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bola%c3%b1o roberto - entre parentesis

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algunos el inventor de la novela, en tierras donde no se habla español y donde la obra<br />

de Cervantes se conoce, sobre todo, gracias a traducciones.<br />

Estas traducciones pueden ser buenas o pueden no serlo, lo que no es óbice para que<br />

la razón del Quijote se imponga o impregne la imaginación de miles de lectores, a<br />

quienes no les importa ni el lujo verbal ni el ritmo ni la fuerza de la prosodia<br />

cervantina que obviamente cualquier traducción, por buena que sea, desdibuja o<br />

disuelve.<br />

Sterne le debe mucho a Cervantes y en el siglo XIX, el siglo novelístico por excelencia ,<br />

también Dickens. Ninguno de los dos, es casi una obviedad decirlo, sabía español, por lo<br />

que se deduce que leyeron las aventuras del Quijote en inglés. Lo portentoso - y sin<br />

embargo natural en este caso- es que esas traducciones, buenas o no, supieron<br />

transmitir lo que en el caso de Quevedo o de Góngora no supieron ni probablemente<br />

jamás sabrán: aquello que distingue una obra maestra absoluta de una obra maestra a<br />

secas, o, si es posible decirlo, una literatura viva, una literatura patrimonio de todos los<br />

hombres, de una literatura que sólo es patrimonio de determinada tribu o de un<br />

segmento de determinada tribu.<br />

¿Cómo reconocer una obra de arte ? ¿Cómo separarla, aunque sólo sea un momento ,<br />

de su aparato crítico, de sus exégetas, de sus incansables plagiarios, de sus<br />

ninguneadores? Es fácil. Hay que traducirla.<br />

Borges, que escribió obras maestras absolutas, ya lo explicó en cierta ocasión. La<br />

historia es así. Borges va al teatro a ver una representación de Macbeth. La traducción<br />

es infame, la puesta en escena es infame, los actores son infames, la escenografía es<br />

infame. Hasta las butacas del teatro son incomodísimas. Sin embargo, cuando se apagan<br />

las luces y comienza la obra, el espectador, Borges uno de ellos, vuelve a sumergirse<br />

en el destino de aquellos seres que atraviesan el tiempo y vuelve a temblar con<br />

aquello que a falta de una palabra mejor llamaremos magia. Algo similar sucede con las<br />

representaciones populares de la Pasión. Esos voluntariosos actores improvisados que<br />

una vez al año escenifican la crucifixión de Cristo y que emergen del ridículo más<br />

espantoso o de las situaciones más inconscientemente heréticas montados en el<br />

misterio, que no es tal misterio, sino una obra de arte.<br />

¿Cómo reconocer una obra de arte ? ¿Cómo separarla, aunque sólo sea un momento ,<br />

de su aparato crítico, de sus exégetas, de sus incansables plagiarios, de sus<br />

ninguneadores, de su final destino de soledad? Es fácil. Hay que traducirla. Que el<br />

traductor no sea una lumbrera. Hay que arrancarle páginas al azar. Hay que dejarla<br />

tirada en un desván. Si después de todo esto aparece un joven y la lee, y tras leerla la<br />

hace suya, y le es fiel ( o infiel, qué más da) y la reinterpreta y la acompaña en su viaje<br />

a los límites y ambos se enriquecen y el joven añade un gramo de valor a su valor<br />

natural, estamos ante algo, una máquina o un libro, capaz de hablar a todos los seres<br />

humanos: no un campo labrado sino una montaña, no la imagen del bosque oscuro sino<br />

el bosque oscuro, no una bandada de pájaros sino el Ruiseñor.<br />

El humor en el rellano<br />

Lunes 20 de enero de 2003<br />

Cortázar se quejaba de la carencia de una literatura erótica en el ámbito<br />

latinoamericano. Con la misma razón hubiera podido quejarse de la ausencia de una<br />

literatura humorística. Los clásicos, por llamarlos de alguna manera, quiero decir los<br />

clásicos de nuestros países en desarrollo, sacrificaron el humor en aras de un<br />

romanticismo cursi y en aras de textos pedagógicos o, en algunos casos, de denuncia ,<br />

que mal resisten el paso del tiempo y que si se mantienen es por un afán voluntarista<br />

de bibliófilo, no por el valor real, el peso real de esa literatura.<br />

En algunos modernistas o vanguardistas tempranos es dable leer, sin embargo, páginas<br />

de humor de ley. No son muchos, pero son. Recuerdo a Tablada, textos muy poco<br />

conocidos de Amado Nervo, fragmentos en prosa de Darío, cuentos de horror y humor<br />

de Lugones, las primeras incursiones de Macedonio Fernández. Posiblemente, sobre todo<br />

en el caso de Nervo, este humor es involuntario. Los hay también, excelentes prosistas<br />

y poetas, en cuya obra el humor brilla por su ausencia. Martí es el máximo exponente<br />

de este tipo de escritores, pese a “ La edad de oro”.<br />

En la literatura latinoamericana, los escritores que se ríen son contados con los dedos ,<br />

y en no pocas ocasiones su risa es amarga.

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