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por el conquistador mismo, que había forzado a aproximarse con violento empuje a los<br />

pueblos y a las razas.<br />

Si en personalidades buscamos ejemplos para demostrar cómo Napoleón, a pesar suyo,<br />

fundió al extranjero con Francia, bastará recordar el caso de Enrique Heine. El «más<br />

francés de los alemanes» -que es, sin embargo, el más grande entre los poetas líricos de su<br />

tierra, y que lleva la esencia de la poesía germánica, la voz de oro del hada Loreley, al alma<br />

escéptica y positiva de París- quizás nunca hubiese cruzado la frontera para vivir en Francia<br />

como en una segunda patria, si en casa de sus padres, siendo él niño, no se aloja el tambor<br />

Legrand, para [17] infundirle, con el redoble de sus palillos, el entusiasmo épico del<br />

Emperador, a quien entonó tan magnífico ¡hosanna!, y para inspirarle la obra maestra de<br />

Los dos granaderos. No es dudoso que Napoleón, como todo hombre de acción muy<br />

extensa, consiguió a veces exactamente lo contrario de lo que se proponía. Su obra, que<br />

anhelaba fuese nacional, se convirtió en internacional, y el romanticismo, en quien veía un<br />

enemigo, cundió gracias a él y a la Revolución, que sembró y dispersó hacia los cuatro<br />

puntos cardinales a tantos franceses ilustres.<br />

Para mí no ofrece duda: es la historia, son sus vicisitudes, lo que divide en dos etapas<br />

muy caracterizadas y contrarias la literatura francesa moderna: el período de amplia<br />

asimilación y el de eliminación, una época en que a Francia le interesa todo, y otra en que<br />

tiende progresivamente a no interesarse en realidad sino por lo propio, bien definido como<br />

tal -y acaso únicamente por lo parisiense-. En apariencia, Francia continúa siendo<br />

hospitalaria, acogiendo a los escritores extranjeros, ensalzándolos, festejándolos; pero esto<br />

es una cosa, y otra la penetración y trueque de almas. De la hueste romántica, los más<br />

insignes -Chateaubriand, la Staël- están embebidos de sentimiento y literatura inglesa o<br />

alemana. Y el autor de Atala todavía va más lejos: trae el sentimiento de países<br />

desconocidos. Es una generación de golondrinas emigradoras; mal de su grado, los<br />

trastornos políticos las arrojan anticipadamente [18] de la bella Francia, toda abrasada y<br />

toda sangrienta, y las empujan hacia países donde el romanticismo ha germinado desde<br />

antiguo, entre las brumas del Norte. Y al ponerse en contacto con nuevas ideas y nuevas<br />

formas de lirismo, se estremecen con la alegría peculiar del descubridor y el viajero. El<br />

romanticismo atraviesa entonces su edad heroica.<br />

Si el romanticismo no debiese tanto por otros conceptos a Chateaubriand y a su gloriosa<br />

émula, bastaría deberles esa fundamental dirección, ese movimiento de incalculable<br />

fecundidad y trascendencia -el cosmopolitismo literario-. Chateaubriand y la Staël no se<br />

limitaron a poner en relación con Alemania y la Gran Bretaña a los franceses: también les<br />

incitaron a que penetrasen en Italia, apoderándose de un mundo de arte, sensaciones y<br />

recuerdos. A España le llegó la vez más tarde, con la segunda época, la plenitud del<br />

romanticismo. Pero dada estaba la señal, y hasta los más apartados confines de Europa<br />

había de llegar el soplo entusiasta, el mutuo abrazo. Del propio modo el españolismo de<br />

Víctor Hugo (tan falso y tan retórico como se quiera que sea) procede de la guerra, procede<br />

de la historia.<br />

Francia ejercía, en semejante ocasión, de agitadora por las armas; pero mientras sostenía<br />

la guerra y vencía, acogía las ideas del extranjero y el enemigo, las cobijaba en su seno, las

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