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Descargar PDF - Fondo Editorial del Caribe / Anzoátegui

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Desde su creación, el <strong>Fondo</strong> <strong>Editorial</strong> <strong>del</strong> <strong>Caribe</strong> se ca<br />

racteriza por ir al encuentro de lo que nos sensibiliza,<br />

de lo que nos expresa y nos lleva luminosamente hasta<br />

nuestras barrocas e históricas raíces. Esta labor editorial tiene<br />

sus razones en el “existirnos”, en el “sabernos” y “sernos”:<br />

mediante la palabra buscamos el desde cuándo somos, quiénes<br />

somos y por qué somos, para entender que no llegamos<br />

hoy, que venimos <strong>del</strong> realmaravilloso mundo de nuestros<br />

primeros indígenas. Nombrarnos es irnos hasta la memoria,<br />

para volvernos tiempo puro y diluir olvidos, envueltos en la<br />

eterna cotidianidad de las palabras. Ya lo dijo Unamuno: “El<br />

hombre deja en la tierra unos huesos, y al irse un nombre, un nombre<br />

en la memoria de la palabra creadora, en la historia tejida de nombres;<br />

un nombre, si logra buena ventura, más duradero que los huesos, más<br />

que el bronce...¡La palabra y el nombre!”.<br />

Este proyecto editorial busca publicar, difundir, aquellos<br />

libros que sirvan para crear conciencia, para que el pueblo<br />

reaccione a partir de la razón y el sentimiento. La historia,<br />

la literatura, el folklore, el turismo, la crónica, son temas<br />

privilegiados por nosotros, al igual que las manifestaciones<br />

indígenas e infantiles. Sin obviar la intención de editar obras<br />

relacionadas con el petróleo y la artesanía.<br />

Nuestras distintas Colecciones se orientan hacia la consolidación<br />

integral de la cultura oriental y son nuestra mejor<br />

ventana al mundo. Por eso tenemos la Biblioteca de Autores y<br />

Temas Anzoatiguenses; de igual modo tenemos la Biblioteca<br />

Básica y Los Cuatro Horizontes <strong>del</strong> Cielo; nos interesamos<br />

en la incorporación de noveles escritores; queremos rescatar<br />

toda la sabiduría indígena. En síntesis: nos interesa, fundamentalmente,<br />

reafirmar nuestro gentilicio, nuestra idiosincrasia,<br />

nuestra identidad para reencontrarnos en el creativo<br />

mapa de las primeras huellas y comprobar que somos un ser<br />

de seres, un alma de almas, una voz de voces, un camino de<br />

caminos, un tiempo de tiempos. Es decir, somos palabras de<br />

un mismo libro, de una misma cultura.


Adiós Apaicuar<br />

<strong>Fondo</strong> <strong>Editorial</strong> <strong>del</strong> <strong>Caribe</strong><br />

Gobierno <strong>del</strong> Estado <strong>Anzoátegui</strong><br />

<strong>Anzoátegui</strong> - Venezuela


Gobierno <strong>del</strong> Estado <strong>Anzoátegui</strong><br />

Gobernador<br />

Tarek William Saab<br />

Fundación <strong>Fondo</strong> <strong>Editorial</strong> <strong>del</strong> <strong>Caribe</strong><br />

Director General<br />

Fi<strong>del</strong> Flores<br />

Consejo Consultivo<br />

Gustavo Pereira<br />

Freddy Hernández Álvarez<br />

Ramón Ordaz<br />

Chevige Guayke<br />

Administración<br />

Carlos Catamo Lisboa<br />

Biblioteca Pública Julián Temístocles Maza<br />

Calle Eulalia Buroz con Boulevard 5 de Julio<br />

Barcelona, <strong>Anzoátegui</strong> - Venezuela.<br />

Telefax: 0281 2762501<br />

fondoeditorial<strong>del</strong>caribe@gmail.com<br />

1 a edición, 2009<br />

© <strong>Fondo</strong> <strong>Editorial</strong> <strong>del</strong> <strong>Caribe</strong>, 2009<br />

Depósito legal:<br />

lf 80920098002756<br />

ISBN<br />

978-980-6540-90-3<br />

Composición de textos<br />

Alquimia Gráfica<br />

Diseño de portada<br />

José Gregorio Vásquez<br />

Fotografía<br />

Carlos Reyes<br />

Corrección de pruebas<br />

Chevige Guayke<br />

Editor<br />

Fi<strong>del</strong> Flores<br />

fi<strong>del</strong>flores2910@yahoo.es<br />

Impreso en Venezuela por<br />

Italgráfica S. A.


José Rafael Silveira<br />

Adiós Apaicuar<br />

Crónica de un ayer que no termina


A la sonrisa de Machú y tantas damas heroicas próceres artesanas <strong>del</strong> deber.<br />

A una mano que anciana y pródiga en hierbas, cuatro y fulías, se llama siempre Pablo Cueche.<br />

A los caídos el 24 de junio de l961, armados más allá de los dientes con mar, brisas, galerones y<br />

arco iris de pico y plumas congregados donde la palabra reina.<br />

Así germina la garganta su elevada estación y aflora en follaje la primavera<br />

<strong>del</strong> canto cuando el medio día <strong>del</strong> Alma devela la Nazarena floración de las<br />

“bella a las once” cada vez que Gardiana contempla.<br />

A Stephen March Fraile de la Escritura<br />

Congregado en La Plazuela. Devoto <strong>del</strong> verso que ha hecho Religión la poesía.<br />

7


Ana Margarita<br />

Nicomedes se acercó ceremoniosamente al agua. Entre las olas se<br />

le encogió la longevidad, lentamente, cuando hizo de su mano la<br />

totumita en la que toma café, y sacó agua, la olió y la miró, como<br />

quien mira un amor, una criatura andar. Estiró sus ojos a los confines,<br />

en un extraño rito propio de quienes se integran con la naturaleza,<br />

y dijo a Cipriano en un tono sacro: “No salgas hoy, mijo; la mar no<br />

esta güena”. No le dio la espalda al mar. Retrocedió y fue cuando la<br />

ancianidad afloró en su laringe.<br />

La edad a Nicomedes se le perdió en el tiempo; sus 90 y tantos<br />

años son en verdad una sola arruga, repartida en pedacitos sobre<br />

el forro cobrizo de sus huesos. Ahí guarda celosamente también las<br />

sales y soles, el fragor de los temporales, aguaceros, azules celestes<br />

y marinos, estrellas, y el mayor de sus luceros, Ana Margarita,<br />

el recuerdo que lo trajo hace más de 40 años a La Borracha; una<br />

goleta se la llevó, junto con otros enfermos de lepra, desde Punta<br />

de Piedras, en Margarita, para ser confinada en Cabo Blanco, en La<br />

Guaira. Nicomedes la siguió en su velero y un temporal lo eructó<br />

en esta azul soledad.<br />

Allí la talló la punta de su recuerdo: A una larga piedra clavada en<br />

la playa, colocó sucesivamente otra parecida a un esbelto torso, y a<br />

este cuerpo robusto añadió otra de menor tamaño, ovalada; luego<br />

de pintar las piedras con cal cubrió hasta donde se supone de la<br />

figura, sea el vientre, con un pedazo de vieja atarraya, sin el plomo,<br />

de las que se emplean para pescar camaiguanas. Él la ve entrando<br />

a misa, en la capilla <strong>del</strong> Valle <strong>del</strong> Espíritu Santo, con el velo blanco<br />

de las mujeres vírgenes, más allá de la cintura. Extrañamente ni la<br />

sal ha podido arrebatar la cal, ni los huracanes arrancar el largo velo<br />

al monolito que invoca a su amor, que aquella vez dobló el horizonte<br />

y que, por profundo respeto, profesando un sacrificante voto<br />

de fi<strong>del</strong>idad, lo alojó en este más nunca insular, para honrar por el<br />

9


esto de sus noches que le quedan de vida, esta cal en su memoria.<br />

De vez en cuando coloca a sus pies algas que recoge en la playa y<br />

uno que otro manojo de bora, de las que llegan allá desde la desembocadura<br />

<strong>del</strong> río. Cuando va a Barcelona, que es casi nunca, de<br />

regreso a la isla, en las orillas <strong>del</strong> río recoge flores de cautaro, piñas<br />

de lirio, y las nazarenas, cuando los borales arropan el remanso <strong>del</strong><br />

Neverí y lo convierten, desde mediados de abril, en un miércoles<br />

santo que se estira durante unos dos meses. Con el cuatro, más<br />

el viento vuelto orfeón, riega con décimas, galerones, puntos de<br />

navegante, el jazmín de un recuerdo que por estirarse tanto es ya<br />

luengo como él.<br />

No había mejor presagio, antes que se mudara su mirar, que ver<br />

posar sobre la cabeza de Ana Margarita un alcatraz, gaviota, albatro,<br />

cotúa, guanaguanare o tigüitigüito.<br />

Sólo a unas pocas personas —entre ellas Cipriano— ha confesado<br />

el nombre de la mujer que el mar le entregó pétreamente en pedazos.<br />

A los pies de Ana Margarita ancla el bote <strong>del</strong> mismo nombre…<br />

Cuando cantaba en tierra firme, en los velorios de cruz, en Lecherías<br />

o Palotal, en la Capilla de los Pescadores, se le escuchó alguna vez<br />

estos versos:<br />

Dile mar a Ana Margarita<br />

que ella habita en mí por dentro,<br />

alcatraz siempre tú estás<br />

porque eres mi pensamiento.<br />

10


La piedra escrita<br />

Desde el cocal de chinito Rojas, la isla, a veinte millas de costa<br />

firme, es un punto en el iris; en La Boca —desembocadura <strong>del</strong> río<br />

Neverí— se va notando a lo lejos un seno adolescente. Rumbo al<br />

norte el seno va aumentando de edad, incluso calcáreamente. De<br />

repente, <strong>del</strong> pecho, el seno salta y la isla sube a la cabeza y se vuelve<br />

un sombrero regio de orégano y espinos. En los altos bordes de este<br />

cogollo de piedra custodian plumas de distintos cantos y tamaños.<br />

Incluso, el ave grande arrulla cuando en las gargantas de las noches<br />

el viento canta sus apurados vuelos.<br />

La quilla corta al mar en pedacitos de espuma, mientras las millas<br />

abatidas detrás, van dando paso a un promontorio semejante a una<br />

descomunal cabeza de <strong>del</strong>fín, que levanta una ostia, en el punto más<br />

este; allí, soldada a un peñón, está la Piedra Escrita, un enorme disco<br />

en cuyo centro el alba riega su barniz, con una extraña escritura<br />

que no ha podido descifrarse. Nicomedes le rinde poético respeto<br />

al extraño legado, en un Punto de Navegante, cuya letra dice:<br />

La isla la ofrenda al sol<br />

la luz es su vestidura<br />

le llaman la Piedra Escrita<br />

el viento le dio figura<br />

la mar puso la tinta<br />

el cielo la signatura<br />

sabrá Dios qué pueblo de ayer<br />

vino y puso la escritura.<br />

Al pasar al frente, el ritual de rigor consiste en aflojar los nudos y<br />

disminuir la velocidad y ponerse de pie, de frente a la Piedra, con<br />

observación reverente.<br />

11


La tabla IS<br />

En la designación de los territorios marinos manda también la mujer:<br />

La Borracha es el mayor de tres promontorios que constituyen una<br />

ebria tríada insular, de la que forman parte además, El Borracho y<br />

El Borrachito. De su remoto aspecto de montaña apenas quedan<br />

las laderas estriadas, cadáveres de surcos que se retuercen a consecuencia<br />

de la milenaria ausencia <strong>del</strong> suelo y las fluyentes aguas.<br />

Es una mole agreste que se mimetiza a lo lejos con la manta azul<br />

de los éteres marinos. A su alrededor fondean los buques que, en<br />

su mayoría, en el puerto de Guanta y sus alrededores, se abotagan<br />

de petróleo. De regreso a sus destinos, dejan apenas la popa que<br />

se va haciendo diminuta progresivamente hasta que desaparecen,<br />

cuando se lanzan por el arco acuoso de la esfera planetaria.<br />

Cipriano colocó la caja que contenía papelón, café, maíz, arroz,<br />

vitualla, fósforo, caramelos y conservas de coco, anón, ponsigués,<br />

jobos la india y tabaco de mascar, sobre IS, lo que quedó de un<br />

nombre escrito en rojo sobre unos tablones de un viejo tres puños<br />

que una vez se llamó Ismelda, pues encalló en los alrededores<br />

hace muchos años. Con parte de las tablas hizo lo que se le podría<br />

considerar una mesa y la cama, y con el mástil hizo la mayor parte<br />

de la ranchería. Aún cubre las tablas de dormir con un pedazo de<br />

lona de vela de la embarcación difunta. La imagen de la Virgen <strong>del</strong><br />

Valle calza sus sandalias con llama, pues a sus pies siempre está<br />

encendida la lamparita de aceite de coco. El cuatro, a un lado de la<br />

mística imagen, guarda la alegría a la entrada <strong>del</strong> compartimiento<br />

donde, por tantos años, ha alojado sus descansos.<br />

La leña y el kerosén los colocó a un lado, sobre la tierra, a los pies<br />

de la mesa. Hay tizones en el fogón. Supuso que estaba cerca y<br />

levantó la voz —“¡Compai oh, compai!”—. Salió <strong>del</strong> rancho y llamó<br />

de nuevo, esta vez con la voz más empinada —“¡Compai<br />

oh, compai oh!”— el trueno oral hizo saltar tigüiti-güitos, incluso<br />

12


al alcatraz que posa sobre la cabeza de Ana Margarita. De nuevo<br />

llamó y sólo logró que la distancia le devolviese la voz varias veces.<br />

Lo esperó a que bajara, con su palo de mangle, por el ebrio camino<br />

donde andan los chivos. Aún le duele el pie…<br />

Gritó de nuevo con la firmeza que impone su presencia y entonces el<br />

buchón, que tanto le confesó al oído, aleteó con un extraño canto,<br />

tal vez diciéndole: “Anda con nosotros en el viento”. Pero Cipriano<br />

fue a la playa tratando de acercar su mirada al lejos azul e impuso<br />

su garganta sobre el alboroto de espumas, y las olas respondieron al<br />

unísono con un fuerte golpe de agua, como exclamando: “envuelto<br />

en sales, lo llevamos”.<br />

No estaban ni el lujoso yate ni el remolcador-grúa fondeados en los<br />

alrededores de La Piedra Escrita…<br />

13


El nueve de mangle<br />

Nicomedes Patiño, un margariteño que estos confines convirtieron<br />

en alcatraz, aprendió de esta ave la ancianidad y sobre todo la bondad<br />

heroica, pues es capaz de arrancarse las carnes para darlas a<br />

comer a sus hijos, que son casi todos los pescadores que por allá,<br />

comenzando los sesenta, pernoctan en la isla, que es nido, techo y<br />

pecho <strong>del</strong> anciano.<br />

Pocos sabían que el asceta pescador era ciego. Las arrugas le habían<br />

reducido los ojos a dos botones que procuraban mirar, y mudaron<br />

su luz a otras regiones de su rojiza y recia humanidad, para descifrar<br />

el aroma de las aguas y el sigilo de los huracanes.<br />

Una edad tan larga, sin alfabeto, que leía los códices que sobre la<br />

piel <strong>del</strong> espacio escribe la naturaleza. Tampoco sabía sumar y en<br />

el dominó, cuando se trancaba el juego, observaba diez o más piedras,<br />

e inmediatamente daba la sumatoria exacta: “Treinta y ocho”.<br />

Y era así…<br />

Subía y bajaba por el estrecho y torcido camino de los chivos con<br />

la ayuda de su vara de mangle, que inicialmente tenía la forma de<br />

un uno y que, al revés <strong>del</strong> anciano, se fue encorvando de tal manera<br />

que se convirtió con el pasar <strong>del</strong> tiempo en un nueve. Una vez que<br />

alcanzaba el “Ojo <strong>del</strong> Morro”, como le llamaba a la pequeña cima,<br />

estiraba su atención hacia donde el azul, de marino pasa a ser oscuro<br />

y perdido sobre los lomos descomunales <strong>del</strong> mar. Quedaba regio,<br />

a semejanza de un patriarca de los mares. A no ser por la ropa que<br />

le mueve el viento se corre el riesgo de asegurar que se trata de un<br />

monolito antiquísimo que da forma a la punta <strong>del</strong> promontorio.<br />

