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Desapareció escaleras abajo antes de darme tiempo para añadir nada más. Había despertado mi<br />
curiosidad prohibiéndome el acceso a una habitación. Sin embargo, no caí en la tentación. Me fui en<br />
busca de mi ropa. Un auténtico cuarto de baño de solterón, pensé al entrar. Toallas de mano hechas<br />
una bola, un gel de ducha, un cepillo de dientes y un espejo en el que no se veía gran cosa. Mi ropa<br />
colgaba de un toallero y, efectivamente, ya no estaba húmeda. Me quité la camisa con un gesto de<br />
alivio. Me la quedé en la mano, sin saber qué hacer con ella. Vi la cesta de la ropa sucia. Ya había<br />
dormido en su cama, así que acercarme a su ropa interior usada no me tentaba nada. Detrás de la<br />
puerta había un perchero. Perfecto. Con un gesto automático, me mojé la cara con agua, lo que me<br />
sentó tremendamente bien, tuve la impresión de tener las ideas más claras. Utilicé la manga del jersey<br />
para secarme. Ya estaba lista para enfrentarme a Edward, y quizás para responder a sus preguntas.<br />
Me quedé plantada al pie de la escalera, en el umbral de la sala de estar, balanceándome sobre uno y<br />
otro pie. Postman Pat llegó trotando a frotarse en mis piernas. Lo acaricié para evitar dirigirme a su<br />
dueño, que estaba de espaldas tras la barra de la cocina.<br />
—¿Café? —me preguntó con sequedad.<br />
—Sí —respondí avanzando hacia él.<br />
—¿Tienes hambre?<br />
—Ya comeré más tarde, me basta con un café.<br />
Llenó un plato y lo dejó sobre la barra. Se me hizo la boca agua con el olor a huevos revueltos. Miré<br />
el plato desconfiada.<br />
—Siéntate y come.<br />
Obedecí sin pensar. Por una parte, estaba muerta de hambre, y por la otra, su tono no dejaba<br />
posibilidad a la negociación. Edward me escrutaba, de pie, con la taza de café en la mano y un pitillo<br />
entre los labios. Me llevé el tenedor a la boca y abrí los ojos como platos. Podía no ser amable, pero<br />
era el rey de los huevos revueltos. De vez en cuando yo levantaba la nariz del plato, pero se hacía<br />
imposible adivinar sus pensamientos ni sostener su mirada demasiado tiempo. Eché un vistazo a mi<br />
alrededor. Si algo quedaba claro, es que Edward era un desordenado de primera. Había cosas por todas<br />
partes: material fotográfico, revistas, libros, montones de ropa, ceniceros medio llenos. Un paquete de<br />
tabaco chocó contra mi taza y volví la cabeza hacia mi anfitrión.<br />
—Te mueres de ganas —me dijo.<br />
—Gracias.<br />
Me bajé del taburete, inspiré mi dosis de nicotina y me acerqué a la puerta acristalada de la terraza.<br />
—Edward, te debo una explicación sobre lo que pasó ayer.<br />
—No me debes nada de nada, habría ayudado a cualquiera.<br />
—Contrariamente a lo que piensas, no me gusta montar espectáculos como ése, quiero que lo<br />
comprendas.<br />
—Me traen sin cuidado las razones que tuvieras para hacerlo.<br />
Se dirigió hacia la puerta de entrada y la abrió. Ese animal me estaba echando. Acaricié por última<br />
vez al perro, que seguía pegado a mí. Después pasé por delante de su amo y salí al porche. Me puse<br />
frente a él para mirarle directamente a los ojos. Nadie podía ser tan duro.<br />
—Adiós —soltó.<br />
—Si necesitas algo, no dudes en pedírmelo.<br />
—No necesito nada.<br />
Y me cerró la puerta en las narices. Permanecí allí un buen rato. Qué tío más gilipollas.