, se ha ido como encogiendo, pienso que<br />

abrumada por la pena. Ahora, además, ya no vamos al cine. Como hizo la abuela<br />

Camila, ella también deja transcurrir el tiempo mirando el pasado en el jardín de<br />

Ranelagh. Alguna tarde consigo llevarla al Yamazaki donde todavía charlamos de<br />

muchas cosas; aunque, como no quiero asustarla con mis historias - y no digamos<br />

con mis cadáveres -, procuro hablar de lo que sé que le gusta o interesa. Al abuelo<br />

sólo lo vi la Navidad de los años 97 y 98. Hizo ver que sabía quienes éramos, pero<br />

no nos reconoció: ni a mamá ni a mí; y pienso que a la abuela tampoco. Todavía<br />

vive. Si eso es vivir.<br />

Hasta el día que me llamó Bonny Spencer desde Pristina, mi madre y yo<br />

continuamos yendo a Barcelona con periodicidad, aprovechando las idas y<br />

venidas de Cadaqués adonde íbamos tanto como nos era posible. A principios del<br />

382


invierno del 98, mamá trasladó a París los cuadros más valiosos, casi todos<br />

nuestros libros y discos así como una colección de objetos de plata modernista,<br />

colección heredada de su abuela Claire y que ella prosiguió en 1992 cuando<br />

encontró una extraña jarra de la que se prendó continuando así una arraigada<br />

afición de los Beaumont-Rochelle. Cuando murió, todavía descubrí una colección<br />

de joyas de la India del sigo XVIII, cuya existencia ignoraba. Mamá y sus eternas<br />

contradicciones. ¿No le había parecido siempre extremadamente burgués la<br />

acumulación de objetos de arte como un signo más de ostentación?<br />

A veces me pregunto qué voy a hacer con todo ello y con lo de los abuelos,<br />

que algún día llegará, como me dice la abuela feliz porque cree que el único<br />

heredero que ha quedado, en lugar de la trotamundos que fue su hija menor, será<br />

un hombre de bien, de estudio y sensato. , suele apuntarme con<br />

frecuencia. Si supiera mi locura, mis miedos y el caos en el que vive mi alma...<br />

La casa de Gràcia, sigue teniendo mucho encanto: despojada de los<br />

objetos y muebles que mamá trasladó a París, tiene un aspecto algo fantasmal pero<br />

a mi me gusta porque este vacio está lleno de recuerdos. Ya instalados en París,<br />

mamá me preguntó si la quería alquilar puesto que nos habían hecho una<br />

excelente oferta.<br />

- Mami, si nos hace falta el dinero, hazlo, por supuesto.<br />

383


- Si fuera así, te lo hubiera dicho, pero ya estaría alquilada. Aunque<br />

convendrás conmigo en que tampoco se trata de tirar el dinero y<br />

mantener una casa que, tal vez, usaremos poco.<br />

- No lo hagas, mamá. A lo mejor los abuelos todavía no se han ido,<br />

porque, en algún sitio estarán, ¿no?<br />

- En nuestra memoria, Matt: ahí están, pero si necesitas la casa un<br />

tiempo más para preservar esta memoria, por el momento la<br />

conservaremos.<br />

Max, después de la boda de Dinah, prefirió continuar viviendo en Nueva<br />

York donde estudió psiquiatría. En algunas facetas, cada día se parece más a<br />

Elías y sé que vuelven a mantener una relación muy estrecha, como en los tiempos<br />

de Hammersmith, aunque ni Elías se ha cuestionado regresar a Estados Unidos, ni<br />

Max vivir en Europa. No sé cómo explicarlo, pero Max es muy neoyorquino. Me<br />

lo imagino muy bien atendiendo a pacientes hipermillonarios en un espléndida<br />

consulta con vistas a Central Park; o en un sofisticado loft en el Soho. Elías, en<br />

cambio, siempre será un superviviente centroeuropeo.<br />

Mi padre sigue con Blanche la vida de siempre. Voy poco tanto a Buchy<br />

como al piso del Marais, pero ahora lo veo a menudo. Solemos comer juntos una<br />

vez a la semana. Él me provee de excelentes grabaciones de música clásica y yo<br />

de libros. Le encantan Cover, Auster, Amis, De Lillo, Sebald... Por mi parte,<br />

