nº 178/16-ix-1999 semanario de información religiosa - Alfa y Omega

ΑΩ
Ala vista –la verdad,
intolerable– de lo
que está ocurriendo
en Timor, Antonio Tabucchi
le ha escrito una
carta urgente al Secretario
de las Naciones Unidas,
Koffi Annan. Bueno, no
está mal. Menos es nada;
pero no sé por qué tengo
la triste impresión de que
esa carta no va a servir para
nada; por mucho sello
de urgencia que lleve, no
ha servido para evitar la
muerte, la tortura, la angustia
y la deportación de
muchos seres humanos.
Tal vez sirviera algo más
–aunque tampoco demasiado–
una protesta masiva
y exigente ante quien,
desde la Casa no tan blanca,
se cree el amo del mundo,
el Presidente USA, en
cuyas manos el Secretario
General de la ONU y la
ONU misma son títeres,
por desgracia faltos de
credibilidad. ¿Le dejará
dormir tranquilo su conciencia
al Presidente Clinton?
No se trata de que el
gendarme del mundo empeore
la situación bombardeando
al pueblo que
sufre, como hizo –¿para
qué?– en Yugoslavia. Basta
con obligarle a que haga
eficaz ese despliegue –a
tiempo hubiera estado
mejor, no cuando ya no
hay más remedio– de una
fuerza internacional de
paz y con que imponga
unas presiones económicas
que son el único lenguaje
que entienden los
dictadores. El pueblo de
Timor quiere paz en libertad,
soberanía e independencia,
ya lo dijo bien claro
en el referendum que
no quieren reconocer
quienes detentan el poder.
No quiere una guerra civil;
ésa sólo les interesa a
los fundamentalistas de
Indonesia, esa Yugoslavia
de Asia. La verdad es que
nos engañan como a chinos.
Hoy es Timor, pero
ayer fue el Golfo, o Palestina,
o Sarajevo, o Ruanda,
o Kosovo; el caso es fabricar
armas y venderlas.
La próxima ¿dónde: en
África otra vez; en Rusia?
¡Qué triste y vergonzoso
final de siglo y de milenio...!
A mí me parece mucho
más realista y, sin duda,
más eficaz escribir esta
carta abierta a los mártires
de estos días en Timor.
Nadie ama más a su hermano
que el que da la vida por él,
y no han sido uno ni dos
–que hubiera sido igualmente
admirable y suficiente–,
sino decenas los
hermanos nuestros, la mayoría
de nuestra fe católica,
que han dado y están
Contraportada
Carta abierta y muy urgente
a los mártires de Timor
dando la vida en defensa
de los que sufren la implacable
y atroz violencia
del odio. Los criminales
perseguidores saben bien
quién defiende a los necesitados;
por eso se ensañan
con los representantes
de la Iglesia católica:
de los 800.000 habitantes
de Timor oriental, el 85
por ciento son católicos, y
sólo el 11 por ciento musulmanes.
Los dos obispos,
monseñor Belo –si no
llega a ser premio Nobel
de la Paz, a esta hora ya
no lo contaba ni en Lisboa
ni en Roma– y monseñor
Basilio de Nascimento,
han sufrido en su propia
carne y alma la brutal injusticia.
Antes de la matanza,
había allí 44 sacerdotes
diocesanos, 56 sacerdotes
religiosos, 32 religiosos no
sacerdotes, 305 religiosas,
148 seminaristas y 1.789 catequistas.
Hoy, por desgracia,
nadie sabe cuántos
han muerto ni cuántos han
logrado escapar; así que estas
líneas no son otra cosa
que una oración, confiada
y esperanzada, en forma
de carta abierta y lo más
urgente posible, a quienes
ya han llegado a la Casa
del Padre porque han dado
el máximo testimonio
de amor a sus hermanos
que cabe dar, la propia vida:
sacerdotes, religiosos y
decenas de voluntarios de
Cáritas, ese baluarte de humanidad
en nombre de la
fe en Jesucristo. ¿Por qué
en las crónicas se esconde
esto, que es lo esencial, y
se reduce a Cáritas a una
ONG más de solidaridad?
Se llama Cáritas, no Solidaritas;
¿por qué no se denuncia
con claridad el fanatismo
del régimen dictatorial
de Yakarta que
quiere islamizar la isla
cueste lo que cueste?
En vuestra mediación,
incorporada a la Mediación
única de Cristo glorioso,
santos mártires de
Timor, está la única y verdadera
esperanza para
que se mantengan la dignidad,
la paz, la justicia y
la libertad de vuestro pueblo,
que también es nuestro.
Que, por vuestra intercesión,
el Señor no permita
que vuelva a haber
más Timores, ni Sarajevos,
ni Kosovos. Que ilumine
el corazón y la mente de
los dirigentes políticos para
que no vuelva a haber
un referendum de independencia
sin las mínimas
garantías que eviten esa
vergüenza que está ocurriendo
en Timor. Y que
acabe, de una vez por todas,
la miserable cobardía
de los que huyen dejando
indefensos a quienes tienen
la obligación de proteger.
No se vayan, gritaba
una religiosa: ¿no saben que
vamos a morir?
Que el señor Clinton se
gane su sueldo con dignidad
y que las grandes potencias
no sean tan raquíticas
moralmente y no se
conviertan, por conveniencia,
en cómplices impunes
de un genocidio
que trata de borrar con
sangre inocente un sí a un
derecho fundamental, el
de la libertad de un pueblo
–¿puede nacer así una
nación?–; y que nunca jamás
un ser que se dice
humano pueda matar a la
madre Margarita –y a tantas
otras madres Margaritas–
que en sus noventa
años no había hecho
otra cosa que servir a los
demás y se ha dejado la
vida en ello. Que, como
acaba de decir el Papa
Juan Pablo II, sin pelos en
la lengua al denunciar esta
enésima derrota de la Humanidad
y la hipocresía de
las naciones poderosas, se
encuentren modos eficaces
de satisfacer las legítimas aspiraciones
del pueblo de Timor.
Cuanto antes, por favor.
Miguel Ángel Velasco