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Corleone, un muchacho de once años, enérgico y de buen corazón, llevó a su amigo a casa y pidió a su<br />
padre que le dejara vivir con ellos. La primera comida que Tom Hagen hizo en casa de los Corleone<br />
fueron unos spaghetti con salsa de tomate. Hagen nunca había logrado olvidar el sabor de aquel primer<br />
plato. Después le dieron una buena cama de metal donde dormir. Fue como un sueño.<br />
Del modo más natural, sin una sola palabra y sin que el asunto fuera discutido en modo alguno, Don<br />
Corleone había permitido que el muchacho se quedase a vivir en su casa. El mismo Don Corleone llevó<br />
al chico a un especialista, quien logró curarle completamente la infección ocular. Lo envió a la escuela y,<br />
después, a la universidad. En todo ello, el Don no actuó como un padre, sino como un guardián. Aunque<br />
no le demostraba afecto alguno, lo trataba con más cortesía que a sus propios hijos y nunca le imponía su<br />
voluntad. Fue el muchacho quien decidió por sí mismo cursar Derecho. Una vez había oído decir a Don<br />
Corleone que un abogado, con su cartera de mano, podía robar más que un centenar de hombres con<br />
metralletas. Mientras, y contra la voluntad de su padre, Sonny y Freddie insistieron en entrar en los<br />
negocios familiares una vez terminada la enseñanza media. Sólo Michael había querido continuar<br />
estudiando, y se había alistado en la Marina al día siguiente del ataque japonés a Pearl Harbor.<br />
Con el título de abogado en el bolsillo, Hagen se casó con una muchacha italiana de Nueva Jersey<br />
que, cosa rara por aquel entonces, había ido a la universidad. Después de la boda, que por supuesto se<br />
celebró en casa de los Corleone, el Don se ofreció a ayudar a Hagen en cuanto estuviera en su mano:<br />
conseguirle clientes para su bufete, amueblar su oficina, etc.<br />
—Me gustaría trabajar para usted —había declarado Tom.<br />
El Don se mostró tan sorprendido como complacido.<br />
—¿Sabes quién soy —preguntó.<br />
Hagen asintió. Por supuesto, ignoraba cuál era realmente el poder del Don, y seguiría ignorándolo<br />
durante los años que precedieron a su nombramiento de Consigliere interino, debido a la enfermedad de<br />
Genco Abbandando. Pese a ello, aseguró que sí lo sabía, mirando directamente a los ojos del Don.<br />
«Trabajaré para usted, del mismo modo que lo hacen sus hijos», había dicho Hagen, y el tono de sus<br />
palabras traslucía su inamovible intención de ser leal y de aceptar totalmente la voluntad del Don. Con la<br />
comprensión que por aquel entonces ya empezaba a ser considerada como un distintivo de su genio, Don<br />
Corleone mostró por vez primera un afecto paternal hacia el joven. Le dio un fuerte abrazo y desde<br />
entonces lo trató como a un verdadero hijo, aunque de vez en cuando le recordaba que no olvidara a sus<br />
padres. Era una especie de recordatorio para Hagen, aunque tal vez lo era más todavía para el propio<br />
Don Corleone.<br />
No obstante, no era probable que Hagen los olvidara. Su madre había estado casi loca, además de<br />
haber sido una mujer muy descuidada. Tom no recordaba de ella una sola muestra de afecto. En cuanto a<br />
su padre, siempre lo había odiado. La ceguera de su madre, poco antes de su muerte, había terminado de<br />
desmoralizar al muchacho, y su propia infección ocular le parecía un funesto preámbulo. Cuando su padre<br />
murió, la joven mente de Tom Hagen sufrió una curiosa transformación. Había vagabundeado por las<br />
calles como un animal en espera de la muerte hasta el día en que Sonny lo encontró durmiendo en un<br />
rincón y se lo llevó a casa. Lo que había sucedido después fue un milagro. Sin embargo, durante años<br />
Tom Hagen había tenido horribles pesadillas en las que tanto él como sus hijos perdían la vista. Algunas<br />
mañanas, al despertar, lo primero que recordaba era el rostro de Don Corleone, y entonces se sentía<br />
seguro.