Bajaba casi sobrenaturalmente, pues daba la impresión que el camino<br />

se iba acomodando mágicamente a sus pies. Al verlo sobre<br />

la arena, próximo a nosotros, cesaba la angustia y el remanente<br />

de agobio expresaba su aguda extenuación con una involuntaria<br />

14


sonrisa: La proeza en simbiosis con el asombro. Pocas veces ambos<br />

han estado mejor fusionados. Entonces el palpitar emergía de lo<br />

profundo, impregnado con mascadura de tabaco y la fuerza de un<br />

veredicto inapelable, cuya firmeza designa un pez: “Carite” “Catalana”,<br />

“Cabaña”, “Dorado”, “Zapatero”, “Jurel”…<br />

Los pescadores luego preparaban sus aperos, según el caso, para ir<br />

por el dictamen breve y firme de Nicomedes. Y era así…<br />

Los pocos que osaban inquirir cómo hacía el anciano para saber lo<br />

que traía la mar, corrían el riesgo de sentir el nueve de mangle sobre<br />

sus espaldas o no merecer el privilegio de su proximidad. A costa de<br />

las conservas y caramelos de coco y el tabaco de mascar, lo primero<br />

que el longevo pescador buscaba en la caja que le llevaba, fue como<br />

Cipriano logró merecer el tesoro de su confesión. Éste, una vez lo<br />

esperó al pie <strong>del</strong> camino de los chivos, caramelos y conservas de coco<br />

más tabaco de mascar, en mano, le extendió la otra para ayudarlo<br />

a bajar, y hecho el pendejo, inquirió: “—Viejo ¿Cómo sabes lo que<br />

trae la mar?—”; y Nicomedes respondió margariteñamente: “—Por<br />

el buchón, mijo—”.<br />

Y al oído de Cipriano llegó, entre otras confidencias, que según el<br />

silbido de la gaviota rey, que es la primera que echa a volar para<br />

avisar desde la lejanía al resto de la manada el pez que en cardumen<br />

se aproxima a la isla, sabía Nicomedes lo que traía la mar. Nada más<br />

y nada menos que cuarenta y más años desentrañando el canto <strong>del</strong><br />

ave —el buchón— en la soledad de sal, viento, plumas y chivos; de<br />

hinchado y endurecido azul que es La Borracha. Así lo confesó el<br />

arrugado y viviente faro.<br />

15


La matrona de la mar<br />

Desacatando lo que Nicomedes aconseja, Cipriano ordena encender<br />

el motor y subir el ancla. A Risita no le queda si no sonreír, que era<br />

su forma de hablar, inquirir, responder, obedecer, amar, socorrer,<br />

asentar, trabajar… un tatuaje de alegría perenne, con un niño impreso<br />

en dos mejillas de cuarenta y nueve años, a quien la formalidad<br />

llama Pedro López. Conoce como ninguno los rumbos de la<br />

mar: “Verdecita”,”Cielo Bajito”,”Ola Ancha”,”Agua clara”, “Jureleña”,<br />

“Viento Apurao”, “El gritadero”, son lugares de azul que conoce desde<br />

que sus primeros pedacitos de edad se zambulleron en la sal de las<br />

aguas. Junto con él, ríe también el anciano de sombrero, estampado<br />

en el interior manga largas, marca quáker. Entonces se compraba<br />

la avena por sacos y con esta tela se elaboraba la ropa íntima, para<br />

varones y hembras.<br />

16


El nueve de carne<br />

Chucho Mago manifiesta en la salina mirada el desconcierto que<br />

deviene de la desobediencia..<br />

En la espalda de su memoria arden aún los peinillazos que le propina<br />

en el recuerdo, el aspecto furibundo y brutal de Onésimo Ferrebús.<br />

De eso hace unos cinco años y aún le arde la mirada. En la piel, en<br />

la presencia, incluso en la palabra pescador, arde el sol; nadie más y<br />

mejor lo testimonian. Pero de ahí a que le arda a Chucho la invocación<br />

<strong>del</strong> pretérito episodio… ¿Tanto así?<br />

Ocurrió que una noche, sacando pescao, luego de afanar tenazmente<br />

arrastrando un mandinga a la playa, en medio de una noche empeñada<br />

en ser más aún, pues devoraba las menudas y claras astillas que<br />

la luna refleja, no se percató que lo que agarraba en ese momento<br />

por la cola era un enorme tiburón, cuyo celaje clavó su hilera de<br />

dientes en lo que sirvió para proteger su rostro. Sorprendentemente<br />

medio dedo medio, de la mano derecha, longitudinalmente, le<br />

devoró la feroz sierra. Extrañamente a medida que fue cicatrizando,<br />

los huesos metatarsianos disminuyeron de diámetro y los tejidos se<br />

aglutinaron en la punta, al lado de la escasa uña. A los pocos meses,<br />

entre los nueve dedos y medio que le quedaron surgió otro nueve,<br />

justo en medio de la mano derecha. Semejante talla, atípica, inverosímil,<br />

biológi-camente asombrosa, no podía pasar desapercibida<br />

y mediante esa alta cualidad <strong>del</strong> pueblo de transmutar el infortunio<br />

en mágicas ocurrencias, sucedió que cuando el número de bolas<br />

más cerca <strong>del</strong> mingo sumaban nueve, levantaba la voz Manuel Trébol:<br />

“—¿Cuántas bolas llevamos, Chucho?—”; y éste, levantando<br />

el brazo y apuntando con el dedo medio, como quien solicita un<br />

derecho de palabra, sin inhibirse, probablemente sin morbosidad,<br />

gestualmente decía: “¡Nueve!”.<br />

Si por casualidad, al final de una ronda en el juego de dominó<br />

—que con frecuencia ocurría en la acera, frente a su bodega— la<br />

17


sumatoria de las piedras alcanzaba las nueve unidades, “Dos, más<br />

cuatro, más tres ¿Cuánto es Chucho?”, en voz alta, con tono grave,<br />

inquiría Manuel La Rosa, reclamando la puesta en escena <strong>del</strong> dedo<br />

medio; y aparecía solemne sobre el hombro derecho <strong>del</strong> pescadorbodeguero.<br />

Una vez Ramón Monzant le propinó los nueve ceros a los Leones <strong>del</strong><br />

Caracas; el manco Vicente, fanático de los Guaiqueríes de Oriente,<br />

con raro sadismo, para resaltar la actuación <strong>del</strong> estelar lanzador, a<br />

unos treinta metros de distancia preguntaba a Chucho, que a eso<br />

de las cuatro de la tarde recostaba religiosamente el espaldar de la<br />

silla de cuero a un lado de la entrada a la bodega, “¿Cuántas arepas<br />

le metimos a los gaticos ayer, Chucho?” y surgía ceremonioso<br />

y complaciente el dedo sobre su cabeza.<br />

Camaleón García comenzó a dar jonrones y más jonrones en una<br />

temporada; al disparar el noveno cuadrangular dejó al Pampero<br />

en el terreno. El manco, sarcástico y chocante, haciendo gala de<br />

ese amasijo de burla y morbo que sólo hace posible la obsesión<br />

deportiva, solicitaba la aparición <strong>del</strong> nueve medio: “¿Cuántos jonrones<br />

lleva Camaleón, Chucho?”. Y la respuesta gestual no se hacía<br />

esperar, brazo arriba.<br />

Menos mal que tocaba el cuatro con la zurda. Cerca <strong>del</strong> mostrador<br />

mantenía el chinchorro en el que evocaba a menudo a “Cabeza de<br />

Hacha”:<br />

Yo me voy de esta tierra y adiós<br />

jamás debo de mostrarme cobarde<br />

arrastrando esta cadena tan fuerte<br />

hasta que mi triste vida se apague.<br />

Yo he vivido soportando un martirio<br />

jamás debo de mostrarme cobarde<br />

recordando aquel proverbio que dice<br />

más vale tarde que nunca, compadre.<br />

Día tras día era lo que decía melódicamente cada vez que tocaba<br />

el cuatro.<br />

18


Quien iba a comprar a la bodega: “Dame medio papelón, Chucho”,<br />

si éste estaba en el chinchorro, acostado, quejándose a costa <strong>del</strong><br />

cuatro y la canción, no sacaba el dedo, si no que respondía, así<br />

como de mala gana: “Pártelo ahí; paga y te das lo vuelto”, y seguía<br />

como si no fuese con él.<br />

Se generalizó tanto la invocación <strong>del</strong> dedo para saludarlo, que fue<br />

omitiendo poco a poco el nombre <strong>del</strong> pescador; así la designación<br />

nominal empezó a dar paso al matemático apodo. Cada saludo era<br />

entonces un planteamiento aritmético. Cuando pasaba Pedro López<br />

por las tardes, frente a la bodega, de regreso de la faena, enviaba a su<br />

audición el saludo mediante una interrogante: “¿Cinco más cuatro?”.<br />

Y a veces sin mirar, como siempre recostado al espaldar de la silla de<br />

cuero, con la señal de costumbre, respondía la afable alusión.<br />

Joropo, de andar rápido, atropellado hablar y siempre acompañando<br />

su prisa con el canto —joropos que cantaban Adilia Castillo y<br />

Magdalena Sánchez, de ahí su apodo— lo aludía matemáticamente<br />

al pasar: “¿Siete más dos?”; e idéntica y plácida era la respuesta.<br />

Una vez se le acercó María Rosario y maternalmente lo aconsejó:<br />

“—Mira, Chucho, deja de está hablando con ese deo, hijo. Deja de<br />

está sacando ese deo así, porque hay quien no pueda entendé eso<br />

y se sienta ofendío—”.<br />

Dicho y hecho; palabra de sapo tenía la anciana. Un día un repartidor<br />

de cartas <strong>del</strong> correo le preguntó el número de la casa, que aparecía<br />

virtualmente borrado sobre el umbral de la entrada a la bodega. El<br />

pescador, como siempre, acostumbrado ya a las alusiones y respuestas<br />

aritméticamente gestuales, respondió sacando el nueve<br />

con la derecha y dos con la izquierda. Quiso decirle, en medio de su<br />

ingenuidad, noventa y dos; no fue la cifra lo que entendió el cartero.<br />

Entendió una ofensa, una razón para desahogar el sofocante sol<br />

de las once y treinta am, y lengua en ristre se apresta a semejante<br />

brollo. El sudoroso se engrinchó, peló los dientes como bestia herida,<br />

lanzó el bolso con los sobres fuera de la bodega y le increpó:<br />

“¡Mira, viejo marisco...!” ¡A María Purísima! Lo que siguió fue un<br />

19


desfile verbal censura “Y”. El cartero prefirió el resplandor de afuera,<br />

que estimulara su indignación, a permanecer bajo sombra donde<br />

se guarnecía el nueve. De las casas aledañas salían los vecinos al<br />

escuchar tamaño alboroto.<br />

Por la tarde, mientras atendía a un cliente, el perro de Josefa Contreras<br />

meó la silla que emplea Chucho para recostarse, a lo que advirtió<br />

el manco Vicente: “¡Qué vaina, Chucho, te meó la silla el perro. Tienes<br />

que bañate ahora con cariaquito morao!”. “Ese era el diente que le<br />

faltaba al peine, compai”. —resignada-mente oralizó el nueve—; y<br />

completó: “Cuando uno está empavao hasta los perros lo mean”.<br />

Se repitieron muchísimas veces los aritméticos saludos y las exactas<br />

adiciones.<br />

Con el escándalo de la primera vez, su fiel vecina, María Rosario,<br />

volvió a aconsejarlo y él, pretina desabotonada, pelo de pájaro loco,<br />

más sábana en el bolsillo de atrás, que más que pañuelo parecía un<br />

rabo grueso de tela, quedaba como ausente.<br />

Una tarde como a eso de las cinco y media, en el momento en que el<br />

tizón celeste comienza a acostarse en el distante chinchorro donde<br />

bosteza la noche, cumpliendo el ritual de la contemplación: silla<br />

con el espaldar hacia a la pared a la entrada de la bodega, franelilla<br />

blanco apio manchando de tela el tronco, ojos fijos revestidos de<br />

una extraña atención, inmóvil indiferencia, pasmoso estar sin estar;<br />

lo más parecido a un pájaro baco, a la orilla <strong>del</strong> río vial observando<br />

el negro remanso <strong>del</strong> asfalto; ahí está quien suponemos es Chucho<br />

Mago, más fiel al rito que el crepúsculo. Aparenta ser cachorro;<br />

tampoco es retrechero.<br />

20


La muñequita de ocho, al andar<br />

A esa hora, de vez en cuando, transita por la acera contigua La Muñequita,<br />

más por vanidad que por necesidad. A la hora en que los<br />

muchachos queman sus últimos cartuchos, el griterío se alebresta<br />

y los pescadores se despojan la sal y reposan su extenuación en<br />

sillas de cuero recostadas a la pared, ella camina con una cintura<br />

que describe los 360º de la circunferencia y que emite un dialecto<br />

que traducido <strong>del</strong> lenguaje de las insinuaciones al arte culinario<br />

quiere decir, “si le colocan una lechosa madura sobre las caderas<br />

hace merengada”.<br />

Observar a la exuberante exhibir su desmedida vanidad era ya de por<br />

sí, un extenuante esfuerzo que se añadía al de la prolongada faena.<br />

¿Cuántos hubiesen querido convertir las miradas en atarrayas con<br />

plomo grueso, y meter en su mara, agarrando vivo por la cabeza,<br />

aquel despampanante tajalí? No obstante debían renunciar a la<br />

mirada, a la silbadita —¡fuig fuío!—, a ese colocar los ojos sobre<br />

aquel torbellino de furor, a la hipnosis a que convocan semejantes<br />

caderas. Con la renuncia se aleja también el fragante aroma de la<br />

costosa colonia; no era ningún pachulí lo que sahumaba la rubia.<br />

Aquella mujer se convertía en un ocho andante, pues, un círculo su<br />

cadera con otro encima, el de su espesa y larga cabellera. No es una<br />

muñeca de trapo cualquiera, de esas que les pone a las muchachitas<br />

el niño Jesús, que lleva el saco zurcido, con un taco. No. Es de las<br />

costosas, de plástico, musiúas, que suben y bajan los párpados, que<br />

saca el Niño de su saco desechable.<br />

Atrás, siempre la sigue a distancia —cuando se complace en alborotar<br />

la extenuación de los pescadores— un osmóvil nuevecito, que además<br />

de protegerla, caza también las miradas de aquellos que osen colocar<br />

el olfato tras el celaje y los ojos en el ocho seductor. Es nada más y<br />

nada menos que el peor esbirro de la dictadura: Onésimo Ferrebús<br />

y sus secuaces, una tortura humana procedente de la sierra de Coro,<br />

21


cabezón, corporalmente desproporcionado, de hablar dejo y ojos<br />

cunaguaros; malo es poco. Es lo que más duele al fósforo que arde<br />

en la huelga endocrina de los extenuados: ¡Pelar ese boche!<br />

Sorprendentemente esa tarde no venía el osmóvil atrás. Joropo que<br />

se desplaza en dirección contraria, en su atropellado andar-hablar,<br />

saluda como a menudo viene haciéndolo: “¡Cinco más cuatro!”, y<br />

justo a menos de dos metros de La Muñequita, levanta el dedo como<br />

pidiendo un derecho de palabra, de tal manera que la solicitud tuvo<br />

quórum en la supuesta y perfumada rosa, que repentinamente se<br />

convirtió en un mapurite al revés, en un bicho que sacó de la cueva<br />

donde pululan larvas de hablar, otros bichos, en tonos de bajo fondo,<br />

a capella e histeria. Los vecinos salieron al percatarse de aquellos<br />

berracazos que abrían –digo yo— huecos en la capa de ozono.<br />

Aquella aparente y tierna mirada se transformó en la de un cascabel<br />

batiendo la maraca, y zapatilla en mano exhaló azufre: “Métete ese<br />

deo en… viejo marisco…” ¡Virgen <strong>del</strong> Valle! Lo que siguió atrás fue<br />

una caravana de cucarachas, siete cueros y alacranes; daban ganas<br />

de rociar DDT con una bomba de flis alrededor de aquella anguilla<br />

enfurecida. Lo menos anticristiano que se le oyó fue “¡mañana te<br />

voy a ve con una mano menos, desgraciao!”. Joropo quiso explicarle<br />

con su aún más atropellado hablar a la lamentable y elegante felina,<br />

quien espetó: “¡Quítate <strong>del</strong> medio pendejo, marisco ‘e mierda, que<br />

no es contigo!”. Pronunció la “r”; no era oriental la mujer. Era como<br />

<strong>del</strong> centro, más bien.<br />

Zapatilla en mano, mirada enrojecida y desafiante, siguió por la<br />

acera sahumando, en vez de costosas colonias, azufre por la nariz<br />

y la cañería de lo que nos imaginábamos eran labios, de donde<br />

esparcía además, patas blancas, chipos, chiripas. Al aproximarse a<br />

las casas se escuchaba el tirar de puertas.<br />

22


La matica ‘e zábila en el umbral<br />

Ya en Palotal se conoce la crueldad <strong>del</strong> cabezón Ferrebús.<br />

En una ocasión se perdieron las almohadillas <strong>del</strong> estadio; no pudo<br />

escenificarse el juego dominical entre el OSP de Guanta y el MOP.<br />

El esbirro estaba entre los espectadores. Le atribuyeron sin razón<br />

la desaparición a Gabrielito el obrero <strong>del</strong> estadium. “Como siempre<br />

el más pendejo paga las vainas”, comenta Felipe. Como a las 6 de la<br />

mañana, mientras hace las arepas con leña verde, que ahuma toda<br />

la casa, le da una fuerte patada a las dos hojas de la puerta de la<br />

humilde vivienda y, justo al abrir, cae sobre la cabeza <strong>del</strong> coriano la<br />

matica de zábila con la bolsita de tafetán roja que envuelve mediecitos,<br />

que María Domitila mantiene sobre el umbral interior. Peinilla en<br />

mano y mirada aterrada por lo que considera un hechizo, vomita su<br />

asombro Ferrebús: “¿Con que me quieres embrujá, vieja el carajo?”.<br />

Agarró a la esposa por los cabellos, mientras dos de sus secuaces<br />

encañonan la cabeza <strong>del</strong> angustiado esposo y con sádico proceder le<br />

ordena al marido amarrar la larga cabellera <strong>del</strong> espaldar de hierro de<br />

la cama. “Hale varios nudos y la amarras de espalda, cortica, como<br />

se amarran a las mulas briosas”. “Vamos a ve ahora dónde pusites<br />

las almohadillas, ladroncito”. Ordenó meterle el tronco y cabeza por<br />

el espacio de la ventana <strong>del</strong> chofer, subió el vidrio ajustadamente;<br />

en la acera quedaron parte de la espalda y miembros inferiores y le<br />

aplicó la “redoblona”: Dos esbirros peinilla en mano alternándose<br />

rápidamente mientras propinan planazos sobre las nalgas.<br />

Se lo llevaron. Las promesas a la Cruz de Ramón Florecido, a San<br />

Celestino, a la Virgen <strong>del</strong> Valle, a la Cruz de los Pescadores; los ruegos<br />

de las mujeres por las nalgas, la baja espalda y lo que quedaba<br />

de vida, de Grabielito, más las almohadillas que aparecieron cerca<br />

de la Cruz de los Coléricos, lo devolvieron con brillo en los ojos .<br />

La tortura ubica a menudo al ser humano a quien se le propina, en<br />

medio <strong>del</strong> puente que comunica entre la indiferencia y la abstracción;<br />

