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El unicornio - Lengua, Literatura y Comunicación Cuarto año

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quisiera llamar la atención hacia la eternidad correcta de su silencio.<br />

Estábamos en Jerusalén, gozando de la paz hospitalaria de la casa de Reinaldo de Sidón,<br />

cuando fuimos arrancados de ese edén doméstico para precipitarnos en el centro mismo<br />

de la encarnizada guerra. Aiol y Lybistros, el secretario bizantino del amo, jugaban al<br />

ajedrez, y yo me ocupaba, con Mercator y con Belheis, el secretario árabe, en restaurar<br />

una vieja guzla. Formábamos una pequeña familia feliz. Sabíamos que, entre tanto,<br />

proseguía el desganado asedio de Harim, y que Boemundo y Felipe no cejaban en su<br />

entusiasmo de frecuentadores de las mancebías antioquianas, y medíamos,<br />

comparándonos con ellos, las ventajas de una vida entre hombres, con algo de colegio y<br />

algo de cuartel. Aunque mujer, comprendí entonces, mejor que en otras oportunidades,<br />

los beneficios que resultan de un comercio masculino sin interferencias. Madama Agnés<br />

no me molestaba. Había hecho suya la fresca flor perseguida, y acaso su astucia le<br />

indicaba que era conveniente no insistir, por el momento, en ese camino poco transitado.<br />

Tenía yo la certidumbre de no haber provocado una decepción. Al dotarme de un cuerpo<br />

de hombre, Presina había cuidado, por lo menos, de proveerme con generosidad de los<br />

elementos activos en los cuales finca buena parte del éxito en amor. Me ha<br />

correspondido el privilegio raro, quizás único, de conocer sucesivamente las emociones<br />

que suscitan una doncella hermosa y un doncel hermoso. En ese sentido, no me quejo de<br />

mi suerte. Y podía darme el lujo de rehuir las ocasiones de alegría sensual, segura de<br />

encender su chispa, su llamarada, cuando quisiera. Es muy agradable, muy<br />

tranquilizador, ser hermosa, ser hermoso. Eso ayuda importantemente a moverse en el<br />

mundo. Por obvia que sea la observación, no vacilo en apuntarla. Bajo mi pluma,<br />

adquiere una dimensión especial.<br />

Estábamos, pues, dedicados a tan serenas tareas, en una vasta sala, alrededor del fuego.<br />

Había parado de llover y el aislamiento protector creaba entre nosotros un vínculo de<br />

solidaridad que no necesitaba manifestarse con palabras. ¿Qué más podía desear yo? Mi<br />

amado se hallaba constantemente bajo mis ojos; dormíamos juntos; y si bien le faltaba a<br />

nuestra relación el eslabón definitivo que cierra la cadena, yo sentía que Aiol abrigaba,<br />

en lo referente a Melusín de Pleurs, un sentimiento curioso, confuso, hondo, hecho de<br />

amistad, por supuesto, pero también de algo que no lograba definir y en cuya esencia<br />

pugnaban intrigantes reacciones. Yo no pedía nada más, sino que nos dejaran así,<br />

sumergidos en esa beatitud extraña y dulce que era mejor no agitar para no enturbiar su<br />

trémula linfa. En ese preciso momento, la Guerra entró en la cámara, con su violencia,<br />

con su ceguera, con su capacidad para destruir un orden de tan delicada elaboración, y lo<br />

hizo encarnada en la persona de Reinaldo, quien se plantó en el medio de nuestra<br />

asamblea pacífica, la cota ceñida ya y la espada en la mano.<br />

—¡Vamos! —nos gritó—. ¡Hay que partir en seguida! ¡<strong>El</strong> rey nos reclama! ¡Saladino<br />

avanza, rumbo a Gaza, con una hueste tan numerosa que cubre al desierto!<br />

Tumbáronse, como muertas, las piezas del ajedrez. La guzla se escurrió entre los dedos<br />

de Mercator, con lamento fúnebre, y el mirlo de Abisinia añadió al desconcierto de la<br />

escena su largo gemido. Nos pusimos de pie, como si el viento de la calle, del cual nos<br />

defendían las ventanas cerradas, soplara de repente en las galerías y en las habitaciones.<br />

Reinaldo de Sidón había trocado su habitual ironía y mesura por un tono acuciante. Le<br />

temblaba la barba sobre las mallas de la cota.<br />

—<strong>El</strong> infiel, enterado de que la playa filistea está desguarnecida a causa de la imbécil<br />

concentración de fuerzas en Harim, avanza desde <strong>El</strong> Cairo, con una nube de malditos,<br />

dicen que con veinticinco mil sarracenos, apenas precedido por nuestros espías. Va sobre<br />

Gaza, sobre Ascalón, y la oportunidad que se le ofrece es incomparable.<br />

Reinaldo colgó la espada al costado y añadió:<br />

—<strong>El</strong> rey, de acuerdo con el gran maestre del Temple, ha enviado allí un refuerzo. Y ahora<br />

nos convoca a todos, en seguida. No cree que reunirá a más de trescientos setenta<br />

hombres de a caballo; nada, un puñadito, frente a ese mar que se derrama para<br />

ahogarnos. ¡Vamos, vamos! ¡Hay que partir!<br />

Sus palabras nos sacudieron. Hasta yo, una mujer y un hada, capté la desesperada<br />

urgencia de la hora. Con ayuda de Belheis y de Lybistros, nos vestimos. A Mercator le<br />

inventamos un armamento, empleando piezas de Reinaldo y nuestras, y minutos más<br />

Manuel Mujica Láinez 157<br />

<strong>El</strong> <strong>unicornio</strong>

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