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Antología de la Ilíada y de la Odisea<br />

La Ilíada<br />

Canta, oh diosa, la cólera<br />

del Pelida Aquiles; cólera<br />

funesta que causó infinitos<br />

males a los aqueos y precipitó al<br />

Hades muchas almas valerosas<br />

de héroes, a quienes hizo presa de<br />

perros y pasto de aves —<br />

cumplíase la voluntad de<br />

Zeus— desde que se separaron<br />

disputando el Atrida, rey de<br />

hombres, y el divino Aquiles.<br />

1<br />

CAPÍTULO 1: EL JUICIO DE PARIS<br />

Príamo y Hécuba, reyes de Troya, lograron su anhelo de tener un heredero, al que llamaron<br />

Paris. Mas, cuando iba a nacer este príncipe, soñó su madre que llevaba en el seno una<br />

antorcha que debía abrasar un día el imperio troyano. Consultados los adivinos acerca de la<br />

significación de aquel sueño, contestaron:<br />

-El príncipe que va a nacer causará el incendio de Troya.<br />

Al oír esta respuesta, el rey, aterrorizado, no bien hubo nacido su hijo lo entregó a uno de<br />

sus criados con el encargo de que le diera muerte. Mas Hécuba, la reina, no quiso que su<br />

hijito tuviera tan triste suerte, y lo escondió celosamente, confiándolo después al cuidado<br />

de unos pastores que apacentaban sus rebaños en el monte Ida.<br />

Allí creció el joven entregado a las tareas propias de los pastores, y se hizo tan fuerte y tan<br />

hábil, tan diestro y tan hermoso que su fama salió de los límites del reino.<br />

Y he aquí que en el Olimpo, morada de los dioses griegos, celebrábanse las bodas de Tetis -<br />

la más hermosa de las Nereidas- y Peleo. Todos los dioses y diosas fueron invitados a la<br />

fiesta de las bodas, excepto la diosa Discordia, a quien Júpiter excluyó por ser la que<br />

alteraba siempre toda paz y toda armonía.<br />

Mas la diosa, enojada y deseosa de venganza, arrojó sobre la mesa del banquete una<br />

manzana de oro con una inscripción que decía: «A la más hermosa».<br />

Juno, la de los blancos brazos; Minerva, la de los brillantes ojos, y Venus, diosa de la<br />

hermosura, se la disputaron. Cada una de las tres diosas creía ser la más bella; cada una<br />

creía, por tanto, tener derecho a la áurea manzana. La cuestión era delicada, y Júpiter no se<br />

atrevió a fallar por no dejar descontenta a ninguna de las tres diosas. Decidió entonces que<br />

las tres divinidades, acompañadas de Mercurio, fuesen a consultar -por ser el mortal más<br />

conocedor de la belleza- al pastorcillo del monte Ida.


Antología de la Ilíada y de la Odisea<br />

Y sucedió que se hallaba Paris, en una noche sin luna ni estrellas, guardando sus rebaños,<br />

cuando, de pronto, se iluminó el bosque como si a un tiempo lo alumbraran el sol y la luna.<br />

Envueltas en aquella radiante luz, vestidas con traje brillantísimo que a su vez esparcía<br />

claridad sin límites, aparecían a los asombrados ojos del príncipe pastor, las tres bellísimas<br />

diosas: la majestuosa Juno, la sabia Minerva y la hermosa Venus.<br />

Con la voz más dulce y suave que pueda sonarse, fue Juno la primera en hablar, al tiempo<br />

que tendía a Paris una manzana del oro más puro.<br />

-A ti, hermoso Paris, el más bello entre todos los mortales, recurrimos para que seas<br />

nuestro juez. Di cuál de nosotras tres es la más bella, y a aquella a quien creas digna de<br />

poseer el premio de la hermosura, dale esta manzana de oro. Si me la otorgas a mí, que soy<br />

la diosa Juno, diosa de las diosas y esposa de Júpiter el omnipotente, yo te prometo desde<br />

ahora el más ilimitado poder. Más de cien pueblos te proclamarán su rey, y tus riquezas no<br />

podrán contarse.<br />

Después de Juno habló Minerva, virtuosa y sabia, y dijo su voz clara y serena:<br />

-Si me das a mí el precio de la belleza, hermoso Paris, te haré sabio como los mismos<br />

dioses. Tendrás la sabiduría y la virtud y, con mi ayuda, no habrá para ti imposibles.<br />

Venus, que aparecía envuelta en una luz rosada, fue la última en hablar:<br />

-¿Crees, acaso -dijo a Paris-, que el poder o la sabiduría pueden darte la felicidad? Te<br />

equivocas. Sólo en mi mano está concederte dicha sin límites. Si me das el premio será<br />

tuyo el amor. Te daré por esposa a la mujer más bella del mundo.<br />

Y con voz celestial alabó ante el joven la sin par belleza de Helena, esposa de Menelao, rey<br />

de Esparta. Oíala Paris embelesado, y contemplando su perfección sobrehumana no pudo<br />

por menos de tender hacia ella la manzana de oro que tenía en la mano. He aquí cómo<br />

Venus fue proclamada reina de la hermosura.<br />

Guiado por la diosa, Paris emprendió la navegación hacia Esparta, donde, en compañía de<br />

Helena, su esposa, la más bella de todas las mujeres del mundo, y de Hermiona, hijita de<br />

ambos, vivía felizmente el rey Menelao.<br />

La varonil belleza de Paris le atrajo las simpatías de todos en la corte de Esparta. El<br />

monarca le trató con toda cordialidad y agasajo. Mas él, cegado por las sugestiones de la<br />

diosa Venus, no vio ni codició sino la sin par belleza de la reina Helena.<br />

Y también la reina sucumbió al mágico influjo de Venus. Apenas vio a Paris olvidó el<br />

cariño que a Menelao profesaba, olvidó a su hijita Hermiona, olvidó sus deberes de esposa,<br />

de madre y de reina y no pensó sino en escuchar las palabras de amor que a su oído<br />

murmuraba Paris. Alentado siempre por la diosa Venus, Paris rogó a Helena que huyera<br />

con él, y la infeliz reina no tuvo fortaleza para resistir. Y huyeron, huyeron de Esparta en<br />

dirección a Troya, surcando los mares en la nave de roja proa.<br />

Cuando Menelao, que amaba tiernamente a su esposa, advirtió que Paris le había robado a<br />

Helena, lamentóse amargamente y fue a pedir consejo y ayuda a su hermano Agamenón,<br />

rey de Argos y de Micenas.<br />

Encolerizóse a su vez el poderoso y terrible Agamenón, al saber la traición de Paris y<br />

convocó a todas las huestes griegas para que, a su mando, salieran inmediatamente en<br />

seguimiento y castigo del hijo de Príamo. Cien mil hombres en mil ciento ochenta naves<br />

salieron de Grecia con rumbo a Troya. Iban a recuperar a la hermosa Helena para<br />

devolverla a su esposo; iban a castigar duramente en Paris y en los suyos la horrible traición<br />

del bello jovenzuelo. La diosa Juno y la diosa Minerva, celosas de la preferencia que Paris<br />

concediera a Venus, empujaban las naves y acrecían la cólera de los vengadores.<br />

¡Cien mil hombres en mil ciento ochenta naves! De ellos ¡qué pocos volvieron a su patria!<br />

Porque el sitio de Troya duró diez años largos y en la lucha que encendió la belleza fatal de<br />

una mujer, sufrió tantas penalidades, tantas fatigas, tantos quebrantos el ejército sitiador<br />

como el sitiado. De esto nos habla, precisamente, el magno libro de La Ilíada.<br />

2


Antología de la Ilíada y de la Odisea<br />

3<br />

CAPÍTULO 2: LA CÓLERA DE AQUILES<br />

Ante los muros de Troya día tras día, año tras año, permanecían los griegos en sus<br />

campamentos hostigando continuamente a los troyanos con sus furibundos ataques. Y en<br />

igual proporción obtenían el triunfo, ya los griegos, ya los troyanos, sin que, en tan largo<br />

tiempo, acabara de decidirse la victoria de un modo definitivo por unos o por otros. Y así,<br />

día tras día, año tras año, transcurrieron nueve años largos.<br />

Entre los más valientes guerreros que en aquella lucha se encontraron contábase Aquiles, el<br />

de los pies ligeros. Era el más valeroso de los héroes griegos y el más hermoso también.<br />

Era hijo de la nereida Tetis y de Peleo, y se cuenta que, de niño, su madre le bañaba en<br />

fuego celeste para hacerle inmortal, y que quedándole fuera del fuego únicamente el talón<br />

con que ella le sujetaba, era éste su único punto vulnerable. Dícese también que, estando<br />

todavía en la infancia, su madre le dio a elegir entre una carrera larga y oscura y una vida<br />

corta pero gloriosa. Y él optó por esta última.<br />

Mas, esto no obstante, al saber Tetis que no podría tomarse Troya sin el brazo de Aquiles,<br />

y que el héroe moriría ante los muros de esta ciudad, quiso sustraerle a tan cruel destino y le<br />

envió, vestido de mujer y bajo el nombre de Pirra, a la corte de Licomedes, rey de Esciros.<br />

Cuando los príncipes griegos, a su vez, consultaron los oráculos antes de partir para Troya,<br />

Calcas, el adivino, les predijo que no triunfarían en ella sin el auxilio de Aquiles. Y al<br />

mismo tiempo les indicó dónde estaba. Fue encargado de ir a buscarlo el prudente y astuto<br />

Ulises, que se disfrazó de mercader, y presentó a las damas de la corte bellísimas joyas y<br />

potentes armas. No le fue difícil a Ulises, merced a este ardid, conocer entre aquellas<br />

damas a Aquiles. Porque, no mirando siquiera las joyas, propias sólo de mujeres, el<br />

guerrero se abalanzó inmediatamente sobre las armas. Entonces Ulises se lo llevó con los<br />

suyos al sitio de Troya, donde pronto se distinguió como el primer héroe de Grecia, terror<br />

de los enemigos. Y ahora seguía luchando allí, ante los muros de Troya, después de nueve<br />

años largos.<br />

Y sucedió que, durante aquel tiempo, los griegos penetraron en Crisa, hermosa ciudad que<br />

saquearon, apoderándose de muy rico botín y numerosos prisioneros, que llevaron a su<br />

campamento. Entre los prisioneros llamaba poderosamente la atención una joven llamada<br />

Criseida por ser hija de Crises, el gran sacerdote del templo de Apolo. Apenas la vio<br />

Agamenón quedó prendado de ella, y la hizo su esclava.<br />

Mas, en Crisa, el gran sacerdote padre de la doncella reunía apresuradamente una gran<br />

cantidad de oro y joyas, a fin de ofrecer aquel tesoro a los griegos por rescate de su hija. Se<br />

dirigió al lugar donde las naves helenas estaban ancladas, y, revestido con sus galas<br />

sacerdotales, a fin de demostrar que le apoyaba en su justa petición el mismo dios Apolo,<br />

quiso hablar con Agamenón, supremo jefe del ejército griego. Y a él le rogó que quisiera<br />

poner en libertad a su amada hija, después de tomar el rico rescate.<br />

Todos los griegos convinieron en que debía atenderse la justa súplica del angustiado padre;<br />

tenían así la esperanza de que el rico botín se repartiera entre todos.<br />

Pero Agamenón, al saber la pretensión del anciano sacerdote, se encolerizó sobremanera.<br />

-¡No vuelvas, anciano, adonde están nuestras cóncavas naves -le dijo-, pues, si de nuevo te<br />

hallo entre ellas, no respetaré ni aun tus insignias sacerdotales! Jamás volverá tu hija a tu<br />

patria, pues jamás dejará de ser mi esclava. Aléjate, pues, de aquí, ¡oh anciano! Y no<br />

excites más mi cólera.<br />

Atemorizado por estas palabras del rey griego, el anciano Crises se alejó, pero no sin orar<br />

así al dios Apolo:<br />

-¡Oh, dios del plateado arco! Si alguna vez te fui agradable, si tuvieron algún valor a tus<br />

ojos los sacrificios que hice ante tu altar, cumple mi deseo y castiga con tus flechas la<br />

insolencia y la crueldad de los griegos.


Antología de la Ilíada y de la Odisea<br />

Desde el Olimpo, Apolo, enojadísimo contra los griegos, escuchaba las súplicas de su<br />

sacerdote. Armado de su arco de plata, llevando a su espalda el carcaj con las flechas,<br />

rápido como una de ellas descendió el dios hasta donde se hallaban el rey Agamenón y el<br />

ejército griego. Y tendió, con su fuerza sobrehumana, el arco de plata y disparó...<br />

Cayeron primero mulos y perros; cayeron después los hombres y durante nueve días con<br />

sus nueve noches las flechas del dios justiciero causaron gran estrago entre los guerreros de<br />

Agamenón. Y hubo reuniones entre los caudillos para tratar del remedio que a tan grande<br />

calamidad podría ponerse, y al fin habló Aquiles, el de los pies ligeros.<br />

-Puesto que la guerra y la peste así se ensañan contra nosotros, no debemos dudar de que<br />

hemos ofendido a Apolo -declaró-; preguntemos la causa a los adivinos y sacrifiquemos al<br />

dios algunos corderos.<br />

Se llamó entonces a Calcas, que, como<br />

sabemos, era adivino, y el más sabio de<br />

todos los griegos. Él dijo:<br />

-El dios no cesará de tomar cruenta<br />

venganza de nosotros hasta que no<br />

devolvamos a su padre a la hermosa<br />

Criseida, libre y sin rescate. Pues ésa es<br />

la causa del enojo de Apolo y de todas nuestras desdichas. Devolvamos, pues, a la<br />

doncella, y sacrifiquemos al dios un centenar de reses.<br />

Mas Agamenón nada codiciaba tanto como la posesión de la bella esclava, y levantándose<br />

encolerizado, tronó así contra Calcas:<br />

-¿Por qué solamente vaticinas desgracias, ave de mal agüero? ¿Por qué supones que<br />

nuestras calamidades nos sean enviadas porque yo no quise admitir el rico rescate que se<br />

me ofrecía por mi esclava Criseida? Tal vez, porque no quiero que mi ejército perezca,<br />

acceda a devolver a la doncella, pero no será sin que, entre todos, me deis su precio de<br />

vuestro botín. Sería injusto que sólo yo, entre todos los griegos, perdiera lo que me<br />

correspondió en la victoria.<br />

-Noble Agamenón -repuso Aquiles-, eres demasiado ambicioso, sin tener en cuenta que tu<br />

codicia puede perdernos a todos. El botín ganado en las victorias está ya repartido. ¿Cómo<br />

podríamos, ni aun entre todos, darte lo que vale el rescate de la bella Criseida? Devuélvela<br />

ahora, sin condiciones y por el bien de todos, y cuando hayamos rendido los muros de<br />

Troya, te daremos gustosos tres o cuatro veces el valor de la doncella.<br />

Pero Agamenón no atendía a estas razones de Aquiles.<br />

-¿Quieres engañarme, falso, traicionero? -gritó-. ¿Quieres despojarme de lo que es mío,<br />

para no darme luego nada en cambio? Pues bien; si no queréis darme la recompensa que<br />

mi sacrificio merece, yo la tomaré por mi mano, sea de quien sea, y a fe que aquel a quien<br />

quite lo suyo no se sentirá muy complacido.<br />

Aquiles, el de los pies ligeros, se encolerizó al oír estas injustas palabras:<br />

-¡Tu codicia y tu soberbia te pierden, cara de perro! -gritó-. Por vengaros a ti y a tu<br />

hermano Menelao de los troyanos, por ayudaros a vencerlos dejé mi patria, y ahora tú te<br />

atreves a amenazarme con quitarme lo que es mío, lo que he ganado con mis armas y a<br />

fuerza de fatigas. Si éste es el trato que das a tus guerreros, me marcho; no quiero servir<br />

más a tu avaricia.<br />

-¡Vete, si quieres! -le respondió Agamenón, airado-. No faltan en mi ejército otros jefes tan<br />

valerosos como tú y más dóciles a mis mandatos y menos pendencieros y levantiscos.<br />

¡Vete, pues, Aquiles! Pero antes de que te vayas, ya que Apolo me quita a Criseida, la de las<br />

rosadas mejillas, que, a bordo de negra nave, será devuelta a su padre, yo tomaré de tu<br />

tienda a Briseida, la más bella de todas tus esclavas. Veremos si entonces reconoces mi<br />

poder y te atreves a compararte conmigo.<br />

4


Antología de la Ilíada y de la Odisea<br />

Al oír esto, Aquiles se puso furioso, pues amaba a Briseida tiernamente, y además le<br />

excitaban grandemente las bravatas del rey. Desnudó su espada y quiso atacar a<br />

Agamenón, mas he aquí que entonces la diosa Minerva se puso a su lado para calmar su<br />

furor.<br />

-¿A qué has descendido del alto Olimpo, oh hija de Júpiter? -exclamó Aquiles-. ¿Cómo<br />

escuchas el insulto que acaba de inferirme Agamenón y no me permites que lo vengue con<br />

su vida?<br />

-A contener tu furor vengo, Aquiles, predilecto de los dioses -contestó Minerva-. Deténte<br />

y los dioses no tardarán en recompensarte.<br />

-Preciso me es someterme a la voluntad de los dioses -repuso Aquiles, volviendo la espada<br />

a la vaina-. Pero juro por mi cetro que antes fue árbol, tan cierto como que nunca volverá<br />

a ser verde ni a dar frutos, hojas ni raíces, que los griegos han de acordarse de mí, cuando<br />

yo no esté a su lado y ellos caigan a centenares al hierro de los troyanos. Entonces el avaro<br />

Agamenón, que tiene corazón de ciervo y cara de perro, sentirá rabia al recordar que no<br />

supo honrar al más noble y valeroso de todos sus guerreros.<br />

Mientras hablaba de este modo, golpeaba Aquiles la tierra con su cetro bellísimo, adornado<br />

con clavos de oro. El anciano Néstor, como correspondía a su edad avanzada, habló<br />

benévola y elocuentemente, tratando de conciliar los excitados ánimos. Pero Agamenón y<br />

Aquiles estaban demasiado enfurecidos uno contra otro para avenirse a razones, y se<br />

separaron con los corazones llenos de rencor.<br />

En una nave tripulada por el prudente Ulises y por otros guerreros, se embarcó a la bella<br />

Criseida, de las mejillas rosadas, para devolverla a su padre. En la nave iba también un<br />

centenar de reses que debían ser sacrificadas para aplacar la ira del dios Apolo.<br />

Mas Agamenón, contrariado por tener que devolver a la bella esclava, no olvidaba su ira ni<br />

sus amenazas a Aquiles. Apenas la nave en que iba Criseida se hizo a la mar, llamó el rey a<br />

varios de sus heraldos, y les ordenó:<br />

-Id a la tienda de Aquiles, y traedme a Briseida, la más hermosa de sus esclavas.<br />

Como Aquiles era tenido en el ejército griego y a causa de su fabuloso origen, por un<br />

semidiós, y todos le admiraban y le temían, los heraldos no se mostraron muy complacidos<br />

con tal misión. Mas, como el rey lo ordenaba, no tuvieron otro remedio que cumplirla. Se<br />

llegaron a la tienda de Aquiles y se apoderaron de la hermosa, sin que Aquiles se opusiera a<br />

ello. El héroe siguió con los ojos a la bella esclava y a los que la llevaban durante muy largo<br />

rato, y después acercándose al mar, lloró durante una hora, en silencio. Al cabo de ella,<br />

levantó los brazos al cielo en actitud de súplica, y llamó a Tetis, su madre, hija del dios del<br />

mar.<br />

De las aguas en calma se elevó una sutilísima niebla y, tras ella, apareció la diosa, que desde<br />

la profundidad del mar había escuchado la invocación de su hijo.<br />

-¿Qué tienes, hijo mío? -le preguntó con gran dulzura-. ¿Qué pena te aflige hasta el punto<br />

de que así llore el más fuerte de todos los héroes?<br />

Contestó Aquiles:<br />

-Ved, madre, la ofensa que Agamenón, rey de los griegos, me ha inferido; ved si mi orgullo<br />

y mi valor pueden soportarla.<br />

Al oír su relato, Tetis acompañó a su hijo en su amargo llanto. Después habló así:<br />

-No quedará sin castigo la ofensa que se te ha hecho. Yo misma subiré al alto Olimpo y<br />

me abrazaré a las rodillas del propio Júpiter clamando venganza. Mas aun así, ¡ojalá no<br />

hubieras nacido! Porque tu vida será breve.<br />

Despuntaba la aurora cuando la hija del mar se elevó de las profundidades de las aguas<br />

hasta el Olimpo nevado.<br />

-Si alguna vez te he sido grata, ¡oh, Júpiter! -dijo al omnipotente-, escucha mi deseo. Mi<br />

hijo, el semidiós, el héroe de breve vida, ha sido duramente ultrajado por el orgulloso<br />

Agamenón, que le ha privado de su mejor botín. Haz, ¡oh, Júpiter!, que los troyanos<br />

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Antología de la Ilíada y de la Odisea<br />

venzan a los griegos hasta tanto que éstos se inclinen para honrar a mi hijo. ¡Venganza,<br />

poderoso Júpiter, venganza!<br />

Asintió el omnipotente Júpiter bajando su cabeza majestuosa, y Tetis volvió a la<br />

profundidad de los mares. La mente poderosa del dios buscó entonces los medios de<br />

causar los más grandes daños a las naves griegas. Al fin creyó hallarlo enviando a<br />

Agamenón un sueño funesto.<br />

-Ve, pernicioso sueño -dijo a su mensajero-; llega hasta el lugar en que se encuentran los<br />

bajeles de los griegos; entra en la tienda de Agamenón y dile que ordene a los griegos de<br />

larga cabellera el ataque contra Troya, pues éste es el momento propicio para lograr la<br />

victoria.<br />

Dormía Agamenón un sueño profundo. Y he aquí que el sueño enviado por Júpiter llegó<br />

hasta su lecho, y le dictó, traicionero, los consejos que debían perderle. Después, ligero<br />

como una nubecilla, se elevó hasta el Olimpo.<br />

6<br />

CAPÍTULO 3: EL CONSEJO<br />

Despuntaba la aurora apenas cuando Agámenón llamó a sus heraldos de voz sonora para<br />

que convocaran a los griegos a junta. Relató a sus próceres el sueño que Júpiter, engañoso,<br />

le había mandado. Y Néstor se levantó y dijo a los que allí estaban:<br />

-¡Príncipes, capitanes, amigos! Si otro nos relatara tal sueño le creeríamos engañoso y<br />

desconfiaríamos de sus palabras. Pero Agámenón es el más poderoso de los griegos y<br />

debemos obedecerle. Induzcamos a los griegos a que tomen las armas.<br />

Y se les convocó a todos, y acudieron los guerreros, capitanes, príncipes y soldados,<br />

armando un ruido ensordecedor, como de mil enjambres de abejas. Acudieron los que<br />

estaban en las naves; acudieron los que estaban en las tiendas; todos llegaron en tropel al<br />

lugar donde la junta se había convocado. Nueve heraldos tuvieron que imponer silencio a<br />

la multitud para que se oyera a los reyes. Y entonces Agamenón se levantó con el cetro en<br />

la mano y habló de este modo:<br />

-¡Héroes griegos, predilectos de Marte! He aquí que Júpiter me ha envuelto en gran<br />

infortunio, pues me aseguró que destruiríamos la ciudad de Troya y ahora, después de<br />

engañarme tan cruelmente, me ordena levantar el sitio. ¡Qué vergüenza tan grande es,<br />

soldados míos, combatir contra un enemigo menos numeroso y no saber aún cuando<br />

acabará la guerra! Llevamos nueve años delante de estos fuertes muros; los maderos de<br />

nuestras naves están podridos y sus cuerdas deshechas. Volvámonos, pues, a nuestra<br />

patria; volvamos adonde nos aguardan nuestras esposas y nuestros hijos. Dejemos a Troya,<br />

que no caerá nunca en nuestro poder y hagámonos a la mar.<br />

Claro está que esto lo decía Agamenón para probar a sus hombres y saber con cuáles de<br />

ellos podría contar para la lucha, mas los griegos nada deseaban ya tan ardientemente como<br />

regresar a su amada patria y al oir las palabras de su rey todos los corazones se<br />

conmovieron. Dice Homero que los hombres se agitaron como las olas que en el mar<br />

levantan los huracanes al caer impetuosos de las nubes amontonadas por Júpiter, y como el<br />

céfiro mueve con violento soplo un campo de trigo cerniéndose sobre las espigas. Todos<br />

echaron a correr hacia los barcos, todos se dieron mutuamente ánimos y trabajaron<br />

ardientemente en echarlos al mar; sus alegres voces, sus gritos de júbilo por volver de<br />

nuevo a la patria, es fama que llegaron hasta el cielo.<br />

Y al oírlas, dijo la celosa Juno a Minerva la sabia:<br />

-¿Dejaremos que los griegos vuelvan a su patria y que queden sin castigo en Troya Paris y<br />

Helena, por quien tantos griegos han perecido alejados de su tierra y de su familia? Ve,<br />

Minerva, ve y acércate al ejército de los griegos y persuádelos con tu voz suave y prudente,<br />

de que no echen al mar las cóncavas naves.


