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El unicornio - Lengua, Literatura y Comunicación Cuarto año

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me dio mucha rabia, pues todos se santiguaron y en seguida tornaron al hechizo de los<br />

serrallos esp<strong>año</strong>les, donde el soberano de Aragón acogía a los trovadores de Francia, a<br />

Peire Vidal, a Guiraut de Bornelh, y les regalaba alfanjes y palafrenes y capas bordadas<br />

de oro.<br />

—¿Y a ti qué te regalaron, Ithier?<br />

—A mí me regalaron el corcel más veloz de España. Pero no tuve suerte. Nunca he tenido<br />

suerte. Cuando volvía a Provenza, al atravesar las tierras de Navarra, su rey. un salvaje,<br />

un rústico, a quien el rey de Castilla no hubiera admitido en su alcázar, se enteró de la<br />

magnificencia del obsequio, y envió unos bandidos a que me despojaran. Y él se quedó<br />

con el caballo.<br />

Suspiró:<br />

—Un corcel de pelo largo, manchado como una pantera, ágil como una pantera de caza,<br />

que devoraba el viento. . .<br />

Los jóvenes suspiraron también, solidarizándose con su melancolía. Yo conocía<br />

perfectamente el episodio, y sabía que el protagonista había sido Guiraut de Bornelh, el<br />

Maestro de los Trovadores. Haciendo un esfuerzo de concentración —porque, por falta de<br />

hábito, me costaban mucho esas manifestaciones espectrales— hubiera podido quizás<br />

aparecer frente a la tropa, con la majestad de mis alas y mi cola de sierpe, y desmentir<br />

al patrañero, pero resolví no ensayar ese juego, por miedo de fracasar en la operación,<br />

por elegante desdén ante el pavor que hubiera producido, y por entender que, a la<br />

postre, no valía la pena. Además, una distracción substancial torció el rumbo de nuestras<br />

inquietudes. La muchacha se nos había adelantado y vibró su alerta premioso en la<br />

sombra:<br />

—¡Alguien hay en el camino!<br />

De inmediato, los que reposaban se pusieron de pie y los vapores del vino se disiparon.<br />

La perspectiva de un mal encuentro en los montes era cosa cotidiana, y la historia del rey<br />

de Navarra le confería triste actualidad. Me calé las gafas de cristal de roca y de berilo y,<br />

a la vera de la senda que giraba entre los árboles, rescatado de la lobreguez por las<br />

antorchas indecisas, divisé al caballero del <strong>unicornio</strong>. Sus dos bestias, descargadas,<br />

pacían la hierba, algo atrás, y él debía haber despertado cuando llegaron a sus oídos<br />

soñolientos el rechinar de nuestros ejes y nuestras ruedas, nuestros mugidos y nuestras<br />

exclamaciones, agravadas estas últimas por el escanciar y el sorber constantes, y<br />

azuzadas por la visión seductora de las lúbricas bailarinas del Emperador y del rey de los<br />

aragoneses, que corrían imaginariamente sobre la hierba con los pies desnudos, los ojos<br />

pintados con kohol de Ispahán, las cabelleras teñidas con alheña y las uñas fulgentes<br />

como ópalos.<br />

Ithier, que era con mucho el mayor del grupo de los actores y en consecuencia el menos<br />

empeñado, por el sosiego de su sangre, en auspiciar las ocasiones de pelea, fue el<br />

primero en comprender que no corríamos riesgo. De lejos, saludó al desconocido y<br />

obtuvo respuesta de paz. Cuando estuvimos junto al caballero y la luz de las teas lo<br />

iluminó con rojizo resplandor, noté con más certeza su corpulencia musculosa, ahora que<br />

había desmontado y se había desembarazado del escudo que disimulaba su figura, y noté<br />

también que varias cicatrices, una de ellas bastante honda, le bajaban por la parte<br />

izquierda del rostro, añadiendo fiereza a la expresión despreciativa de su ojo y su<br />

párpado. En seguida, en la manera de aproximarse y de tender las manos, le brotó el<br />

señorío. En cuanto al escudo que, descubierto, se apoyaba en una planta vecina, por sus<br />

franjas de plata y azur confirmé que me hallaba ante un Lusignan de mi casa, lo que me<br />

colmó de orgullosa complacencia, pese a la pobre condición del caballero, pues la natural<br />

altivez del personaje bastaba para compensar de otras aflicciones. Me gustaba que los<br />

míos fueran así; que se les midiera la casta con sólo mirarlos.<br />

Los de la carreta se fueron descolgando uno a uno, en pos de Ithier, y rodearon al<br />

guerrero. <strong>El</strong> juglar le explicó de dónde venían y la tarea que habían cumplido, como<br />

vírgenes ya prudentes ya locas, y luego, de acuerdo con la costumbre de la época, que<br />

no consideraba un índice de mala educación el tiroteo indiscreto de las preguntas, sino,<br />

contrariamente, exigía la inmediata satisfacción de la curiosidad, los mancebos iniciaron<br />

un interrogatorio vehemente, al que cortó de raíz una exclamación de su guía:<br />

— ¡Vos sois Ozil de Lusignan!<br />

Manuel Mujica Láinez 29<br />

<strong>El</strong> <strong>unicornio</strong>

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