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mal. Entra algo de dinero. He organizado una velada sobre los pervertidos más grandes de la literatura.<br />

—No tienes remedio.<br />

—Puedo garantizarte que si alguien escribe un libro sobre mí, me llevo el premio. Desde que te<br />

marchaste tengo más tiempo, y estoy atravesando un periodo de suerte en el que mis veladas son<br />

alucinantes y mis noches tórridas. Tus castos oídos no soportarían el relato.<br />

Al colgar constaté tres cosas. Félix no cambiaría nunca, le echaba de menos y mi vecino no merecía<br />

mi atención. De un golpe seco cerré las cortinas.<br />

Me sentía animada e intenté mantenerme así mediante la lectura. Pero aquella tarde no me sirvió de<br />

consuelo. No sabía si era debido al ambiente lúgubre de la novela policiaca de Arnaldur Indriðason<br />

que estaba leyendo o a la corriente fría que golpeaba mi espalda. Tenía las manos heladas. El cottage<br />

estaba aún más silencioso que de costumbre. Me levanté, me froté las manos y me detuve durante un<br />

instante ante la terraza acristalada. Hacía mal tiempo. Gruesas nubes tapaban el cielo, la oscuridad<br />

llegaría antes esa noche. Lamenté no saber encender la chimenea. Al poner la mano sobre un radiador,<br />

me sorprendió sentirlo helado. Me moriría de frío si la calefacción se estropeaba. Quise encender la<br />

luz. La primera lámpara permaneció desesperadamente apagada. Pulsé otro interruptor sin mejor<br />

resultado. Pulsé todos los interruptores. No había corriente. Oscuridad total. Y yo dentro. Sola.<br />

Aunque me costó, corrí a llamar a la puerta de Edward. Acabé haciéndome daño en la mano a fuerza<br />

de golpear la madera. Me alejé unos pasos para intentar ver algo a través de una ventana. Si<br />

permanecía sola un minuto más, me volvería loca. Escuché unos ruidos extraños detrás de mí y me<br />

entró miedo.<br />

—¿Se puede saber qué haces? —oí a mi espalda.<br />

Me giré de un salto. Edward estaba plantado ante mí, inmensamente alto. Me hice a un lado para<br />

escapar. Mi miedo se volvió completamente irracional.<br />

—Me he equivocado..., yo..., yo...<br />

—¿Tú, qué?<br />

—No debí haber venido. Ya no te molesto más.<br />

Sin dejar de mirarle, continué caminando de espaldas por el sendero de la entrada. Mi talón tropezó<br />

con una piedra y me caí hacia atrás, el trasero en el barro. Edward se acercó a mí. Parecía furioso, pero<br />

me tendió una mano.<br />

—No me toques.<br />

Se quedó parado y arqueó una ceja.<br />

—Tenía que tocarme una francesa majareta.<br />

Me puse a cuatro patas para levantarme. Oí la risa malvada de Edward. Me marché corriendo a casa<br />

y cerré la puerta con llave. Después me refugié en la cama.<br />

A pesar de las mantas y los jerséis, seguía tiritando. Agarré desesperadamente mi alianza. La noche<br />

era negrísima. Tenía miedo. Los sollozos me dificultaban la respiración. Estaba completamente<br />

acurrucada sobre mí misma. Me dolía la espalda a fuerza de contraerme para combatir los escalofríos.<br />

Mordía la almohada para evitar gritar.<br />

Dormí a ratos. La electricidad no volvió milagrosamente durante la noche. Me puse en contacto con<br />

la única persona que podía ayudarme, aunque fuese por teléfono.<br />

—Mierda, la gente duerme a estas horas —vociferó Félix, al que llamaba por segunda vez el mismo<br />

día.<br />

—Perdóname —le dije echándome a llorar.

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