384


ahora que nadie pretende que toque el piano, me he convertido en un gran<br />

conocedor de los mejores registros. Me gusta Bach y también Satie. Aunque en<br />

este momento estoy plenamente inmerso en los grandes clásicos del jazz: John<br />

Coltrane, Dizzy Gillespie, Charly Parker... Al cine me encanta ir solo, pero como<br />

a veces veo la misma película dos o tres veces, si creo que alguna le puede gustar<br />

a Elías, vamos juntos y cenamos intentando ignorar la ausencia de mamá. Con<br />

frecuencia aún creo que aparecerá de un mo mento a otro, diciendo aquello, de<br />

‘perdón, perdón, había un tráfico espantoso, ¿si como sólo un plato, llegamos al<br />

cine?’ Pronto hará dos años que murió, pero ni uno ni otro lo hemos aceptado;<br />

aunque la vida continúe y a pesar de que intento olvidarlo inmerso en mis libros,<br />

en la música y en Cadaqués.<br />

Pese a ese dolor, pienso que mi madre, en cambio, tal vez tuvo suerte:<br />

consiguió esquivar el tercer milenio, viviendo sin detenerse, y arriesgando mucho<br />

los casi cuarenta años que le habían sido concedidos. Por una parte,<br />

adelantándose muchas veces al comportamiento que la sociedad esperaba de una<br />

mujer de su época y entorno y, por otra, conservando una educación y un gusto<br />

por los detalles y por las formas más propio del los primeros años del siglo XX.<br />

Una contradicción que, ahora que ha pasado algún tiempo y que he podido<br />

reconstruir una parte de nuestra memoria, me doy cuenta que la incapacitaba para<br />

afrontar plenamente otra época, otra sociedad y otros valores puesto que<br />

385


difícilmente hubiera sobrevivido, pese a su empeño por creer en el futuro de una<br />

sociedad plural. Ella, justamente, que no acabó de escapar a su condición singular.<br />

Al fin y finalmente también pienso, por disparatado que parezca, que tal vez se<br />

fue a un frente de guerra simplemente con la esperanza de morir y así cesar de<br />

buscar más paraísos. Pese a Elías y también a mí.<br />

386


4.<br />

Veo a mi ahijado cada año. Es un niño que me encanta. Divertido e<br />

ingenioso como Mich, y muy inteligente. Tiene preguntas sorprendentes y<br />

respuestas descojonantes para todo. Este año pasará conmigo su primera semana<br />

en París: será mi regalo por su duodécimo aniversario. Y, si aprueba su curso,<br />

también vendrá unos días a Cadaqués en verano.<br />

Marcia y Roberto continúan en casa. Les gusta mucho París, aunque, desde<br />

que murió mamá, van a Chile algunos días de febrero, cuando allí es pleno verano.<br />

Este año, además, regresaron encantados con el arresto domiciliario de Pinochet,<br />

pendiente de un posible juicio. Lo celebraron con una cena y un baile hasta el alba<br />

con los pocos amigos que no habían desaparecido. Marcia está muy graciosa en<br />

las fotos de ese día. <br />

Henry y Batiste vinieron a la misa que mi abuela quiso celebrar en<br />

recuerdo de mamá y a la que no pude negarme. Cuando los vi aparecer por la<br />

puerta de Notre Dame de l’Assomption, di por buena aquella ceremonia que mi<br />

387


madre no habría querido. Henry, quien en los últimos diez años sólo dejaba<br />

Cadaqués para visitar a sus padres en Burdeos y que siempre decía que, por el<br />

bien de su alma y de su cuerpo, no volvería a París, rompió su promesa para<br />

despedirse de mi madre. Nunca he sabido si Henry estaba enamorado de ella. No<br />

es improbable: por algo conserva encima de su escritorio un bonito dibujo a lápiz<br />

que le hizo el verano que nos conocimos, aunque, tal vez, consciente de sus<br />

exiguas posibilidades, prefirió no insinuarle jamás ni el menor deseo y no<br />

perderla.<br />

En la última fila del templo, estaba Maurice. Lo vi al salir y sólo nos<br />

saludamos un segundo con la cabeza. Un tiempo después lo encontré en Roissy, a<br />

punto de embarcar con una muchacha muy joven y algo vulgar; aunque, como<br />

apreciamos los hombres, estaba buenísima. Pero él nunca me pareció tan viejo.<br />

