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El unicornio - Lengua, Literatura y Comunicación Cuarto año

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Shirkuh rehuía la batalla. En vano, Amaury improvisó un puente de barcos sobre el Nilo.<br />

Por fin, cerca de Babain, tuvo lugar el ansiado encuentro. Fue allí donde Ozil vio a<br />

Saladino, sobrino de Shirkuh, cuando los francos cayeron en su trampa estratégica y las<br />

"fuerzas del rey de Jerusalén se desbandaron. Contaban algunos que Saladino, el nuevo<br />

jefe, era descendiente de la bella Ida de Austria, la margravina, quien llegó a Tierra<br />

Santa en la cruzada de Guillermo IX de Poitiers, duque de Aquitania, y desapareció<br />

luego del desastre que deshizo a esa expedición, en las proximidades de Heraclea. Nunca<br />

más se tuvo noticias de la ilustre dama. Referían que el príncipe Malek Ghazi la había<br />

encerrado en su harén, y que ambos eran antepasados de Saladino, aunque otros<br />

aseveraban que el fruto de esa desigual unión, lograda en el desierto, había sido el<br />

famoso Zengi, rey de Mosul. Lo cierto es que Saladino, según la descripción de Ozil, y a<br />

pesar de las inventadas genealogías que prosperaron como consecuencia de su acceso al<br />

poder, y de las que se mofaba su propio hermano, era, a. los treinta y un <strong>año</strong>s, un gran<br />

señor, un magnífico señor, pío, generoso y valiente. Se desplazaba como una tormenta<br />

arrasadora. Su tío Shirkuh le dio el gobierno de Alejandría, infiel al califa, y Amaury la<br />

bloqueó por mar y por tierra. Ozil estaba entre los hombres que vivaqueaban entre las<br />

pesadas torres de asedio y que pretendían reducir al puerto por hambre. Súbitamente, se<br />

firmó la paz. Hugo de Cesárea, cautivo de Shirkuh, no quiso intervenir en las<br />

negociaciones, tan convencido se hallaba de la total victoria latina, pero otro caballero se<br />

ofreció a servir de enlace. De modo que Ozil no entró en Alejandría como vencedor, sino<br />

como turista. Allí, cristianos y musulmanes fraternizaron, lo que envenenaba la sangre<br />

del luchador, mostrándole la esterilidad de sus esfuerzos. Le irritaba la fácil, afeminada<br />

finura de los jóvenes egipcios, que empleaban cincuenta metros de seda de Dabiq en sus<br />

turbantes y que usaban camisas en las que el lino se mezclaba con los hilos de oro, y un<br />

tejido, llamado camaleón, cuyos tintes variaban con las horas del día. Los recientes<br />

enemigos se narraban sus hazañas; cotejaban los respectivos d<strong>año</strong>s causados por sus<br />

máquinas de guerra; ascendían a lo alto del Faro, maravilla del mundo, en cuya cúspide<br />

flameaba la bandera del rey de Jerusalén, con las insignias otorgadas por el papa Pascual<br />

II: la cruz potenzada de oro, entre cuatro pequeñas cruces similares, sobre campo de<br />

plata. <strong>El</strong> oro y la plata fulgían allá arriba, pero Ozil no lograba retenerlo en sus palmas<br />

desnudas. Tascaba el freno, impaciente, como un viejo corcel. Cuanto podía importarle<br />

andaba por los aires, se perdía en la transparencia de los aires: la cruz, que ahora<br />

interesaba menos, pues muy diversas eran las inquietudes de la actual generación<br />

hierosolimitana, y el rico metal, que sólo resplandecía en la heráldica regia. <strong>El</strong>lo unido a<br />

la presencia de Saladillo, cuya temible personalidad subrayó el padre de Aiol, al declarar<br />

que tenía la fanática certidumbre de que era el instrumento de Alá —y que abandonó la<br />

ciudad con una escolta de honor, facilitada por el propio Amaury—, sacaba de quicio al<br />

veterano Ozil, tanto que entonces proyectó regresar a Francia. Debió haberlo hecho en<br />

ese momento mismo. Días más tarde, el visir del bello califa, aliado del rey cristiano, hizo<br />

su entrada en Alejandría y ejerció venganzas atroces. En una refriega casual, sin dar<br />

para ello motivo alguno, Ozil casi dejó la vida. Cuando volvió en sí, juró que no pisaría<br />

nuevamente el suelo de la eng<strong>año</strong>sa Jerusalén. Con lo último que le quedaba —y sin más<br />

caudal que sus armas, su cuerno de <strong>unicornio</strong> y dos caballos— adquirió pasaje en un<br />

barco que fletaron varios peregrinos para tornar a uno de los puertos que dominaba el<br />

rey de Sicilia. Y partió, arrostrando el riesgo de las tempestades y de los corsarios.<br />

Después cruzó Italia y Francia, hasta que puso término a su viaje en Lusignan.<br />

Si bien ya se filtraba, alrededor de nosotros, en la morada luz, el preludio del alba, las<br />

postreras palabras de Ozil tiñeron de melancolía su relación. Azelaís había puesto una<br />

mano sobre el hombro de Aiol y continuaron así durante un espacio, apenas sacudidos<br />

por el tranco de las cabalgaduras. La tierna claridad bruñía las astas y las pezuñas<br />

doradas de los bueyes, que parecían conversar entre ellos, como conversan en sus<br />

establos la noche de Navidad, a la hora de la elevación. Bruñía también el escudo de<br />

Lusignan y la cota del caballero y, de no ser yo invisible, hubiera jugado con las<br />

tonalidades opalinas de mi cola de ofidio, que recuerda ciertos tornasolados nácares por<br />

el escurrirse matizado y como nubloso de su gama. Los de la carreta no se<br />

desembarazaban aún de la modorra del vino. De improviso, una bandada de pájaros<br />

extrañamente domésticos se abatió sobre la armazón del vehículo y permaneció posada,<br />

Manuel Mujica Láinez 37<br />

<strong>El</strong> <strong>unicornio</strong>

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