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CUENTOS<br />
La hormiga<br />
Un día las hormigas, pueblo progresista inventan el vegetal artificial. Es una papilla fría y<br />
con sabor a hojalata. Pero al menos las releva de salir de los hormigueros en procura de<br />
vegetales naturales. Así se salvan del fuego, del veneno, de las nubes insecticidas. Como el<br />
número de las hormigas es una cifra que tiende constantemente a crecer, al cabo de un tiempo<br />
hay tantas hormigas bajo tierra que es preciso ampliar los hormigueros. Las galerías se expanden,<br />
se entrecruzan, terminan por confundirse con un solo Gran Hormiguero bajo la dirección de una<br />
sola Gran Hormiga. Por las dudas, las salidas al exterior son tapiadas a cal y canto. Se suceden<br />
las generaciones. Como nunca han franqueado los límites del Gran hormiguero, incurren en el<br />
error de lógica de identificarlo con el Gran Universo. Pero cierta vez una hormiga se extravía por<br />
unos corredores en ruinas, distingue una luz lejana, unos destellos, se aproxima, descubre una<br />
boca de salida cuya clausura se ha desmoronado. Con el corazón palpitante, la hormiga sale a la<br />
superficie de la tierra. Ve una mañana. Ve un jardín. Ve tallos, hojas, yemas, brotes, pétalos,<br />
estambres, rocío. Ve una rosa amarilla. Todos sus instintos despiertan bruscamente. Se abalanza<br />
sobre las plantas y comienza a talar, a cortar y a comer. Se da un atracón. Después,<br />
relamiéndose, decide volver al Gran Hormiguero con la noticia. Busca a sus hermanas, trata de<br />
explicarles lo que ha visto, grita: “Arriba...luz...jardín...hojas...verde...flores... Las demás hormigas<br />
no comprenden una sola palabra de aquel lenguaje delirante, creen que la hormiga ha<br />
enloquecido y la matan. (Escrito por Pavel Vodnik un día antes de suicidarse. El texto de la fábula<br />
apareció en el número 12 de la revista Szpilki y le valió su director Jorzy Kott, una multa de cien<br />
znacks).<br />
(En: DENEVI, Marco. Falsificaciones. Ed. Corregidor, Buenos Aires, 1996)<br />
La muerte<br />
El primero de los indios modoc, Kumokums, construyó una aldea a orillas del río. Aunque<br />
los osos tenían buen sitio <strong>para</strong> acurrucarse y dormir, los ciervos se quejaban de que hacía mucho<br />
frío y no había hierba abundante.<br />
Kumokums alzó otra aldea lejos de allí y decidió pasar la mitad del <strong>año</strong> en cada una. Por<br />
eso partió el <strong>año</strong> en dos, seis lunas de verano y seis de invierno y la luna que sobraba quedó<br />
destinada a las mudanzas.<br />
De lo más feliz resultó la vida alternada entre las dos aldeas y se multiplicaron<br />
asombrosamente los nacimientos; pero los que morían se negaban a irse y tan numerosa se hizo<br />
la población que ya no había manera de alimentarla.<br />
Kumokums decidió entonces, echar a los muertos. Él sabía que el jefe del país de los<br />
muertos era un gran hombre y que no maltrataba a nadie.<br />
Poco después, murió la hijita de Kumokums. Murió y se fue del país de los modoc, tal<br />
como su padre había ordenado.<br />
Desesperado, Kumokums consultó al puercoespín.<br />
-Tú lo decidiste - opinó el puercoespín - y ahora debes sufrirlo como cualquiera.<br />
Pero Kumokums viajó hasta el lejano país de los muertos y reclamó a su hija.<br />
-Ahora tu hija es mi hija - dijo el gran esqueleto que mandaba allí -. Ella no tiene carne ni<br />
sangre ¿Qué puede hacer ella en tu país?<br />
-Yo la quiero como sea - dijo Kumokums.<br />
Largo rato meditó el jefe del país de los muertos.<br />
-Llévatela – admitió. Y advirtió: Ella caminará detrás de ti. Al acercarse al país de los vivos,<br />
la carne volverá a cubrir sus huesos. Pero tú no podrás darte vuelta hasta que hayas llegado ¿Me<br />
entiendes? Te doy esta oportunidad.<br />
Kumokums emprendió la marcha. La hija caminaba a sus espaldas<br />
Cuatro veces le tocó la mano, cada vez más carnosa y cálida, y no miró hacia atrás. Pero<br />
cuando ya asomaban, en el horizonte, los verdes bosques, no aguantó las ganas y volvió la<br />
cabeza. Un puñado de huesos se derrumbó ante sus ojos.<br />
(En: GALEANO, Eduardo. Memoria del fuego I. Ed. Siglo XXI, Buenos Aires, 2001)<br />
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