El año pasado, Batiste empezó Biología y, cuando termine, vendrá a París<br />

para estudiar Física Nuclear. No podemos ser más opuestos, pero me encanta su<br />

capacidad poética para exponer cualquier tema de contenido científico y, además,<br />

él es mi cabeza y mi conciencia cuando se me sueltan todos los tornillos. El correo<br />

electrónico hace posible que mantengamos contacto diario, lo que me ha evitado<br />

no pocos momentos de desesperación y desvarío. El año pasado empecé Filología<br />

Inglesa y Filosofía y Letras. En el futuro no sé lo qué haré. Escribir, espero.<br />

388


Mientras el futuro llega, Elías controla mis gastos y mi patrimonio,<br />

aunque, de alguna manera, intento vivir como si careciera de medios económicos;<br />

entre otras cosas, dando clases particulares a chicos imposibles y mimados.<br />

Empecé a hacerlo el curso antes de empezar la Universidad, cuando mi madre me<br />

dijo que espabilara si quería más dinero de bolsillo. Y lo sigo haciendo porque<br />

pienso que así no fallo a su recuerdo y porque sé que, como ella, quiero escapar al<br />

sistema. Aunque todavía no sé cómo. Ni para qué.<br />

Yael vivió un año en Londres. En septiembre de 1998 se fue a vivir a Tel<br />

A-viv con un fotógrafo americano. Elías y mamá fueron a Londres a despedirse<br />

de ella. Mamá me dijo que su novio era una persona con mucho encanto y que<br />

parecía buen chico. Cuando mamá me enseñó las fotos de ese viaje, sentí ganas de<br />

gritar fuerte, muy fuerte. Tal era mi dolor. Pero las miré y hasta seguí los<br />

comentarios de mamá. Sí, la constitución de Yael hacía recordar en cierto modo a<br />

Mich.


- De no tratarse de tus padres, Yael, no hubieran existido las cartas, ni<br />

nuestra culpa.<br />

- ¿Sabes? Durante este año he leído lo que Matt llamaría los grandes<br />

clásicos del romanticismo: El rojo y el negro, Cumbres borrascosas,<br />

Madame Bovary… Ésta última era una tía un poco pelma, ¿no? Pero,<br />

bueno, me ha ayudado. Pienso que Matt me hubiera aconsejado añadir<br />

alguna historia de pasión más actual.<br />

Pero Yael no me preguntó nada. Primero conté los días, luego las semanas<br />

y los meses, hasta que empecé a contar las estaciones.<br />

Mi querido hermanito:<br />

Como eres un cotilla, no te hablaré de mi novio que es lo que más te<br />

gustaría para masoquearte a gusto. Ni me enrollaré como una persiana, como tú<br />

harías, complaciéndote con una perorata existencial. Me largué porque pensé que<br />

era lo mejor para que el futuro siguiera siendo nuestro. Porque yo quiero a mi<br />

padre, mucho incluso. Y también a tu madre. Pero ellos son el pasado, cuanto<br />

menos, nuestro pasado. Y nosotros, el futuro.<br />

Soy razonablemente infeliz porque - aunque no tanto como tú - mi<br />

capacidad para la felicidad es limitada. Sin embargo hace más de un año que<br />

vivo con una persona que tiene mis mismos intereses, inquietudes, trabajo y etnia<br />

390


en un país que supuestamente me pertenece. Sé que lo que te gustaría ahora es un<br />

discurso político. Pero no pienso. Lo decidí antes de llegar a Israel. Y lo decidí,<br />

sobre todo, el día que le comenté a tu madre la foto del padre judío por la que le<br />

dieron el premio. ¿Sabes lo que me dijo? <br />

Cuídate, Matt. Y cuida a nuestros padres. Shalom<br />

Yael Nathan<br />

Tel A-viv, 10 de enero de 1999<br />

Cuando murió mi madre, Yael estaba en Benarés haciendo un reportaje<br />

para la televisión. Mi padre tardó cinco días en localizarla.<br />

Matt, no hay muro lo bastante extenso en donde clamar por mi dolor y el<br />

tuyo. Ahora siento que no ha habido nada más baldío que mi huida. Y, sin<br />

embargo, no sabes cuanto envidio a tu madre. Podía haber renunciado a luchar y<br />