23


entre la nostalgia y el extravío <strong>del</strong> asombro. Se le fue el asombro, se<br />

le fue la infancia a aquel hombre, a tal punto que, mucho después,<br />

sentado bajo las tribunas <strong>del</strong> estadio Venezuela, detrás <strong>del</strong> catcher,<br />

donde acostumbraba ver los juegos, dieron un foull hacia atrás, justo<br />

donde estaba sentado y la bola le dio en la frente y ahí quedó. Él<br />

indiferente y rota la malla de proteger las tribunas.<br />

.<br />

24


Chucho y la redoblona<br />

Elena Machado, María Rosario, La Murcia, Guillermina, Petra<br />

Fernández, aconsejaron al “9” —esta vez dividido entre tres— se<br />

alejase. “Piérdete, Chucho; anda pa’l manglar. Huye hacia una isla<br />

de esas, que ese diablo es malo. ¿Es que tú no vites lo que le hizo<br />

a Grabielito?”. El pájaro baco permanecía impávido contemplando<br />

quién sabe qué desde su orilla.<br />

Como a las dos horas tres osmóvil se acercan despacio; dos se estacionan<br />

frente a la bodega y un tercero que queda como a cincuenta<br />

metros, más o menos. Del asiento de atrás sale Ferrebús con su<br />

cetro de perjudicar, la peinilla, cuyo brillo parece un manantial…<br />

de lágrimas. Camina despacio escondiendo algo detrás de la pierna<br />

derecha, como si fuese ñeco, renqueando, con el hombro izquierdo<br />

levantado, y con la vocecita cínica y el tumbaíto serrano saluda<br />

aritméticamente:”¿Seis más tres?”. El nueve, que por ser baco no<br />

es soquete, conmutó firme y como si no fuera con él: “¡Diez menos<br />

uno!”. “Seis más tres, ¿dime cuánto es seis más tres, Chuchito,<br />

dime con el deo, mijo? deja que hable el deo, saca el deito, chico?<br />

inquiría el esbirro con pérfido esmero, como quien consiente a<br />

un bebé. Aquella maligna ternura le ancló la palabra al pescador<br />

en la conmutación inicial, “Diez menos uno”. “Ah, ¿no me lo vas a<br />

decí como tú acostumbras decilo? ¿No me vas a hablar con el deo,<br />

Chuchito? La maléfica invitación se convirtió repentinamente en<br />

cefálica orden que el resto de los esbirros acata automáticamente.<br />

Ya conocen el guión <strong>del</strong> despiadado rito: La redoblona.<br />

Cumplió con “Cabeza de Hacha”, su invocación diaria. No se rajó…<br />

Apareció a los ocho días con berenjenas guindando en su piel; con el<br />

ardor adherido a las carnes de atrás. Incluso, el recuerdo desollado.<br />

No habló más la mano; más baco se volvió…sólo se le escuchaba<br />

lamentarse con las cuerdas, navegando en su chinchorro:<br />

25


Ay no me pidan<br />

que cante<br />

que no puedo<br />

ay no me pidan<br />

que cante<br />

que no puedo<br />

me duele el alma<br />

me duele el corazón<br />

se me acabó la voz<br />

y el resuello<br />

y el canto me priva<br />

la respiración.<br />

No era para menos…<br />

26


La mara<br />

Sube el ancla y Jesús Millán enciende el Jhonson fuera de borda,<br />

nuevecito, que el peñero Virgen <strong>del</strong> Valle 11 devela, a medida que<br />

se pavonea con el agua a la cintura.<br />

Huele a diciembre el peñero recién enmasillado y pintado; gira en<br />

torno a su nidal de espumas, con un motor de dos días de estreno,<br />

capaz de partir al Neverí en dos alas pardas y enormes. Una tarde<br />

Cipriano preguntó al margariteño: “viejo, ¿qué nombre le pongo al<br />

peñero?”. Y aquel le respondió: “Ponle un nombre de respeto; no le<br />

vayas a poné un nombre de musiú, como esos que les están poniendo<br />

ahora a los muchachos. Llámalo con el nombre de la Matrona<br />

de la Mar. De ella son las aguas y la vida de uno.” El largo y ancho<br />

bote cambió de nombre —“El mandinga”, se llamaba—. Lo escribió<br />

en azul a la derecha de la quilla, “Virgen <strong>del</strong> Valle 11”. Es el décimo<br />

primer peñero que compra, el más grande y único que posee.<br />

Van cuatro gaviotas sin pluma a saciarse de libertad, pues les fue conculcada<br />

hace apenas unos meses. Todo ocurrió porque las lanchas<br />

rastro-pescadoras se han venido acercando cada vez más a la costa<br />

y la pesca artesanal se ha ido diezmando; es una mano robusta que<br />

oprime el cuello de un conglomerado. Cuando arrastran mandingas<br />

a la playa —no estaba herida aún la abundancia— llegan mujeres<br />

y madres viudas pidiendo pescado en cestas grandes, para vender.<br />

Es común escuchar: “Agarre, agarre, mija, eche en la mara, que la<br />

mar da pa’ todos”.<br />

Con las rastro-pescadoras llegó el aumento <strong>del</strong> costo de todo lo<br />

que produce el mar. Se alteró el mar dentro y fuera <strong>del</strong> agua. Lo que<br />

había sido una dinámica sencilla, sana y noble, se fue convirtiendo<br />

en una maraña en donde sólo importaba la ganancia, a tal punto<br />

que, a costa de whisky, fueron dividiendo la masa de pescadores y<br />

así se fue debilitando la esencia <strong>del</strong> trabajo artesanal marino.<br />

Se reunieron muchas veces con los sicilianos que operan las lanchas<br />

27


que todo arrasan y han ofrecido otras tantas veces que respetarán<br />

la palabra empeñada. En la última reunión con ellos, Jesús Millán<br />

les dijo: “Podemos hablar mil veces con uds., y mil veces podrán<br />

engañarnos; pero puede ser que en la mil una, se nos salga el caribe”;<br />

eso les dijo Jesús Millán: “Y ahí sí van a sabé cómo se bate el<br />

cobre”. Y se fueron a todas partes, hablaron con medio mundo, con<br />

corbatas y sin corbatas, con los de mirada solemne por encima de los<br />

bajos anteojos, con esos seres que han sido brillantes en hacernos<br />

creer que son brillantes, provistos de palabras bien pronunciadas<br />

y reverente hablar, especializados en el arte de colocar la ley más<br />

abajo <strong>del</strong> cóxis.<br />

Iban los sicilianos con guardaespaldas, con pistolas y revólver al<br />

cinto, empuñando un feo y criminal desprecio.<br />

28


El Florida<br />

Una mañana, luego de una infructuosa faena, se reunieron en asamblea,<br />

en la ranchería. Colocaron el cansancio de la larga jornada a un<br />

lado, guardaron bajo el techo de palma el manso ser, desanudaron<br />

la venda que hace imparcial el símbolo universal de la justicia e<br />

invocaron la ancestral agresión, cuando Cipriano, de pie, les dijo:<br />

“No se puede evitar lo inevitable”. Habían arribado a las mil y una<br />

vez, en la aritmética de la paciencia; hasta ahí llegó la cifra. Ya ardía<br />

el incendio en los severos ceños. “Las mujeres y los muchachos se<br />

van de aquí”, impartió la orden Cipriano, mientras la tribu levanta<br />

anclas y más de tres docenas de botes, de distintos tamaños, colores<br />

y grados de enardecimiento, navegan incontenibles, como olas<br />

de madera que se devuelven, abordadas por brasas humanas. La<br />

rastro-pescadora se había acercado a la costa mucho más aún de lo<br />

acostumbrado, en actitud evidentemente provocadora. Los cuatro<br />

sicilianos de repente se vieron rodeados; apenas tuvieron tiempo<br />

de ponerse el salvavidas y comenzaron a disparar; al bote de Jesús<br />

Millán le perforaron la quilla, y éste, de la indignación, aceleró el<br />

motor y lo estrelló contra la enorme nave, como para leudar su ira<br />

Los usurpadores disparan a las olas, al viento, a las espumas revueltas,<br />

circundan la nave escuala, luego, el susto mueve el blanco<br />

en una mano temblorosa.<br />

Entre los árboles de mangle y la playa un puñado de multitud, de<br />

mujeres, ancianos y niños, levanta los brazos, gritando y enviando<br />

viento a la llama que arde en torno a la retadora embarcación.<br />

Cuando los sicilianos ven la docena de pechos peludos, robustos<br />

y desafiantes sobre cubierta, sólo uno queda allí; el resto se lanza<br />

al agua. Jesús Millán se abalanza sobre el flaco y desgarbado Doménico,<br />

quien pistola en mano clama “—¡Por la mía mamma, por<br />

la mía mamma!—” le arrebata la pistola y lo aprieta como sabe<br />

hacerlo una mano que desarma hocicos de caimanes. Un líquido<br />

tibio le mojó el pie y al olor a pez de la brisa le sucedió un metano<br />

29


fecal e inesperado. La fiera, mucho más indignada por lo desigual<br />

de las armas, puesto que combaten manos titánicas contra orín y<br />

mierda, lo alza como quien levanta un remo y lanza al agua, junto<br />

al reclamo escrupuloso que le arroja desde el puente: “A bañase<br />

cochino er coño”.<br />

Detuvieron la rastro-pescadora, despedazaron las redes y el incendio<br />

se consumó, con ebrio festejo desde la orilla.<br />

Corrieron con más suerte aún, al momento de lanzarle le can<strong>del</strong>a al<br />

tanque. Salieron disparados con la explosión, mucho más expansiva<br />

de lo previsto; menos mal les aguarda el agua. Son socorridos<br />

junto con la tripulación de la lancha incendiada quienes nadan<br />

aceleradamente, como esperando explosiones mayores, que en<br />

efecto ocurren para sorpresa de todos. Con las llamas sobre las<br />

aguas, despedazadamente se sumerge el “Florida”, con dos enormes<br />

boquetes, extrañamente, uno encima <strong>del</strong> otro, debajo <strong>del</strong> casco.<br />

30


¡Madonna mia!<br />

Rescatan a los sicilianos, no sin antes ordenarles a dos de ellos,<br />

se despojen <strong>del</strong> pantalón, por razones obvias, con tan mala suerte<br />

para Doménico a quien un bagre de regular tamaño, procurando<br />

consumir lo que guarda el italiano entre la piel y la tela y cuyo amarillo<br />

intestinal agrede la limpidez de las aguas, lo manca dos veces.<br />

Cuando lo subieron a uno de los botes, se dieron cuenta de que<br />

guindaba el pez en la nalga. El enorme susto le suprimió el dolor de<br />

las punzadas y el de los palos que le dieron, en el afán de ayudarlo<br />

apresuradamente a retirar el bagre. Al llegar a la playa, a los que<br />

alimentaron los bagres les buscaron ropa. Doménico, alojando el<br />

susto en el dolor, llorosamente se queja: “Madonna mia, madonna<br />

mia!”, mientras Paula Guerra, evitando ser vista en el momento de<br />

aplicar la medicina que acostumbra utilizar en situaciones semejantes,<br />

lleva al italiano detrás de un tupido follaje de mangles.<br />

31


Stragliotta<br />

Con todo y que lo socorrieron, en la medida de sus limitaciones, en el<br />

tribunal, Stragliotta, el jefe de ellos, acusó a Cipriano y Jesús Millán,<br />

de darle dos tiros a su coterráneo y robarle la faena, que aseguró<br />

eran diez toneladas de pescado, de los más cotizados, cuando la<br />

capacidad de almacenamiento de la embarcación, cuando mucho,<br />

alcanzaba las dos toneladas. Semanas antes ya habían arrasado<br />

con todo, pues nada guardaban las bodegas. Quemaron un buque<br />

desoladamente hambriento.<br />

El último día <strong>del</strong> juicio, el juez concurrió con dos horas de retraso,<br />

con una cara tan etílica, que si lo hubiese visto un gato se lo come;<br />

todo magistral, provisto de otra personalidad. Todo un pavo real<br />

exhibiendo su plumaje toga, tras la cual trae la sentencia, envuelta<br />

en cuero refinadamente curtido y tela, justamente sobre el glúteo<br />

izquierdo. No se percató el magistrado que más grande que los<br />

ceros de las cifras son los ojos de Dios. Hace una señal algo cortés,<br />

sugiriendo que sienten a Doménico en el banquillo; luego <strong>del</strong> juramento<br />

de rigor, pregunta: “—Ciudadano Doménico Coletta, ¿cómo<br />

fue que el acusado Roberto Jesús Evangelista Millán le disparó?”.<br />

El interpelado hubiese preferido se lo tragase la tierra, no haber<br />

nacido, volado en mil pedazos con el Florida; en síntesis, hubiese<br />

preferido no preferir. La manzana de adán le sube y baja, vuelta un<br />

yoyo de angustias en el anverso <strong>del</strong> cuello; tiene frente a él dos<br />

indignaciones felinas que lo observan fiera y noblemente. A su izquierda,<br />

estratégicamente ubicado, dirigiendo la comedia, con ojos<br />

color urdir, lo mira maliciosamente Stragliotta.<br />

Coletta parece una escultura de gelatina frente a dos fantasmas.<br />

El juez responde con él, bajando la cabeza, tratando de sacarle la<br />

respuesta que sugiere, la ya acordada. El atemorizado medio baja<br />

la cabeza, y Jesús Millán se levanta; tres funcionarios hacen barrera<br />

entre el interpelado y uno de los acusados, mientras el primero<br />

parece pajarito perseguido en rama.<br />

32


Con un desprecio gestual, el juez ordena sea sentado el pescador<br />

en el lugar que ocupaba el siciliano. Jesús permanece de pie. El<br />

corazón de un hombre de mar es a menudo un sábalo que, igual<br />

que un buchón, salta y vuela, para cantar desde más allá de donde<br />

alcanzan a llegar las pupilas, lo que las miradas traen. Le pregunta<br />

el juez: “¿Cuántas veces le disparó al ciudadano Coletta?”. “Ni yo ni<br />

ninguno de nosotros le disparó. Nosotros no teníamos ni tenemos<br />

armas. Yo subí al barco, lo apreté por el pescuezo y cuando le iba a<br />

dar el coñazo, él se meó y se cagó.”, respondió el pescador.” ¿Qué<br />

dijo?”, inquirió el juez. “¿Se qué?”, y el pescador reiteró firme: “Se<br />

cagó”. Hasta ahí llegó la circunspección <strong>del</strong> árbitro; lo dejaron solo<br />

las personalidades prestadas, las ínfulas histriónicas, las postizas<br />

poses, la retórica gestual de la solemnidad y todo el enjambre fétido<br />

impregnado detrás de la costosa colonia, y como fronda sin vida,<br />

se le deshojó el plumaje de oscura ave, rondando la pestilencia de<br />

la tierra. Preguntó de nuevo con la palabra en las axilas, tapando la<br />

boca con el antebrazo y el tronco convulso reprimiendo el asombro.”<br />

¿Cómo así?”. Y Millán ratificó de manera más concreta “Se cagó, se le<br />

salió la mierda y el orín; por eso lo levanté y lo lancé al agua”. Fue la<br />

chispa que detonó un estruendo en el que participan cantos de pavos,<br />

una manada de guacharacas escandalizando simultáneamente<br />

y un relincho de caballos, en la garganta <strong>del</strong> juez. La otra garganta<br />

