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DOS BOTELLAS NEGRAS H. P. LOVECRAFT - GutenScape.com

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Dos botellas H. P. Lovecraft<br />

presa de un júbilo inexplicable y fuera de lugar. Estaba claro que la muerte de Vanderhoof le<br />

producía una alegría perversa y diabólica. Los aldeanos se percataron de un algo extraño y<br />

añadido en su presencia, y lo evitaron cuanto pudieron. Habiendo muerto Vanderhoof, se<br />

sentían aún más inseguros que antes, ya que el viejo sacristán tenía ahora las manos libres<br />

para lanzar los peores hechizos contra la aldea desde la iglesia, cruzando el pantano.<br />

Musitando algo en un idioma que nadie pudo entender, Foster se volvió por el camino que<br />

cruzaba el baldío.<br />

Fue entonces, al parecer, cuando Mark Haines recordó haber oído hablar al reverendo<br />

Vanderhoof de mí, su sobrino. En consecuencia, Haines me envió recado, esperando que<br />

pudiera saber algo que arrojase luz sobre el misterio de los últimos años de mi tío. Le<br />

aseguré, sin embargo, que yo no sabía nada de mi tío o su pasado, excepto que mi madre lo<br />

describía <strong>com</strong>o un gigante con poco valor y voluntad.<br />

Habiendo escuchado cuanto Haines tenía que decirme, enderecé mi silla y eché un<br />

vistazo a mi reloj. Era ya tarde avanzada.<br />

-¿A cuánto está la iglesia de aquí? -pregunté-. ¿Cree que podría llegar antes de que<br />

oscureciera?<br />

-¡Seguro, hombre, que no piensa ir allí en plena noche! ¡Ese no es un buen lugar! -el<br />

viejo tembló perceptiblemente con todo su cuerpo y medio se alzó de su silla, tendiendo una<br />

mano flaca, <strong>com</strong>o para detenerme-. ¡Ni se le ocurra! ¡Sería una locura! -exclamó.<br />

Me reí de sus miedos y le dije que, ya que estaba allí, pensaba encontrarme con el viejo<br />

sacristán esa misma tarde y sacarle toda la información cuanto antes. No estaba dispuesto a<br />

aceptar <strong>com</strong>o verdades las supersticiones de paletos ignorantes; por lo que estaba seguro de<br />

que todo lo que acababa de oír no se debía más que a una concatenación de sucesos que la<br />

exuberante imaginación de la gente de Daalbergen había ligado con su mala suerte. No sufría<br />

de ninguna sensación de miedo u horror al respecto.<br />

Viendo que estaba decidido a ir a casa de mi tío antes de que cayese la noche, Haines<br />

me condujo fuera de su oficina y, con renuencia, me dio el puñado de instrucciones<br />

necesarias, rogándome de vez en cuando que cambiase de intenciones.<br />

Me estrechó la mano al despedirnos, en una forma que daba a entender que no pensaba<br />

volver a verme.<br />

-¡Cuidado con ese viejo demonio, Foster, no se fíe! -me avisaba una y otra vez-. Yo no<br />

me acercaría a él tras anochecer ni por todo el oro del mundo. ¡No, señor! -volvió a entrar en<br />

su almacén, agitando con solemnidad la cabeza, mientras yo cogía una carretera que llevaba a<br />

las afueras de la población.<br />

Tuve que caminar apenas un par de minutos para poder ver el baldío del que me había<br />

hablado Haines. La carretera, flanqueada por vallas pintadas de blanco, cruzaba aquel gran<br />

páramo, que estaba cubierto de agrupaciones de malezas que hundían sus raíces en el húmedo<br />

y viscoso cieno. Un olor a muerte y podredumbre colmaba los aires, e incluso a la luz de la<br />

tarde se podían ver unos cuantos retazos de vapor que se alzaban del insalubre terreno.<br />

Al otro lado del pantano, giré a la izquierda, tal y <strong>com</strong>o me habían indicado,<br />

apartándome del camino principal. Había algunas casas por allí, según pude ver; casas que<br />

apenas eran otra cosa que chozas, reflejando la extrema pobreza de sus dueños. El camino<br />

pasaba bajo las festoneadas ramas de enormes sauces que ocultaban casi por <strong>com</strong>pleto los<br />

rayos del sol. Los olores miasmáticos del pantano infectaban aún mis fosas nasales, y el aire<br />

era húmedo y frío. Apreté el paso para abandonar aquel tétrico pasaje cuanto antes.<br />

Y de repente salí de nuevo a la luz. El sol, que ahora pendía <strong>com</strong>o una bola roja sobre<br />

la cima de la montaña, estaba ya muy bajo y allí, a alguna distancia adelante, bañada en el<br />

resplandor ensangrentado, se alzaba la solitaria iglesia. Comencé a sentir el desasosiego del<br />

que hablaba Haines; ese sentimiento de miedo que hacía que todo Daalbergen rehuyera el<br />

lugar. La masa achaparrada y pétrea de la propia iglesia, con su romo campanario, parecía un<br />

ídolo al que adorasen las<br />

estelas de tumbas que la rodeaban, ya que cada una remataba en un borde redondeado<br />

que recordaba las espaldas de una persona arrodillada, mientras que, sobre todo el conjunto,<br />

la casa parroquial, sórdida y gris, se agazapaba <strong>com</strong>o una aparición.<br />

LIBRODOT.COM Junio de 2006<br />

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