En los dominios del barro - juan reyes

El chofer, chulo a solas, cordero degollado ante la arrolladora
personalidad de su jefe, miraba por el retrovisor el gesto duro y som-
brío, acentuado por el corte de pelo siempre a navaja, recortado a dia-
rio, su mentón cuadrado y su mirada de ojos de miel envasada al va-
cío, en la que no cabía otra cosa más que poder. Los ojos dieron con
los suyos y estos comenzaron a titubear, dóciles. Vacilante, se discul-
pó por su retraso contándole cómo la señora esposa del señor le
había retenido, si me permite el atrevimiento el señor, esta mañana en
el Club, algo más tiempo del esperado.
—A mi mujer que le den por saco. ¿Quién te paga? —la mano
del chofer osciló en el aire sin encontrar apoyo. Parecía obligado a dar
una respuesta que, por otro lado, resultaba obvia. Pero si alguien iba a
insultar a la señora, no iba a ser precisamente él. Desiderio Gálvez mi-
raba a la calle a través de los oscuros cristales sin esperar respuesta,
como de costumbre, hacia la entrada de modas Durman, alta confec-
ción para caballero, punto de partida de su imperio—. Al Hotel Mencey
—ordenó—. Estoy hasta el culo de tanta recepción y de tanto pelotille-
ro de mierda.
—La gente desea agasajarle, señor —las cejas se escondían
bajo la visera, la sorna quedaba sin embargo al descubierto. Se caló
un poco más la gorra tirando del ala, meñique en alto, el del anillo de
imitación con cristal rojizo comprado en la calle Castillo a un africano
por cien duros.
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