La bombonera de San Valentín - Alfaguara Infantil

En la mansión de los chocolates vivían
chocolates, claro. Los había de todo tipo.
Era una comunidad de más o menos feliz
convivencia. Algunos eran enamoradizos,
o sea, se enamoraban con facilidad. Sobre
todo los que vivían en la Bombonera de
San Valentín.
Ahí, Morocho se moría de amor por
Blanquita y estaba contando los días para
que fuera la fiesta de San Valentín para
declarársele.
Pero Blanquita no sabía del profundo
amor que Morocho sentía por ella.
De hecho, Blanquita, aunque era muy
inteligente, se sentía fea porque era la
más blanca de todos los chocolates.
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Ahí también vivía Bombón, que era muy hermosa y joven, además de rellenita, lo
que la convertía en la más atractiva. Llevaba una cereza a modo de tocado que la
hacía aún más guapa.
Blanquita miraba a Bombón y suspiraba: «Yo quisiera ser como ella y tener ese
color tostado».
Otra que competía con la belleza de Bombón era La Diva Belga. Ella, La Diva,
ya estaba entrada en años y de vez en cuando usaba una espátula para sacar cintura
o para levantarse la cara.
También vivía en la Bombonera Antonio Borrachín. Él tocaba las maracas cuando
se pasaba de pisco. Brownie, el gringo, también se mudó a la Bombonera desde
que alguien lo trajo de un país lejano que se llama Cacaolandia del Norte.
Estaba, además, el señor Bitter, que se encargaba de arreglar los problemas de la
vecindad y de las cobranzas a fin de mes. Él se amargaba con facilidad, porque
nunca faltaba algún moroso. Sí, dije «mo-ro-so», el que se demora en pagar sus
cuentas, no «a-mo-ro-so», que eso es diferente… y mucho mejor.
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Casi me olvido de comentarles que también había una vecina que
se la pasaba en la vitrina chismeando sobre todo lo que hacían los
demás. Ella era la señora Tazza, viuda de Panettone. Esa señora
no estaba feliz, porque, desde la Navidad pasada, lo único que
quedaba de su difunto marido, Panettone, era una caja con algunas
migajas y unas cuantas frutas confitadas pegadas en el fondo. Y por
eso estaba sola, se aburría y se dedicaba a husmear en la vida de los
otros. Además, sufría de bochornos, o sea, tenía calores. Cuando
se acaloraba pedía que alguien la abanique.
Volviendo a Blanquita, ¿saben lo que hizo un día? Se dio un
baño de chocoterapia para quedar más bronceada. Pero resultó
un completo fracaso, porque sus almendras salieron a relucir y
quedó pecosa, llena de pecas. Cuando se miró en la platina y vio
el resultado se cayó de espaldas.
—¡Dios mío! ¡Quedé peor! ¿Y ahora quién se va a enamorar de mí
así? —dijo angustiada.
La Diva Belga, que era un poquito envidiosa, se rio de ella.
—¿Pero qué te has hecho, Blanquita? Has quedado marmoleada.
Te hubiera recomendado a mi espátula de confianza para que te
diera un arreglito.
Blanquita se puso a llorar.
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Bombón, que estaba también en la Bombonera,
escuchó todo y le pareció un comentario de muy mal
gusto. Se acercó a La Diva Belga y le reclamó por
haber herido los sentimientos de Blanquita.
La Diva Belga, que no tenía buen carácter, se alteró,
y empezó un enfrentamiento acalorado entre ambas.
La señora Tazza viuda de Panettone también estaba
enterada del lío, pues desde su vitrina lo había visto
todo. Y ya estaba ella en medio de la confusión, dando
su opinión, y con tanta discusión se acaloró y le vino
un bochorno tan terrible que comenzó a despedir
vapor de la cabeza. Fue tanto el calor que subió, que
se derritió una chocoteja del techo y cayó directo
sobre la señora Tazza, derritiéndose para siempre.
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Quedó un hueco en el tejado por donde entró el sol radiante.
—¡Es culpa tuya! —le dijo Bombón a La Diva Belga.
—¡No, la culpa es tuya! —contestó la otra.
Y siguieron así en ese plan hasta que… ¡Madre mía!, Bombón y
La Diva Belga se quedaron pegadas por la cabeza. Si Bombón
iba para la derecha, La Diva Belga iba para la derecha. Si La
Diva Belga iba para la izquierda, Bombón iba para izquierda.
Y con tanta derecha–izquierda, izquierda–derecha, la
cereza de Bombón salió volando y luego rodó por el
aparador.
—¡Mi cereza, mi cereza! ¡Se va a caer del
repostero!
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