391


a seguir buscando, y más ahora, que a tu amor podía sumar el de mi padre. Pero<br />

la envidio porque escogió vivir.<br />

de 1999<br />

Yael Nathan<br />

Benares, 15 de mayo<br />

En junio del mismo año, Yael dejó Israel y a su novio; vivió unos meses en<br />

Estados Unidos y en febrero se instaló en Sidney contratada por la oficina de<br />

prensa del Comité Olímpico. Supe por Elías que en el viaje de Nueva York a<br />

Sidney, se detuvo un día en París para visitarlo. Elías me dio un libro de su parte,<br />

una biografía de Bruce Chatwin escrita por Nicholas Shakespeare. Desesperado,<br />

hice ver que la ojeaba buscando en realidad una nota, un aviso, el ticket de caja, lo<br />

que fuera con tal de que le hubiera pertenecido siquiera un segundo. Elías me dijo<br />

que había encontrado a su hija en plena forma y muy guapa. Intenté imaginarme<br />

cómo sería Yael cumplidos ya los 22 años. Alguna noche me dormía mirando la<br />

última foto que le había hecho mi madre en Londres: con la cabeza llena de rizos<br />

largos, la mirada risueña y aquel gesto decidido y tan atractivo. Ya en casa,<br />

constaté que el libro no contenía ningún mensaje oculto. Creo que fue Yael la que<br />

me hizo ver que si bien los hombres cargábamos con la fama de ser unos<br />

cobardes, las mujeres podían ser de una crueldad indescriptible.<br />

392


Asunto: Libro<br />

Fecha: Thu 14 Mars 2000 19:27:1:16+0100<br />

De. “Matt Cases” <br />

A: “Yael Nathan” <br />

Mi querida hermanita, que tú dirías. Ya me he leído a Chatwin. ¿Debo<br />

darte las gracias porque me estás sugiriendo que viaje y folle compulsivamente sin<br />

mirar sexo y condición ? Porque si eso es todo cuanto tienes para decirme,<br />

después de casi dos años y medio, el futuro del que me hablabas en tu carta, se<br />

acaba de ir a la puta mierda.<br />

Matt<br />

Asunto: Re: Libro<br />

Fecha: Fri 16 Mars 2000 9:23:47+0100<br />

De: “Yael Nathan” <br />

A: “Matt Cases” <br />

393


¿Sabes lo que te digo, Matt?: Que siempre serás un merluzo. ¿Desde<br />

cuando esperas que los libros lleven un mensaje subliminal, además del propio<br />

texto? Si leído Chatwin te quieres ir a La Patagonia, o donde sea, y follar a<br />

destajo, por mí, bien; pero yo, querido, te lo compré sin más. Lo vi y pensé que a<br />

mi erudito Matt le gustaría, sin que por ello nuestro futuro se fuera a la mierda.<br />

Pero como no soy rencorosa y sé que se te pasará, te mando un beso.<br />

Shalom.<br />

Yael<br />

¿Existe algo más cruel que una mujer?. No, creo que no. Así que leído este<br />

maravilloso email, me dispuse a pasar otros dos años, o decenios, imaginando a<br />

Yael.<br />

Querido Matt:<br />

Supongo que ya sabes que tengo dos hermanos gemelos, prodigio de la<br />

inseminación artificial. Se llaman Sam y Ricky. Y tanto mamá como su marido<br />

están embelesados. En fin, aunque la distancia entre nosotras no ha hecho sino<br />

que pronunciarse, me alegra ver a mi madre contenta, aunque me desespere esa<br />

felicidad suya, horrenda y dorada. A veces la observo intentando recordar cómo<br />

era en Hammersmith. ¿Recuerdas que tú mismo procurabas convencerme de sus<br />

394


infinitas cualidades y de su disponibilidad para hacernos la vida agradable?<br />