es la <strong>del</strong> auditorio. Jesús lo mira serio y a lo que queda de árbitro<br />

se le cae el birrete en el piso, y dentro de éste, a su vez, cae uno de<br />

sus puentes. Carece de fuerza el retazo revestido de indumentaria<br />

magistral para golpear con el mazo y llamarse él mismo al orden;<br />

sólo alcanza a medio golpear el escritorio, a la par que solicita<br />

auxilio a un funcionario, quien vestido de gabardina y adulancia,<br />

llama a su vez a dos más para socorrer a aquella selva suelta en la<br />

punta <strong>del</strong> torso <strong>del</strong> ex-circunspecto, y lo sacan <strong>del</strong> recinto, como<br />

si se tratase de un Cid derrapadamente ebrio. El auditorio siguió<br />

suelto, sin gobierno, realengo. “Se suspende el juicio”, fue lo menos<br />

cómico que se medio escuchó.<br />

A los cuarenta minutos entra de nuevo, la carcajada esposada, rehén<br />

33


de las poses mesiánicas, con la verdad tras él, pasándole factura,<br />

a proseguir la grata parodia, aquella toga en que se envuelve el<br />

disfraz de la imparcialidad. Llama al orden, golpeando con el mazo,<br />

mientras mira al vacío, a nadie, al horizonte detrás de las paredes,<br />

al finito forrado por el cemento; no quiere saber ni siquiera un miligramo<br />

de sonrisa en rostro ajeno, ni más dentaduras develadas,<br />

ni párpados encogidos, ni mejillas plegadas. Se impone a sí mismo<br />

la renuncia al festejo, a todo lo que conspire contra la solemnidad.<br />

Después de todo, juez que no es solemne, fue. Todos presienten,<br />

según la mueca que apenas deja asomar, que se muerde duro la<br />

lengua para reprimir el alboroto aviar-caballar. Esta haciendo un<br />

esfuerzo insignificantemente sobrehumano, descomunalmente<br />

terrible. Invoca un estreñimiento que no padece.<br />

Sin ver al pescador pregunta con voz de chingo —no es para menos<br />

“—¿cómofuequelediolostirosadoménicocolettaenlos-glúteos?”. El<br />

secretario maniobra para evitar se diluyan las últimas ínfulas de<br />

seriedad en el magistrado, repitiendo la pregunta, —¿Cómo fue<br />

que le dio los tiros a Doménico Coletta en el glúteo?—. A lo que el<br />

pescador riposta: “¿en el qué?”, “en el glúteo”, repite el secretario,<br />

quien se pone de pie y le muestra de espaldas, la nalga. “Ah, ¿en el<br />

culo?”, “¡Esos no fueron tiros!”. “¿Y las perforaciones?”, observó el<br />

juez. Como el común de los pescadores, Millán habla sin filtros y a<br />

quemarropas. “Se cagó y cuando se estaba quitando el pantalón en<br />

el agua, en el momento de subilo al bote, le mancó un bagre en el<br />

culo, dos veces”. Y no pudiendo morderse más su adolorida lengua,<br />

el juez se explayó.<br />

34


Crónica de una carcajada<br />

En a<strong>del</strong>ante sólo dos sílabas entretejidas en un largo collar atonal,<br />

se aglomeran en el nudo de su cuello atoradamente enrojecido,<br />

donde convergen simultáneamente la tos, el esgarre, las gárgaras,<br />

conatos de vómito, la asfixia y el atascamiento <strong>del</strong> aire, y hasta se<br />

toma la libertad de convocar al eructo, el orín, con el gas y el sólido<br />

fecal —por supuesto— Una garganta así es un corno callejero, un<br />

trombón de esquinas o una tuba de templetes, en huelga, amotinado,<br />

anárquico, excluido; una especie de avenida sin semáforo al<br />

medio día. Una hilera interminable que se escapa así, sin reglas,<br />

sin pautas, ni guiones, ni libretos, ni software, ni planos, incluso sin<br />

permiso de uno. Uno no sabe si desear en lo más fondo de nuestro<br />

profundo, una garganta, un cuello, unos bronquios y hasta un enfisema,<br />

con la nicotina tapizando los pulmones y cobrándole peaje, a<br />

la forma más inesperada de celebrar. Un muerto de carcajadas debe<br />

ser un muerto ilustre. Es el más armonioso, anárquico y sabroso de<br />

los ruidos naturalmente humanos.<br />

Es hasta un gozo peligroso que lo induce a uno irreverentemente a<br />

ver los cielos con los ojos coloradamente brotados, en actitud de<br />

arrepentimiento al revés, dejando entrever un perdón que se voltea.<br />

La carcajada, sin duda, es una enfermedad indispensable, un bien<br />

infecto-contagioso que hace los semblantes silvestres, aborígenes,<br />

cimarrones y que, afortunadamente, no disocian. ¡Qué bello sería<br />

parecerse a una carcajada, a una descarga involuntaria de cúmulos<br />

reprimidos de ímpetus!<br />

Ahogándose en carcajadas una persona es un infante, presenciando<br />

las funciones de un circo, entrada libre. Una risotada en caravana es<br />

una alegría con “A” mayúscula; lo que más se parece a un mecer de<br />

manglares. Es una transición entre la condición solar y lunar; entre<br />

lo humano y lo angélico. Un grito grave, enmochado e invertido. Es<br />

una meta a la cual le da uno culillo llegar. Una trajeada desnudez:<br />

35


no hay vestido que soporte el deshojar de las estiradas risotadas.<br />

Es lo que más y mejor invoca el comienzo de la vida humana, pues<br />

esta comienza con una carcajada invertida en nosotros, cuando se<br />

oprime sobre las nalgas el ON.<br />

Carcajear es un arriesgado auto-escucharse suelto, indetenible, libre,<br />

de par en par, con luz verde, sin rayado, sin ortografía, sin veto, que<br />

se reduce a un asueto <strong>del</strong> espíritu cuya eternidad alcanza a unos<br />

cuantos segundos.<br />

La edad debería contarse según el número de carcajadas que uno<br />

haya tenido en su vida, contando contrariamente <strong>del</strong> cien hacia abajo.<br />

El poder de poder liberar el ánimo con estruendos risibles, es el<br />

poder inefable, digestivo, que combate cualquier estreñimiento por<br />

intenso que parezca; el de reír a la “n”, baja cerviz, pretinas, cierres,<br />

dentaduras postizas, sombreros, gorras, boinas y revienta botones.<br />

Carcajear es una fuente ovejuna <strong>del</strong> torso. Los silbidos deben ser<br />

carcajadas de los pájaros. El <strong>del</strong>fín es más tierno cuanto más se<br />

carcajea, reculando de pie.<br />

Sin carcajear, una vida es un río sin cauce, un coco tierno sin agua,<br />

una alcancía sin sencillo, una rosa sin perfume, un vino sin bouquet,<br />

un fue sin experiencia, un mar de todos los colores, menos<br />

azul; un rostro hermoso de doncella con mal aliento, un filosofar de<br />

mezanine, un beso a una boca con una dentadura con ortodoncia.<br />

El rostro más sincero de los mares es la playa, porque está hecha<br />

de carcajadas de espumas, que es su dentadura.<br />

Todo eso es lo que sale y suena, cercado por una toga negra y convulsa,<br />

llamada juez. El auditórium aporta su galpón de pavos que<br />

le hacen séquito a la inusual escena. De otras oficinas y tribunales<br />

concurren, asomando encías, contagiados masivamente por el alboroto<br />

que se escapa de la cuadra donde funciona la administración<br />

de la justicia.<br />

La solemnidad se hizo cotufas; el ritual <strong>del</strong> protocolo resultó añicos.<br />

Se acordó afuera con Stragliotta y vomitó la sentencia. Nunca un<br />

36


veredicto provisto de tanto festejo fue menos severamente ensañado.<br />

Los cargos fueron por piratería, agavillamiento, hurto, homicidio<br />

frustrado mediante el empleo de arma blanca —palos—,<br />

intento de violación, uso ilícito de armas —bagres— y apropiación<br />

indebida.<br />

Al salir de la sala <strong>del</strong> tribunal, una mueca mordaz muestra satisfecha<br />

una hilera desordenada y amarillenta de dientes forrados de nicotina<br />

y una mirada pérfida que a simple vista traduce <strong>del</strong>itos, trampa y<br />

sucio actuar. En la puerta, a escasos metros de Stragliotta, Cipriano<br />

responde al hedor que le observa: “¡Marinos somos y en las mismas<br />

aguas navegamos!”, lenta y severamente, acompañando la felina<br />

sentencia, con tres afirmaciones de cuello y cabeza consecutivas, y<br />

una mirada de selva que le hizo huir la burla al siciliano, en tanto<br />

que el bigote le tiembla sobre las manchas de nicotina y los labios<br />

palidecen.<br />

Stragliotta había abonado lo que anunciaba ser el más cínico<br />

de los terrenos. En las primeras horas de la tarde comenzaron<br />

los extras de noticias de radio Puerto La Cruz, y Totoño Centeno<br />

anunciaba así: “¡Piratas marinos irrumpieron violentamente en<br />

una embarcación en alta mar, frente a las costas de Barcelona, se<br />

apoderaron <strong>del</strong> trabajo de su tripulación, hirieron con armas de<br />

fuego a dos de sus ocupantes, incendiaron la nave para no dejar<br />

rastros, y cuando se daban a la fuga, fueron sorprendidos por<br />

las fuerzas <strong>del</strong> orden quienes los apresaron y los pusieron a las<br />

órdenes de la justicia. Los malhechores estaban bajo las órdenes<br />

de Cipriano Sifontes y Jesús Millán, dos peligrosos <strong>del</strong>incuentes,<br />

quienes deberán pagar prisión por este <strong>del</strong>ito ¡Seguiremossssss<br />

Informando!”. Culmina el desproporcionado estiramiento de las<br />

palabras, la alarma inarmónica de la marimba…<br />

A los pocos años, insistiendo en no morir, con un cáncer en los<br />

riñones, el desahuciado juez clamaba por la presencia y el perdón<br />

de los tres pescadores; hasta la suma que pagó Stragliotta, les<br />

confesó. De él supieron que un funcionario de la PTJ, muerto en<br />

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extrañas circunstancias, para el momento de su deceso, investigaba<br />

el contrabando de gasolina en alta mar; para ello empleaban doble<br />

tanque de almacenamiento <strong>del</strong> combustible en compartimientos<br />

ocultos, que adquirían casi regalado en los muelles y vendían en<br />

dólares a otras embarcaciones en alta mar. Cipriano al escuchar<br />

esto, dedujo: “Con razón el Florida” explotó de aquella manera. Por<br />

eso se le abrieron los dos boquetes en el casco”.<br />

Igual, asistieron al velorio y ayudaron los ex -acusados a cargar el<br />

féretro…<br />

38


La bestia de agua<br />

Desde el Ojo <strong>del</strong> Morro la manada de chivos se arrodilla berreando,<br />

y refrenda la bendición que imparte Nicomedes, con el sombrero<br />

deshebrado, longevo como él, al Virgen <strong>del</strong> Valle 11 y sus ocupantes,<br />

lentamente, con el gesto herido por el desacato. La Borracha tiembla<br />

y los chivos, rodilla en tierra, perciben la rebelión de los elementos<br />

y presagian crujir de vientos y tiempos; de espinos y oréganos.<br />

Se va empequeñeciendo el peñero y la estela de espumas se va<br />

extendiendo y haciendo más <strong>del</strong>gada hasta convertirse en un hilo<br />

que sostiene el arco <strong>del</strong> horizonte.<br />

“¡Catalana!”, dictaminó Nicomedes. A una milla más o menos de<br />

La Borracha, al noroeste, al momento de lanzar los palambres, se<br />

observa la luz amarilla de una salva lanzada por un guarda-costas,<br />

que dice a los pescadores: “¡huracán cerca; a tierra!”. Pedro López<br />

inquirió con su infante forma de hablar, sin más palabras que sus<br />

mejillas encogidas, los pocos dientes maquillados con mascaduras<br />

de tabaco y su parda sonrisa, a lo que la voz militar de Cipriano<br />

ripostó: “Esa vaina pasa; todo pasa”. Jesús Millán acostumbrado a<br />

arriesgar la vida atrapando caimanes vivos en la proximidad de La<br />

Boca, incrusta la mirada en la tez <strong>del</strong> océano, pues se trata esta vez<br />

de maniatar a la descomunal bestia de agua que se aproxima. Con<br />

actitud resuelta, no se inmuta.<br />

A medida que suben los palambres desde unas cien brazadas de<br />

profundidad, el agua va hinchando su lomo y las cenizas de la tarde<br />

tiñen el inmenso mar amenazadoramente. La pelambre marina se va<br />

jorobando poco a poco. El interior responde a Cipriano en términos<br />

preocupantes: “tenía razón el compai, carajo”. Comienza a quejarse<br />

el peñero cuando, repentinamente, Cipriano suelta el palambre,<br />

toma un pequeño machete y corta cada uno de los nylon de sus<br />

compañeros y el suyo; <strong>del</strong> mismo modo, la cabuya <strong>del</strong> ancla y ordena<br />

a Pedro López aflojar los ganchos <strong>del</strong> motor, al mismo tiempo que<br />

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desconecta y lanza los tanques de gasolina. La risa de Pedro es un<br />

extraño beneplácito a prueba de huracanes y sustos, más ver a Cara<br />

‘e loco, que es el apodo de Cipriano, en un estado de repentina demencia.<br />

Deviene ese calificativo de que, cuando toma licor, un ojo le<br />

va disminuyendo de tamaño, de modo que uno queda más grande<br />

que el otro. No es casualidad la manera como los demás músicos<br />

le llaman. Esta vez se trata de una sobria locura…<br />

Ninguno de ellos vio el aire manchado de rojo, luego que el guardacostas<br />

enviase su segundo y último llamado, que traducido al<br />

dialecto de los apuros marinos se lee: “¡sálvese quien pueda!”.<br />

Sorprenden estrenos tan breves; el jhonson corrió la suerte de<br />

los tanques y también fue lanzado al fondo. Aun sin el peso de la<br />

máquina ni de los aperos, ni de los tanques, el peñero comienza a<br />

crujir, bajando y subiendo, de tal forma que la diagonal en que se<br />

debate se va verticalizando, a medida que el viento insurge contra<br />

las olas. Papa Lolo, que en lenguaje de tierra firme significa Isidoro<br />

Velásquez, tiene una fuerza que se hace tan sobrenatural, cuanto<br />

más distante abre en el aire la atarraya de unos veinte kilos y expande<br />

un círculo bordeado de plomo, a unos diez metros de donde<br />

lanza. Junto a los otros tres llevó a cabo el abordaje <strong>del</strong> “Florida”<br />

que los mantiene en estado de fianza, en tanto que los sicilianos<br />

han jurado desaparecerlos en alta mar. Tiene además en su haber<br />

varias batallas libradas contra los temporales. Se apresta sin duda,<br />

a la más impetuosa de todas. Esta vez peleará contra el mandinga<br />

de los elementos. Apenas las ráfagas ebrias le permiten sólo una<br />

pregunta, alcanza a arrancársele a la apurada brisa: “¿qué hacemos,<br />

Cipriano?”. Las hinchadas hebras sueltas desde lo alto eran ya largas<br />

y gruesas; agua arriba y agua abajo. “¡Saca agua con Jesús, que yo y<br />

Pedro López paleamos!”, fue lo que medio pudo responder. “Helen”<br />

ya le había arrebatado tres cuartos de indignación.<br />

“La verdecita”, “Viento apurao”, “Cielo bajito”, “Ola ancha”, “El gritadero”,<br />

y los demás rumbos marinos, son un cardumen anarquizado y<br />

monstruoso. No hay rumbo; se zambulleron el norte y el sur; cielo y<br />

aguas, dos palabras que en este momento dicen lo mismo. Tampoco<br />

40


luna ni noche; sólo dos totumas sacando agua, más cuatro remos<br />

zambuyéndose sobre los violentos descensos y ascensos, encaramados<br />

en la corteza marina. La bóveda celeste es un escombro al que<br />

el huracán Elena asperjó cenizas, y con ella todo lo que encuentra<br />

a su paso, hasta forrar los últimos retazos de la tarde con el manto<br />

fúnebre que arropa a los mares cuando los azules se esconden. El<br />

espacio es escenario donde una bestia mojada se mueve, más cuatro<br />

pescadores apostando a la vida, sobre una mancha de cal, cuya<br />

madera gime, casi inconsolablemente.<br />

41


Un rayo doblado de luz<br />

El nombre <strong>del</strong> peñero fue mucho contra el huracán. Cuatro miradas<br />

con la vida anclada en las pupilas, sumadas a una sonrisa a prueba<br />

de terribles angustias y en el vacío que quedó de lo severamente<br />

adusto, fue anidando el asombro, en el rostro de Cipriano y el de<br />

los otros, su extraño plumaje de veneración: Observan el nombre<br />

en azul brillante, cuando el alba comienza a quitarle la bruma a las<br />

primeras horas <strong>del</strong> día; justo en el lado derecho de la quilla donde<br />

alumbra el nombre maternalmente sagrado, apenas comienza el sol<br />

a apuntar sus destellos rojizamente iniciales. En greda gris enterró<br />

la embarcación parte de su heroico perfil, lo que permitió a Jesús<br />

Millán determinar el lugar donde el nombre de la embarcación los<br />

había guardado: “¡estamos en Las Isletas!”, aseveró. “Costeando con<br />

buen tiempo, en siete horas estamos en La Boca”, completó. Hasta<br />

la extenuación les arrancó el viento feraz. Se equivocó; los huracanes<br />

son como los amores, que dejan a menudo el mar picado. En efecto,<br />

aguas excitadas es el rastro que deja al menos, un nombre de mujer.<br />

No fueron siete sino nueve las horas que duró el recorrido hasta<br />

la desembocadura <strong>del</strong> Neverí. En la efervescencia que surge de la<br />

fusión <strong>del</strong> pardo remanso con el azul oleaje, pasan en medio de lo<br />

que miraban desde hace rato, el mar quieto, mientras el comienzo<br />

de la tarde dobla la luz, para que el arco iris pinte sus vitrales. Pasando<br />

por lo que suponían era el medio <strong>del</strong> aura Divina, fue donde<br />