Antología de la Ilíada y de la Odisea<br />

Y Minerva obedeció a Juno, y volando rápidamente hasta donde se hallaban los bajeles<br />

griegos, colocóse al lado del prudente Ulises, que lleno de pesar permanecía inmóvil al lado<br />

de su negra nave. Y habló así la diosa:<br />

-¿Es posible que los valientes griegos abandonen así esta gran empresa y embarcados en las<br />

naves cóncavas abandonen a los troyanos y dejen sin castigo a Helena, por quien tantos de<br />

los suyos han muerto? Acércate al ejército, y con suave y prudente palabra detén a los<br />

guerreros que quieren marcharse.<br />

Ulises, al escuchar estas palabras, arrojó al suelo su manto y corrió adonde se hallaba<br />

Agamenón. Le pidió su cetro y con él en la mano se dirigió al lugar donde los griegos<br />

empujaban al mar las cóncavas naves. Ante los reyes, los héroes o los capitanes, se detenía<br />

y decía amablemente:<br />

-Cuando pretendes alejarte de este lugar donde sólo la gloria te espera, no conoces las<br />

verdaderas intenciones que han hecho hablar a Agamenón del modo que ha hablado.<br />

Solamente trataba de probarnos y más tarde castigará a los que han querido huir. Corre y<br />

di estas palabras a tus hombres.<br />

Y cuando más allá se encontraba Ulises con un soldado o un hombre del pueblo que<br />

trataba de entrar en los bájeles, golpeándole con el cetro, decía:<br />

-No eres un valiente, sino un hombre débil y cobarde. Deténte, desgraciado, y no huyas;<br />

cumple quedándote en Troya la verdadera voluntad de Agamenón.<br />

Era Ulises el más prudente de todos los guerreros de Grecia, y su palabra era escuchada y<br />

acatada por todos. Todos, pues, le hicieron caso, y el rumor de tantos hombres al volver<br />

hacia tierra fue como el de las olas del Mar estruendoso cuando va a morir sobre la playa.<br />

Sin embargo, hubo quien protestó de la contraorden; fue éste Tersicles, un hombre feísimo,<br />

bizco y cojo, jorobado y con la cabeza puntiaguda y calva. Era, además, deslenguado y<br />

gritó de este modo insultando a Agamenón:<br />

-Tú quieres permanecer aquí, ¡oh cobarde!, porque tienes seguramente tus tiendas llenas del<br />

botín que entre todos hemos recogido y ansías todavía más oro; y vosotros, hombres sin<br />

dignidad, que más parecéis mujeres que griegos valerosos, ¿por qué no seguís el camino<br />

emprendido? ¡Volvamos a nuestra amada patria y dejemos aquí a Agámenón, ese hombre<br />

codicioso que ha sido capaz de ofender al mismo Aquiles, el héroe más grande de todos<br />

nosotros, por arrebatarle un botín que era suyo y que Agamenón todavía retiene!<br />

Al oír estas violentas palabras, el prudente Ulises castigó duramente al mísero Tersicles,<br />

dándole un fuerte golpe en los hombros. Los que le rodeaban riéronse al ver la horrible<br />

mueca de su rostro y el cardenal que apareció en el lugar donde el áureo cetro golpeara, y<br />

todos dijeron:<br />

-De cuantas cosas meritorias ha hecho Ulises, ninguna tanto como hacer callar a este<br />

insolente que se atreve a dirigir insultos a los propios reyes.<br />

A todo esto, la diosa Minerva había tomado la figura de un esbelto heraldo y estaba<br />

colocada al lado de Ulises. Y el heraldo maravilloso impuso silencio a la multitud para que<br />

todos pudieran escuchar la palabra del héroe prudente. Habló Ulises así:<br />

-¡Oh gran Agamenón, rey de los griegos, no permitas que te cubran de ignominia los que<br />

debían ayudarte en tu tarea de destruir la fuerte ciudad de Troya! Esto fue lo que te<br />

prometieron al venir, y ahora, como mujeres o como niños, lloran su suerte y sólo desean<br />

volver a su patria. Natural es su deseo pues que llevamos nueve años ante la ciudad, mas<br />

por esto mismo sería más bochornoso después de tanto tiempo volvernos como hemos<br />

venido, sin lograr nuestro objeto. Que todos tengan paciencia y Troya será tomada. ¿Quién<br />

no recordará el gran portento que nos anunció la victoria cuando emprendimos la ruta<br />

hacia Troya?<br />

Y entonces Ulises, con su clara y prudente palabra, relató de nuevo la maravilla. Recordó<br />

cómo, mientras ante los altares ofrecían los griegos sacrificios a sus dioses en un lugar en<br />

que habla una fuente y un hermoso plátano, de pronto un horrible dragón rojo salió de<br />

7


Antología de la Ilíada y de la Odisea<br />

debajo del altar y saltó al árbol. Y he aquí que en una de las ramas del plátano había un<br />

nido de gorriones; la madre, amorosa, extendía sus alas sobre ocho débiles polluelos. Al<br />

caer el dragón sobre el árbol los pajarillos lanzaron gritos lastimeros y la fiera alimaña se los<br />

tragó uno tras otro devorando a la madre también. Mas así que el dragón se hubo comido<br />

el ave y los polluelos, se obró un prodigio, que fue que el dragón se convirtió<br />

inmediatamente en piedra. Entonces el adivino Calcas exclamó:<br />

-Es Júpiter quien nos avisa con este prodigio, que así como el dragón devoró a los<br />

polluelos y a su madre, o sea a los nueve pajarillos, nosotros combatiremos nueve años en<br />

Troya y al décimo será nuestra la fuerte ciudad.<br />

Todo esto recordó Ulises y al acabar su discurso todos los griegos le aplaudieron y ya<br />

ninguno pensó en alejarse de Troya. Agámenón les dijo entonces:<br />

-Preparaos para el combate, afilad las lanzas, disponed los escudos, dad pienso a los<br />

caballos y arreglad los carros. Y el que voluntariamente quiera quedarse en las naves presto<br />

a partir, que se disponga a la muerte, pues su cuerpo será pasto de los perros hambrientos y<br />

de las aves de rapiña.<br />

La gritería de los griegos al aclamar a Agámenón después de oír sus palabras, semejaba el<br />

bramido de las olas al romper furiosas contra la fuerte roca que avanza sobre el mar. Y<br />

todos fueron a hacer los preparativos por su rey ordenados.<br />

En tanto, Agamenón, haciendo sacrificios al poderoso Júpiter, oró con estas palabras:<br />

-Potente Júpiter, dios de las tempestades, ¡que no se ponga el sol ni la noche llegue sin que<br />

yo haya destruido y entregado a las llamas el palacio de Príamo! Que a mi paso se<br />

incendien las puertas, que mi lanza destroce la coraza de Héctor y atraviese su pecho; que<br />

sus compañeros caigan sobre la tierra y muerdan el polvo al empuje de los griegos<br />

valerosos e invencibles.<br />

Éste fue el ruego de Agamenón, pero Júpiter no quiso que se cumpliera.<br />

8<br />

CAPÍTULO 4: PARIS Y MENELAO<br />

Los heraldos de Agamenón pregonaron a una la orden de que los griegos se reunieran cerca<br />

de las naves. Ya enardecidos los guerreros sentían más placer en prepararse al combate del<br />

que hubieran sentido al volver a su patria, por el sol dorada. Entre ellos iba la diosa<br />

Minerva, la de los verdes ojos brillantes, dándoles ánimos y templando sus corazones para<br />

la lucha. Las armaduras de bronce de los soldados que avanzaban, avanzaban sin cesar,<br />

brillaban como el resplandor de un incendio al propasarse por las vastas selvas, en la<br />

cumbre de la montaña, y la hueste numerosa afluía de las naves y las tiendas hacia la llanura<br />

del mismo modo que los cisnes de largo cuello vuelan en numerosas bandadas sobre la<br />

pradera. Bajo los pies de los guerreros y de los caballos retumbaba la tierra<br />

terrorificamente. Eran tantos los griegos que entraban en batalla, como las hojas de las<br />

flores que en los prados crecen.<br />

Avanzaban los guerreros griegos, avanzaban en grave silencio. Los troyanos en cambio<br />

gritaban como las grullas cuando huyen del frío y de la lluvia sobre el océano alborotado.<br />

Y al fin los dos ejércitos, aproximándose cada vez más, llegaron a estar el uno frente al<br />

otro. Paris, el bello doncel que robó el corazón de Helena y la apartó del amor de Menelao<br />

su esposo y la hizo olvidar el cariño a su hija, iba delante de los troyanos, tan bello que<br />

parecía un dios. De sus hombros colgaba una piel de leopardo; llevaba también colgado de<br />

ellos el arco y la espada, y blandiendo con sus manos dos lanzas agudas, desafiaba a los<br />

jefes griegos a que salieran a combatir con él. Al frente de los griegos iba Menelao, que, al<br />

ver llegar a Paris al frente de sus tropas, se regocijó como el león al divisar un robusto<br />

ciervo al que va a hacer su presa. Imagino que era aquél el momento de castigar a su


Antología de la Ilíada y de la Odisea<br />

mortal enemigo, al que le había robado a su esposa, y saltó de su carro llevando en la mano<br />

sus potentes armas.<br />

Mas he aquí que Paris, el hermoso Paris de la piel de leopardo, el irresistible Paris, bello<br />

como un dios, al ver avanzar a Menelao, sintió miedo, y retrocedió a esconderse entre sus<br />

amigos. Héctor, hermano de Paris, y el más valiente de los troyanos, al advertir el temor de<br />

su hermano, le reprendió así:<br />

-¡Ojalá no hubieras nacido, miserable Paris, de la hermosa figura y el rostro seductor; no<br />

serías entonces vergüenza de los tuyos! Tu hermoso aspecto te hace parecer un héroe,<br />

pero al advertir que no lo eres los griegos se burlan de ti y de nosotros. ¿Para qué, siendo<br />

un cobarde, surcaste el mar en ligera nave y robaste en tierras lejanas a la bella mujer de<br />

hermosura funesta? Pues que lo hiciste, espera ahora a pie firme a Menelao. Ya que tu<br />

cítara, tu rostro hermoso, tu cabello dorado y todos los dones que te otorgó Venus, de<br />

nada han de servirte cuando ruedes sobre el polvo, vencido. Si los troyanos no fueran unos<br />

cobardes, ya te habrían lapidado como causante de todos sus males.<br />

Entonces Paris, sobreponiéndose al temor, contestó a su hermano:<br />

-Yo no escogí, valiente Héctor, los dones que me otorgó la adorada Venus y no debes, por<br />

tanto, reprochármelos tan duramente. Si quieres que luche y que combata, detén a los<br />

troyanos, haz que sean detenidos los griegos y yo solo combatiré con Menelao por Helena<br />

y por sus riquezas, y que el vencedor se lleve mujer y tesoros. Entonces podrán ambos<br />

ejércitos jurarse paz y amistad, permaneciendo nosotros en Troya y volviendo los griegos a<br />

su amada patria.<br />

Apenas escuchó Héctor estas palabras, corrió gozoso con la lanza en la mano al espacio<br />

libre que quedaba entre los dos ejércitos, ordenando a sus tropas que permanecieran<br />

quietas. Los griegos, al verle avanzar, creyendo sin duda que iba a atacarles, le dispararon<br />

copiosa lluvia de flechas, de dardos y de piedras. Pero Agamenón les contuvo, gritándoles<br />

con energía:<br />

-Griegos: deteneos. Sin duda Héctor, el del tremolante casco, va a decirnos algo<br />

importante.<br />

Y Héctor, siempre en la faja de tierra libre de combatientes, repitió, de modo que todos<br />

pudieran oírle, las palabras de Paris.<br />

Contestó Menelao:<br />

-Muchos son los males que hemos padecido, todos por la traicionera acción de tu hermano.<br />

Mas hora es ya de que termine esta guerra cruel. Peleemos, por tanto, los dos, y que<br />

perezca aquel a quien los dioses tengan destinada la muerte. Sacrifiquemos a Júpiter un<br />

cordero, y que Príamo, rey de Troya, sancione nuestro juramento para que sus hijos no lo<br />

quebranten.<br />

Y fueron despachados dos heraldos con la misión de ir en busca de Príamo y de llevar al<br />

lugar del combate los corderos destinados al sacrificio. Los combatientes de uno y otro<br />

pueblo, sentían inmensa alegría al pensar que pronto iba a acabarse la guerra. Mas he aquí<br />

que Helena, la más hermosa de todas las mujeres del mundo, se hallaba en el salón del<br />

palacio de Príamo entretenida en tejer un gran tapiz purpúreo en el que se representaban<br />

numerosas escenas y batallas en las que tomaban parte troyanos y griegos. Y la mensajera<br />

de Juno, acercándose a ella sigilosa y traidora, le dijo:<br />

-Ven, querida. Ven a presenciar una cosa admirable. Verás cómo los que hace poco<br />

combatían con furia de leones, ahora permanecen inmóviles con las picas ociosas clavadas<br />

en el suelo y reclinados en los fuertes escudos. Paris y Menelao van a combatir por ti,<br />

solos, con sus agudas lanzas; el vencedor te llamará su muy amada esposa.<br />

Al oír las palabras de la mensajera, el corazón de Helena, dormido desde largo tiempo,<br />

despertó al dulce recuerdo de su anterior esposo Menelao, de su dulce hija Hermiona, de su<br />

bella patria y de sus amantísimos padres. Y a este recuerdo abundantes lágrimas inundaron<br />

sus dulces mejillas.<br />

9


Antología de la Ilíada y de la Odisea<br />

Anhelante, deseosa de presenciar el combate, cubrió su rostro con tupido velo y se dirigió,<br />

seguida de dos de sus doncellas, al lugar donde se hallaban, uno frente a otro, los dos<br />

ejércitos.<br />

Mas he aquí que a las puertas de palacio estaban sentados el rey Príamo y otros prudentes<br />

ancianos a quienes su extrema vejez no permitía entrar en combate. Príamo llamó a Helena<br />

y le dijo:<br />

-Ven acá, amada hija, y, sentada a mi lado, verás a tu anterior esposo, a tus parientes y a tus<br />

amigos de otros tiempos. Tú no tienes la culpa de que los dioses te hayan elegido por<br />

causa de esta guerra cruel.<br />

Pero los otros ancianos, admirando la mucha hermosura de Helena, murmuraban entre sí,<br />

diciendo:<br />

-No es extraño que griegos y troyanos pierdan sus vidas por semejante belleza. Más<br />

valdría, sin embargo, que se volviera a su patria antes de que por su culpa se maten todos<br />

nuestros hijos.<br />

La hermosa iba diciendo a Príamo los nombres de los valientes guerreros que combatían, a<br />

los cuales, despierto ya en ella el recuerdo, conocía perfectamente. Y así le mostró a<br />

Agamenón, a Ulises y a otros muchos guerreros de gran estatura y apariencia imponente,<br />

mientras los contemplaba lágrimas abundantes seguían resbalando por sus mejillas.<br />

Cuando se hubo cumplido a Júpiter el sacrificio de los carneros, cuando Príamo y<br />

Agámenón hubieron jurado la tregua de los dos ejércitos en tanto que Paris y Menelao<br />

combatieran, Príamo volvió a la ciudad.<br />

-Regreso con gusto a Troya -dijo-, no podría ver a mi hijo combatir con el fuerte Menelao<br />

pues sólo Júpiter y los dioses inmortales saben a cuál de ellos reserva el destino la muerte.<br />

Héctor y Ulises, un héroe de cada ejército, señalaron el espacio en que el combate debía<br />

realizarse. Después Héctor echó en su casco de bronce dos suertes que representaban la de<br />

Paris y la de Menelao; a la que antes saltara, correspondería arrojar primero su lanza de<br />

bronce. Agitó el héroe el casco con fuerza y salió una suerte: era la de Paris.<br />

Y avanzó el héroe troyano vestido con armadura soberbia. Las grebas de sus piernas iban<br />

ajustadas con broches de plata; cubría su cabeza un casco hermosísimo con largo penacho<br />

de crin de caballo... De su hombro colgaba una fuerte espada de bronce con clavos de<br />

plata; a su pecho se ceñía un hermoso, fortísimo escudo, y su brazo potente asía una<br />

enorme lanza.<br />

Menelao iba también majestuosamente vestido y poderosamente armado, y al hallarse uno<br />

frente a otro, ambos blandieron las lanzas. Siguiendo su suerte, Paris fue el primero en<br />

arrojar la suya, que chocó contra el escudo de Menelao, sin romperlo. Tocaba entonces el<br />

turno de herir, a su vez, al rey griego. Antes de hacerlo, sin embargo, alzó los ojos al cielo<br />

diciendo:<br />

-¡Poderosísimo Júpiter, permite que castigue a Paris para que así los hombres que vendrán<br />

tras nosotros no caigan en la tentación de ultrajar a aquel que los haya hospedado dándoles<br />

el nombre de amigos!<br />

Arrojó su larga lanza y atravesó con ella el escudo de su enemigo. Clavóse el arma en la<br />

coraza y rasgó la túnica del bello Paris a la altura del muslo, mas Paris, inclinándose, escapó<br />

de la muerte. Enfurecido Menelao, desenvainó entonces su espada de bronce, descargando<br />

un fortísimo golpe sobre el casco del doncel; mas la espada se rompió, cayéndose de la<br />

mano del rey griego.<br />

Increpó entonces Menelao a los dioses:<br />

-¡Cruelísimo Júpiter!, ¿por qué permites que arroje en vano mi lanza, por qué rompes mi<br />

espada?<br />

Y precipitándose sobre Paris, le cogió por el casco adornado de crines y le arrastró hacia el<br />

ejército griego. La rica correa que sujetaba el casco del doncel por debajo de la barba, le<br />

ahogaba a la presión que de ella hacía Menelao al tirar. Y el héroe de los troyanos, el raptor<br />

10


Antología de la Ilíada y de la Odisea<br />

de Helena, estuvo a punto de morir allí vergonzosamente. Mas Venus, protectora del bello<br />

doncel, peleaba invisible a su lado y rompió la correa del casco, que quedó vacío en las<br />

manos de Menelao, quien, tirándolo a los griegos para que lo cogieran y se lo llevaran en<br />

calidad de rico trofeo, tomó una segunda lanza, disponiéndose a matar a su enemigo.<br />

Y lo hubiera logrado a no ser por que Venus, astuta, envolvió al doncel en nube densísima<br />

y arrebatándolo del campo de batalla se lo llevó consigo. En vano Menelao, cada vez más<br />

furioso, se revolvía contra la muchedumbre buscando a Paris y creyendo que los troyanos<br />

lo habían ocultado. Inútil es decir que ninguno de ellos se sentía culpable de traición<br />

tamaña.<br />

Agamenón entonces dijo:<br />

-Aunque no se encuentra al impío, no puede dudarse que la victoria es de Menelao.<br />

Devolvednos, pues, troyanos, a Helena, y a sus tesoros.<br />

Y oyendo estas palabras, todos los griegos aplaudían.<br />

Mas, a todo esto, Juno y Minerva desde la altura del Olimpo contemplaban la batalla. Y se<br />

sentían contrariadas al pensar que podía terminarse la guerra sin que Paris fuera duramente<br />

castigado.<br />

Cual brillante estrella que atraviesa el espacio azul dejando luminosa estela, precipitóse la<br />

sabia Minerva desde el alto Olimpo a la tierra. Transformada en apuesto guerrero cayó en<br />

mitad del campo troyano, y allí buscó a Pándaro, el más valiente y el más hábil de todos los<br />

arqueros, y susurró a sus oídos estas insinuantes palabras:<br />

-¿Por qué no te atreves, valiente Pándaro, a disparar una flecha veloz que dé a Menelao<br />

muerte certera? Si así lo hicieras, alcanzarías la mayor gloria entre los troyanos y la<br />

recompensa de Paris sería espléndida.<br />

Estimulado Pándaro en su amor propio y en su vanidad, cogió el pulido arco construido<br />

con las astas de un buco, muerto por él mismo en las montañas, y ajustado y pulido y<br />

adornado con anillos de oro por hábil artífice. Buscó una flecha nueva, y tendiendo el arco<br />

soltó la cuerda e hizo seguir rapidísima a la flecha la dirección del corazón del rey griego.<br />

Mas he aquí que Minerva desvió con su mano la flecha, y la saeta fue a clavarse en los<br />

anillos de oro que sujetaban el cinturón del rey. No obstante, desgarró su piel y de la<br />

herida brotó abundante sangre. Agamenón se estremeció, y, según la astuta diosa se habla<br />

propuesto, al ver la traición de que era objeto su hermano, recorrió sus huestes enfurecido:<br />

-¡Volved otra vez a las armas, valerosos griegos! ¡Es preciso castigar a los troyanos por<br />

haber quebrantado el juramento de paz que antes nos hicieron! No temáis, que los dioses<br />

no pueden proteger al traidor y esta vez caerán muertos ante nosotros.<br />

En tanto, un hábil médico reconocía la herida, chupaba la sangre y aplicaba sobre ella<br />

plantas medicinales.<br />

11<br />

CAPÍTULO 5: LAS HAZAÑAS DE DIOMEDES<br />

Volvían de nuevo con gran furor los griegos a prepararse para la batalla. Algunos, sin<br />

embargo, que habían acariciado la idea de que terminase la cruenta guerra, mostrábanse<br />

perezosos. Y Agamenón, lo mismo si eran capitanes, reyes o jefes que simples soldados,<br />

les dirigía coléricas y enérgicas palabras. Así llegó ante Diomedes y le vio temblar.<br />

Como era aquél uno de los más valientes guerreros del ejército griego, Agamenón le<br />

increpó con creciente furia.<br />

-¿Por qué tiemblas así? -le dijo-. ¿No te acuerdas de tu padre, que fue siempre el primero en<br />

las batallas? ¡Lástima grande es que su hijo en vez de igualarle, sólo hablando le aventaje!<br />

Al oír estas duras palabras, Diomedes guardó respetuoso silencio. Mas uno de los soldados<br />

que se hallaban cerca, rebelándose ante la injusticia, contestó, indignado, al poderoso<br />

Agamenón:


Antología de la Ilíada y de la Odisea<br />

-¿Por qué, Agamenón, mientes a sabiendas? Bien hemos probado ser más valientes que<br />

nuestros padres, pues tomamos la ciudad de Tebas con menos soldados de los que en la<br />

misma empresa emplearon ellos.<br />

Pero Diomedes interrumpió su discurso.<br />

-Deber del valiente Agamenón es animar a sus soldados antes de que entren en combate,<br />

amigo -le dijo-; y nuestro deber no es hablar para alabarnos, sino demostrar nuestro valor<br />

con nuestras obras.<br />

Y, esto diciendo, saltó al suelo desde el carro donde se hallaba, y fue el choque de su<br />

armadura al saltar como el ruido de un edificio al desplomarse. Y otra vez las huestes de<br />

uno y otro bando se prepararon al combate y avanzaron como las grandes olas impelidas<br />

por el viento. Desde el campo de los troyanos elevábase también una inmensa gritería. Y<br />

entre los hombres que peleaban por Troya combatía Marte, el dios de la guerra,<br />

ayudándolos con su esfuerzo y poder, mientras entre las filas de los griegos luchaba<br />

Minerva, a quien acompañaban el Terror, la Fuga y la Discordia. Y fue verdaderamente un<br />

encuentro horrible el de los dos ejércitos. Lanzándose unos combatientes contra otros,<br />

parecían lobos furiosos; la tierra se teñía de roja sangre y la muerte reinaba en todas partes.<br />

El ruido del chocar de las armas, de los caballos al avanzar, de los hombres al caer, de los<br />

gritos de guerra y los gemidos de agonía, semejaba en conjunto al del torrente que se<br />

despeña por los montes para reunir sus aguas espumosas en las profundidades del valle.<br />

Y cayeron muchos y muy altos héroes; cayeron como árboles que derriba el hacha del<br />

leñador. Juntos, abrazados, revueltos, yacían amigos y enemigos sobre la parda tierra.<br />

Minerva, deseando infundir valor a los suyos para que así lograran la definitiva victoria<br />

contra Paris y los troyanos, inspiró a Diomedes el más grande valor, la más loca audacia.<br />

De su casco y de su escudo surgían llamas brillantes que hacían que todos le siguieran<br />

como un refulgente astro.<br />

Y he aquí que entre los troyanos, en un mismo carro, iban dos hermanos tan nobles y<br />

poderosos como valientes y hábiles guerreros. Deseosos de gloria y viendo que era<br />

Diomedes el enemigo que más hazañas realizaba, se dispusieron a atacarlo, para lo cual se<br />

separaron de los suyos. El héroe, tocado por la inspiración de la diosa, les aguardaba a pie<br />

firme. Y ellos llegaron frente a él y uno de los hermanos le arrojó una flecha. Pero no le<br />

hirió y en cambio Diomedes, disparando a su vez, tuvo la suerte de atravesarle el pecho.<br />

Cayó el poderoso troyano del carro a tierra, mientras su hermano, temeroso de aquél el<br />

héroe invencible, huyó abandonando su lujoso carro. Diomedes entonces se apoderó de<br />

los soberbios corceles, así como también de las riquezas que en el carro había, y las entregó<br />

a sus compañeros como legítimo botín de guerra.<br />

Entonces Minerva, viendo que la victoria se aproximaba a los suyos, y temerosa de que el<br />

dios Marte quisiera a su vez dar a los por él protegidos cumplido desquite, le llamó a su<br />

lado, y haciéndole sentar en la fresca hierba, a la orilla del río Escamando, le habló de este<br />

modo:<br />

-Dejemos que griegos y troyanos combatan libremente, y sea el propio Júpiter quien dé la<br />

victoria a quien más lo merezca.<br />

Seguían los dos ejércitos luchando con braveza (el eco de aquella lucha llega todavía a<br />

nuestros oídos); la tierra temblaba y estremecíase el cielo. Diomedes, como furioso<br />

torrente, penetraba entre las filas de los troyanos sin que obstáculo alguno se lo impidiera.<br />

Mas he aquí que Pándaro, el fuerte y valeroso arquero troyano, viéndole acercarse tendió su<br />

arco para dispararle una flecha que le atravesó el hombro cubriendo su vestidura de sangre.<br />

Y enseguida al ver la roja mancha en la loriga del griego, gritó con enérgica voz a los suyos:<br />

-¡Atacad ahora, bravos troyanos; el más fuerte de los griegos ha sido herido por mi mano y<br />

pronto morirá a causa de la saeta que le clavó mi arco!<br />

12


Antología de la Ilíada y de la Odisea<br />

Oyendo estas jactanciosas palabras, Diomedes temblaba de cólera. Ordenó al auriga de su<br />

carro que le arrancase la flecha del hombro, y la sangre manó de su herida a raudales.<br />