Pues, en este sentido, nada ha cambiado, sólo que entonces a mí me importaban<br />

un pito sus excelencias culinarias; me crispaba la puñetera precisión con la que<br />

cuidaba la casa y me repateaba su manifiesta adoración por Max.<br />

Pues bien, superada su crisis y consecuente etapa de desesperación e<br />

histeria, ahora vive idílicamente en un ambiente de casa de la pradera con un<br />

marido que va llenando la costa oeste de Estados Unidos de unos supermercados<br />

inmensos con cuyas ganancias ha construido una casa que merecería el Guinness<br />

al peor gusto y despilfarro. Pero mamá es feliz porque Ricky le rinde pleitesía.<br />

Cuando veas las fotos de estos días, lo entenderás. Ricky ha instalado un árbol de<br />

Navidad tan espectacular que emula, de largo, al de la Casa Blanca. Porque<br />

ahora mamá celebra la Navidad. Bueno, lo celebra todo. El nombre de mis<br />

hermanos ya indica por dónde van los tiros: Sam mantiene las raíces judías y<br />

Ricky la tradición presbiteriana de su padre quien por lo visto ignora que sus<br />

hijos, por ahora, son judíos pese a que mamá y su marido convinieron que fueran<br />

sus propios hijos los que decidieran en el futuro qué religión abrazaban. El caso<br />

es que la dualidad hace que aquí se celebre TODO: Navidad, Fin de Año, Roch<br />

Hachana, el día de Acción de Gracias, la Pascua católica, Yom Kipour,<br />

Pèssa’h… En suma y como te decía, TODO. Max y yo nos quedaremos hasta el<br />

395


29 y luego iremos a Jackson Hole a esquiar con papá donde no has querido<br />

reunirte con nosotros.<br />

Matt, sé que con Batiste estarás bien y que Cadaqués es tu refugio más<br />

seguro, pero cuando recuerdo lo cálidas y excepcionales que eran las Navidades<br />

con tu madre, no entiendo tu empeño en hacerte la vida más difícil, como si el<br />

aprendizaje del dolor fuera una enseñanza insoslayable. Lo es, Matt. Pero no<br />

hace falta que no evites lo innecesario. Bien, como te conozco, sé que no voy a<br />

convencerte. Pero aunque sólo sea como ejercicio, haz el esfuerzo de<br />

reconsiderarlo.<br />

En cuanto a mí, no sé si sabrás que, finalizadas las Olimpíadas, estuve dos<br />

meses en Israel con mi novio, la persona más capacitada de cuantas he conocido<br />

para proporcionarme ese espacio de felicidad al que todos, hipotéticamente,<br />

aspiramos. Pero, por el momento, no soy capaz de tener más compromiso con los<br />

afectos que con aquellos que ya existían antes: hacia mamá, por supuesto; así<br />

como hacia papá, Max y hacia ti, merluzo. Tal vez porque soy una egoísta feroz<br />

que cuenta con vuestra paciente espera y que, por ello, no preciso otra referencia<br />

afectiva. En suma, tengo veintidós años y deseo vivir tal y como hizo tu madre.<br />

Algún día llegará el tiempo de amor y tampoco quiero perderme la oportunidad,<br />

una vez más egoísta, de tener un hijo. Todo eso llegará; pero como diría Grass<br />

‘es tiempo largo’. Entretanto, pienso que me quedaré unas semanas en Nueva<br />

396


York donde tal vez me instale el próximo invierno; gracias a mi trabajo en Sidney<br />

he podido establecer contactos que ahora prometen ser muy útiles.<br />

Hecho a faltar nuestra casa junto al río y nuestras charlas y paseos. ¿Te<br />

acuerdas de Johny Black? ¡Era genial! Y Violet, ¿qué habrá sido de ella?<br />

Deberíamos ir y ver qué ha dejado el tiempo de todo aquello. Pienso que desde<br />