Cipriano sintió en lo más profundo de su ser una de las palabras<br />

que suele pronunciar Nicomedes: “¡El que no obedece, perece!”.<br />

Le ardió el recuerdo, más aún sobre su espalda de camarón cocido,<br />

que es la señal que dejan las equivocaciones y la huella lacerante<br />

de los medio días y parte de la tarde, cuando la luz mayúscula se<br />

encarama sobre las carnes.<br />

A eso de las dos de la tarde los avista Francisco Trébol; al cerciorarse,<br />

se dirige hacia ellos y gira en torno al peñero. Sobreponiendo su voz<br />

42


a la <strong>del</strong> motor, exclama: “¡Los daban por perdidos; allá en Palotal les<br />

están preparando los velorios!”. Acerca su bote y se acercan alegrías<br />

y maderas, al juntarse los peñeros y estrecharse los brazos, les da<br />

agua de sus ojos y agua para saciar la sed que los abruma. Luego<br />

amarra el pedazo que quedó de la larga cabuya que sujetaba el ancla<br />

a su embarcación, rumbo a sus velorios, a Palotal.<br />

La breve caravana prosigue hacia la primera margen, donde el río,<br />

con frecuencia, aglomera los árboles que arranca en épocas de<br />

aguaceros continuos, cuando marcha, como un suelo que corre,<br />

turbio y torbellino, rumbo al mar. De ahí sale casi toda la leña para<br />

los fogones de Barcelona. Son gente de aguas y pieles plagadas<br />

de escamas, retadores de temporales, que decidieron sembrarse<br />

alrededor <strong>del</strong> enjambre de palos, que da el nombre a Palotal, a la<br />

izquierda yendo a La Boca.<br />

43


El solar<br />

Son muchas casas con un solo patio. Mangos, mamones, cerecitas,<br />

pajüíes, ciruelas, ponsigués, jobos, nísperos, aguacates, pesjuas,<br />

cotoperíes, anón, mereces, mameyes, uva ‘e playa, uveros, cerezas,<br />

almendrones, tamarindos, cambuteras, guamas, y el resto <strong>del</strong> solar,<br />

es de todos. De todos es también la brisa, los chinchorros bajo los<br />

árboles, el frescor de los vegetales mayores. El mejor huerto, sin<br />

embargo, son las tantas abuelas y abuelos, tías y tíos y la manada<br />

de hermanas y hermanos, conviviendo como <strong>del</strong>fines de tierra firme.<br />

Es estadio para jugar pelota, el poste de las cuarenta matas,<br />

la plana tierra para jugar pichas y el trepidar de repiques. Con piedras<br />

planas y circulares o trozos redondeados de teja o ladrillo, se<br />

juegan “el muñeco” y la “semana”. Es sabana para el galopar de los<br />

boliches; es nido donde silban los gurrufíos; es espacio para voladores<br />

—geometrías estelares de diversas puntas y matices— que<br />

entre agosto y septiembre sustituyen durante el día a los luceros,<br />

especie de infante esperma que preña al cielo de colores y da a luz<br />

una manada incontable de alados vitrales. Es tarima desde donde<br />

se esparce el trino polifónico de las primeras edades: “El cacique<br />

de don pancho”, “Los pollos de mi cazuela”, entre tantos. Es oleaje<br />

tierno, salvo que calla cuando el oeste guarda el Astro Rey.<br />

El Solar es la conciencia de un cuadrado espacio donde se gestaron<br />

nuestras impresiones genuinas. El Ser es pues, un Solar bordado<br />

de infancia…<br />

Es taller para el remiendo de atarrayas, destripar y salar pescado,<br />

restaurar botes, fabricar alpargatas, jaulas para atrapar pájaros,<br />

faenas para hacer aperos de pesca, tabacos, boyas con madera de<br />

Tacarigua, coser ropas con viejas máquinas manuales, bordar, tejer<br />

sombreros, chinchorros, hacer hamacas, pilar sal. De vez en cuando<br />

es círculo para peleas de pollos y gallos, con o sin plumas; el 24 de<br />

Junio es lugar para chocar cocos maduros. Es además fogón para<br />

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hallacas y el dulce de lechosa el 24 y 31 de diciembre, y para el cuajao,<br />

en Semana Santa. Se pone morado el miércoles santo con quienes<br />

pagan promesa al Nazareno, ese día. Es auditorio para Velorios de<br />

Cruz de Mayo y velación de difuntos. La mejor plegaria que se eleva<br />

a Dios, es el convite, pues a menudo, cuando las circunstancias lo<br />

requieren, si se trata de ayudar a construir una habitación, pintar o<br />

arreglar una casa, estopar, enmasillar y pintar un bote, componer<br />

pescado, se acuerda un sancocho ‘e pescao; de modo que cada familia<br />

aporta algo diferente y el solar se convierte, por la magia <strong>del</strong><br />

amor fraterno, en una bandeja de brazos.<br />

Siempre su olor es exquisito: Huele a paz, a pecho; sabe a arroz con<br />

coco, a chivato, pira y dulce de ciruelas, que junto con la mazamorra<br />

de maya, son las mejores alegrías de Carmelita, las esmeradas<br />

costuras de Carmen García, los posibles de Celestina. Entre los<br />

frutos manuales de quienes están sembrados ahí, se cuentan las<br />

alpargatas, dulce y carato de mango, las hojaldas, la estregadura,<br />

el majarete, tequiche, gofios y harina y carato de maíz con papelón;<br />

cachapas y bollos de maíz tierno, jojotos asados o sancochados y<br />

arepas gordas y grandes.<br />

La Esencia <strong>del</strong> Solar es dar; es decir, entregar con alegría. Apenas la<br />

tarde vuela hacia el ocaso, se recuestan las sillas de cuero a las paredes<br />

y comienzan las narraciones de muertos, tesoros y temporales.<br />

Con los radios y telenovelas, la pesca de arrastre, el llanero solitario,<br />

rin tin tin, vinieron también los bloques, el alambre de púas,<br />

los ramos espinosos para dividir los patios. Cada quien pasó a ser<br />

cada quien y el ego comenzó a sustituir nuestra ancestral esencia:<br />

¡El solar! El alma de la margen derecha, viniendo desde La Boca,<br />

quedó herida, a punto <strong>del</strong> E.P.D., el apellido irremediable.<br />

45


Pancho Cueche<br />

“Cada quien según su naturaleza”, es lo que puede explicar que<br />

cada persona tenga ahí un raro tipo de especialidad, generalmente<br />

sana e ingenua. A<strong>del</strong>so es porfiar, junto a dos porfiar más, Paulito<br />

Pericaguán y Cruz Merecuana, un trío de algarabías, cada vez que<br />

el solar los encuentra. Se aman así; ese es su entusiasmo. Como<br />

pretexto para dar inicio al escandaloso griterío que ellos apodan debate,<br />

se planteaban con cierta regularidad interrogantes con hondo<br />

contenido filosófico: “¿De dónde proviene la sal de los océanos?”. La<br />

gallera surgía ante interrogantes más temerarias: “¿Cuánto vale el<br />

cero?”. Sin lugar a dudas, una extraña manera de invocar la filosofía.<br />

Monería es un músico, así como su nombre lo denuncia: Se cree<br />

bello y hermoso, y al caminar ni siquiera quiere pisar.<br />

Luis Escopeta le pone melodía a sus versos, que recita de cuando<br />

en vez, sobre todo cuando se enamora, que es casi siempre. Cuando<br />

le preguntan: “¿De quién es ahora?”, responde, en caso de no tener<br />

en ese momento, musa de carne y hueso: “De la vida”. Otras: “De la<br />

poesía”. Una de las canciones que más entona dice: “Las flores de<br />

los naranjos se deshojan con el viento (bis), así me tutú tu amor<br />

(bis), se deshojan con el viento; ay mi tucumana (bis), se deshojan<br />

con el viento”. Cinco minutos de melodía con la misma letra…<br />

Toribito, en cambio, al recostar la silla le da al cuero, a la par que<br />

silba y tararea, con una destreza que lo hace verse como el bongosero<br />

de Daniel Santos o la Sonora Matancera. Duraba horas oyéndose<br />

su melódica y afroide soledad.<br />

Gertrudis encarna una extraña inocencia, asociada a una piedad sin<br />

límites; sus ojos se mantenían en la antesala <strong>del</strong> llanto, razón por la<br />

cual decían —tal vez en broma— que era miembro honorario <strong>del</strong> club<br />

de los afligidos. Al inquirir de ella, mira a todos los lugares, sobre<br />

todo a lo alto, menos a los ojos de quien inquiere; de ahí que se le<br />

46


considere la persona más indicada para remendar la capa de ozono.<br />

Marcos teje las atarrayas con una impresionante destreza; la danza<br />

laboriosa que ejecutan sus manos, junto a la enorme aguja de madera,<br />

se vuelven una colmena de abejas que, con toda y la dulzura<br />

que irradian, no son suficiente para evitar que broten sus ojos de<br />

pulpo bajo el agua, y visiblemente alterado, acomode el sombrero<br />

con fuerza sobre su cabeza y hable severa y gestualmente con lo que<br />

teje, de tal forma que parece un marido angustiado, persuadiendo<br />

en momentos de apuros, a una terca esposa. Algunos se atreven a<br />

asegurar que se trata de un problema <strong>del</strong> tercer tipo.<br />

Omaira es la piel <strong>del</strong> Neverí, en agosto; tiene el color y la fragancia<br />

de los músculos <strong>del</strong> cedro y una mirada a la broaster que permite<br />

deducir es acreedora de una cintura de 70 en la escala de Ritchter.<br />

Asocia una simbiosis de exhuberancia, simpatía y sobre todo nobleza.<br />

Al cruzar una esquina, después de ella, a los pocos segundos,<br />

termina de pasar el resto <strong>del</strong> cuerpo. Servicial mujer que ha<br />

encarnado la solidaridad de los alcatraces y ante quien conspiran<br />

las madrugadas. Después <strong>del</strong> cantar de los gallos, Brito, su esposo,<br />

suelta el que ella guarda en su garganta, razón por la cual, muy en<br />

secreto, le llaman “la loba”.<br />

Froilán es un cari-cari sin plumas; la calvicie le ha tallado un prepucio<br />

sobre las cejas, de tal modo que en su imaginación copula con el<br />

planeta, pues es de los que piensan que la tierra es una vulva, achatada<br />

hacia los polos y abultada hacia el ecuador. Una imaginación<br />

con exceso de bellos púbicos.<br />

Las mentiras de Pancho Cueche son tan descomunales que han<br />

llegado a ser consideradas piezas monumentales de la imaginación.<br />

Según él, estando de cacería cerca de la Aduana <strong>del</strong> Rincón, observó<br />

una manada de palomas turcas sobre un árbol de olivo; como le<br />

quedaba una sola cápsula en la escopeta con la cual no habría cazado<br />

una cantidad suficiente, le vino entonces la fantástica ocurrencia<br />

de cortar el árbol y llevárselo, con toda la enorme manada de aves,<br />

para su casa…¡vivas!<br />

47


En otra ocasión, agachado debajo de un cují donde había quedado<br />

un pedazo de disco y cuya sombra había escogido para abonar de<br />

amarillo el suelo, en un momento de apuro digestivo, al desplazarse<br />

la espina de una rama, mecida por el viento, sobre el trozo de<br />

acetato – narraba Pancho— escuchó la canción: “ ¡ay mama Inés…<br />

ay mama Inés… todos los negros tomamos café…”. ¡Qué bárbaro!<br />

Los ojos <strong>del</strong> solar se debatían entre el escepticismo, el rechazo y el<br />

asombro, ante aquel ingenio, siempre presto a subordinar la realidad<br />

a aquella extraña manera de deformarla, y se clavaban sobre los <strong>del</strong><br />

embustero, diciéndole ocularmente: “Te vas de aquí; fuera de aquí”.<br />

Julio Salcedo, Pablo Cueche, en contraposición, eran viejos sabios.<br />

Tenían la palabra hecha de pergamino; el primero toca violín, restaura<br />

santos de tal manera que al ver sus ojos lo único que les falta<br />

es que espabilen.<br />

Pablo fue enfermero en Caracas, en el hospital Vargas. Trabajó al<br />

lado <strong>del</strong> Dr. José Gregorio Hernández, Rafael Rangel, Luis Razetti;<br />

él es el médico y la farmacia de todos los solares juntos, en esta<br />

margen derecha. Cura la culebrilla con hierba mora y aceite de coco<br />

y la erisipela pasando un sapo vivo sobre la lesión, mientras ora en<br />

silencio. Las hierbas son sus mejores frascos. Ambos ancianos son<br />

las barbas arcanas <strong>del</strong> solar y de cuantos pudiesen haber.<br />

48


La culebra cabuya<br />

De las pocas veces que se percibieron enmudecidos todos los patios<br />

juntos de todas las casas juntas, fue cuando se anunció que se<br />

acabaría el mundo. Parecían almas en penas deambulando de un<br />

lado a otro, rayas que se desplazaban, sólo por el deber de andar.<br />

Machú se acostó temprano; probablemente sería su penúltimo<br />

sueño, antes <strong>del</strong> eterno. Como pocas, era una noche sin astros, sin<br />

cielo, sin la piel ni el color de las noches vivas, sin el oleaje infante;<br />

moría la tarde con un solar sin pulso. Los ojos se apreciaban enterrados,<br />

mucho antes de que la acabazón de mundo les guardase<br />

los cuerpos bajo tierra. El cielo comenzó a enviar sus latigazos de<br />

luz, más temprano que nunca, más fulguran-temente. Reina una<br />

tensión sigilosa; los ojos intentan fugarse, aumentando su espacio.<br />

Los excusados son más visitados que de ordinario; entran y salen<br />

las angustias viscerales, aunque nadie quiere dar a conocer lo que<br />

guarda el colon, guindando <strong>del</strong> esófago. Se trata de una expectativa<br />

intestinal sin precedentes.<br />

Gertrudis se agacha cubierta por el follaje de unos cambures y la<br />

oscuridad reinante. Sopla acentuadamente el viento, al tiempo que<br />

fulgura el rayo; con el vaivén de los frutales, la angustiada mujer ve<br />

el celaje de lo que considera es un espanto y ¡grita aterradoramente!<br />

Todos concurren en valiente actitud, pero cada quien procurando<br />

esconder, lo más que se pueda, su fecal collar; se miran envalentonados,<br />

como los sheriffs de las películas, pero lo cierto es que<br />

huelen a tripa suelta, a gas de cocinar.<br />

Machú no es la excepción; ahí nadie está exceptuado de las consecuencias<br />

de aquella laxante circunstancia. Se mece en una hamaca<br />

y medita sobre la manera como habrá de ocurrir el final; mientras<br />

más sombrío imagina, más se desencaja. Le da por revivir la tragedia<br />

en que murió José Pérez Colmenares, primera base <strong>del</strong> equipo<br />

de beisbol campeón en Cuba, en l.940, cuando observaba el avión<br />

49


envuelto en llamas caer en las inmediaciones de Palotal y la forma<br />

como Cipriano, junto con otros jóvenes peloteros, al socorrerlo lo<br />

colocó sobre un chinchorro y lo llevaron agonizante al hospital; la<br />

desesperación <strong>del</strong> estelar jugador y demás ocupantes de la aeronave.<br />