Diomedes gritó entonces invocando al cielo:<br />

-¡Gloriosa Minerva, tú que tantas veces protegiste en la batalla a mi valeroso padre, haz que<br />

el hombre que me ha herido reciba de mi mano la muerte!<br />

Entonces la diosa, que no se hallaba lejos de allí, se acercó en forma de guerrero al héroe y<br />

susurró a su oído estas palabras:<br />

-¡Ten valor, que tu ruego ha sido escuchado! Si en la batalla encuentras a alguno de los<br />

dioses, no te atrevas a herirlo, mas si se presentara Venus, atácala con tu fuerte lanza.<br />

Volvió de nuevo al combate Diomedes y, a pesar de la tremenda herida, mostró aún más<br />

valor y más furia que antes. Parecia un león cuando se revuelve contra la mano que le<br />

hirió. Y muchos valientes guerreros cayeron al empuje de su lanza.<br />

Entonces Eneas, de quien se dice que era hijo de un guerrero mortal y de la diosa Venus y a<br />

quien se consideraba como a uno de los más valerosos capitanes del ejército troyano, fue a<br />

buscar a Pándaro y le dijo:<br />

-¿Cómo no te atreves a matar a un hombre que así destroza nuestras huestes? Monta en mi<br />

carro. Toma el látigo y las riendas y yo a tu lado combatiré contra Diomedes.<br />

Pero Pándaro no quiso prestarse a tal oficio y dijo así a Eneas:<br />

-Coge más bien tú las riendas para guiar a los corceles, pues si éstos escucharan mi voz,<br />

como no la conocen, podrian desbocarse. Conduce tú, pues, el carro y sea yo quien<br />

combata contra el temible griego.<br />

El auriga de Diomedes, que vio llegar el carro de Eneas y vio al certero Pándaro<br />

preparando ya dentro de él el terrible arco para herir a su enemigo, habló así al guerrero:<br />

-Subamos al carro, Diomedes, y retirémonos del combate, pues esos dos poderosos<br />

guerreros vienen sin duda a atacarte. Ten cuenta que estás gravemente herido y sé<br />

prudente.<br />

-Calla -contestó Diomedes furioso-, hasta el momento de mi muerte no he de abandonar la<br />

contienda. Minerva permitirá que les dé muerte a los dos, mientras tú coges los caballos de<br />

Eneas y los entregas a los griegos, pues en verdad te digo que serán el mejor botín que<br />

alcanzar pudiéramos.<br />

A todo esto, Pándaro, dejando a un lado el arco, blandió su fuerte lanza de bronce y la<br />

arrojó a Diomedes.<br />

-¡Te ha herido mi lanza y no vivirás mucho tiempo! -gritó Pándaro.<br />

-Te equivocas -contestó Diomedes.<br />

Y al tiempo que pronunciaba estas palabras, arrojó a su vez la terrible lanza contra su<br />

enemigo, atravesando los dientes y la lengua de Pándaro, quien cayó de su carro. El ruido<br />

de sus armas al choque contra el suelo fue verdaderamente espantoso. Eneas, al ver a su<br />

compañero vencido, saltó de su carro también y se dispuso a defender el cadáver de su<br />

amigo con furia terrible.<br />

Pero a todo esto Diomedes, cogiendo una piedra enorme, la arrojaba contra Eneas, al que<br />

hirió en el muslo. Rompióse el hueso, destrozóse la carne y el héroe cayó de rodillas al<br />

suelo. Allí habría perecido, mas he aquí que Venus, al ver en peligro a su hijo, bajó al lugar<br />

donde se hallaba y lo envolvió en su dulce manto. Apenas Diomedes hubo visto a Venus,<br />

recordó el consejo de Minerva, su protectora. Saltando de su carro ágilmente, corrió en<br />

persecución de la diosa y aun llegó a herirla en una muñeca. Lanzó Venus un grito<br />

espantoso, y en aquel momento, Apolo, que presenciaba el combate, se la llevó rodeada de<br />

transparente nube. Diomedes, libre de su enemiga, se lanzó de nuevo contra Eneas, pero<br />

esta vez era Apolo quien defendía al héroe.<br />

Una, dos, tres veces estuvo Diomedes a punto de dar muerte a su enemigo; una, dos, tres<br />

veces, el dios lo salvó, rechazando al griego.<br />

Admirábase Diomedes de la resistencia de Eneas, cuando oyó una voz que le decía:<br />

13


Antología de la Ilíada y de la Odisea<br />

-¡Cuidado, Diomedes! ¿Quién eres tú para atreverse a luchar con los dioses?<br />

Y Diomedes, oyendo estas terribles palabras, comprendió que era el mismo Apolo quien<br />

las pronunciaba y recordando las palabras de Minerva y su prudente consejo, bajó la lanza y<br />

retrocedió.<br />

Y he aquí que a un tiempo luchaban los guerreros griegos y troyanos y los mismos dioses<br />

del Olimpo. Minerva y Juno combatían a favor de los griegos; Marte y Apolo protegían a<br />

los troyanos. Y la palabra siempre sabía y elocuente de Minerva excitaba a los griegos a que<br />

siguieran el combate sin decaer un momento.<br />

Hallábase junto a su carro Diomedes, curándose las cruentas heridas, y Minerva le habló<br />

así:<br />

-¡Eres indigno de tu padre, guerrero! Aquél combatía solo y conservaba su espíritu<br />

valeroso. Tú, a quien los mismos dioses ayudan, te dejas vencer por el temor, por el miedo<br />

y el dolor de las heridas.<br />

Diomedes, pesaroso al escuchar las palabras de su protectora, contestó altivamente:<br />

-No temo al dolor, ni a la muerte, ni a la fatiga, ni a las flechas de los enemigos; pero he<br />

recordado que tú misma me aconsejaste que no peleara contra los dioses, a excepción de<br />

Venus, y ahora Venus ha desaparecido y veo que el mismo Marte conduce a los troyanos.<br />

Sólo por esto me he retirado de la pelea.<br />

-¡No temas a nadie, Diomedes! No temas ni a los mismos dioses; confía en mi ayuda y guía<br />

tu carro hacia Marte. No respetes al dios que no ha sabido cumplir la promesa que me hizo<br />

de combatir contra los troyanos.<br />

Y para prestar mayor valor, más grande audacia al guerrero, ocupó el lugar del auriga de<br />

Diomedes, cogió las riendas en su mano y guió el carro hacia el lugar donde Marte se<br />

hallaba combatiendo entre los de Troya. El carro que la diosa guiaba sembraba su camino<br />

de cadáveres. Al llegar ante los fieros caballos de Marte, el dios, cada vez más enardecido<br />

por la osadía de Diomedes, arrojó contra éste, con brazo potente, su lanza de bronce. Mas<br />

he aquí que Minerva, cogiéndola en el aire, la desvió. Fue entonces Diomedes quien a su<br />

vez arrojó su lanza a Marte, y Minerva la dirigió sabiamente para que hiriera al propio dios<br />

de la guerra.<br />

El grito que lanzó Marte al sentirse por primera vez herido, atronó la tierra e hizo retemblar<br />

el cielo. Fue como si un millón de hombres que se hallaran combatiendo, clamaran a un<br />

tiempo. Envuelto en una nube roja, el dios ascendió hasta el Olimpo.<br />

14<br />

CAPÍTULO 6: EL COMBATE DE HÉCTOR<br />

El hermano de Paris, el hermoso Héctor predilecto de los dioses, retiróse por un momento<br />

del campo de batalla para ir a la ciudad a dar un beso a su amada esposa y a su tierno hijito.<br />

Al pasar por las puertas de Troya, los ancianos, las mujeres y los niños le rodeaban para<br />

preguntarle qué suerte habían corrido sus hijos, sus esposos, sus padres, y quién llevaba<br />

trazas de vencer en la cruenta batalla. Y él les decía:<br />

-Rogad por todos a los dioses, que hoy será día de desgracia para muchos.<br />

Entró Héctor en su palacio empuñando todavía su magnífica lanza de bronce y, al<br />

encontrar en él a Paris, que acompañado de Helena probaba sus armas en una de las lujosas<br />

estancias, le increpó furioso:<br />

-Mientras nuestros hombres mueren por tu culpa en el campo de batalla, tú te recreas en la<br />

ociosidad. ¡Vuelve al combate si temes la cólera de los dioses y el desprecio de los hombres!<br />

Y Paris contestó:<br />

-Ya ves que estoy probando mis armas para prepararme al combate. Contigo iré, pues mi<br />

misma esposa me insta a ello.


Antología de la Ilíada y de la Odisea<br />

Entonces fue cuando Helena lloró más amargamente su funesta belleza y lamentó no haber<br />

muerto el mismo día que nació.<br />

-Sin duda Júpiter nos reservó tan triste suerte -dijo- para que un famoso poeta venidero<br />

cante nuestros dolores y vuestras hazañas.<br />

Habló Héctor así:<br />

-En vez de lamentarte, hermosa Helena, será mejor que animes a Paris, para que en mi<br />

compañía vuelva al combate. Y en tanto, déjame que busque a mi amada esposa y a mi<br />

tierno hijito, pues quiero despedirme de ellos, ya que es fácil que no los vuelva a ver.<br />

Mas Andrómaca, la tierna esposa de Héctor, no se hallaba ciertamente en el palacio<br />

bordando tapices como la extranjera Helena. Terriblemente ansiosa por saber la suerte que<br />

su amado esposo había podido correr, iba de un lado de la ciudad para otro llevando en a<br />

sus brazos a su hijito y apresurándose a llegar a las murallas para contemplar desde allí la<br />

horrible batalla. Largo rato corrió Héctor por las calles de Troya tratando de encontrarla.<br />

Al fin, cerca ya de las puertas, la vio correr a su encuentro. Cogiéronse de las manos los<br />

esposos, y Héctor quiso besar a su hijo, el pequeño Astianacte, a quien llamaban así por<br />

significar esta rara palabra «rey de la ciudad», pues debe saberse que en aquellos largos<br />

nueve años en que Troya resistía el sitio de los griegos, solamente soportaba el terrible<br />

empuje a causa del valor de Héctor.<br />

Y he aquí que el niño, al acercársela su padre para besarle, asustado del penacho de crines<br />

que caía del casco del guerrero, atemorizado también ante el feroz aspecto que la armadura<br />

le daba, gritó ocultando la carita en el hombro de su madre. Y, por un momento olvidados<br />

del horror de la guerra, Héctor y Andrómaca, padre y madre, reconcentrado toda su ternura<br />

en el hijo, se echaron a reír de la mejor gana ante el susto del pequeñín. Quitóse Héctor el<br />

casco, púsolo en el suelo y entonces besó a su amado hijito, que le tendía sus brazos con<br />

amor.<br />

Pero Andrómaca, disipada ya la sonrisa de su bello rostro, lamentábase de nuevo de su<br />

triste suerte.<br />

-¡Desgraciado Héctor, desgraciado esposo –clamaba- ¿Cómo no tienes piedad de tu hijo ni<br />

de mí? ¿Cómo no ves que tu ciego valor pronto me dejará viuda? Más que perderte<br />

quisiera que me tragara la tierra, pues estoy sola en el mundo, ya que mi padre fue muerto<br />

por el divino Aquiles en el sitio de Tebas y mis siete hermanos perecieron también al<br />

empuje de su fuerte brazo. Tú eres a un tiempo mi padre y mi madre, mi hermano y mi<br />

esposo. ¡Ten compasión de tu mujer y de tu niño; no le dejes a él huérfano y a mí viuda!<br />

-Tus quejas me parten el corazón, mujer -repuso Héctor-, mas si huyera en la batalla como<br />

un cobarde, la misma vergüenza me mataría. He sabido ser valiente, y peleando en primera<br />

fila he mantenido la gloria de mi padre y la mía. Así continuaré hasta que Troya caiga en<br />

poder de los enemigos, lo que presiento será pronto. Que la desgracia de mis hermanos, de<br />

mis padres y de mis amigos, no me importa como la tuya. El alma se rompe cuando te<br />

imagino convertida en esclava de otra mujer, empleada en humildes menesteres, alejada de<br />

tu patria, yendo a buscar agua, tejiendo, o lavando en la Argos lejana. ¡Ojalá cubra la tierra<br />

mi cuerpo antes que pueda presenciar semejante desdicha!<br />

Con el bello rostro bañado en lágrimas, Andrómaca escuchó estas palabras de su esposo y<br />

en silencio estrechó al niño contra su seno.<br />

Héctor, levantando los ojos al cielo, suplicó así a los dioses:<br />

-Oh, poderoso Júpiter, haz que mi hijo sea tan valeroso guerrero que, al verlo volver de la<br />

batalla, siempre triunfante, digan los hombres: «¡Es más valiente aún que su padre!». Y tú,<br />

amada esposa, no te entristezcas tanto, vuelve a casa, vuelve a la rueca y al telar y a vigilar el<br />

trabajo de tus numerosas esclavas. Y ahora permíteme que vuelva a mi puesto, que está en<br />

el campo de batalla.<br />

Cubrió de nuevo su cabeza con el casco y mientras se alejaba de su esposa, ambos volvían<br />

repetidas veces la cabeza para darse un último adiós.<br />

15


Antología de la Ilíada y de la Odisea<br />

Cuando llegó al campo de batalla, iba a su lado Paris, el más hermoso de todos los<br />

mortales. Al alcanzar a su hermano, arrepentido de su apariencia de cobardía, dijo así el<br />

bello doncel:<br />

-Acaso te hice esperar demasiado y estarás impaciente.<br />

A lo que Héctor contestó:<br />

-Eres valiente, mas a veces te abandonas y yo sufro al oír que los troyanos murmuran de<br />

que, siendo tú la causa de todos sus trabajos, no seas el primero en el combate.<br />

Los dos hermanos se lanzaron a una a la lucha. Ante ellos cayeron numerosos y valientes<br />

héroes de las filas de los griegos. Minerva, que les odiaba, al ver su triunfo, rogó a Apolo,<br />

su hermano, que pensara un medio para destruir por completo la ciudad de Troya.<br />

Y cuéntase que entonces Apolo y Minerva infundieron al corazón de Héctor un deseo loco<br />

y orgulloso: el de suspender la batalla desafiando a los griegos más valientes a que salieran a<br />

combatir contra él solo, uno a uno, en lucha mortal.<br />

Los griegos atendieron este deseo, y la batalla se suspendió.<br />

Entonces Héctor habló así a los griegos:<br />

-Si vuestro campeón en lucha leal, frente a frente, consigue vencerme, podrá despojarme de<br />

mis armas y entregar mi cuerpo a los míos para que sea quemado en la pira. Si lo venzo yo,<br />

en cambio, me quedaré con sus armas y entregaré su cadáver a los griegos para que lo<br />

lleven a su patria y erijan en su memoria un túmulo ante el cual los futuros hombres que<br />

atraviesen en sus naves el mar, puedan decir con alabanza: «He aquí la tumba de un<br />

hombre valeroso a quien en edad remota dio muerte el famoso Héctor».<br />

Ante tanta nobleza, guardaron silencio los griegos; sentían vergüenza de rehusar el desafío y<br />

temor de aceptarlo. La fama de Héctor los aterrorizaba, mas entonces les dijo Menelao:<br />

-Sois unos cobardes que parecéis débiles mujerzuelas. Yo combatiré con Héctor y que los<br />

dioses den la victoria al que la merezca.<br />

Comenzaba a vestirse la armadura, cuando Agamenón le impidió que siguiera su idea.<br />

-Luchar con Héctor -le dijo- es una locura. Aquiles era más fuerte que tú y sentía terror<br />

ante él.<br />

Entonces echáronse suertes y, entre los nueve campeones que se habían destacado para<br />

luchar con Héctor, tocó la suerte a Áyax, un héroe gigantesco cuyo aspecto recordaba el del<br />

propio dios Marte y hacía temblar a los más valientes.<br />

Dicese que el corazón de Héctor, con ser de los más esforzados, latía apresuradamente al<br />

dirigirse hacia él Ayax, llevando su inmenso escudo en la mano. Y Áyax habló así:<br />

-No creas, Héctor, que porque Aquiles el invencible, el de ánimo de león, permanece<br />

tranquilo en su tienda a causa de su enojo contra Agamenón, nuestro rey, que le ha<br />

ofendido, vas a salir sano y salvo de la lucha; los griegos tienen entre sus hombres<br />

poderosísimos guerreros, además de Aquiles. Comencemos la pelea.<br />

Dispúsose Héctor, levantando en alto la enorme lanza, pero antes gritó a su enemigo:<br />

-Estoy desde niño acostumbrado a los combates y andanzas de la guerra. ¿Me crees, acaso,<br />

una débil mujer? Mas a ti no he de herirte a traición, sino cara a cara y frente a frente.<br />

Héctor, entonces, arrojó la enorme lanza que sus brazos sostenían contra el escudo de<br />

Áyax, cuyo bronce atravesó. No hirió, sin embargo, al gigante, que, tomando vuelo,<br />

levantó a su vez la suya y también atravesó el escudo de Héctor, magulló la coraza y rasgó<br />

la túnica. Mas el héroe, agachándose, logró evitar la muerte. Como dos leones que se<br />

acometen furiosos, pidieron los dos héroes nuevas lanzas que les trajeron sus partidarios y<br />

otra vez la lanza de Héctor dio un fuerte golpe en el escudo de Ayax, pero sin atravesarlo.<br />

A su vez el gigante griego logró clavar en el escudo de Héctor la suya, tan certeramente,<br />

que la punta del arma hirió el cuello del troyano. Brotó la sangre ennegrecida, mas no por<br />

eso se retiró Héctor del combate, antes bajándose colérico al suelo, tomó entre sus manos<br />

una fuerte piedra y la arrojó contra el escudo de Ayax, que resonó al golpe. Ayax tomó<br />

16


Antología de la Ilíada y de la Odisea<br />

también entre sus manos una piedra enorme y la arrojó con fuerza a Héctor, cuyo escudo<br />

se rompió, cayendo el héroe de rodillas al suelo.<br />

Iba ya a morir el héroe troyano, mas Apolo, con sus manos invisibles, lo levantó del suelo,<br />

salvándolo. De nuevo los dos campeones se levantaron enfurecidos y valerosos y,<br />

desenvainando sus espadas, se dispusieron a luchar con ellas. Mas entonces, por orden de<br />

los reyes, los heraldos de uno y otro bando les separaron diciendo:<br />

-No peleéis más, pues habéis demostrado que tan valientes sois griegos como troyanos. La<br />

noche se acerca y es preciso dejar el combate.<br />

Entonces Ayax contestó:<br />

-Si Héctor quiere dejar el combate, yo lo haré también.<br />

-Eres, Áyax, el más valiente el más fuerte y sabio de todos los guerreros griegos -contestó<br />

Héctor-. Mas se acerca ya la noche y es conveniente suspender la batalla. Cuando otro día<br />

lo reanudemos, los dioses dirán a quién corresponde la victoria. Y ahora, hagámonos<br />

magníficos presentes, para que griegos y troyanos, así los de hoy como los de los tiempos<br />

venideros, puedan decir con justicia: «Es verdad que Héctor y Áyax pelearon como bravos<br />

leones, pero se separaron unidos por la más leal amistad».<br />

Héctor regaló a Áyax su espada adornada con clavos de plata, acompañada de hermosa<br />

vaina y ceñidor pulido; Ayax diole su tahalí purpúreo.<br />

17<br />

CAPÍTULO 7: LA TREGUA<br />

Cuando Áyax hubo regresado junto a los griegos, decidieron todos que a la mañana<br />

siguiente, apenas el alba despuntara, se recogieran todos los cadáveres, que eran<br />

numerosos, y haciendo una inmensa pira, se quemaran en ella.<br />

Y en tanto los griegos reposaban esperando el alba, los caudillos troyanos disputaban<br />

agriamente ante las puertas de la ciudad y unos a otros se decían así:<br />

-No podemos tener en la batalla la protección de los dioses porque hemos faltado a<br />

nuestros juramentos. Mejor será que devolvamos a los griegos la hermosa Helena con<br />

todas sus riquezas, y los dioses nos protegerán.<br />

Mas Paris, que escuchaba todo esto, se lanzó enfurecido hacia el que así hablaba.<br />

-¿Qué estás diciendo, miserable? A la fuerza debes estar loco para pensar de ese modo.<br />

Gustoso devolveré todas las riquezas de Helena y aun parte de las mías si así conviene a mi<br />

país, pero jamás me separaré de mi esposa, por quien ya tanta sangre se ha vertido.<br />

Le escucharon los caudillos y decidieron que su proposición fuese enviada a los griegos. A<br />

la mañana siguiente, apenas despuntaba el alba, dirigiéronse los heraldos de Troya al campo<br />

griego y pidieron hablar a Agamenón, y hablaron así:<br />

-El rey de Troya, Príamo, y sus nobles caudillos nos envían para que te digamos que están<br />

dispuestos a entregar a los griegos no sólo las riquezas de Helena, sino también una buena<br />

parte de las suyas, pero que el príncipe Paris niégase terminantemente a devolver a la<br />

esposa de Menelao. Quisiera también nuestro rey que fuera concedida a su ejército una<br />

tregua en el combate, para tener tiempo de quemar nuestros cadáveres.<br />

Diomedes, el que tantas y tan grandes hazañas realizara, fue el encargado de contestar a los<br />

heraldos troyanos; y fue así como lo hizo:<br />

-Los días de Troya están contados -dijo-. Nosotros lo sabemos y por tanto no aceptamos<br />

las riquezas que Paris nos ofrece ni aceptaríamos tampoco a Helena aunque él quisiera<br />

dárnosla.<br />

Agamenón, del todo conforme con las palabras de Diomedes, unió a ellas las suyas,<br />

diciendo:<br />

-Tal es la contestación que de parte de los griegos debéis dar a vuestro señor; en cuanto a la<br />

tregua que pedís, gustoso os la concedo.


Antología de la Ilíada y de la Odisea<br />

Al levantarse el sol en el horizonte, unos y otros guerreros, los griegos como los troyanos,<br />

ocupáronse en sus respectivos campamentos de quemar los cadáveres formando con ellos<br />

grandísimas piras. Después, los griegos se ocuparon activamente en formar una muralla<br />

con altas torres, que les protegiera y protegiera a la vez las cóncavas naves. Al pie de esta<br />

muralla cavaron un foso muy profundo y, al llegar la noche, cenaron opíparamente en sus<br />

tiendas. Era preciso aprovechar alegremente la tregua. Era preciso también aprovechar la<br />

ocasión de haber llegado algunas naves de Lemnos, cargadas de vino que los guerreros<br />

pagaron con bronce, hierro, pieles, vacas y esclavos; con cuanto, en fin, tuvieron a mano.<br />

En este banquete pasaron la noche, mientras los habitantes de Troya hacían otro tanto.<br />

Y mientras, Júpiter, que desde el Olimpo les contemplaba, reflexionaba acerca del modo de<br />

castigarlos. Apenas la aurora despuntó, el omnipotente Júpiter celebró un consejo con<br />

todos los dioses en el que manifestó su deseo de castigar a griegos y troyanos, y amenazó<br />

severamente a aquellos que se permitieran proteger a unos o a otros. Mas he aquí que<br />

entonces Minerva, la sabia diosa de los ojos verdes, hija predilecta de Júpiter, se adelantó a<br />

él sonriendo y le dijo:<br />

-Gustosos cumpliremos tu voluntad, ¡oh Júpiter!, puesto que tú eres nuestro padre<br />

omnipotente. Sólo quiero rogarte que nos permitas aconsejar sabiamente a los griegos a fin<br />

de que tu cólera no los haga perecer a todos.<br />

Y Júpiter, que amaba mucho a Minerva, concedió gustoso lo que ella le pedía; después,<br />

vistiendo su dorada túnica, montó en su carro, cuyos ligeros corceles tenían la crin de oro y<br />

los pies de bronce. Con la velocidad del rayo llegó el carro de Júpiter a la tierra y una vez<br />

en el monte Ida, el dios descendió de su carro, se rodeó de una espesísima niebla y empezó<br />

a observar a los ejércitos que combatían en la llanura. Era muy temprano cuando comenzó<br />

la batalla; no tardó la tierra en empaparse nuevamente de sangre, ni el aire en vibrar a los<br />

gritos y lamentos de los vencedores, de los moribundos.<br />

Entonces fue cuando Júpiter, tomando una balanza de oro, puso en cada platillo un peso<br />

de muerte. Y uno de los platillos representaba a los griegos y el otro a los troyanos. El<br />

platillo de los griegos descendió hasta el mismo suelo y en el mismo momento en que<br />

Júpiter enviaba un rayo que cayó entre los dos ejércitos, y que infundió a los griegos<br />

enorme pavor.<br />

Todo era correr de un lado para otro sin saber qué hacer y temiendo la cólera divina. Sólo<br />

Néstor, el más anciano de todos los guerreros, conservó su serenidad. Uno de los caballos<br />

de su carro había muerto de un flechazo de Paris, pero Néstor, saltando a tierra ágilmente,<br />

empezó a cortar las correas que lo sujetaban. Al verle Héctor ocupado en tal tarea, acudió<br />

presuroso a atacarle, mas apenas había desenvainado su espada, cuando Diomedes diose<br />

cuenta de lo que ocurría. Pasaba en esto Ulises corriendo hacia las naves y entonces<br />

Diomedes le gritó fuertemente:<br />

-¿Por qué huyes, Ulises? Quédate aquí y salvemos juntos a este noble anciano.<br />

Pero Ulises no le oyó siquiera. Diomedes entonces colocóse junto a Néstor y le hizo<br />

montar apresuradamente en su propio carro; tomó el anciano las riendas y dirigió los<br />

caballos hacia el lugar donde se hallaba Héctor, al que Diomedes arrojó con furia su lanza<br />

que, en lugar de matar a Héctor, fue a dar en el pecho del auriga, quien quedó muerto en el<br />

acto. Hubiera sido aquél el momento de la derrota absoluta de los troyanos, mas Júpiter<br />

arrojó un ardiente rayo ante los caballos de Diomedes, que, asustados, retrocedieron.<br />

