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estaba sentado al borde de la terracilla de entrada, balanceando<br />
las piernecitas y, según todos los síntomas,<br />
hambriento. Asomé la cabeza por la ventanilla y le grité:<br />
“¡Eh, Vania! Monta a escape en el coche, te llevaré al<br />
elevador y, desde allí, volveremos aquí, a comer.” Al oír<br />
mis voces, se estremeció, saltó de la terracilla, encaramóse<br />
al estribo y me preguntó bajito: “¿Y cómo sabes<br />
tú, tío, que yo me llamo Vania?” Y con los ojillos muy<br />
abiertos, esperó mi respuesta. Bueno, yo le dije que, como<br />
hombre de experiencia, lo sabía todo.<br />
»Rodeó el camión para subir por la banda derecha;<br />
yo abrí la portezuela, lo senté a mi lado y partimos.<br />
Aquel chiquillo tan vivaracho se apaciguó de pronto y<br />
quedó pensativo, quietecito; de improviso, posó en mí<br />
sus ojos de largas pestañas, combadas hacia arriba, y<br />
suspiró. Un gorrioncillo como aquel, y ya había aprendido<br />
a suspirar. ¿Acaso le correspondía a él eso? Le pregunté:<br />
“¿Dónde está tu padre, Vania?” Contestó en un<br />
susurro: “Murió en el frente.” “¿Y tu mamá?” “La mató<br />
una bomba en el tren, cuando íbamos de viaje.” “¿Y de<br />
dónde veníais?” “No sé, no me acuerdo...” “¿Y no tienes<br />
aquí ningún pariente?” “Ninguno.” “¿Dónde pasas<br />
las noches?” “Donde puedo.”<br />
»Sentí la quemazón de una lágrima ardiente, que<br />
no acababa de brotar, y decidí en el acto: “¡Pasaremos<br />
juntos las penas! Lo prohijaré.” Y al instante, se me alivió<br />
el alma, como si entrase en ella un rayito de luz. Me<br />
incliné hacia él; y le pregunté quedo: “Vania, ¿y tú no<br />
sabes quién soy yo?” El pequeño inquirió con un hilillo<br />
de voz: “¿Quién?” Y yo le respondí, muy bajito también:<br />
“Soy tu padre.”<br />
»¡La que se armó, santo Dios! Se abalanzó a mi<br />
cuello, me besó la cara, en los labios, en la frente y comenzó<br />
a chillar, con vocecilla aguda de pájaro flauta,<br />
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