Su semblante parece decir: “si la sangre hiede a cloaca, toy herida”.<br />

En la oscuridad <strong>del</strong> cuarto observa que en la pared se mueve sigilosamente,<br />

al compás de la hamaca, una enorme sombra, larga y<br />

gruesa, amenazadoramente. El asombro le impone que el animal en<br />

cualquier momento se abalanzará contra ella. Antes de que ocurriese<br />

lo que suponía era lo peor e inminente, gritó aterradoramente,<br />

no a la manera de Omaira, por supuesto. Pablo, su anciano padre,<br />

toma una chícura, levanta la cortina y con la temeridad de un soldado<br />

de infantería en el fragor de una batalla, arremete con fuerza<br />

contra la oscura sombra y le asesta uno, dos, tres golpes fuertes,<br />

demoledores. Cuando va a propinarle el cuarto chicurazo, ya había<br />

derribado gran parte de la pared de bahareque. Se da cuenta <strong>del</strong><br />

daño ocasionado y dirigiéndose a Machú le reclama: “Carajo, chica,<br />

por tus miedos casi tumbo toda la pared”. Fue certero el anciano;<br />

le había dado justo en la cabeza al nudo de la cabuya que sujetaba<br />

la hamaca y cuya sombra hizo suponer a la esposa de Cipriano, que<br />

se trataba de una culebra.<br />

50


La Cruz de Ramón Florecido<br />

Apenas se escucha el ruido de un motor, muchos corren al embarcadero<br />

para saber de quién se trata; ya han sido varias las carreras<br />

que han dado Marcolina, Guillermina, Josefa Contreras y el manco<br />

Vicente, quien tarda más en llegar, pues en vez de pies trajo espuelas.<br />

En su desesperación, tal vez influenciada por la radionovela de la<br />

mañana que dramatiza la vida de Santa Rita de Cassia, Guillermina<br />

ofrece la promesa de ir a Italia, al santuario de la beata, a pagar el<br />

milagro de salvar a su hermano Cipriano y sus acompañantes. El<br />

manco Vicente —que por algo trajo los pies volteados— mientras<br />

lee “La Esfera” acostado en un chinchorro, sintiéndose agredido,<br />

replica chauvinistamente: “Tú sí tienes coraje; ofreces ir a Italia a<br />

pagá una promesa a un santo extranjero. ¡Qué bolas! habiendo<br />

tantos santos venezolanos buenos. Ofrécele esa promesa a José<br />

Gregorio Hernández, a la Virgen der Valle, la Cruz ‘e Ramón Florecido,<br />

el Ánima de Taguapire; gasta esos reales aquí, chica”. Era en<br />

los sesenta, manera de pensar.<br />

En las riberas, el sol entre las palmas vuelve la luz madrigales,<br />

mientras el viento musita, desde las gargantas <strong>del</strong> cocal, celestiales<br />

melodías y arrullos corales; una ovación de frondas festeja en las<br />

orillas…<br />

Apenas avizoró la tribuna congestionada de brazos en que los<br />

hermanos de proximidad y seres afines de agua, habían convertido<br />

la alta orilla, Francisco Trébol, como una “Y”, sobre la quilla, unía<br />

su regocijo al pecho de la diestra margen. El Neverí se redujo a un<br />

rosario de pedacitos de remanso cristalino que descienden de los<br />

ojos. Gritos de amor, ansias de poner el cuerpo sobre el aire, la voz<br />

de par en par, besos que se estiran hasta más allá de los botes,<br />

conatos de saltar al agua, agudas palabras en manadas, cruces que<br />

persignan y bendicen los pectorales de la brisa, el embarcadero es<br />

un promontorio efervescente, a unos cuatro metros sobre el nivel<br />

51


<strong>del</strong> cauce. Ningún fondo es bueno, incluso, el marino; ahí los había<br />

colocado el dolor, la peor imaginación, el desconsuelo. A partir de<br />

entonces Eugenio, el pastor <strong>del</strong> culto cercano al solar, designó simbólicamente<br />

al rebelde músico, como Cipriano de Tarso.<br />

Al día siguiente, con la espalda ardiendo de abrazos y sol, se dirigen<br />

a la Aduana, al otro extremo de Barcelona, de donde traerán en<br />

procesión, con música, cohetes y veneración sorprendente, la Cruz<br />

de Ramón Florecido, igual que los sobrevivientes, náufraga; fue<br />

encontrada pequeñita en la playa de Maurica, a mediados <strong>del</strong> siglo<br />

XVIII, procedente tal vez de algún barco que zozobró. Ha crecido<br />

de tal manera que ya está <strong>del</strong> tamaño de Pedro López. La acción<br />

de gracias ante un naufragio, evoca el de la Cruz, que un pescador<br />

llamado Ramón Florecido levantó entre las espumas y a la que el<br />

pueblo rinde tributo con especial veneración. El Velorio se hará con<br />

carato, galerones, fulías, guarapita, empanadas, amorcito y ron con<br />

ponsigué.<br />

Vienen con música que sacan de féminas caderas, forradas de tensas<br />

cuerdas y pulidas maderas, Pablo Cueche con el cuatro, Ramón<br />

Cotorra en la guitarra, Julio Salcedo en la mandolina y Cabilla, en las<br />

maracas. Le aguarda en el solar un altar de palmas de coco, ramas<br />

y hojas de uva e playa, flor de la reina, puticas, margarita silvestre,<br />

machete, trinitarias, isoras, astromelias, girasoles, rosas, cayenas,<br />

capachos, malabares, nardos y jazmines, y la mayor, más exótica, de<br />

divinal colorido y más fragante de cuantas flores pudo Dios sembrar<br />

sobre la piel de la especie humana: La alegre gratitud.<br />

Ahí se le oyeron estos versos que parió, profunda, la garganta de<br />

Pedro López:<br />

Santísima Cruz Divina<br />

de Ramón Florecido<br />

te ruego y a la vez te pido<br />

ampárame en las aguas marinas<br />

si la suprema Ley se inclina<br />

en que se cumpla mi destino<br />

52


alúmbreme pues el camino<br />

para cuando ocurra mi partida<br />

Y si en algún momento incierto<br />

cuando mis ojos no vean<br />

por más que estén abiertos<br />

que me canten todas las brisas<br />

no me matarán la sonrisa<br />

Es la voluntad de Dios que así sea<br />

aunque me maten el cuerpo.<br />

53


San Celestino ronda la plaza<br />

El l3 de junio, día de San Antonio, a las 6 AM, tres toques abren la<br />

mañana. Con el sol entran Nicomedes y el ruido de las bisagras; el<br />

amasijo de arrugas, de estirado tiempo, ríe y abraza. Las lágrimas de<br />

un anciano son una lluvia de mayo y tantas arrugas cuando ríen, son<br />

un suelo arado donde el verde se fertiliza. Las manos se explayan<br />

sobre el ardor de la espalda; un plácido ardor para Cipriano. “Vengo<br />

a decite, mijo”, sentencia, “que vienen tiempos malos. Compra maíz,<br />

papelón, vitualla; sala bastante pescao y guarda mucha leña, porque<br />

vienen tiempos malos pa’ tierra firme. Te devolvió la mar, pero quién<br />

sabe si lo que viene te deje con vida”. El corazón anduvo más, y con<br />

su prisa refrendó las longevas palabras. Se salvó de la mar y ahora,<br />

a punto de naufragar su mente. “¿Qué va a pasar?”, se preguntaba<br />

incesantemente; “Por allá tuvieron unos musius que olían a tabaco<br />

‘e pipa, con unos encamburaos <strong>del</strong> gobierno. Me preguntaron cosas<br />

de la Piedra, mijo. La gente ya no encuentra de qué ocupase, compai”,<br />

concluyó el anciano, con la palabra preocupada y lenta. Hasta<br />

el 17 sería una incógnita andante. Compró suficientemente lo que<br />

aconsejó Nicomedes, más los cocos maduros para chocarlos en el<br />

solar, con su compadre Luis Germán Lander, la mañana <strong>del</strong> 24 día<br />

de San Juan, tal como han venido festejando los últimos 20 años.<br />

Mientras hace las compras, escucha el comentario que toma cuerpo<br />

en el mercado, según el cual, ancianas que viven en los alrededores<br />

de la plaza Boyacá han visto, a altas horas de la noche, a San Celestino<br />

salir de la catedral, un signo de mal presagio para Barcelona.<br />

El Santo salió —aseguran—, cuando entró Boves a la ciudad; antes<br />

de que ocurriese la Toma de la Casa Fuerte y el martes de Semana<br />

Santa, antes de que ocurriese la mortandad <strong>del</strong> Jueves Santo, en<br />

1932. Cipriano borda la verdad con el hilo de las interrogantes; sobre<br />

todo la mayor, la que ha advertido Nicomedes.<br />

54


Cipriano, de sol y sal<br />

El 17 bajó la guardia la incógnita y se le ocurre ir de pesca bien<br />

temprano, con Pedro López a Las Bateas. Mientras corta las ramas<br />

de mangle para hacer las varas encima de las cuales colocará los<br />

nylons, mira que la luz baña la sonrisa a prueba de sol de Pedro;<br />

el rayo parecía un perro cuya pelambre amarillenta lamía la inexplicable<br />

alegría y la duplicaba, a medida que se hacía más intenso.<br />

Luego de clavar las estacas y lanzar los anzuelos, su boca eructó un<br />

crujir, el pesar le mo<strong>del</strong>ó el semblante y apretó los párpados suficientemente,<br />

tanto que, en esa introspectiva oscuridad, vio los dos<br />

botones bajo el sombrero <strong>del</strong> margariteño, junto a sus palabras. Al<br />

encenderse de nuevo la mirada, se da cuenta de la estela de sangre<br />

que tiñe el agua. Sale y se sienta; oprime, imaginando en la herida<br />

lo que él recomienda ante situaciones parecidas: aplicar sal, cal,<br />

arena y limón. Esa desesperante pócima, útil para obviar un dolor<br />

leve, también le sirvió para aminorar el suyo. Al verlo sentado en la<br />

arena con el pie sangrante, Pedro acude a auxiliarlo, y el semblante,<br />

con la alegría a prueba de sangre, asienta, cuando el dolor intenso,<br />

en la voz de Cipriano, le dice: “Coño, compai, me mancó una raya”.<br />

Él sonriente, alcanzó a responder, amalgamando el silencio plácido,<br />

el lenguaje de los ojos y la expresión facial, algo que el doliente<br />

supuso que era: “y es grande, compai”· Tenía la planta desflorada…<br />

Cojeando llegaron a Barcelona. Hasta su casa materna pudo llegar;<br />

apenas en la sala, se ennegrecieron las blancas paredes y aún más<br />

el rostro de Marcolina, su madre, y al calor de la insolación le sobrevino<br />

repentinamente la madrugada en su piel. Diéronle a tomar<br />

cocimiento de canela y clavo de olor y luego le aplicaron aceite de<br />

palo con hojas secas tibias de tabaco para evitar el tétano y el frío<br />

de la herida, y para el dolor, un trozo de palo de Tacarigua, para que,<br />

al morderlo, no se le quiebre la voz.<br />

En menos de una hora llegó Pedro López con Paula Guerra, un búho<br />

55


de l,80 <strong>del</strong> piso a la coronilla, ciento y pico —pico de alcatraz— kilos<br />

de espesor, imponente presencia, calurosa y reluciente.<br />

Con la voz arrancando frenada a propósito <strong>del</strong> palo atravesado, pudo<br />

el desobediente manifestar su negación gestual. “Si no te aplicas la<br />

untura no te vas a curá de eso”. La cabeza proseguía enterrada en<br />

la fibra de moriche, donde ruge. “Déjalo que se joda”, respondió de<br />

espaldas la corpulenta mujer.<br />

56


La botica de untura<br />

La mañana <strong>del</strong> día siguiente, dos cafés están al lado de la hamaca, el<br />

de la taza y quien lo lleva; al entregárselo, Paula inquiere: “¿Te vas a<br />

dejá poné la untura?”. Ya había despedazado el trozo de palo. Agarró<br />

la taza, pero rechazó la untura. Pedro López aguarda con una sonrisa<br />

apurada, que dice: ¡qué terquedad tan grande!<br />

A eso de las seis y media, dos noches entran a la habitación de los<br />

rugidos, la <strong>del</strong> día que fenece y la que le lleva un vaso con cocimiento<br />

de hojas de mango, con dos enormes lunas llenas por los cuales ve,<br />

y le pregunta, severa y firmemente: “¿Te pongo la untura?”. Esta vez<br />

recibe el vaso, pero también rechaza lo que Paula ofrece aplicarle,<br />

quien le responde de nuevo en términos de su apellido.<br />

No supo si se durmió o se desmayó, pues el dolor arreciaba progresivamente.<br />

Fue antes <strong>del</strong> amanecer que, entre dormido y despierto,<br />

en esa extraño estado de estar sin estar, que el rostro de Marcolina<br />

y el de Nicomedes aparecían enormes, fusionados dictaminando<br />

alternadamente, a medida que emitían un mensaje, a través de<br />

una voz, a veces anciana, a veces maternalmente juvenil, que por<br />

profunda parecía proceder <strong>del</strong> vientre sideral y que estremecía sus<br />

huesos: “¿Sabes dónde están los botes, Virgen <strong>del</strong> Valle 11, que<br />

salvan en medio <strong>del</strong> temporal de la vida? ¿Lo sabes? A pocos dedos<br />

de tus cejas. Ahí están esperando por Ti”. Cantó el gallo, se dio<br />

cuenta que habitaba el cuerpo otra vez, cuando la llama de la vela<br />

que alumbra la imagen de San Rafael Arcángel, tornea su asombro.<br />

Había regresado, mas, el eco entrañable venía tras él…<br />

El 23 por la mañana fue a buscarlo varias veces, a su hogar, Luis<br />

Germán Lander, Rigoberto Alcalá y un mayor vestido de civil, de<br />

apellido Vivas, como nunca, con sombrero de cogollo.<br />

Hasta ese día duró la terquedad; anhelaba ver a Paula a la hora<br />

en que le proponía su ofrecimiento. No llegó; Pedro esta vez llegó<br />

57


solo. —¡tráeme a Paula!—, fue el saludo. Le respondió con la prisa<br />

al ir en busca de la robusta mujer, que al cabo de unos veinte<br />

minutos, al lado <strong>del</strong> chinchorro, camisón de rosas rojas, como la<br />

que le había dejado la enorme raya en el centro <strong>del</strong> pie, ruge frente<br />

a él —¡Uuuunnnhhhh!—, mientras asienta con la cabeza, como<br />

diciéndole:”Yo sabía que talde o temprano me tendrías que llamál”.<br />

La voz truena, e imponente ordena: “¡Saca la pata!”; le desenvuelve<br />

la venda con poca <strong>del</strong>icadeza, hasta develar la berenjena que es el<br />

pie. —No hombre, chico; eso no es nada. Si te hubieras dejao poné<br />

la untura ya esa pata tuviera güena—, comenta Paula a Cipriano, que<br />

se debate entre acceder o renunciar al milagroso unto. Levanta el<br />

camisón, introduce el revólver, que son el índice y el anular juntos,<br />

de una mano que parece de púmaro y los introduce en otra berenjena<br />

con forma de almohada, que es la vulva de una humanidad de<br />

ciento y déle kilos. Con menos <strong>del</strong>icadeza aún aplica el unto sobre<br />

la lesión, una y otra vez, con pasmosa indiferencia, a la par que el<br />

enfermo se debate entre el asco, el dolor, el asombro, la angustia de<br />

no ser lastimado; ante el olor y el tamaño de la fuente curativa. “Yas<br />

tá”, dijo Paula; esta es, Cipriano, la grasa que afloja to los tolnillos,<br />

reía, mientras aplicaba el milagroso bálsamo. Dedos van y dedos<br />

vienen. “Esto cura la picá de alacrán, araña, la mancadura ‘e bagre,<br />

chupare y hasta el odio cura esto, compai, ¡ja, ja, ja!” —proseguía<br />

la imponente mujer—. “El secreto es hacelo con alegría, como debe<br />

sel; ¡ja, ja, ja! “. En una playa se convertía su garganta cuando,<br />

desde más adentro que más nada, la risa eructaba su estruendo de<br />

alegría.”A Francisco Maltinez lo moldió un cascabel en EL Arenal y<br />

la mujel le aplicó el unto y hasta se amansó. Tú sabes que ese es<br />

otro león”. Al concluir su curetaje, completó: “Yas tá. No te vayas<br />

a poné la venda”. Cipriano no encontraba qué hacer con el pie, si<br />

dejarlo pegado de la pierna o lanzarlo lejos de él…<br />

“Mañana vengo como a esta hora hasta que te cures”.<br />

58


La noche de San Juan<br />

La mañana <strong>del</strong> 24 no los puso frente a frente. Otras rayas le desflorarían<br />

el alma, con todo y que había pasado bien la noche.<br />

La de esta fecha, es noche mágica, de consultas naturales, ancestralmente<br />

antiquísimas, de leyendas, premoniciones y asombros,<br />

revelaciones; de insondables interrogantes, tesoros y verdades que<br />

desentrañar. De búsquedas desesperadas <strong>del</strong> bienestar. San Juan<br />

es un misterio que parte el año en dos pedazos iguales. Solsticio<br />

de verano se escribe con “S” de San Juan, la mitad de la traslación<br />

terrestre alrededor <strong>del</strong> sol.<br />

Esa noche Pablo Cueche puso sobre una tabla doce pequeños platos<br />

de peltre que contenían, cada uno, un grano de sal de regular tamaño.<br />

En el lugar donde se colocaron los platos escribió la designación<br />

de cada mes y luego la colocó al sereno. Los pescadores lo hacen a<br />

menudo una noche como ésta —mientras no esté lloviendo— para<br />

saber cuáles serán los meses de sequía y lluvia. Dice el anciano que<br />

agua que se mece, más agua que cae, es el dúo que emplean los mar<br />

de levas para gritar huracanamente sus aterrantes alaridos.<br />

Ofelia y Cándida optaron por esperar la menuda flor de la hierba<br />

buena; a quien dé la planta su floración lila y minúscula, se llenará<br />

de felicidad, el dinero le sonreirá por todas partes, ganará más a<br />

menudo en la lotería de animalitos y tendrá un matrimonio dichoso,<br />

“cuyo marido —Cipriano completaba con su morbo pescador— lance<br />

no hit no run, como el zurdo Martínez y dé el jonrón con tres en<br />

base como La Manca López”. Se refería a la conyugal, la dicha de<br />

las dichas, a la cultura copular…<br />

Francisca Paula, la trinitaria María Skinner e Isidora, en cambio, colocaron<br />

cada una, dentro de un vaso de vidrio transparente, lleno con<br />

agua, un huevo criollo, que partieron reverentemente, con mucha<br />

<strong>del</strong>icadeza, procurando que la yema no se rompiese. Antes de las<br />