Néstor, entonces, gritó con su fuerte voz:<br />

-¡El mismo Júpiter combate contra ti, Diomedes! Ningún hombre, por fuerte que sea,<br />

puede luchar contra la voluntad de los dioses. ¡Huyamos, pues!<br />

Diomedes resistióse por un momento a huir, pues temía que las generaciones venideras le<br />

llamaran cobarde, mas al fin el sabio consejo de Néstor pudo más que su indomable valor<br />

y, haciendo dar la vuelta a los caballos, retrocedió hacia las líneas griegas. Desde las suyas,<br />

los troyanos le enviaban furiosas lanzas y dardos, en tanto que Héctor gritaba a los suyos:<br />

18


Antología de la Ilíada y de la Odisea<br />

-¡Ya veis cómo se porta el héroe de los griegos! ¡Ya veis cómo vuelve la espalda temeroso<br />

como una tímida doncella!<br />

Al oír tales insultantes palabras, Diomedes se puso furioso y por tres veces quiso volver a<br />

pelear con Héctor, mas, otras tres veces también, Júpiter lanzó su rayo entre los pies del<br />

héroe anunciando desde el monte Ida a los troyanos que aquel día sería suyo el triunfo<br />

guerrero. Héctor, animado por esos presagios, daba alientos con sus palabras a sus héroes<br />

para que pelearan valerosamente, y ellos lo hacían comprendiendo que el poderosísimo<br />

Júpiter estaba con ellos.<br />

Seguía, seguía la victoria de los troyanos sobre los griegos. Ya huían éstos delante de<br />

aquéllos, ya faltaba poco para que las naves fueran incendiadas, y así terminara la guerra.<br />

Mas he aquí que la diosa Juno entonces, acercándose, invisible, a Agamenón, incitóle a que<br />

tratara de reanimar a los griegos y a que, en vez de huir, se aprestaran a presentar a los<br />

troyanos franca batalla.<br />

-¿Sois ciertamente vosotros los griegos de antaño? ¿Dónde habéis dejado vuestro valor y<br />

vuestra jactancia? ¿Cómo podéis resistir la vergüenza que sobre vosotros está cayendo?<br />

Y acto seguido, después de tratar así de reanimar al ejército dilecto, Juno suplicó a Júpiter<br />

que quisiera conceder la victoria a los griegos.<br />

Y Júpiter escuchó su ruego y contestó a él con un portento, enviando a los griegos a través<br />

del cielo un águila que llevaba en las garras un inocente cervatillo. Dejólo caer sobre el altar<br />

que los griegos habían elevado al omnipotente dios, y los guerreros, comprendiendo que<br />

aquello significaba un envío del rey del Olimpo, recobraron su perdido valor y presentaron<br />

de nuevo batalla. ¡Y oh, qué batalla tan terrible, tan imponente! Muchos héroes perdieron<br />

en ella la vida y otros quedaron mal heridos en el suelo, y perecieron al fin, bajo el peso de<br />

los carros que los caballos arrastraban furiosamente sobre ellos. Tras el gran escudo de<br />

Ayax, Teucro, habilísimo arquero, disparaba mortales flechas sobre los troyanos, tratando<br />

de herir a Héctor, pero inútilmente. Todas las flechas que contra el hermano de Paris<br />

lanzaba, iban a clavarse en el pecho de los guerreros que le rodeaban, pero nunca en el<br />

suyo. Y una, al fin, clavóse en el pecho del auriga que conducía el carro de Héctor, y lo<br />

derribó al suelo. Encolerizado, saltó el héroe del carro y cogió una enorme piedra, que hizo<br />

ademán de arrojar a Teucro. Este héroe, a su vez, dispuso una aguda flecha para<br />

disparársela al troyano, mas la piedra de Héctor, antes de que pudiera disparar el arco, le<br />

dio contra el esternón. Cayó el arquero al suelo arrodillado; mas Ayax corrió en su defensa<br />

y, después de cubrirlo con su escudo, lo llevó hacia las naves.<br />

Júpiter, entonces, nuevamente infundió valor al corazón de los troyanos, que de nuevo<br />

empezaron a perseguir a los griegos, y nuevamente los griegos, comprendiendo que el dios<br />

les abandonaba, emprendieron la fuga aterrorizados. Mas Juno y Minerva, cuya protección<br />

a los griegos -más que por nada, por odio a Paris- era firme y decidida, quisieron bajar del<br />

Olimpo para protegerlos, y Júpiter las amenazó con los más terribles castigos.<br />

Habló así el dios tonante:<br />

-Ni aun los mismos dioses deben quebrantar los mandatos de Júpiter: mañana se verán aún<br />

más terribles combates, pues Héctor llevará siempre la victoria en la mano y matará<br />

numerosísimos griegos hasta el momento en que Aquiles, el de los pies ligeros, acceda a<br />

combatir de nuevo al lado de los griegos contra los troyanos. Así lo dispone el destino.<br />

Sólo al llegar la noche llegó el descanso para unos y otros guerreros. Difícilmente los<br />

griegos podían reposar con tranquilidad, tanta era su vergüenza al recordar la derrota del<br />

último día. En cambio Héctor, empuñando su lanza, arengaba así a sus tropas junto a las<br />

puertas de la ciudad:<br />

-Hoy mismo he esperado mil veces poder destruir al ejército griego para de nuevo volver a<br />

vivir todos felices a nuestra hermosa tierra de Troya. Mas la noche ha llegado demasiado<br />

pronto interrumpiendo nuestra victoria y dejando aún la suerte indecisa. Para que la<br />

victoria llegue mañana, comamos esta noche abundantemente y demos a nuestros caballos<br />

19


Antología de la Ilíada y de la Odisea<br />

también abundante forraje. Encendamos hogueras para poder observar así si los griegos<br />

tratan de huir por el mar. Que los heraldos digan a todas las mujeres que enciendan<br />

grandes hogueras ante las puertas de sus casas y que todas las murallas de Troya sean<br />

guardadas por los adolescentes y los ancianos. Así los enemigos no entrarán<br />

traicioneramente en la ciudad mientras los hombres permanecemos fuera, pues antes del<br />

amanecer hemos de tomar las armas para dirigirnos a las cóncavas naves y trabar junto a<br />

ellas tremendo combate. Entonces será la hora de que yo venza al fuerte y gigantesco<br />

Diomedes.<br />

Estas alentadoras palabras de Héctor fueron aclamadas por el ejército troyano. Toda la<br />

noche iluminaron la tierra y el cielo las grandes y numerosas hogueras de la ciudad de<br />

Troya.<br />

20<br />

CAPÍTULO 8: OTRA VEZ AQUILES<br />

En tanto Agamenón, rodeado de los más notables capitanes griegos, entregábase a las<br />

manifestaciones del más hondo pesar. Lloraba el rey griego como profunda fuente que<br />

deja caer sus aguas umbrías desde altísima peña a la hondonada en que no entran jamás los<br />

rayos del sol. En voz baja habló así a sus capitanes:<br />

-Príncipes de los griegos: ya veis cómo Júpiter, el dios implacable de duro corazón, nos ha<br />

envuelto en el mayor de los infortunios. Me prometió un día que sería mía la victoria y he<br />

aquí que ahora me manda regresar en las naves a nuestro país, y acaso sea lo mejor que<br />

cumplamos su mandato. Troya no caerá jamás en nuestras manos.<br />

Guardaron respetuoso silencio todos los que le escuchaban, excepto Diomedes, que,<br />

levantándose, dijo:<br />

-Muy gran poder te concedió Júpiter, afortunado Agamenón, pero sin duda no te ha<br />

otorgado el valor, que es el más grande de todos. ¿Nos crees, acaso, tan cobardes y débiles<br />

como tú eres? Si tu flaco corazón te empuja a la huida, vete en buena hora: las naves están<br />

aguardándote. Nosotros, los griegos, no nos moveremos de aquí hasta que no quede<br />

piedra sobre piedra en la ciudad de Troya. Y si también los griegos quisieran irse, que se<br />

vayan contigo; volved todos a la patria, que yo en unión de mi amigo Esténelo seguiré aquí<br />

peleando hasta ver a Troya totalmente destruida, tal como un día nos lo ordenaron los<br />

dioses.<br />

Iba Agamenón a responder airado a los insultos de Diomedes, cuando propuso el anciano<br />

Néstor que preparasen la cena y, después de ella, con más calmados ánimos, decidieran lo<br />

que debía hacerse.<br />

-Esta noche -añadió- se decidirá la ruina o la salvación de nuestro ejército.<br />

Y, en efecto, diose un gran banquete al ejército griego y, al terminar, habló así el anciano<br />

Néstor:<br />

-Eres rey de muchas naciones, poderoso Agamenón. Tienes, por tanto, derecho a dar tu<br />

opinión, pero debes también oír la de tus súbditos, que pueden aconsejarte en bien de la<br />

nación y de ti mismo. Contra la voluntad de todos te llevaste a la joven Briseida de la<br />

tienda de Aquiles, y desataste, con este acto, el enojo y la cólera del más valeroso y<br />

esforzado de nuestros guerreros. La presencia de Aquiles a nuestro lado nos es<br />

indispensable si hemos de vencer. Creo que debías enviarle una embajada en que, con<br />

dulces palabras y ricos presentes, trataras de persuadirle a que de nuevo combatiera al lado<br />

de los griegos.<br />

Bajó la cabeza Agamenón y respondió al anciano:<br />

-Comprendo, ¡ay!, demasiado tarde, que obré mal dejándome llevar de la cólera. Mas con el<br />

mayor gusto enmendaré mi mala acción ofreciendo de nuevo mi amistad a Aquiles, el héroe<br />

más amado de Júpiter. También estoy dispuesto a ofrecerle una enorme cantidad de oro,


Antología de la Ilíada y de la Odisea<br />

siete hermosísimas esclavas hábiles en toda clase de labores y doce caballos de los mejores<br />

que poseo. Si consiente en ayudarnos a conquistar Troya, le entregaré también a Briseida y<br />

la mejor parte del botín que en la ciudad recojamos. Y al volver a nuestra patria, lo casaré<br />

con una de mis hijas y le daré ciudades en las que sea rey. ¿Qué más puede desear el<br />

heroico Aquiles?<br />

Todos los griegos convinieron en que, en efecto, no podía pedirse mayor generosidad de la<br />

que Agamenón estaba dispuesto a mostrar con el predilecto de Júpiter, y acto seguido se<br />

eligieron mensajeros que fueran a llevar a Aquiles la embajada y los ricos presentes. Fueron<br />

elegidos Fénix, muy amado de Júpiter, Ayax, el más fuerte y gigantesco, y Ulises el divino.<br />

Dos heraldos iban con ellos.<br />

Antes de partir, a la orilla del mar, rogaron los mensajeros a Neptuno que les hiciera<br />

triunfar en la difícil misión que llevaban a Aquiles.<br />

Estaba el héroe ante su tienda pulsando una hermosa lira de plata labrada y cantando al<br />

mismo tiempo las grandes hazañas de los héroes. Le escuchaba Patroclo atentamente,<br />

tendido en silencio a su lado: al ver entrar a los mensajeros se levantó atónito el héroe, sin<br />

dejar la lira.<br />

-Sed bien venidos, amigos, pues a pesar de todo, por tales os tengo -dijo Aquiles.<br />

Y haciéndoles entrar en la tienda, les señalo sillas cubiertas con purpúreos tapices para que<br />

tomaran en ellas asiento. Después, ofreció ricos vinos y manjares exquisitos a los<br />

mensajeros.<br />

Comieron éstos y bebieron el presente de amistad de Aquiles y, una vez hubieron<br />

terminado, Ulises mostró al héroe de los pies ligeros los ricos presentes que Agamenón le<br />

ofrecía si de nuevo quería combatir al lado de los griegos.<br />

Y respondió Aquiles:<br />

-He combatido y trabajado esforzadamente por Agamenón. Pero me es tan odioso como<br />

las puertas de la muerte el hombre que hoy dice una cosa y mañana otra. Los presentes de<br />

vuestro rey sonme odiosos también. Sé, además, que sin su ayuda puedo ser tan rico y<br />

poderoso como él. Sé, además, por mi madre Tetis, que si me quedo a combatir contra<br />

Troya, no volveré a mi patria, y mi fama será inmortal; si vuelvo a mi patria, en cambio,<br />

habré de renunciar a la inmortalidad, pero mi vida será larga. No combatiré junto a los<br />

griegos, a los que amo mucho, porque todavía dura mi enojo contra Agamenón. Júpiter no<br />

quiere que caiga Troya en manos de los reyes griegos: que se vayan, pues, a las cóncavas<br />

naves y regresen a sus hogares.<br />

Ayax dijo entonces a Ulises:<br />

-Vámonos, pues ya que nuestra embajada y nuestra buena voluntad han sido inútiles. Cruel<br />

eres, Aquiles, pues en nada tienes la amistad de los que te aman ni el afecto y la admiración<br />

que por ti sienten todos los griegos.<br />

Permaneció Aquiles pensativo un largo rato, y, al fin, dijo a los mensajeros:<br />

-He aquí mi última respuesta: decid de mi parte a Agamenón y a sus hombres todos, que<br />

no levantaré un dedo en favor de Grecia, hasta que los troyanos lleguen a la puerta de mi<br />

tienda. Pero decidle también que en tal día se desmoronará todo el poder de la ciudad de<br />

Troya.<br />

Volvieron tristemente los mensajeros al campo del ejército griego, donde dieron cuenta a<br />

Agamenón de la respuesta de Aquiles. Permanecieron todos silenciosos ante tan triste<br />

noticia y, al fin, levantó la voz Diomedes para decir:<br />

-No nos acordemos más de Aquiles; él volverá a combatir cuando su corazón se lo ordene.<br />

Y ahora dispongámonos a la pelea, que se reanudará en cuanto la rosada aurora aparezca en<br />

el horizonte.<br />

21<br />

CAPÍTULO 9: EN LA OSCURA NOCHE...


Antología de la Ilíada y de la Odisea<br />

Cuando Agamenón conoció la respuesta de Aquiles sintió tan viva cólera, tan profundo<br />

pesar, que se arrancó, furioso, los cabellos, mientras lanzaba gemidos de dolor profundo.<br />

La noche era de las más hermosas que puedan soñarse. Del campo de los troyanos llegaba<br />

hasta el campamento de los griegos resplandor de hogueras y música de zampoñas y<br />

dulcísimos cánticos... Mientras los guerreros griegos dormían, los troyanos celebraban su<br />

momentáneo triunfo con fiesta y algazara.<br />

Los guerreros griegos dormían... Pero no todos. Ni Agamenón ni Menelao dormían. Cada<br />

uno en su tienda, bastante alejadas una de otra, lloraban la triste suerte del noble pueblo y<br />

de los guerreros esforzados que les habían seguido en su querella con Paris, y que estaban<br />

condenados a no volver nunca a su hermosa patria, a morir ante los muros de la<br />

inhospitalaria Troya.<br />

Esto lloraban los dos reyes griegos. Y he aquí que Menelao, cubriendo su cabeza con el<br />

pesado casco de bronce, y echando sobre sus hombros una hermosa piel de leopardo, salió<br />

de su tienda y se encaminó a la de su hermano.<br />

A su vez Agamenón se calzó las sandalias y se envolvió en una roja piel de león; tomó sus<br />

armas y salió también de su tienda. Cerca de las cóncavas naves se encontraron ambos<br />

hermanos. Largo rato hablaron, lamentándose de la triste suerte de los griegos y, al fin,<br />

Agamenón ordenó a Menelao que fuera a despertar a los principales capitanes y príncipes,<br />

mientras él llamaba a Néstor, el más anciano y el más sabio, para celebrar todos juntos<br />

consejo.<br />

Todo en el campamento dormía... Todo, menos los centinelas, que, con la lanza en la<br />

mano, hacían imperturbables su guardia, como perros que guardan las ovejas de un establo<br />

de la terrible fiera que intenta acercarse a ellas lanzando espantables rugidos. Dirigiéndose<br />

a la tienda de Agamenón, habló el anciano Néstor a los centinelas así:<br />

-No dejéis de vigilar, firmes en vuestros puestos, amigos; no permitáis que el sueño os<br />

venza, pues los enemigos aprovecharían tal circunstancia para sorprendemos.<br />

Llegaron al consejo los reyes, y el anciano Néstor y los muy nobles príncipes y capitanes.<br />

Tomaron asiento en el campo abierto tras el ancho foso.<br />

Cuando todos guardaron silencio, habló Néstor de esta manera:<br />

-Os hemos convocado aquí, ¡oh amigos!, para saber si entre vosotros hay alguno que tenga<br />

corazón suficientemente valeroso para ir solo al campo de los troyanos a fin de enterarse de<br />

cuáles son sus planes para mañana. Si alguno de vosotros llevara su osadía a tanto, y<br />

volviera al campamento de los griegos sano y salvo y con las noticias deseadas, obtendría<br />

ricas recompensas, y su fama resonaría hasta las edades futuras.<br />

Muchos héroes hubieran querido en aquel instante lanzarse a la atrevida y gloriosa<br />

aventura. Mas a todos se anticipó Diomedes, que dijo, resuelto:<br />

-Feliz he de considerarme haciendo eso que nos propones, ¡ah, Néstor! Mas desearía un<br />

compañero que me acompañase, y así sería mi valor más indomable y mi confianza mas<br />

plena.<br />

Todos los guerreros querían acompañar a Diomedes, el esforzado. Y esto hizo que la<br />

confusión fuera grande, y que los reyes no supieran a cuál escoger. Entonces Agamenón<br />

dijo al héroe:<br />

-Tú mismo, Diomedes carísimo a mi corazón, debes escoger al que quieres por compañero.<br />

Y Diomedes, a su vez, respondió:<br />

-Si me permites que yo escoja, ¿cómo podré dejar de designar a Ulises, el prudente y<br />

glorioso? Con él estoy seguro de regresar sano y salvo, aun cuando tengamos que atravesar<br />

por entre ardientes llamas.<br />

Ulises avanzó, decidido, al tiempo que respondía:<br />

-No pierdas el tiempo en vanas alabanzas, Diomedes. Marchemos sin tardanza antes de<br />

que la aurora pueda sorprendernos.<br />

22


Antología de la Ilíada y de la Odisea<br />

Pusiéronse sus relucientes y fuertes armaduras, y, cual leones que van en busca de su presa,<br />

por encima de grandes montones de armas y cadáveres, se acercaron al campamento<br />

donde, a las mismas puertas de la ciudad, se hallaban los troyanos.<br />

Y sucedió que, al mismo tiempo que esto acontecía en el campamento griego, los troyanos<br />

celebraban también consejo. En él Héctor habló así:<br />

-Fama imperecedera alcanzará el héroe que, cruzando sin temor las tinieblas de la noche, se<br />

acerque a las cóncavas naves de los riegos, averigüe cuáles son sus planes para la próxima<br />

batalla y acuda presuroso a decírnoslo.<br />

Entonces, de entre los guerreros troyanos avanzó Dolón, hombre de feo aspecto pero de<br />

pies ligeros y muy rico en oro y en bronce. Habló así contestando a las palabras de Héctor:<br />

-Yo iré gustoso hasta las naves griegas y espiaré hábilmente los planes de nuestros<br />

enemigos, mas antes quiero que me jures que me darás los caballos y los carros de bronce<br />

del poderoso Aquiles.<br />

Y Héctor juró solemnemente que se los daría. Entonces cuéntase que Dolón se echó por<br />

los hombros una gran piel de lobo, se colocó en la cabeza un morrión de piel de comadreja<br />

y, tomando su arco certero y empuñando un dardo agudísimo, se dirigió hacia el<br />

campamento de los enemigos de Troya. Mas sucedió que, mientras avanzaba, Ulises y<br />

Diomedes, que caminaban también cautelosamente en dirección contraria, oyeron el ruido<br />

de sus pasos y temieron que fuera un espía o un ladrón que intentara despojar a los<br />

cadáveres de joyas, armas o ropas. Desviándose un poco del camino que llevaban, se<br />

tendieron entre los cadáveres, como si al número de ellos pertenecieran, y así que Dolón,<br />

sin sospechar nada, hubo adelantado un poco más, echaron a correr detrás de él. Oyólos el<br />

espía y creyendo que acaso fueran algunos amigos que vinieran a darle de parte de Héctor<br />

una última recomendación o encargo, se detuvo un momento. No tardó, sin embargo,<br />

apenas se acercaron los otros, en ver que eran griegos y, en consecuencia, echó a correr con<br />

toda la ligereza posible. Mas Ulises y Diomedes perseguíanle como dos perros de agudos<br />

dientes persiguen al cervatillo o a la liebre que delante de ellos corre. Cerca ya del foso,<br />

Diomedes gritó al espía:<br />

-¡Deténte; de otro modo, te atravesaré con mi lanza!<br />

Arrojó el arma, si bien intencionadamente lo hizo de modo que después de pasar rozando<br />

el hombro del espía, fue a clavarse en el suelo delante de él. Lleno de espanto, Dolón se<br />

detuvo, y entonces Diomedes y Ulises, todavía sin aliento a causa de la veloz carrera,<br />

pudieron sujetarle.<br />

El troyano, que no era valiente y a quien sólo la codicia empujaba a hacer aquella<br />

heroicidad, empezó a derramar abundantes lágrimas y clamó dirigiéndose a sus<br />

perseguidores:<br />

-No me matéis, y si tenéis compasión de mí, obtendréis un fuerte rescate de abundante oro,<br />

bronce, hierro y piedras preciosas.<br />

Ulises, sin contestar categóricamente a estas palabras, le instó a que, si quería conservar la<br />

vida, les dijera el motivo que en la profunda noche le llevaba al campo enemigo.<br />

Temblando y llorando como un cobarde miserable, Dolón relató la misión que de parte de<br />

Héctor llevaba y concluyó su relato diciendo a los griegos de qué modo tenla Héctor<br />

dispuestas sus fuerzas y cómo les seria muy fácil a los griegos penetrar en el campo<br />

troyano. Y de paso terminó su relato diciendo:<br />

-Cerca del mar, lejos de los troyanos, tiene su campamento Reso, rey de los tracios; tiene<br />

este monarca tesoros mas propios de un dios que de un mortal, pues su carro es de oro con<br />

incrustaciones de plata, lo mismo que su escudo y sus armas; pero la maravilla de las<br />

maravillas, el tesoro más preciado del poder oso Reso, son sus corceles, los más bellos que<br />

jamás poseyó mortal alguno; tan blancos como la nieve y tan ligeros como el viento. Y<br />

ahora -concluyó el espía- os pido la última merced de que no me volváis de nuevo a Troya,<br />

23


Antología de la Ilíada y de la Odisea<br />

sino que me hagáis prisionero en las cóncavas naves que han de volver a vuestra hermosa<br />

patria.<br />

Mas Diomedes, mirándole torvamente, repuso:<br />

-Mucho te agradecemos tus noticias, que no pueden ser más importantes, mas nunca<br />

volverás a ser nuestro espía ni a combatir contra nosotros.<br />

Y en menos tiempo que se cuenta, levantó su espada y, de un formidable tajo, cortó a<br />

Dolón la cabeza. Despojaron entre Ulises y Diomedes al espía de su morrión, de su piel de<br />

lobo, del arco y la lanza y el dardo, atributos que Ulises ofreció a Minerva levantándolo<br />

todo hacia el cielo. Después colgaron aquellos despojos de un árbol y los cubrieron con<br />

ramas y hojas, de modo que a su regreso pudieran saber dónde los tenían ocultos. Y se<br />

dirigieron al campamento de los tracios, que rendidos a la fatiga dormían profundamente,<br />

teniendo en medio a Reso, el monarca, cuyos ligeros corceles estaban sujetos con correas al<br />

carro de plata y de oro. Comprendieron los griegos que era aquél el rey y aquéllos los<br />

caballos de que el espía les había hablado y, tras decirse unas breves palabras, comenzaron<br />

las sorpresas y la matanza. Diomedes solo dio muerte a doce tracios casi de una vez.<br />

Semejaba un león furioso acometiendo a un rebaño de ovejas cuyo pastor se ha alejado. La<br />

tierra cubríase de sangre, y los heridos y moribundos lanzaban horribles gemidos.<br />

En tanto, Ulises apartaba los cadáveres del camino que debían seguir los blancos caballos.<br />

Murió también a manos de los griegos el monarca Reso. En aquel momento Ulises sacaba<br />

los caballos al campo y lanzaba un largo silbido para avisar a su compañero de que no<br />

matara más gente y le siguiera con el botín. Dudaba Diomedes si seguir a Ulises o<br />

continuar matando tracios y atesorando riquezas, cuando en esto le apareció Minerva<br />

diciéndole:<br />

-Cesa en la matanza, Diomedes, y vuelve con tu compañero adonde las naves se<br />

encuentran, que acaso otro dios despierte a los troyanos y te sea entonces más difícil la<br />

fuga.<br />

Y Diomedes y Ulises montaban ya en dos blancos corceles cuando, tal como la diosa de la<br />

sabiduría había predicho,, Apolo despertó a un pariente de Reso, que, al ver a los muertos y<br />

heridos que estaban a su alrededor y al advertir que los caballos del rey habían sido robados<br />

y asesinado el monarca, empezó a lanzar descompasados gritos; mas los blancos corceles en<br />

que iban Diomedes y Ulises eran tan ligeros como la espuma con que besan la playa las olas<br />

del mar. Y así los esforzados héroes griegos pudieron llegar, protegidos por la oscuridad de<br />

la noche, hasta el lugar donde las naves se hallaban. De paso recogieron los despojos de<br />

Dolón para llevarlos también a sus reyes.<br />

El anciano Néstor oyó los cascos de los caballos al acercarse al campamento y se apresuro<br />

a despertar a todos los jefes y capitanes griegos. Cuando Ulises relató el encuentro con el<br />

espía de los troyanos y la muerte de los tracios, y mostró el rico botín de que habían<br />

despojado a Reso; cuando riendo llevó los corceles incomparables al establo donde estaban<br />

los demás caballos de Diomedes, las voces de los griegos se elevaron a una para aclamar a<br />

los héroes; después, bebieron todos en honor de Minerva.<br />

En tanto, en el campo de los troyanos, donde ya se sabían los últimos acontecimientos, no<br />

se oían sino gemidos de dolor y rabia; y al poco tiempo se alzaba en el horizonte la aurora.<br />

24<br />

CAPÍTULO 10: NUEVA BATALLA<br />

Como en las anteriores, sucediéronse en aquella nueva batalla las más grandes proezas.<br />

Entre todos los guerreros de uno y otro bando, se distinguió por sus heroicidades<br />

Agámenón; mas contra él combatían los dioses y era por tanto impotente su valor para<br />

alcanzar una victoria definitiva.


