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En los dominios del barro - juan reyes

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Norberto se puso en pie con inusitada decisión:<br />

—Tenemos que volver a comisaría.<br />

—No digas tonterías. ¿Y qué demonios pretendes que les diga-<br />

mos? ¿Que mi padre, el hombre que menos problemas de dinero tiene<br />

de toda la isla, se enfadó mucho porque no encontraba el maldito cua-<br />

dro que estaba buscando y por eso le cortó el cuello al primero que se<br />

cruzó en su camino? Joder, Norberto, despierta. —volvió a acodarse<br />

en el sofá—. ¿Y por qué ya no le interesa el cuadro? Me cago en su<br />

estampa —dijo llenándose de cólera.<br />

Se irguió dispuesta, iracunda. El flequillo pendía ante ella ame-<br />

nazante. Cruzó ante Norberto camino de la puerta, la abrió con violen-<br />

cia y cruzó el jardín bajo la lluvia decidida a cantarle las cuarenta al<br />

maldito esbirro de su padre. Llegada a la reja de entrada estaba ya<br />

ensopada y se detuvo un instante, sujeta a la puerta, para contemplar<br />

la oscura silueta <strong>del</strong> coche y al chofer inmóvil en su asiento. Se llenó<br />

de ira un poco más y se fue hacia él, abrió la puerta <strong>del</strong> chofer y le in-<br />

crepó violentamente:<br />

—Hijo de la gran puta, déjanos en paz. Dile a mi padre...<br />

El chofer no movía un músculo, pero bastó con que ella tirara un<br />

poco de su hombro para que el cuerpo cayera exánime, como un far-<br />

do, hacia ella, hasta el suelo, dejando a la vista de Marta un tajo san-<br />

grante que recorría el cuello de oreja a oreja, <strong>los</strong> ojos inertes fijos en<br />

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