59


doce exponen los elementos adivinatorios al sereno y a media noche<br />

concurrirán ansiosamente a observar detenidamente las figuras que<br />

va adquiriendo el contenido <strong>del</strong> huevo. Si la yema queda encima de la<br />

clara —según María la trinitaria— el año que transcurrirá a partir de<br />

la Noche de San Juan, será fructífero y pródigo en bondades; si ocurre<br />

lo contrario —que la yema quede por debajo de la clara— habrá que<br />

bañarse con cariaquito morao. Si la clara adquiere la forma de un velo<br />

de novia —que es lo que piden a grito reprimido Francisca Paula e<br />

Isidora— es indicador de pronto matrimonio. Se habrá salvado la patria<br />

y se le encontraría medicina al dengue uterino que padecen estas<br />

dos aspirantes a vestir santos. Más grato aún es el anuncio si arriba<br />

<strong>del</strong> velo apareciesen partículas albúminas, que por su semejanza con<br />

granos de arroz, preconizan abundancia y fortuna —segunda y grande<br />

preocupación de las consultantes—. Al ardor devorador que les embarga<br />

suman, a la febril imaginación la gala de una boda, el rigor de<br />

una marcial ceremonia donde crucen sables; se lance de espaldas el<br />

awar a una manada sedienta, dispuesta a apoderarse <strong>del</strong> manojo floral<br />

a como dé lugar, sahumando azufre por la nariz y oídos, engrosando<br />

el resuello y sometiendo a extenuante y permanente sobretiempo a<br />

las glándulas de Bartolinni.<br />

Aseguran en el solar que Paulo Pericaguán, inducido por la codicia<br />

a desenterrar botijuelas, una noche de San Juan, fue solo a las inmediaciones<br />

de la Aduana <strong>del</strong> Rincón a sacar el tesoro <strong>del</strong> vasco,<br />

un soldado español de los tiempos de la devastación que, según<br />

dicen, enterró un cuantioso caudal de riquezas en los alrededores de<br />

lo que fue la casa de la compañía guipuzcoana, para impedir que el<br />

pirata Walter Raleih se apoderara de esa fortuna. En la vía hacia El<br />

Arenal, a alguno de los que andan por esa ruta, a partir de las tres<br />

de la tarde, se le ha aparecido el ánima barbada de quien aseguran<br />

fue un feroz desalmado que, más que por custodiar un tesoro purga<br />

sus penas por las incontables crueldades que en vida cometió.<br />

Llevó pico, chícura, pala, detector geisler, péndulo y la vara <strong>del</strong><br />

tronco de granado. Han sido varias las veces que ha intentado.<br />

Esta vez será la excepción; no fallará. A las once y media le cantó<br />

60


una pavita. Justo a las doce, a una cuarta de sus orejas lo aturdió el<br />

impacto de una mano derecha empuñada, excepto el dedo índice<br />

apuntando contra la izquierda que se abre para ensamblarse en diez<br />

dedos amalgamados, que en el gestual mundo de los hurgadores de<br />

riqueza ajena, significa: ¡Toma tu tomate, José mapuey! ¡Sin duda<br />

una negación egoísta y acentuadamente procaz! ¡Adiós pico, pala,<br />

detector geisler, péndulo, rama de granado y por supuesto, adiós,<br />

Paulito! En el manglar lo encontraron a los dos días…<br />

Esta vez puso el huevo dentro <strong>del</strong> vaso, al cual pregunta si el tesoro<br />

<strong>del</strong> vasco le correspondería a él desenterrarlo. Se comía las uñas, se<br />

mordía los labios; a escasos minutos de la una de la mañana, cuando<br />

sus ojos se fueron volviendo de pulpo, exageradamente desorbitados,<br />

con una mirada helicoidal y concéntrica, algo así como dopado<br />

de auto-hipnosis, fueron reclamando la preciada respuesta. Poco a<br />

poco la clara fue adquiriendo la forma de dos manos que luego de<br />

aproximarse despacio, se estrellaron bruscamente, una contra otra,<br />

de tal manera que el impacto agitó el líquido, le salpicó la cara y al<br />

bailar el vaso, derramó agua sobre la mesa. En miniatura le repitieron<br />

la dosis, con la diferencia de que esta vez se le hizo plomo la<br />

lengua. Lo sacó de la impresión María, la trinitaria, santiguándolo,<br />

con una ramita de albahaca y agua bendita.<br />

Tampoco fue pródiga la respuesta de San Juan a Francisca Paula,<br />

la negra María e Isidora. ¡Nada! Ningún velo, la yema debajo de la<br />

clara; ni cruce de sables, ni pajes levantando el largo velo, ni miradas<br />

lateralizadas, observando con sádico placer a las damas en<br />

sala de espera, y a la par de decir, con la vanidad apuntando sobre<br />

la alfombra, “¡qué se mueran de envidia, ja, ja, ja!”. Vieron, sí, según<br />

las figuras que fueron tomando las claras, banderas, explosiones,<br />

aviones, llamas, fusiles.<br />

Las caricias a la hierba buena y la vela de toda una noche, no fueron<br />

suficiente. Percibieron el olor de la planta más allá de lo normal;<br />

sólo eso. Del color de la flor de la hierba buena se teñirá el ánimo<br />

de Barcelona…<br />

61


De los granos de sal en los pequeños platos, que puso el anciano<br />

Pablo, siete están húmedos y uno de ellos, tanta agua tiene, que<br />

hasta se rebosó y gotea sobre la madera como si se tratase de treinta<br />

días a los que les aguardasen lágrimas; al ver el nombre <strong>del</strong> mes<br />

sobre la madera se lee: ¡ Junio!<br />

62


Como el sanguinario Aldama<br />

Los gallos y la política lo habían hermanado con Luis Germán, quien a<br />

las seis de la mañana lo solicita en su domicilio familiar, acompañado<br />

por dos camiones y un jeep militares. Son civiles y uniformados, todos<br />

armados, que arengan a la población, en actitud resuelta, propia<br />

de quienes están resteados con las ideas y las convicciones firmes.<br />

—¡Viva el Movimiento 24 de Junio!—, grita el mayor Vivas, esta vez<br />

con uniforme de campaña. De los ojos juveniles e indignados y su<br />

voz de mando, explota otra exclamación —¡Abajo la entrega <strong>del</strong> país<br />

al imperialismo yankee!—, le hicieron coro quienes de pie, levantan<br />

fusiles y metralletas, a los cuales se suman más vehículos civiles y<br />

militares y por supuesto más jóvenes.<br />

Machú, impresionada y temblorosa, responde que no está su esposo<br />

en casa; le habla de la hospitalización por la lesión en el pie. Habló<br />

un cadáver en ese momento. La caravana, pequeña inicialmente y<br />

ahora considerablemente extensa, tomando en cuenta la razón <strong>del</strong><br />

resuelto entusiasmo, prosigue rumbo al cuartel Freites, centro de la<br />

sublevación, que ya había tomado control de Emisoras Unidas, la<br />

única estación de radio en Barcelona, la planta generadora de electricidad<br />

y tratamiento de aguas, cuartel de policías, destacamento de<br />

la Guardia Nacional y Capitanía de puertos. En la radio se escuchan<br />

arengas, llamados a levantarse; denuncias de los atropellos que está<br />

llevando a cabo el gobierno contra la dignidad e intereses de la patria;<br />

de la entrega que está haciendo el gobierno, de las concesiones<br />

petroleras en la costa oriental <strong>del</strong> lago de Maracaibo, entonces, las<br />

reservas probadas de petróleo más cuantiosas <strong>del</strong> planeta.Del pacto<br />

que acordaron en Nueva York, Rómulo Betancourt, Jóvito Villalba y<br />

Rafael Caldera para que USA declare a Venezuela estado asociado.<br />

Se habla de un levantamiento en cadena, en el cual también participan<br />

las guarniciones militares de Cumaná, Carúpano, Maturín y<br />

Ciudad Bolívar y Puerto Cabello.<br />

63


En los televisores se aborda tímida y falsamente el levantamiento<br />

cívico-militar. Entre las series de rin ti tin, el llanero solitario, el cisco<br />

kid y popeye, muestran boletines informativos referidos al hecho,<br />

pero mostrando imágenes de Cumaná y Maturín, para hacer creer<br />

que todo se desenvuelve normalmente en Barcelona. El engaño es<br />

gasolina que se añade a la can<strong>del</strong>a, que es el ánimo de la ciudad<br />

toda.<br />

A las 9 de la mañana revienta el tiroteo. Disparos de fusil, unos tras<br />

otros; ráfagas de ametralladoras, granadas que detonan estruendosamente.<br />

Una cuadrilla de aviones de guerra sobrevuela la ciudad. Los insurrectos<br />

levantan las banderas, apuntando con su dignidad. Las naves<br />

giran en un círculo cuyo eje es el cuartel Freites. Esta vez el levantamiento<br />

hablará con plomo grueso. Desde la radio, el Movimiento<br />

24 de Junio, con el Capitán Tesalio Morillo y el comandante Vivas, al<br />

frente, requieren que las personas que residen en los alrededores<br />

<strong>del</strong> cuartel, desalojen sus viviendas. El enfrentamiento se prevé<br />

frontal e intenso. Sobre los viejos tejados de la Barcelona colonial<br />

esgrime su brava casta, su resuelta estirpe, amolando la punta de<br />

las astas donde pende y flamea otra criatura, no menos heroica: El<br />

Tricolor Gran Colombiano, como afilados dardos que aspirasen a<br />

hacer blanco en las arteras aeronaves.<br />

Ignacio, hijo de Pedro López, acude angustiado a la casa materna<br />

de Cipriano porque su papá salió, rayando el sol, de pesca hacia<br />

Garroni, a lo que el enfermo responde: “Ojalá y no se venga por el<br />

camino de la Cruz de los Coléricos”, justo el rumbo que siempre<br />

traza el sonriente, en su faena.<br />

En la casa materna deciden que Cipriano no se entere y optan por<br />

bajar el interruptor de la electricidad para que tampoco escuche lo<br />

que a cada momento la radio anuncia. También le ocultan que Luis<br />

Germán concurrió, en solicitud de él, a su hogar. No duró mucho el<br />

empeño, pues, las caravanas, esta vez más extensas y numerosas,<br />

denunciaban ante sus oídos el levantamiento militar. Golpes sobre<br />

la cabina de los camiones, un huracán de voces amenazantes. Como<br />

64


puede se levanta y su madre y hermanos lo conminan severamente<br />

a que se acueste. Llora de dolor físico y <strong>del</strong> que le causa no estar en<br />

esos camiones reclutando amigos y acompañando a Lander.<br />

El camión y el resto <strong>del</strong> convoy donde se desplazan Rigoberto Alcalá,<br />

Luis Germán Lander y un manojo grande de insurrectos, es cocido a<br />

plomo, en una acción que colide con el decoro militar. Como a las 4<br />

de la tarde, en el cuartel Freites, la bandera blanca sustituye alevosamente<br />

al Tricolor, con las consecuencias funestas que devienen<br />

de esta suplantación. Las bandas civiles armadas de AD irrumpen<br />

en domicilios, semejante a como lo hicieron las hordas españolas<br />

<strong>del</strong> sanguinario Aldama en la Casa Fuerte, en 1813.<br />

65


La lección de los cangrejos<br />

A las cinco y media, con la ayuda de Clemente, Cipriano se dirige al<br />

hospital Razetti, acompañado de su hermana y una bandera blanca,<br />

para asegurarse que no les disparasen. La orden es abrir fuego<br />

contra todo lo que se mueva. Teniendo como muletas los hombros<br />

de su compadre y Guillermina, observan que la acera <strong>del</strong> hospital<br />

que da hacia la plaza Miranda es un sólo manto blanco que arropa<br />

cadáveres. Nunca un blanco fue tan funesto. Volvió el huracán Elena,<br />

esta vez circunscrito a su humanidad, a estremecer el mar de su<br />

alma con aguacero en sus ojos.<br />

Pasaron a costa de la prohibición de un soldado con ganas de añadir<br />

más sábanas a la acera.<br />

Uno a uno le fue levantando la sábana; los observaba con una<br />

muerte, como debe ser: plácida, resuelta, con ojos firmes, valientes.<br />

Al levantar una de tantas, su palabra quiso aflorar para decir<br />

—“compai, compai, hermano mío”—. Así quiso saludar aquella<br />

mirada, sin el granito de brillo en las pupilas, de quien es su más<br />

caro amigo, Luis Germán Lander: “¡Yo debiese estar contigo ahí, mi<br />

hermano! En casa tengo los cocos que debimos haber chocado hoy;<br />

allá en casa los tengo”. Le apretó la mano derecha y no se le había<br />

quitado la fiebre de la vida.<br />

Otro descorrer de sábana le muestra dos muertos en un solo cadáver:<br />

Emperatriz Sifontes, dirigente estudiantil, alta y hermosa; casi<br />

abarca toda la acera. Le suturaron con hilos de metralla, su juventud.<br />

Al unir las dos caras con la imaginación se puede determinar<br />

que juntó a los 22 años de su cuerpo, los 470 años <strong>del</strong> ancestral<br />

genocidio. Arde su semblante. Al reclamo adolorido de su padre,<br />

al habérsele arrancado la tercera de sus hijos, una ráfaga fue la<br />

respuesta. Se le salvó una pierna; la otra quedó en la mandíbula<br />

de un perro enorme, justo frente a Masico Silva; caminaría luego<br />

con la tercera, impulsado por las axilas.<br />

66


No escuchaba los agresivos llamados <strong>del</strong> soldado. Entre tanto, su<br />

corazón intuía proseguir buscando en la larga fila, para ver quién<br />

más había quedado en el recuerdo de su amistad. Con el ánimo<br />

abaleado y la mano temblorosa levanta otra sábana y descubre la<br />

sonrisa de Pedro López, intacta, a prueba de muerte; “se fue con la<br />

sonrisa bien puesta”, dijo Cipriano, sin palabras. Tan extraña, que<br />

en vez de invitar al llanto, convocaba a imitarla. Recordó la última<br />

parte de la décima “se estaba despidiendo”, —pensó— cuando le<br />

cantó a la Cruz de Ramón Florecido:<br />

Y si en algún momento incierto<br />

cuando mis ojos no vean<br />

Por más que estén abiertos<br />

Es la voluntad de Dios que así sea<br />

Que me canten todas las brisas<br />

No me matarán la sonrisa<br />

Aunque me maten el cuerpo.<br />

Fue ametrallado cuando caminaba, justo frente a la Cruz de los Coléricos.<br />

La prensa lo incluyó entre los “sediciosos y conspiradores…<br />

que se propusieron romper el régimen de libertades, el respeto a las<br />

leyes y el orden constitucional.” Le fueron incautadas armas suficientemente<br />

peligrosas: una mara vieja, casi deshilachada, tres róbalos,<br />

cinco lebranches, una atarraya de unos cinco kilos y una totuma<br />

sin agua, y la de más poder: ¡Su sonrisa! A prueba de fusilamiento.<br />

Mira Cipriano hacia arriba, al tiznado espacio, en busca siquiera de<br />

un astro, cuyo destello le ayude a medir y comprender la dimensión<br />

de su dolor, pero igual que el cuerpo al que arropa, lo observa<br />

a media asta. Intuyendo a los mismos astros escondidos entre el<br />

duelo cielo, voltea, en tanto que otro asombro queda salpicado de<br />

asco: Junto a dos soldados, con sombrero de cogollo y dos de sus<br />

guardaespaldas murmura al oído <strong>del</strong> sargento, Stragliotta.<br />

Repentinamente se le viene encima el soldado; saca el seguro <strong>del</strong><br />