Antología de la Ilíada y de la Odisea<br />

Aumentó la confusión de los héroes griegos el haber sido herido por una flecha de Paris,<br />

Macaón, el hábil médico del ejército griego, cosa que les infundía gran temor, pues temían<br />

lo que pudiera suceder si algún rey o capitán era herido y no podía curársela. Néstor llevó a<br />

Macaón en su carro y a todo galope lo condujo a la orilla del mar.<br />

En tanto, Aquiles, sentado junto a la popa de su nave, contemplaba desde lejos la batalla y<br />

vio esta acción de Néstor. Mas, a la distancia a que se hallaba, no podía observar quién era<br />

el herido y por ello envió a su fiel Patroclo a la tienda de Néstor, con encargo de traerle<br />

detalladas noticias.<br />

Cuando Néstor vio a Patroclo, comprendiendo que era Aquiles quien le enviaba, tembló de<br />

ira, y pronunció estas duras y sentidas palabras:<br />

-¿Para qué quiere Aquiles saber quiénes son nuestros heridos ni nuestros muertos? Poco<br />

debe a él importarle nuestro triunfo ni nuestra derrota, pues que, a pesar de toda su<br />

valentía, permanece mano sobre mano en lugar de apiadarse de sus amigos. Aún me<br />

acuerdo, Patroclo, de lo que tu buen padre te dijo un día: «Hijo mío: bien sabes que Aquiles<br />

te aventaja en nacimiento y en valor. Pero es más joven que tú y debes aconsejarle para su<br />

bien». Recuerda ahora aquellas paternales palabras; recuérdalas, Patroclo, y trata de<br />

convencer a Aquiles de que venga a pelear al lado de los suyos, mas si aun rogándoselo tú<br />

no quisiera hacerlo, suplícale al menos que te preste sus armas, y, empuñándolas, ven a<br />

pelear por los griegos para que al verte los troyanos huyan ante ti, creyendo que eres el<br />

mismo Aquiles, que lucha contra ellos olvidando su resentimiento.<br />

Estas palabras del anciano Néstor, así como el conocimiento de la indudable e inminente<br />

derrota de los griegos, conmovieron hondamente a Patroclo. Pidiendo fervorosamente a<br />

los dioses que le concedieran poder para convencer a Aquiles, volvió a la nave del héroe.<br />

En tanto, la batalla era cada vez más encarnizada y terrible. Los troyanos llegaban ya a las<br />

murallas construidas por los griegos y atacaban con saña, sin arredrarse ante la lluvia de<br />

piedras y dardos que aquéllos les enviaban.<br />

Una piedra de tamaño tan colosal que muchos hombres forzudos no hubieran podido<br />

moverla ni un ápice, obstruía las puertas. Héctor, acercándose a ella, la movió como si<br />

fuera una leve pluma. Y es que uno de los dioses protectores de los troyanos, la tornó<br />

ligera, ligera... Lanzó Héctor la piedra contra las puertas, en potente impulso. Rompiéronse<br />

ambos batientes, hechos astillas, penetró la piedra en el interior del recinto amurallado, y<br />

tras ella penetró el furioso Héctor, sin que nadie pudiera detenerle. Y con él, detrás de él,<br />

todos los demás troyanos. Los griegos se vieron obligados a refugiarse en las naves.<br />

No obstante, antes de entrar en ellas, formaron formidable muralla humana, y al mando de<br />

Ayax, lucharon hasta morir por su nombre y su patria.<br />

Con esta muralla humana, más fuerte y poderosa que las de piedra que ya su ímpetu había<br />

deshecho, tropezó Héctor en su decidida e impetuosa carrera hacia las naves. Tremendo,<br />

espantoso fue el choque. Montañas de heridos caían ante el empuje de Héctor;<br />

desgarradores lamentos se elevaban hasta el mismo cielo. Ayax, el héroe invencible,<br />

apostrofó al hermano de Paris en la siguiente forma:<br />

-¿Crees, acaso, Héctor, que te va a ser posible saquear nuestras naves? No son los hombres<br />

los que ahora nos vencen, sino los mismos dioses. Pero te aseguro que no pasar a mucho<br />

tiempo sin que Troya caiga en nuestras manos, sin que ruegues a Júpiter que haga tus<br />

caballos más ligeros que los gavilanes, para ayudarte mejor en la fuga.<br />

Héctor, deteniendo un instante el furor de su brazo, repuso:<br />

-Poco me importan tus palabras, fanfarrón deslenguado; el día de hoy ha de ser funesto<br />

para los griegos; para ti el primero, Ayax, si osas desafiar el poder de mi lanza. Aguárdala y<br />

no tardarás en ser pasto de las aves de rapiña.<br />

En tanto, Agamenón, abandonándose a la tristeza y al desaliento, ponía toda su esperanza<br />

en las naves, todavía intactas, y de ellas aguardaba única liberación. Mas Diomedes y Ulises<br />

25


Antología de la Ilíada y de la Odisea<br />

afearon duramente a su rey esta cobardía. Estaban ambos heridos, y, sin embargo,<br />

quisieron volver al campo de batalla para infundir valor a los otros guerreros.<br />

Agamenón, algo repuesto de su desaliento, iba con ellos. La pelea junto al mar se hacía<br />

cada vez más dura. A pesar de todo, no acababa la victoria de decidirse de un modo<br />

definitivo por los griegos ni por los troyanos.<br />

Una piedra lanzada por el poderoso brazo de Ayax derribó a Héctor. Los suyos se<br />

apresuraron a apartarle a un lado del campo, mientras los griegos, animados por tal triunfo,<br />

continuaban luchando con mayor ardimiento y ganaban terreno.<br />

Moribundo se hallaba ya Héctor cuando, enviado por Júpiter, su padre, el divino Apolo fue<br />

a infundirle nuevo aliento y redoblado vigor, y dícese que, al levantarse, tenía ya el héroe<br />

troyano la fuerza de diez héroes.<br />

De nuevo se lanzó a la pelea, y los suyos, reconfortados con su sola presencia, de nuevo<br />

empezaron a ganar el terreno perdido.<br />

26<br />

CAPÍTULO 11: PATROCLO<br />

Fue entonces, sólo entonces, cuando Patroclo se decidió a presentarse ante Aquiles. Y al<br />

penetrar en la tienda en que el héroe escuchaba impasible el fragor de las armas, los ojos de<br />

Patroclo derramaban abundantes lágrimas. Aquiles le preguntó:<br />

-¿Por qué lloras, amigo mío? Pareces una niña que quiere que su madre la coja en brazos,<br />

más que un fuerte guerrero.<br />

Contestó Patroclo suspirando:<br />

-Los más fuertes y valerosos de los griegos yacen muertos o heridos entre las naves. jamás<br />

vi hombre tan rencoroso y despiadado como tú, Aquiles. Ya que no quieres combatir al<br />

lado de los nuestros, escucha al menos este ruego mío y accede a él: préstame tu caballo y<br />

tus armas y permiteme que con ellos entre en la batalla, a fin de que, confundiéndome los<br />

troyanos contigo, se asusten y los griegos ganen la victoria.<br />

-Es verdad que los griegos me arrebataron lo que era mío -contestó Aquiles, entristecido<br />

por las palabras de su amigo-, mas la cólera no anida ya en mi corazón. No obstante, he<br />

jurado que hasta que los troyanos no entraran en mis propias naves no tomaría parte en el<br />

combate, y así he de cumplirlo. Sin embargo, accedo gustoso a lo que me pides. No sólo<br />

mis armas y mi caballo te doy, sino que también mis hombres para que los conduzcas a la<br />

batalla y te portes en todo como yo me hubiera portado. Tu deber es lograr que los<br />

troyanos se alejen de las cóncavas naves. Cuando lo consigas, retrocede y deja que los<br />

demás concluyan tu obra. Y ahora, amigo, ¡apresúrate! Desde aquí veo cómo los troyanos<br />

incendian ya las naves. Mientras te vistes la armadura yo iré reuniendo a los hombres.<br />

¡Oh! ¡Qué imponente aspecto daba a Patroclo la brillante armadura de Aquiles! De su<br />

hombro colgaba una espada con clavos de plata, su brazo ceñía un fortísimo y enorme<br />

escudo, y su cabeza se cubría con un casco hermosísimo con penacho de crines de caballo<br />

que ondeaba en la cimera y le caía hasta la cintura.<br />

Janto, Balio y Pédaso, los tres caballos mejores de Aquiles, ligeros como el viento, fueron<br />

sujetos al carro del héroe, el cual guiaba Automedonte, el más hábil de todos los aurigas. Y<br />

al carro subió Patroclo. Reuniendo a sus hombres, los más valientes del mundo, les habló<br />

así Aquiles, el invencible:<br />

-¿No me acusabais de cruel hace poco por impediros que combatierais contra los<br />

troyanos? Pues he aquí que os devuelvo la libertad para que corráis a ayudar a los griegos<br />

vuestros hermanos, y a batiros a vuestro gusto.<br />

Como lobos furiosos se dirigieron los guerreros al lugar de la batalla; mientras, Aquiles<br />

ofrecía a Júpiter ferviente sacrificio.


Antología de la Ilíada y de la Odisea<br />

Cuando los troyanos vieron aparecer entre las filas de los griegos el carro de Aquiles y<br />

pudieron sobre él contemplar el brillo de la pulida armadura de bronce del héroe, su terror<br />

no reconoció límites. No costó entonces trabajo a los griegos rechazar a sus enemigos hasta<br />

más allá del foso, que a la sazón estaba enteramente relleno por los cadáveres de hombres y<br />

de caballos. Hasta las mismas murallas de Troya persiguió el carro de Aquiles al temible<br />

Héctor. Ante el empuje de Patroclo, carros y caballos caían, confundidos, destrozados, y<br />

gran número de héroes y guerreros esforzadísimos<br />

perdía la vida. Ante el guerrero que ostentaba las<br />

armas de Aquiles, todos huían dejándose apresar por<br />

el mayor espanto. Sólo uno de los troyanos conservó<br />

serenidad y valor ante el que creían todos invencible<br />

héroe. Éste fue Sarpedón, que habló así a sus<br />

hombres:<br />

-¿No os da vergüenza huir así, cobardes troyanos? Ya<br />

que retrocedéis como mujerzuelas, yo solo iré al<br />

encuentro de ese hombre que siembra la muerte en<br />

nuestras filas.<br />

Y saltó de su carro empuñando sus fuertes armas para combatir con Patroclo, quien, al ver<br />

su acción, hizo lo mismo.<br />

El primero en arrojar su lanza fue Patroclo; no logró herir con ella a Sarpedón, pero sí<br />

matar a su auriga. A su vez, Sarpedón lanzaba su arma, mas sin dar tampoco en el blanco;<br />

logró, no obstante, herir y derribar a Pédaso, uno de los tres magníficos caballos del carro<br />

de Aquiles, que al caer al suelo lanzó un agudo relincho. Los otros dos caballos quisieron<br />

separarse de su compañero muerto y comenzaron a esforzarse por lograrlo, enredando las<br />

riendas y amenazando destrozar el carro. Pero Automedonte, el auriga, descendiendo<br />

entonces del carro, cortó las correas del caballo muerto y logró librar de él a los otros dos.<br />

En tanto, Sarpedón y Patroclo luchaban fieramente. La lanza de aquél rozó el hombro del<br />

amigo de Aquiles, pero sin herirle. La de Patroclo, en cambio, habilísimamente lanzada,<br />

clavóse en el corazón del osado Sarpedón.<br />

Al ver los troyanos muerto al héroe que tanta arrogancia había mostrado momentos antes<br />

se enfurecieron lanzándose contra Patroclo con ardor redoblado. En torno al cadáver de<br />

Sarpedón se entabló una lucha espantosa. La más grande confusión reinaba allí. La lanza<br />

potente de Aquiles, hábilmente manejada por Patroclo, hería y mataba a uno y otro<br />

guerrero de Troya. Mas entre los troyanos luchaba el mismo dios Apolo.<br />

Llevado de su ardor, de su osadía y su confianza en la victoria que debían darle las armas de<br />

Aquiles, Patroclo intentó por tres veces escalar las murallas de la ciudad de Troya. Por tres<br />

veces se lo impidió el dios. Y cuando trató de intentarlo una cuarta vez, la voz de Apolo le<br />

dijo:<br />

-Retírate, Patroclo; que no quiere el destino que Troya sucumba a tu brazo, ni aun al de<br />

Aquiles, que es mil veces más fuerte y poderoso que tú.<br />

Viendo Héctor los destrozos que Patroclo hacia en el campo troyano, viendo que su osadía<br />

llegaba hasta el punto de querer penetrar en la ciudad, lanzóse en su carro contra él.<br />

Patroclo le arrojó una enorme piedra, mas no logró tocar siquiera con ella a Héctor, y sí<br />

sólo matar al auriga, que cayó del carro al suelo dando una horrible voltereta.<br />

Más enfurecido saltó entonces Héctor de su carro, y fue al encuentro de Patroclo.<br />

Lucharon los dos héroes como bravos leones. Era el fragor de su lucha como el del<br />

huracán que en el bosque derriba los árboles más corpulentos. Y duró la enconada pelea<br />

hasta que se puso el sol.<br />

Entonces quedó la victoria de parte de los griegos. A cada uno de sus ataques mataba<br />

Patroclo, con la fuerte lanza de Aquiles, nueve hombres. Se disponía a atacar una vez más,<br />

cuando, envuelto en una espesísima niebla, le salió al encuentro el mismo dios Apolo, que<br />

27


Antología de la Ilíada y de la Odisea<br />

le dio un fuerte golpe en la espalda y le derribó de la cabeza el hermoso casco, que rodó<br />

entre los pies de los caballos. La larga lanza rompióse en dos pedazos, y la mano que<br />

sostenía el potente escudo aflojó su presión, y el escudo cayó también rodando al suelo.<br />

Ante el ataque de un enemigo invisible, el corazón del amigo de Aquiles no pudo por<br />

menos de sobrecogerse un instante, y el estupor paralizó su acción. Un troyano le vio<br />

detenerse, vacilar, empalidecer, y le hundió la lanza en la espalda. Levemente herido, el<br />

amigo de Aquiles retrocedió y entonces Héctor acudió, atravesándolo a su vez con la fuerte<br />

lanza de bronce. Con horrible estrépito cayó Patroclo al suelo. Dijo entonces Héctor:<br />

-¡Pretendías entrar, jactancioso, en mi ciudad, y ahora los buitres van a dar cuenta de ti!<br />

A lo que, moribundo ya, con voz más que débil, repuso Patroclo:<br />

-No has sido tú quien me ha vencido, valeroso Héctor. A veinte más esforzados que tú<br />

hubiese mi brazo dado muerte. Los mismos dioses han luchado en tu favor contra mi y<br />

ellos me han derribado y tú te has aprovechado en tu triunfo; la muerte te ronda.<br />

Y en aquel mismo instante la muerte envolvía a Patroclo en su negro manto. Héctor le<br />

quitó las armas de Aquiles. Los troyanos hubieran querido llevar el cadáver del amigo de<br />

Aquiles a la ciudad para mostrar su victoria haciendo mofa de él. Pero los griegos lo<br />

impidieron, y sobre el cuerpo del desventurado se trabó nueva y enconada batalla.<br />

28<br />

CAPITULO 12: NUEVAS ARMAS DE AQUILES<br />

Antíloco, el mensajero de pies veloces, se presentó ante Aquiles y le habló así:<br />

-¡Tu amigo Patroclo ha muerto! En torno a su cadáver, griegos y troyanos combaten con<br />

más furia que nunca. Y Héctor ha despojado al cuerpo de tu amigo de tus propias armas.<br />

Del pecho de Aquiles se elevó un gemido que subió hasta los mismos cielos. La<br />

desesperación del héroe no reconoció límites al oír estas palabras del mensajero. Se mesó<br />

los cabellos, cubrió su cabeza de oscura ceniza, se tendió en el polvo.<br />

Tetis, la diosa del mar, madre de Aquiles, oyó desde su palacio del fondo de los mares el<br />

lamento horrible de su amado hijo. Y surgió, envuelta en la espuma de una onda, junto a la<br />

nave del héroe.<br />

-¿Cuál es tu pesar, hijo mío? -preguntó a Aquiles.<br />

-Los troyanos han matado a Patroclo, mi amigo muy amado, y Héctor se ha apoderado de<br />

mis armas, a las que sólo resisten los dioses.<br />

-No se gozará Héctor largo tiempo en la posesión de tus armas, su muerte está ya cercana.<br />

Y ahora no entres en batalla hasta que yo no te traiga nuevas armas forjadas por el mismo<br />

Vulcano.<br />

Dijo la diosa y desapareció; y apenas ella se hubo alejado, apareció Iris, la diosa mensajera,<br />

que advirtió al héroe de este modo:<br />

-Los troyanos están a punto de entrar el cadáver de Patroclo en su ciudad, donde será<br />

profanado, si tú no te presentas en las murallas inmediatamente para infundir miedo.<br />

Apresúrate, pues, de no hacerlo así, llegarás tarde.<br />

Aquiles, enteramente desarmado, se dirigió adonde Iris le llamaba. No entró en batalla,<br />

pues debía, obedeciendo el mandato de su madre, aguardar a que Vulcano forjara sus<br />

armas, pero lanzó un gran grito que los troyanos reconocieron como suyo y que sembró el<br />

terror en los corazones de todos los hombres y en los lugares todos de la ciudad. Esto dio<br />

a los griegos ocasión de poder retirar el cadáver del infeliz Patroclo, sobre el que Aquiles<br />

vertió abundantes lágrimas.<br />

Vulcano, el dios del fuego, se ocupaba en tanto, activamente, en forjar nuevas armas<br />

invencibles para Aquiles. Toda la noche resonó el choque del martillo sobre el yunque, de<br />

modo incesante. Surgían del fuego oro, plata y bronce; dos estatuas de oro de dos


Antología de la Ilíada y de la Odisea<br />

hermosos y fuertes jóvenes a los que el dios diera a un hálito de vida, le ayudaban en su<br />

duro trabajo, manejando los enormes fuelles que debían avivar el fuego potente.<br />

Más brillantes que la misma llama eran la coraza y el casco que Vulcano forjó; el escudo era<br />

tan hermoso como jamás lo poseyó mortal alguno. Y apenas despuntó la aurora del<br />

siguiente día, la diosa Tetis apareció en la tierra llevando en su mano las armas prodigiosas<br />

forjadas por el dios del fuego durante la noche.<br />

Cuando Aquiles vistió la regia armadura creyó que su corazón iba a estallar de contento.<br />

Cuando lanzó su grito de guerra, ningún griego, por lejano que se hallara o débil que fuera,<br />

dejó de acudir al llamamiento. El mismo Agamenón, que estaba herido, corrió presuroso a<br />

combatir al lado de Aquiles, y, extinguido todo rencor, el rey y el héroe, antes de comenzar<br />

el combate, departieron amigablemente.<br />

Potente fue el empuje de los griegos, sólo a la idea de que el invencible Aquiles luchaba con<br />

ellos. Con el corazón lleno de dolor y de ira por la muerte de su amigo, Aquiles se lanzó<br />

contra los troyanos como incendio que, empujado por enfurecido viento, se ceba en todos<br />

los árboles de un bosque. Los troyanos, aterrorizados, retrocedían en la llanura hacia las<br />

orillas del río Escamandro. Mas hasta allí les perseguía Aquiles. Y las aguas del río teñíanse<br />

de roja sangre. Un héroe tras otro caían a la purpúrea corriente, hasta que, afligido, habló<br />

el río así a Aquiles:<br />

-Todo mi cauce está repleto de cadáveres y ¿aún no te fatiga la matanza?<br />

Mas Aquiles no hizo caso de las voces del río, y el Escamandro entonces, por ver de<br />

contenerle en su furia, se desbordó, arrojando multitud de cadáveres a la orilla, y tratando<br />

de derribar al hijo de Tetis.<br />

Las olas chocaban contra el luciente escudo. Con ambas manos se asió Aquiles a un olmo<br />

formidable, mas entonces el río arrastró al árbol entre sus aguas, después de arrancarlo de<br />

cuajo. Temeroso, Aquiles echó a correr llanura adentro, mas las aguas del río corrían,<br />

corrían tras él. Aquiles entonces llamó en su auxilio a Minerva, la sabia diosa de los verdes<br />

ojos, y, gracias a su protección, pudo acorralar de nuevo a los troyanos hasta las mismas<br />

murallas de la ciudad.<br />

Entonces Héctor quiso sa lir a combatir con Aquiles. Príamo, que contemplaba en silencio<br />

el combate, quiso disuadirle.<br />

-Ese hombre es incomparablemente más fuerte que tú, hijo mío -le dijo-; sólo los dioses<br />

pueden igualarle, y, si luchas con él, morirás.<br />

También Hécuba, madre de Héctor, trató de disuadirle de que corriera deliberadamente a<br />

tan triste suerte. Mas Héctor era el único que entre los troyanos conservaba su valor, y<br />

aguardó la llegada de Aquiles.<br />

Y llegó el héroe invencible, armado con las invencibles armas forjadas por el mismo<br />

Vulcano. Y empezó la dura lucha, tan dura y tan cruel como no recuerdan otra los siglos.<br />

Al lado de los héroes luchaba Minerva, ayudando, ya al uno, ya al otro.<br />

La lanza de Aquiles fue arrojada contra Héctor, mas se clavó en el suelo porque el troyano,<br />

al verla llegar, se agachó ágilmente. Minerva, sin que Héctor lo advirtiera, la devolvió a<br />

Aquiles. Entonces Héctor arrojó a la vez su fuerte lanza, que certeramente fue a chocar<br />

contra el escudo forjado por Vulcano.<br />

No poseyendo otra lanza, Héctor desenvainó la espada y arremetió contra Aquiles, que<br />

luchaba aún con su lanza. A los pocos instantes, Héctor caía al suelo herido de muerte. En<br />

su agonía pudo aún suplicar el héroe troyano:<br />

-Entrega, ¡oh, poderoso Aquiles!, mi cadáver a mis parientes para que en tierras de Troya lo<br />

quemen en la pira. No dejes que los perros lo devoren junto a vuestras naves.<br />

Mas Aquiles, enfurecido todavía por la muerte de su muy amado amigo Patroclo, no quiso<br />

acceder al justo ruego del hijo de Príamo. Despojó de sus armas el cadáver de Héctor y<br />

dejó que los griegos lo ataran a las colas de varios caballos que, a todo galope, partieron<br />

29


Antología de la Ilíada y de la Odisea<br />

hacia las naves griegas, mientras, desde las murallas, Hécuba, Príamo y Andrómaca, la triste<br />

esposa, contemplaban aquella acción horrible.<br />

Todavía duró la guerra doce largos y terribles días. Al cabo de ellos, el anciano Príamo<br />

llegó hasta el campamento griego y, de rodillas ante Aquiles, le suplicó que quisiera<br />

devolverle el cadáver de su hijo amado. Conmovido, Aquiles accedió a devolvérselo.<br />

Hombres y mujeres recibieron en Troya el destrozado cadáver de su príncipe con grandes<br />

lamentos. Torrentes de lágrimas surgían de los ojos de Hécuba, de quien Héctor era el más<br />

amado hijo. Y Andrómaca, la esposa, elevaba hasta el cielo así sus lamentos:<br />

-¡Oh esposo mío, cuya muerte en plena juventud me deja viuda! ¡Tú has sido el único, el<br />

último defensor de los troyanos, que ahora serán hechos prisioneros y llevados a las naves<br />

cóncavas de los griegos! Mi hijo no llegará a la juventud porque antes nuestra ciudad será<br />

arrasada. Y si llega, tendrá que ejercer los más viles oficios.<br />

La triste Helena, causa de tantas desdichas, lloró también ante el cadáver de Héctor.<br />

-Tú, hermano mío -clamó-, has sido en esta tierra donde todos me detestan, el único que<br />

me ha querido. Ya no queda en Troya quien pueda mostrarme bondad.<br />

Los restos de Héctor fueron quemados en la pira. Sus blancos huesos fueron después<br />

encerrados en una urna de oro sobre la que se elevó suntuosísimo túmulo.<br />

Como él mismo había predicho, Aquiles murió al poco tiempo. Le mató una flecha de<br />

Paris. También este héroe pereció a causa de una flecha lanzada al azar durante la noche<br />

por un aventurero. Dio el último suspiro en brazos de Helena.<br />

Y llegó un día en que los griegos incendiaron su campo. Después, se hicieron a la mar. Al<br />

irse, dejaron en la playa un inmenso caballo de madera. Y sucedió que los troyanos, viendo<br />

huir en las naves a los griegos, diéronse por vencedores y se apresuraron a apoderarse del<br />

caballo de madera y a llevarlo dentro de la ciudad como prueba de su victoria.<br />

Y sucedió también que terminadas las fiestas y luminarias con que los troyanos celebraban<br />

tan fausto suceso; cuando todos en la ciudad dormían, salieron de dentro del colosal<br />

caballo los más aguerridos soldados griegos y, abriendo las puertas de la ciudad al resto del<br />

ejército que aguardaba escondido fuera, pasaron a cuchillo a los troyanos e incendiaron la<br />

ciudad de Troya.<br />

Menelao recuperó a su esposa Helena y la llevó de nuevo a su país, donde reinaron felices.<br />

Mas, ante los muros de Troya, quedaron muertos, a causa de su fatal hermosura, los<br />

guerreros esforzados que eran la flor de las juventudes griega y troyana.<br />

30


Antología de la Ilíada y de la Odisea<br />

La Odisea<br />

31<br />

ULISES Y LOS CÍCLOPES<br />

Largo tiempo aguardó Ulises que sus hombres<br />

volvieran; mas, al ver que las horas pasaban<br />

sin que los navegantes regresaran, empezó a<br />

inquietarse y temió que hubieran caído en<br />

alguna emboscada de los naturales del país.<br />

Descendió de la nave y penetró a su vez en la<br />

isla. No tardó en darse cuenta de lo que<br />

ocurría al verlos dormidos y al observar que<br />

no querían apartarse de aquellos lugares por<br />

nada del mundo. Mas él, con los remeros del<br />

barco que no habían bajado antes,<br />

prohibiendo a éstos que comieran de la flor<br />

fatal, arrancó a los otros navegantes de<br />

aquellos lugares, los hizo llevar a las naves, los<br />

ató fuertemente a los bancos de los remeros y<br />

dio orden de partir inmediatamente para<br />

impedir que ninguno volviera a comer de la<br />

flor del loto, que hace olvidar penas, deberes y<br />

amor. Y aquellos hombres, recordando ahora<br />

sus sueños dichosos, iban llorando por tener<br />

que abandonar aquel delicioso lugar.<br />

Siguieron las naves de Ulises su ruta, cortando con la afilada proa las encrespadas olas.<br />

Largos días navegaron con buen viento, y al fin alcanzaron a ver una hermosa isla, en la que<br />

Ulises quiso detenerse.<br />

Era aquella isla el pueblo de los cíclopes: una tierra hermosísima, cubierta de fértiles<br />

campos, de generosos viñedos y bosques umbrosos. Había también en aquel país, un<br />

hermosísimo puerto natural, y en el extremo de la tierra que la formaba, una fuente de agua<br />

purísima, rodeada de espesos árboles que daban rica sombra. Aquel puerto natural, refugio<br />

de las naves que por allí pasaban, inspiró a Ulises el vivo deseo de hacer un alto en aquel<br />

país.<br />

Mas, hay que saber que los cíclopes, o sea, los habitantes de aquella isla, eran un pueblo<br />

salvaje de enormes gigantes que vivían en cavernas sin reconocer ley ni jefe, ni confiar en<br />

los dioses; que no se tomaban el trabajo de cultivar las fértiles tierras, tan generosas sin<br />

embargo, que les daban ricas cosechas de trigo y de cebada, al mismo tiempo que vides<br />

espléndidas les proporcionaban el más exquisito de los vinos.<br />

Cuando Ulises llegó con sus hombres al país de los cíclopes era de noche y sin luna. No<br />

obstante, pudo anclar en la orilla perfectamente y dormir con tranquilidad hasta que<br />

despuntó la aurora. Entonces, él y sus hombres empezaron a explorar la isla, hallando<br />

numerosos animales, habitantes únicos de los bosques, a los que dieron muerte,<br />

preparándose con su carne un gran festín. Mientras comían, vieron que en el interior de<br />

aquella tierra elevábanse al cielo multitud de columnitas de humo y oyeron voces de<br />

hombres y balar de ovejas. Ulises y sus hombres pasaron el día regalándose con los frutos<br />

del rico país, y al llegar la noche, de nuevo durmieron sobre la arena tranquilamente, sin<br />

que nadie los molestara. Al despuntar otra vez la nueva aurora, Ulises dijo a sus hombres:<br />

-Volved a las naves mientras yo, con algunos de los nuestros, me interno en esta tierra para<br />

ver qué clase de gentes la habitan.


