En los dominios del barro - juan reyes

ja, prefirió salir. Víctor acostumbraba a quedarse algún tiempo más
después de acabada la jornada y era eso una costumbre en la que
Norberto no quería caer. Le había dicho a Víctor que tal vez salieran
juntos alguna noche, este viernes quizás, y aunque le pareciera que se
sentaba en el sillón de otro, casi le pareció una buena idea. Juguetea-
ba Norberto con los bordes de la caja de aspirinas desde dentro del
bolsillo de su chaqueta. Hoy el sol parecía irradiar con más fuerza y el
reloj de la esquina marcaba ya dieciocho grados. Casi tropezó, al do-
blar calle abajo, con una joven hermosa de rasgos colombianos que
consiguió pasar a menos de un palmo de él, le miró con sus ojos ras-
gados y le sonrió ampliamente, con una sonrisa abierta, perfecta, a la
que correspondió de buena gana. Siguió andando por la calle Herrado-
res, por el lateral donde el sol se esparcía sin sombras, sorteando a
otros transeúntes que, en busca de calor, huían de la otra acera, abri-
gados en el entretiempo de sombras frías y soles cálidos. Cruzó y en-
tró con pretendida agilidad en el portal del edificio. Don Matías limpia-
ba los buzones sin entretenerse demasiado. Norberto le saludó inútil-
mente y subió la escalera.
—Alguien preguntó por usted —dijo el viejo.
Norberto se detuvo en los primeros peldaños. Don Matías se le
acercó, apareciendo desde la oscuridad del fondo. Llevaba puesta la
eterna rebeca gris que había ganado alguna mancha amoratada de
vino nuevo.
—¿Por mí? –gritó para hacerse oír.
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