París podríamos hacer un salto algún fin de semana esta primavera. Y luego, en<br />

verano, Cadaqués ¿verdad, Matt?<br />

Shalom.<br />

2000<br />

Yael<br />

Sarasota, 20 de diciembre de<br />

Recibí esta carta la mañana del 27 de diciembre, y la leí mil veces<br />

pensando en cuán desconcertantes e imprevisibles eran las mujeres. O cuanto<br />

menos las que yo había querido o deseado; desde la misma Âdele, con sus<br />

singulares lecciones de piano. Por no decir mamá y Yael, ambas abandonándome<br />

sin pausa al tiempo que vampirizaban mis sentimientos.<br />

Tenía mi billete para salir la mañana siguiente a Barcelona donde me<br />

reuniría con Batiste para pasar el fin de año en Cadaqués. Pero, aún así, miré por<br />

397


Internet todas las posibilidades que me permitían ir a Wyoming lo más rápido<br />

posible. Tal era mi estado de desesperación.<br />

- Matt, ¿cómo va todo? Dentro de una hora sale mi tren, ¿a qué hora<br />

llega tu avión mañana?<br />

- Bueno, creo que a las once menos cuarto - le contesté lacónico a<br />

Batiste.<br />

- Perfecto, si retomamos el horario español, a las 3 podemos estar en<br />

Cadaqués y comer con papá en el Tao un delicioso basmati con<br />

verduras y pollo.<br />

- Sí, sí, claro – tartamudeé.<br />

- ¿Oye, te pasa algo?<br />

- No, Batiste. Es que esta tarde había pensado en que podríamos ir a<br />

esquiar.<br />

- Es una idea – contestó sorprendido – pero, ¿no crees que podemos<br />

esperar a febrero? Además, ¿dónde pensabas que fuéramos a estas<br />

alturas?<br />

- A Wyoming.<br />

- Oye, Matt, tengo prisa y no estoy para tus neuras: si quieres ir a<br />

Wyoming, ve tu solo pero, yo, de ti, dejaría de hacer el capullo. ¿Sabes<br />

cuántos años han pasado desde aquella historia?<br />

398


un libro.<br />

- Casi tres.<br />

- Pues, te prometo, que no viene de uno o tres más; pero haz lo que<br />

quieras. Te esperaré hasta las doce en el bar Zurich.<br />

Batiste me esperaba con su inmensa mochila atada a la silla, leyendo al sol<br />

- ¿Qué estás leyendo?<br />

- “Ravelstein”, de Bellow; me lo recomendaste tú.<br />

- Ya lo terminarás en Cadaqués - le respondí contento dándole una<br />

colleja.<br />

El 1 de enero del 2001 vi cómo amanecía el siglo XXI en el restaurante del<br />

Cap de Creus. Cuando despuntó el primer rayo de sol, pensé que no había más<br />

felicidad que aquella ya que yo parecía incapaz de proporcionarme otra. Luego,<br />

hace dos meses, regresé a París y a mis clases, diciéndome que, por una vez,<br />

aunque fuera gracias a Batiste, había escogido la serenidad y que probablemente<br />

me convenía no cambiar de guión.<br />

Durante este tiempo, cuando me he desesperado acuciado por la tristeza,<br />

he recordado las mil veces que mi madre me había dicho que, con el tiempo, nos<br />

alejaríamos: que ella detestaría verme dar bandazos buscando mis paraísos y yo a<br />

ella por no creer más en ellos. Y por su vejez.<br />

399


Pero como mi madre se fue antes de que se cumplieran estos pronósticos,<br />

yo no he hecho más que verla por todo el piso trenzándose y destrenzándose el<br />

pelo, como hacía mientras hablaba por teléfono; y desaparecer por las mañanas<br />

con sus bártulos, dejando el perfume de su piel en cada rincón; e imaginar que<br />

aquella noche cenaríamos juntos y que yo la esperaría tan dispuesto a dejarme<br />

seducir por su encanto como a resistir que me ignorara por un inesperado cambio<br />

de humor. Y, para colmo, me he dormido recordando a Yael, evocando su cabello<br />

lleno de luz sobre la almohada. Y preguntándome cuándo desaparecería toda<br />

aquella montaña de recuerdos convertidos en dolor y memoria.<br />

Pero hoy, ya no sé nada. Yael llega mañana.<br />

París, 5 de marzo de<br />

2001<br />

400

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