Antología de la Ilíada y de la Odisea<br />

Así lo hicieron los navegantes, y Ulises, en compañía de los doce héroes más valientes que<br />

con él iban, se adentró en la tierra de los cíclopes. No tardaron en ver una gran cueva, cuya<br />

entrada estaba oculta por espeso ramaje de laurel y que, en conjunto, semejaba las que<br />

hacen los pastores para guardar su ganado.<br />

Rodeábala una alta cerca formada por gruesos troncos y piedras inmensas.<br />

Ulises, llevando un pellejo de cabra lleno de vino riquísimo, tan dulce como la miel, y un<br />

zurrón bien repleto de la caza conseguida el día anterior, penetró en la cueva.<br />

Era aquel recito la habitación de un horrible gigante, tan espantoso como no puede<br />

imaginarse; su estatura era colosal, su corpulencia cual la de una mole de piedra, y en medio<br />

de la frente tenía un solo ojo, cuya mirada ponía espanto en el ánimo de quien le veía. Era<br />

el hijo predilecto de Neptuno, dios del mar, se llamaba Polifemo y se ocupaba en guardar<br />

sus rebaños y de hacer quesos con la leche que sus cabras le daban.<br />

Cuando Ulises y sus hombres penetraron en la cueva de Polifemo, el gigante no estaba allí.<br />

Tampoco estaba el rebaño, al cual había ido a apacentar en sus fértiles campos. Sólo<br />

estaban los más tiernos cabritos. Las paredes aparecían llenas de estantes con quesos<br />

riquísimos, y veíanse por toda la cueva, esparcidos, multitud de tarros y ollas, en que el<br />

gigante guardaba la leche.<br />

Los compañeros de Ulises hablaron así a su jefe:<br />

-¿Por qué no nos apoderamos de estas cosas y las llevamos a la nave? También algunos de<br />

nosotros podríamos volver para llevarnos los cabritos, y así no saldríamos de este país sin<br />

algún botín.<br />

Pero Ulises era generoso y no gustaba de portarse como un ladrón. Él quería el rico botín<br />

ganado en guerra y legítima lucha, pero desdeñaba tales raterías. No hizo caso, pues, de las<br />

insinuaciones de sus hombres, y les dijo que su intento era aguardar a que el gigante<br />

volviera para proponerle que le tratara como amigo, ofreciéndole el vino y las viandas que<br />

él y sus hombres llevaban a cambio de los bienes que el cíclope amistosamente quisiera<br />

ofrecerle.<br />

Los hombres, sumisos siempre a los mandatos del héroe, callaron y, en espera de que<br />

volviera el gigante, encendieron una hoguera, sentáronse en torno y se entretuvieron<br />

comiendo queso y bebiendo vino.<br />

Tardó el gigante en volver y hacia la caída de la tarde le vieron llegar los navegantes<br />

conduciendo sus numerosos rebaños; sus hombros soportaban un enorme haz de leña, tan<br />

grande, que dijérase que para formarlo había destruido un bosque entero. Así que hubo<br />

penetrado en la cueva, Polifemo cogió con una sola mano su pesada carga y la arrojó al<br />

suelo, haciendo un ruido tan espantoso que Ulises y sus hombres, sin poder contener su<br />

espanto, fueron a ocultarse en los rincones más apartados de la cueva. Penetraron durante<br />

largo rato en la cueva las cabras y ovejas. Después, Polifemo, sin esfuerzo alguno, levantó<br />

una piedra tan enorme, que veinte caballos no hubieran podido arrastrarla y cerró con ella<br />

la puerta de su habitación (con ella quedaron también encerrados el prudente Ulises y sus<br />

doce hombres).<br />

Después empezó lentamente a ordeñar sus animales y colocó los corderillos junto a sus<br />

madres para que mamaran. Puso la mitad de la leche ordeñada en unas ollas enormes para<br />

hacer con ella sus quesos, y la restante la dejó a un lado, en una vasija inmensa, para<br />

bebérsela de postre de la cena. Después encendió una hoguera tan grande, que en ella<br />

hubiera podido asar siete bueyes. Las llamas llegaron al techo, iluminando con su<br />

resplandor hasta las mas recónditos rincones de la cueva.<br />

A la luz de la llama advirtió entonces el gigante la presencia de Ulises y de sus navegantes.<br />

Sorprendido, lanzó una gran voz diciendo:<br />

-¿De dónde sois, de dónde habéis venido, extranjeros? ¿Sois mercaderes, marinos o piratas?<br />

¿Qué venís a hacer a mi casa?<br />

32


Antología de la Ilíada y de la Odisea<br />

La voz del gigante atronaba de tal modo los ámbitos de la cueva que los hombres de Ulises<br />

sintieron inmenso terror. Mas el héroe, repuesto ya de la primera impresión que le causara<br />

la espantosa catadura del gigante, le contestó:<br />

-Somos guerreros del rey Agamenón de Grecia, y volviendo de Troya, donde hemos<br />

luchado por nuestro rey, nos dirigíamos a nuestra patria cuando los vientos nos han<br />

impelido hacia esta isla. A tus pies te rogamos quieras darnos la hospitalidad que nuestro<br />

dios omnipotente, Júpiter, ordena que se conceda a los extranjeros.<br />

Pero el gigante, cruel como todos los de su raza, comprendiendo que nada tenía que temer<br />

de aquellos guerreros minúsculos, sonrió desdeñoso y dijo así.<br />

-Los cíclopes no tememos a los dioses, y por tanto no acatamos en nada sus órdenes. Y<br />

ahora dime, extranjero: ¿Qué os ha obligado a salir de vuestra nave? ¿Por qué estáis aquí?<br />

¿Tenéis la nave que hasta aquí os ha traído anclada cerca de estos lugares o al otro extremo<br />

de la isla?<br />

Ulises, siempre y ante todo prudente, comprendió que el gigante le hacía tales preguntas<br />

con el ánimo de apoderarse de los hombres que en la nave pudieran quedar. Y entonces<br />

contestó:<br />

-La tempestad ha destrozado nuestras naves. Sólo estos hombres y yo hemos podido<br />

escapar del naufragio.<br />

Entonces, Ulises y sus hombres vieron avanzar hacia ellos la enorme mole humana de<br />

Polifemo. Cogió el gigante con una sola mano a dos de los navegantes y les golpeó la<br />

cabeza contra el suelo hasta rompérsela. Después los abrió en canal, los asó a la lumbre de<br />

la hoguera y, una vez estuvieron a punto, los devoró sin dejar ni los huesos. Mientras<br />

comía, regalábase con largos tragos de leche, y cuando estuvo satisfecho su apetito, se<br />

tendió en el suelo de la cueva y se quedó profundamenle dormido.<br />

No hay que decir que Ulises y los diez compañeros que quedaban vivos permanecían<br />

paralizados por el espanto, verdaderamente horrorizados ante la cruel y bárbara escena que<br />

acababan de presenciar y ante la muerte espantosa de sus amigos y compañeros de armas.<br />

No obstante, al ver al gigante dormido, Ulises llamó a su lado a sus hombres, y juntos<br />

empezaron a fraguar planes para salvarse de la muerte que los aguardaba. Lo primero que<br />

Ulises propuso fue, naturalmente, lo más breve: desenvainar la espada y clavarla en el<br />

pecho de Polifemo. Una consideración los detuvo sin embargo. La enorme piedra que<br />

cubría la entrada era tan pesada, que ni cincuenta hombres hubieran podido moverla, de<br />

modo que, aun cuando el gigante muriera, ellos no se salvarían tampoco, pues quedarían<br />

allí encerrados, como en una ratonera, y, terminadas las provisiones de queso, acabarían<br />

por perecer de hambre. Así permanecieron toda la larga noche, lamentando su triste suerte<br />

y formando planes para su salvación, aunque sin acabar de hallar ninguno que los<br />

satisfaciera. Apenas despuntó el día, el gigante se despertó; encendió de nuevo una<br />

inmensa hoguera, ordeñó sus ovejas y puso al lado de cada una su corderillo. Después,<br />

como hiciera la noche anterior, mató a dos hombres, los abrió en canal, los asó a la llama<br />

de la hoguera y se los almorzó bonitamente. Hecho esto, levantó la enorme mole de piedra<br />

que tapaba la entrada de la cueva, hizo salir fuera al rebaño, salió él también y volvió a<br />

colocar en la entrada la enorme puerta.<br />

Los pobres navegantes y el prudente Ulises quedaron de nuevo encerrados en aquel antro<br />

oscuro, seguros ya de la triste suerte que les tocaría sufrir en cuanto el gigante volviera. En<br />

vano hacían mil planes, se consultaban, se torturaban, buscando el modo no sólo de hallar<br />

la huida, sino también de vengar a sus cuatro desgraciados compañeros. Largo tiempo<br />

permanecieron en estas deliberaciones y, al fin, Ulises, que hacía un rato que se mostraba<br />

silencioso y pensativo, comunicó a los navegantes su plan. Cerca de la hoguera hallábase<br />

un gran tronco de olivo que, cuando estuviera seco, debía servir a Polifemo de bastón.<br />

Este tronco era tan alto como el mástil de una nave. Siguiendo siempre las órdenes de<br />

Ulises, los navegantes cortaron una parte del tronco, y el héroe, con gran habilidad lo aguzó<br />

33


Antología de la Ilíada y de la Odisea<br />

por uno de sus extremos hasta formar una larga punta; después endureció esta punta al<br />

fuego de la hoguera y ocultó el tronco donde el gigante, a su llegada, no pudiese verlo.<br />

Tratábase entonces de saber cuáles de los navegantes ayudarían a Ulises a hundir la punta<br />

del palo candente en el único ojo de Polifemo cuando al fin se rindiera al sueño. Se<br />

echaron suertes, y he aquí que la suerte señaló, precisamente, a los cuatro hombres que<br />

Ulises deseaba que le ayudaran.<br />

A la misma hora que el día anterior, al atardecer ya, regresó el gigante seguido de su rebaño,<br />

que, como de costumbre, encerró en la cueva. Levantó la gran piedra de la entrada, ordeñó<br />

sus ovejas y colocó junto a ellas los cabritos pequeños. Tras lo cual, cogió a dos hombres<br />

más y los asó para la cena.<br />

Cuando hubo terminado su horrible festín, Ulises avanzó desde el oscuro rincón de la<br />

cueva en que se hallaba y se acercó al gigante llevando en las manos una copa de rico vino.<br />

-Algo te falta después de tu festín de carne humana -dijo el héroe a Polifemo-. Prueba de<br />

este licor que nuestra nave contenía en gran abundancia.<br />

Cuando Polifemo hubo probado el rico vino de los griegos, chasqueó la lengua con delicia<br />

y se confesó a sí mismo que jamás habíá catado bebida tan deliciosa. Con voz atronadora,<br />

que en vano intentaba dulcificar la deliciosa sensación experimentada, gritó así a Ulises:<br />

-Me gusta vuestro vino, extranjero. Dame más y dime cómo te llamas. Quiero<br />

recompensarte. Aunque los viñedos de esta tierra producen enorme cantidad de vino, he<br />

de confesarte que jamás había probado néctar como el tuyo.<br />

Ulises, que nada deseaba tanto como que el gigante se embriagara, escanció del rico vino<br />

una y otra vez, y otra vez, hasta que Polifemo se tendió en el suelo completamente ebrio.<br />

Entonces, Ulises le dijo:<br />

-Puesto que eres tan generoso que quieres recompensarme, te diré mi nombre. Me llamo<br />

«Nadie», así me conocen mi familia y los hombres qué están a mis órdenes.<br />

El gigante se echó a reír, y contestó con crueldad:<br />

-Pues bien, amigo Nadie, quiero recompensarte como te he dicho: primero me comeré a<br />

todos tus compañeros y te dejaré a ti el último.<br />

Lanzó una gran carcajada y, habiendo hecho el vino su su completo efecto, se tendió cuan<br />

largo era quedando profundamente dormido. Al ver Ulises a Polifemo tendido en tierra,<br />

embriagado, rendido, se apresuró a llamar a sus hombres, reanimándolos con sus palabras y<br />

despertando en ellos el valor perdido. Juntos corrieron entonces todos a buscar el palo que<br />

habían escondido e, introduciendo su punta aguda en el fuego, la pusieron al rojo. Después<br />

lo retiraron, hundiéndolo Ulises y cuatro hombres más con toda su fuerza en el horrible ojo<br />

de Polifemo.<br />

Algo espantoso sucedió entonces. Recordando la crueldad del gigante y la muerte horrible<br />

de sus navegantes más queridos, Ulises, teniendo clavada la estaca en el ojo del cíclope, le<br />

dio vueltas hasta lograr que la sangre saliera a borbotones del ojo y que éste se vaciara.<br />

Púsose Polifemo en pie, lanzando gritos roncos como el trueno, gemidos estridentes, que<br />

hicieron retroceder a Ulises y a sus compañeros hasta los rincones más apartados de la<br />

cueva. De verdad imponía pavor el aspecto del gigante con el ojo vacío, del que colgaba<br />

todavía la estaca roja encendida y cubierta de sangre. Sin dejar de dar voces, Polifemo<br />

logró arrancarse el palo candente del ojo; lo arrojó a gran distancia y llamó con formidables<br />

gritos a sus hermanos, los otros cíclopes que habitaban en las cercanías en cuevas<br />

semejantes a la de Polifemo.<br />

Acudieron los cíclopes y preguntaron a Polifemo:<br />

-¿Qué te sucede hermano? ¿Por qué nos despiertas con esos gritos? ¿Es que te han herido<br />

o algún ladrón se ha apoderado de tus rebaños?<br />

Entonces Polifemo, ciego, desconsolado, gritó con voz tonante, ansioso de venganza:<br />

-¡Nadie me ha herido a traición!<br />

Y los cíclopes le contestaron:<br />

34


Antología de la Ilíada y de la Odisea<br />

-Pues, si tú mismo dices que nadie te ha herido, no sabemos por qué gritas así, y en nada<br />

podemos ayudarte.<br />

Y dicho esto, como todos los cíclopes eran hombres crueles, no muy compasivos del dolor<br />

ajeno, se marcharon tranquilamente a sus cuevas y dejaron allí a Polifemo rugiendo de<br />

dolor y de ira.<br />

El gigante buscó entonces en vano a los que le habían herido. Como estaba ciego, los<br />

astutos griegos podían perfectamente esquivar su persecución. El gigante, entonces,<br />

comprendió que era en vano que los buscara, y decidió que por lo menos no se le<br />

escaparan de la cueva. A tientas siempre, halló la gran piedra que cerraba la entrada y la<br />

apartó con su fuerza hercúlea. Después se sentó él mismo en el lugar de la piedra,<br />

atravesado en la entrada con los brazos abiertos para coger a los navegantes cuando<br />

pretendieran escaparse. Pero transcurrieron largar horas y el sueño le sorprendió así.<br />

Entonces nuevamente Ulises y su compañeros se reunieron para tratar del modo de<br />

recobrar su libertad.<br />

Y he aquí que Ulises, con su ingenio de siempre, creyó hallar un medio de fuga. En los<br />

rebaños del gigante había carneros muy grandes y fuertes, de espeso vellón negro. Ulises,<br />

haciendo con varios mimbres que por la cueva encontrara una fuerte trenza, sujetó de tres<br />

en tres varios grupos de carneros; después, también con los mimbres, ató a cada uno de sus<br />

hombres debajo del vientre del carnero que quedaba en el centro del grupo.<br />

Él mismo se colgó en la misma forma que sus compañeros debajo del carnero más alto y<br />

más fuerte. Y así, en tan incómoda posición, aguardaron con paciencia los navegantes a<br />

que el alba rompiera. Apenas despuntó la aurora, las ovejas empezaron a balar y los<br />

carnerillos a impacientarse, deseosos de salir a pacer en los verdes campos.<br />

Entonces Polifemo se despertó, disponiéndose a salir con sus rebaños. Según pasaban por<br />

la puerta los animales, Polifemo les pasaba la mano por encima del lomo, sin sospechar que<br />

era debajo de ellos donde los hombres de Ulises se ocultaban.<br />

Y sucedió que el carnero que llevaba a Ulises fue el último en pasar a causa de que la carga<br />

que llevaba era muy pesada. Como había hecho con los otros, Polifemo pasó la mano por<br />

encima del lomo de este carnero, que era su predilecto, y le dijo:<br />

-Tú, que siempre eras el primero en salir de la cueva, en guiar a tus compañeros, en buscar<br />

para ellos y para ti los pastos más verdes y las aguas más cristalinas, ¿cómo es que ahora<br />

eres el último? Sin duda, te entristece ver que Nadie se ha burlado de mí hiriéndome a<br />

traición y vaciándome mi único ojo. Si pudieras hablar, carnero mío, sin duda me dirías el<br />

lugar en que mi enemigo se oculta para que yo pudiera aplastarlo con mis manos.<br />

Mientras el gigante pronunciaba estas terribles palabras, Ulises le escuchaba y permanecía<br />

muy quieto, riéndose para sus adentros. Lentamente, fueron saliendo todos los animales de<br />

Polifemo, dirigiéndose a los verdes prados, camino del mar. Cuando ya estuvieron bien<br />

lejos de la cueva, cuando Polifenio se hubo quedado lejos, bien lejos de ellos, Ulises sacó su<br />

cuchillo de monte del pecho y se desató de su extraña cabalgadura. Inmediatamente, corrió<br />

a desatar también a sus hombres, y todos se apresuraron a llevar el rebaño hacia la playa,<br />

donde estaba su nave anclada. Temieron en algunos momentos que el gigante llamara a su<br />

rebaño y pudiera darse cuenta de su huida, pero, como Polifemo les creía todavía dentro de<br />

la cueva y bien encerrados en ella merced a la piedra enorme, no sucedió así, y pudieron<br />

llegar sanos y salvos a la nave, donde sus compañeros, inquietos ya por su suerte, se<br />

mostraron jubilosos al verlos llegar. No obstante, al relatar Ulises lo que les había<br />

acontecido en la isla y al saber los que en la nave habían quedado la triste suerte de sus seis<br />

compañeros, prorrumpieron en amargos lamentos y derramaron tristísimas lágrimas.<br />

Ulises, sin embargo, les dijo:<br />

-No es ésta hora de llorar. Apresurémonos a embarcar llevando con nosotros el rebaño del<br />

gigante.<br />

35


Antología de la Ilíada y de la Odisea<br />

Cuando todos estuvieron en la nave, cuando los remos agitaron el agua y el bajel<br />

emprendió la ruta que debía alejarlos de la terrible tierra de los cíclopes, Ulises, antes de<br />

perder de vista aquellos lugares espantosos, gritó con toda la fuerza de su voz:<br />

-¡Polifemo, cruel monstruo, óyeme! Júpiter y los dioses en que no crees te han castigado<br />

cruelmente por tus crímenes. ¡Tú, que devoras a los extranjeros que te piden hospitalidad,<br />

bien mereces quedarte ahí ciego y burlado!<br />

Polifemo, que se hallaba todavía sentado a la puerta de su cueva, se levantó furioso al oír<br />

estas palabras, comprendió que el falso Nadie se había, de nuevo, burlado de él y arrancó<br />

de cuajo una inmensa roca que formaba la cima de una colina, arrojándola al mar con tal<br />

fuerza, que fue a caer muy cerca del bajel de Ulises. Tan cerca cayó, tan violento fue el<br />

golpe recibido por las aguas, que el oleaje hizo volver a la nave hasta cerca de la orilla. Pero<br />

Ulises dio órdenes a sus hombres de que volvieran a empujar con los remos la nave mar<br />

adentro, con la ligereza necesaria para que el gigante no pudiera lastimarlos con otra roca.<br />

Cuando estuvieron a alguna distancia, Ulises quiso gastar a Polifemo una nueva burla, sin<br />

que bastaran a convencerle las súplicas de sus hombres, que le rogaban no se expusiera a la<br />

cólera del monstruo, que, aun ciego y desvalido, podía aplastar la nave, aplastarlos a ellos,<br />

sólo de una pedrada.<br />

Ulises no quiso escucharlos y gritó:<br />

-¡Cruel Polifemo! ¡Si alguien te pregunta qué ha sido de tu ojo, dile que te lo vació Ulises,<br />

rey de Ítaca!<br />

Entonces dejóse oír un gemido más lúgubre y espantoso que todos los que hasta aquel<br />

momento el gigante había lanzado. Gritó así Polifemo:<br />

-Hace tiempo me predijo un oráculo que Ulises de Ítaca me dejaría ciego. Mas yo,<br />

aguardaba ver llegar a un héroe poderoso, a un guerrero lleno de fuerza, y no a un pobre<br />

enano que ha tenido que emborracharme, no atreviéndose a luchar frente a frente conmigo.<br />

Pero, de todos modos, tu astucia me agrada, Ulises de Ítaca. Vuelve a tierra y te trataré<br />

como mereces. De otro modo, Neptuno, mi padre, Dios del mar, me vengará<br />

devolviéndome mi ojo perdido.<br />

Ulises no hizo caso de las promesas del gigante, cuya crueldad conocía. Pero la burla le<br />

agradaba.<br />

-¡Tu padre no te devolverá tu único ojo perdido! ¡Nunca más volverás a ver el sol!<br />

De nuevo, el gigante se desesperó, gritó, se arrancó los cabellos, se retorció las manos, alzó<br />

la cabeza y levantó los brazos llamando a Neptuno, dios del mar, y pidiéndole que castigara<br />

a Ulises. Así gritaba con voz atronadora:<br />

-¡Haz, Neptuno, padre mío, que, si el rey de Ítaca logra volver a su patria, ello sea tarde y<br />

mal; que pierda antes a sus compañeros, que no conserve sus naves y que no halle en su<br />

hogar la paz que desea!<br />

No contestó Neptuno, pero escuchó el ruego de Polifemo, su hijo. Al acabar de decir tales<br />

palabras, el gigante, con redoblada fuerza, arrancó otra roca y la arrojó contra la nave de los<br />

griegos. Ésta cayó tan cerca del bajel de Ulises, que tocó el extremo del gobernalle, pero las<br />

olas que levantó empujaron la nave hacia delante, y pronto Ulises y sus hombres se hallaron<br />

junto a las otras naves en alta mar.<br />

Los remos de los héroes de Troya se hundían en las aguas tranquilas cada vez más lejos de<br />

la horrible tierra de los cíclopes. Pero Ulises y sus navegantes, aunque a salvo ya, no<br />

estaban contentos. En sus corazones reinaba la tristeza de haber perdido a seis de sus<br />

compañeros mejores.<br />

36<br />

ULISES Y LAS SIRENAS


Antología de la Ilíada y de la Odisea<br />

Entre los peligros de que Circe advirtió a Ulises, era acaso el mayor el que debía correr al<br />

pasar ante la isla de las Sirenas.<br />

Era ésta una isla bellísima, que se encontraba en medio del Océano, y que estaba<br />