fal y cuando se dispone a disparar, junto con su hermana, sobre<br />

cuyo hombro se apoya, desafía un griterío de mujeres sollozantes,<br />

67


a quienes les han asesinado padres, hermanos, madres, hermanas,<br />

amigos, aglomerándose alrededor de Cipriano, para correr la suerte<br />

de sus extintos y amados seres.<br />

Hubiese sido inútil esperar a Paula Guerra. Un insurrecto entró<br />

herido, con un balazo en el hombro, al patio de su casa; <strong>del</strong> brazo<br />

que guinda está suspendida la bandera. Lo sentó al lado de la batea,<br />

la herramienta con la cual gana el sustento, para ella, más catorce<br />

pedazos de ella, que ha convocado a la vida. Al mayor es a quien<br />

atiende; le da valor. No tiene de qué avergonzarse, por qué avergonzarse;<br />

un brazo por una causa es escribir con carne la vida; es más<br />

honroso dejar un brazo en la lucha, que dejar la lucha. Después de<br />

todo hay que aprender la lección de los cangrejos, que prefieren<br />

perder las tenazas que su rumbo, la presa más preciada.<br />

Se oye el ruido de la cuadrilla de aviones afectos al gobierno. El<br />

apellido <strong>del</strong> ruido es innoble, ¿por qué? La comanda quien unos<br />

años después cometería la proeza de asesinar a la madre de sus<br />

hijos, fingiendo ser víctima de un atraco dentro de un ascensor.<br />

¿Qué no haría entonces con la negra Paula, que le arrebata la bandera<br />

al mal herido —¿es que hay bien herido?—, justo cuando los<br />

aviones trazan a baja altura el arco hacia el cuartel y con el arrebato<br />

de un <strong>del</strong>fín acosado por tiburones, levanta el tricolor, con el rojo<br />

cubriendo gran parte de las otras franjas, y apunta con el estandarte<br />

herido. Respondió el ígneo costado gris desde el aire, que impactó<br />

el poste <strong>del</strong> alumbrado, que a punto de desplomarse, ocasiona un<br />

centellear de cables, como protesta <strong>del</strong> aire y el resto de los elementos,<br />

por haber doblado a aquella mujer cuyo único <strong>del</strong>ito es lavar<br />

ropas en la orilla <strong>del</strong> río para subsistir. Cayó sentada con la bandera,<br />

con una estrella menos, la manchada de rojo, y un postigo abierto<br />

en el pecho, desde donde pudo ver su atrás, al doblar la cabeza;<br />

incluso, el poste a cuyo lado cae, igual que ella, quedó rodilla en<br />

tierra. Con la detonación ni siquiera sus catorces pedazos se dieron<br />

cuenta que se fueron tras ella.<br />

A las 8, cuando El observador creole informaba sobre la situación<br />

68


en Barcelona, señalando que había sido resuelta, sin situaciones<br />

que lamentar, Cipriano tomó uno de los cocos y lo lanzó contra la<br />

pantalla; fue a dar al piso, y con el dolor de haberse lastimado, exclamó<br />

indignado: “¡Boten a Lulita de aquí; sáquenla de aquí!”. Era<br />

el nombre de una mujer que regentaba un prostíbulo en la margen<br />

izquierda <strong>del</strong> Neverí.<br />

69


Canta la brisa en el trinar de pájaros<br />

Estaba prohibido llorar, gritar, sollozar. Estaba sitiado el contento;<br />

faltaban razones para ello. En cada esquina un soldado, con la<br />

mirada afilada, sin seguro. Era doble la prohibición de aguar el<br />

ver, pues se llevaba a guardar bajo tierra a un emisario de una de<br />

las expresiones más altas, y por ello poco comunes <strong>del</strong> desenvolvimiento<br />

humano: La alegría. Se trataba de un cultor mayor, cuya<br />

última, melódica y poética voluntad fue “le cantasen las brisas”. Aún<br />

así, van los pescadores serenamente desafiantes, armados de mar,<br />

con cuatro, guitarra, maracas, mandolinas, y el coro vegetal, que<br />

lo arranca el viento de la naturaleza, más los cantos de galerones,<br />

fulías, puntos de velorios, salves y puntos de navegantes. Le cantó,<br />

además, el cristofué su sagrada invocación. Las gotas de cielo que<br />

caen en el espacio cada vez que un azulejo vuela. La sangre viva de<br />

los cardenales congregados en su rojo ser; la áurea floración <strong>del</strong><br />

araguaney; el duelo floral de transición de los apamates y la joroba<br />

fronda de los guayacanes. Los sangre ‘e toro, pico ‘e plata y las potocas,<br />

dialogando fusas en los matorrales. La huida espantada de<br />

las perdices; el demente trazar de los aguaitacaminos, torneando<br />

el aire. Las partículas de luz con que el viento amasa el ir de prisa<br />

de los arroceros, el luto halado de los conotos. El plumaje pigmentado<br />

de sol de los turpiales, los retazos de nubes cortadas por<br />

el vespertino vuelo de las tijeretas. La artesanal faena <strong>del</strong> Martín<br />

Pescador, bordando orillas; la infante algarabía de los caicaitos.<br />

La melódica majestad de la paraulata; el milagro artesanal, más el<br />

silbido inefable de los arrendajos. El follaje anárquico y polifónico<br />

de los loros cuando arriba, la extensa hebra verde vuela; el mayo<br />

que pintan los pericos bulliciosos, cuando cortan la tarde en tajos<br />

desordenados. El tatuaje de cal con que las garzas yerran los ocasos,<br />

y, sorprendentemente, un rosario de cotúas volando en collares.<br />

El 3 de mayo siguiente, en el Velorio de Cruz en homenaje a Pedro<br />

70


López, medio nos enteramos de la suerte de Carúpano; más a<strong>del</strong>ante<br />

también de Puerto Cabello, y todo cuanto iba quedando <strong>del</strong> siglo<br />

XX en la Tierra de Gracia.<br />

71


La Cruz de los Coléricos<br />

Muchos años después, mientras compraba pescado en Los Boqueticos,<br />

vio Cipriano a Anastasio Tejada, chofer <strong>del</strong> secretario de<br />

gobierno en aquellos episodios. Evocaron a Luis Germán, amigo de<br />

ambos. Lo tomó por el antebrazo —algo inusual en aquella arisca<br />

persona—, caminó despacio, mientras narraba, unos cincuenta<br />

metros. Se sentó el anciano testigo e hizo sentar, sobre una enorme<br />

piedra al viejo amigo, y le confesó, con el aliento fugitivamente herido,<br />

la manera como él y el doctor Mata, su jefe entonces en aquellas<br />

dramáticas circunstancias, se salvaron de ser fusilados. Ambos se<br />

escaparon <strong>del</strong> cuartel por un canal de aguas negras, colocándose<br />

manojos grandes de bora sobre sus cabezas; se desplazaron como<br />

verdaderas ratas por aquella inmundicia. Fueron a dar a la Cruz de<br />

los Coléricos. Al salir <strong>del</strong> canal, se les olvidó retirar de sus cabezas<br />

los enormes manojos de bora que les sirvieron para la fuga. Según,<br />

Pedro le dio volumen a la sonrisa a prueba de espantos y se le ensanchó<br />

más de lo acostumbrado. El chofer al ver aquella risa en voz de<br />

bajo, que los contempla, justo en el momento en que el reloj de la<br />

catedral canta las l2 m, saliendo de la capilla <strong>del</strong> cementerio donde<br />

reposan las almas de los difuntos por cólera —a raíz de la epidemia<br />

que azotó a Barcelona a finales de mil ochocientos— corrió por el<br />

canal como un verdadero chigüire, zapalateando por el lodazal, y<br />

se alejó considerablemente <strong>del</strong> secretario de gobierno. Los sustos<br />

son pesos <strong>del</strong> ánimo; unos se pueden cargar, otros pesan demasiado.<br />

Ambos, el de la persecución más el <strong>del</strong> supuesto espanto que<br />

burlonamente festeja enfrente, pesaban considerablemente y el secretario<br />

optó por permanecer absorto enterrado en la hediondez <strong>del</strong><br />

canal; no daba para más. El carcajeante aparecido —había elevado<br />

a la “n” su sonrisa; sólo hasta ese momento— le extendió la mano<br />

para que saliese de donde estaba. Con la franela le limpió la cara;<br />

le ayudó a quitar el saco, la corbata. Los lentes y el pisacorbatas<br />

72


quedaron en algún lugar <strong>del</strong> extenso canal. El pescador se quitó su<br />

viejo y deteriorado pantalón y se lo entregó a Mata; no le quedaba<br />

si no mostrar al sonriente quaker estampado en su ropa interior.<br />

Mucho más se alejó Anastasio cuando se dio cuenta que una patrulla<br />

de soldados, ya rendida la sublevación, se aproxima a la capilla de los<br />

coléricos. No distingue entre revolucionarios y afectos al gobierno;<br />

entre ambos opta por la sombra casi impenetrable de guamaches<br />

y olivos, cerca de la Aduana <strong>del</strong> Rincón. Ahí se acurruca. Se debate<br />

entre el plomo de fusiles y la mordedura de un cascabel. Prefiere<br />

el segundo. Escuchó el vaciar de un peine y la costura eléctrica de<br />

los proyectiles punzando vida. Siguiendo las huellas en la arena,<br />

el secretario y la patrulla registran matorrales, vía la Aduana <strong>del</strong><br />

Rincón, en busca <strong>del</strong> chofer; extrañamente no lo llaman si no que<br />

lo buscan en actitud de cacería, con sigilo, rastreando.<br />

Intentó infructuosamente el secretario general no dejar indicios<br />

acerca de cómo salvó su vida. Imagínense tamaña raya, descomunal<br />

afrenta; una forma así de supervivencia, un bochorno de ese diámetro<br />

colige demasiado con una no menor ambición política.<br />

Haberse escapado a través <strong>del</strong> extenso canal, fue el aval que lo llevó<br />

más a<strong>del</strong>ante al cen. Por razones obvias y por generación espontánea,<br />

con el tiempo le volvió a salir bora sobre su cabeza.<br />

Tejada, su compadre, por el contrario, expuesto a que lo devorara<br />

un caimán, sobre un tronco atravesó el río; al menos se bañó. Ahí lo<br />

recogieron unos pescadores, que le prestaron ropa y casi cubierto,<br />

lo acompañaron hasta Portugal abajo, donde residía una de sus<br />

hermanas. El parte militar lo incluía entre las víctimas. Pudieron<br />

haber especificado: Sólo le asesinaron la creencia en la condición<br />

humana y la mitad <strong>del</strong> sonido, puesto que la pasantía por el colector<br />

de cloacas le dejó una infección en el oído, a través <strong>del</strong> cual no hubo<br />

más audición y de la cual murió. Vivió escondido, a consecuencia<br />

<strong>del</strong> fraterno vínculo, durante unos diez años.<br />

Luego de eructar aquella atosigante verdad, guardada durante tanto<br />

tiempo, se quedó contemplando el tizón redondo a punto de ser<br />

73


devorado por el ocaso. Quién sabe si el real amanecer le aguardaba…<br />

“Adiós, hermano querido”, le gritó Cipriano, y Tejada, llevado de la<br />

mano por una hija, levantó la escasa voz que le quedaba, con la paz<br />

de quien vomita una acidez de lustros o se despoja de un cilicio que<br />

castigaba su memoria.<br />

74


Nicomedes , el vuelo de un alcatraz<br />

El 5 de julio, al aproximarse al templo de aguas donde ofició La<br />

Piedra y su rara e indescifrable escritura, quiso hacer el rito de rigor,<br />

y al ponerse de pie para la ofrenda, no estaba La Piedra; tampoco el<br />

lujoso yate ni el remolcador-grúa, ni las miradas estiradas de oscuro,<br />

ocultas tras larga-vistas.<br />

Aún cojeando y con buen tiempo, llegó Cipriano a La Borracha. Se<br />

alegró de ver a Ana Margarita, a cuyos pies está anclado el bote,<br />

más manojitos de algas y hojas frescas de bora. Sentía la necesidad<br />

entrañable de abrazarlo, palpar la arcana humanidad y ver sus dos<br />

botones, cuya luz ausente se le mudó a otros lugares, en la geografía<br />

de su cuerpo, y escuchar aquella voz que suena al hondo de las cosas.<br />

“Olvidé traele el aceite de coco”, se dijo a sí mismo. Observa cenizas<br />

de tabaco de pipa, varias huellas en la proximidad <strong>del</strong> aposento.<br />

Siguió llamándolo con fuerza y el lejos no hacía si no prolongar<br />

su voz, y al acercarse, el alcatraz que posa sobre la cabeza de Ana<br />

Margarita levantó el vuelo hacia el azul intenso, como nunca lo haría<br />

un alcatraz, y al acercarse a la pétrea mitad de Nicomedes, se dio<br />

cuenta que el garrote de mangle, que era para el anciano sagrado<br />

báculo, estaba en el interior <strong>del</strong> bote. Continuó buscándolo, cantando<br />

su nombre, sin melodía, a capella, mientras el coro de albatros,<br />

gaviotas y tigüitigüitos, le acompañaban, haciendo contrapunto.<br />

El 3 de mayo, cuando los luceros bordan La Cruz sobre el esternón<br />

<strong>del</strong> firmamento, en la Capilla de los Pescadores, a casi un año de<br />

su vuelo, al entregársele la rosa, en el canto ritual <strong>del</strong> galerón, esa<br />

noche, dos grandes gotas de onoto, mirando el madero atravesado<br />

y con la garganta agrietada, más la voz partida, Cipriano ofrendó así:<br />

Ruego a la Cruz Milagrosa<br />

de todo aquel que sienta ser niño<br />

convierta en espléndida y roja rosa<br />

75


el alma de Nicomedes Patiño<br />

Te canto este verso y me ciño<br />

a las normas de la prosa<br />

la mar tiñó de azul mi cariño<br />

en el cual mi amanecer se posa<br />

Eres mi sal y mi aliño<br />

faro amigo, luz hermosa<br />

donde quiera que estés, Nicomedes Patiño<br />

En lo profundo de mi desvelo<br />

soy, alcatraz amigo, playa espumosa<br />

en cuyas orillas se asolea tu vuelo.<br />

La atarraya sin plomos que fungía de velo sobre el monolito<br />

de Ana Margarita, se fue despedazando; la cal que<br />

cubría el cuerpo pétreo, desapareció. Ambas piedras,<br />

torso y cabeza, se las tragó la arena. En su lugar está el<br />

nueve de mangle frente al cual permanece, semienterrado<br />

en la arena, el esqueleto <strong>del</strong> bote.<br />

Aún colocan flores de trinitarias, caujaro, machete y<br />

bora, los hijos de faena <strong>del</strong> Alcatraz Patriarca.<br />

Aún encienden la lamparita de aceite de coco a los pies<br />

de la imagen de la Virgen <strong>del</strong> Valle.<br />

Aún miran el Morro de los Chivos, al llegar a la playa,<br />

procurando traducir qué trae la mar.<br />

Aún se ponen de pie sobre los peñeros, al pasar frente<br />

al peñón donde en la tradición de sus memorias permanece<br />

todavía, sin estar, La Piedra Escrita.<br />

Aún…<br />

76


Índice<br />

Ana Margarita / 9<br />

La piedra escrita / 11<br />

La tabla IS / 12<br />

El nueve de mangle / 14<br />

La matrona de la mar / 16<br />

El nueve de carne / 17<br />

La muñequita de ocho, al andar / 21<br />

La matica ‘e zábila en el umbral / 23<br />

Chucho y la redoblona / 25<br />

La mara / 27<br />

El Florida / 29<br />

¡Madonna mia! / 31<br />

Stragliotta / 32<br />

Crónica de una carcajada / 35<br />

La bestia de agua / 39<br />

Un rayo doblado de luz / 42<br />

El solar / 44<br />

Pancho Cueche / 46<br />

La culebra cabuya / 49<br />

La cruz de Ramón Florecido / 51<br />

San Celestino ronda la plaza / 54<br />

Cipriano, de sol y sal / 55<br />

La botica de untura / 57<br />

La noche de San Juan / 59<br />

Como el sanguinario Aldama / 63<br />

La lección de los cangrejos / 66<br />

Canta la brisa en el trinar de pájaros / 70<br />

La cruz de los coléricos / 72<br />

Nicomedes, el vuelo de un alcatraz / 75


adiós<br />

apaicuar crónica de un<br />

ayer que no termina, de José Rafael<br />

Silveira, se terminó de imprimir en<br />

el mes de noviembre de 2009, en los talleres<br />

litográficos de Italgráfica S. A., Caracas, D. C.<br />

En su composición se utilizaron los tipos digitales<br />

Novarese Book de 11puntos. El texto fue impreso en<br />

pliegos Tamcremy de 55 grs. y para las tapas se utilizó<br />

sulfato sólido 0,14. La edición consta de 1.000 ejemplares.<br />

Ars longa, vita brevis<br />

Nunc et semper

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