únicamente habitada por unas extrañas mujeres, hijas del mar, que, de cintura para abajo,<br />

tenían la forma de grandes pescados. Las Sirenas, seres cruelísimos, gustaban de<br />

permanecer sentadas sobre la hierba de los prados a la orilla del mar entonando dulcísimas<br />

y atrayentes canciones. Y hay que saber que más bellas y hechiceras que sus rostros eran<br />

sus voces. Atraídos por ellas, los marineros cuyos bajeles pasaban por aquellos sitios no<br />

podían resistir la tentación de desembarcar en la isla. Entonces, las infames Sirenas los<br />

mataban; en los prados y en las playas donde las Sirenas vivían, se amontonaban las<br />

calaveras, las osamentas de los hombres asesinados por ellas. Mas desde el mar no se veía<br />

tan horrible espectáculo, y sí sólo las flores espléndidas, los bellos rostros Y las cabelleras<br />

flotantes de las Sirenas.<br />

Y se escuchaba sobre todo su canto, aquel canto delicioso, incomparable, que, acompañado<br />

por el leve murmullo de las olas que iban a morir blandamente en la playa, atraía a los<br />

marineros y los hacía víctimas del cruel encanto.<br />

-Aquel que se acerca a la isla de las Sirenas y escucha su bella canción no vuelve a ver jamás<br />

a su mujer ni a sus hijos -había dicho Circe al prudente Ulises.<br />

Y le había dado instrucciones para evitar tal peligro.<br />

Y he aquí que el bajel en que Ulises navegaba por el mar azul se acercaba, impelido por la<br />

brisa, a la isla de las Sirenas. Mas éstas lograron calmar el viento con sus conjuros; las olas<br />

quedaron tranquilas, y fue preciso a los tripulantes tomar los remos y empujar la nave con<br />

toda su fuerza. Ni una ráfaga de viento hinchaba las velas, y la nave apenas podía avanzar<br />

para alejarse de aquellos lugares.<br />

Entonces, muy lejano todavía, casi como un eco, empezó a oírse un cántico dulcísimo.<br />

Era la voz de las Sirenas. Siguiendo las instrucciones de la maga, Ulises cogió una barrita<br />

de cera, la cortó en pedazos con su espada de bronce, la moldeó con sus fuertes dedos, y<br />

tapó con ella los oídos de los tripulantes, a fin de que no pudieran oír el canto de las<br />

Sirenas. Él no se tapó los oídos, pero -siempre cumpliendo lo que Circe le aconsejara-<br />

ordenó a sus hombres que le ataran de pies y manos al mástil, tan fuerte como les fuera<br />

posible, y que, aunque él, al escuchar la voz de las Sirenas, les rogara por señas que lo<br />

desataran, no le hicieran caso, antes redoblaran sus ligaduras.<br />

Recordando siempre los consejos de Circe, una vez estuvo Ulises atado de pies y manos al<br />

mástil de su navío, ordenó a sus hombres que aceleraran la marcha de la nave. Y ellos,<br />

aunque tenían los oídos tapados y no podían oír, comprendieron bien las señas que el<br />

héroe les hacía y hundieron con gran fuerza los remos en la onda.<br />

Corría, corría el bajel de Ulises al pasar ante la isla de las Sirenas. Y ellas lo vieron v<br />

entonaron con la más dulce voz la más dulce de las canciones.<br />

-Ven, acércate, valiente Ulises, gloria y honor de los aqueos -decían las palabras de su<br />

cántico-. Detén el negro navío y escucha nuestra canción. Ningún héroe pasa jamás de<br />

largo por este lugar sin escuchar nuestras voces, dulces como la miel, que alegran el alma y<br />

acrecentan la sabiduría. Nosotras lo sabemos todo y conocemos por tanto los grandes<br />

trabajos que habéis pasado ante la ciudad de Troya. Cantaremos para ti la gloria de las<br />

victorias griegas y te predeciremos el porvenir. ¡Ven, acércate, valeroso Ulises!<br />

Ulises oyó aquellas voces y sintió que el alma quería volar hacia el lugar de donde partían.<br />

Y miró a la playa y vio a las Sirenas tendidas entre las flores, tan hermosas como jamás<br />

pudo él imaginar que mujer alguna lo fuese. Entonces hizo señas a sus hombres de que lo<br />

desataran, de que lo dejaran libre de irse con las Sirenas.<br />

Los otros navegantes, como llevaban los oídos tipados con cera, no escuchaban la canción<br />

melodiosa de las Sirenas y no experimentaban tentación alguna. Por tanto, Euríloco, al ver<br />

las desesperadas señas que Ulises les hacía, al mismo tiempo que luchaba por desligarse de<br />

37


Antología de la Ilíada y de la Odisea<br />

sus ataderos, comprendió que el héroe se sentía atraído por el encanto de las pérfidas<br />

Sirenas, y en unión de otro tripulante corrió, no a desatarle, sino, por el contrario, a ligarle<br />

con mucha más fuerza. En tanto, los marineros, sordos, remaban, remaban... Y tanto y tan<br />

bien remaron, que no tardaron en estar lejos de la peligrosa isla de las Sirenas. Cuando<br />

Ulises dejó de oír en absoluto su cántico, se tranquilizó y dio orden a los tripulantes de que<br />

se quitaran la cera de los oídos. Lo hicieron ellos y lo desataron. El peligro había pasado.<br />

Mas otro les aguardaba. Un ruido, bien distinto del cántico de las Sirenas, se oía ya.<br />

Pasaban entonces los navegantes por las Rocas Erráticas, peligro del que también Circe los<br />

había avisado. Contra aquellas rocas chocaban incesantemente, cual si quisieran cubrirlas,<br />

formidables olas. Ni aun las aves de rapiña podían atravesar por aquellos lugares sin ser<br />

arrastradas por las furiosas aguas. Y un remolino imponente lanzaba de modo continuo a<br />

la superficie los restos de los navíos y los cadáveres de los marineros que en él perecieran.<br />

El rugido del mar era allí más horrísono que el de veinte tempestades juntas. Por él<br />

comprendió Ulises que se hallaba ante las Rocas Erráticas. Los tripulantes, aterrorizados,<br />

soltaron los remos. Mas Ulises, sin perder el valor ni un momento, les dijo palabras que les<br />

devolvieron los ánimos:<br />

-Amigos, no somos ya gente inexperta en fatigas y penalidades. Éste que ahora nos<br />

amenaza no es acaso tan grande como el de la cueva de Polifemo, y, al fin, logramos de<br />

aquel peligro salir sanos y salvos. Igualmente habremos salido de éste dentro de muy poco<br />

si cumplís lo que voy a mandaros.<br />

Y, siguiendo siempre las recomendaciones de Circe, continuó:<br />

-Vosotros, mis valientes remeros, apoyaos con toda vuestra fuerza en el remo, hundiéndolo<br />

en el agua de modo veloz para pasar pronto por entre las rocas. Y tú, timonel, procura<br />

mantener el navío siempre en línea recta, cuidando al mismo tiempo de no chocar contra<br />

las rocas y de evitar la furia de las olas.<br />

Así lo hicieron los navegantes y lograron atravesar por entre las Rocas Erráticas sin perder<br />

la vida. Mas he aquí que las Rocas Erráticas no eran el único peligro que en aquellos<br />

lugares los amenazaba.<br />

38<br />

NUEVOS PELIGROS<br />

Al hablar a sus hombres del peligro de las Rocas Erráticas, diciendo que no era en modo<br />

alguno superior al que en la cueva del cíclope los amenazara, calló Ulises, de propósito, los<br />

nombres de Escila y Caribdis, que él también conocía por Circe. Temía, sin duda, el héroe<br />

prudente que los navegantes, aterrorizados por tantos peligros, perdieran los ánimos,<br />

abandonaran los remos y se perdieran, perdiendo la nave.<br />

Porque más allá de las Rocas Erráticas había un lugar no muy ancho por el que debía pasar<br />

el bajel y en el que, frente a frente, se elevaban dos inmensas rocas. Una de ellas, muy<br />

negra, y tan alta que parecía amenazar al cielo, estaba, aun en los más hermosos días de<br />

verano, coronada por negrísima nube. Era esta roca tan resbaladiza como el cristal, y, por<br />

ello, ningún mortal, aunque hubiera tenido veinte pies y veinte manos, hubiese podido<br />

trepar por ella. En aquella roca, dentro de una oscura cueva, vivía un horrible monstruo<br />

llamado Escila, que de día y de noche ladraba como un perro salvaje. Toda la parte inferior<br />

de su cuerpo permanecía oculta dentro de la cueva que le servía de albergue, de la que salía<br />

únicamente la parte superior: doce patas y seis cabezas. La boca de cada una de estas<br />

cabezas tenía tres hileras de agudísimos dientes. Cuantos animales pasaban por aquellos<br />

lugares, fueran gaviotas, delfines o aves de rapiña, eran engullidas por el fiero monstruo.<br />

No hay que decir que, cuando pasaba algún navío, el festín era completo, pues cada una de<br />

las seis cabezas del monstruo arrebataba y devoraba a un marinero.


Antología de la Ilíada y de la Odisea<br />

En la roca que estaba frente a ésta crecía un árbol cubierto de frondosas hojas. Debajo de<br />

ellas habitaba otro terrible monstruo que, tres veces al día, absorbía como una tromba el<br />

agua del mar, haciéndola penetrar en su cueva y devolviéndola luego afuera. Todo cuanto<br />

por el mar pasaba en el momento en que el monstruo chupaba las aguas penetraba también<br />

en la caverna del monstruo y salía convertido en restos informes. De todo esto -que el<br />

prudente Ulises había callado a sus hombres- le había dado cuenta la previsora Circe, la de<br />

las trenzas de oro, añadiendo:<br />

-Como Escila no es mortal, es inútil luchar contra él. No hay defensa ninguna para el<br />

hombre contra sus ataques. Será, pues, en vano que, fiado en tus armas y en tu gran valor,<br />

intentes combatir contra él. Lo único que puedes hacer es huir a todo remo, lo más deprisa<br />

que te sea posible.<br />

Pero Ulises, cuyo valor era indomable, al oír el furioso ladrido de Escila, olvidó las<br />

recomendaciones de Circe, y, revistiéndose de su rica armadura, se dispuso a luchar con el<br />

monstruo. Tomando dos largas lanzas, se colocó en la proa de la nave y fijó los ojos en la<br />

boca de la cueva, por donde debían aparecer las seis horribles cabezas.<br />

Mas no apareció Escila y, entonces, Ulises volvió sus ojos hacia el remolino de Caribdis. El<br />

monstruo formaba la espantosa tromba engullendo el agua del mar hacia el interior de su<br />

caverna. Pálidos y temblorosos de temor, los marineros remaban con toda su fuerza, mas,<br />

apartándose de Caribdis cuanto podían para no caer en la tromba, se acercaron a la caverna<br />

de Escila. Y salieron entonces de sus profundidades las seis espantosas cabezas del<br />

monstruo, que arrebataron a otros tantos marineros de la nave de Ulises.<br />

Las infelices víctimas de Escila tendieron los brazos al héroe implorando al mismo tiempo<br />

con la mirada su vano auxilio, y fue aquella la escena más triste que los ojos de Ulises<br />

presenciaron en tantos años de penalidades y fatigas.<br />

Alejábase al fin la nave de aquellos espantosos lugares. Apenas si podían moverse, tan<br />

rendidos estaban de la lucha con los monstruos y con los elementos los hombres de Ulises.<br />

Y he aquí que, dejando ya atrás, muy atrás, los horribles peligros, vieron los navegantes una<br />

isla hermosísima, cubierta de la hierba más verde y lozana que pueda soñarse. En aquellos<br />

prados pacían bellísimas vacas de ancha frente y ovejas magníficas. Contemplándolas<br />

desde el puente de su bajel, comprendió Ulises que era aquella la isla en que se guardaban<br />

los ganados del Sol, de la cual Circe le había hablado. Y recordó las palabras de la maga:<br />

-Si tú o tus hombres matáis alguna de las vacas del Sol, la más completa ruina caerá sobre la<br />

nave y los que la tripulan, y aun cuando tú puedas salvar la vida, perderás a todos tus<br />

compañeros y regresarás a tu patria en el más miserable estado.<br />

Ulises, arrepentido de haber olvidado, aun por un momento, los consejos de Circe, ordenó<br />

a sus hombres que pasaran de largo ante la isla prometedora. Pero los navegantes<br />

murmuraron un momento entre sí, hasta que, destacándose Euríloco de entre ellos, habló<br />

de este modo:<br />

-Tú pareces de hierro, Ulises, pues ninguna fatiga te rinde. Mas piensa que tus hombres<br />

son de carne y hueso y ya no pueden más, pues están agotados, y ahora que tenemos a la<br />

vista una hermosa tierra, tú les mandas pasar de largo ante tan bella isla. ¿Por qué te<br />

empeñas en que sigamos navegando durante la negra noche que ya se acerca, y que es la<br />

hora en que se desatan los más contrarios vientos? Si sobreviene una tormenta, ¿cómo<br />

podrán nuestros hombres defender el navío contra ella estando, como están, agotados?<br />

Déjanos desembarcar, reposar en tierra, y mañana seguiremos la navegación.<br />

Todos los navegantes se unieron a la súplica de Euríloco. Aunque partiéndosela el<br />

corazón, que presentía algún nuevo desastre, Ulises accedió.<br />

-Puesto que estoy yo solo contra todos, no me queda más remedio que cumplir vuestro<br />

gusto -dijo-. Mas prometedme que, por muy hermosas vacas y muy espléndidas ovejas que<br />

veáis, no caeréis en la tentación de matar animal ninguno y os contentaréis con los<br />

manjares que Circe nos dio al partir de su palacio y que aún llevamos a bordo.<br />

39


Antología de la Ilíada y de la Odisea<br />

Juráronlo así gustosos los navegantes, y la nave fue anclada en un pequeño puerto natural.<br />

Tras lo cual, los guerreros prepararon la cena y comieron alegremente. Tranquilos ya,<br />

hablaron largo rato de los compañeros que les había arrebatado Escila, el terrible monstruo,<br />

y se durmieron llorando su pérdida.<br />

Aquella noche estalló en el mar una tempestad espantosa, y al amanecer soplaba un<br />

fortísimo viento. En vista de ello, Ulises y sus hombres condujeron la nave a una cueva,<br />

donde quedó resguardada de la tormenta, y ellos permanecieron en la bella isla. Un largo<br />

mes duró la tormenta, y era tan malo el tiempo, presentábase cada noche y cada mañana<br />

tan amenazador el cielo, que los navegantes no se atrevían a hacerse a la mar. Al principio,<br />

esta forzosa permanencia en tierra los alegró; las provisiones que Circe les regalara eran<br />

abundantes y duraron todavía largos días. Los navegantes comían, bebían y vivían gozosos<br />

sin que ningún peligro los amenazase ni les desvelara ningún cuidado.<br />

Pero transcurrido algún tiempo las provisiones escasearon, llegaron, al fin, a su término, y<br />

los navegantes tuvieron que dedicarse a la caza y a la pesca por la isla para acallar el<br />

hambre. Pero ni la pesca ni la caza eran allí abundantes, y pronto los navegantes<br />

empezaron a padecer hambre sin poder satisfacerla. Ulises dolíase de aquella triste situación<br />

y, más fuerte y abnegado que sus compañeros, cuando los veía sufrir se retiraba a lo más<br />

profundo de un bosque y allí invocaba a los dioses para que remediasen su mal. No podían<br />

hacerse a la mar, pues el viento soplaba más furioso cada vez.<br />

Un día en que Ulises se hallaba solo en el interior del bosque, Euríloco convocó a todos los<br />

navegantes y empezó a darles malos consejos.<br />

-Es verdad -les dijo- que hemos sufrido males sin cuento y que ya deberíamos estar a ellos<br />

acostumbrados. Pero yo os digo que ninguno de los que hemos sufrido ni de los que<br />

puedan quedarnos por sufrir es tan horrible como éste de irnos muriendo lentamente de<br />

hambre. Ello es, además, una tontería, teniendo, como tenemos, al alcance de la mano,<br />

vacas hermosísimas. Sacrifiquemos, si os parece, las terneras más jóvenes, que, cuando<br />

estemos en Ítaca, tiempo nos quedará de elevar al Sol magnífico templo y ofrecerle en él<br />

nuestros sacrificios.<br />

Escucharon atentamente los demás navegantes a Euríloco y le aclamaron entusiasmados<br />

tras oír su proposición. Sin perder tiempo, antes de que Ulises pudiera regresar y<br />

sorprenderlos, se apoderaron de algunas vacas, las más hermosas de cuantas por allí pacían,<br />

las mataron y, encendiendo una magna hoguera, asaron en ella, a fuego vivo, grandes<br />

tajadas de la carne de los animales. Como aún conservaban algún vino del que se habían<br />

llevado en el barco, se regalaron a su gusto, comiendo y bebiendo hasta que no pudieron<br />

más.<br />

A todo esto, en el bosque, Ulises se había dejado rendir por el sueño. Sus hombres<br />

quedaron, pues, en libertad durante un buen rato para cometer la gran fechoría. Cuando<br />

Ulises, al despertarse, se encaminó al bosque, un fuerte olor de carne asada llegó hasta él,<br />

haciéndole prorrumpir en una exclamación de horror.<br />

Corrió hacia el lugar donde sus hombres estaban, y aún pudo ver los restos del festín en el<br />

suelo y sobre la hoguera. El espanto le paralizaba, permitiéndole apenas amonestar alos<br />

culpables. Además, el mal ya estaba hecho y era irreparable.<br />

No tardaron los imprudentes navegantes en participar del terror de su jefe. Las cosas más<br />

extrañas y espantosas acontecieron. Las pieles de los animales muertos serpenteaban por el<br />

suelo, y de los trozos cortados y ensartados en los asadores surgían mugidos de dolor,<br />

mientras se escuchaban por todas partes lamentos de vacas.<br />

Los navegantes, sin embargo, continuaron alimentándose con la carne de las vacas muertas<br />

durante los seis días que aún duró su permanencia en la isla. Transcurridos éstos, al llegar<br />

al séptimo, el tiempo abonanzó y fue posible a Ulises y a sus hombres poner a flote la nave,<br />

abandonando la isla.<br />

40


Antología de la Ilíada y de la Odisea<br />

Alejáronse de ella lo más rápidamente que les fue posible, y siempre con buen tiempo.<br />

Mas, apenas la hubieron perdido de vista, cuando una nube negra como la noche se cernió<br />

sobre la nave, mientras las aguas volviéronse también, en torno de ella, oscuras. Y sin dar a<br />

los navegantes tiempo de prepararse, desencadenóse la más horrible de las tempestades,<br />

que jugaba con la nave como con una débil caña. El mástil doblábase casi al empuje del<br />

viento. Y, al fin, cayó sobre el piloto, destrozándole la cabeza y arrojándolo al mar, al<br />

mismo tiempo que un rayo incendiaba la nave. Tumbóse ésta sobre un costado, y todos<br />

los hombres que la tripulaban, a excepción de Ulises, cayeron al agua. El héroe esforzado,<br />

agarrándose a la borda y hundiendo sus ojos en la profundidad de las aguas, vio cómo sus<br />

compañeros, hasta el último, desaparecían para siempre en el líquido abismo. Quedó<br />

solamente Ulises en la nave, que las olas y los vientos combatían aún furiosamente. Pronto<br />

quedó el bajel enteramente destrozado por la tempestad.<br />

El prudente y hábil Ulises sujetó el mástil a la quilla y se dejó empujar por el huracán. Toda<br />

la noche llevóle el viento a su loco capricho, hasta que, a la mañana, advirtió el héroe que<br />

en vez de avanzar había retrocedido y que de nuevo se hallaba entre Escila y Caribdis.<br />

Parecía imposible que el gran remolino de este último no le tragara, mas, cuando las<br />

míseras maderas a que Ulises se agarraba llegaron al vértice funesto, el héroe dio un salto<br />

formidable y quedó cogido al cabrahígo que crecía en la roca. Cuando Caribdis arrojó de<br />

nuevo al mar el trozo de mástil, Ulises se tiró rápidamente y se abrazó a él, alejándose<br />

rápidamente de aquellos lugares. Escila permanecía dentro de su cueva, y el héroe,<br />

impulsando la marcha del mástil con ayuda de los pies y de la mano que tenía libre, pudo a<br />

un tiempo librarse de los dos peligros fronteros.<br />

Nueve días con sus nueve noches fue Ulises de una parte a otra a merced de las olas. La<br />

fiera lucha contra los elementos amenazaba agotar sus fuerzas. El mástil estaba destrozado<br />

y era ya tan sólo un trozo de palo roto y carcomido. Cuando ya Ulises no podía más,<br />

cuando ya se abandonaba a la voluntad de los dioses, el trozo de mástil chocó contra la<br />

orilla de una isla.<br />

Y he aquí que aquella isla pertenecía a la hermosa diosa Calipso, la de las lindas y doradas<br />

trenzas, a quien temían todos los hombres.<br />

41<br />

LA TELA DE PENÉLOPE<br />

Largos fueron los años que Ulises combatió ante los muros de Troya. Largos, también, los<br />

que transcurrieron antes de que el héroe alcanzase a ver de nuevo las playas de su patria.<br />

En tanto, en Ítaca, el pequeño Telémaco iba haciéndose hombre.<br />

Recordaba siempre el niño a su padre, el héroe, de un modo vago, impreciso, y deseaba<br />

vivamente que volviera de nuevo. Amaba tiernamente a su madre, y por ella, más que por<br />

nada, deseaba el regreso del héroe.<br />

Sucedía que, como Ulises tardaba tantos y tan largos años en volver y el reino era muy rico<br />

y la reina era muy hermosa, los nobles de la corte ambicionaban que Penélope quisiera<br />

casarse con alguno de ellos. Eran malos y codiciosos, y lo que pretendían era posesionarse<br />

de los bienes y las tierras del rey desaparecido. Juzgaban que Ulises habría muerto y que,<br />

puesto que Telémaco era sólo un niño, no encontrarían obstáculos en su camino. Y los<br />

nobles fueron a instalarse en el palacio de Penélope y de Telémaco y permanecieron allí<br />

largo tiempo comiendo y bebiendo y disfrutando de las riquezas de Ulises. Era inútil que la<br />

reina quisiera resistirse a aquella situación que tanto la enojaba, pues cada uno de ellos le<br />

preguntaba:<br />

-¿Por qué no te casas conmigo?<br />

La reina no sabía cómo desentenderse de ellos, pues, además de que no olvidaba ni un solo<br />

momento a Ulises, y confiaba siempre en su regreso, odiaba a aquellos hombres codiciosos


Antología de la Ilíada y de la Odisea<br />

y autoritarios. Al fin, cada vez instada con más apremio por ellos para que se decidiera por<br />

uno o por otro, y cada vez más afligida y resuelta a aguardar a que Ulises volviera, imaginó<br />

un plan para aplazar su respuesta a los nobles indefinidamente. En la sala más hermosa de<br />

palacio instaló Penélope un telar, y en él comenzó a tejer con gran afán una hermosísima<br />

tela. Y apenas la hubo comenzado, instada de nuevo por los pretendientes, les contestó:<br />

-No puedo daros mi respuesta hasta que no acabe de tejer esta tela.<br />

Y, por mejor disimular, trabajaba todo el día en su tarea, afanosamente, más al llegar la<br />

noche, cuando los pretendientes estaban dormidos, deshacía lo que durante el día había<br />

hecho. Así, la labor no avanzaba ni un punto, no se acababa nunca y, con su término, se<br />

aplazaba la boda de la reina indefinidamente. Mas la vida de Penélope, lejos de su esposo y<br />

acosada siempre por los codiciosos pretendientes, era muy triste. La reina de Ítaca y<br />

Telémaco, su tierno hijo, lloraban con frecuencia juntos.<br />

Y he aquí que cierto día, mientras los pretendientes comían y bebían alegremente como si<br />

fueran ellos los dueños del palacio y del reino, Telémaco estaba tristemente apoyado en la<br />

puerta, pensando con nostalgia en el padre ausente, cuando de pronto vio llegar a un<br />

extranjero hermosísimo, ataviado con traje de guerrero, todo él de oro y plata. No era otro<br />

el recién llegado que la mismísima diosa Minerva, que, habiendo obtenido de los dioses<br />

permiso para libertar a Ulises, lo había logrado también para ir a Ítaca en ayuda del joven<br />

Telémaco.<br />

Al ver al hermoso desconocido -esto es, a Minerva, oculta bajo el traje de guerrero-,<br />

Telémaco se adelantó a recibirle, le despojó cortésmente de la lanza de bronce y de la<br />

espada, y le ofreció asiento en una de las más hermosas sillas, lejos del estrépito que los<br />

nobles hacían en su alborozado banquete.<br />

-Bienvenido seas a mi casa, extranjero -dijo el joven-. Come y bebe a tu placer, y dime<br />

después en qué puedo servirte.<br />

En vajilla de plata y oro hizo Telémaco que se sirvieran escogidos manjares y deliciosos<br />

vinos al desconocido. En tanto, los pretendientes de la reina alborotaban, jugando y<br />

riendo, después del banquete, en la estancia contigua.<br />

Telémaco los contemplaba con ira, y al fin dijo a Minerva:<br />

-Esos hombres creen que mi padre ha muerto y que sus huesos están desde hace tiempo<br />

cubiertos por el agua salada de los mares. Y por ello viven y comen y beben de lo que sólo<br />

a mi padre pertenece... ¡Cómo huirían los muy cobardes si mi padre estuviese vivo y se<br />

presentara, de pronto, en palacio! Dime tú, extranjero, que tal vez vienes de lejanas tierras,<br />

después de recorrer variados paises: ¿Has visto alguna vez a mi padre? ¿Sabes acaso si ha<br />

muerto o si aún vive?<br />

La diosa Minerva miró bondadosamente con sus ojos grises al joven Telémaco y le<br />

contestó con dulzura:<br />

-Tu padre vive aún, hermoso joven. Yo lo he visto y sé que se parece mucho a ti en la<br />

figura y en los ojos. Ahora se halla en una isla lejana, pero no tardará en volver a su patria.<br />

Muy contento Telémaco al oír la feliz noticia, y animado por la bondad que le mostraba el<br />

extranjero, le contó cuanto les sucedía a él y a su madre, así como los males de que era<br />

causa la codicia y desfachatez de los cortesanos.<br />

La diosa le escuchó con cariño y le dio consejos prudentes:<br />

-Es preciso que te portes como tu mismo padre se hubiera portado en tu caso. Mañana, en<br />

el Consejo, anuncia a los nobles tu resolución de que abandonen esta casa. Después, sé<br />

valiente, y las generaciones futuras alabarán tu nombre.<br />

Y, esto diciendo, la diosa concedió al joven un don del que él no se percató siquiera.<br />

Infundió en su corazón ánimo valeroso, y el que momentos antes fuera un muchacho triste<br />

y medroso se convirtió, en unos instantes, en un hombre fuerte y valiente.<br />

42


Antología de la Ilíada y de la Odisea<br />

-No olvidaré jamás que me habéis tratado como a un hijo, apuesto extranjero -dijo<br />

Telémaco, y rogó a la diosa que quisiera quedarse algún tiempo en palacio y que aceptase<br />

un magnífico regalo. Pero Minerva se alejó y no quiso llevarse ningún presente.<br />

Los pretendientes de la reina habían terminado su festín sin advertir la breve permanencia<br />

del extranjero en palacio. Y, para su recreo, hacían entonar a un rapsoda el poema del sitio<br />

de Troya y del regreso feliz de los combatientes.<br />

Penélope, que desde sus habitaciones oyó la canción del rapsoda, bajó, impulsada por su<br />

corazón, a la sala del festín. Se detuvo, llorando, en el umbral, y dijo al que cantaba:<br />

-No cantes canción tan engañadora. ¿Por qué te refieres al regreso de los guerreros de<br />

Troya si mi esposo, Ulises, el prudente, no ha vuelto?<br />

Pero Telémaco le habló con dulzura y firmeza a la vez, haciéndole ver lo injusto de sus<br />

palabras. Después, con enérgica voz, dijo a los pretendientes:<br />

-No hagáis más ruido por esta noche. Mañana nos reuniremos en Consejo y trataremos los<br />

más graves asuntos. Es preciso que yo sepa si pensáis seguir viviendo y gastando de mi<br />

caudal o si me está permitido ser rey de mi país y amo de mi casa.<br />

Estas palabras sorprendieron a los pretendientes, que creían siempre tener que luchar con<br />

un niño y ahora se veían enfrente de un hombre. Se mordieron los labios y trataron de<br />

responder con indignación, pero Telémaco no les hizo caso. Les volvió la espalda y se fue<br />

a dormir.<br />

Apenas rompió él alba, se vistió, ciñó su fuerte espada, tomó en la mano su lanza de bronce<br />

y, seguido de dos de sus perros, ordenó a sus heraldos que convocaran a Consejo. Y él<br />

mismo se dirigió al lugar donde la solemnidad debía celebrarse. No se había convocado a<br />

Consejo en Ítaca desde que Ulises la abandonara y, en verdad, la arrogante actitud de<br />

Telémaco demostraba que era un valiente el que lo convocaba ahora. Su aspecto era más<br />

propio de un dios que de un hombre.<br />

Cuando todos los nobles hubieron llegado, Telémaco se levantó para hablar, doliéndose de<br />

la prolongada ausencia de su padre, el héroe prudente, y recriminando a los nobles<br />

pretendientes de su madre, que aprovechaban tal ausencia para derrochar lo que no era<br />

suyo y para vivir, como en tierra conquistada, en la casa de una mujer indefensa y de un<br />

débil niño.<br />

Reinó un profundo silencio. Sorprendía a los nobles ahora la súbita energía del joven, con<br />

la que no contaban. Uno de ellos se levantó para contestar a Telémaco:<br />

-Tu madre, Telémaco, es la única que merece tus reproches. En espera de su respuesta<br />

estamos viviendo, desde hace tres años, en palacio. Para darnos una respuesta, nos pide<br />

que aguardemos a que esté concluida la tela que teje, y una doncella suya nos ha dicho ayer,<br />

¡después de haber nosotros creído cándidamente en su palabra!, que de noche deshace lo<br />

que de día teje. Ahora, ya no puede engañarnos, pues conocemos su ardid. Que termine<br />

su tela y elija nuevo esposo. Cuando lo haya hecho, se quedará aquí el elegido y los demás<br />

partiremos.<br />

Se indignó Telémaco y, nuevamente, conminó a los pretendientes para que se fueran.<br />

-Si no hacéis lo qué es de justicia -dijo, por último, el joven-, los dioses castigarán vuestra<br />

infamia.<br />

En aquel momento, aparecieron volando dos águilas, que, lanzándose una contra otra,<br />

empezaron a pelarse, hiriéndose fieramente en la cabeza y en el cuello.<br />

Al verlas, dijo un anciano:<br />

-He aquí un presagio cierto de que Ulises volverá y de que una grave tempestad amenaza a<br />

los que aspiran a la mano de Penélope.<br />

Pero los pretendientes se rieron de la predicción del viejo y le aseguraron que Ulises tenía<br />

que estar muerto después de una ausencia de tantos años.<br />

-Hasta que Penélope no se decida a casarse con uno de nosotros, no nos moveremos de<br />

palacio -dijeron a Telémaco.<br />

43


Antología de la Ilíada y de la Odisea<br />

Entonces, el joven les aseguró que se embarcaría para ir en busca de su padre, mas ellos se<br />

rieron de él, y sólo Mentor tuvo la nobleza de mostrarse partidario del príncipe. Y fue<br />

preciso disolver el Consejo.<br />

44<br />

ULISES EN SU PATRIA<br />

Mientras Telémaco se alejaba de Ítaca para buscar a su padre, el héroe llegaba a las playas<br />

de su bien amado país. Desgarrada la niebla que le hacía desconocer aquellas tierras, Ulises<br />

suplicó a Minerva, que estaba a su lado:<br />

-¡No me abandones! Si puedo contar con tu auxilio, me siento capaz de vencer a los<br />

pretendientes de mi esposa y aun a trescientos hombres más.<br />

Y la diosa protectora de los ojos grises le prometió que hasta el fin le ayudaría, y le aconsejó<br />

el modo de combatir contra los nobles de Ítaca y de vencerlos. Después, hizo que en una<br />

cueva cercana escondiera el oro, las vestiduras y los espléndidos regalos que le regalara el<br />

rey de los feacios, padre de Nausica. E, inmediatamente, con su varita de oro, le tocó en la<br />

cabeza, transformándolo en un anciano de blancos cabellos y andar tembloroso.<br />

Desapareció su rubia cabellera, el brillo de sus ojos se apagó y su piel apareció surcada por<br />

profundas arrugas. Y en vez de los magníficos vestidos donados por el rey de los feacios,<br />

cubrió sus hombros con una mísera piel de ciervo. Cuando hubo tomado tal aspecto, le<br />

dijo Minerva:<br />

-Un hombre te ha sido fiel en tu reino. Y no sólo a ti, sino también a tu esposa y a tu hijo.<br />

Ese hombre es el porquerizo que guarda los cerdos de palacio. Acércate a él y fíate de<br />

cuanto te diga, mientras yo procuro el regreso de Telémaco, tu hijo.<br />

Y contó la diosa cómo había incitado a Telémaco a partir de Ítaca en busca de su padre, no<br />

sólo para hacerse un hombre valiente y acostumbrarse a los peligros del mar y la tierra, sino<br />

también para librarle de las asechanzas de los pretendientes.<br />

Y tras esto, Minerva, convertida de nuevo en águila marina, elevó su vuelo sobre el mar,<br />

mientras Ulises remontaba la montaña y se dirigía a la cabaña de piedras y ramas en que<br />

habitaba su porquerizo. Más de trescientos cerdos guardaba el viejo pastor, a quien<br />

ayudaban otros tres hombres y cuatro perros feroces. Pues en Ítaca necesitábase gran<br />

cantidad de ganado, que los pretendientes de la reina consumían diariamente en sus locos<br />

festines.<br />

Cuando Ulises se acercó al porquerizo, estaba éste sentado a la puerta de su cabaña<br />

haciéndose unas sandalias de cuero. Y al ver los perros del pastor a aquel hombre<br />

harapiento que se acercaba, avanzaron hacia él ladrando furiosos y enseñándole los dientes.<br />

Si no lo destrozaron fue porque el porquerizo, dejando su tarea, acudió a contenerlos.<br />

Y habló así el buen hombre, dirigiéndose al recién llegado:<br />

-Toda mi vida hubiera llorado el que mis perros te hubiesen dado muerte. Esta pena,<br />

añadida a las mías, me hubiese hecho el más desgraciado de los hombres. Pues has de<br />

saber que mi amo está errante desde hace largos años por lejanas tierras y que, mientras él<br />

tal vez sufre hambre y sed, yo tengo que apacentar y engordar sus cerdos para que otros se<br />

regalen con ellos.<br />

Después de esto, el buen hombre colocó en el suelo hojas y una piel de cabra, formando un<br />

asiento para el extranjero. Después, mató dos lechones, asándolos y regalando con ellos a<br />

Ulises. Y a este manjar añadió una copa de vino tan dulce como la miel. Mientras comía,<br />

el porquerizo contaba a Ulises la conducta pérfida de los pretendientes de la reina y sus<br />

abusos en palacio.<br />

Y he aquí que Ulises dijo al buen hombre:<br />

-¿Por qué no me dices el nombre de tu amo? Yo, que he viajado por tierras y por mares,<br />

acaso le conozca.


Antología de la Ilíada y de la Odisea<br />

Y contestó el anciano:<br />

-No quiero decirte el nombre de mi amo, que sin duda ha muerto, pues cuantos llegan a<br />

Ítaca refieren acerca de él las historias más raras, y mi señora, oyéndolas, derrama<br />

abundantes lágrimas. Todas esas historias son falsas y tú, lo mismo que los otros,<br />

inventarías lo que mejor te placiera con tal de obtener el favor de mi ama.<br />

Ulises contestó:<br />

-No me digas el nombre de tu amo si no quieres, pero yo te juro que volverás a verle y ello<br />

no será tarde. De fijo, antes de que llegue la luna nueva.<br />

Ulises permaneció todo el día en la cabaña del porquerizo. El buen hombre, cuando los<br />

otros pastores llegaron a la cabaña, dio un festín en el que ofreció lo mejor que tenía a su<br />

huésped. Como la noche era tempestuosa y caía una fuerte lluvia, el pastor hizo un lecho<br />

en el que el desconocido pudiera abrigarse. Después, desafiando la tormenta, salió a vigilar<br />

a los cerdos. Y el héroe comprendió que aún tenía en su país un fiel servidor.<br />

En tanto, Minerva llegaba, volando siempre, a la isla en que dejara al joven Telémaco.<br />

Ordenóle que partiera inmediatamente para Ítaca, y el príncipe, recuperando su nave,<br />

dispuso levar anclas. Un viento favorable impulsó el navío con gran rapidez. Era de noche<br />

cerrada cuando el barco pasó delante de la isla en que los pretendientes de la reina<br />

aguardaban el paso de la nave de Telémaco para matar al joven. Pero, como la noche era<br />

oscura y Minerva envolvió el bajel en una espesa niebla, los pretendientes no pudieron<br />

verlo.<br />

Siempre guiado por las inspiraciones de la diosa de los ojos grises, Telémaco desembarcó<br />

en la orilla más próxima a la cabaña del porquerizo. Con su lanza de bronce en la mano<br />

avanzó hacia la montaña. Y he aquí que Ulises aguardaba a que el pastor le sirviera la<br />

comida matinal cuando, de pronto, vio llegar hasta él a un joven arrogante de ojos brillantes<br />

y apuesta figura. Antes de que llegara a la cabaña, dijo Ulises al pastor, que estaba dentro<br />

de ella:<br />

-Un hombre se acerca. Pero, sin duda, es un amigo, puesto que tus perros, en vez de<br />

ladrar, saltan a su encuentro gozosos.<br />

Al oír el porquerizo estas palabras salió corriendo de la cabaña, pues el gozo de sus perros<br />

le hacía comprender quién era el recién llegado. Al ver al príncipe, empezó a derramar<br />

lágrimas de alegría. Lo condujo después a la cabaña y puso ante él los mejores manjares.<br />

Comió el príncipe con los pastores, y aunque Ulises estaba vestido de harapiento mendigo,<br />

Telémaco lo trató con bondad y cortesía. Y Ulises no pudo por menos de sentir vivo<br />

orgullo al ver los buenos sentimientos de su hijo.<br />

Partió el porquerizo, enviado por el príncipe, hacia palacio para comunicar a la reina la feliz<br />

llegada del joven. En tanto, la diosa Minerva, invisible para todo el que no fuera Ulises,<br />

hizo al héroe seña de que saliera de la cabaña. Una vez estuvo Ulises solo con ella, le dijo:<br />

-Ya puedes decir a tu hijo quién eres.<br />

Le tocó con su maravillosa varita y de nuevo Ulises se convirtió en un hombre joven y<br />

fuerte, vestido con los magníficos trajes que le diera el rey de los feacios, padre de Nausica.<br />

Tan hermoso estaba cuando entró en la cabaña de nuevo, que el joven príncipe creyó que<br />

era un dios. Pero el héroe le sacó de su error, diciendo:<br />

-No soy un dios. Soy tu padre, Telémaco. Soy Ulises, el que combatió diez años ante los<br />

muros de Troya.<br />

No hay que decir la alegría que sintieron padre e hijo, por largo tiempo separados, al poder<br />

abrazarse y permanecer juntos y hacer felices proyectos para el porvenir. El primero de<br />

todos fue el modo de castigar a los nobles codiciosos y pérfidos.<br />

Tras esto, la diosa convirtió nuevamente a Ulises en mendigo, y cuando el porquerizo<br />

regresó no advirtió cambio alguno. El pobre hombre venía tristísimo, pues los nobles,<br />

furiosos al ver que Telémaco, en su regreso a Ítaca, había escapado a su fiera venganza,<br />

45


Antología de la Ilíada y de la Odisea<br />

habían regresado a su vez, y habían jurado darle muerte apenas lo vieran. Al oír estas<br />

palabras, Telémaco y Ulises se miraron y sonrieron.<br />

A la mañana siguiente, Telémaco partió para palacio.<br />

-Voy a ver a mi madre -dijo al pastor-. Conduce tú a este mendigo a la ciudad para que allí<br />

le socorran las gentes.<br />

Y Ulises asintió, fingiendo siempre su papel de mendigo.<br />

Cuando llegó Telémaco a la ciudad, la primera persona a quien allí vio fue la anciana<br />

nodriza. La buena mujer se echó a llorar de alegría, pues había pensado que jamás volvería<br />

a verle. La reina, al oír su voz, bajó al vestíbulo y, bañada también en lágrimas, le besó y<br />

abrazó tiernamente.<br />

-Creí que jamás volvería a verte, dulce luz de mis ojos -dijo al joven príncipe.<br />

Acto seguido, Telémaco se dirigió a la sala donde los pretendientes celebraban uno de sus<br />

acostumbrados festines. El príncipe no se dignó siquiera mirarlos, y sólo buscó a su amigo<br />

Mentor para relatarle cuanto le había ocurrido.<br />

El fiel porquerizo, en tanto, acompañaba a Ulises hasta la ciudad, capital de su propio<br />

reino. Llevaba el héroe sus ropas harapientas y un zurrón destrozado colgado de un<br />

hombro. Las gentes que pasaban por su lado se burlaban de tanta miseria y él contenía su<br />

ira y seguía adelante.<br />

Y he aquí que, sin que nadie le reconociera, llegó Ulises a las puertas mismas de palacio.<br />

Allí, tomando el sol, tendido sobre el polvo, se hallaba el perro Argos, el que un día fuera<br />

orgullo de las jaurías del monarca, y que ahora estaba decrépito, casi moribundo. Y éste sí<br />

que reconoció a su amo; este sí que reconoció a Ulises.<br />

Quiso correr a su encuentro alegremente, meneando la cola jubiloso y dando grandes saltos<br />

gozosos, como en otros tiempos. Pero le fue imposible; tan caduco estaba el pobre animal,<br />

que no pudo hacer otra cosa que mirar dulcemente a su amo, con sus ojos casi ciegos, y<br />

menear la cola más vivamente que antes. Y fue tal su gozo, que, antes de que Ulises<br />

pudiera dirigirle la primera palabra de alegría, el fiel corazón del animal estalló. El viejo<br />

Argos cayó muerto a los pies de su amo.<br />

Lloró el héroe ante el cadáver de su mejor amigo. Se sentó a la puerta de palacio y comió<br />

los manjares que Telémaco le hizo llevar, tratándole siempre como si creyera que era un<br />

mendigo. Cuando hubo concluido de comer, entró en la sala donde estaban los<br />

pretendientes para pedir limosna. Y he aquí que algunos de aquellos hombres se dignaron<br />

darle los peores restos de la comida, otros le insultaron, arrojándolo de la sala, y uno, en fin,<br />

más infame que los demás, le golpeó con un taburete. Ulises contuvo su furor, y con el<br />

zurrón lleno de los restos de la comida que le dieran los nobles, volvió a sentarse a la<br />

puerta. En tanto, los pretendientes de la reina comían y bebían alegre y espléndidamente.<br />

Todo el día permanecieron en tal festín y sólo al llegar la noche se marcharon a sus casas.<br />

Cuando se hubieron alejado, Ulises y Telémaco, juntos, tomaron los cascos, espadas, lanzas<br />

y escudos que habían dejado los nobles embriagados en la sala y lo escondieron todo en<br />

una habitación apartada. Y Telémaco se fue a descansar, pero Ulises se quedó en la sala,<br />

entre los criados que la limpiaban de los restos del banquete. Cuando los servidores<br />

hubieron terminado su tarea, llegó Penélope con algunas damas y se sentó en un sillón<br />

junto al fuego. Al ver al anciano mendigo, la reina le dirigió la palabra con mucha bondad.<br />

Y le dijo a la nodriza, que estaba con ella:<br />

-Este hombre parece venir de muy lejos. Lávale los pies, que los tendrá cansados.<br />

Y he aquí que la anciana nodriza se dispuso a cumplir lo que le mandaba su señora. Y hay<br />

decir a los que no lo sepan que, siendo Ulises muy joven, en una ocasión en que se hallaba<br />

en la caza del jabalí, el animal se revolvió contra él hiriéndole con sus dientes en un tobillo,<br />

de lo cual había quedado al héroe una señal imborrable.<br />

46


Antología de la Ilíada y de la Odisea<br />

Al lavar los pies la anciana nodriza al mendigo, vio la cicatriz de la mordedura del jabalí, y<br />

lanzó tal grito de alegría y sorpresa y de tal modo se agitó, que el baño de bronce que<br />

sostenía en la mano se le cayó al suelo, derramándose el agua.<br />

-¡Tú eres Ulises! -dijo-. Te he reconocido al ver esta cicatriz.<br />

Mas sucedió que en aquel momento, para que Penélope no escuchara tales palabras, la<br />

diosa Minerva había distraído la imaginación de la reina. No oyó ésta, pues, la exclamación<br />

de la buena mujer, y Ulises tuvo tiempo de advertirla de que no le descubriera.<br />

La triste Penélope se retiró al fin a descansar, pero antes dijo melancólicamente al mendigo:<br />

-Mucho me alegro de haber podido favorecerte antes de dejar de ser reina de Ítaca. Pronto<br />

tendré que abandonar el palacio de Ulises. Mi esposo, el héroe más grande que jamás ha<br />

existido, tenía la costumbre de colocar estas doce hachas una al lado de la otra en la pared y<br />

solía ejercitarse en el juego de clavar con gran precisión, entre cada una de ellas, una flecha<br />

disparada por su fuerte brazo. Acosada por mis pretendientes y descubierto mi ardid de la<br />

tela que nunca se acaba, les he dicho que me casaría con el que en tal ejercicio lograse hacer<br />

lo que hacía mi esposo. En cuanto alguno lo consiga, deberé abandonar esta casa por mí<br />

tan amada.<br />

Sonrió el mendigo y, cogiendo una mano de la reina, le dijo:<br />

-Cuando se celebre ese concurso Ulises se encontrará aquí, y él, disparando las doce flechas<br />

como en los mejores tiempos de su juventud, será quien consiga el premio.<br />

Deseó la reina que tales palabras fueran verdaderas, pero no pudo creerlas. Y, como tantas<br />

otras noches, en aquélla, víspera de su felicidad, humedeció la almohada de su lecho con las<br />

más amargas lágrimas.<br />

Al llegar el siguiente día, el mendigo misterioso no había abandonado aún el palacio. Los<br />

pretendientes de la reina volvieron a mofarse de él, mas el joven príncipe les dijo:<br />

-Quien ose hacer daño a este anciano tendrá que habérselas conmigo.<br />

Y los pretendientes volvieron a reírse a grandes carcajadas de lo que creían una<br />

fanfarronada del joven príncipe. Mas entonces una voz gritó entre ellos con temeroso<br />

acento:<br />

-¡Veo, nobles de Ítaca, vuestras manos amortajadas de negro y vuestras mejillas bañadas de<br />

lágrimas! ¡Veo las paredes de este palacio teñidas de sangre, y por su pórtico pasar pálidos<br />

espectros que salen de la neblina que inunda el palacio!<br />

Los nobles reían cada vez con más gana, cuando penetró en la sala Penélope llevando en<br />

una mano el arco de Ulises. Lloraba amarguísimas lágrimas, pues, como su corazón estaba<br />

lleno de amor por su esposo, se le hacía insufrible la idea de tener que contraer nuevo<br />

matrimonio. Dejó el arco en manos de su hijo y se retiró para no presenciar el ejercicio.<br />

Telémaco colocó las doce hachas de bronce y dio el arco de su padre al primero de los<br />

pretendientes. Pero el noble no logró siquiera encorvar el fortísimo arco. Y lo mismo<br />

sucedió a todos, uno tras otro.<br />

Imaginaban todos, murmurándolo entre sí, que no existiría hombre capaz de tirar con aquel<br />

arco tan potente una sola flecha, cuando el anciano mendigo lo tomó entre sus manos.<br />

Todos se echaron a reír de su jactancia, mas su burla se trocó en pavor cuando vieron que<br />

el anciano, una tras otra, clavaba las doce saetas en los huecos que dejaban las hachas.<br />

En medio del mayor espanto de los circunstantes, Ulises se arrancó sus harapos y dijo, con<br />

voz que resonó en todo el palacio:<br />

-¡Ya ha terminado el concurso terrible! ¡Ya soy dueño de mi esposa y de mi palacio!<br />

Tiremos ahora a otro blanco.<br />

Inmediatamente disparó otra flecha contra uno de los nobles, contra aquel que la noche<br />

antes le había golpeado con el taburete.<br />

El insolente fue herido en el cuello y cayó muerto al suelo.<br />

En tanto, Ulises, con voz que hacía temblar a aquellos cobardes, gritaba:<br />

47


Antología de la Ilíada y de la Odisea<br />

-Perros cortesanos, creísteis que no volvería nunca más, ¿verdad? Y por ello, como<br />

codiciosos traidores, habéis dilapidado mi fortuna e insultado a la reina y al príncipe. Pues<br />

sabed que yo vivo aún y, en cambio, para vosotros ha llegado la muerte.<br />

Los cobardes arrodilláronse ante el héroe con las caras lívidas de miedo, pero él no tuvo<br />

piedad y, seguido sólo de su hijo, de Mentor y del fiel porquerizo, hizo frente a toda aquella<br />

caterva de codiciosos infames.<br />

A pesar de que todos los nobles hicieron sacar de la armería escudos, cascos y lanzas; a<br />

pesar de que estaban en número mucho mayor que el de Ulises y los suyos, fueron<br />

completamente vencidos. Su sangre alfombraba por completo el suelo y, cuando cesó la<br />

lucha, Ulises estaba enteramente rodeado de los cadáveres de sus enemigos.<br />

Y he aquí que en esto entró en la sala la vieja nodriza. Ante aquel espectáculo, lanzó un<br />

grito de horror, mas, en seguida, su alegría se sobrepuso a su espanto. Corriendo subió a la<br />

estancia en que se hallaba Penélope.<br />

-¡Alégrate, hija mía; tu esposo ha regresado, dando muerte a todos los pretendientes! -gritó.<br />

En un principio, la infeliz reina creyó aquel acontecimiento demasiado dichoso para ser<br />

verdadero. Mas, eso no obstante, bajó corriendo a la sala y vio a Ulises apoyado en una<br />

columna, descansando de la lucha. Y apenas pudo creer que fuera verdad lo que veían sus<br />

ojos.<br />

Y como vacilara un instante, no creyendo su deseo, Telémaco tuvo que decirle:<br />

-¿Tan endurecido está tu corazón, madre mía, que ya no conoces a mi padre?<br />

Y entonces sí que la reina vio y reconoció al héroe, a quien Minerva había devuelto su<br />

apariencia natural, y que se le mostraba tan bello como un dios que hubiese descendido a la<br />

tierra. Avanzó con paso rápido hacia su esposo y se abrazó a él, en abrazo que duró largo,<br />

largo rato, como el del náufrago que, asido a una frágil tabla, llega a ver la tierra, y con ella,<br />

el fin de sus sufrimientos.<br />

Y así terminaron las raras aventuras de Ulises y su continuo errar por tierras y mares. Y así<br />

comenzó, para siempre, su dicha, ya no interrumpida.<br />

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